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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El Tigre y la Duquesa

© Jordi Solé Comas, 2020

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Manuel Calderón

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-483-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

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1

 

 

 

 

 

Es una de esas mañanas de primeros de junio típicas de Barcelona: tibias, mullidas y neblinosas. Moha empuja el carrito de la limpieza mientras la nariz se le llena del aire cargado de salitre y de libertad que llega desde el otro lado del paseo de Colón. Crecido en la sierra del Atlas, donde la arena siempre será áspera y testaruda, ese olor mitad salado, mitad vegetal es una de las cosas que más le seducen de aquella ciudad que lo ha recibido mejor que a la mayoría de sus compatriotas.

Sí. Moha es un tipo afortunado. En lugar de vivir a salto de mata, vendiendo Nikes y Dolce & Gabanas de imitación, con un ojo puesto en el cliente y el otro en los de la urbana —que nunca sabes cuándo decidirán dejar de hacerse el sueco—, a él le ha tocado en suerte barrer las calles. Y no de cualquier manera, no: equipado con un uniforme de un verde-y-amarillo resplandeciente, unos zapatones con los que podría escalar sin problemas las montañas de su infancia y guantes a juego, que lo salvan de ensuciarse las manos con las delicadezas que debe retirar de la vía pública.

Levantarse cuando todavía es de noche y recorrer Barcelona, limpiando la mierda que otros han esparcido alegremente por doquier, no le parece tan mala cosa. Al contrario: le proporciona un contrato, papeles y la posibilidad de solicitar en breve el reagrupamiento familiar. Con suerte, en pocos meses podrá traer a Fatemeh y al niño, y volverán a estar los tres juntos. Mientras temblaba de frío y de miedo, atravesando el Estrecho a bordo de una patera que amenazaba con capotar en cualquier momento, la aventura europea no le había parecido buena idea. Pero ahora, desde la perspectiva, lo volvería a hacer. Cien veces. Mil. Aunque sabe que le faltó un pelo para quedarse en el fondo de aquel mar, hostil y embravecido, tan diferente del que ahora lame con mansedumbre el muelle que tiene a cuatro pasos.

Como hace todos los días, se esfuerza en dejar presentable la plaza de la Mercè y, a continuación, enfila el callejón del mismo nombre para enfrentarse a la del Duque de Medinaceli; con esas palmeras que le recuerdan tanto a su casa y el estanque circular en el centro, coronado por una estatua que solo se adivina en lo alto de una columna de hierro fundido. Recorre la vía, adoquinada y siempre en penumbra, dejando a un lado el instituto de toxicología forense —un lugar donde no quisiera entrar por nada del mundo—, y el muy fashion hotel Soho —adonde le encantaría llevar a Fatemeh algún día, aunque solo fuera para pedir un menú—. El carro se desliza fácilmente por aquellas calles. Aun así, piensa en lo bien que estaría que se lo cambiasen por uno de aquellos que van solos y que hasta tienen recogedor automático. Pero claro, de esas filigranas no hay más que cuatro y están reservadas a quienes se pasean por los barrios finolis de Sarrià y Pedralbes.

A los de Ciutat Vella, la tracción animal de toda la vida.

Sonríe y sacude la cabeza. ¡Qué pronto se acostumbra uno a lo bueno!

El día que aquel Ayuntamiento, tan amistoso con los recién llegados, le confió el carro que empuja habría llorado de alegría. Y pocos meses más tarde ya está soñando con uno que ande solo. Lo que tiene que hacer es concentrarse en hacer su trabajo mejor que nadie, para que no se lo den a otro. Y así, en un año o dos, tal vez hasta pueda arreglarse los dientes. Eso sí que sería grande.

En fin. Si Dios quiere…

Deja pasar un taxi y cruza la calle, casi desierta. El sol no tardará en calentar, pero ahora a la plaza todavía la acaricia la brisa leve que llega desde el mar. La calima lo desdibuja todo y se agarra a cualquier cosa que se mueva por el barrio Gótico.

Coge la escoba con entusiasmo y ataca la arena. Cómo se reirían en su pueblo de esa costumbre europea. ¡Barrer la arena! ¡Qué tontería! Sí, ya. Pero somos nosotros los que tenemos que jugarnos la piel para ir a hacerlo a su casa, ¿no es cierto? Pues no os riais tanto. Igual ellos saben algo que nosotros ignoramos…

Entonces la ve.

Una mujer joven, sentada en un banco. A su lado, una maleta de esas que se llevan en los aviones, de color azul eléctrico. ¿Qué diablos hace allí? Si todavía no están puestas ni las calles. Esperar, claro. Pues él a una belleza como esa no la tendría demasiado rato esperando. Que las europeas no son como sus mujeres y se lo piensan poco a la hora de dejar plantados a sus hombres para correr a buscarse otros. No entiende cómo los hombres de este país se lo consienten. Si él tuviera que pasarse el día pensando en que Fatemeh puede estar besándose con otro ahora mismo no podría soportarlo.

Les envidia muchas cosas. Muchas. Pero esa, desde luego, en absoluto.

Las mujeres gozan de demasiada libertad en Europa. Y no paran de pedir más. Y eso no es bueno. Dios lo sabe. Cada uno debe saber estar en el lugar que le corresponde. Si el mundo funciona es, precisamente, gracias a eso.

Moha decide cambiar de trayectoria para no levantar polvo con la escoba y molestarla. La plaza es grande y él puede esperar a barrer aquella parte. Seguro que un coche se detendrá enseguida a recogerla.

En el extremo que da a la fachada del hotel se encuentra con un puñado de latas, tiradas por el suelo. Las recoge sacudiendo la cabeza. ¡Pero si tenían una papelera ahí mismo! ¿Qué les costaba?

Termina de recoger la última cuando una mancha le llama la atención. Se pone en cuclillas para verla bien. Cuatro gotas de un rojo intenso. ¿Qué es? ¿Pintura? No lo parece. Y no sabe cómo proceder.

El pedazo de escoba que lleva no sirve para tratar con algo tan pequeño. Aun así, lo barre como puede mezclándolo con arena, y lo echa en el carrito.

No hay tiempo que perder. El supervisor no les perdona los retrasos. Y lo último que él quiere son problemas. Se juega demasiado.

Cuando encuentra la segunda mancha, ni se lo piensa. La barre como la primera. Y lo mismo hace con la tercera y la cuarta. Pero cuando, ya en el otro extremo de la plaza, sigue encontrando más manchas, vuelve a agacharse, se quita el guante y se moja la punta de los dedos.

No, no es pintura.

Es sangre.

La viscosidad y el color son idénticos a los que le empapaban las manos cuando en el pueblo había fiesta y le tocaba degollar una cabra.

Se levanta como impulsado por un resorte. Ha oído hablar a los compañeros de la sangre con la que deben lidiar en algunos rincones donde todavía se juntan heroinómanos. Pero ese no es uno. Se mira las puntas de los dedos con recelo y corre al estanque, a limpiarse. ¡Ha sido un idiota tocándola! Se examina las yemas. Gracias a Dios, no tiene ningún corte.

Respira, aliviado.

¡Enfermos de mierda!

Cuando se da la vuelta, se percata de que la chica de antes sigue sentada en el mismo sitio, en idéntica postura. Se había olvidado por completo de ella. Y, al parecer, quien tenía que recogerla, también. La contempla un instante. Desde más cerca le resulta aún más bonita de lo que había intuido. Con la espalda bien recta, los labios entreabiertos y los ojos de par en par bajo el flequillo negro que le brota, desordenado, frente abajo.

Podría ser la imagen del cartel de una película y él iría a verla. Con eso está todo dicho.

Se sorprende al constatar que la espera no parece incomodarla demasiado. Mira hacia algún punto, calle abajo, con una media sonrisa en los labios. Totalmente ajena a él y a todo lo que la rodea.

Hipnotizado, Moha es incapaz de apartar los ojos de ella pese a ser consciente de que con aquella actitud roza la impertinencia. En cualquier momento se volverá hacia él y le espetará: «Y tú ¿qué miras?». Y tendrá toda la razón. Pero la regañina no llega y continúa embobado. Porque la chica se ha vestido para que la miren, eso está claro: con una camisa de seda brillante, estampada en rojo, negro y beis, y unos pantalones con una pernera blanca y otra roja. Enormes pendientes en forma de aro y, en el cuello, un cordón de cuero del que cuelga un sol dorado.

Una mujer de las que te obligan a torcer el cuello cuando pasan por tu lado.

Está a punto de obligarse a quitarle los ojos de encima de una vez cuando oye el zumbido de las moscas que, hasta entonces, le había pasado desapercibido. Mira al suelo y las ve, dando vueltas, como locas, sobre un charco carmesí, medio oculto tras la maleta que hay junto a la joven.

Y entonces se da cuenta: las perneras no son bicolores. La pierna derecha está empapada de la misma sangre que se le acumula bajo los pies.

Moha suelta un gemido. ¡No puede ser! Aquello no le puede estar pasando.

Se le acerca, muy lentamente.

—Señorita, ¿estás bien?

Ella no responde. Sigue medio sonriendo y mirando hacia algún punto, más allá de la calle. Más allá de todo.

Y Moha ya no tiene ninguna duda: está muerta.

Mirando a ambos lados, se aleja del cuerpo, sin saber qué hacer.

¿Qué ha hecho para tener tan mala suerte? ¡Ahora que todo iba tan bien! Ni la ha visto nunca, ni le ha hecho ningún daño a aquella pobre desgraciada. Pero si algo ha aprendido desde que está en ese país es que lo más sencillo es culpar de todo al moro.

Siempre.

Y, para su desgracia, allí el único moro que hay es él.

Vuelve a mirar a su alrededor. Nadie. Todavía no lo han visto. Puede coger el carro, dar media vuelta y salir por patas. En pocos minutos algún vecino demasiado madrugador bajará y se encontrará con el marrón.

Al español, la única consecuencia que le acarreará será que llegará tarde al trabajo.

En cambio, si la encuentra él…

Piensa en Fatemeh y en el niño y el corazón vuelve a pedirle que se largue. La cabeza, sin embargo, es de otra opinión. Ha pasado por allí. Ha destruido pruebas. Será mucho más sospechoso si se larga que si hace lo que debe.

Si opta por la huida, no puede alargarlo más. En cualquier momento aparecerá alguien y será tarde. Las moscas continúan zumbando a su alrededor, excitadas con aquel banquete inesperado.

Todo le da vueltas.

¡Qué mierda, Dios! ¡Qué puta mierda!

Retrocede hasta el estanque para apoyarse. Mete la mano en el agua fresca y se remoja la cara. Aún no aprieta el calor, pero está empapado en sudor.

Si te marchas, te meterás en un buen lío, resuena una voz en su cabeza. No podrás justificar por qué lo has hecho.

Suspira.

Se saca el móvil del bolsillo y marca el número del supervisor.

Todo irá bien, trata de convencerse mientras suena el tono.

Insha’Allah.

2

 

 

 

 

 

Antes de salir del vestuario, Vicky se detiene un momento frente al espejo. ¡Cómo odia ese uniforme! Podrías ser la jodida Kendall Jenner y continuarías pareciendo un espantapájaros, embutida en esa pesadilla a rayas verdes y naranjas. Quien lo haya diseñado lo ha hecho adrede, no cabe otra explicación posible. Lo último que quieren las marujas que van al súper es que sus cabestros puedan fijarse en la competencia. Y, como el señor Mercadona conoce la mentalidad de las que lo han hecho de oro, ha elegido vestir a sus empleadas como payasas de circo. ¡Problema resuelto! Las únicas que se salvan de aquella mierda son las de perfumería. Y tampoco es que el traje de chaqueta azul y la camisa blanca sean nada del otro mundo, pero se pueden llevar con dignidad. Y con maquillaje. Nadie en aquella mierda de sitio encajaría como ella en ese puesto. Pero, claro, la bruja de la supervisora preferiría arder en la hoguera a tener que asignarla allí.

La historia de su vida.

Que vacas mal folladas como esa le hagan la vida imposible ha sido su pan de cada día desde el instituto. Debería estar más que acostumbrada. Y resbalarle toda su envidia y su mala leche. Pero no puede evitar odiarlas con, al menos, la misma intensidad con la que ellas la odian también.

Y, ya puesta, también odia al resto de las envidiosas patéticas que tiene como compañeras.

Porque la envidian. ¡Con toda su alma! Se lo ve en los ojos, aunque ellas traten de disfrazarlo de todas las maneras posibles: que si es mala compañera, que si es una creída; que si tal y que si cual.

Chorradas.

Envidian su aspecto. Su manera de vestir. Lo que provoca en los hombres sin tener que esforzarse nada. La envidian tanto que se mueren de envidia. Y buscan cualquier manera de disimular toda esa envidia y justificar que son las buenas y ella la mala. Pero, en el fondo, todas saben perfectamente de qué va aquello. Por eso ni se molesta en disimular lo que siente. Son como las leonas y las hienas: viven en los mismos parajes pero nunca pierden la oportunidad de lanzarse un buen zarpazo.

Y ella es la leona, claro.

Lo que más rabia le da es que parecen creer que todo lo que tiene es un regalo de la naturaleza. Que no le cuesta. Que es gratis. Más de una vez, a la hora del desayuno, cuando pasan en rebaño hacia la sección de pastelería, para hartarse de bollería industrial, ha estado a punto de echárselo en cara. ¿Y dónde esperáis meter todo eso, imbéciles? ¡Después no lloréis cuando os miréis al espejo! Porque os lo habréis ganado a pulso. ¿O es que os creéis que a mí me gusta esta mierda de zanahoria? ¿O que prefiero una infusión a una lata de Coca?

Pero, por supuesto, es más fácil tacharla de puta y de trepa que controlar la dieta y machacarse en el gimnasio.

Aunque luego compense.

Y compensa. Mucho. Cuando los hombres pasan por el aro y te van detrás, con la lengua fuera, como cachorritos, una ni se acuerda de lo que no ha comido.

De modo que, tal y como lo ve, si no están dispuestas a pagar el precio, no deberían escupir toda aquella bilis contra las que sí lo están. Al contrario, deberían admirarlas. Pero está en la naturaleza de las tías: morderse unas a otras, sacarse los ojos con las uñas, ponerse a parir a la más mínima. Incluso las mejores amigas se despachan a gusto, a sus espaldas.

Es lo que hay.

La ironía es que ha terminado en el mismo agujero que todo ese grupo de focas patéticas, que solo piensan en casarse con un mecánico o un conductor de autobús que las deje preñadas enseguida para tenerlo agarrado por los huevos y así abandonarse sin miedo.

¡Qué puta pesadilla! Pasarte el resto de la vida quitándoles los mocos a dos o tres chiquillos, mientras tu marido aprovecha cualquier oportunidad para ponerte los cuernos con otra, con suerte solo un poco menos patética que tú.

¿Sueñan con esa vida? Pues todita suya. Ella aspira a otra cosa.

Y creía que la había conseguido. Estaba segura.

¿Quién se hubiera imaginado que la promotora se iría al carajo? ¡Pero si los Rovira sudaban billetes de cincuenta pavos! Les quitaban los pisos de las manos y no paraban de anunciar nuevas promociones. Entrar a trabajar para ellos había sido un golpe de suerte increíble. Especialmente para alguien que apenas si tenía el graduado escolar. Y todavía más cuando Roger se había fijado en ella y se había empeñado en que fuera su secretaria, prefiriéndola a candidatas mucho más cualificadas.

Mano derecha del hijo del dueño, nada menos. ¡Menudo chollazo!

Y conste que lo de después no había sido coser y cantar. Él le había tirado los tejos desde el primer día, sí, pero tenía todo lo que gusta a las chicas, y lo sabía. Las tías hacían cola para meterse en su cama. Por suerte, ella jugaba a ese juego como si se lo hubiese inventado. Había ido soltando hilo y recogiéndolo hasta volverlo loco. Y, entonces, cuando lo tuvo justo donde le quería, le había cantado la canción de J.Lo.

¿Y el anillo pa’ cuando?

Habría aceptado cualquier cosa que ella le hubiera pedido, está convencida.

Pero, de repente, el espejismo se había volatilizado. Igual que el oasis se desvanece ante las narices del explorador muerto de sed.

Había pasado todo a la vez: requerimientos judiciales, auditorías, imputaciones. Una tormenta perfecta de porquería se les había venido encima sin que ella tuviera ni tiempo de darse cuenta. Un día Roger le juraba que de todo aquello, nada de nada; que no se preocupara, que todo quedaría en humo, y al siguiente el viejo señor Rovira entraba en prisión, esposado como un mafioso cualquiera, mientras su heredero salía del país, por piernas, con destino desconocido y una orden internacional de búsqueda y captura con su nombre en el encabezamiento.

Menos mal que ella había podido demostrar que no sabía ni una palabra de todo aquel maldito embrollo. Otras habían acabado entre rejas por bastante menos, le había comentado un poli que quería hacerse el simpático. Pero, por lo visto, Rovira júnior se había asegurado de dejarla al margen de todas las triquiñuelas.

No. Si todavía resultaría que tenía que estarle agradecida al hijo de puta de Roger, ¡¿no te jode?!

Después de aquello, ninguno de los currículos que había enviado a diestro y siniestro había llegado más allá de la papelera o la destructora de documentos. El escándalo de Rovirahogar estaba en todos los telediarios y cualquier persona mínimamente relacionada con ellos era considerada como tóxica por los departamentos de recursos humanos.

Incluso un bellezón como ella.

Contestar el anuncio del Mercadona había sido el último recurso. Mientras hacía la entrevista, una parte de ella rezaba para que no la cogieran. Pero, mira por dónde, el desbarajuste de Rovirahogar no había llegado hasta allí. O sí, pero al entrevistador le había dado igual.

La había elegido a ella entre más de cincuenta candidatas.

Menuda suerte has tenido, ¿eh, guapa? ¡Bienvenida a la gran familia Mercadona! Por cierto, ¿tienes planes para este sábado noche?

Le había costado no vomitarle encima. ¿Se suponía que tenía que estarle agradecida por aquella mierda de trabajo? Aquel tipo, además de idiota, debía de estar ciego. ¿En serio pretendía cobrarse el favor de esa manera?

¡Los cojones!

Después, había tratado de convencerse de que aquello sería solo temporal. Que no tardaría en encontrar otra cosa y que el episodio Mercadona quedaría rápidamente enterrado entre los peores de la teleserie de su vida.

Pero ya lleva ocho meses enterrada allí y sigue sin tener nada mejor a la vista. La simple idea de que pueda alargarse indefinidamente le da ganas de tirarse al tren.

La irrupción repentina de Esther en el vestuario la rescata de las ruedas del expreso de las 15.30. Rubia de raíces oscuras, ojos avellana y labios carnosos, Esther tiene uno de esos físicos chillones que hacen estragos en cualquier polígono, un viernes noche. Fuera de ese ámbito, sin embargo, le falta clase y, sobre todo, ambición, para sacarse el partido que podría. Y, además, está colada hasta las trancas por un tal Ruben; un muchacho solo ligeramente por encima de la media de los de las otras dependientas, pero que a ella le parece un ángel bajado del cielo solo para hacerla feliz.

Pobrecilla.

Sin embargo, es la única persona de aquel maldito agujero con quien puede cambiar unas palabras sin que le den arcadas.

Jadeando por el esfuerzo, la rubia teñida se desabrocha la chaqueta vaquera y la cuelga en la taquilla.

—¡No sé cómo me las apaño para llegar siempre tarde! —gime—. Un día de estos Encarna me dará un disgusto. Pero es que la RENFE está cada día peor. ¡Es una puta vergüenza!

Vicky, que no comparte el pánico que le inspira la supervisora, la contempla con una media sonrisa de lástima.

—No te preocupes tanto, mujer. Que nos echen es lo mejor que nos podría pasar. Hay todo un mundo ahí fuera. Créeme.

Esther la mira con incredulidad. ¿Qué coño dice? ¿Que deberían echarlas? ¡Pero si el barrio está lleno de chicas que matarían por aquel curro! Otro día se lo habría discutido, pero hoy tiene algo que le angustia más.

No sabe qué cara ponerle mientras descuelga el traje de chaqueta azul marino de la percha.

—Me lo dijeron anoche —termina atreviéndose a contarle—. Tú ya te habías ido. Ya sé que querías el puesto. Y que te toca por antigüedad. Te juro que yo no…

Vicky consigue esbozar una mueca de indiferencia. Tiene que reconocérselo a la supervisora: ha dado con la solución más humillante. No solo no la ha trasladado a perfumería, como hubiera querido, sino que le ha dado el puesto a Esther.

Dos pájaros de un tiro. Buen trabajo, Joe.

—¡Bah! no te preocupes. No es culpa tuya. Aprovéchalo. Es mucho mejor que pasarse el día en caja o cortando filetes de besugo en la pescadería. Además, a mí ya me da igual. No estaré mucho más tiempo aquí.

Esther le dedica una mirada llena de genuino interés.

—¿Sí? ¿Has encontrado algo, entonces? ¿Dónde? ¿En la empresa esa que me comentaste?

Vicky hace un gesto impreciso y lo acompaña de una sonrisa misteriosa.

—Mejor no digo nada, que luego estas cosas se gafan. Pero tiene buena pinta. Seguramente la próxima semana me dirán algo.

Esther sonríe y se apresta a abrocharse la camisa blanca. Está guapa con el uniforme azul y la sombra de ojos a juego. Vulgar, pero guapa. Vicky se le acerca para enderezarle el cuello de la camisa.

—¡Vamos! A vender Oud Noir como una loca.

La rubia de bote suspira.

—Gracias. Por no enfadarte, quiero decir…

Vicky vuelve a poner cara de que todo le resbala.

—¿Enfadarme? Una solo se enfada por las cosas que le importan. Y a mí todo esto me importa una mierda. Tranquila.

Esther la mira y se muerde uno de esos labios suyos de almohada. Diga lo que diga, le duele haberle birlado el trabajo. Ella es la primera en reconocer que, de todo el personal, Vicky habría sido la elección más idónea. Pero es que no lo pone nada fácil con su actitud. Encarna es gruñona y picajosa, sí. Pero ni mucho menos tan hijaputa como dice su amiga. De hecho, con la única con quien no se lleva bien es con ella.

Bueno, como el resto, en realidad. Nadie la soporta, a la Duquesa. Solo ella le dirige la palabra. Y las otras ya empiezan a mirarla de reojo por culpa de esa relación.

Menea la cabeza mientras abre la puerta del vestuario para salir. Están a punto de levantar la persiana. Le duele la situación. Vicky no es mala tía. Creída, creidísima y un poco peliculera, sí. Pero no mala. Solo con que tuviese un poco menos de orgullo…

No entiende cómo puede vivir de esa manera. Aislada del resto. Sola contra todas. Ella no podría soportarlo. En absoluto.

La última cosa que querría es que sus compañeras la llamasen Duquesa a sus espaldas.

En cambio, está convencida de que Vicky es precisamente eso lo que quiere: que el resto la vea como una duquesa, muy por encima de las demás.

Pobrecilla.

3

 

 

 

 

 

Los párpados le duelen terriblemente al abrir los ojos. Como si alguien se los hubiese grapado y ella tuviera que arrancarse las grapas solo con su fuerza de voluntad. Se incorpora trabajosamente y le parece que un orfebre maléfico le está tañendo el cráneo con uno de esos martillitos que utilizan para grabar el metal.

Enseguida le sobreviene la arcada.

Reacciona con rapidez, el tiempo justo de llegar al baño y enterrar la cabeza en el inodoro antes de vaciarse. Lleva meses hecha un trapo, pero hasta hoy ignoraba que pudieras encontrarte tan mal y seguir viva. Vomita con toda el alma hasta que dentro solo le quedan la culpa, que lleva adherida al alma, y esa tristeza que la lastra, como si le hubieran derramado encima un barril de alquitrán que la mantiene pegada al suelo y convierte cada movimiento en un esfuerzo inhumano.

Cuando termina, se incorpora trabajosamente y se apoya en la pared, jadeando. El hedor de la pota se mezcla con el del sudor que le impregna la ropa. Ni recuerda la última vez que se puso una muda limpia. Nota el pelo pegado en la frente y en el cuello, como rojizos hilos mugrientos.

Se obliga a levantarse. Sigue encontrándose fatal, aunque la pota le ha sentado bien. Se tambalea por el pasillo en penumbra y regresa a la habitación donde se ha despertado. Ha dormido vestida y con las botas puestas, no es de extrañar que ahora tenga tan mal cuerpo. Se sienta en la cama y recoge el bolso que hay a sus pies, para buscar un cigarrillo.

No encuentra ninguno. Pero, a cambio, los dedos topan con la P99 que guarda allí, en lugar de la pistolera reglamentaria.

La saca lentamente y se queda mirándola fijamente.

Abre la boca y mete el cañón. El metal frío entrechoca con los dientes y empuja la lengua, todavía humeante de vómito. El índice busca el gatillo. Todo con mucha sangre fría. Sin teatralidad. Sin aspavientos. Es solo una opción que tiene y que está considerando.

Los ruidos de la calle, que despierta lentamente, le llegan amortiguados por la ventana entreabierta. Se imagina la detonación súbita y la salpicadura de sangre y de fragmentos de hueso y de cerebro, redecorando la pared y el cabezal de la cama al estilo de George Pollock.

El dedo continúa firme sobre el gatillo. No tiembla en absoluto. Un milagro, teniendo en cuenta que todavía está borracha.

Por fin se saca el arma de la boca y la devuelve al bolso. Se encoge sobre sí misma y entierra la cara entre las rodillas. El pelo le cae, como una cortina grasienta, sobre las puntas de las botas.

Nota las venas latiéndole furiosamente contra las sienes, como si los Stomp hubieran escogido su cráneo para hacer una representación privada de sus greatest hits.

Mierda. Debería haberse pegado un tiro. Ahora ya no se siente con fuerzas para volver a intentarlo.

Suspira y se obliga a ponerse de pie. Puede que en el botiquín todavía le quede algún analgésico.

 

 

Cuando Elsa Giralt pisa la calle lleva mejor pinta que hace un rato. Se ha cambiado la camiseta manchada de restos de vómito por otra algo menos maloliente, pero sigue con los mismos vaqueros desgarrados y las Doctor Martens con las que ha dormido. La cabellera pelirroja la lleva recogida en una cola de caballo que no la favorece nada, pero al menos se ha lavado los dientes y hasta ha hecho unas gárgaras de Listerine. Los ojos, ligeramente inyectados en sangre, delatan la precariedad de su estado, así como los andares, de faquir que camina sobre una cama de clavos.

Afortunadamente, allí no hay ningún superior que pueda verla. Si consigue tomarse dos cafés y acompañarlos con algún ibuprofeno, dará el pego. Siempre y cuando no pase por la comisaría hasta después de comer, cuando ya todo el mundo empieza a estar un poco baqueteado por las horas de trabajo.

Todavía no hace calor, pero la cara le hierve. Está a punto de dar media vuelta y volver para remojarse, pero se le ocurre otra idea y decide que mejor cruza la calle y se acerca al estanque que hay en el centro de la plaza para refrescarse. Le faltan unos cuantos metros para llegar cuando se da cuenta del ademán nervioso de aquel empleado municipal de la limpieza. Ha dejado la escoba apoyada en la fuente y camina de un lado a otro, hablando solo y moviendo las manos en el aire.

Cuando la ve llegar, pone cara de pánico y va a interceptarla.

—¡No, señorita! —le advierte interponiéndose—. Mejor no vas a la fuente.

—¿Por qué? ¿Qué problema hay?

El muchacho no sabe qué decir. Tiene el rostro desencajado y parece al borde de un ataque de nervios.

—Nada. Ningún problema. Pero mejor no vas…

Elsa suelta el aire por la nariz. No tiene el coño para ruidos. Se saca la carterita que lleva en el bolsillo trasero y la abre para enseñarle la placa con el escudo de la Generalitat y la palabra Policía bien visible en la parte superior.

Moha pone expresión de incredulidad. ¿No hace ni cinco minutos que ha hablado con su supervisor y ya tiene a la policía allí? ¡Qué rapidez! Ni los agentes de la Gendarmería Real de su país son tan eficientes.

—¿Eres policía? —pregunta, sin terminar de creérselo.

—O eso, o me devolvieron mal el carné de la biblioteca la última vez. ¿Me dirás qué cojones pasa aquí de una vez?

Moha se aparta y señala hacia la chica del banco, con un trolley azul a los pies.

—La he encontrado así, te juro.

Elsa tarda un momento en comprender. Luego, de repente, se da cuenta del zumbido de las moscas y del charco rojo sobre el que revolotean.

—No me jodas…

El dolor de cabeza se le pasa de golpe. Arquea la espalda y se acerca muy lentamente al cuerpo, tratando de no contaminar la escena del crimen. Asegurándose de donde pone los pies, llega hasta delante mismo de la víctima.

Se agacha para mirarla desde su misma altura. Una chica de unos veintitantos. Guapísima. Tiene los ojos muy abiertos y una media sonrisa en los labios, como si supiera algo que tú ignoras y que se esconde en algún punto, a tu espalda. Lleva una blusa muy llamativa, que se ve a la legua que es buena, y unos pantalones blancos, que la hemorragia que la ha matado ha teñido de rojo.

Elsa busca dentro del bolso y saca unos guantes de látex. Se los pone sin apartar los ojos del cadáver, rodeada por el zumbido frenético de las moscas. No hay tantas como parece, pero son muy escandalosas.

A pesar de los guantes, no se atreve a tocar nada. Sabe de más de un caso que se ha ido al garete, así que se aguanta las ganas y se conforma con observar.

¿Quién te ha hecho esto, princesa? ¿Algún cabronazo que no ha sabido encajar que no es no?

Pero esa teoría no se sostiene. Ni por la postura del cuerpo —que es evidente que ha llegado allí por su propio pie, sin que se aprecien señales de lucha—, ni por el trolley que todavía sostiene con una mano, como para evitar que alguien se lo quite.

No. Llevaba la muerte puesta cuando llegó a aquel banco. Se sentó para tomar aliento y ya no pudo volver a levantarse.

¿Y de qué demonios te reías? ¿Te pareció un chiste que te metiesen medio palmo de acero entre las costillas? Pues vaya un sentido del humor.

Elsa se vuelve hacia el empleado de la limpieza, que la observa, desencajado.

—¿Has encontrado algún rastro? ¿Manchas de sangre?

Por su vacilación, advierte que la respuesta es afirmativa, pero que las habrá barrido o algo por el estilo. Desde que estrenaron CSI, la gente de la calle conoce los protocolos policiales mejor que muchos agentes.

Le dedica una mueca simpática, para apaciguarlo. Tranqui, no pasa nada. No pringarás. Le parece distinguir un suspiro de alivio.

—Allí, allí… Y también allí. —Le señala el chaval por fin.

Elsa retrocede, tratando de poner los pies sobre sus propias huellas. Observa a su alrededor. Ni un alma. Quisiera ir a echar un vistazo en la dirección que le ha indicado el chico, para ver si encuentra más manchas, y seguirlas. A veces, los casos se solucionan de manera tan sencilla como esa. Pero no puede dejar un cadáver en mitad de la calle, así como así.

Busca el móvil en el bolso. Apenas lo saca el chico la advierte:

—Yo he llamado.

—Sí, sí —dice ella, como si ya lo supiera—. Pero voy a necesitar más gente.

Está marcando el número cuando ve las luces, azules e intermitentes, de un coche patrulla que llega, cagando leches, desde el paseo de Colón. Guarda el teléfono y vuelve a sacar la placa, que muestra, brazo en alto, a los dos agentes que emergen del auto con cara de pocos amigos. Uno de ellos se relaja al reconocerla.

—¡Coño, Giralt! ¿Qué haces tú aquí? —le dice. Y fijándose en la pinta que tiene, añade—: ¿Te ha pasado un camión por encima?

Ella se guarda la placa.

—¡Tú sí que sabes cómo hablarle a una mujer, Farrés! —le espeta. El otro agente, al que no conoce, deja escapar una risotada al oírla—. Vivo aquí —les aclara señalando su edificio—. Acababa de poner los pies en la calle cuando me he encontrado este marrón.

¡No jodas! ¿Te han dejado un fiambre a la puerta de casa? ¡Eso es de récord! Tienen razón cuando dicen que…

De repente, el uniformado se interrumpe. Se da cuenta de que estaba a punto de meterse en un jardín.

Pero ella no está dispuesta a dejárselo pasar.

—¿Cuando dicen qué, Farrés?

Él no sabe dónde meterse. Desvía la mirada, sin encontrar la manera de salir del atolladero.

—¿Qué dicen? —insiste ella, con mucha más mala leche que hace un instante.

—Joder, Giralt, yo no pretendía…

En ese momento, otro coche llega por donde lo ha hecho el primero. También lleva una luz intermitente en el techo, pero ningún distintivo. Frena junto al de patrulla y sale un hombre vestido de calle. Elsa no lo ha visto nunca. Parece un poco más joven que ella. Unos treinta. Con cuerpo de gimnasio y estilismo de El sargento de hierro —camiseta ajustada, vaqueros, deportivas y pelo cortado al dos—. Milagrosamente, sin embargo, parece más el protagonista de una teleserie para adolescentes que un miembro de una banda skin. Llega a su lado con cuatro zancadas y saluda al compañero de Farrés con una inclinación de cabeza. Este le devuelve el gesto, desganado.

—Buenos días, compañeros —les desea el recién llegado—. Venía por Colón y he oído el 10-200 por radio. Estaba aquí mismo y he respondido.

A Elsa le parece estar mirándose al espejo. Están cortados por el mismo patrón: lleva ropa de ayer, los ojos inyectados en sangre y hasta un moratón bastante escandaloso en la mejilla. Cualquiera con dos dedos de frente se iría a dormir y no respondería un aviso. Pero él ha hecho precisamente lo contrario. Igual que ella en la situación inversa.

Quizás por eso siente una corriente de afinidad inmediata.

A los otros dos tampoco les pasa por alto que el compañero no está en su mejor momento. Pero nadie dice nada. Entre nosotros no nos vamos a tocar los cojones, forma parte del código no escrito. Y ese todo el mundo lo respeta.

—Pues estás de suerte, Santi —dice el binomio de Farrés, dejando patente que se conocen—. El follón habría sido todo tuyo… si no fuera porque aquí la compañera resulta que vive justo en frente y ha llegado antes que nadie. De manera que ya no es necesario que te quedes. Vete a dormir un rato, que parece que te hace falta.

Pero Santi hace como si no lo hubiese oído. Fija los ojos en la víctima, que continúa en esa postura tan inverosímil, como si todo aquello no fuera con ella, y le pide permiso a Elsa con la mirada para acercarse.

Adelante, sírvete, le responde ella, también con los ojos.

Mientras el otro agente curiosea, Farrés se le acerca como quien no quiere la cosa y le pregunta en voz baja:

—¿Cómo estás, Giralt?

Se conocen desde la Academia. Elsa sabe que es un buen tipo y que solo se interesa por ella, después de lo ocurrido. Pero no puede evitar que las palabras le salgan de la boca envueltas en bilis.

—Como una puta rosa. ¿No se me nota?

Farrés ignora la mala leche. Al contrario, todavía endulza más la voz cuando insiste:

—Nadie piensa que tuvieras la culpa. Lo sabes, ¿verdad? Son cosas que pasan. Va con el trabajo.

Ella tiene los ojos clavados en Santi, atenta a que no cometa ningún error que contamine la escena. Por eso ni le mira mientras responde:

—Eso díselo a Nico. Y a su mujer y a los dos críos.

—Nicolau es el primero que te ha exonerado. De eso puedes estar segura.

Elsa lo sabe perfectamente. Pero no le importa una mierda.

—Me parece que Yolanda es de otra opinión.

—¡Hostia, Elsa! Es su mujer. ¡Se le ha caído el mundo encima! Es normal que no piense con claridad. Pero su opinión es la última que debería importar en todo este asunto. No puedes hundirte por lo que piense ella.

—¿Quién está hundida aquí? Ya te he dicho que estoy de puta madre.

Pero el otro no se rinde.

—Por favor. Lo que estás haciendo no es bueno. Nadie te pide que estés bien. Tu compañero se ha quedado tetrapléjico. Y tu marido…

Ella no le deja continuar. Se vuelve y le fulmina con la mirada. Farrés tiene mucha calle como para no saber cuándo no puedes jugar con alguien.

Levanta los brazos.

—Vale, vale. No me meto más donde no me llaman. Tú sabrás lo que haces. Pero que sepas que no tuviste ninguna culpa de lo que le pasó a Nicolau. Y no conozco a nadie que lo crea.

Elsa sabe que debería darle las gracias por habérselo dicho. Pero está demasiado furiosa con el mundo como para permitirse hacer lo que sabe que estaría bien.

—Eso: no te metas donde no te llaman… —murmura, en voz lo suficientemente alta como para que el otro pueda oírla. Después vuelve a girarse hacia Santi, que continúa observando el cuerpo, sin hacer nada incorrecto.

Y decide acercársele.

—¿Qué opinas? —pregunta llegando por detrás sin hacer ruido. Él, sin embargo, no parece sorprendido.

—No la han asesinado aquí, es evidente. No estaría tan bien puesta. Nunca había visto un cuerpo como este. —Por un instante, Elsa no sabe si se refiere a la posición o a la belleza de la chica. Pero él continúa haciendo un análisis profesional—: Debió de llegar herida hasta aquí. Una puñalada o una bala de pequeño calibre, es difícil de precisar sin poder ver la herida. Seguro que no era consciente de que estaba lista.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—¡Mujer! No la habría espichado sonriendo, ¿no?

Elsa mueve la cabeza. Muy bien, Sherlock, tiene lógica.

Santi se vuelve para mirarla directamente. Tiene los ojos de un castaño verdoso, la mandíbula cuadrada y los labios tan bien perfilados como si los hubiera dibujado Jone Bengoa.

—Por cierto —le dice alargando la mano—, Santi González. Estoy en Sants-Montjuic.

Ella no sabe por qué, pero se siente ligeramente descolocada cuando chocan. Una sensación que hacía tiempo que no tenía.

—Elsa Giralt. De Ciutat Vella. —Le parece ver un destello en su mirada cuando oye su nombre. Pero si ha oído hablar de ella, nada más lo delata. Elsa lo agradece. Acaba de ganarse unos puntos.

—¿Lo llevarás tú? El caso, digo… —quiere saber él.

—Espero. Llámame quisquillosa, pero cuando algún hijo de puta le da matarile a una chica delante del portal de casa, me gusta ser yo quien se lo haga pagar.

—¿Te importaría que lo hiciéramos juntos?

¡Vaya! Da por hecho que no tiene compañero. No se ha imaginado lo que ha visto en sus ojos hace un instante. Lo sabe. Por un momento está tentada de hacerle sudar un poco. No sé qué pensará mi compañero cuando le diga que quiero cambiarlo por el primero que pasa. O algo por el estilo. Pero aún siente que hay algo que los une. El dolor, seguramente. O la culpa. O vaya usted a saber.

Un alma gemela. Un pobre diablo tan jodido como ella.

¿Y por qué no? Videla lleva días dándole la vara con que hay que asignarle alguien. Que no puede ir por ahí por libre, como en las películas americanas. Que aquello no es el Bronx.

—¿Por qué?

Él vacila un momento. Después decide ser sincero.

—No estoy en mi mejor momento, ¿sabes? Ya sé que al decirlo tiro piedras contra mi propio tejado, pero te enterarás igualmente de una manera u otra. Estoy atravesando una mala temporada. Me estoy volviendo todo un especialista en cagarla. —Se señala el moretón de la cara—. Necesito volver al buen camino. Dejar de hacer el imbécil. Pero no me veo capaz de soportar a un compañero de esos que llevan el manual tatuado en la frente. Contigo, en cambio…

—Conmigo, ¿qué?

El tono es retador. Nada amistoso. Pero él no entra al trapo.

—No lo sé. Me ha parecido que contigo podía ser diferente. Pero, oye, es tu caso. Haz lo que tengas que hacer. No he dicho nada. Ya me las ingeniaré. Perdona por habértelo pedido… ¿Sabes qué? Me voy al sobre, que es donde debería estar. Buena suerte con eso. Haz que se arrepienta de haberla dejado en tu portal.

Elsa le deja dar tres pasos. Después le llama.

—¡Santi! —Él se gira—. Veré qué puedo hacer, ¿vale? Pero no te prometo nada. Ahora mismo mi criterio no es precisamente el más apreciado del cuerpo. Dependerá de mi supervisor.

Él asiente con un ademán. Claro.

—Gracias.

Saluda al uniformado que ha aprovechado el tiempo para precintar el perímetro con cinta policial. Sube al coche, devuelve la sirena a la guantera y se pierde por el paseo de Colón.

Elsa suspira mientras ve como llega una furgoneta de la científica. Va a su encuentro. Va a ser una mañana larga.

Ni rastro de la resaca.