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ÍNDICE

PRÖLOGO

LA REINCIDENCIA SE CASTIGA DOBLE

RELATOS

Método Kennedy; Eres la bandota; Ramos de colores; #YoSoy132

ESCRITORES Y FUTBOL

Luis Miguel Aguilar, nunca amarillado; Borges, inesperado y elusivo; Mario Benedetti busca equipo; Manuel Azaña y los sueños en Mestalla; Las pasión futbolera de Laura Restrepo; Josep Pla: un canto universal; Rossi, y no es Paolo; Luis González de Alba y las localías ocultas; Luis Vicente de Aguinaga, vindicador de la cascarita; Jorge Semprún: “¿Quién es Di Stéfano?”; Renato Leduc y el valor de las palabras; Juan José Arreola, de la mitad a un tercio; La infancia curtidora de Guadalupe Nettel; Los inconsolables de Ishiguro

ESTAMPAS

Dybala; Sinha ¡oh patria!; Profundo sentido; Entre claveles; A la colección; Pordebajo; Mayéutica corinthiana; Involución; Funes el memorable; Ni comedia ni error; ¡Aya Shiya!; Reconciliadores; Extraño logro; Ganan hasta cuando pierden; Tiranía del tiempo; El hombre de los regresos; Entre bastidores; De la selva al Mundial; Manque

FUTBOL, POLÍTICA Y DINERO

LEVITAción; Designios incumplidos; Manzanares-Pedregal-Chamartín; ¿Pasado perfecto?; Presidente espejo; Lavoro ben fatto; Kakistocracia rossonera; Cuestión de probabilidad; De la blava senyera a la aldea global

LA PAUSA

Futbol en tiempos de guerra; Una Concepción del futbol

ARTÍCULOS

Paz en el futbol; Por una Ley para estadios; El Capitán al frente; Lo primero y lo segundo; Sobre el pacto de caballeros, perdón, de cuatreros; ¿Dignidad o conformismo?; Ni con detergente; ¿Por qué con dos?; El balón bota, pero… ¿vota?

ESCRITOS AURIAZULES

Círculos pumacéntricos; Darío el Supremo; Primero de una miríada; Delgada sonrisa; Apagar la oscuridad; El auriazul de ultramar; Monopolista compartido; Alegría en víspera de crisis; Días de Flores; Más que un desTello; ¿Quién es José Damasceno?; Número 22; Elogio de las manos; Alivio necesario; De Tepepan a CU; Hasta siempre, Rafael Amador; Tremendo figurón; Bienvenido, Michel

DIARIOS DE COPAS

Más que una sola noche; Conflicto limítrofe; Dueña de su destino; Montalbano contra Poirot; Sin imágenes; They keep trying…; Futuro negro; Fuego amigo; El precio de comprar espejitos; Nada de furia; Porteros determinantes; Como dios, en París, con la pata rota el 10 de julio, Choque de trenes; Tirafichas; Noche negra de San Petersburgo; “No es país para viejos”; 9.58 segundos es demasiado

DIARIO MUNDIALISTA

Prohibición ineficaz; El regreso de Egipto; Giménez hizo un godín; Maldad; Fin de una larga espera; Un polaco entre baobabs; Cuando Maradona pudo ser cementero; Derrota subliminal; Aves de tempestades, Desinterés favorecedor; Descubridor de talentos; “¿Cuándo se jodió el Perú?”; Acopio de historia; Leopoldo y Óscar; Partido prohibido; Brasil y su (falta de) delantera; Ecos de Argelia; La Jeune Belgique; Qué eran y qué quieren ser; El Tercer Lugar; Vatreni, el documental mexicano que mueve a Croacia (en colaboración con Olivia Betancourt Mascorro); La historia omitida; Empezar a vivir de lo vivido

RESEÑAS

Usina de historias; Hijo de su tiempo; Un paseo insular; Ellas; Te apoyamos y seguimos; Ayuda de memoria; Ir contracorriente; “Me gusta recordar de dónde vengo”; El dolor del futbol; Ausencias; El día después; Cumpleaños; No se las lleva el viento; El pequeño gran futbol; El olor del pasto mojado recién podado

BIBLIOGRAFÍA

ENLACES YOUTUBE

varia

SEGUNDA AMARILLA

por

FARID BARQUET CLIMENT

con prólogo de

MANUEL NEGRETE

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siglo xxi editores

CERRO DEL AQUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, CIUDAD DE MÉXICO

www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina

QUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARQENTINA

www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial

LEPANT 241-243, 08013, BARCELONA, ESPAÑA

www.anthropos-editorial.com

Catalogación

NOMBRES: Barquet Climent, Farid, autor | Negrete, Manuel, prologuista

TÍTULO: Segunda amarilla / por Farid Barquet Climent; prólogo de Manuel Negrete

DESCRIPCIÍN: Primera edición. | Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2019. | Serie: Varia

IDENTIFICADORES: e-ISBN 978-607-03-1024-9

TEMAS: Futbol – Anécdotas. | Futbol – Aspectos sociales. |

Futbol—Aspectos políticos. | Futbol – Aficionados

CLASIFICACIÓN: LCC GV943.2 B37 2019 | DDC 796.334

primera edición, 2019
siglo xxi editores, s. a. de c. v.

e-isbn 978-607-03-1024-9


todos los derecho reservados conforme a la ley.

A la memoria de los jugadores, trabajadores y aficionados fallecidos
de Chapecoense, Brasil; Kaweibanda, Uganda; Santa Rita, Angola;
Barcelona de Guayaquil, Ecuador; Deportivo Español, Argentina, y
Rayados de Altamira y Avispones de Chilpancingo, México
.

Y nuevamente a mis padres

Y nuevamente a mis Pumas

El futbol es la metáfora de todo lo demás

EDUARDO GALEANO

El futbol es lo que es porque nos permite ser con otros

ARIEL SCHER

A veces el futbol se parece tanto a la vida que da miedo…

EDUARDO SACHERI

…el miedo de descubrir que derrotas y sueños eran lo mismo

WALLACE STEVENS

PRÓLOGO

Creo que prácticamente desde que nací, me encanta el futbol. Me acuerdo que de niño llegaba a la escuela media hora antes de que empezaran las clases para echar una cascarita, y ya luego, entrar al salón. Los sábados por la noche, y los domingos todo el día, mis cuatro hermanas, mis tres hermanos y yo nos sentábamos junto a nuestro padre a ver partidos de futbol por televisión. Desde aquellos tiempos, el futbol siempre me ha acompañado. Lo jugué profesionalmente durante 20 años, me retiré hace 23 y lo sigo llevando conmigo de diferentes maneras, al jugarlo con amigos y colegas veteranos, ir a los estadios, verlo por televisión o seguir los resultados de los partidos a través de los medios de comunicación. Pero gracias a un libro como Segunda amarilla, puedo mantenerme cerca del futbol no sólo jugándolo o viéndolo, sino también leyendo grandes historias de jugadores, equipos, campeonatos, etc.

Por este nuevo libro de Farid Barquet Climent me enteré de que varios escritores e intelectuales son aficionados al futbol. Eso sugiere lo equivocados que están quienes piensan que en el futbol sólo se usan los pies; seguramente ellos también creen que el ajedrez se juega con las manos.

En internet se encuentran datos, fotografías y videos de muchos jugadores, pero hay muchos que no aparecen. Farid evoca a varios de ellos y también a otras personas que no jugaron al futbol, pero forman parte de él, como un masajista (muy apreciado por mí, por cierto) o un vendedor de cervezas en los estadios. De mil formas y cada quien a su manera, somos millones los que estamos unidos al mágico mundo del futbol.

Los que fuimos futbolistas todo el tiempo sentimos nostalgia de nuestra época de jugadores. Cuando nos encontramos, volvemos a recordar anécdotas, personas, momentos buenos y malos. Segunda amarilla me permitió revivir, por ejemplo, mis conversaciones con el fallecido goleador español “Quini”, mi compañero en el Sporting de Gijón, quien me platicó del secuestro que sufrió mientras jugaba en el Barcelona, y que Farid describe en un texto. El libro también me remontó a los ocho años que viví, muy feliz, en la Casa Club que tenían los Pumas de la UNAM en la colonia Guadalupe Inn, de la cual salí para ir a jugar a Portugal con el Sporting de Lisboa, después del Mundial del 86. Y, desde luego, me emocioné al repasar imborrables momentos (incluido mi debut en Primera División y los 12 años que jugué en Pumas), gracias a la sección “Textos auriazules”, en la que aparecen varios amigos, algunos que ya se nos adelantaron en el camino.

A veces el futbolista cree que será eterno, que podrá jugar para siempre y que siempre va a jugar bien. Y no es cierto. Los pocos que logran llegar a la cúspide, más tarde –o más temprano– se dan cuenta de que el tiempo no pasa en vano y termina pasándote la factura. Por eso fui presidente de la Asociación de Futbolistas, porque quería lo mejor para mis compañeros de profesión y que al llegar su retiro fuera menos difícil. Los futbolistas no tenemos pensión, tampoco nos dan una liquidación. Lo único que nos dan es una patada. Es la verdad. Hay mucha injusticia en el futbol y por eso hay que dignificar al futbolista. De cómo conseguirlo también escribe Farid en su sección “Artículos”.

¿Cuántos millones de niños quieren ser futbolistas? Muchos, y en todo el mundo. Al leer los textos de Farid, recordé mis inicios. Con mis vecinos de la colonia Doctores, inscribimos a nuestro equipo de futbol, el Celtic, en una Liga de la colonia Obrera. Reunimos el dinero de la inscripción haciendo mandados y también gracias al patrocinio de una señora del rumbo, dueña de una ostionería. Mis ídolos en aquel tiempo eran Ricardo “Astroboy” Chavarín, delantero del Atlas, y Nacho “El Cuate” Calderón, portero de las Chivas del Guadalajara y de la selección nacional quien, por cierto, la hizo de árbitro en uno de los partidos infantiles que jugué junto a mis compañeros de escuela en un conocido torneo organizado por una marca panificadora. Ojalá Farid, en un tercer libro, se anime a escribir de futbolistas como ellos en la sección de “Estampas”. Aunque por su edad no los vio jugar, ya verán que eso no es impedimento para él, especialmente por esa manera tan emotiva que tiene de contar las cosas.

Leer Segunda amarilla me hizo reflexionar e idear programas y acciones que tienen muy presente el valor social del futbol y del deporte en general. Mi compromiso, ahora que soy el primer alcalde de Coyoacán, es que sus habitantes puedan acceder a la práctica de la disciplina de su elección, para que el derecho al deporte sea una realidad y se materialicen los beneficios que la activación física y la sana competencia probadamente traen consigo para la salud y la autoestima, y también para la convivencia, la restauración del tejido social y la educación en valores.

Segunda amarilla es un libro acerca del futbol, pero también pueden disfrutarlo las personas a las que no les gusta el futbol. Es más, puede empezar a gustarles después de leerlo, pues se darán cuenta de que el futbol está conectado con muchos ámbitos de la vida. Leyendo este libro se aprende de historia, de política, de literatura, de Derecho, y todo de la mano del futbol.

MANUEL NEGRETE

LA REINCIDENCIA SE CASTIGA DOBLE

Frank Bascombe, el protagonista de las tres novelas más conocidas de Richard Ford, abandona desde joven la que parecía una fulgurante carrera como literato para dedicarse al periodismo deportivo. A diferencia de lo que pensaba Bascombe, a quien le resultaban incompatibles la literatura y el periodismo deportivo, en mi caso, ha sido precisamente el gusto por escribir, usando a un deporte como argamasa de historias y como detonante de algunas reflexiones, lo que me ha permitido incursionar tanto en la creación literaria como en el oficio periodístico.

Éste es el segundo libro que he escrito a propósito del futbol y espero que sea una continuación afortunada de mi primer acercamiento a este juego desde la narrativa y el ensayo, y no la evidencia de una obcecación, la prueba de una reincidencia que, como sabemos, se castiga doble.

De uso común entre los abogados penalistas, “la reincidencia se castiga doble” es el aforismo que alude al agravamiento de la sanción que una persona recibe por haber incurrido nuevamente en un mismo delito.

En el futbol pasa algo parecido: el jugador que comete por segunda vez una falta que amerite amonestación, no se hace merecedor a un nuevo apercibimiento, sino que es arrojado a las regaderas, desterrado del campo de los sueños por lo que resta del partido, de cuya conclusión no participará, así como tampoco, cuando menos, del siguiente que su equipo dispute.

Si usted ya tuvo la desventura de conocer A perfil cambiado –libro anterior mío– es probable que esté a punto de convertirse en reincidente, pues esta nueva entrega, Segunda amarilla, obedece al mismo impulso de la primera: el gusto por ver, jugar, escuchar, conversar, pero sobre todo leer y escribir de futbol.

Por mi parte, soy un reincidente confeso: mi persistencia en poner el futbol en tinta sobre papel obedece a que a veces encuentro en aquél, como dice Gabriel Wolfson, “el último reducto de la pureza”.1 No porque sea ingenuo, romántico o ciego ante la nata de intereses malsanos que se le han enquistado en su vertiente profesional,2 sino porque a la hora en que el balón está rodando, el futbol me parece, cada día más, uno de los pocos ámbitos de la vida en que el poder, el dinero, la influencia o el privilegio pueden naufragar, a la vista de todos, ante el talento, la dedicación y el esfuerzo.

Bien lo dice Eduardo Galeano: “el futbol profesional, lucrativa industria del espectáculo, está organizado para que el dinero mande, pero no sería una pasión universal si no siguiera teniendo, como por milagro tiene, capacidad de sorpresa”.3 Por eso me gusta suscribir el símil que se ha usado para describir a la industria del futbol, como “uno de esos ‘negocios de familia’ que, desde el pequeño taller del abuelo, se han desarrollado hasta alcanzar una importancia universal pero que conservan los principios y los escrúpulos del fundador”.4

Si bien coincido con Óscar de la Borbolla en que las definiciones de los géneros literarios regularmente son pedantes,5 adelanto que los textos incluidos en este nuevo volumen, al igual que las piezas que conforman A perfil cambiado, se inscriben en el relato breve, la crónica, el perfil, el artículo de análisis y la reseña, y también padecen la consabida avalancha de citas y referencias a otros autores, con lo que intento consolidar, más que un estilo, al menos una forma de escritura que busca nutrirse de la “intertextualidad creativa”,6 la cual, además de vacunarme contra cualquier atisbo de plagio, me permite reconocer expresamente y agradecer implícitamente a esas otras voces.

La primera parte del libro está compuesta por piezas de narrativa breve que combinan, en dosis variables, ficción y realidad; la segunda parte aborda los entrecruzamientos de dos escritoras y 12 escritores con el futbol; la tercera retrata a 20 futbolistas de distintas épocas y nacionalidades; la cuarta tiene como protagonistas tanto a personajes del poder y de la política mundial en su relación con el futbol, como a empresarios y dirigentes del futbol internacional; la quinta es un paréntesis, una licencia personal, para recordar sucintamente vivencias futboleras de una de mis abuelas y uno de mis abuelos; la sexta ofrece un puñado de artículos acerca de ciertos aspectos del futbol que, en mi opinión, adquieren una dimensión de interés público; la séptima es un conjunto de recuerdos, a modo de reportajes biográficos, de personas que han desfilado por el equipo de mis amores: los Pumas de la UNAM; la octava y la novena reúnen 40 crónicas anteriores y posteriores a partidos que tuvieron lugar durante las Copas Euro 2016, América Centenario 2016, Confederaciones 2017, Oro 2017 y Mundial Rusia 2018; mientras que la décima y última la conforman 15 reseñas de libros de futbol, que fueron escritas como una invitación para que esas obras encuentren nuevos lectores.

Creo que entre la segunda amarilla del futbol nuestro de cada día y esta Segunda amarilla que tiene usted ante sus ojos, existe una diferencia medular: mientras la que exhibe el árbitro priva al infractor del disfrute del balón, la que yo le convido tiene un propósito contrario, una disposición inclusiva: intentar sumar adeptos a la causa, que afortunadamente se ha vuelto cada vez menos grupuscular, de frecuentar y alimentar la literatura sobre futbol en México.

Quiero expresar mi agradecimiento a Jaime Labastida, a quien le debo la feroz alegría de ver publicado este libro bajo el sello icónico del pensamiento progresista hispanoamericano que acertadamente dirige: Siglo XXI Editores. Agradezco también a Gabriel Yáñez Ramírez, abogado e intelectual, entusiasta de la literatura y del futbol jalisciense; a Manuel Negrete, por su amistosa y gentil disposición para prologar esta obra; a Rodolfo Vázquez, por siempre impulsarme a escribir, con su conocida generosidad; a José Woldenberg, cuya pluma, siempre atenta a las vicisitudes del espacio público, nunca se olvida del futbol; a José Ramón Cossío Díaz, sabedor de que el futbol es, pero no se agota en, un conjunto de 17 reglas; desde luego a mis padres, Margarita Climent y Alfredo Farid Barquet; a Olivia Betancourt, quien amorosamente me ha acompañado y apoyado durante un buen tramo de la elaboración del libro, y de manera muy destacada a Benjamín de Buen, Juan Carlos Dávalos e Israel M. López, quienes leyeron acuciosamente sucesivas versiones del libro y me formularon valiosas sugerencias. Sin olvidar a Alberto Abad Suárez, “Toyo” y Juan Aguirre, Alejandro, Esteban, Jorge, Manuel y Pedro Álvarez, Pedro Ayora, Elías Camhaji, José Ramón Cossío Barragán, Gerson Cruz, Miguel Curiel, Alejandro del Valle, Mane de la Parra, Miriam Durán, Luis Flores, Pedro González Moctezuma, Eder Hernández Reyes, Jesús Hernández, Margarita Iglesias, Rodrigo Lagos, Manuel Manzo, Roberto Marín Robles, Samuel Martínez, Clemente Molina-Enríquez, Esteban Olhovich, Alejandro Olvera, David Patiño, Michelle Pointelin, Miguel Ramírez, Abraham Rivera, Fernando Signorini, Raúl Sotelo, Germán Tello, Óscar, Juan, Pablo y Santiago Vázquez.

Juzgue usted, como árbitro implacable, si esta Segunda amarilla logró ser, como es mi intención, una feliz reincidencia.

1 Gabriel Wolfson, Ponte la del Puebla, Puebla, Profética, 2008, p. 17.

2 Los periodistas Andrew Jennings, de Inglaterra, y Thomas Kistner, de Alemania, han documentado la corrupción que gangrenó a la FIFA (Andrew Jennings, Foul! The Secret World of FIFA: Bribes, Vote-Rigging and Ticket Scandals, Londres, HarperCollins, 2007; Omerta: Sepp Blatter’s FIFA Organised Crime Family, Londres, Transparency Books, 2014 (disponible en castellano: La caída del imperio. El libro que anticipó el mayor escándalo de corrupción del futbol mundial, Buenos Aires, Penguin Random House, 2014); Thomas Kistner, FIFA mafia, México, Roca Editorial, 2015).

3 Eduardo Galeano, Cerrado por futbol, México, Siglo XXI Editores, 2017, p. 209.

4 Albert Batteux y Juan Cid y Mulet, “El futbol”, en La gran enciclopedia de los deportes, México, Siglo XXI Editores, 1968, p. 233.

5 Óscar De la Borbolla, “Carnalidad del cuento”, en Sara Poot Herrera (ed.), Cuentos sobre la mesa, México, UNAM, 2010, p. 263.

6 Hélène Maurel-Indart, Sobre el plagio, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 13.

RELATOS

MÉTODO KENNEDY

—La cartera no da para más, la cantera tampoco. De veras, Pérez. Créame. No tenemos con qué contratar nuevos jugadores y los prometedores prospectos que teníamos en divisiones inferiores los vendimos o los dimos en préstamo para paliar nuestras maltrechas finanzas. Sin embargo, aquí todos estamos seguros de que usted sabrá hacer bien las cosas, Pérez. Precisamente por eso toda la Directiva pensó en usted, por eso lo trajimos.

Pérez sabía que el presidente decía una verdad a medias. Era cierto que se habían fijado en él, pero por vía de la eliminación: todos los entrenadores disponibles habían desechado el ofrecimiento de dirigir aquel equipo, entre otras razones porque ningún colega estaba dispuesto a viajar hasta ciudades lejanas en camiones, menos a hospedarse en hoteles que no fueran sinónimo de un grado que juzgaran aceptable de confort. Pero como Pérez llevaba varias temporadas sin trabajo, aquel club de acelerado empobrecimiento le ofrecía una oportunidad, quizá la última, de acudir todos los días a los entrenamientos, de vociferar los domingos desde el banquillo, y así poder sentir otra vez el placer rutinario pero tonificante de “palpar la fresca porosidad del cuero, seguir con los dedos las canaletas demarcatorias de los gajos”.1

Pérez solía poner fin a sus elucubraciones así, con citas perfectamente memorizadas de Roberto Fontanarrosa, de quien se había convertido en admirador. Porque Pérez, desde sus años de jugador, gustaba de la lectura, hábito que recientemente se le había acendrado mientras estuvo sumido en la inactividad laboral. Lector y gente de futbol, Pérez jamás se perdía las colaboraciones semanales de Juan Villoro, pero nunca imaginó que uno de los consabidos artículos de cada viernes, el del 9 de diciembre de 2011, marcaría el destino de su nuevo equipo.

No fue todo el texto, tampoco su idea vertebral, tan solo un pequeño fragmento el que Pérez juzgaba esclarecedor, el que según él contenía la fórmula, “la pieza faltante en el caos”,2 que le permitiría sacar lo mejor de sus jugadores, muchos de los cuales conjugaban en pasado sus mejores tardes sobre una cancha de futbol profesional, esa “tersa planicie esmeralda”3 de la que tanto hablaba Fontanarrosa y que en nada se parecía a los “potreros con más hoyos que pasto”,4 cuasi desiertos de “tierra agrietada”,5 en los que Villoro, su nuevo referente, jugaba en pesadillas.

En el quinto párrafo de aquel artículo de Villoro, Pérez leyó:

Los políticos han desarrollado argucias para complacer a los escritores (cuya vanidad es fácil de tocar). Norman Mailer contaba que John F. Kennedy ejercía un método infalible: no elogiaba a un novelista por su obra más conocida, sino por algún volumen marginal o incluso fracasado. Ante esa inesperada mención, el autor se sentía al fin comprendido. De acuerdo con el método Kennedy, si uno se encuentra a Gabriel García Márquez, no debe encomiar Cien años de soledad sino Ojos de perro azul.6

Sus muchos años de jugador y lector habían acuñado en Pérez la certeza irrefutable de que si algo compartían escritores y futbolistas era la vanidad. Entonces se le ocurrió que, siguiendo el método Kennedy, él podría tocar la vanidad de sus jugadores con una estratagema similar, escarbando en sus biografías futbolísticas hasta encontrar pasajes marginales, incluso fracasados, tal como lo prescribía la receta del presidente estadunidense asesinado en Dallas en 1963.

Con denodada insistencia, Pérez decía una y otra vez para sus adentros: “Kennedy no elogiaba a un novelista por su obra más conocida, sino por algún volumen marginal o incluso fracasado”. Con la repetición constante, Pérez buscaba grabarse a fuego la conseja que tan oportunamente había encontrado. Y como de Villoro había aprendido también otras dos cosas, a saber: 1) que “nada sale sobrando”7 y 2) que “cada quien elige sus buenas razones para creer en algo”,8 Pérez resolvió que precisamente porque sus muchachos hacía tiempo que habían dejado de serlo, encontraría suficiente materia prima de recuerdos labrados por sus piernas – Villoro también le había enseñado que “los recuerdos duran mucho más que las piernas”–9 como para poder diseñar una táctica análoga a aquel método, usufructuario de la vanidad, en el que había empezado a creer.

Pérez se dio a la tarea de redactar pequeñas fichas con dos o tres datos acerca de episodios marginales o incluso fracasados, de la carrera de todos y cada uno de los integrantes del plantel que dirigiría. No se abocó a buscar datos de esos que se guglean y se encuentran fácilmente en Wikipedia; los que Pérez ansiaba encontrar estarían muy ocultos, de esos que sólo se pueden rastrear hurgando en las profundidades de la hemeroteca.

Una vez elaboradas las fichas con ayuda de su asistente técnico, relevado de acudir a la cancha y confinado a pasar los días a la caza de hallazgos útiles para el plan de su jefe, Pérez puso a prueba sin dilaciones el método Kennedy, adaptado a las imperiosas necesidades de su equipo. Después de la primera práctica al frente de sus nuevos dirigidos –que no dirigidos nuevos–, Pérez llamó aparte a “El Mono” Ríos, quien había jugado en los dos clubes grandes del futbol nacional. “El Mono”, acostumbrado al protocolo de presentación con los entrenadores recién llegados, esperaba que Pérez le recordara sus pretéritos laureles, como todos hacían. Para sorpresa de Ríos, Pérez no le elogió algún prodigio de sus años venturosos sino sus andanzas, ya remotas, al defender los colores de un equipo modesto de una pequeña y lejana ciudad de provincia, al que Ríos se incorporó cuando frisaba la veintena de edad, decisión que bien pudo haberlo defenestrado sin remedio:

—Siempre he pensado, Ríos, que usted en su juventud acertó marchándose al hoy desaparecido Unión de Estibadores, que jugaba en Tercera División, en vez de quedarse a mirar desde la grada a sus compañeros de la Primera de un grande. No fue un arrebato el suyo, tampoco un desplante de impaciencia; no, Ríos, todo lo contrario. Dio una muestra de su hambre de futbol. Se ve que usted tenía clara desde entonces su enorme valía, que no podía estarse desperdiciando a la espera quizá interminable de una oportunidad estelar. Una indisposición de Requena, que siempre era el central titular, podía no llegar jamás. Y lejos de enzarzarse en una pugna con aquel defensor inamovible, en la inteligencia de que “los que aman lo mismo se odian entre sí”,10 usted no prohijó animadversiones sino que prefirió evitar fricciones intestinas, que siempre terminan por perjudicar al colectivo. Y por eso se fue a Estibadores, porque antes que a los clubes rimbombantes, lo que usted verdaderamente amaba, desde tan tierna edad, era al futbol, sí, Ríos, al futbol, y por eso valientemente decidió irse a jugarlo donde podía hacerlo, así como a partir de hoy, tenga la seguridad, lo seguirá haciendo como titular en este equipo que estará bajo mi mando.

Ríos quedó absorto, su mente transportada a aquellos terregales de la Tercera en que su carrera pudo entrar en el olvido pero donde terminó por renacer, a pesar de lo cual procuraba reprimir el recuerdo de aquellos días. Las paredes de su casa, donde la familia exhibía a sus invitados los trofeos, las medallas, las camisetas de los clubes granados en los que “El Mono” había militado, no destinaban el más mínimo espacio, ni siquiera en el rincón invisible debajo de la escalera, a alguna foto donde Ríos portara el uniforme de Estibadores.

Pérez esperaba de “El Mono” Ríos un apretón de manos a modo de despedida, a cambio recibió un cálido abrazo, que sirvió como primera evidencia de que el método Kennedy contribuía a generar empatía con sus dirigidos.

Otro día tuvo la idea de invitar un asado al foráneo Fascioli, volante creativo. A la hora del digestivo, Pérez soltó:

—Si yo hubiera estado en su lugar en aquel partido por el ascenso en su país, habría hecho lo mismo que usted: tirar por encima del arquero, que además le cubría cualquier otro ángulo de disparo. Que el gigante Carpolini se mantuviera quieto y el balón quedara a su merced fue porque la parálisis del pánico terminó por ayudarle. Si usted hubiera buscado meterla a segundo poste, Carpolini se la atajaba seguro. Hasta Pelé la habría intentado igual, por arriba, así que no fue cosa de usted, Fascioli.

En otra ocasión probó con Humberto Macías Gasque a la salida del vestidor:

—Todo jugador debiera ser siempre fiel a su forma de tirar penaltis. Usted es el ejemplo vivo de esa convicción, todo un modelo de congruencia. De no sé cuántas veces en que a usted le ha tocado patear, únicamente erró en una. No haga caso de los merolicos de la prensa pagada que exigen al tirador innovar, distraer al guardameta. El suyo es un porcentaje altísimo de éxito, Gasque, se mire por donde se mire.

Al término de un partido, Pérez declaró a los medios de comunicación:

—Nuestros aficionados tienen por costumbre desmentir esa máxima de Voltaire, según la cual “al público enseguida lo hastía ser generoso”,11 pero creo que hoy nuestros seguidores no fueron del todo justos con nuestro arquero Castillo, pues le recriminaron con silbidos por dar rebote en la jugada del cuarto gol en contra. Si él hubiera intentado atrapar y no rechazar, se le habría colado la pelota al arco, visto el lodazal del área chica. Se les olvida que Castillo decidió no quedarse con un balón similar en las preeliminatorias para el Mundial infantil de hace 14 años, al cual finalmente pudo asistir nuestra selección, que injustamente no incluyó en la lista definitiva de convocados a nuestro hoy portero, quien tanto ayudó a conseguir la calificación.

Días después, durante la semana de trabajo y ya entrado, Pérez se siguió:

—Oiga, Robles, tengo para mí que usted volvió de Europa por motivos del todo ajenos a esa infundada y hasta calumniosa baja de juego que le imputaron. No era necesario ser Einstein para darse cuenta de que los directivos de allá no querían pagarle como corresponde a una figura, y eso que ya había marcado dos goles en tres partidos. Los goles son los goles, Robles: no importa si los anotó a los sotaneros o si nomás empujó el balón con el pómulo a medio metro de la portería…

—Nada más lo vi, Zarazúa, recordé lo bien que jugaba usted la contención en la Sub 20. Hoy se le ve cómodo en la lateral derecha, pero si las circunstancias lo permiten, no dudaré en devolverle, después de tantas temporadas, aquel viejo puesto que le sentaba estupendamente…

Con el paso de los partidos, aquellos jugadores no sólo ganaron confianza, se convirtieron en solipsistas en grado de paroxismo, una autosuficiencia desconocida fue inoculada por Pérez en cada uno de ellos. Su entrenador los vindicaba desde una ubicuidad desconcertante: conocía puntualmente las vivencias por las que habían pasado sus dirigidos hasta en los partidos que fueron disputados a puerta cerrada.

Pérez se paseaba muy orondo por el club, apelando discreta y sistemáticamente, como Carpentier, al recurso del método, del método Kennedy, cuya eficacia lo tenía embelesado.

Hasta que de tanto recurrir al método Kennedy, éste se le revirtió. Los efectos contraproducentes, de los que Villoro no le había precavido, no se hicieron esperar. Ríos quería jugar siempre todos los minutos bajo el argumento de que su hambre de futbol no toleraba frugalidad. Fascioli, aunque no tuviera la portería en la mira o sin verse apremiado por el marcaje del adversario, pateaba siempre por encima del portero, para confirmarse en la teoría según la cual, entre el travesaño y las yemas de los dedos del guardameta, le aguardaba un intersticio ideal, aunque usualmente desaprovechado, para encontrar el gol. Macías Gasque se había vuelto un terco incorregible de disparo previsible. Castillo puñeteaba hasta los balones que le llegaban con absoluta mansedumbre. Robles dejaba de entrenar y exigía aumentos salariales nomás anotar un golecito de penalti. Mientras que Zarazúa solía dejar al extremo izquierdo de los equipos rivales en situación de ventaja inmejorable, todo por irse a ocupar la contención, en la que de joven lucía tan cómodo, pero en la que apenas sabía hacer labores de recuperación.

Fue así como Pérez logró que el vestuario, del que era un equipo alicaído cuando recibió el timón, se convirtiera bajo el método Kennedy en un rosario de corazones henchidos de orgullo, de moral tan alta que rebasaba el techo del estadio, sin reparar con suficiencia que lo que no rebasaba ni la mitad de la tabla general eran los puntos que había logrado sumar durante el torneo.

Al ver más de cerca el descenso que la cima del campeonato, una mañana la Directiva llamó a Pérez para informarle que no estaban dispuestos a que el equipo acentuara su ya aguda marginalidad, tampoco a correr el riesgo de ahogarse en el fracaso. Pérez no esperó el aviso de la rescisión y renunció en el acto. Pidió despedirse de la afición en rueda de prensa, pero ni los reporteros se quedaron a esperar las noticias surgidas de aquel cónclave. En la sala que habitualmente ocupaban los periodistas con sus trípodes y micrófonos, no se vio uno solo. Lo que sí se vio fue un puñado de treintones recién bañados, vestidos a la moda, esmeradamente peinados y olorosos a lociones de diseñador, agradecidos con quien les había devuelto algo más que la pura vanidad.

1 Roberto Fontanarrosa, El área 18, 2a ed., Buenos Aires, Planeta, 2012, p. 17.

2 Juan Villoro, Los culpables, Oaxaca, Almadía, 2007, p. 119.

3 Roberto Fontanarrosa, op. cit., p. 45.

4 Juan Villoro, “Yo soy Fontanarrosa”, en El apocalipsis (todo incluido), Oaxaca, Almadía, 2014, p. 61.

5 Ibid., p. 62.

6 Juan Villoro, “Libros y poder”, Reforma, 9 de diciembre de 2011.

7 Juan Villoro, “Las hojas blancas”, en AAVV, Proceso 30 años, octubre-diciembre 2006, México, p. 267.

8 Juan Villoro, “Buenas razones”, en ¿Hay vida en la Tierra?, Oaxaca, Almadía, 2012, p. 125.

9 Juan Villoro, Los culpables…, p. 42.

10 Juan Villoro, El testigo, México, Anagrama, 2004, p. 82.

11 Voltaire, Aforismos. Extraídos de la correspondencia, Madrid, Hermida Editores, 2013, p. 48.

ERES LA BANDOTA

Dices que eres la bandota
que eres bien rocanrolero

CHARLIE MONTTANA

Capitalista verdadero, coloca sus fondos
y tiene que revender después para ganar
de su preciosa mercancía

MARIANO JOSÉ DE LARRA

Según el poeta Luis Miguel Aguilar, ciertos grupos de la izquierda política mexicana de los años setenta competían entre sí con el supuesto fin de acreditar “quién estaba ‘más comprometido’”1 con las causas por las que decían luchar. Unos alardeaban de mantener contactos con la guerrilla, otros se ufanaban de haber ido a parar a la cárcel por la persecución gubernamental. De acuerdo con el escritor quintanarroense, a semejantes “torneos”2 en los que se buscaba que “‘los menos comprometidos’ se sintieran inferiores y culpables”,3 subyacía un salmo bíblico atribuido a Isaías: “‘yo soy más santo que tú’ (Isaías, 65, 5)”.4

Confieso que en materia futbolera no he sido ningún santo: en mi juventud transgredí el mandamiento de no recurrir jamás a la reventa –que es legal en varios países– con el agravante de que no me generaba ni culpa ni inferioridad haber conseguido varias veces mi boleto para entrar a los estadios a través de esa recurrente y muy extendida afrenta a la Recta Virtud del Probo Aficionado, en la que tuve un rito de iniciación imbricado literalmente con la fe.

Urgido de entradas a un partido de esos en que no se puede no estar, me abandoné, como dice Eduardo Sacheri, al “voluntario martirio al que los aficionados nos sometemos con el único objeto de ver a nuestro equipo en la cancha”.5 Por ese motivo, acudí a un amigo que conoce a fondo las entretelas del mercadeo generado por el futbol. Ante la premura de mi ruego, resolvió llevarme directamente a un lugar piadoso: un templo. En vista de su imperturbable determinación, no puse objeciones y terminé por ingresar a una iglesia improvisada, que desde fuera parecía una casa. Sillas plegables poblaban la única recámara del inmueble, divididas en dos bloques por un espacio rectilíneo a modo de pasillo, que desembocaba en un atril robusto y recargadamente decorado, desde el cual, en aquel momento terminaba de oficiar, ataviado en pants, en chándal como dirían en España, en buzo como dirían en Argentina, un tal Pantoja.

—Para los que están deveritas arrepentidos, pero deveritas, no de mentiritas, el Señor siempre tendrá un perdón. Es tiempo de dejar la mala vida, de hacer las cosas bien. Nunca es tarde para ganarse el pan por las buenas –dijo Pantoja, hasta que sus ojos claros empezaron a mirar hacia lo que, yo pensaba, era el techo, pero él parecía ver más allá.

Acto seguido concluyó su homilía:

—Vayan con el Señor, que los guiará por el buen camino. No hagan cosas malas, pórtense bien y… los que quieran vender boleto para el partido del sábado, pásenle aquí conmigo.

Aproximadamente la mitad de los asistentes al sermón desalojó el lugar mientras que la otra rodeó el atril, del cual ya no salían más palabras de fe sino tiras, largas tiras de boletos que Pantoja entregaba a los solicitantes, cuyos nombres anotaba en una libreta que consignaba cuántas entradas había dado a cada uno.

Cuando llegó a la puerta de salida, fui presentado a Pantoja:

—Buenas noches. Estoy buscando boletos –le dije.

—¡Uuuuuuuy! ¡Está retecotizado el boleto! –contestó acompañado con gestos que indicaban lo difícil que me resultaría hacerme de esos valiosos papelitos, pasaportes al gozoso sufrimiento de 90 minutos.

—¿De dónde? ¿De arriba o de abajo? –me preguntó.

—De arriba.

—¿Cuánto boleto necesitas?

—Dos.

—¿Nada más dos? ¿Tan poquito? Así no te puedo hacer precio –replicó.

—¿En cuánto los está dejando? –formulé la pregunta esperada.

—En taquilla está a 200, pero como eres amigo de mi amigo, te lo voy a dejar en 600.

—¡Al triple! Es demasiado. Así no le entro.

—¿Cuánto quieres pagar?

—Máximo, 300.

—Noooooo, manito…, más o menos eso cuesta en taquilla. Dame 450 más mi chesco.

—350, última oferta –sostuve con fingido aplomo que sólo me hizo patente mi incapacidad para el comercio, a pesar del origen libanés de una parte de mi familia.

Sin embargo, el milagro ocurrió: súbitamente Pantoja transigió en sus altas pretensiones:

—Ya estás. Nomás porque eres amigo de mi amigo, ¿eh? Pero fíjate que ya no traigo boleto, se lo acabo de dar todito a la banda –a su feligresía, pues.

—¿Entonces?

—Acompáñame y vamos por el boleto –aunque le compraran decenas, Pantoja siempre se refería a su mercancía en singular.

—Necesito dos, no uno.

—Sí, ya sé. Quieres boleto de arriba, ¿no? Por fin, ¿vas a querer boleto?

—Si te mantienes en lo acordado, sí.

—¡Cámara!

Peregrinamos por la calle principal del barrio y nos detuvimos junto a un puesto callejero de alitas de pollo freídas en aceite petrolífero. La dueña, en cuanto vio acercarse a Pantoja y a mi amigo, descansó la inmensa pala metálica que blandía recostándola en la pared cobriza del enorme perol, que servía de alberca a las alitas, para abrazarlos efusivamente.

—La seño es la bandota, me cai –remató Pantoja.

Después de las salutaciones, sin mediar preguntas ni solicitudes, la señora hizo llamar a Billy, también llamado Bilito. Como el susodicho no hacía acto de presencia, se vio en la necesidad de gritar:

—¡Billyyyyyyy! ¡Bilitoooooooooooooo! ¡Baja, m’hijo!

Supuse que Bilito sería un niño, pero no podía estar más equivocado, pues era un sujeto de aproximadamente 30 años que rebasaba el metro con 90 centímetros de estatura y portaba una camiseta de la selección nacional talla XXXL al cubo. El tan esperado Bilito amablemente nos invitó a pasar a la sala de su casa mientras su madre obsequiaba un par de refrescos a dos policías que patrullaban la zona.

Una vez que Billy nos instaló a Pantoja, a mi amigo y a mí en los sillones, fui testigo de cómo sus manos descomunales, provistas de unos dedos del tamaño de los del Cristo de Corcovado, operaban con destreza un aparato que en el marco de su imponente humanidad parecía un juguete, pero de inmediato advertí que era algo muy parecido a una terminal bancaria, de las que sirven para hacer pagos con tarjeta, no obstante que mis intuiciones más elementales me dictaban que una transacción de esta índole no debía dejar rastro en el sistema financiero. Y no me equivoqué. Lo que pensé una terminal, no lo era. Era, sí, una impresora, pero no de vouchers sino de boleto, mucho y retecotizado boleto, como decía Pantoja.

Después de asistir a la revelación de aquel torrente de entradas, di a Pantoja la suma pactada y recibí de él los dos boletos, todavía unidos por ese tejido de perforaciones que hacía las veces de cordón umbilical entre ambos.

A punto de la despedida, Pantoja me hizo una exigencia disfrazada de pregunta:

—¿No me das pa’ mi chesco?

—Mejor invito unos tacos –respondí.

—¡Cámara! Agarra pa’ La Muñeca.

—¿La Muñeca?

—Sí. Los tacos de La Muñeca –intervino mi amigo–. No quedan lejos.

Por virtud de los buenos oficios de la tecnología, cuando arribamos a la taquería, ubicada a pocos minutos de donde ocurrió el nacimiento de mis dos boletos, los parientes de Pantoja –y seguramente varios de sus vecinos– ya nos estaban esperando, avisados seguramente por mensaje de texto. Por negarme a dar pa’ un chesco tuve que invitar más de 15, acompañados de lo principal: su respectiva y abundante ración de tacos.

—Eres la bandota, me cai –me dijo Pantoja nomás pagué la cuenta.

Mientras acompañaba a mi amigo a su casa, le pregunté:

—¿Por qué conoces a Pantoja? ¿De dónde salió?

—No salió de ninguna parte. Es del barrio, de toda la vida. Él consigue boleto (Pantoja dixit) hasta para el próximo concierto de los Beatles.

—Los Beatles ya no existen.

—Por eso, hasta para lo que ya no existe él consigue boleto.

Y mi amigo no mentía. Con el tiempo resultó verdad, una triste verdad, que Pantoja se consiguió boleto a sí mismo, y muy anticipadamente, para entrar a donde uno ya no existe. Me tocó ver su deterioro paulatino, en pago por una juventud desenfrenada y caótica, de la que escapó demasiado tarde y de cuyos peligros y daños irreversibles intentaba alertar en la iglesia desde la que pontificaba. A pesar de su cuerpo estragado, acudía a diario, hasta que ya no pudo más, a hablar de su vida, del mismo modo en que se afanaba en seguir ofreciendo boleto, mucho y retecotizado boleto, incluida su entrega a domicilio en un viejo Ford Topaz blanco destartalado que, como dicen que dijo Galileo, ¡sin embargo, se mueve!

Desde conciertos de grupos que me eran desconocidos, indiferentes o que de plano repelía y que presencié sólo para complacer a alguna novia, hasta un par de corridas de toros, que no me atraen, pero a las que por motivos igualmente imperativos asistí gracias a la intercesión de Pantoja, para quien jamás significó un obstáculo que los medios de comunicación afirmaran con insistencia que el boleto… perdón, los boletos, estaban agotados.

Siempre me negué a darle pa’l chesco, ese extra que juzgué indigno de nuestros intercambios. Pero al final terminaba pagándolo en especie: un juguete infantil para la llegada de los reyes magos, un caldo de gallina, alguna medicina.

Hoy pasé frente a su iglesia y pensé “eras la bandota, Pantoja, me cai”.

1 Luis Miguel Aguilar, “Yo soy más santo que tú”, Nexos, núm. 372, diciembre de 2008.

2 Idem.

3 Idem.

4 Idem.

5 Eduardo Sacheri, “Atormentame, que me gusta (conclusión)”, en El futbol, de la mano, Buenos Aires, Alfaguara, 2017, p. 48.

RAMOS DE COLORES

A Víctor Ramos

Con obvia excepción de la anfitriona, las selecciones que compiten en las fases finales de las Copas del Mundo buscan ganarse la simpatía de los aficionados que radican en las sedes mundialistas. Con tal de caer bien a los lugareños, las selecciones foráneas han implementado en los Mundiales todo tipo de estrategias, incluidas las musicales. Un par de ejemplos: en México 86 los futbolistas de la entonces Alemania Federal entonaron una canción compuesta ex profeso para la justa mundialista, “México mi amor”, mientras que los mexicanos popularizaron la melodía (es un decir) “México Let’s Go!” de cara al Mundial de Estados Unidos 94.

Pero las tácticas de encantamiento auditivo no han sido las únicas formas de persuasión sensitiva, pues se han explorado otras que parecen abrevar de una máxima que debemos al afamado publicista y escritor autodidacta Eulalio Ferrer, quien sostuvo: “Acaso el hombre obedezca más a los colores que a las palabras en la medida en que ellos pueden establecer mejor las semejanzas y las diferencias”.1

Cual si los hubiera asesorado Ferrer, las selecciones de Alemania y de Costa Rica utilizaron colores para fabricar semejanzas y desvanecer diferencias con los asistentes a los estadios en que disputaron partidos mundialistas clave, pues se propusieron calar en la predilección de los asistentes de una manera peculiar: antes que por su juego, por un mensaje subliminal inscrito en su vestimenta.

En Italia 90, Costa Rica compartió grupo con dos selecciones de la clase media futbolística europea (Suecia y Escocia) y con la infaltable Brasil. A las dos primeras las enfrentó en Génova, mientras que con los brasileños habría de medirse en Turín. No existía inconveniente para que los ticos se presentaran ante los entonces tricampeones mundiales (hoy pentacampeones) con su uniforme tradicional, idéntico al que en incontables ocasiones Chile ha utilizado para jugar contra los brasileños: camiseta roja, pantalón azul y medias blancas. Sin embargo, en vista de que el partido se disputaría en Turín, el entrenador del equipo costarricense, Velibor “Bora” Milutinovic, quiso granjearse los vítores de los asistentes al estadio vistiendo a su equipo con una indumentaria igual a la del equipo más querido en la localidad, la Juventus, cuyos colores no guardan relación con los de la bandera de esa nación centroamericana. Según información disponible en el portal de la FIFA, la Federación de futbol del país sin soldados quiso hacer pasar la treta como una simple coincidencia, pues adujo que la elección de la camiseta a rayas blancas y negras era un “homenaje al club decano de Costa Rica, el cs Libertad, entonces desaparecido”.2 El 16 de junio, día del partido, el ardid de nada sirvió, porque en el estadio Delle Alpi, como lo reportó el corresponsal argentino Ezequiel Fernández Moores, hubo muchos más aficionados brasileños que turineses. Desde los días previos la música brasileña había invadido las calles de la ciudad: desde bailes de lambada hasta una presentación del cantante bahiano Gilberto Gil.3 Resultado: la verdeamarela ganó, aunque por la mínima diferencia: 1-0.

Veinticuatro años después de aquel experimento fallido, la selección de Alemania puso en práctica un artificio muy similar. A sabiendas de que era alta la probabilidad de cobrar revancha de la final del Mundial Corea-Japón 2002, en la que perdieron ante los brasileños, los futbolistas alemanes llevaron a Brasil 2014 camisetas con un diseño que nunca antes habían utilizado, a rayas horizontales rojas y negras, que emulaban la del equipo más popular de Brasil, el club que más aficionados tiene en todo el mundo: el Flamengo de Río de Janeiro. A diferencia de Costa Rica, Alemania no tuvo que inventarse una historia que justificara el nuevo atuendo de sus jugadores, pues bastaba con decir que se trató de un simple retruécano de los colores de su bandera, en la que aparecen el rojo y el negro, junto con el amarillo. A pesar de que no se puede juzgar la eficacia de la maniobra porque en las gradas que atestiguaron la semifinal entre Brasil y Alemania no hubo mayoría de aficionados cariocas, es decir, oriundos de Río de Janeiro, toda vez que el partido se disputó en Belo Horizonte, los alemanes, para variar, consiguieron su objetivo ¡y con creces!, al eliminar a los anfitriones con goleada estrepitosa 1-7.

Pero así como costarricenses y alemanes recurrieron a esa curiosa forma de seducción óptica con la intención de obtener el apoyo local, sé de alguien que en México, desde hace varios años, realiza la operación inversa: acude a todos los partidos de los Pumas en el Estadio Olímpico Universitario ataviado siempre con una camiseta muy parecida a la del equipo visitante, pero de un equipo extranjero cuya ajenidad formal, aunque no cromática, le sirve como escudo para alegar neutralidad. Esa actitud desafiante, rayana en un aparente deseo de autoflagelación –sobre todo si se toma en cuenta que la lleva a cabo un individuo solo y no un grupo–, parece una proyección de su gusto ostensible por la lidia taurina.

Contador público de profesión, su temeridad en el estadio pudo haberle puesto a contar insultos por decenas, no pocos objetos arrojados sobre su cabeza e inclusive uno que otro derechazo directo a la mandíbula cuando se caldean los ánimos en la tribuna. Sin embargo, como experto cuantificador, sabe que la finitud del universo de combinaciones de teñidos es la mejor coartada para camuflar su habitual provocación bajo el parapeto de un despiste, y de paso mostrarle al mundo que, más que a un bajo aprecio por su dentadura, su costumbre dominical obedece al placer que le causa dar lecciones acerca de cómo salir indemne, a pesar de su bravata visual, de entre una jauría de hinchas sectarios.

No se asume como adalid de la tolerancia ni aspira a ser símbolo de disidencia –esencia de la Universidad, como proclamaba el rector Javier Barros Sierra–, tampoco es un simple exhibicionista al que le gusta llevar la contraria. Pícaro practicante del lenguaje del color, entiende que éste tiene su propia gramática, que como dice Ferrer, “se traduce en tonos y brillos que funcionan, también, como acentos”,4 que nuestro personaje modula al escoger las camisetas que sirven de móvil a su apenas velada pero pertinaz forma de retar al graderío.

El catálogo de prendas que ha hecho desfilar por los asientos cercanos al túnel 18 del Olímpico Universitario es más un inventario de sus afectos que de sus viajes. Si el rival de Pumas es el Atlas, no lucirá la playera rojinegra del AC Milán, sino la del Alajuelense de Costa Rica. Si visita Ciudad Universitaria un equipo que viste de blanco, preferirá portar la del colombiano Once Caldas de Manizales antes que la del Real Madrid.

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