portada

Título original: THE OBESITY CODE COOKBOOK

Traducido del inglés por Francesc Prims Terradas

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Maquetación de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

2019 Jason Fung y Alison McLean

Publicado inicialmente por Greystone Books Ltd.

© de la presente edición

EDITORIAL SIRIO, S.A.

C/ Rosa de los Vientos, 64

Pol. Ind. El Viso

29006-Málaga

España

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sirio@editorialsirio.com

I.S.B.N.: 978-84-18000-56-0

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Este libro está dedicado a mi familia, que siempre me ha ayudado y apoyado en el transcurso de mi recorrido vital, lo cual concibo como una bendición. Para mis padres, Wing y Mui Hun Fung, Michael y Margaret Chan, que me han enseñado mucho. Para mi bella esposa, Mina, que lo es todo para mí. Para mis hijos,
Jonathan y Matthew, que me aportan tanto gozo.

INTRODUCCIÓN

LA EPIDEMIA DE OBESIDAD

Crecí en Toronto (Canadá), a principios de los setenta. En esa época me habría sorprendido mucho si alguien me hubiera dicho que la obesidad sería un fenómeno global creciente e imparable solo un par de décadas más tarde. En aquel entonces, había serios miedos de tipo malthusiano de que las necesidades nutricionales de la población mundial superasen pronto la capacidad global de producción de alimentos y nos viésemos abocados a una hambruna masiva. La principal preocupación ambiental era el enfriamiento del planeta debido al reflejo de la luz solar en las partículas de polvo presentes en el aire, que se esperaba que desencadenara el surgimiento de una nueva edad de hielo.

Pero casi cincuenta años después estamos lidiando con los problemas opuestos. Hace tiempo que el enfriamiento global ha dejado de ser una preocupación seria, y es el calentamiento global y el derretimiento de los casquetes polares lo que destaca en las noticias. En lugar del hambre global y la inanición masiva, nos enfrentamos a una epidemia de obesidad que no tiene precedentes en la historia de la humanidad.

Esta epidemia de obesidad incluye dos aspectos desconcertantes.

En primer lugar, ¿qué la ha causado? El hecho de que sea global y relativamente reciente no avala el argumento de que se deba a un defecto genético subyacente. Y el ejercicio como actividad de ocio con la que la gente sudaba aún no estaba extendido en la década de los setenta; los gimnasios, clubes de atletismo y salas de ejercicio proliferaron en los años ochenta.

En segundo lugar, ¿por qué somos tan incapaces de detener este fenómeno? Nadie quiere estar gordo. Durante más de cuarenta años, los médicos no han parado de indicar que seguir una dieta baja en grasas y en calorías es la forma de mantenerse delgado. Sin embargo, la epidemia de obesidad no ha dejado de aumentar. Entre 1985 y 2011, la prevalencia de la obesidad en Canadá se triplicó; pasó del 6 al 18 %. Todos los datos disponibles muestran que la gente intentaba desesperadamente reducir la ingesta de calorías y grasas y hacer ejercicio con mayor frecuencia, pero esto no conducía a la pérdida de peso. La única respuesta lógica es que no entendíamos el problema. La ingesta excesiva de grasas y calorías no era la causa, por lo que reducir su consumo no era la solución. En ese caso, ¿qué es lo que ocasiona el aumento de peso?

En la década de los noventa, me gradué en la Universidad de Toronto y la Universidad de California, Los Ángeles, como nefrólogo. Debo confesar que no tuve ni el más mínimo interés en el tratamiento de la obesidad mientras estuve en la facultad, en la residencia o cursando la especialidad, ni siquiera cuando empecé a ejercer como médico. Pero no era el único; este desinterés lo compartían casi todos los médicos que, en esa época, se habían formado en América del Norte. En la facultad de medicina no nos habían enseñado prácticamente nada sobre nutrición, y mucho menos sobre el tratamiento de la obesidad. Habíamos asistido a muchas horas de conferencias dedicadas a los medicamentos y la cirugía adecuados para tratar a los pacientes. Sabía cómo utilizar cientos de fármacos y cómo aplicar la diálisis. Lo sabía todo sobre los tratamientos quirúrgicos y sobre las indicaciones que había que dar a los enfermos. Pero no sabía nada acerca de cómo ayudar a perder peso, a pesar del hecho de que la epidemia de obesidad ya estaba bien consolidada y la de diabetes tipo 2 la seguía de cerca, con todas sus implicaciones para la salud. Sencillamente, los médicos no se preocupaban por la dieta; para eso estaban los dietistas.

Pero la dieta y mantener un peso saludable constituyen una parte esencial de la salud humana. No se trata solamente de tener buen aspecto en biquini en verano; ojalá. El exceso de peso con el que estaba cargando la gente era más que un problema estético: era responsable, en gran parte, del desarrollo de la diabetes tipo 2 y el síndrome metabólico, e incrementaba drásticamente el riesgo de ataques cardíacos, accidentes cerebrovasculares, cáncer, nefropatía (­enfermedad renal), ceguera, amputaciones y neuropatía (daño en los nervios), entre otros problemas. La obesidad no era un asunto secundario en el ámbito médico; me fui dando cuenta de que era omnipresente en la mayoría de las enfermedades con las que me encontraba en mi profesión, y no sabía casi nada al respecto.

Como nefrólogo, lo que sí sabía era que la causa más habitual de insuficiencia renal era, con diferencia, la diabetes tipo 2. Y trataba a los pacientes diabéticos como me habían enseñado a hacer, de la única manera que sabía: con medicamentos como la insulina y procedimientos como la diálisis.

Sabía por experiencia que la insulina ocasionaba aumento de peso. En realidad, todo el mundo lo sabía. Los pacientes estaban preocupados con razón. «Doctor –decían–, usted siempre me ha dicho que pierda peso. Pero la insulina que me recetó me hace engordar mucho. ¿En qué me ayuda?». Durante mucho tiempo, no tuve una buena respuesta para darles, porque la verdad es que la insulina no era la solución.

Bajo mi cuidado, mis pacientes no estaban mejorando su estado de salud; no hacía más que sostener sus manos mientras se deterioraban. No eran capaces de perder peso. Su diabetes tipo 2 avanzaba. Su nefropatía se agravaba. Los medicamentos, las intervenciones quirúrgicas y los procedimientos no les estaban haciendo ningún bien. ¿Por qué?

La causa raíz de todo el problema era el peso. Su obesidad estaba causando el síndrome metabólico y la diabetes tipo 2, que daban lugar a todos sus otros problemas de salud. Pero casi todo el sistema de la medicina moderna, con su farmacopea, su nanotecnología y su magia genética, estaba centrado de forma miope en los problemas que se manifestaban en último lugar.

Nadie estaba tratando la causa raíz. Aunque se tratase la nefropatía con diálisis, los pacientes seguían padeciendo obesidad, diabetes tipo 2 y cualquier otra complicación relacionada con la obesidad. Debíamos tratar esta; sin embargo, estábamos intentando ocuparnos de los problemas causados por la obesidad en lugar de tratar la obesidad misma. Así era como nos habían enseñado a ejercer la medicina en este contexto, a mí y a prácticamente todos los otros médicos de América del Norte. Pero no estaba funcionando.

Cuando los pacientes pierden peso, su diabetes tipo 2 da marcha atrás. Por lo tanto, tratar la causa raíz de la diabetes es la única forma lógica de abordar esta enfermedad. Si tu automóvil pierde aceite, la solución no es comprar más aceite y trapos para limpiar el aceite derramado. La solución es encontrar la fuga y arreglarla. Como profesionales médicos, éramos culpables de ignorar la fuga y limitarnos a limpiar el desastre.

Si pudiéramos tratar la obesidad al principio (ver la figura 1), la diabetes tipo 2 y el síndrome metabólico no se desarrollarían. Uno no puede contraer la nefropatía diabética ni la neuropatía diabética si no tiene diabetes. Visto en retrospectiva, parece muy obvio.

De manera que supe qué era lo que estábamos haciendo mal. El problema era que no sabía cómo cambiar el rumbo; desconocía cómo tratar la obesidad. A pesar de llevar más de diez años trabajando como médico, descubrí que mis conocimientos sobre nutrición eran elementales, en el mejor de los casos. Esta toma de conciencia me embarcó en una odisea durante una década y finalmente me llevó a establecer el programa Gestión Dietética Intensiva (www.IDMprogram.com) y a fundar la Clínica Metabólica de Toronto (www.torontometabolicclinic.com).

Al pensar seriamente en el tratamiento de la obesidad, me di cuenta de que la pregunta más importante que había que hacerse era: ¿qué ocasiona la subida de peso? Es decir, ¿cuál es la causa raíz del aumento de peso y la obesidad? La ­razón por la que nunca reflexionamos sobre esta cuestión crucial es que ­creemos que ya sabemos la respuesta. Creemos que la causa de la obesidad es la ingesta excesiva de calorías. Si esto fuera cierto, la clave para la pérdida de peso sería simple: comer menos calorías.

Pero ya hemos hecho esto. Hasta el hastío. Durante los últimos cuarenta años, el único consejo para perder peso ha sido reducir la ingesta calórica y hacer más ejercicio. Se trata de la estrategia altamente ineficaz llamada «come menos y muévete más». Hay cómputos de calorías en todas las etiquetas de alimentos. Tenemos libros centrados en el cálculo de las calorías. Contamos con aplicaciones para contar calorías. Disponemos de contadores de calorías en los aparatos de gimnasia. Hemos hecho todo lo humanamente posible para contar las calorías con el fin de poder reducirlas. ¿Han funcionado todos estos recursos? ¿Se han derretido los kilos de más como un muñeco de nieve en julio? No. Parece que el control de las calorías debería funcionar, pero la evidencia empírica, tan manifiesta como un lunar en la punta de la nariz, es que no funciona.

Desde el punto de vista fisiológico, todo el asunto de las calorías se derrumba como un castillo de naipes cuando se examina de cerca. El cuerpo no responde a las «calorías». No hay receptores de calorías en las superficies celulares. El cuerpo no tiene la capacidad de saber cuántas calorías estás ingiriendo o dejando de ingerir. Si nuestro organismo no cuenta las calorías, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Una caloría no es más que una unidad de ­energía que hemos tomado prestada de la física. En el campo de la medicina para la obesidad, fruto de la desesperación por encontrar una forma simple de medir la energía procedente de los alimentos, se ignoró por completo la fisiología humana y, en lugar de ello, se recurrió a la física.

«Una caloría es una caloría» no tardó en convertirse en la declaración de moda. También dio lugar a una pregunta: ¿todas las calorías procedentes de los alimentos engordan por igual? La respuesta es un no rotundo. Cien calorías contenidas en una ensalada de col rizada no engordan tanto como cien calorías alojadas en dulces. Cien calorías de alubias no engordan tanto como cien calorías de pan blanco y mermelada. Pero durante los últimos cuarenta años hemos creído que todas las calorías engordan por igual.

Esta es la razón por la que escribí El código de la obesidad. * En ese libro me basé en lo que aprendí durante los diez años en los que ayudé a miles de pacientes a perder peso a través de mi programa Gestión Dietética Intensiva. La nutrición es la clave del metabolismo, es decir, el proceso de descomponer las moléculas de los alimentos con el fin de proporcionar energía (calorías) para el cuerpo y usar esa energía para construir, mantener y reparar los tejidos corporales y permitir que el organismo funcione de manera eficiente. Para responder a la importantísima pregunta de cuáles son las causas subyacentes del aumento de peso, empecé por el principio, puse en evidencia el modelo de las calorías y expliqué lo que está sucediendo en realidad: la obesidad es un desequilibrio hormonal, no calórico. Y lo que comemos y cuándo lo comemos influye de forma importante en la capacidad que tenemos de controlar el aumento y la pérdida de peso.

La insulina

Nada ocurre por accidente en nuestro cuerpo. Cada proceso fisiológico es dirigido escrupulosamente por señales hormonales. Son las hormonas las que determinan si nuestro corazón late más rápido o más despacio, si orinamos mucho o poco, o si las calorías que ingerimos se queman como energía o se almacenan como grasa corporal. Esto significa que el principal problema en cuanto a la obesidad no es la cantidad de calorías que tomamos, sino cómo las gastamos. Y la principal hormona que debemos conocer es la insulina.

La insulina es una hormona que promueve el almacenamiento de la grasa. Este es su trabajo, y no tiene nada de malo. Cuando comemos, la producción de insulina aumenta, lo que le indica al cuerpo que almacene algo de energía alimentaria como grasa corporal. Cuando no comemos, la producción de insulina disminuye, lo que le indica al cuerpo que queme la energía almacenada (la grasa corporal). Los niveles de insulina más altos de lo normal le dicen a nuestro cuerpo que almacene más energía alimentaria como grasa corporal.

Todo lo que tiene que ver con el metabolismo humano, incluido el peso corporal, depende de la señalización hormonal. Una variable fisiológica fundamental como la gordura corporal no se deja en manos de los caprichos de la ingesta calórica diaria y el ejercicio. Si los humanos primitivos hubiesen estado demasiado gordos, no habrían podido correr y cazar fácilmente, y los habrían atrapado con mayor facilidad. Si hubiesen estado demasiado delgados, no habrían podido sobrevivir a los tiempos difíciles. La gordura corporal es un factor determinante para la supervivencia de las especies.

Por lo tanto, son las hormonas las que regulan de forma precisa y estricta la grasa corporal. No controlamos conscientemente nuestro peso más de lo que controlamos el ritmo cardíaco o la temperatura de nuestro cuerpo. Estos se ­regulan automáticamente, y lo mismo ocurre con nuestro peso. Es una hormona la que nos dice que tenemos hambre (la grelina). Son dos hormonas las que nos dicen que estamos llenos (el péptido YY y la colecistoquinina). Es una hormona la que incrementa el gasto energético (la adrenalina). Son dos hormonas las que mitigan el gasto energético (las hormonas tiroideas). Y la obesidad es el resultado de un desarreglo hormonal que lleva a acumular grasa. Engordamos porque le hemos dado al cuerpo la señal hormonal de que almacene más grasa corporal. La principal señal hormonal la proporciona la insulina, y el nivel de esta sube o baja en función de la dieta.

Los niveles de insulina son casi un 20 % más altos en las personas obesas que en las que se encuentran dentro de un rango de peso saludable, y estos niveles elevados se correlacionan estrechamente con índices importantes como la circunferencia de la cintura y el índice cintura-cadera. ¿Significa esto que los niveles altos de insulina causan la obesidad?

La hipótesis de que la insulina causa la obesidad es fácil de comprobar: si les das insulina a un conjunto aleatorio de personas, ¿engordarán? La respuesta corta es un rotundo. Los pacientes que se tratan con insulina con regularidad y los médicos que la recetan ya conocen la terrible verdad: cuanta más insulina se administra, mayor es la obesidad que se obtiene. Numerosos estudios han demostrado este hecho. La insulina hace que el peso aumente.

En el emblemático Ensayo sobre el Control y las Complicaciones de la Diabetes, de 1993, los investigadores compararon una dosis estándar de insulina con dosis altas diseñadas para controlar rigurosamente el azúcar en sangre en pacientes con diabetes tipo 1. Las dosis elevadas de insulina permitieron controlar mejor el azúcar en sangre, pero ¿qué ocurrió con el peso de los participantes? Los que estaban en el grupo que recibió dosis altas ganaron, de media, unos cuatro kilos y medio más que los participantes que estaban en el grupo estándar. ¡Más del 30 % de los pacientes experimentaron un gran aumento de peso! Antes del estudio, los miembros de ambos grupos tenían un peso semejante, y eran ligeramente obesos. La única diferencia entre los dos grupos fue la cantidad de insulina que se les administró. Una mayor cantidad de insulina desembocó en un aumento de peso mayor.

La insulina causa la obesidad. A medida que aumentan los niveles de insulina, también lo hace el peso corporal de referencia. El hipotálamo (una región del cerebro) envía señales hormonales al cuerpo para que suba de peso. ­Tenemos hambre y comemos. Si restringimos deliberadamente nuestra ingesta calórica en respuesta a esta señal, nuestro gasto energético total se reducirá. El resultado es el mismo: ganamos peso.

Una vez que entendemos que la obesidad es un desequilibrio hormonal, podemos comenzar a tratarla. Dado que el exceso de insulina causa la obesidad, el tratamiento exige que reduzcamos los niveles de insulina. La cuestión no es cómo equilibrar las calorías sino cómo equilibrar la insulina, nuestra principal hormona almacenadora de grasa.

Los niveles de insulina aumentan si se da cualquiera de estas dos circunstancias:

  1. Comemos más alimentos del tipo que estimula la producción de in­sulina.
  2. Seguimos comiendo los mismos alimentos que estimulan la producción de insulina, pero con mayor frecuencia.

Objetivos

En El código de la obesidad expuse los aspectos científicos relativos al aumento de peso y cómo aplicar ese conocimiento a la pérdida de peso. Esos aspectos científicos conforman la teoría que hay detrás de los muchos éxitos que ha obtenido el programa Gestión Dietética Intensiva a lo largo de los años. Con este libro de cocina, espero que te resulte aún más fácil implementar el programa en tu vida diaria, ya que te proporciona recetas y menús simples y ­deliciosos.

La clave para controlar el peso de forma duradera es controlar la principal hormona responsable de él, que, como he expuesto, es la insulina. No hay medicamentos que puedan controlar la insulina; esto solo puede hacerse efectuando cambios en la dieta. Hay dos factores simples que se deben contemplar: lo alto que está el nivel de insulina después de comer y la cantidad de tiempo que persiste ese nivel.

  1. Lo que comemos determina lo arriba que llega el pico de insulina.
  2. Cuándo comemos determina la persistencia del nivel de insulina.

La mayor parte de las dietas abordan solamente el primer factor y, por lo tanto, fracasan a largo plazo. No es posible abordar solo la mitad del problema y lograr un éxito completo. La dieta apropiada no tiene que ser baja en calorías. Ni baja en grasas. Ni vegetariana. Ni carnívora. Tampoco tiene que ser, necesariamente, baja en carbohidratos. Tiene que ser una dieta diseñada para reducir los niveles de insulina, porque esta es el desencadenante fisiológico del almacenamiento de grasa. Si deseas reducir el almacenamiento de grasa, debes reducir la cantidad de insulina, y esto se puede hacer incluso con una dieta rica en carbohidratos.

La historia nos muestra que esto es así. Muchas sociedades tradicionales han tenido los carbohidratos como base de su dieta y no por ello han sufrido una obesidad desenfrenada. En la pasada década de los setenta, antes de la epidemia de obesidad, los irlandeses adoraban sus patatas. Los asiáticos adoraban su arroz blanco. Los franceses adoraban su pan. Incluso en Estados Unidos, mientras la música disco causaba furor en la nación y La guerra de las galaxias y Tiburón se proyectaban en cines repletos, la gente comía pan blanco y mermelada. Comía helados. Comía galletas. No comía pasta de trigo integral. No comía quinoa. No comía col rizada. No contaba las calorías. No contaba los carbohidratos netos. Ni siquiera hacía mucho ejercicio. La gente lo estaba haciendo todo «mal» pero prácticamente no había obesidad, sin que hiciese falta un esfuerzo colectivo por evitarla. ¿Por qué? La respuesta es simple. Acércate más. Escucha con atención.

Años atrás, la gente no estaba comiendo todo el tiempo.

Combinar una dieta que no promueva la insulina con un horario de comidas adecuado es la forma más potente de controlar el peso. Si permites que tu cuerpo pase un tiempo en estado de «ayuno», utilizarás la energía que almacenaste cuando comiste. Esta obra ofrece una manera sencilla de hacerlo: las recetas te ayudarán a controlar el nivel de insulina cuando estés comiendo y el apéndice presenta una guía sobre cómo alternar entre el disfrute de las recetas y los períodos de ayuno.

QUÉ COMER

Todos los estudios realizados a lo largo de los años sobre las dietas han arrojado dos resultados destacados. El primero es que todas las dietas funcionan. El segundo es que todas las dietas fallan. ¿Qué quiero decir con esto? La pérdida de peso sigue siempre la misma curva básica: tanto si se trata de la dieta mediterránea, la Atkins o incluso el enfoque tradicional de comer pocas grasas y pocas calorías, todas las dietas llevan a perder peso a corto plazo. Sin embargo, entre seis y doce meses después del inicio de la dieta, la pérdida de peso se estabiliza y luego los kilos empiezan a acumularse nuevamente, aunque la persona no haya dejado de ceñirse a la dieta. Por ejemplo, en el Programa de Prevención de la Diabetes, que duró diez años, tuvo lugar una pérdida de peso de siete kilos un año después del inicio. A ello le siguió la estabilización y, después, la temida subida. Al final del estudio, no había ninguna diferencia entre el peso de los participantes que habían hecho dieta y los que no.

Esto quiere decir que todas las dietas fallan. La pregunta es: ¿por qué? Para que la pérdida de peso sea permanente debe seguirse un proceso de dos pasos, ya que hay un problema a corto plazo y un problema a largo plazo. El hipotálamo determina el peso corporal de referencia, es decir, fija el «termostato de la grasa» (para obtener más información sobre el peso corporal de referencia, consulta El código de la obesidad). La insulina sitúa más arriba dicho peso de referencia. A corto plazo, podemos usar varias dietas para adelgazar; no obstante, una vez que nuestro peso desciende por debajo del de referencia, nuestro cuerpo activa mecanismos para recuperarlo. Este es el problema a largo plazo.

También es importante reconocer que la obesidad es un problema multifactorial. No tiene una sola causa. ¿Las calorías dan pie a la obesidad? Sí, en parte. ¿Los carbohidratos provocan la obesidad? Sí, en parte. ¿La fibra nos protege de la obesidad? Sí, en parte. ¿La resistencia a la insulina ocasiona la obesidad? Sí, en parte. ¿El azúcar genera la obesidad? Sí, en parte. Todos estos factores convergen en varias vías hormonales, la más importante de las cuales es la insulina, que conducen al aumento de peso. Las dietas bajas en carbohidratos reducen la insulina. Las dietas bajas en calorías restringen la ingesta de todo tipo de alimentos y, por lo tanto, reducen los niveles de insulina. La dieta paleolítica y la baja en ­carbohidratos y con grasas saludables, que incluyen pocos alimentos refinados y procesados, reducen los niveles de insulina. Las dietas a base de sopa de repollo y las que restringen la ingesta de alimentos de consuelo también lo hacen.

Con demasiada frecuencia, nuestro modelo actual de la obesidad presupone que hay una sola causa verdadera y que todas las demás son pretendientes al trono. Pero son múltiples causas superpuestas las que incrementan los niveles de insulina y conducen a la obesidad. En consecuencia, hay más de una forma de reducir la insulina. En el caso de algunos pacientes, el principal problema es el azúcar o son los carbohidratos refinados, y las dietas bajas en carbohidratos pueden ser la mejor opción para estas personas. En el caso de otros pacientes, el problema principal puede ser la resistencia a la insulina, y cambiar el horario de las comidas o realizar un ayuno intermitente puede ser lo más beneficioso para ellos. En otros casos, el cortisol es el tema dominante, y las técnicas de reducción del estrés o la corrección del insomnio pueden ser fundamentales. La falta de fibra puede ser el factor determinante para otros individuos. El tema común, en todos los casos, es el desequilibrio hormonal provocado por un exceso de insulina.

La obesidad es un trastorno hormonal de regulación de las grasas. La insulina es la principal hormona que impulsa el aumento de peso, por lo que el enfoque terapéutico racional consiste en reducir los niveles de insulina. La mayoría de las dietas abordan solamente una parte del problema, pero no tenemos por qué conformarnos con esto. En lugar de señalar a un solo punto de la cascada de la obesidad, necesitamos contar con múltiples objetivos y tratamientos. En lugar de comparar, por ejemplo, la estrategia alimentaria del bajo consumo de calorías con la del bajo consumo de carbohidratos, ¿por qué no seguir ambas? No hay ninguna razón por la que no podamos hacerlo. Presento a continuación un enfoque directo con esta finalidad.

Primer paso: Reduce el consumo de azúcares añadidos

El azúcar estimula la secreción de insulina, y hace algo mucho más siniestro que esto. El azúcar engorda especialmente porque aumenta la producción de insulina tanto de forma inmediata como a largo plazo. Se compone de cantidades iguales de glucosa y fructosa, y la fructosa contribuye directamente a la resistencia a la insulina en el hígado. Con el tiempo, la resistencia a la insulina conduce a unos niveles de insulina más altos. Los carbohidratos, como el pan, las patatas y el arroz, contienen principalmente glucosa, y no tienen fructosa.

Por lo tanto, los azúcares añadidos como la sacarosa y el jarabe de maíz de alta fructosa engordan excepcionalmente, mucho más que los otros alimentos. El azúcar engorda de manera única porque produce, directamente, resistencia a la insulina. Al no tener unas cualidades nutricionales que compensen los efectos negativos, los azúcares añadidos deberían ser uno de los primeros alimentos que habría que erradicar de cualquier dieta.

Muchos alimentos naturales integrales (no procesados) contienen azúcar. Por ejemplo, la fruta contiene fructosa, y la leche, lactosa. Pero los azúcares naturales y los añadidos son distintos. Se diferencian en dos aspectos clave: la cantidad y la concentración. Los alimentos naturales, excepto la miel, contienen una cantidad de azúcar limitada. Por ejemplo, una manzana puede ser dulce, pero no es azúcar en un cien por cien. En cambio algunos comestibles procesados en los que se emplean azúcares añadidos, como las golosinas, son azúcar casi en su totalidad.

Los azúcares a menudo se añaden a los alimentos durante el procesamiento o la cocción, lo cual presenta varias dificultades potenciales para las personas que siguen una dieta. En primer lugar, el azúcar puede añadirse en cantidades ilimitadas. En segundo lugar, puede estar presente en los alimentos procesados en concentraciones mucho más altas que en los alimentos naturales. En tercer lugar se pueden comer cantidades excesivas de dulces, ya que en ellos no hay ningún otro nutriente que pueda inducir saciedad; a menudo no incluyen ninguna cantidad de fibra alimentaria que ayude a compensar los efectos nocivos. Por ejemplo, es relativamente fácil comer el azúcar contenido en cinco manzanas (10 g por 100 g de manzana), pero comer cinco manzanas no es tan fácil. Los alimentos naturales activan unos mecanismos de saciedad que evitan el consumo excesivo, mientras que es muy posible que los alimentos procesados con azúcares añadidos no activen dichos mecanismos.

Lee las etiquetas de los productos que compras. Casi omnipresente en los alimentos refinados y procesados, el azúcar no siempre está etiquetado como tal. Otros nombres con los que aparece son sacarosa, glucosa, fructosa, maltosa, dextrosa, melaza, almidón hidrolizado, miel, azúcar invertido, azúcar de caña, glucosa-fructosa, jarabe de maíz de alta fructosa, azúcar moreno, edulcorante de maíz, jarabe (o sirope) de arroz/maíz/caña/arce/malta/palma, melaza de caña y néctar de agave. Estos «alias» intentan ocultar la presencia de grandes cantidades de azúcares añadidos. Un truco habitual consiste en usar varios de estos seudónimos en la etiqueta de los alimentos para que el azúcar no conste como primer ingrediente.