No se turbe vuestro corazón

No se turbe vuestro corazón

Eduardo Belgrano Rawson

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre el autor

Otros títulos de Fiordo

Introducción

Una muerte en Caserío del Cigarral

I. Evaristo

«Voy a fumarme las cartas»…

II. Adrián Mondragón

Tetas de la Muerta

El paralelogramo propiamente dicho (Pajaritos)

Tetas de la Muerta

Un gorrión sobre la dura calle (Pajaritos)

Tetas de la Muerta

Sopa de arañas (Pajaritos)

Tetas de la Muerta

De diez perritos que yo tenía (Pajaritos)

III. Evaristo

Hoy he visto a Butheo…

IV. Adrián Mondragón

El Ejército Libertador

No me quedan ya perritos (Pajaritos)

El Ejército Libertador

Cápsulas servidas (Pajaritos)

El Ejército Libertador

Apremios ilegales (Pajaritos)

V. Evaristo

¡Se agusanó la picadura!…

VI. Adrián Mondragón

De vuelta a casa

Fiesta patria y amnistía (Pajaritos)

De vuelta a casa

Encuentro en Pajanco (Pajaritos)

De vuelta a casa

La última noche (Pajaritos)

VII. Evaristo

Al final…

Final

Dama de Noche

De vuelta a casa

Agradecimiento

Sobre este libro

Con algo de western de las sierras, épica a su manera coloquial, picante y decididamente entretenida, No se turbe vuestro corazón tiene la textura deshilvanada y azarosa del recuerdo, así como su efecto duradero. Hecha de episodios en la vida de los jóvenes Adrián Mondragón y Evaristo Pedregosa, unidos por lazos familiares y el amor compartido por su prima Isabel en tiempos de guerras civiles, es una novela sobre el pasado tal como es recordado y revivido en los relatos orales y la memoria. Con observaciones brillantes, ironías lapidarias y una picardía deliciosa tocada por la gracia de los grandes narradores, en esta novela entrañable Eduardo Belgrano Rawson pinta un fresco de la vida en los confines de una nación no del todo conformada, tan inestable y bárbara como fascinante.

 No se turbe vuestro corazón deslumbró al jurado del Premio Internacional de Novela de 1973, conformado nada menos que por Julio Cortázar, Rodolfo Walsh, Juan Carlos Onetti y Augusto Roa Bastos. Fiordo la presenta ahora en una nueva versión revisada por el autor especialmente para esta edición.

Sobre el autor

Eduardo Belgrano Rawson nació en San Luis de la Punta de los Venados, Argentina, en 1943. A los dieciocho años se instaló en Buenos Aires, donde cursó estudios de cine y Derecho. Fue guionista de historietas para la editorial Columba y trabajó en las revistas Primera Plana Temas y Fotos. Escribió su primera novela, No se turbe vuestro corazón (1974), mientras se desempeñaba como periodista para el diario La Opinión. Le siguieron El náufrago de las estrellas (1979, Premio del Club de los XIII) y once años después Fuegia (1991), que recibió el Premio de la Crítica y fue traducida a distintas lenguas, al igual que varias de sus obras posteriores, como la novela Rosa de Miami (2005), los cuentos de El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos (2006) y la novela El sermón de La Victoria (2012). Actualmente vive entre Buenos Aires y San Luis.

Otros títulos de Fiordo

Ficción


El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams


No ficción


Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Elogio de No se turbe vuestro corazón

«Uno de mis narradores latinoamericanos preferidos».

Antonio Di Benedetto

 

«No se turbe vuestro corazón tiene ese encanto que falta en muchos libros latinoamericanos, que parecen seguir teniéndole miedo a la sonrisa y al juego».

Julio Cortázar

 

«Entre los novelistas recientes, el que más me gusta y que yo pongo por encima de todos, es Eduardo Belgrano Rawson. Creo que es nuestro gran escritor, un escritor puro, incontaminado, con grandes temas». 

María Elena Walsh

 

«Esta primera novela de Belgrano Rawson demuestra su capacidad para contar con precisión admirable, para cortar, armar y montar una trama».

Beatriz Sarlo

 

«Un lenguaje preciso y riguroso al servicio de situaciones ricas e imaginativas».

Juan Sasturain

 

«Una narración sin respiros que se prodiga en situaciones memorables».

María Teresa Gramuglio

Para Amparo, Rosario, Milagros

y la abuela Chichí.

Será difícil no relacionar ciertos tramos de esta historia con hechos ocurridos en la Argentina y con cosas que algunos provincianos andan comentando por ahí.

Introducción

Una muerte en Caserío del Cigarral

—Qué lindo estuvo hoy, Adrián —suspiraba la Franca mientras se quitaba dolorosamente la ropa, hasta que lograba quedar en cueros y se metía feliz en la cama, que nunca debería abandonar a esas horas una mujer de su edad. Adrián dejaba el rincón, se acomodaba sobre la almohada y ella posaba la cabeza en sus piernas. La Franca le tomaba la mano y se interesaba por los nuevos invitados de aquella noche. La pieza estaba en penumbras, apenas tocada por el fulgor del amanecer. Adrián le sobaba con delicadeza sus hombros inflamados por el reuma. Si ponía atención, él conseguía escuchar el murmullo de los amigos que lo esperaban en la vereda. En las noches desventadas podía llegarle también alguna nota de la guitarra. Explicaba entonces a la Franca cómo se había decidido la visita aquella noche, lo bien que la habían pasado. Ella se enternecía—: Qué lástima que no puedan venir más seguido, Adrián. —Este le daba unos besos y así espantaba el remordimiento, mientras la Franca se quejaba de vieja.

Tosía de tal modo que al final del acceso se volvía boca abajo y zambullía la cara en la almohada, media muerta de vergüenza. Entonces podía verse la lonja de piel que le faltaba en la espalda. Adrián le acariciaba la zona. Eso reconfortaba a la Franca, pues le recordaba las épocas en que ella vivía con el Muchalo. Luego de una derrota de su marido, la Franca había caído prisionera y el general Joseph López le había arrancado personalmente una tira desde el cuello hasta la rabadilla, para hacerse una tabaquera.

—Qué tabaquera, Adrián —solía comentar la Franca—. Decía el Muchalo que no había visto mejor espalda que la mía, con ese vello finito y rubio, medio traslúcido, que me corría por el espinazo. Yo era todavía muy flaca, pero cuando me fui con el Muchalo me puse hermosa de golpe. Nunca tuve que ver con otro hombre. Hubo oportunidades, pero no las aproveché. Mis hermanas decían que por la forma de caminar la gente sabe si a una la desvirgaron. Así que yo no quería. Recién quise con el Muchalo.

A Adrián le gustaba pensar en la Franca como esposa del Muchalo. Ella lo había acompañado por años en sus tropelías contra Pajaritos, hasta que la desgracia empezó a cernirse sobre ambos. El general Joseph López los derrotó una noche en Cabra de mi Cuna y debieron huir a la sierra, por donde vagaron sin rumbo, alimentándose de langostas tostadas y mascando hojitas de chachacoma contra el apunamiento. Todos se sentían soñolientos y flojos, envenenados por las aguas arsenicales. La Franca, criada junto a dulces aljibes por donde el agua brotaba entre macetas con clavelinas, mostraba su repugnancia cada vez que le tocaba tomar ese brebaje metálico con partículas de mineral en suspensión.

Solamente los caballos sobrellevaban el exilio con entereza. Eran unas criaturas pequeñas que en circunstancias normales mostraban escaso temperamento y una pésima circulación sanguínea. Pertenecían a la raza del país, degenerada por las privaciones. Pero eran insustituibles para sobrevivir en la sierra, ya que les bastaban algunas hojas por noche para seguir en camino. En cambio, el mestizo inglés del Muchalo falleció al poco tiempo.

—Se lo habían regalado de potrillo, para una Navidad. El Muchalo quería dejarlo cojudo, porque entonces aún se pensaba que la virilidad de un caballo dependía del tamaño de sus huevos. Yo lo convencí de castrarlo. «Mañana lo ensillo», me dijo después el Muchalo. Nos pasamos la noche trenzando un bocado con mis bombachas de seda. La boca de aquel caballo era más suave y rosada que la piel de una niña y él no quería lastimársela con un freno. Ay, Adrián, ya ves cómo me pongo cuando empiezo a recordar esas cosas.

Hasta que un día Joseph López le prendió fuego a la sierra. Los hombres apenas tuvieron tiempo de despedirse y dispararon por las quebradas. El Muchalo y la Franca bajaron al galope por la cuesta de Alemania y se internaron en el desierto. Durante una semana vivieron muy alarmados, durmiendo junto a los caballos ensillados y con las riendas atadas en el brazo. Cada tanto divisaban algún rancho rodeado de tunas y sus moradores, avisados de la identidad del visitante, apagaban de inmediato el fuego. El Muchalo seguía al tranco sin dignarse mirarlos, mientras la Franca cavilaba en la ingratitud de aquella gente. Una tarde ignoraron las indirectas y se detuvieron en lo de Ramón Abascal. Pasaron la noche en un cuarto atestado de niños y gallinas, envueltos en la capa del Muchalo. Los dueños de casa, asustados por la visita, no pudieron pegar los ojos.

—Salieron detrás de nosotros, de modo que Joseph encontró el rancho vacío y para castigarlos por el hospedaje, ordenó a sus hombres que abrieran las tumbas de los parientes de Abascal y desparramaran sus huesos por el campo. Ya había hecho algo así en Calle Angosta, el pueblo donde nació el Muchalo. Ahí mandó demoler casa por casa y que borraran su nombre de la lista de los pueblos.

¿Fue una época dichosa? La Franca juraba que dos épocas lindas había conocido: su actual noviazgo con Adrián Mondragón y aquellos días que pasó huyendo junto al Muchalo. Quizá porque presentía que eran los últimos, ya que nada de lindo podía haber en esta fuga desatinada; en las privaciones, en el dolor del cuerpo; nada de lindo en aquellos amaneceres donde la primera idea al despertarse era salir a escape, hasta que recobraban el juicio y advertían que antes era preciso descongelar los caballos y ayudarlos a ponerse de pie, volver a levantarlos si se caían, friccionarles cada tendón, conminarlos de la rienda, pegarles un rebencazo, empujarlos de a poquito, implorarles que se ablandaran y pusieran un tranco detrás del otro hacia un punto apenas discernible en la neblina de la mañana, que según la Franca era Pajaritos y para el Muchalo, Caserío del Cigarral, tan perdidos se hallaban.

—Al mediodía llegamos al Cigarral. ¡Qué arroyito divino para meter los pies en el agua! También había unos arbustos con chañar maduro. Después nos dormimos al sol. Pero él estaba intranquilo, se despertó varias veces para preguntarme qué oía y yo lo calmaba. Luego soñé que un caballo se nos disparaba por el campo y desperté transpirada. Sin embargo ahí estaban los caballitos, arrimados a una sombra y dándose besos. Pensé en ese momento que podría quedarme en el Cigarral todo el resto de mi vida.

La gente de López los halló dormidos al oscurecer. Luego de ser despertado a patadas, el Muchalo fue subido a la grupa de una yegua montada por un negro, una ofensa que la Franca jamás perdonó al general. Aunque no era militar, el Muchalo había tratado siempre a sus oficiales cautivos con toda delicadeza. A ella la cruzaron atada sobre un caballo y el soldado que la llevaba se cansó de tocarle el culo durante la marcha, siempre delante de su marido. Bien entrada la mañana llegaron al campamento del general, dispuesto sobre un desplayado. López tomaba sol en camiseta sentado en una silla tijera y recibió a la pareja con sus mejores insultos. Cuando se puso de pie, quedó en evidencia su metro cuarenta y ocho.

—¿A vos te parece, Adrián? Un general en jefe, haciendo esos papelones. Yo creo que su complejo con el Muchalo era solo por la estatura; mi esposo le llevaba cuarenta centímetros y en sus cartas siempre metía algún párrafo sobre las menudencias de López: que no tenía formato para medirse con él, que si molestaba lo iba a tapar con un vaso, que si estornudaba se le llenaban los ojos de tierra. El Muchalo sabía que sus correos eran interceptados y que el general leía las cartas: por eso escribía.

Enchiparon al Muchalo con el cuero de un novillo recién carneado. Se trataba de una piel húmeda y resistente, por lo cual todos predijeron una buena agonía para el prisionero. Mientras cosían el cuero sobre su cuerpo, el Muchalo no paraba de hablar con la Franca. Explicó lo maravilloso que era estar ahí dentro y dijo que le estaba viniendo sueño. Cuando terminaron de empaquetarlo fue depositado frente a la carpa de Joseph López, afuera nada más que la cabeza.

—Se durmió enseguida. Los oficiales dijeron que simulaba; yo sabía que no, que se había dormido a propósito para no darles el gusto. Joseph les recomendaba paciencia, porque el cuero hacía efecto a las horas. Yo no decía nada y encima comí; había visto una nubecita y pensaba: «Dulcísimo Corazón de Jesús, haga que se me dé»; no quería hacerlos rabiar y que lo remataran por culpa mía. Adrede se les durmió.

Pero era un clima demasiado ingrato, que secaba hasta la tenue humedad de una jarilla. El aire caliente se agolpó sobre el enchipado y del cuero surgieron algunos vapores. Los oficiales de López parecían aburridos. Cada tanto, alguno intentaba propasarse con la mujer. Entre tanto ahí estaba la nube, algo crecida y con forma de repollo, urgida por los ruegos de la Franca.

A la siesta llegó una ráfaga tibia a la que nadie prestó atención. Su paso despertó al Muchalo, quien bostezó con gran aparato. Un oficial fue a observarlo de cerca e informó que sus labios estaban amoratados. Dio un golpecito en el cuero y el ruido a cartón aterró a la Franca.

La nube llegó por fin al campamento, paseó su insípida sombra y luego se alejó hacia el oeste. Llevaba una escolta de nubes chicas; al fondo, entre los cerros, había brotado un nubarrón.

—Tenía miedo de que me faltaran delante suyo, pero a Dios gracias, López me quería nomás para él. Yo pensaba qué asco, cuando me toque con sus deditos lo voy a escupir en la cara. Algunos años más tarde, cuando me contaron ciertas cosas sobre Joseph, pude entender por qué demolió Calle Angosta y recortó una tabaquera de mi espalda; por qué sugirió a sus oficiales que se hicieran maneas con la piel de mis piernas.

La primera brisa alegró a las yeguas, que se abrieron de patas para ventilar sus intimidades. El lobuno del general fue dominado por un acceso de júbilo y refregó los ollares contra la vulva de una mulita que le coqueteaba. Los oficiales de López se despabilaron, mientras volaban cosas por el campamento. Unos soldados que gritaban hasta despuparse taparon con lonas el parque de municiones. El general se dirigió a su carpa. Resonaron algunos truenos. Por el momento nadie hacía caso del Muchalo, que ya sentía el abrazo del cuero en diversas partes del cuerpo.

—López era hijo de la Filadelfa, una sirvienta que tuvo la abuela del Muchalo. La vieja mandó una vez que le pusieran una plancha caliente en el culo, por mentirosa, pero les costó lágrimas de sangre, pues la Filadelfa era tan aguerrida como Joseph. A él lo tenía zumbando la niñada de la casa; cuando quería participar en sus juegos, el Muchalo y sus primos lo metían en un cuarto oscuro y le tiraban unos baldazos de agua por la banderola. Así creció Joseph hasta que a los 17 años lo echaron de Calle Angosta. ¿A vos no te parece que esas cosas vuelven revoltoso a cualquiera? Por eso hizo tantas perrerías, por eso desparramó por el campo los huesos de los Abascal.

Unas gotas pesadas cayeron sobre el enchipado, a la altura de su codo. Justo ahí las necesitaba; tenía el codo contra la pierna y en poco tiempo la presión del cuero le rompería el brazo. Otras gotas le salpicaron el rostro y cayeron sobre la arena. Aunque su respiración era pésima, el Muchalo pudo captar de inmediato el aroma que brotó de la tierra. En unos pocos minutos el cuero quedó empapado.

—Después aclaró la tarde y el sol vino con todo. Los oficiales sacaron de nuevo la mesa y se pusieron a jugar al naipe. López escribía en su carpa, cada tanto se asomaba. Creo que ahí no volvió a llover en años. Vos conocés el dicho: «Tatita Dios mea en Pajaritos y sacude en el Cigarral». Un día volví y puse un velón junto al río, para que durara prendido algún tiempo. No sé cómo puedo contarte estas cosas, te juro que prefiero cantar con tus amigos. Hoy estuvo muy lindo, Adrián; es gente tan delicada. ¿«Zamba del Chancho» fue la última que tocaron? Era dulce. Ya sé que no debo pedirte que vengan más seguido. Ustedes son jóvenes y tienen sus ocupaciones. Pero no debés olvidarte de lo que dije; si me hubieras visto antes, todos me ponderaban la espalda. Yo iba a las fiestas con esos vestidos blancos bien destapados de atrás. Ahora dame la mano. Y quedate otro ratito.

«Amor mío», pensó la Franca.

La mujer del Muchalo.

I. Evaristo

Pero en New York, ¿dónde se puede encontrar un sitio para poner la mano como en la cabeza de una paloma o en las patas rosadas de un gato que has criado desde que empezó a abrir los ojos? ¡No hay dónde!

José María Arguedas