Pantalones azules

Pantalones azules

Sara Gallardo

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

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Sobre este libro

Pantalones azules es una novela de apariencia engañosamente simple. Como ha señalado Leopoldo Brizuela, cincuenta años después de su primera publicación «se revela como el recuento de un proceso infinitamente más sutil» que un encuentro de amor imposible, clave en la que fue leída por sus contemporáneos. Por el contrario, Pantalones azules es una historia de múltiples desengaños: los de Alejandro, el joven protagonista de familia bien, católico y antisemita, que encuentra los límites de sus convicciones al conocer a Irma, una inmigrante de madre judía que ha perdido a sus padres en la guerra europea; los de Irma, que recibe de Alejandro no la compasión sino la brutalidad inhumana de aquellas convicciones; los de Elisa, la novia virgen de Alejandro que debe decidir su posición en la estructura familiar patriarcal y asumir o no su rol de futura esposa sometida a las violencias tácitas de su prometido. Pero más aún que una historia de amor y desengaño, Pantalones azules es una representación prodigiosa, por su frescura y su vitalidad, de las distancias que median en un mismo tiempo y lugar entre grupos sociales, culturas, generaciones y géneros. Ejemplo cabal de la extraordinaria capacidad de Sara Gallardo para dar vida a sus personajes con sabiduría, humor, algo de malicia y una sorprendente economía de recursos, esta segunda novela de la autora amplía también su mirada sobre el paisaje: el campo, la ciudad y el río se encuentran representados aquí con una justeza inusual, posible solo en quien ha sentido el paisaje y el lenguaje como una amalgama única, característica definitiva de sus obras.

Publicada por primera vez en 1963, Pantalones azules circuló escasamente desde entonces. Fiordo se enorgullece de acercar otra vez a los lectores esta estupenda novela de una de las más grandes escritoras argentinas.

Sobre la autora

Nació en Buenos Aires en 1931. Nieta del célebre naturalista y ministro argentino Ángel Gallardo, bisnieta de Miguel Cané y tataranieta de Bartolomé Mitre, la amplia biblioteca de su casa familiar le abrió tempranamente las puertas de la literatura. Enero, su primera novela, apareció en 1958 y obtuvo excelente recepción crítica. Le siguieron Pantalones azules (1963) y la extraordinaria Los galgos, los galgos (1968), que la consagró ante el gran público y con la que ganó el Premio Municipal. Además de novelas, escribió literatura para niños y un libro de relatos (El país del humo, 1977). Fue también colaboradora de las revistas Primera Plana y Confirmado, entre otras, así como del diario La NaciónEisejuaz (1971) la confirmó como una voz sin paralelo, lo que también significó su marginalidad relativa en los relatos canónicos posteriores de la literatura argentina, circunstancia que se ha ido revirtiendo en la última década y media gracias a la reedición de gran parte de su obra. A fines de los años setenta dejó la Argentina y comenzó a trabajar como corresponsal en Europa. Murió en Buenos Aires en 1988.

Otros títulos de Fiordo

Ficción


El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates


No ficción


Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Elogio de Sara Gallardo

«Los libros de ella, al no estar pegados a una moda de la época y al haber seguido siempre un estilo personal, son libros que están vivos (…)».

Pedro Mairal


«La prosa de Sara Gallardo no es solamente impactante por la “calidad poética” que suelen remarcar los espíritus amantes de las bellas letras sino, como sucede cuando hay un escritor, por la toma de partido implícita: su literatura en grageas como respuesta, como contrapartida frente a cualquier forma de realismo mimético y ramplón».

María Sonia Cristoff


«(…) hay en Sara Gallardo una originalidad tan radical, que lo más justo es inscribirla en esa zona de la literatura latinoamericana de los libros que no se parecen a nada».

Martín Kohan

A Luis Pico Estrada

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En la estación el olor del verano y la gente formaban un río bajo las cúpulas oscuras.

—Esperame un momento —dijo Alejandro a Carlitos, y apoyado en el teléfono habló a casa de su novia. La voz de Elisa era trémula y delicada, fácilmente aguda.

—Lo pasé muy bien —repuso con frialdad—. Igual que vos.

Alejandro inició una especie de sonrisa por si su amigo lo estaba mirando.

—Lo siento —siguió Elisa—. Dije que no venías a comer. Como yo salgo esta noche.

Él empezó a volverse de espaldas a Carlitos.

—Repetí lo que dijiste. No te entendí muy bien —dijo con el modo calmo y zumbón de su padre.

—Entendiste perfectamente. Que salgo esta noche.

—¿Ah sí? ¿Y se puede saber por qué motivo?

—Por el mismo que te fuiste solo a la quinta.

La injusticia lo hizo callar un momento pero por no dar explicaciones contestó con su voz un poco vacilante:

—Oíme bien: podés hacer lo que quieras, pero no creo que tengas ganas de perder tan estúpidamente mi confianza.

Se encontró con la comunicación cortada. Después que hubo fingido dos o tres palabras fue a reunirse con Carlitos que esperaba guiñando los ojos y sonándose de vez en cuando la nariz.

—Bueno —dijo—. Ya está. Vamos a lo de Araya.

Salieron a la noche. Sobre los árboles coloreados por las luces una media luna brillante parecía adherida al borde de una gran luna opaca; las ruedas luminosas del parque de diversiones giraban contra el cielo, y el aire estaba lleno de ruidos confusos; iban en el tranvía, entre la gente del domingo y Carlitos preguntó con falsa indiferencia:

—¿Cuánto cuesta ahora una Parabellum?

—Y… —empezó a decir Alejandro, pero perdió las ganas de conversar.

—Tendríamos, oíme, Alejo, tendríamos que pensar bien el asunto. Quiero decir, tendríamos que fijarnos en varias cosas. Primero una retaguardia que pueda

—Acabala con eso, por favor. ¿No podés pensar en otra cosa?

—¡Pero che! ¡Yo no tengo la culpa de que andes en líos con tu novia! Aguantate el malhumor.

Alejandro enrojeció de fastidio.

—¿Así que en lo de Araya tampoco puedo mencionar el asunto? —siguió Carlitos.

—Yo no voy a lo de Araya. Me bajo aquí.

—¡Cómo! ¡Si no vas yo tampoco puedo ir! No tengo bastante confianza.

—Lo siento mucho, che. Adiós.

Caminó por varias calles casi vacías hasta llegar a la puerta de cristal y hierro del departamento en que vivía su novia. En el tercer piso había luz. Telefoneó desde un garaje y el padre de Elisa respondió tratando de no demostrar sorpresa.

—¿Estaba ocupado? —preguntó en el ascensor para llenar el silencio—. Espero no haberlo interrumpido.

—No. Estaba corrigiendo unas cosas. Nada importante.

Era historiador y en el revoltijo de papeles y libros de su escritorio tenía un retrato de su padre, embajador y ministro.

Corriendo un montón de fichas, Alejandro se hizo un sitio en el sofá.

—Pasé toda la tarde en la quinta —dijo.

—¿En la isla? ¿Sigue tan linda? Yo iba de soltero. Era magnífica.

—Sí. Es muy linda.

El dueño de casa le ofreció whisky pero no nombró a Elisa y ese exceso de discreción molestó a Alejandro.

—Vine tirándome el lance de que Elisa estuviera despierta —explicó cruzando ampliamente la pierna—. Una lástima su resfrío, porque la tarde estuvo estupenda. El teléfono de la quinta estaba descompuesto y pensé que tal vez habría decidido ir esta noche al cinematógrafo. En ese caso la esperaría.

—Elisa duerme; soy el único despierto aquí. No, no fue a ninguna parte.

Temió que la corriente de felicidad que lo había invadido, inmediatamente borrada por la incertidumbre del amor de Elisa, se le notase en la cara.

—El teléfono de la quinta no andaba —mintió de nuevo—. Una lástima. Bueno, me voy, Rafael, ya la veré mañana. Dígale por favor que trataré de pasar a buscarla por la iglesia.

En la calle volvió a sentirse preocupado. «Es posible que esté dejando de quererme» se dijo, «o será que las mujeres son así». Las estrellas se veían muy altas entre los edificios y el calor del día se estaba desprendiendo de las casas. Subió silenciosamente la escalera de la pensión pues había luz bajo la puerta de los paraguayos y no tenía ganas de oír sus eternas historias de prisiones y torturas. Junto al espejo tenía una foto de la casa de la estancia con toda su familia agrupada al frente; abrió el cajón de la cómoda y sacó lentamente la pistola de entre las camisas. Era pesada. El corazón empezó a latirle mientras la sentía en la mano, oscura y tan pesada. «Es mía» pensó. Levantó los ojos hasta el espejo y se vio igual a los héroes de las historietas y del cine. ¡Cuánto le había costado ir pagándosela al maldito ese, no quería ni pensarlo! «Es mía» dijo a media voz. Tuvo el impulso de llevársela a la cama y dormir con ella bajo la almohada, pero después de abrirla y cerrarla y de apretar varias veces el gatillo volvió a meterla entre la ropa. «¡Qué imbécil!», murmuró al recordar la pregunta de Carlitos sobre el plan del sábado. Ya sin camisa hinchó varias veces los músculos ante el espejo, contento de su apariencia, del brillo de su medalla de bautismo sobre el pecho, y abriendo de nuevo el cajón sacó la pistola. Con la mano en la cadera y la boca apretada hizo ademán de tirar y lo repitió tanto que, aburrido, rezó sus oraciones y se puso a dormir.

A la noche siguiente vio a Elisa, pero volvieron a disgustarse. Estaba tejiendo en rueda con sus hermanas y el aire de un ventilador hacía revolotear por turno las mechas sueltas de sus peinados. Aunque era casi hora de comer entraba luz de día por las ventanas. Alejandro se aproximó al sofá.

—Ese taller debe estar atiborrado —dijo mirando las prendas infantiles que se balanceaban en manos de las tejedoras.

—Completamente atiborrado, pero cuando llega el invierno parece que no se hubiera trabajado nada. Hay más chicos en esta parroquia que en todo el país. Y es un asco tejer con este calor.

Elisa dejó su tejido y salieron juntos al balcón. Alejandro la encontró bella y grácil como siempre, con su delicado rostro oscuro y los ojos celestes.

—Parece que andás rara últimamente —dijo frunciendo las cejas.

—Sí, ando rara. ¿Y vos no?

—¿Yo?

—Sí. Vos. Que no podés venir a casa, que no podés ir al cine, que estás estudiando… muy raro

—¡Cómo! —Estaba asombrado—. ¡Si es la pura verdad! El estudio, y el trabajo, además.

—Ya sé, ya sé, pero igual

—Decime… —A Alejandro le vaciló un poco la voz—. ¿Me seguís queriendo?

—Sí, por supuesto. Pero a veces me desespero. Tengo la impresión de que faltan milenios para llegar a casarnos.

—Sí… ¿Pero por qué pelear, además?

No querían discutir y miraron la calle en silencio.

—¿Viste que terminaron la casa de enfrente? —dijo Elisa—. Ya está toda vendida.

—Sí. Iba a decirte que me han hablado de un departamento… bueno, muy chiquito; de un solo ambiente, que habría que ir pagando en cuotas. Todavía no está hecho, pero ¿qué te parece si nos metemos? Tendría que averiguar los datos

—¿Dónde es?

La madre de Elisa, alta y siempre muy perfumada, se asomó.

—¿Qué tal, Alejandro? Ya está la comida.

Cuando volvieron al balcón era de noche. El aire estaba quieto y Alejandro enlazó el brazo de su novia, que se acercó mucho a él.

—¡Te extraño tanto durante el día! —murmuró ella—. Esta mañana casi fui a verte al trabajo ese… Me parecía que no podía aguantar hasta la noche.

Miraron la calle, donde la luz de los faroles parecía casi dorada.

—Estaba pensando: no hay por qué esperar a que te recibas, Alejo. Hay muchos que siguen estudiando después de casados.

—No es cuestión de eso, es por

—La casa, ya sé, ya sé. Empecemos a pagar ese departamento entonces; algo hay que hacer. Podría buscarme un trabajo

—Eso nunca.

Estaban apoyados en la reja del balcón y sus cuerpos se rozaban a cada movimiento.

—¿Vas a poder venir a la estancia cuando nos vayamos, Alejo?

—¿Decidieron la fecha?

—Mamá está insistiendo para que sea pronto. Ya no aguanta el verano aquí.

—Algún fin de semana podré ir.

—¿Nada más?

—Señor —dijo el mucamo apareciendo con una bandeja—. Su café. —Alejandro enrojeció.

—Me olvidé por completo de que faltaba. Qué va a decir tu padre

—Nada. ¡Qué le importa!

—Bueno —exclamó triunfalmente la señora volviendo a salir al balcón—. Ya está arreglado. Nos vamos el domingo por la mañana.

—¿El domingo por la mañana, mamá? ¿Por qué tan pronto?

—¿Tan pronto? ¡Primera y última vez que paso Navidad aquí! Lo mismo podemos llegar a quedarnos todo enero en esta maldita ciudad. Lo siento por vos, Alejandro; espero que nos visitarás.

—Sí, claro.

Quedaron mirando la noche, sin hablar, durante un rato.

—Eso sí que es mala suerte —murmuró Elisa—. Y nosotros peleándonos todos estos días. Como idiotas.

—Tenemos que vernos lo más posible hasta entonces —dijo Alejandro pasándole el brazo por la cintura y soltándola al oír la voz del padre en la sala.

—El sábado podríamos almorzar juntos, después ir a la isla, volver por la noche y al final ir al cinematógrafo, ¿eh, Alejo?

El historiador se acercó a la puerta del balcón trayendo unos papeles en la mano.

—Ya tengo listas las pruebas de mi Magallanes, ¿sabés? Vamos a ver si sale publicado en mayo.

Alejandro las hojeó distraídamente.

—¡Qué bueno!

—Yo creo que va a sorprender. Veremos. Hay mucho material inédito. Como tuve la suerte de encontrar esos papeles en el archivo de

—Sí… ¡qué bueno! Sí, esos papeles… —De pronto se golpeó la frente—. ¡Elisa! Disculpe, Rafael, un minuto, Elisa, ¡el sábado por la noche no podemos salir!

El historiador se alejó fingiendo revisar las pruebas y Elisa levantó una mirada súbitamente fría.

—¿Podrías explicarme por qué?

—Bueno… Es un compromiso… Es un asunto de… política. Me es absolutamente imposible faltar y además… lo organicé yo. ¡Qué mala suerte!

—Puedo esperarte afuera. Y después nos vamos al cine, o a tomar algo juntos.

—Afuera… Es que no es cuestión de adentro o afuera, mi amor. Es… un asunto un poco… violento. ¡Cómo iba a pensar que justamente te ibas el domingo! No. Y aunque te vayas. Tiene que ser entonces. Lo único posible es vernos el sábado y separarnos al fin de la tarde. En todo caso yo puedo llamarte cuando todo termine y te paso a buscar.

La madre llegó redoblando en el suelo con sus tacos.

—No es para echarte, Alejandro, pero si querés, te puedo dejar en tu casa. Tengo que ir a buscar a María que está en una fiesta.

Alejandro vaciló. Elisa habló con la cara impasible de cuando se enojaba.

—Sí. No hay razón para que trasnoches. Aprovechá el automóvil.

Se fue con el corazón pesado.