Y surgió en el vuelo de las mariposas

Leyendas de amor

 

Edna Iturralde

 

 

 

 

 

Dedico estas leyendas de amor

a mi marido, Bruce Kernan, cómplice

en un romance dulce y divertido.

EDNA ITURRALDE

PRÓLOGO

 

LA TRADICIÓN ORAL ha encontrado en el libro una vía para diseminar, mucho más allá de sus lugares de origen, las historias que a lo largo del tiempo han contado la vida y las emociones de los pueblos que las han creado. Esto les ha permitido compartir su visión sobre el mundo y sobre las relaciones humanas, esquivando barreras culturales, espaciales o temporales.

El amor es uno de los grandes temas abordados por la literatura de tradición oral. Cada grupo tiene sus maneras de percibirlo y de contarlo.

Las leyendas que se encuentran a continuación pertenecen a diversas culturas, lejanas y disímiles, pero unidas por la palabra que cuenta y por el amor como tema central.

Estos relatos ponen de relieve los elementos que se valoran de las relaciones de pareja y de la percepción sobre la nobleza de quienes aman. Amores imposibles, contrariados o felices son contados en las voces de seres sobrenaturales y de fuerzas primarias de la naturaleza que acompañan a los personajes en sus peripecias.

Estas leyendas han sido escuchadas, leídas y contadas por distintas vías y fuentes. Son relatos antiguos que se actualizan gracias al trabajo de recopilación hecho por la autora, quien ha procurado, a partir del manejo del discurso, generar una atmósfera que permita a los lectores percibir los matices culturales de cada país. Drama y humor conviven en estas historias para desacralizar los momentos de tensión y solemnidad y para hacerlas más cercanas a los lectores.

Layla y Machnún

ARABIA SAUDITA

 

 

AS-SALAM ALAYKUM, QUE LA paz de dios esté contigo, viajero. Me has pedido que te cuente una historia. Entonces pon atención. Abre tu corazón y tu mente. Mira en tu imaginación y yo haré lo demás. Te contaré la leyenda de un «loco» que amó a la «noche».

La noche caía cerrada sobre el desierto como un halcón sobre su presa. Era una noche tan fría y oscura como la desesperanza que llenaba el alma de una pareja de árabes beduinos, de la estirpe Banu’Amir, que oraba en su tienda. Tenían un solo anhelo en la vida, algo que al parecer no alcanzarían, pues con el correr de los años se volvía casi imposible: tener un hijo.

—Allahu Ta’Ala, Dios misericordioso escuchará nuestras plegarias —habló el hombre tratando de animar a su mujer, pero en realidad lo dijo más para su propio consuelo. ¡Cuánto deseaba la llegada de un hijo que ocupara su lugar y liderara la tribu como él y sus antepasados lo habían hecho durante cuatro generaciones!

En ese momento un viento rebelde sacudió la entrada de la tienda trayendo arena y una flor del desierto. La mujer recogió la flor y la examinó bajo la luz de una lámpara de aceite. Tenía los pétalos tan blancos como la cera de una vela y abiertos alrededor de una corola verde, de donde brotaban cuatro pistilos amarillos.

Sin decir palabra, se la mostró al marido con un aire de misteriosa satisfacción.

—¿Crees que tiene algún significado, Fátima? —inquirió él, mirando con detenimiento la flor que ella tenía en la palma de su mano.

Fátima sacudió la cabeza afirmativamente.

—¿Cuál?

—Que tendremos un hijo, Murzid. Vivirá en el desierto, será poeta y le gustará la noche. Mientras más oscura sea, más la amará.

Murzid lanzó un resoplido de satisfacción. Vivir en el desierto era algo que la estirpe de los Banu’Amir había hecho por siglos. La poesía era para su cultura igual que respirar, y que le gustara la noche… en eso no veía problema alguno. Poco sabía Murzid el verdadero significado que acarreaba aquel augurio. De conocerlo, se habría preocupado.

A los nueve meses les nació un hermoso niño al que nombraron Qays. Lo criaron con todo el amor y esmero del mundo. Incluso el padre decidió abandonar la vida nómada, así que se fueron a vivir a la ciudad, para desconsuelo de la tribu que no se acostumbraba a vivir en el mismo lugar por mucho tiempo. Murzid prometió que se quedarían allí hasta que su hijo cumpliera el ciclo de aprendizaje que los musulmanes consideraban más importante: conocimiento del Corán, matemáticas —geometría y álgebra incluidas— arquitectura, alquimia, literatura, medicina y ciencias naturales. Así que ofreció construir una escuela donde enseñaran los mejores maestros del lugar a todos los niños y niñas, tanto a los de la tribu como a los de aquella ciudad.

Durante el primer día de escuela se cumplió uno de los augurios: en el recreo, Qays conoció a Layla. Se miraron y los ojos de ambos no pudieron despegarse. A sus doce años, Qays se enamoró con una pasión arrebatadora, impetuosa y total.

Layla significa «noche» en el idioma árabe. Ella era hermosísima, con un rostro ovalado y pálido en el que resplandecían unos ojos almendrados de largas pestañas. Sus cabellos eran más renegridos y bellos que la más oscura noche. Y según el augurio, él amaría a la noche.

¿Y, Layla? ¿Qué sintió?, preguntas, viajero, que escuchas esta historia.

¡Ah!, Layla también se enamoró de Qays, con una pasión no menos ardiente que la de él.

Pero mientras él proclamaba su pasión a los cuatro vientos con poemas que escribía en la arena, las piedras y las paredes, o los declamaba, oyera quien los oyera, ella guardó su amor en lo más recóndito de su alma.

Los amigos de Qays convinieron en llamarlo Machnún, que significa: «loco o poseído por la locura». El poeta considerado loco. Este apelativo vino entonces a cumplir otro de los augurios.

Layla y Qays se veían en el recreo y hablaban a solas. No sé de qué, pero dicen que los dos se separaban con los rostros iluminados de felicidad. Pronto, los estudios de Qays empezaron a decaer de tal manera que los maestros se sintieron obligados a consultar con el director, quien a su vez llamó al padre.

Es que no era para menos, Qays ya no solo se dedicaba a escribir y proclamar el nombre de Layla sino que lo utilizaba como respuesta a todo:

—¿Cómo se denomina el lado mayor del triángulo, opuesto al ángulo recto? —Había preguntado el maestro en la clase de geometría.

En vez de hipotenusa, Qays respondió: «Layla».

—¿Cómo se llama la estrella de la mañana?

Qays, suspirando y sin dudar, contestó «Layla».

Entonces el padre se molestó tanto que hasta él empezó a llamarle Machnún. Le pidió al director que se encargara de hacer entrar en razón a su hijo, así tuviera que golpearlo con una vara para lograrlo. Así lo hizo el director. Cuentan que los golpes que Machnún recibía dejaban también sus marcas en el cuerpo de Layla, en el mismo lugar, como si fueran uno solo.

Sin embargo, nada logró que Machnún dejara de pensar en Layla o que le dedicara poemas de amor a voz en cuello e ignorara al resto del mundo. Sus padres terminaron por retirarlo de la escuela. Layla empezó a llorar a toda hora: en casa, en clases y durante el recreo. ¡Hasta olvidó la esencia de los triángulos: la famosa hipotenusa y el virtuoso ángulo recto! Y eso que ella era muy buena para la geometría.

Entonces, ¿qué crees que sucedió, viajero?

¡Acertaste! La familia de Layla también decidió retenerla en casa.

¿Que si se volvieron a encontrar?

Sí, pero al cabo de cuatro años.

Una vez que el padre de Machnún aceptó que su hijo estaba loco y que así no podría asistir a la escuela, decidió marcharse con su familia hacia el desierto, para alegría de toda su tribu.

¿Qué sucedió con Machnún, me preguntas, viajero?

Pues que se escapó de su hogar y se quedó a vivir entre el desierto y las afueras de la ciudad para estar más cerca de Layla. El joven se sentía como en casa en el desierto y aprendió a amarlo. Descubrió sus misterios, sus diferentes tonos y su flora tímida y audaz a la vez. Así fue como se cumplió el último augurio de su nacimiento.

Cuentan que desde el desierto siguió creando poemas que declamaba a viva voz o escribía en la arena. Dicen que los decoraba con los blancos pétalos de la Flor del Sahara y que los soplaba desde su mano para que el viento los llevara donde Layla.

Y ella los recibía.

Allí, en el patio de su casa, sentada al borde de la fuente de mosaicos y acompañada por el sonido del manantial de agua, esperaba cada atardecer que llegara el viento, cargado con los pétalos y los poemas de Machnún para susurrarlos a su oído.

 

¿Quién soy yo, tan lejos de ti y sin embargo tan cerca?

Un mendigo que canta. Layla, ¿me oyes?

Libre del trabajo arduo de la vida, mi soledad, mi pena y mi aflicción son para mí felicidad.

Y, sediento, en la corriente del dolor me ahogo.

Hijo del sol, padezco hambre por la noche.

Aunque separadas, nuestras dos almas amantes se unen, pues la mía es toda tuya y la tuya es mía.

Dos enigmas somos para el mundo, uno responde al hondo lamento del otro.

Pero si nuestra separación nos divide en dos, una luz radiante nos envuelve en común, como procedentes de otro mundo.

Lo que allí es uno, aquí está separado.

No obstante, si bien los cuerpos se separan, las almas libremente vagan y se comunican.

Yo viviré para siempre: compartiendo tu vida por toda la eternidad, yo viviré si tú permaneces conmigo.1

 

Pasaron los años. El amor de Layla y Machnún se fortaleció en la distancia, como todo amor verdadero.

Escucha con atención estas palabras, viajero: ¡Como todo amor verdadero!

En este punto de la leyenda, dicen que cuatro antiguos compañeros de Machnún fueron a buscarlo al desierto. Al constatar que aún continuaba tan locamente enamorado de Layla, le propusieron ir a verla.

—No me permitirán entrar a su casa —sentenció Machnún, dirigiendo la mirada hacia la ciudad con enorme tristeza.

—Nos disfrazaremos de doncellas —propuso uno de ellos, colocando las manos debajo de los ojos a manera de velos.

Entre risas y algazara los otros estuvieron de acuerdo.

Machnún respiró profundamente. ¡Ver a Layla otra vez! ¡Reflejarse en sus negros ojos!

Los amigos tomaron su silencio por consentimiento y se despidieron prometiendo volver al día siguiente con los trajes.

¿Puedes imaginar, viajero, a aquellos jóvenes, entre divertidos y temerosos de ser descubiertos, entrando a la casa de Layla vestidos de mujeres? ¿Y a Machnún con la sangre en las sienes, los labios secos, su cuerpo febril y el corazón latiéndole al ritmo de un nombre: Lay-la, Lay-la?

Cierra los ojos, viajero, e imagínalo.

El crepúsculo pintó el cielo de rojos y sepias. Las supuestas doncellas caminaban con la mirada baja, tratando de dar pequeños pasitos. Así llegaron al jardín donde estaba la fuente. Junto a ella, de pie, se encontraba Layla, engalanada con sus mejores ropajes. Sin saber cómo, ella había intuido la llegada de Machnún. Al ver a las extrañas doncellas se llevó las manos al pecho y luego a los labios cubiertos por el velo transparente. No había duda, ¡era él!

Sus ojos lanzaban rayos de fuego que solo Machnún podía percibir. Como movidos por un mismo impulso, los dos corrieron a encontrarse. No obstante, se detuvieron a pocos pasos. Sus miradas se encadenaron, pero sus cuerpos continuaban separados. Sus sentimientos eran demasiado sublimes para mezclarlos con el mundo físico.

—¡Layla!

—¡Machnún!

Dos nombres pronunciados con idéntico amor. El padre de Layla, que vigilaba cada tarde a su hija, percibió que algo no estaba bien. Observó a las supuestas doncellas con desconfianza. Los chicos se reían con esa risa nerviosa de quienes no saben de amores. Uno de ellos, acalorado, se retiró el velo para secarse el sudor. En ese momento fueron descubiertos.

—¡Bandidos! —gritó el padre de Layla, que había estado observando la escena desde una ventana, y envió inmediatamente a sus sirvientes para que los atraparan.

Los chicos escaparon saltando el muro que da a la calle, pero Machnún no pudo moverse. No quiso romper el encanto de ver a su amada. Layla se había convertido en una joven de dieciséis años mucho más hermosa y delicada de lo que él la había estado soñando.

Pronto sintió unas manos toscas que lo agarraban por los hombros, arrastrándolo hasta la entrada, desde donde fue lanzado a la calle con un puntapié y con una advertencia del padre de Layla:

—¡No te atrevas a volver!

Cuando el padre de Machnún se enteró de esta aventura, fue a visitarlo. Su esposa había muerto hacía un mes. En sus últimas palabras se refirió a su hijo:

—Murzid, ve a verlo. Qays está muy solitario. Ve a hablar con él y ayúdalo a cumplir su sueño de amor —pidió con voz entrecortada, sosteniendo la mano de su esposo antes de expirar.

Murzid encontró a su hijo con la piel oscura, quemada por el sol. Estaba tan delgado como una rama de teneré, el árbol más solitario del desierto. Llevaba la barba y los cabellos largos y enmarañados, y se cubría con un trapo amarrado a la cintura. El padre se entristeció de verlo así. ¡Aquel ser con mirada perdida era su hijo! ¡El hijo que tanto anhelaron Fátima y él!

Machnún se aproximó al padre, lo abrazó fuertemente y, siguiendo una costumbre árabe, lo besó en ambas mejillas. Murzid devolvió los besos de saludo en la piel seca y curtida de su hijo. Mirándolo de frente, decidió hablar sin rodeos:

—Hijo, quiero ir contigo a conversar con el padre de Layla para que…

—Shhhhh —pidió Machnún, colocando su dedo índice en los labios del padre.

—¡Pero serías feliz si te casaras con ella! —aseguró el padre sacudiendo el rostro confundido.

—Shhhhh. —Volvió a pedir Machnún. Esa vez cerró los ojos y sonrió con una dulzura que el padre jamás había visto en ser humano alguno.

—¿Por qué me haces callar, hijo?

Machnún abrió los párpados lentamente.

—Es que quiero escucharla. Me está hablando —explicó, como si Layla se encontrara a pocos pasos de ellos.

El padre se impacientó. Ya era hora de que su hijo tomara el rumbo de su propia vida y él tenía que ayudarlo como había prometido a Fátima. Entonces, con toda determinación y haciendo uso de su autoridad paterna, le hizo jurar que en dos días se encontrarían en casa de Layla, a media mañana, para pedir su mano.

Murzid llegó a casa de Layla a camello, sobre una montura de madera con incrustaciones de plata y nácar. Las riendas estaban trenzadas con hilos de oro y cuero de cabra. Iba vestido con la dignidad y el lujo que ameritaba la visita. Llevaba en un cofre las joyas que habían pertenecido a Fátima y que anhelaba entregar a la joven Layla, ¡oh, Alá lo permitiera! su futura nuera.

El padre de Layla lo hizo pasar. Los dos se saludaron:

—As-salam alaykum. Que la paz de Dios esté contigo —saludó el uno.

—Wa alaykum al-salam. Que también esté contigo la paz de Dios —respondió el otro.

—Estoy seguro de que sospechas a qué he venido —dijo Murzid—. Y mi hijo también, cuando llegue —masculló por lo bajo con el ceño fruncido. Le preocupaba no haberlo encontrado allí, pero pensó que quizás su demora tendría que ver con una visita a los baños calientes, al barbero, al sastre, en fin, lo que se esperaba de un joven antes de dirigirse a pedir la mano de su amada.

El dueño de casa hizo traer té de cardamomo y esperaron a que llegara Machnún, conversando del tiempo y otras banalidades.

Y Machnún llegó.

¿Que cómo lucía? ¿Recortado el pelo y la barba? ¿Y vestido elegante?

No, viajero. Machnún llegó idéntico a como su padre lo viera en el desierto.

Los dos padres se pusieron de pie, azorados, sin saber qué decir. Layla, escondida detrás de una celosía, salió a recibirlo con una ancha sonrisa de admiración.

Bien dicen, viajero, que el amor es ciego, mas no sordo. Apenas Machnún vio a Layla, se puso a recitar un poema, obviamente compuesto para ella.

 

Si me gustan tus ojos de noche silenciosa,

Layla, la de los labios del color de la rosa,

es porque ven el agua que mana de la fuente

y no miran el barro que enturbia la corriente.

Si me gusta tu pelo de luna en el desierto

es por su transparencia en cielo descubierto.

Niña de arena y viento, de blancura de estrella que en su inocencia ignora hasta qué punto es bella.2

 

Entonces, Layla, sin moverse del lugar donde se encontraba, contestó con el siguiente poema:

 

Si adoro que tu boca consagre la locura,

Machnún, el de los actos de indómita ternura,

es porque me delicio en tu ausente presencia

con los signos tangibles y vivos de tu esencia.

Amo tus manos ya rozadas en el sueño

porque son leves alas de un pájaro sin dueño.3

 

Ante esto, los padres se miraron sin poder comprender aquel duelo de poemas entre los jóvenes. El primero en reaccionar fue el padre de Layla. ¿Preguntas, viajero, si se ablandó su corazón y, emocionado, abrazó a Machnún llamándolo hijo y felicitándolo por ser un gran poeta?

No. Nada de eso. Ordenó a Layla que regresara a su habitación y se despidió de Murzid con una fría cortesía que rayaba en la furia.

—¡Espera! —pidió Murzid—. Tu hija también ama a mi hijo.

El padre de Layla observó a Machnún de arriba abajo con ojos de furia mal contenida.

—¡Míralo! Si tuvieras una hija y un sujeto con esta apariencia de loco viniera a pedírtela en nupcias, ¿se la entregarías?

Murzid mantuvo la cabeza en alto, pero guardó silencio. Era un hombre honesto y su respuesta hubiera hecho honor a aquello.

Esa visita tuvo consecuencias fatales para Layla. Cuando el padre cayó en cuenta del amor que su hija sentía por Machnún, no quiso correr el riesgo de que la joven se escapara y la obligó a contraer nupcias con otro hombre, un mercader de nombre Isa, mucho mayor que ella. Layla aceptó ser su esposa, pero solo en apariencia y formalidad, pues insistió en que su alma y su corazón pertenecían a Machnún y a nadie más. Aseguran que Isa, sensible ante el dolor de su joven esposa y poseedor de dos esposas más, aceptó su decisión.

Mientras tanto, Machnún, que desconocía cuál había sido el destino de Layla, volvió al desierto que lo llamaba casi con tanta fuerza como el amor de la joven. Su padre no quiso saber nada de él, por lo menos por el momento. Sin embargo, Machnún no estuvo solo, se hizo amigo de los animales que habitaban allí: una pareja de zorros de las arenas, búhos, halcones, una bandada de alondras y una gacela a la que llamó… Sí, viajero, la llamó Layla.

Y, por supuesto, continuó haciendo poesía para su amada. Parecía que mientras más lejos se encontraba de ella, más cerca se hallaba de la esencia del verdadero amor que sentía. Un amor que no tenía ni principio ni final, como un círculo perfecto, tan perfecto que Machnún temía que al buscar de nuevo a Layla, tras el pasar de los años, este equilibrio se rompiera, por eso prefería a la Layla de sus poemas y ensoñaciones, en lugar de la real, que al poco tiempo agonizaba y moría.

Machnún se enteró de su muerte por su padre quien, anciano y enfermo, venía a despedirse de su hijo, pues veía cerca su propio fin. Dicen que Machnún no enloqueció de dolor sino que con toda serenidad emprendió una misión para la cual se había preparado durante mucho tiempo: finalmente iría a encontrarse con su amada.

¿Pero si su amada está muerta?, de seguro protestarás, viajero, y añadirás que cómo es posible que Machnún no estuviese loco si creía que su misión era ir a encontrarse con alguien que ya no existía. Paciencia, viajero, paciencia.

Machnún se despidió de sus amigos, los animales del desierto que eran los hijos de los primeros que encontró: zorros, alondras, búhos y halcones. La gacela… sí, ella se marchó justamente el día que murió Layla.

Entonces, Machnún caminó en busca del lugar donde su padre le había contado que yacía su amada. Llegó al atardecer. Conmovido hasta las lágrimas, apoyó la cabeza en la tumba. Su larga espera había terminado, de allí en adelante él y Layla estarían juntos para siempre.

Cerró los ojos y por última vez declamó:

 

Aunque separadas, nuestras dos almas amantes se unen, pues la mía es toda tuya y la tuya es mía.4

 

As-salam alaykum. Adiós, viajero. Así termina la leyenda de un «loco» que amó a la «noche» y fue correspondido con una «tiniebla más luminosa que la luz», el amor divino.

1 «El lamento de Machnún», anónimo. (Traducción del árabe).

2 Layla: la noche en el desierto. Yahya Nurul Hudá (fragmento).

3 Machnún: el tiempo en el desierto. Teresa (fragmento).

4 Nizâmi: Layla y Machnún. Nizâmi Ganyaví (fragmento, traducción del persa).

Los amantes mariposa

CHINA

 

 

DICEN QUE EL DESTINO es un anciano que se ocupa de recoger hojas para lanzarlas al río de la vida; allí, éstas se separan o se unen. Fue durante una noche, del año 385, en la época de la dinastía Jin, cuando las hojas que simbolizaban las almas de Zhu Yingtai y Liang Shambo decidieron seguir juntos el curso de aquellas aguas para toda la eternidad.

Esta historia comenzó cuando la luna escapó de su casa de nubes con la intención de recorrer libremente el firmamento. Su luz cayó sobre una figura que galopaba con determinación, impulsada por el mismo propósito. La luna lo intuyó y se escurrió por la bóveda celeste para alumbrarle mejor el camino.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Corre, Flor de Loto! ¡Corre! —urgió una voz con firmeza. La yegua blanca, que conocía tan bien como el viento el significado de los sonidos de la voz de su dueña, obedeció al instante y aceleró el galope.

La muchacha apenas giró el rostro para escuchar. Nadie la seguía. Detrás de la muralla, la ciudad de Shangyu dormía.

«El plan parece haber dado resultado», pensó Zhu Yingtai, la única mujer de los seis hijos de la familia Zhu.

Yingtai sostuvo con una mano las riendas mientras con la otra se rascó la nuca, justo donde ahora llevaba el cabello amarrado en una coleta. Con un suspiro pensó que debía acostumbrarse a la tirante cuerda de cuero y, con otro suspiro más profundo, recordó su largo cabello cortado, que brillaba como seda negra en el piso. Lo había escondido en un jarrón. Imaginaba la sorpresa que se llevaría su madre al encontrarlo.

Lo demás que requirió para disfrazarse de hombre fue muy fácil. Nada de túnicas de seda con listones bordados y amplias mangas. Por convenirle la talla, había escogido la túnica y el manto oscuros de su quinto hermano. Había elegido el cinturón ancho y verde de su cuarto hermano porque le gustaba el color. Las botas eran de su tercer hermano quien, curiosamente, tenía los pies pequeños, así que le calzaron bien. Del hermano mayor llevaba una daga, escondida entre la ropa. La capa y el sombrero de estudiante se los darían en Hangzhou, uno de los colegios superiores más importantes de China, adonde se dirigía disfrazada de hombre.

Y es que Zhu Yingtai no podía aceptar que solo los hombres estudiaran. Su cabeza estaba repleta de preguntas y lo que se proponía hacer era justamente preguntar y aprender.

La joven aflojó ligeramente las riendas y acarició el húmedo cuello de la yegua. Estaba segura de que su fuga no había sido descubierta aún. Tenía suficiente tiempo para cabalgar a moderada velocidad y llegar a medio día a la ciudad de Hangzhou, que quedaba en la misma provincia.

Varias horas después, el relincho de un caballo la despabiló de la somnolencia en la que se había sumido sin darse cuenta. Cerca de allí, en la bifurcación del camino, vio la silueta de un jinete.

Zhu Yingtai respiró profundo. Lo último que deseaba era compañía. Soltó las riendas y espoleó a la yegua para pasar galopando frente al desconocido sin darse por aludida. Con la prisa, no se dio cuenta de que la bolsa de cuero donde llevaba las monedas, se escurrió de su bolsillo.

El desconocido desmontó, recogió la bolsa del suelo y gritó:

—¡Oye! ¡Espera!

Zhu Yingtai fingió no escuchar.

El desconocido guardó la bolsa de monedas en un bolsillo interior de su túnica, volvió a su montura, acarició el cuello del azabache con el revés de la mano y picó talones. El caballo caracoleó. Conocía el ánimo de su amo como a cada piedra y cavidad del camino que conducía a su establo.

Los dos caballos parecían volar animados por los gritos de sus jinetes hasta que llegaron a una curva cerrada. Fue entonces cuando ella se interpuso en el camino con un rápido giro a la izquierda. Él tuvo que frenar su caballo y salió volando sobre el cuello de su montura.

—¡Ayyyyyy! —gritó el desconocido detrás de los matorrales.

Zhu Yingtai lo escuchó y se sintió culpable. Sin desmontar, por lo lodoso del terreno, fue en su busca y lo encontró agarrándose una rodilla. Yingtai se inclinó para darle la mano, pero él le dio un jalón y logró que ella perdiera el equilibrio y cayera a su lado.

—¡Me sorprendiste! —Se quejó Zhu Yingtai mordiéndose los labios para no gritarle que era un idiota cara de mono, un gusano asqueroso que no tenía modales con las mujeres.

El joven se desanudó el cabello que llevaba amarrado a la altura de la nuca y lo sacudió, sonriente. Las gotas de agua que se esparcieron a su alrededor formaron un halo brillante en la noche clara.

—Tan solo te estoy devolviendo lo que te mereces por hacerme una mala pasada, amigo —contestó de buen humor.

Zhu Yingtai calló. Su disfraz había resultado, el joven la consideraba un muchacho. Sabía, por experiencia con sus hermanos, que los hombres se trataban entre ellos con rudeza.

—Por supuesto, amigo —dijo Zhu Yingtai bajando el tono de la voz—. Me hiciste caer en la trampa, mejor dicho en el lodo.

El joven se puso de pie sin problema alguno.

«Aparentemente la rodilla ya no le duele», pensó ella, «si acaso alguna vez le dolió…»

—Me llamo Liang Shambo. Vengo de Shaoxing y me dirijo a estudiar en Hangzhou. ¿Tú eres…? —preguntó inclinando el rostro con un gesto de curiosidad.

—Este… Zhu… —contestó ella—. Wei. Me llamo Wei y también voy a inscribirme en el colegio en Shaoxing —explicó Zhu Yingtai.

—Oye, pareces muy joven para ir a un colegio superior —dijo Liang arqueando una ceja.