EL INOCENTE DE PALERMO

SILVANA GANDOLFI

 

 

 

 

 

A un mafioso que le advierte de que en el tiroteo que están planeando en una playa llena de gente, hay un alto riesgo de matar también a niños, Totò Riina, capo de Corleone, le contesta: «¿Y bien? También mueren niños en Sarajevo».

 

 

 

«Nuestro mundo necesita personas que amen la vida y luchen por ella al menos con la misma intensidad con la que otros luchan por la destrucción y la muerte».

GANDHI

 

 

 

 

 

A Fede, él sabe por qué

 

 

 

Esta novela, aunque inspirada en un hecho real, es una fantasía. Me he permitido crear cosas que no existen, como el pueblo de Tonduzzo, el 33/A del callejón del Gitano, así como muchos otros pequeños detalles. Otras cosas, en cambio, son verdaderas: el trayecto del ferry Livorno-Palermo, el monumento delante del Palacio de Justicia, los nombres grabados en los escalones, el quiosco de la plaza de la Kalsa.

Y, sobre todo, una cosa es cierta: en Sicilia existe la mafia.

SILVANA GANDOLFI

Prólogo

 

Querido Cazador:

Hoy tengo unas ganas locas de desahogarme contigo.

Mi madre está fatal. No es que beba ni nada parecido. Pero a veces tiene ataques de llanto compulsivo y yo no sé qué hacer. ¿Sabes que lleva ya un mes encerrada en casa? Dice que es por las piernas. En realidad ya no quiere salir. Total, que soy yo quien se encarga de los recados. Así que hoy he cogido a Ilaria y me la he llevado a la calle para que no viera en qué estado se encontraba mamá. Cada vez más a menudo me toca llevar a mi hermana de paseo.

Sé que, si pudiéramos hablarlo, me dirías que estoy a salvo y que eso es lo importante, que a medida que crezca las cosas se arreglarán. Seguro que tienes razón, pero a mí me parece que estoy pagando muy cara esta seguridad. Me pone triste. Perdona, pero estoy en una de esas noches en las que me gustaría destrozar algo. Gritar. Decir palabrotas.

No estoy loco. Sé que eres inaccesible, como un personaje de cómic. Sin embargo, para mí estás más vivo y eres más importante que mis compañeros de colegio.

¿Qué mundo es este donde no puedo verte?

 

No firma. No necesita firmar cuando escribe estas cartas. Coge la hoja y la dobla en cuatro con cuidado. Toma un sobre y la mete dentro. En el sobre solo escribe: «Al Cazador».

Se levanta, se agacha, saca la caja con los aparejos del barco de debajo de la cama. Hurga dentro, añade la carta a las demás y las coloca en el fondo de la caja, de manera que no se vean. Cierra la caja y la deja debajo de la cama.

 

 

PRIMERA PARTE

 

Capítulo 1

(SANTINO)

 

El día en que Santino cumplió cinco años, su padre, Alfonso Cannetta, lo llevó a Mondello.

Fueron en coche, los dos solos, porque su madre y sus abuelos se habían quedado en Tonduzzo encerrados en casa, con gripe.

El niño nunca había visto el mar, o tal vez sí, pero cuando era demasiado pequeño como para recordarlo.

–Papi, ¿podré bañarme?

–Es pronto para bañarse, Santù. El agua está helada. Pero te voy a llevar a un pequeño restaurante junto al mar a comer pasta con sardinas, como a ti te gusta.

Era abril. El sol extendía sobre el mar una luz aterciopelada. La arena, formada por miles de millones de granitos centelleantes, prometía sensaciones desconocidas. Santino ignoraba que el agua pudiera ser de un turquesa más intenso que el de su canica preferida.

Aparcaron junto a un club náutico, en una explanada conquistada a las rocas. A Santino se le fueron los ojos detrás de tres chiquillos que estaban enredando con unas pequeñas embarcaciones delante de una nave industrial.

–Vamos, entremos en el bar. ¿No tienes sed? –le animó su padre.

–Espera…

–¿Qué pasa?

Señaló con el dedo.

–¿Luego saldrán al mar?

–¿Crees que esos niños hacen todo esto para quedarse después en la playa?

–Entonces esperemos.

Como era el cumpleaños de Santino, era él quien decidía. Fueron a sentarse en los escalones de la glorieta para observar cómodamente a los chicos.

Vieron llegar a tres hombres: los monitores.

Se les unió un último navegante, un chico de unos doce años. Entró en el hangar y salió poco después arrastrando un carro con el casco de un barco, aún sin mástil.

El rezagado realizaba todas sus maniobras con gestos milimétricos, veloces, sin tacha. Trac trac y el mástil estaba en pie, trac trac y se levantaba una parte que Santino no sabía qué era.

Aún estaban montando los chicos sus barcos cuando el último en llegar ya había terminado.

Santino no le quitaba ojo.

Era un muchacho delgadito. Estaba bronceado, tenía el rostro despierto, con el pelo cayéndole sobre la frente. Observador y paciente, esperaba a los demás. Un príncipe.

Santino comprendió que todos habían terminado cuando les vio ponerse los chalecos salvavidas encima de los trajes de neopreno, que se les pegaban a las piernas.

Mientras su padre iba a comprar algo de beber, un señor mayor vestido de blanco se acercó al pequeño, que estaba sentado en los escalones.

–Veo que te gustan los Optimist. Cuando tengas ocho años, que te regalen uno tus padres. Esa es la edad mínima, ocho años.

Optimist. Debía de ser la marca de los barcos.

El hombre se inclinó hacia él.

–Te aseguro que no existe barco mejor para un niño. Se manejan de maravilla y nunca vuelcan.

Alfonso volvió con dos latas de refresco en las manos.

–¿Se quedan ustedes a la regata? –preguntó el señor vestido de blanco–. Si se quedan, deberían ponerse al final del muelle. Desde allí se ve mejor –se alejó haciendo un gesto de despedida.

Fueron al muelle.

Muy pronto llegaron varios curiosos, salidos de no se sabe dónde.

Bajaron los Optimist del carro antes de meterlos en el mar. Los niños se sentaban en la borda inclinándose hasta casi rozar el agua con la espalda.

Santino no perdía de vista a su héroe.

Todos los barcos se detuvieron a unos metros de la orilla. Tres lanchas motoras –y tres entrenadores– se acercaron por turnos a los botes que esperaban.

Empezó la regata. Alfonso cogió a su hijo y lo sentó sobre sus hombros.

–¡Lo veo! ¡Es él! ¡Es el mejor! –gritó Santino.

El señor vestido de blanco apareció junto a ellos. Tenía un catalejo entre las manos.

–¿Queréis apostar? Aquel con el número 15 en la vela ganará la regata.

Santino se volvió hacia el anciano.

–¿Pero tú sabes leer los números, picciriddu1?

–Qué números va a saber este ignorante.

Alfonso sujetó con fuerza las piernas de Santino para detener el pataleo de protesta sobre su pecho.

–¡Sí que sé! Es aquel de allí. El más rápido –señaló una manchita en el mar.

–¡Sí, señor! Ganará Lucio, estoy seguro. Al final del verano le haré participar en regatas nacionales. Suponiendo que esté todavía en Sicilia: solo viene en vacaciones.

Lucio. Su elegido tenía un nombre.

–¡Ya no lo veo! –gritó.

–Prueba con esto –el anciano le colocó el catalejo junto al rostro–. Gira esta ruedecita hasta que enfoques. Así.

En cuanto miró dentro del círculo mágico del catalejo, Santino se transportó a la pequeña embarcación. Sintió el viento en la cara. Las salpicaduras. El sabor a sal en la boca. Estaba en medio de las olas, con Lucio. Era Lucio.

Sintió como si una tenaza le aprisionara los tobillos.

–Santino, estate quieto. ¡Que te vas a caer!

El anciano estaba de pie, junto a sus risas.

–Me alegra ver tanto entusiasmo en este picciriddu –dijo–. Inscríbalo en el club cuando tenga la edad apropiada. Será un placer entrenarlo.

Retiró suavemente el catalejo de las manos de Santino.

–Disculpen, me tengo que marchar. ¿Vendrán a la entrega de premios? ¡Están invitados!

–Pero ¿quién ha ganado? –gritó Santino mientras su padre lo bajaba al suelo.

–Lucio, como siempre –respondió el hombre vestido de blanco mientras se alejaba.

Niño (siciliano).

Capítulo 2

(LUCIO)

 

–Lucio, ¿dónde estás?

Abro de par en par la puerta del baño y me asomo.

–Aquí. Me estoy lavando los dientes, ¿no lo ves?

Siempre tengo que demostrar que estoy haciendo algo urgente. Pensar en las cosas de uno mismo no está bien visto.

–Date prisa, Iliuccia está lista.

Mi madre se agacha y estampa un sonoro beso en las amoratadas mejillas de mi hermana.

Me quedo mirando a Ilaria, atónito.

Dos desmesuradas orejas de peluche rosa emergen tiesas de su cabeza, entre mechones de pelo negro. Rosa la chaqueta de felpa, rosas los leotardos, rosas las zapatillas.

Doy una vuelta a su alrededor.

Ilaria está quieta, sacando pecho. Pegado a los leotardos, a la altura del trasero, asoma un rabo un poco grueso, de un rosa más claro.

–Yo no salgo con ella de paseo.

–¿Quieres que se quede encerrada en casa? Llévala al mirador Mascagni. Estará lleno de gente disfrazada.

–Yo allí no la llevo.

–¿Y quién la lleva si no, mischina2?

–¡Pues tú!

Mi madre tiene las piernas tan hinchadas que parecen las de un elefante, por eso hace cinco meses que no sale de casa.

–¿Qué has dicho? –grita–. ¡Sinvergüenza!

Retrocedo dos pasos y empiezo a gritar también yo.

–Voy al mercado, te pago las facturas, llevo a Ilaria al colegio. ¡Soy el único de mi clase que no tiene ni un momento libre! ¡Solo tengo once años!

–Dime por qué antes eras un niño tan bueno, y ahora…

Noto la mirada de Ilaria sobre mí. Frunce los labios. No quiere darme un beso, sino más bien un mordisco.

–Y además, ¿de qué va disfrazada esta? –grito.

–De conejita, ¿no lo ves?

Lanzo un gemido. Mi hermana me da pena. Mi madre me da pena. Yo me doy pena. Todo el mundo me da pena.

Levanto una mano.

–Vale. Pero mañana saldré solo.

–¿Puedo llevar el monopatín? –chilla Ilaria.

–Pregúntaselo a tu hermano.

Pregúntaselo a tu hermano. El mensaje está claro: yo soy el cabeza de familia. Con tal de que saque a la calle a la conejita-tontita. Con tal de que vaya a hacerle la compra. Con tal de que esté cerca cuando llora.

–¿Puedo, Lucio? ¿Puedo?

Me encojo de hombros mirando fijamente al muñeco de Disney a quien tengo que llamar hermana.

–Solo lo puedes llevar por la plaza. ¿Entendido, babba3? Por los coches, no. Tienes que hacerme siempre caso.

Mi madre sonríe. Odio esa sonrisa que esboza después de haber conseguido lo que quiere.

Mientras me pongo la cazadora, me llega hasta el cuello su aliento cálido y el chasquido de un beso.

–¡Mi hombrecito!

Me la quito de encima y abro la puerta de casa.

Fuera nos recibe un viento frío; el aire es azul de cielo y viento, las aceras son una colorida alfombra de confeti. Tomamos la calle Manzini en dirección al mar.

Llevo a mi hermana de la mano. Me doy la vuelta un momento para mirarla. Durante el invierno, sus mejillas se convierten en dos semáforos rojos. Ahora son como brasas.

Llegamos al gran mirador Mascagni. Siempre me ha gustado esa plaza, con sus bancos de mármol blanco como el azúcar que se asoman al mar.

Le entrego a Ilaria el monopatín.

–Yo me quedo allí. ¿Ves aquel banco vacío?

Voy a sentarme, resignado. Lo que daría por tener una bici. Mamá dice: «Ya tienes el Optimist. Vamos a esperar a que crezca tu hermana». No es que el barco sea mío, pero en el club náutico siempre uso el mismo.

Ilaria ya se ha ido pitando. Me pongo a observar el mirador atestado de gente.

Encaramada al pretil hay una niña disfrazada.

Tiene alas de gasa azul, dos en cada hombro. Cara de ángel. El vestido le cae suavemente sobre el delgado cuerpo. Se sujeta con la mano a una farola, desenvuelta.

Abajo, tres macarrillas le dicen cosas. Pero ella –con los ojos vueltos hacia el mar– no les hace ni caso.

De pronto, se suelta de la farola y pega un salto justo en el momento en que uno de los macarras se acerca a ella y se le echa encima. Caen el uno sobre el otro. El chico se pone de pie. El ángel, en cambio, se queda sentado en el suelo, doblado hacia delante, con un tobillo apretado entre las manos. Despotrica contra esos estúpidos machitos. Los estúpidos machitos se alejan rápidamente.

Ahora está buscando con los ojos un sitio donde sentarse.

«Aquí, aquí», suplico en silencio mirando al suelo.

Se levanta a duras penas y se acerca cojeando hacia mí.

Se tira encima de mi banco. Ni siquiera me mira antes de inclinarse para masajearse el tobillo.

La examino a escondidas. Pelo rubio, liso, largo. Pero lo que más me atrae de ella es el ojo. El único que veo en el perfecto perfil que me ofrece. De un azul inmaculado.

–¡Qué imbécil el chico ese! –exclamo.

No reacciona.

–Ese que te ha tirado –le digo a su perfil.

–¿Lo conoces? –ningún movimiento.

–No, pero me ha parecido un gamberro.

Con lentitud intencionada, por fin vuelve su bonito rostro para observarme. El otro ojo es tan azul como el primero. Es hermoso verlos juntos.

Hace una mueca.

–¡Maldito sea! Tal vez me he dislocado el tobillo.

–Si quieres te acompaño a casa.

–No hace falta.

–¿Qué eres? ¿Un ángel? –señalo con la barbilla su espalda.

–Nooo… Una libélula.

–Una libélula –repito, y añado pensativo–: Es lógico.

–¿Qué es lógico? ¿Que vaya vestida de libélula? –me mira como se mira a un idiota.

Cambio de tema.

–¿Dónde vives?

–Al lado de la plaza de la República.

–Está lejos de aquí. Te acompaño en autobús.

La libélula lanza un silbido inspeccionando toda la plaza. Un cachorrito corre hacia ella.

–¡Ricky, ven! ¡Ven aquí!

El perro, un chucho blanco y marrón, se ha acercado a nuestro banco y ahora lame las manos de su dueña moviendo el rabo como loco. Ella lo sostiene por las patas delanteras y le habla.

Siento que estoy de más. De repente, me acuerdo de Ilaria. Me levanto del banco de golpe y estiro el cuello.

–¡Ilaria! –grito–. ¡Ilaria!

Acto seguido, la veo correr hacia nosotros, con los ojos clavados en Ricky.

Me vuelvo hacia la chiquilla que juega sentada con el perro.

–Si quieres, te acompaño a casa. Si no quieres, no. Nosotros ya nos vamos.

–¿Es esa tu hermana?

–Sí.

–¿De qué va disfrazada?

–De conejita rosa –mascullo.

Sus labios forman una sonrisa.

–Ni siquiera sé cómo te llamas.

–Lucio.

–Yo, Monica.

Ilaria se pone en cuclillas delante del cachorrito para acariciarlo.

–Vámonos –anuncio–. Acompañaremos a casa a Monica y a Ricky.

Monica se levanta.

–Dejo aquí la bici. De todas formas, está cerrada con candado.

Se apoya con una mano en el brazo que le he ofrecido.

El autobús nos lleva al centro. Desde allí, a paso lento, bajamos las escaleritas que conducen hasta el Foso Grande.

El agua del canal refleja las casas, el puentecito de piedra y las barcas. Todo es doble, tranquilo y mágico.

–He llegado.

Monica se para delante de una cancela. Ya me da la espalda, con el dedo apretando el timbre.

–Bueno, adiós –digo disimulando la desilusión.

Se da la vuelta otra vez.

–¿Me harías un favor?

–¿Cuál?

–¿Me traerías la bici a casa? ¿Mañana? –desliza una mano en el bolsillo y me tiende la llave de un candado mientras me explica dónde la ha dejado–. Os espero.

Pobrecita (siciliano).

Tonta (siciliano).

Capítulo 3

(SANTINO)

 

Santino corría. Pequeño, delgado, el único niño en pantalones cortos. A los seis años y medio las piernas no son tan largas como a los ocho, la edad de los otros participantes.

Sin embargo, aquellas piernecitas desnudas cortaban el aire como si fueran hélices. Los pies, calzados con unas Adidas rojas, volaban por el campo. El frío viento de invierno le secaba el sudor de la cara.

Se puso a la cabeza. Echó el pecho hacia delante y alargó el brazo, con la mano estirada. Cortó la cinta roja de la meta y, mientas la arrastraba como la cola de un cometa, continuó la carrera, incapaz de parar.

Los brazos de su padre, abiertos de par en par, lo detuvieron.

–Eh, ¿adónde vas? ¡Eres un campeón! ¡Has hecho morder el polvo a todos!

Santino pateó todavía un poco más mientras hundía la cara en el vientre de su padre. Ensordecido por el estruendo de su propia sangre, respiró profundamente, con fuerza. No podía hablar.

Alfonso Cannetta se separó de él para subirlo a hombros y llevarlo triunfante entre los aplausos del público.

–¡Este campeón es mi hijo! ¡Acabará en las Olimpiadas!

Santino se sentía raro ahí arriba, sobre los hombros de su padre, entre todos aquellos aplausos. Eufórico, excitado, pero también raro. Tiró del pelo a Alfonso para que se callara.

Su padre malinterpretó el gesto.

–¡Haré de él un campeón! ¡Ya lo veréis! –siguió gritando–. ¡Lo llevaré a la península! ¡A participar en competiciones de verdad!

No paraba. Santino se rindió, limitándose a ir sentado bien recto sobre los hombros de su padre. Le vino a la cabeza la celebración de otra victoria. En el mar. El niño ganador había recibido un velero de plata. Se llamaba Lucio. Aunque no había vuelto a verlo, retenía su imagen nítida, como si lo hubiera visto el día anterior.

Recordó que había entrado para ir al baño en la casa del jardín donde Lucio había recibido el premio y que por el camino se había fijado en una estatuilla de plata que había sobre una mesa: un hombre desnudo, sentado con las rodillas flexionadas y los brazos extendidos hacia delante. Un regatista. Después, esa misma noche, en casa, pasó algo extraño. Encima de la cama de matrimonio había una camiseta de su padre enrollada. Y de la camiseta sobresalía un pequeño pie. El pie de plata del regatista. Más tarde, condujo a su padre a la cama, pero la camiseta estaba vacía. Su padre se rio y le dijo que lo había soñado.

Los aplausos habían cesado.

–Papá, bájame al suelo. Ya no nos mira nadie.

Alfonso volvió la cabeza a uno y otro lado. El público se agolpaba alrededor de la mesa de los aperitivos. Bajó a su hijo.

Alguien se volvió hacia ellos. «¡Vengan, vengan! ¿Qué hacen ahí? ¡Santinooo!».

Lentamente, de la mano, con amplias sonrisas dibujadas en las tímidas caras, se acercaron a la mesa.

Durante algunos minutos, los colmaron de felicitaciones. «Qué bueno es su hijo». «¿Dónde se ha entrenado?». «¿Y donde le ha comprado estas zapatillas rojas?». «¿Será gracias a ellas que es tan rápido?». Y venga palmadas y sonrisas.

Alfonso, con un vaso de vino en la mano, se afanaba en contar que habían comprado las zapatillas en Palermo, las más caras del escaparate, porque su hijo se merecía lo mejor de lo mejor.

Explicó que a menudo lo llevaba en coche al campo, después le hacía bajarse y dejaba que Santino corriera detrás del coche durante kilómetros. Su hijo tenía buenos pulmones.

Una profesora lo miró con el ceño fruncido. Era la maestra de Santino.

–Sí, todo eso está muy bien, pero Santino tiene que venir al colegio más a menudo. Si estudiara como corre…

–Bueno, a mi hijo no le gusta mucho estudiar. Lo sé porque yo también era así. Los libros… –Alfonso movió la cabeza con fuerza–. Nosotros no estamos hechos para el papel impreso.

–Sin cultura no se va a ninguna parte. Santino tiene que venir al colegio –la señora miró al niño con una sonrisa irónica–. ¿De verdad que no estás hecho para los libros? ¡Qué pena!

Dio el premio a Santino. Un pequeño volumen de tapas duras. Santino silabeó el título en voz alta:

His-to-ria del de-por-te a tra-vés de los si-glos. ¡Genial! ¡Este me lo leo! ¡Gracias!

Poco después, Alfonso, dando la espalda a los vecinos que hablaban entre sí, cogió un vaso de vino y se alejó de la mesa.

Santino no lo perdía de vista. Su padre, con el vaso de vino todavía intacto, se había parado a contemplar la corteza de un árbol que había delante de él. Estaba como hechizado.

Santino dejó el bufé y a los amigos para acercarse a él.

–¿Qué miras, papá?

Alfonso se dio la vuelta, inquieto.

–Miro esto –y le señaló la corteza rugosa por donde caminaban unas hormigas minúsculas.

Luego, vuelto hacia el árbol:

–Estas furmiculi4 –dijo en voz baja– saben adónde van, saben lo que hacen.

Santino escuchaba. Era como si su padre hubiese encendido una cerilla en su universo oscuro y secreto. Una llamita que solo duró un instante.

–Conocen los caminos… –Alfonso se detuvo, bebió de un trago su vino y se dio la vuelta para observar con mirada ausente a la multitud en torno a la mesa.

–Si quieres, nos vamos –dijo Santino.

–Sí. Mañana, cuando vayas al colegio, salúdalos a todos de mi parte. Porque mañana tienes que ir al colegio.

Hormigas (siciliano).

Capítulo 4

(LUCIO)

 

Estoy despierto y regodeándome en el sueño que acabo de tener. Esta noche no he tenido pesadillas, sino una visión dulce y extraña: Monica y yo volábamos muy bajo sobre el mar, que estaba cubierto por una hilera de vastos lomos negros. Ballenas. Volábamos cerquísima, sin miedo.

La puerta se abre despacio. Ilaria se presenta vestida como ayer. Agito una mano con fuerza desde la cama. La echo poniendo cara de ogro.

–¿Quieres verme desnudo? –añado.

Sale inmediatamente.

Durante el desayuno, mi madre se entromete otra vez: me tengo que llevar a Ilaria.

Protesto:

–Ayer dijiste que hoy podría salir solo.

–¿Yo? ¡Jamás he dicho eso!

–No dijiste que no, así que fue como si aceptases.

–¡Nos ha invitado a los dos! –chilla Ilaria–. ¡A ti y a mí!

Me cruzo de brazos, firme como un soldado.

–¿Y qué hará Iliuccia, mischina? ¿Pasarse todo el domingo en casa?

–Tengo que recoger la bicicleta de una amiga que se ha hecho daño. Iliuccia no puede venir.

Agarro la cazadora. Ilaria se echa a llorar.

–Monica dijo «Os espero». Dijo «Os espero» –oigo entre sollozos–. ¡A los dos!

Mi madre se coloca junto a la puerta para impedirme salir.

–¿No puedes llevártela aunque sea una hora?

–¡Llévatela tú! Y si las piernas te duelen tanto como para andar, ¿por qué no llamas al médico? ¡Tienes treinta y cuatro años y aparentas cincuenta!

–¿Quieres entender de una vez que no es un tema de médicos? ¡Es un mal de ojo que me han lanzado!

–¡Un mal de ojo! ¡Vaya chorrada!

–Sí, un mal de ojo. ¡A ti te parece gracioso, pero yo necesito a una bruja, no a un médico! ¿No te has dado cuenta de que hablo en otra lengua que no es la mía?

–¿En otra lengua?

–Sí, antes casi no sabía italiano y ahora lo hablo perfectamente, ¡así! –chasquea los dedos–. He oído hablar de estos casos. Las víctimas de maldiciones se ponen a hablar en una lengua extranjera.

–¡Tú hablas italiano porque llevamos años en Livorno!

–Entonces, ¿cómo se explica que cuando hablo en esta otra lengua siento un sudor frío en todo el cuerpo?

Mi rabia aumenta. Grito:

–¡Basta ya de supersticiones! ¡Llama a un médico!

Mi madre parece quedarse completamente vacía de golpe. Baja la cabeza y se aparta de la puerta para dejarme pasar. Es una invitación.

Ilaria sufre una crisis de histeria. Las dos graznan a la vez, son dos arpías.

Cierro la puerta tras de mí.

Hago corriendo todo el camino hasta el mirador Mascagni, devorado por la ansiedad.

Mi madre no está bien de la cabeza. ¡Un maleficio! ¡Habla en otra lengua! Nunca llamará al médico, lo sé. Si lo hiciera yo, se negaría a acudir a la cita.

Encuentro la bici exactamente donde Monica me explicó. En la parte delantera, enganchada al manillar, hay una gran cesta. Debe de ser ahí donde mete a Ricky.

Llego al Foso Grande en un abrir y cerrar de ojos. Bajo, con la bici a la espalda, las escaleras que llevan a las calles que están junto al canal, encuentro la cancela, llamo al timbre.

La cancela hace clic y se entreabre. Encadeno la bici en el patio y me dirijo hacia el portal por donde ayer desapareció Monica. Está abierto. Entro.

Una voz me llama desde lo alto del hueco de la escalera. Subo corriendo y me la encuentro de frente.

Tiene en brazos a Ricky. Me enseña riendo el llamativo vendaje del tobillo izquierdo.

–¿E Ilaria?

–He venido solo porque lo prefería así. Toma –le devuelvo la llave del candado.

–Espera aquí.

Entra y, poco después, vuelve a salir con un chaquetón rojo, sin Ricky. Le oigo ladrar dentro del piso.

«Muy bien», pienso. «¡Los cachorros y las conejitas se quedan en casa!».

Monica se apoya en mí. Bajamos las escaleras poquito a poco.

En la calle, a pocos metros de la cancela, hay un banco situado enfrente de las barcas. Nos sentamos.

–Tú no eres de Livorno –dice–. ¿De dónde vienes?

–De Sicilia, pero hace muchos años que estamos aquí, mi madre, mi hermana y yo. Ilaria nació en Livorno.

–Ah, vale...

Con la mirada fija en las embarcaciones del canal, empiezo a explicarle:

–Mi padre se fue a Venezuela hace años y encontró trabajo en una hacienda cerca de Caracas. Nosotros nos mudamos a Livorno porque una prima de mi madre se murió y nos dejó el piso. Mi padre nos manda dinero desde Caracas. Mi madre hace encargos de costura para una empresa de aquí. Cose de todo, ¿sabes? Vestidos de novia, manteles… Pero nunca hay bastante dinero.

Monica se queda escuchándome sin interrumpir.

–¿No echas de menos a tu padre? –pregunta en voz baja.

–Lo echo muchísimo de menos.

–¿Nunca viene a veros?

–El viaje cuesta mucho.

Después paso al ataque. Quiero saber todo sobre ella.

Monica es de Livorno, de toda la vida. Su padre es abogado, y su madre, bibliotecaria. Va a clases de baile, pero ahora tiene que interrumpirlas hasta que se cure el tobillo. Encontró a Ricky el otoño pasado, en una playa de Ardenza.

–De mayor me gustaría ser bailarina –dice mirándome fijamente con sus ojos azules–. ¿Y tú?

–A mí me gusta participar en regatas de Optimist –digo–. Quizás en un futuro sea capitán. El verano pasado publicaron mi foto en el Corriere di Livorno después de ganar la regata junior.

–¿Me la enseñarás? ¿Has guardado el periódico?

–No.

–¿Por qué?

–No me gusta que me hagan fotos.

–Yo me volvería loca si saliera en el Corriere una foto mía mientras bailo. ¿Me acompañas arriba? Quiero volver a casa.

Ya está. La he aburrido. La ayudo a levantarse del banco.

Cuando pasamos delante de su bicicleta, le digo que es una maravilla.

En la puerta de su casa, antes de entrar, se vuelve hacia mí y me tiende la llave del candado.

–Coge la bici. Úsala. De momento, yo no sé qué hacer con ella.