PRESENTACIÓN

 

Fue a comienzos de los años ochenta. Yo acababa de ser nombrado vicario general de la diócesis de San Sebastián y trataba de tomar contacto con los diferentes campos pastorales. Entre nosotros no estaba organizada todavía lo que entonces se llamaba «pastoral de enfermos». Sin embargo, uno de los arciprestazgos de la diócesis organizó unas Jornadas sobre el trabajo pastoral orientado a los enfermos e invitó a D. Javier Osés. Fue en ese encuentro, escuchando a D. Javier y viendo de cerca a quienes trabajaban con los enfermos, donde comencé a tomar conciencia de que la Iglesia debía estar más cerca del sufrimiento de los enfermos y de sus familias.

Poco a poco comenzamos a dar algunos pasos: charlas de sensibilización, equipos de voluntarios, encuentros de formación y, sobre todo, un cursillo diocesano donde se marcaron las líneas de acción. No conocíamos apenas lo que, tal vez, se estaba iniciando en otras diócesis. Hacíamos lo que podíamos, y las parroquias respondían cada vez mejor. Era como si sintiéramos que «la fuerza del Espíritu» nos enviaba hacia los más desvalidos y enfermos.

No sé exactamente qué año fue. Me llamó Rude Delgado, responsable nacional en aquellos momentos de la pastoral de enfermos. Había leído algunos materiales publicados en nuestra diócesis y me pedía una colaboración para las Jornadas Nacionales. Yo lo dudé mucho. Nunca había profundizado en el tema de los enfermos. Mi deseo de colaborar era grande, pero me sentía sin preparación alguna. Muchos conocéis a Rude: de manera suave pero persuasiva fue desmontando mis resistencias. A los pocos meses estaba yo en Madrid dando mi primera charla sobre «Jesús y los enfermos».

No sabía yo entonces que aquella charla iba a ser el primer paso de una andadura en la que no sé lo que he podido aportar, pero que para mí ha sido de las gracias más grandes de mi vida. Así lo siento. A lo largo de estos años ha ido creciendo mi sensibilidad y mi cercanía no solo hacia el dolor de los enfermos, sino también hacia el de tantos hombres y mujeres que sufren la impotencia de la marginación, la soledad de la cárcel, la destrucción de la droga, el abandono en la vejez… Creo que he podido comprender mejor la acción evangelizadora de Jesús y, sobre todo, he visto que la cercanía y el servicio al que sufre no es un «trabajo pastoral» más, sino el mejor indicio de la fidelidad de la Iglesia a su Señor y Maestro.

Cuando el amigo Gildo me envió la relación de temas con el fin de preparar un dossier, quedé sorprendido por su número. El carácter de las exposiciones es desigual: son reflexiones nacidas en diferentes momentos y responden a diversas preocupaciones. Creo que, en su conjunto, ofrecen un material de interés para quienes trabajáis en el mundo de los enfermos. Lo que puedo decir es que ha nacido del deseo de ayudar a desarrollar una pastoral de la salud cada vez más fiel a Cristo y más servidora de los que sufren.

La primera parte, «La actuación curadora de Jesús», puede contribuir a conocer mejor el espíritu y la actuación de Jesús, el primer evangelizador que ha de inspirar siempre nuestro trabajo pastoral y nuestro acercamiento a los enfermos.

En la segunda parte, «La atención al enfermo», se trata de ahondar en el acompañamiento al enfermo desde una atención integral y una actitud cristiana.

En la parte tercera, «Evangelizar el mundo de la salud», se ofrecen diversas reflexiones sobre la evangelización en el mundo de la salud sin olvidar a los enfermos psíquicos ni a las familias que sufren junto al ser querido.

En la última parte, «La actuación de la comunidad cristiana», he recogido algunas reflexiones en las que se trata de precisar y perfilar mejor el trabajo que se puede llevar a cabo desde las parroquias (grupos de pastoral de la salud, voluntariado…) y también desde PROSAC.

Que esta modesta contribución pueda ayudar a los que estáis junto a los enfermos a entender y desarrollar mejor el deseo de Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

 

JOSÉ ANTONIO PAGOLA ELORZA

I

 

LA ACTUACIÓN CURADORA DE JESÚS

 

1

 

JESÚS Y LOS ENFERMOS
MÁS NECESITADOS Y DESASISTIDOS

 

El modo más adecuado de centrar y orientar nuestra reflexión es tratar de escuchar hoy con fidelidad aquellas palabras de Jesús a sus discípulos: «Cuando entréis en una ciudad, curad a los enfermos que haya en ella y decid: Ya os llega el reinado de Dios» (Lc 10,8-9). Esta es nuestra tarea: «entrar en la ciudad» actual, en la sociedad de nuestros días; «curar a los enfermos que hay en ella» y, desde esa acción curadora y liberadora, proclamar a los hombres y mujeres de hoy que les está llegando el reinado de Dios.

Esta reflexión tiene dos partes: en la primera estudiaremos la actuación de Jesús en el submundo de los enfermos. Para los seguidores de Cristo, su actuación es el modelo inspirador y el criterio decisivo para concretar, corregir y enriquecer nuestra acción evangelizadora. Solo a la luz de esa actuación podremos ya, en la segunda parte, apuntar y sugerir algunas líneas de acción en nuestras Iglesias diocesanas.

 

 

1. La actuación de Jesús

 

Jesús se acerca al mundo enfermo

 

Uno de los datos que, con mayor garantía histórica, podemos afirmar de Jesús es su cercanía y atención preferente a los enfermos: los leprosos, los tarados, los desvalidos, los locos, hombres y mujeres incapaces de abrirse camino en la vida. Cuando entra en una ciudad o en una aldea, su mundo preferido es ese submundo de enfermos a los que se les niega la dignidad y los derechos mínimos sin los cuales la vida no puede ser considerada humana.

Ya hemos visto que en la sociedad judía la enfermedad no es solo un problema biológico. El enfermo es un hombre al que le está abandonando el rúaj, ese aliento vital con que el mismo Dios sostiene a cada persona. Por eso, el enfermo es un ser amenazado en su misma raíz, camino de la muerte, alguien que va cayendo en el olvido de Dios.

El enfermo hebreo vive su enfermedad como una experiencia de impotencia y desamparo y, lo que es más terrible, de abandono y rechazo de Dios. De alguna manera, toda enfermedad es vergonzosa, pues es considerada signo y consecuencia de pecado. Toda enfermedad es castigo o maldición de Dios y el enfermo, un hombre «herido por Yahvé». Más adelante ahondaremos en la marginación social, la condena moral y la discriminación religiosa que sufre este enfermo. Abandonados por Dios y abandonados por los hombres, estos enfermos constituyen el sector más desamparado y despreciado en la sociedad judía.

No son enfermos que pueden contar con asistencia médica. Incapacitados para ganarse el sustento, arrastran su vida en una mendicidad que roza la miseria y el hambre. Jesús los encuentra tirados por los caminos, en las afueras de los pueblos, en Jerusalén, que se había convertido en «un gran centro de mendicidad»

La inmensa mayoría son incurables. Bastantes, enfermos mentales, incapaces de ser dueños de sí mismos, a los que no solo ha abandonado el espíritu de Dios, sino que están poseídos y dominados por espíritus malignos. Otros, contagiosos, excluidos de la convivencia y obligados a alejarse de las poblaciones por su peligrosidad social. Hombres y mujeres sin hogar y sin futuro.

A estas personas se acerca Jesús: a los que no tienen sitio en el mundo; a los que día a día se topan con las barreras que los separan y excluyen de la convivencia; a los humillados, los condenados a la inseguridad, el miedo, la soledad y el vacío; a los enfermos que viven en una situación límite; a los que experimentan su mal como algo irremediable. A ellos se acerca Jesús, los acoge, los toca y los cura.

Los autores destacan este comportamiento de Jesús con expresiones diversas: C. H. Dodd habló del «inédito interés (de Jesús) por lo perdido»; E. Bloch señala «la tendencia hacia abajo» de Jesús; A. Holl nos dice que Jesús se movía «en malas compañías»; L. Boff destaca que Jesús se dirige preferentemente a «los no hombres»; M. Fraijó habla de la «predilección de Jesús por lo débil, por el que no es capaz de valerse por sí mismo». Es el primer dato que hemos de retener y que nos obligará luego a sacar consecuencias.

Pero adentrémonos más en esta actuación de Jesús. No le mueve a Jesús ningún interés económico o lucrativo. Su entrega es totalmente gratuita como ha de serlo la de sus seguidores: «Id proclamando que el reinado de Dios está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,7-8).

No actúa tampoco movido por un deber profesional. Jesús no es médico ni curandero de oficio. Tampoco se trata de un servicio religioso como el del sacerdote judío, obligado a realizar a los enfermos las purificaciones prescritas o las técnicas curativas que se acostumbraban en algunos santuarios y que se nos narran en los relatos helénicos de milagros.

No mueve tampoco a Jesús un interés proselitista, buscar la integración de un nuevo miembro en el grupo de seguidores. Aunque esto sucede en diversas ocasiones (Lc 8,1-3; Jn 5,2-18; 9,1-41; Mc 10,52; Mt 20,32-34: Lc 18,43), Jesús es capaz de decir al curado en Gerasa que le pide seguir con él: «Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19).

Jesús actúa movido por su amor entrañable a estos seres desvalidos y por su pasión liberadora por arrancarlos del poder desintegrador del mal. Es la misericordia la que lo impulsa (Mc 1,41).

Jesús hace palpable así la cercanía misericordiosa de Dios. Sus gestos encarnan, historifican y hacen realidad el amor del Padre hacia estos seres pequeños y desvalidos. Estos hombres, vencidos por el mal, «le han reconocido como la mano amorosa del Padre, extendida hacia ellos» (M. Legido).

Con su actuación curativa y liberadora, Jesús es signo de que Dios no los abandona. Es cierto lo que proclama: «Si yo arrojo los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el reinado de Dios» (Mt 12,28). Dios está cerca. No están perdidos. Su situación no representa lo definitivo de la existencia. Sus vidas quedan abiertas a la esperanza.

Este es el dato que hemos de recoger. Jesús se hace presente allí donde la vida aparece más amenazada e, incluso, malograda y aniquilada. Y es a partir de su acción liberadora y recreadora en medio de este mundo enfermo desde donde anuncia el reinado de Dios. El servicio liberador a ese hombre enfermo, humillado, excluido y destinado al fracaso es el lugar desde el que se puede anunciar a la sociedad entera la gracia salvadora de Dios, amigo del hombre y amigo de la vida.

 

 

Jesús libera y reconstruye al hombre enfermo

 

Jesús se acerca a este mundo enfermo porque escucha el anhelo de vida y liberación que se escapa de estos hombres y mujeres. Solo busca liberarlos del mal que los oprime, los margina y destruye; reintegrarlos a la vida desde las raíces más profundas; recrearlos enteramente; liberar esa vida encadenada por el mal. Es significativo el lenguaje de liberación que emplea Lucas hablando de aquella enferma a la que «Satanás tenía atada hace dieciocho años... Jesús le dice: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”» (Lc 13,12).

Por eso hemos de entender bien su acción sanadora: Jesús no ofrece a los enfermos una explicación doctrinal sobre el sentido del mal o del dolor. Los enfermos no son para él motivo u ocasión de disquisiciones teóricas, sino imperativo práctico que le urge a actuar.

Tampoco se trata de una asistencia religiosa ritual como la que desempeñaban los sacerdotes de Israel, cuando constataban la pureza o impureza del enfermo y cumplían los ritos prescritos para rehabilitarlo e integrarlo de nuevo en la comunidad cultual.

No podemos hablar tampoco de un servicio médico de carácter técnico, aunque Jesús utiliza a veces técnicas populares empleadas entre aquellas gentes sencillas. Su actuación no es la de un médico o curandero que busca resolver el problema biológico causado por la enfermedad. Jesús se esfuerza por recuperar y reconstruir íntegramente la vida de estos desvalidos hundidos en el mal irremediable, la condena moral, la soledad y la marginación. Jesús no es un simple curador de enfermedades, sino un recreador de hombres y mujeres destruidos.

Tampoco lo que realiza Jesús es una asistencia benéfica que aporta al enfermo un cierto grado de bienestar para dejar las cosas más o menos donde estaban. Sus gestos salvíficos recrean al hombre entero desde su raíz, lo devuelven a lo mejor de sí mismo, anuncian la llegada de una salvación diferente, interpelan a toda la sociedad y urgen a todos al cambio y la conversión.

Vamos a ahondar positivamente en la actuación de Jesús. Antes que nada, vemos que se acerca y busca el encuentro con la persona. Desde el exterior se acerca también al interior del enfermo. Ataca el mal en su raíz. Busca la curación integral. Los evangelistas emplean un término que significa simultáneamente curar y salvar. Jesús no solo aporta salud biológica, sino salvación integral. Tienen razón los Padres cuando llaman a Cristo «médico integral» (Clemente de Alejandría) o «médico de almas y cuerpos» (Cirilo de Jerusalén).

Jesús libera a estos hombres de la soledad y el aislamiento. Los acoge, los escucha y los comprende en su soledad y desvalimiento. Y, sobre todo, les contagia su propia fe. Es el mejor regalo que les hace. Les ayuda a descubrir que no están solos, abandonados por Dios. Les ayuda a creer de nuevo en la vida, la salud, el perdón, la reconciliación: «¿Tú ya crees?». Esa insistente pregunta de Jesús a los enfermos va abriendo a estos hombres y mujeres al reino de Dios que llega hasta ellos como una fuerza de salvación (Lc 11,20).

Jesús libera a los enfermos de la desconfianza y la desesperación. Cuando trata de despertar su fe, no les está pidiendo la recitación de un credo religioso ni la confesión de Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Solo les pide que crean en la bondad salvadora de Dios que parece retirarles su aliento. Que recuperen su confianza en Dios, salvador de los pobres y perdidos. Al despedirles, Jesús les recuerda: «Tu fe te ha salvado», para que no olviden que en la persona que cree en Dios hay siempre algo que le puede salvar, reconstruir y liberar (Mc 10,52; Mt 9,22).

Jesús ayuda a estos enfermos a liberarse del pecado y reconciliarse con Dios. De muchas maneras el pecado personal y colectivo está en el fondo de la desintegración y el hundimiento de estos enfermos. Jesús les ofrece el perdón. Así le dice con honda ternura al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5). Ayuda a estos hombres a descubrir el rostro de un Dios que es amor, perdón y acogida de pecadores. Les devuelve la paz y la salvación de Dios. Así despide a la mujer curada de flujo de sangre: «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y queda sana de tu enfermedad» (Lc 5,34).

Jesús libera también a estos enfermos de su resignación, su pasividad e inhibición. Es sorprendente su pregunta al paralítico de la piscina de Betesda: «¿Quieres curarte?» (Jn 5,6). El evangelista nos dice que no tenía a nadie que lo metiera en la piscina. Pero Jesús se dirige a él y trata de despertar su voluntad de curarse. No basta que pida ser curado por otros. Es necesario que él mismo quiera la curación. Jesús le invita a adoptar una actitud positiva, creadora de vida y salud. Es sorprendente que Jesús, en muchas ocasiones, no se atribuya a sí mismo las curaciones, sino que diga al enfermo: «Tu fe te ha curado». Es el mismo enfermo quien aporta algo decisivo a su recuperación y liberación integral.

Jesús aporta a estos enfermos salud. Pero su acción salvadora viene de más lejos que la asistencia médica; se lleva a cabo a un nivel más profundo que las técnicas y terapias sanitarias y va más adelante que la atención benéfica. Jesús libera a estos enfermos de todo lo que los deshumaniza (opresión, dolor, injusticia, locura, división, pecado, soledad interior... ) y los libera para la vida, la salud, la comunicación, la libertad y la plenitud de Dios. Esta acción liberadora en el mundo enfermo constituye el núcleo esencial del reino de Dios que Jesús va haciendo presente en medio de aquella sociedad. Su actuación apunta ya a la salvación total del hombre. Con sus gestos liberadores Jesús va revelando que este mundo enfermo contradice los designios de Dios. Al mismo tiempo anuncia el sentido último y absoluto de la existencia humana y va proclamando la salvación total y plena para el ser humano1.

 

 

Jesús incorpora al enfermo a la convivencia

 

La sociedad en la que vive Jesús está profundamente estratificada. No se trata solo de la injusta desigualdad económica que existe entre las clases sociales ni de las diferencias religiosas de los diversos grupos. Una profunda discriminación atraviesa la sociedad judía. En ella encontramos prójimos y no prójimos; puros e impuros; judíos y paganos; varones y mujeres; observantes de la ley y pueblo ignorante y poco piadoso; justos y hombres de profesión deshonrosa. En esta sociedad, los enfermos a los que se acerca Jesús representan el estrato más marginado y discriminado.

Naturalmente es la misma enfermedad la que margina a estos enfermos y los excluye de una convivencia normal. Son ciegos que no se pueden valer, sordomudos incapaces de una comunicación adecuada, locos que no son dueños de sí mismos.

Esta situación se agrava trágicamente pues estos enfermos no pueden ganarse la vida. En situación de paro forzoso, condenados a vivir de la mendicidad en una sociedad tercermundista, su supervivencia depende totalmente de los demás. Los enfermos que cura Jesús son seres hundidos en la miseria y la inseguridad, bajo la amenaza constante del hambre; gentes que no pueden recurrir a los médicos; hombres, a veces profundamente solos, que no tienen a nadie que se ocupe de ellos, como ese paralítico de la piscina de Betesda (Jn 5,7).

Estos hombres y mujeres enfermos quedan también excluidos de la comunidad cultual. No hay sitio para ellos en aquel templo discriminatorio, reflejo fiel de la sociedad, donde están primeramente los sacerdotes, luego los varones israelitas, más lejos las mujeres y, por fin, los paganos e impuros. Algunos podrán acceder a este último atrio. La mayoría quedará fuera, como el desecho de la sociedad judía: los que no pagan diezmos, los impuros, los que no pueden tomar parte en la vida cultual del pueblo ni asociarse a los cánticos y salmos de los fieles a su Dios.

Pero no es solo en el templo. Estos enfermos son marginados en la vida social de cada día. Son impuros. Es necesario evitar todo contacto con ellos, pues su pecado puede contaminar. La literatura rabínica insiste repetidamente: «No es lícito acercarse al enfermo, porque es maldito»; «no hables ni trates con el enfermo, pues es un maldito de Dios»; «si un rabino se atreve a hablar con un enfermo, sea apedreado». Las comunidades fariseas prohibirán a sus miembros invitarlos a su mesa o aceptar su trato. Por su parte, la Regla de la comunidad de Qumrán es tajante: en la fraternidad no pueden ser acogidos «los necios, insensatos, locos, idiotas, ciegos, inválidos, cojos y sordos».

La tragedia de estos enfermos es que su enfermedad los hunde en la marginación, y la marginación social, por su parte, agrava más su desintegración personal y la hace todavía más irremediable. Como dice M. Legido, «la pregunta última sería: los ciegos, los cojos, los paralíticos y los leprosos, que están en los cruces de los caminos, ¿están allí porque han caído enfermos o están enfermos porque se les ha marginado allí?».

¿Cuál es la postura de Jesús? En primer lugar, se enfrenta firmemente a la marginación y discriminación que promueven los diferentes grupos sociales. En clara oposición a las fraternidades fariseas que declaran malditos a estos enfermos y los excluyen de su convivencia, Jesús los declara felices porque, aunque lloran y pasan hambre, serán consolados por Dios; él mismo sale a su encuentro, come con ellos, invita a las gentes a visitarlos (Mt 25,36.44) y pide a sus seguidores: «Cuando tú des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos» (Lc 14,13).

En actitud de profunda crítica a la teología elitista de la comunidad de Qumrán, Jesús proclama con sus gestos y parábolas algo inaudito y sorprendente: en el banquete del reino, Dios compartirá su mesa precisamente con «los pobres y lisiados, ciegos y cojos» que él mismo encuentra por los caminos y que son excluidos de la comunidad santa del desierto (Lc 14,21-23).

A diferencia de los círculos juristas de escribas y rabinos de la ley, que prohíben el contacto con los enfermos, Jesús permite que se acerquen, se detiene ante ellos e, incluso, él mismo los llama (Mc 13,11-12). Más aún. Jesús busca el contacto humano, se aproxima, se hace prójimo. Es significativa la insistencia de los evangelistas en que Jesús toca al enfermo (Mc 1,41; 5,41; 5,27; Mt 8,3; 9,25; 9,29; 20,34; Lc 5,13; 8,54). Marcos nos recuerda que Jesús busca el contacto con el leproso, «extiende su mano y lo toca» (Mc 1,41), rompiendo las normas del trato a los impuros.

Por otra parte, los relatos insisten en señalar el esfuerzo de Jesús por integrar de nuevo a los enfermos en la convivencia social. Han de reiniciar de nuevo su vida. De nuevo pueden oír, caminar, valerse por sí mismos, reintegrarse en la comunidad: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2,4; Jn 5,8); «Id y presentaos a los sacerdotes» (Lc 17,14). Tal vez, el relato más significativo sea el de Gerasa. Jesús arranca a aquel poseso de la soledad de las montañas y de los sepulcros donde arrastra su existencia; lo libera de los grillos y cadenas con que ha sido encadenado; lo saca del aislamiento y la incomunicación; y lo devuelve de nuevo a la vida: «Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti... Él se fue y empezó a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho con él» (Mc 5,19-20).

Este es un dato que no podemos olvidar. Jesús en su acción curadora busca la comunión de los excluidos y la ruptura de barreras injustas y discriminatorias. Los despojados, los marginados son devueltos por Jesús a la fraternidad y la convivencia. Ellos mismos, incorporados a sus hogares y reintegrados a los suyos, se convierten en signo viviente de la llegada de ese reinado de Dios que es reinado de fraternidad y comunión. Donde Dios reina como Padre ya no pueden reinar unos hombres sobre otros, unas clases sobre otras. No puede haber puros que desprecian a impuros, sanos que excluyen a enfermos, limpios que evitan a leprosos, cuerdos que encadenan a locos en la soledad de las montañas. Donde se va abriendo camino el reinado de Dios, se va construyendo comunicación, solidaridad, comunión, fraternidad.

 

 

Jesús defiende al enfermo frente a la sociedad

 

La actuación de Jesús en el mundo de los enfermos no se reduce a una actuación curadora con cada uno de ellos. Jesús hace suya la causa de «todos aquellos que viven en el mundo sin que el mundo sea para ellos hogar» (M. Fraijó) y los defiende frente a la sociedad. Por ello, su actuación alcanza y afecta a las estructuras sociopolíticas y religiosas de la época.

Jesús, antes que nada, critica de raíz aquella cultura religiosa donde se apoya la marginación de los enfermos como seres abandonados por Dios y que, por tanto, hay que excluir y discriminar como sospechosos de pecado e impureza. Para Jesús, la riqueza, la prosperidad y la salud no son signo de la bendición de Dios, ni la pobreza o la enfermedad, signo de maldición. Jesús rompe para siempre la conexión mecánica que los hombres tendemos a establecer entre ciertas enfermedades y el pecado. «Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9,3). Este mundo oscuro de la enfermedad, la desintegración y el dolor humano no es signo de castigo y maldición, sino campo adecuado para que se vaya manifestando el reinado de Dios.

Jesús defiende, además, los derechos de los enfermos enfrentándose al entramado de leyes y prescripciones que obstaculizaban su debida atención. Los conflictos se repiten cuando, buscando solo el bien de estos hombres, Jesús se atreve a violar la ley del sábado. Es significativa la escena de Cafarnaún. Jesús coloca al enfermo en medio de la sinagoga e interpela así a todos los presentes: «¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?». Al callarse todos, Jesús los mira con ira, apenado por la dureza de su corazón, y cura al enfermo (Mc 3,1-6). Jesús rompe el cerco legal con que los hombres tienden a encerrar la bondad de Dios, impidiendo su acercamiento liberador a los más necesitados.

Con su actuación Jesús pone la justicia de Dios donde los hombres quieren poner la suya. No acepta sin más la justicia y la verdad que los hombres han decidido, olvidando los derechos de los más indefensos: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, Dios no reinará en vosotros» (Mt 5,20). Jesús introduce la justicia de Dios, que es gracia y salvación para los perdidos; justicia de Dios que rompe nuestros esquemas y pone en primer lugar a los que nosotros consideramos los últimos.

Jesús introduce la verdad de Dios que no se identifica con una determinada visión cultural o una determinada política sanitaria. Verdad de Dios que no coincide con los intereses de un grupo o de otro, sino que lo cuestiona todo y lo subordina todo al bien real del enfermo. Las leyes han de ser instituidas al servicio del hombre, y no al revés (Mc 2,28).

De esta manera, Jesús desenmascara y provoca a todos. Cada grupo social busca su propio interés y se cierra al amor. Las cadenas y los muros de separación están ahí, enmascarados en un orden estructural hipócrita. La sociedad judía defiende una estructura que le permite seguir ignorando a los más modestos, desgraciados e indefensos. Jesús, con su actuación, desestabiliza, crea inquietud, desenmascara, provoca el cambio y llama a la conversión. «Ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed la buena noticia» (Mc 1,15).

 

 

2. Grandes líneas de acción

 

Hemos visto la actuación de Jesús. En el interior de nuestra sociedad podemos encontrar también hoy un mundo de enfermos más o menos desasistidos. Son un reto para nuestras Iglesias. El Concilio Vaticano II decía así en su Mensaje a los enfermos: la Iglesia «siente vuestros ojos fijos sobre ella, brillantes por la fiebre o abatidos por la fatiga; miradas interrogantes que buscan en vano el porqué del sufrimiento humano y que se preguntan ansiosamente cuándo y de dónde vendrá el consuelo» (Mensaje del 8 de diciembre de 1965). Lo que más cuestiona hoy la verdad de nuestra acción evangelizadora aquí, en el Primer Mundo, no es la falta de asistencia a la liturgia dominical, el enfrentamiento de posiciones doctrinales diversas o la dificultad en asumir el proceso de la modernidad, sino, sobre todo, nuestra apatía e indiferencia ante el mundo de los pobres, los marginados, los enfermos y excluidos.

 

 

1. Acercar la pastoral de la salud al mundo
enfermo más necesitado y desasistido

 

No nos está permitido seguir promoviendo en nuestras parroquias y centros hospitalarios una pastoral de la salud que ignore precisamente el mundo de los enfermos más olvidados y marginados, a los que Jesús dedicó atención preferente. Por ello, tal vez, una de las tareas más importantes en nuestras Iglesias sea el esfuerzo claro y decidido por hacerles un sitio en nuestra pastoral de la salud.

Del enfermo «normal» al enfermo marginado. Sería una equivocación identificar sin más la pastoral sanitaria con la pastoral hospitalaria o con los servicios de visitas a los enfermos de nuestras parroquias. Sin minusvalorar lo más mínimo el difícil e importante trabajo evangelizador que se realiza en los centros sanitarios ni los servicios parroquiales a nuestros enfermos, hemos de preocuparnos de llegar hasta los enfermos a los que nadie llega y atender a los que, tal vez, nadie atiende.

La Iglesia ha de escuchar la llamada de su Señor a hacerse presente no en el mundo, de manera imprecisa y general, sino precisamente en un mundo determinado, el mundo de los más débiles y perdidos. Por eso, precisamente, la pastoral de la salud puede tener hoy la misión de ayudar a la Iglesia a hacerse presente no solo en el mundo de los enfermos «normales», sino en el submundo de los enfermos más olvidados y excluidos. De ahí la necesidad de revisar nuestra acción pastoral para preguntarnos qué lugar real ocupan en nuestros proyectos, nuestra organización y nuestras actividades.

La colaboración y coordinación con otros servicios de la pastoral de caridad. El mundo de los enfermos más necesitados y desasistidos es amplio y está constituido por hombres y mujeres a los que la naturaleza misma de su enfermedad, o factores de diverso orden, excluyen de la atención sanitaria que un enfermo normal recibe hoy en la sociedad.

A veces es la misma enfermedad la que dificulta esta atención: enfermedades que perturban profundamente la personalidad psíquica del enfermo, que impiden su adecuada expresión o comunicación, que dificultan la convivencia social, enfermedades desagradables o contagiosas, enfermedades crónicas con mala calidad de vida.

Con frecuencia las raíces hay que buscarlas en la pobreza y la miseria económica del enfermo, el entorno familiar profundamente deteriorado, el paro, su pertenencia a un mundo rural inculto y empobrecido o a un medio suburbano deshumanizado, la soledad y el aislamiento de la ancianidad, el mundo del alcoholismo, la drogadicción o la prostitución.

A veces, el mismo abandono y desasistencia al enfermo ha acentuado en él comportamientos antisociales, agresividad, intolerancia, huida, fatalismo, postración... Y luego está el enfermo desconocido, el vagabundo, el desarraigado, el que no tiene hogar.

La pastoral de la salud tiene que ir ensanchando su horizonte y extendiendo su acción hacia este mundo. Tal vez, uno de los primeros pasos que dar sea estimular una comunicación mayor, un intercambio, una colaboración y coordinación con otros servicios que están ya en marcha y nos pueden acercar a este mundo: diversas actividades de Cáritas en el campo de la pobreza y el paro, proyectos de terapia y rehabilitación de drogadictos, asistencia domiciliaria a la tercera edad, pastoral carcelaria, Alcohólicos Anónimos, etc.

Sensibilización y reorientación de los colaboradores de pastoral de la salud. Con frecuencia los diferentes colaboradores de la pastoral de la salud –capellanes, religiosas, personal sanitario, visitadores parroquiales, etc.– han sido convocados y orientados hacia el campo de los enfermos sin que haya estado presente en el horizonte de las preocupaciones este mundo más abandonado y desasistido. Ello hace que el estilo pastoral de los agentes de pastoral de la salud de nuestras parroquias no sea siempre el más indicado para impulsar una presencia en este mundo de los enfermos más marginados.

Todo ello nos obliga a preguntarnos si no hemos de promover la sensibilización y mentalización de los actuales colaboradores e impulsar, incluso, la incorporación de nuevas personas que encuentren su verdadera vocación evangelizadora en la dedicación a los enfermos más olvidados y desasistidos.

 

 

2. Acercar las comunidades cristianas al mundo
de los enfermos más desasistidos

 

La solicitud por el mundo de los enfermos más pobres y desasistidos no debe ser asunto privativo de un grupo de cristianos que se dedican a la pastoral de la salud, sino preocupación de toda la comunidad cristiana. En realidad, la pastoral de la salud no es sino el cauce pastoral en el que se concreta y materializa de alguna manera la respuesta de toda la comunidad creyente como tal. Por eso, una de nuestras tareas ha de ser promover el compromiso real y efectivo de la comunidad ante este problema.

La sensibilización de la comunidad cristiana. Entre los cristianos se respira con frecuencia la misma apatía o indiferencia que crece en la sociedad actual ante el sufrimiento ajeno. El hombre de hoy tiende cada vez más a aislarse y cortar toda clase de relaciones vivas con el mundo de los que sufren. El mal ajeno, tan molesto y desagradable, se percibe de manera indirecta, envuelto en cifras y estadísticas o a través de unas imágenes de televisión que son rápidamente borradas por el siguiente programa. Paradójicamente, sabemos más que nunca de los sufrimientos y desgracias que hay en el mundo pero, al mismo tiempo y tal vez por eso mismo, crece la insensibilidad o la sensación de impotencia.

¿No ha de ser hoy la comunidad cristiana conciencia crítica de la apatía del hombre contemporáneo? ¿No ha de ser un ámbito donde se recuerde el sufrimiento de los últimos y desheredados, sin que quedemos insensibilizados por el exceso de información o irritados por la sensación de impotencia? En esta línea, la pastoral sanitaria no puede, a mi entender, descuidar hoy la tarea de poner en marcha la sensibilización de la comunidad cristiana y, a través de ella, colaborar en la sensibilización de la sociedad entera ante el sufrimiento y abandono de los enfermos más desasistidos.

Se trata, en concreto, de ayudar al hombre de hoy a dejarse interpelar por ese sufrimiento, desenmascarar nuestras actitudes secretamente segregacionistas y marginadoras, provocar la compasión en esta sociedad inmisericorde que solo sabe de competición y lucha por el propio bienestar.

Hemos de preguntarnos si nuestra pastoral de la salud sabe llevar esta sensibilidad a la liturgia parroquial, a la predicación de los sacerdotes, a la catequesis de la comunidad cristiana o a las diversas asociaciones y grupos parroquiales.

La cercanía al mundo enfermo abandonado. Este mundo desvalido de los enfermos más desasistidos no ha de quedar en una verdad teórica, sino que ha de convertirse en imperativo práctico. No nos está permitido seguir construyendo la comunidad cristiana ignorando la historia passionis de estos hombres y mujeres. Hemos de dejar de «dar rodeos», al estilo del sacerdote y el levita de la parábola; y acercarnos, como el samaritano, al hombre herido y abandonado por todos.

En esta sociedad, a veces tan apática y anónima, hemos de impulsar el contacto directo con los problemas, el acercamiento físico a las personas y a los lugares donde el sufrimiento es más agudo y deshumanizador. Puede ser un objetivo importante: aproximarnos, hacernos prójimos. Este contacto puede desencadenar en nuestras comunidades cristianas una verdadera metanoia, una conversión. No es lo mismo leer estadísticas sobre el sida que conocer de cerca la angustia de un afectado. No es igual vivir la tragedia de un minusválido encerrado en un hogar miserable que hablar de las minusvalías. Es diferente asomarse a la soledad de un anciano enfermo abandonado por sus familiares a comentar ligeramente los problemas de la tercera edad.

Es importante que la comunidad cristiana abra cauces para que los creyentes se acerquen a estos enfermos. Saber detectarlos en nuestros pueblos y ciudades; ayudar a los profesionales cristianos, médicos, psicólogos, asistentes sociales a entregar parte de su tiempo libre y su dedicación a este mundo más abandonado; estimular iniciativas para que nuestros creyentes puedan sencillamente estar junto a ellos; escucharlos, hacerse presentes en su experiencia de abandono e impotencia (donantes de tiempo libre, personas dispuestas a acompañar, etc.). En esta línea no hemos de olvidar el acercamiento a las familias que se ven impotentes para sobrellevar la carga de un miembro enfermo. Familias que necesitan apoyo, orientación y compañía para vivir dignamente su desgracia.

Hemos de impulsar también el apoyo, la presencia y la colaboración en iniciativas, actividades, organismos o instituciones que están ya promoviendo una acción humanizadora junto a estos enfermos más abandonados. Todo ello requiere conocer mejor los organismos y servicios existentes, entrar en contacto con ellos, estar atentos a nuevas iniciativas.

En una palabra: dentro de la comunidad cristiana hemos de concebir la pastoral de la salud como un foco de sensibilización y un estímulo que, de diversas maneras, va empujando a los cristianos a aproximarse al mundo más pobre y enfermo de nuestra sociedad.

 

 

3. Promover la atención integral
a los enfermos más necesitados

 

El problema del enfermo marginado o desasistido no es solo la enfermedad en cuanto tal, sino la naturaleza y características de su enfermedad y, sobre todo, un conjunto de factores que hacen su situación particularmente dura y difícil. Esto significa que nuestro acercamiento a este sector de enfermos no puede plantearse de la misma manera y en los mismos términos en que podemos plantearnos la asistencia al enfermo normal hospitalizado en los centros sanitarios.

Acercamiento integral al enfermo desasistido. Es imposible definir aquí cuál ha de ser la actuación concreta ante cada sector de enfermos marginados o desasistidos y ante cada caso concreto. Es la misma situación de ese hombre o mujer necesitado la que nos ha de indicar lo que puede ser buena noticia de Jesucristo para él.

A veces, será la ayuda elemental y primaria que toda persona necesita y de la que algunos enfermos carecen: levantarlo, lavarlo, darle de comer, acostarlo, sacarlo a pasear, hacerle compañía, cuidar su correcta medicación. Otras veces, la acción estará dirigida a liberarlo de la soledad y el aislamiento: llevarlo al médico o hacer que este acuda a asistirlo; hacer de puente con las instituciones que lo pueden acoger o atender; conectar con posibles familiares o seres queridos de los que ha quedado separado; estimular la solidaridad de los vecinos; asegurarle un acompañamiento constante; ayudarlo en todo lo que puede desarrollar su integración social, laboral, religiosa.

Con frecuencia, lo que el enfermo necesita es la mano cálida y cercana que le ayude a liberarse de su inseguridad, su estado de ansiedad, su desequilibrio emocional, su postración. A veces, nos estará pidiendo ayuda para sentirse de nuevo un ser valioso, para cuidarse más de su propia dignidad personal, para desarrollar su capacidad de valerse por sí mismo, para sentirse motivado de manera nueva y positiva ante su propia situación. Otras, necesitará ser liberado de sentimientos de culpabilidad dirigidos contra sí mismo: depresiones, sentimiento de frustración, de haber fracasado en la construcción de su vida, de estar rechazado por Dios, condenado a la desintegración, perdido.

Ante este mundo del enfermo desasistido y necesitado, la pastoral de la salud ha de estar atenta en cada situación concreta para sentirse interpelada, estimulada y urgida a desarrollar todo aquello que pueda aportar a estos desvalidos salud, liberación, dignidad, compañía, esperanza.

Desde la acogida y el contacto personal. La asistencia sanitaria tiende a reducir la enfermedad a un asunto técnico y administrativo. El desarrollo de una medicina altamente tecnificada y especializada, necesitada de una compleja burocracia, corre el riesgo de tratar las enfermedades sin acertar a reconstruir a las personas enfermas.

A mi entender, la pastoral de la salud debe recordar hoy más que nunca que Jesús curaba «tocando», y ha de promover en nuestra sociedad un acercamiento diferente a la persona enferma. Un acercamiento hecho de contacto personal, ofrecimiento de amistad real, acogida desinteresada, cercanía, gratuidad.

Naturalmente, esta acogida respetuosa y cálida, esta cercanía amistosa y solidaria hemos de urgirla mucho más en este mundo de los enfermos más o menos excluidos de la debida asistencia técnica o de la atención administrativa.

 

 

4. Romper el cerco de marginación social y desasistencia
al sector de enfermos más pobres y necesitados

 

Estamos aquí ante una tarea de gran alcance y que exige una sensibilidad mayor por parte de nuestras Iglesias.

La concienciación y formación de la opinión pública. Antes que nada, nos hemos de sentir llamados a impulsar todo aquello que conduzca a un cambio de la opinión pública y de la actitud ciudadana ante este sector de enfermos.

En una sociedad que, una y otra vez, desde la dirección de un partido político o de otro, tiende a estructurarse en la desigualdad y en el olvido de los más débiles, la Iglesia ha de recordar su misión de defender a los más olvidados.

En una sociedad donde, desde el poder y desde la oposición, desde las organizaciones sindicales y políticas de un signo o de otro, cada colectivo parece preocuparse de sus propios derechos e intereses, la Iglesia se ha de sentir llamada a defender los derechos e intereses de los que parecen no interesar a nadie.

En una sociedad insensible hacia ciertos enfermos de patología desagradable o de escaso eco social, que valora la acción sanitaria rentable y se inhibe ante sectores de enfermos crónicos, drogadictos, ancianos, disminuidos físicos y psíquicos, de dudoso futuro, la Iglesia ha de colaborar en la creación de una nueva sensibilidad colectiva.

Romper el cerco de la marginación. La pastoral de la salud se ha de preocupar no solo de que algunos se acerquen hasta este mundo de enfermos marginados. Ha de buscar también romper el cerco de marginación social que los rodea: enfermos psíquicos excluidos de ciertas mejoras que les podría hoy aportar la ciencia y la medicina; disminuidos físicos marginados de la educación, el trabajo, el debido disfrute del ocio; drogadictos excluidos de toda rehabilitación; afectados por el sida rechazados en sus propios ambientes; enfermos abandonados por ser incapaces de expresarse adecuadamente; crónicos de mala calidad de vida; ancianos arrinconados en la soledad.

Ante todo ese mundo de enfermos, encerrados en sus casas, recluidos en centros o instituciones o vagando por nuestros pueblos y ciudades, la pastoral sanitaria ha de tener muy clara su misión: romper barreras, prejuicios y actitudes marginadoras; crear cauces de comunicación e integración social; hacerles sitio en la comunidad creyente.

La defensa del enfermo más desasistido. En la raíz de la marginación y la desasistencia de estos enfermos se esconde muchas veces una injusticia crónica y estructural que la Iglesia ha de saber denunciar pública y claramente con su posicionamiento, su palabra y sus gestos.

La Iglesia no puede callar ante la mentira de unas leyes como la de Integración de Minusválidos (1982), que se promulgan solemnemente sin apenas una repercusión real en la práctica. No debe guardar silencio ante el olvido de estos colectivos más débiles cuando se aprueban los presupuestos de la nación desde criterios de rentabilidad económica o intereses partidistas. La Iglesia ha de denunciar la situación injusta de los sectores a los que les resulta imposible el acceso a una atención sanitaria digna. Ha de recordar la obstaculización que supone para muchos sectores pobres e incultos una burocracia excesiva, difícil de entender y dominar por las gentes sencillas. Esta defensa del enfermo se hace más arriesgada, pero más necesaria, cuando hay que enfrentarse a situaciones injustas concretas: la ineficacia de unas instituciones determinadas; la pasividad de unos profesionales.

La promoción de iniciativas y servicios de atención a los sectores más marginados. La denuncia de la Iglesia tendrá más fuerza evangelizadora si está sostenida por una comunidad creyente que sabe promover iniciativas y servicios en favor de estos enfermos. La Iglesia ha de sentirse llamada a promover iniciativas para hacerse presente junto a aquellos a los que no llega nadie. Esta presencia individual y colectiva de los creyentes cerca de estos enfermos más necesitados y desasistidos sigue teniendo también hoy, como en tiempos de Jesús, una fuerza evangelizadora particular.

1 Este modo de curar propio de Jesús permite tratar algunos rasgos del modelo de salud que él promueve. Cf. más adelante, pp. 33-41.