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turner noema

Darwin viene
a la ciudad

La evolución de
las especies urbanas

MENNO SCHILTHUIZEN

traducción de eduardo jordá

Título:

Darwin viene a la ciudad. La evolución de las especies urbanas

© Menno Schilthuizen, 2019

Edición original en inglés: Darwin Comes to Town: How the Urban Jungle

Drives Evolution, Quercus, 2018

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2019

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: enero, 2019

De la traducción del inglés: © Eduardo Jordá, 2019

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está

permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su

tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin

la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-17866-84-6

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER

Imágenes de cubierta:

Charles Darwin y John Gould, The zoology of the voyage of H.M.S. Beagle

Delpixart, Pedestrian crossing, asphalt road top view

Depósito Legal: M-41801-2018

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

índice

El portal de la ciudad

Primera parte. Vida urbana

I. El ingeniero de ecosistemas más eficiente de la naturaleza

ii. El hormiguero humano

iii. La ecología del centro de la ciudad

iv. Naturalistas urbanos

v. Nuevos urbanitas

vi. Si logro llegar

Segunda parte. Paisajes urbanos

VII. He aquí los hechos

viii. Leyendas urbanas

ix. O sea que las cosas suceden así

x. Ratón de ciudad, ratón de campo

xi. Envenenar palomas en los parques

xii. Luces brillantes de la gran ciudad

xiii. ¿Es realmente evolución?

Tercera parte. Encuentros urbanos

xiv. Encuentros urbanos cara a cara

xv. Auto-domesticación

xvi. Las canciones de la ciudad

xvii. Sexo en la ciudad

xviii. ‘Turdus urbanicus’

Cuarta parte. La ciudad de Darwin

xix. La evolución en el mundo teleconectado

xx. Diséñalo con Darwin

Afueras

Agradecimientos

notas

Bibliografía

Para Iva

El portal de la ciudad

Está perfectamente formado. Es un milagro de la microingeniería listo para su breve visita al mundo. Alas de textura delicada, todavía intactas, cuidadosamente dobladas sobre el abdomen que respira de forma casi imperceptible. Seis ágiles patas, delicadamente colocadas en la pared polvorienta, todas en perfecto estado, y cada una de ellas dotada de un conjunto de nueve segmentos, aún no reducidos en número por el brusco contacto con las aspas de un ventilador o las patas delanteras de una araña. El tórax dorado, erizado de vello; esa cápsula cargada de potencia que protege la energía reconcentrada de los músculos destinados al vuelo, y tan voluminosa que casi oculta el rostro sereno tras el cual un cerebro en miniatura coordina los canales de entrada y de salida que conectan las antenas, los palpos, los ojos de visión múltiple y los ocho tubos interconectados de su probóscide parasitaria.

Estoy en un pasillo subterráneo caluroso y abarrotado del metro de Londres, en la estación de Liverpool Street, con las gafas en una mano y la nariz apretada contra los azulejos de la pared, mientras admiro este bello espécimen de mosquito doméstico, Culex molestus, que acaba de salir de su pupa. Pero al mismo tiempo estoy despertándome muy despacio de mi ensueño entomológico. Y no solo por los transeúntes apresurados que evitan chocar conmigo, desviándose en el último segundo después de balbucear un “lo siento” que suena mucho más a acusación que a disculpa, sino porque estoy dándome cuenta, con suma incomodidad, de que hay una cámara de seguridad colgada del techo y los responsables del metro de Londres no paran de anunciar por los altavoces que debe comunicarse a los empleados cualquier conducta sospechosa.

Para un biólogo, el centro de la ciudad no es el mejor lugar para llevar a cabo su actividad. La norma tácita entre los biólogos estipula que, si le preguntan, uno siempre debería responder que las ciudades son un mal necesario, que un biólogo de verdad debería pasar en ellas el menor tiempo posible. El mundo real es el que está fuera del territorio urbano: en los bosques, en las cañadas, en los campos. Allá donde viven las criaturas salvajes.

Pero, si soy sincero, debo decir que a mí me gustan las ciudades. Y no tanto las partes organizadas, elegantes y bien lubricadas, sino más bien el entramado sórdido y orgánico que se aparece en los rincones olvidados bajo la raída alfombra de la cultura, esas partes menos nobles donde se funden lo natural y lo artificial y donde se activan las relaciones ecológicas. Para mi vista de biólogo, el centro de la ciudad, a pesar del ajetreo y del aspecto completamente artificial, presenta una constelación de ecosistemas en miniatura. Incluso en esas calles de Bishopsgate, todas ellas aprisionadas en ladrillo y hormigón, estériles a primera vista, yo veo formas de vida que se empeñan en sobrevivir con una terca propensión al desafío. Por ahí aparece una boca de dragón que crece majestuosa en la grieta invisible de una pared enlucida, en un paso elevado. Por allá, la química atroz entre el cemento y las fugas del alcantarillado permite el nacimiento de las vítreas estalactitas de color calizo, que a su vez sirven de anclaje a las telarañas cubiertas de hollín de las arañas tejedoras. Más allá, las vetas de color esmeralda del musgo que brota en las rendijas que hay entre el marco y los cristales rotos, que tienen que luchar para sobrevivir frente a las burbujas de óxido que asoma por debajo de la pintura de plomo rojo. Y por el otro lado, palomas silvestres con las patas enfermas que intentan mantener el equilibrio en un alféizar entre los obstáculos de plástico. (Alguien ha dejado una pegatina que muestra a una paloma furiosa amenazando con los puños alados y que dice: “Los obstáculos de plástico representan una amenaza cínica y opresiva contra nuestro derecho a la libre reunión. ¡La lucha no ha terminado!”). Y un mosquito en la pared de un paso subterráneo del metro.

No se trata de un mosquito cualquiera. El Culex molestus también se conoce como el mosquito del metro de Londres. La denominación se debe al tumulto que causaban entre los londinenses que se refugiaban en los andenes y en las vías de la estación de Liverpool Street, correspondiente a la Central Line, durante los bombardeos alemanes de 1940. Y también al interés de la genetista londinense Katherine Byrne durante la década de 1990. Byrne se unía a las brigadas de mantenimiento del personal del metro durante sus expediciones diarias por los intestinos de la red, cuando se internaban en la parte más profunda de los túneles, donde los muros de ladrillo sostienen una maraña de gruesos cables eléctricos renegridos por el polvo de las zapatas de frenos de los trenes, y donde las únicas indicaciones que se ven son unas misteriosas inscripciones hechas con tiza y con aerosol sobre antiguas placas esmaltadas. Es ahí donde viven y se crían los mosquitos del metro de Londres. Chupan la sangre de los viajeros y ponen los huevos en agujeros y fosas sépticas inundadas, y hasta esos lugares tuvo que ir Byrne en busca de las larvas.

Byrne tomó muestras de agua infestada de larvas en siete lugares distintos a lo largo de las líneas Central, Victoria y Bakerloo, se las llevó a su laboratorio, esperó a que las larvas se convirtieran en mosquitos adultos (como aquel que vi en el pasillo del metro) y luego extrajo las proteínas necesarias para un análisis genético. Hace veinte años vi a Byrne comunicar los resultados en una conferencia en Edimburgo. Aunque el público estaba formado por biólogos evolutivos experimentados, su conferencia logró impactarnos a todos. En primer lugar, los mosquitos de las tres líneas de metro eran genéticamente distintos. Según nos explicó Byrne, eso se debía a que las líneas del metro constituyen mundos separados y las nubes de mosquitos de cada línea se agitan y se mezclan de acuerdo con la acción constante de los pistones de los trenes que avanzan por los túneles angostos. La única posibilidad de que los mosquitos de las líneas Central, Bakerloo y Victoria se mezclaran genéticamente sería que, como señaló Byrne, “todos cambiaran de tren en la estación de Oxford Circus”. Pero la cosa no acababa en la diferencia genética entre los mosquitos de tres líneas de metro distintas. También se distinguían de sus congéneres de la superficie. Y no solo en las proteínas, sino en la forma de vida. En las calles de Londres, los mosquitos se alimentan de la sangre de las aves, no de la de los seres humanos. Antes de poner los huevos, necesitan ingerir una ración de sangre, copular en grandes enjambres y luego hibernar. En los túneles del metro, por el contrario, los mosquitos chupan la sangre de los pasajeros y ponen los huevos antes de alimentarse; no forman enjambres para copular sino que buscan su satisfacción sexual en los espacios cerrados, y además se mantienen activos a lo largo de todo el año.

Desde los descubrimientos de Byrne se ha comprobado que el mosquito del metro no es una especie exclusiva de Londres. Vive en sótanos, bodegas y parajes subterráneos del mundo entero y ha adaptado sus costumbres a un medio construido a escala humana. Gracias a los ejemplares que se quedan atrapados en coches y en aviones, sus genes se dispersan de ciudad en ciudad, pero al mismo tiempo se cruza con los mosquitos autóctonos de la superficie y asimila genes que provienen de ellos. También se ha comprobado que todo esto ocurre desde hace muy poco tiempo: probablemente, la evolución del Culex molestus se inició cuando los seres humanos empezaron a construir el metro.

Mientras echo un último vistazo a mi ejemplar de mosquito del metro de Londres, en ese pasillo abarrotado de gente de la estación de Liverpool Street, imagino las modificaciones invisibles que la evolución ha ido introduciendo en este cuerpo diminuto y frágil. Las proteínas de las antenas se han transformado de forma que, en vez del olor de las aves, sea el olor humano el que les induzca una respuesta. Los genes que regulan su reloj biológico se han reseteado o desconectado para evitar que entre en hibernación, ya que siempre hay sangre humana disponible en el subsuelo y nunca hace demasiado frío. ¡Ni hablar de la diversificación genética que ha hecho posible el cambio en sus hábitos sexuales! Una especie en la que el macho forma enjambres donde la hembra debe irrumpir para que la fertilicen se ha convertido en otra que copula a través del sencillo emparejamiento individual en los espacios reducidos que el mosquito subterráneo puebla de forma dispersa.

La evolución del mosquito del metro londinense es un desafío para nuestra imaginación colectiva. ¿Por qué nos intriga tanto y por qué recuerdo yo tan bien la conferencia de Katherine Byrne cuando ya han pasado tantos años? En primer lugar, porque nos han enseñado que la evolución es un proceso muy lento que altera imperceptiblemente las especies a lo largo de millones de años, y no un fenómeno que pueda haber tenido lugar en el breve periodo urbanita del ser humano. De repente, el mosquito del metro pone de manifiesto ante nuestros ojos que la evolución no solo se ocupa de los dinosaurios y de las eras geológicas, sino que podemos observarla aquí y ahora mismo. Y en segundo lugar, la idea de que nuestro impacto en el medio ambiente es tan significativo que las plantas y los animales “silvestres” están adaptándose a hábitats creados por y para el ser humano nos permite tomar consciencia de la irreversibilidad de algunos de los cambios que estamos imponiendo a la Tierra.

La tercera razón por la que el mosquito del metro londinense nos llama tanto la atención es que parece un bonito añadido al catálogo evolutivo que consideramos normal. Todos sabemos que la evolución perfecciona el plumaje de las aves del paraíso en las junglas más remotas y la forma de las flores de orquídea en las crestas inaccesibles. Pero el proceso es tan corriente que no le hace ascos a desarrollarse bajo nuestros propios pies, entre el cableado mugriento del sistema de transporte subterráneo. ¡Y es un ejemplo tan agradable, tan único y tan cercano! Es esa clase de cosas que uno solo espera encontrar en un manual de biología.

Pero ¿qué pasaría si ya no se tratara de una excepción? ¿Qué pasaría si el mosquito del metro representara a toda la flora y la fauna que han entrado en contacto con el ser humano y con un medio construido por él? ¿Y qué pasaría si nuestro control de los ecosistemas terrestres se hubiera vuelto tan absoluto que toda la vida terrestre estuviera desarrollando formas de adaptarse a un planeta extensamente urbanizado? He aquí las preguntas que van a considerarse en este libro.

Y justo a tiempo, por cierto. 2007 marcó un hito trascendental para el mundo: ese año, por vez primera en la historia, la cantidad de personas que vivían en áreas urbanas superó a la cantidad de personas que vivían en zonas rurales. Y desde entonces la estadística ha ido aumentando a gran velocidad. Cuando lleguemos a la mitad del siglo xxi, dos tercios de la población del mundo –que se calcula en unos nueve mil trescientos millones de personas– vivirán en las ciudades. Y cuidado: eso sucederá en todo el planeta. Desde 1870, en la Europa Occidental ha habido más gente viviendo en las ciudades que en el campo, y en Estados Unidos se llegó al punto de inflexión en 1915. Europa y Estados Unidos llevan más de un siglo transformándose en continentes urbanos. Un estudio reciente ha demostrado que la distancia media entre un punto dado del mapa de los Estados Unidos y el bosque más cercano ha ido aumentando a razón del 1,5% por año.

En ningún otro momento de la historia del planeta ha existido una única forma de vida tan dominante. “¿Y los dinosaurios?”, se preguntará alguien. Pero los dinosaurios eran una clase entera de animales, compuesta probablemente por miles de especies. Comparar las miles de especies de dinosaurios con la especie única del Homo sapiens equivaldría a comparar todas las tiendas de comestibles del mundo con la cadena de supermercados Tesco. No, en términos ecológicos nunca se ha visto en el mundo una situación como la que se nos presenta hoy: la de una sola especie animal que habita el planeta entero y lo explota para sacarle beneficio. En estos momentos, nuestra especie consume una cuarta parte del alimento que representan todas las plantas del mundo y la mitad de las reservas de agua potable. De nuevo nos encontramos ante un fenómeno que no había ocurrido jamás: ni una sola especie resultante de la evolución ha podido desempeñar un papel ecológico tan trascendental a una escala global.

De modo que el mundo está convirtiéndose en un lugar bastante dominado por los seres humanos. En 2030, casi el 10% de la superficie del planeta estará urbanizada, y una buena parte de la superficie restante se verá ocupada por granjas, pastos y cultivos a la medida humana. Se trata de una serie de hábitats enteramente nuevos, nunca antes vistos en la naturaleza. Y así y todo, cuando hablamos de ecología y de evolución, o de ecosistemas y naturaleza, nos empeñamos en excluir a los seres humanos y centramos la atención, equivocadamente, en esa cada vez más pequeña porción de habitantes de la tierra en la que todavía no se percibe la influencia humana. O bien, si no hacemos eso, procuramos poner en cuarentena a la naturaleza, para evitar, en la medida de lo posible, el impacto dañino del mundo humano, que implícitamente juzgamos como no natural.

Pero ya no se puede mantener esa actitud. Es hora de reconocer que las acciones humanas son la fuerza ecológica de mayor impacto en el mundo. Nos guste o no, nos hemos integrado por completo en todo lo que sucede en el planeta. Solo si dejamos volar la imaginación podemos mantener separada la naturaleza de nuestro medio ambiente humano. En el mundo real, nuestros tentáculos aprisionan el entramado natural. Construimos ciudades con nuevas estructuras de cristal y acero. Irrigamos, contaminamos y construimos presas para las vías de agua. Segamos los campos, los pulverizamos con pesticidas y los fertilizamos con abonos. Emitimos gases con efecto invernadero que alteran el clima. Extendemos el uso de plantas y de animales no autóctonos, y criamos peces, animales de caza y árboles para procurarnos comida y satisfacer otras necesidades. Todas las formas de vida no humana que hay en la Tierra entrarán en contacto con los seres humanos directa o indirectamente. Y ese tipo de encuentros suele tener consecuencias en los organismos involucrados, ya que puede amenazar su supervivencia y su modo de vida. Pero al mismo tiempo puede crear nuevas oportunidades y nuevos nichos evolutivos, como ocurrió con los antepasados del Culex molestus.

¿Qué hace la naturaleza cuando se topa con desafíos y oportunidades? Evoluciona. Y si le resulta posible, cambia y se adapta. Y cuanto mayor sea la presión, más rápidos y más extensos serán los cambios que se produzcan. Como saben muy bien los encorbatados agentes de bolsa que pasan corriendo a mi lado por el pasadizo de la estación de Liverpool Street, en las ciudades hay grandes oportunidades pero también una competencia temible. Cada segundo cuenta cuando se trata de la lucha por la supervivencia. En este libro me propongo demostrar que la naturaleza está haciendo exactamente eso. Mientras nos centrábamos en la cada vez más pequeña porción de naturaleza virgen, los ecosistemas urbanos han ido evolucionando a nuestras espaldas, justo en las mismas ciudades de las que apartábamos con desdén nuestra nariz de naturalistas. Y mientras intentábamos salvar el decadente ecosistema pre-urbano, hemos cerrado los ojos ante el hecho de que la naturaleza ya había empezado a levantar los andamios para construir el ecosistema urbano del futuro.

Me propongo revelar las miles de formas en que se está ensamblando ese ecosistema urbano, y de qué modo podría llegar a constituir, en el futuro, la principal manifestación de la naturaleza en este planeta. Pero antes de despegar, hay algo que necesito decir para desahogarme.

Al grupo cada vez más extenso de personas que aprecian la naturaleza en el entorno urbano se le acusa con frecuencia de facilitar excusas a los constructores para destruir la naturaleza salvaje, e incluso de acostarse con el enemigo y apuñalar por la espalda a los conservacionistas. Hace algunos años, con mi colega Jef Huisman de la Universidad de Ámsterdam, publiqué un artículo de opinión en el periódico holandés De Volkskrant, en el que explicábamos que la naturaleza es dinámica, que cambia constantemente y que no deberíamos intentar conservar la forma y la composición de los ecosistemas holandeses tal como se ven en la pintura paisajista de hace varios siglos. Defendíamos una actitud mucho más pragmática en relación con el conservacionismo, en la que hubiera un lugar para las especies exóticas y para la naturaleza urbana y se prestara más atención al funcionamiento natural del ecosistema en lugar de centrarse en las especies exactas que habían vivido en él.

Estas ideas no tuvieron una buena acogida entre determinadas personas. Recibimos correos electrónicos de algunos colegas furiosos que nos acusaban de ser títeres en manos de los políticos de la derecha que iban a aprovecharse de cualquier excusa que les diéramos para continuar saqueando el mundo natural. Otros lectores indignados nos aconsejaron ir a contarles aquellas cosas “a la gente de Australia y de Nueva Zelanda que veía cómo los sapos marinos y los conejos estaban destruyendo sus espacios naturales”.

Estos ataques me causaron un profundo dolor. De niño coleccionaba insectos y observaba pájaros, y me pasaba días enteros a solas en los campos que rodeaban mi ciudad natal, provisto de unos prismáticos, una guía de la flora y un tarro de cristal para conservar los insectos capturados. Hoy, los campos en los que yo fotografiaba los nidos de los zarapitos de cola barrada, cuyos terrenos cubiertos por los primeros brotes de orquídeas de los pantanos solía atravesar y donde capturé mi primer ejemplar de escarabajo acuático plateado, los han asimilado urbanizaciones que forman el anillo urbano de Róterdam. Cuando los primeros bulldozers empezaron a nivelar mi terreno de juego, los miraba entre furiosas lágrimas de impotencia, apretaba los puños con rabia, y juré que algún día vengaría a aquella naturaleza que había quedado destruida para siempre. Más tarde, cuando ya era un ecologista tropical y vivía y trabajaba en Borneo, tuve que contemplar, impotente, cómo los manglares se convertían en zonas de aparcamiento y cómo las selvas tropicales se transformaban en monocultivos de aceite de palma.

Pero ese mismo amor y esa misma preocupación por la naturaleza me llevaron a entender el poder que tienen las fuerzas evolutivas y la inagotable capacidad de adaptación que posee el mundo viviente. El crecimiento de la población humana es un hecho indiscutible. Si no se produce un cataclismo global o se introduce por vía dictatorial el control de la natalidad, los seres humanos habrán llenado la tierra de ciudades y entornos urbanizados antes de que termine este siglo. Por esta razón debemos conservar el mayor número posible de zonas de naturaleza salvaje, y nadie debe malinterpretar este libro como un intento de devaluar esa lucha. Sin embargo, debemos ser conscientes de que al margen de la naturaleza virgen, las prácticas tradicionales de los ecólogos (erradicar especies exóticas, criminalizar las “malas hierbas” y las “plagas”) podrían estar destruyendo los mismos ecosistemas que en un futuro permitirán alimentar a la humanidad. Como alternativa, propongo en este libro la necesidad de controlar y reconducir las fuerzas evolutivas que configuran, aquí mismo y en este mismo instante, nuevos ecosistemas, con el propósito de lograr que la naturaleza crezca en el corazón de nuestras ciudades.

primera parte

VIDA URBANA

Innumerables calles atestadas de gente entre

la imponente vegetación de hierro, esbelta,

fuerte, ligera, que tiende, espléndidamente,

hacia la claridad de las alturas.

walt whitman, “Mannahatta”,

Hojas de hierba (1855)

i

El ingeniero de ecosistemas

más eficiente de la naturaleza

A unos treinta kilómetros al oeste de la ciudad de Róterdam se hallan las dunas litorales de Voorne. Se trata de una zona extensa (al menos para las diminutas proporciones de los Países Bajos), formada por dunas ondulantes cubiertas de vegetación, aunque va perdiendo terreno a causa de la ampliación del puerto de Róterdam que se lleva a cabo desde el norte. Uno puede sentarse en las dunas, con el trasero apoyado en una alfombra de líquenes y musgo, y comerse un sándwich rodeado de plantas raras de blackstonias y epipactis. Y entretanto, a lo lejos, se cargan y descargan montañas gigantescas de hierro y carbón, que emiten unos chasquidos metálicos que van y vienen según vaya rolando el viento incesante.

Es en esa zona donde pasaba casi todos los sábados, cuando era niño, buscando escarabajos para mi colección. Mis amigos aficionados a la naturaleza y yo, acompañados a veces por nuestro incansable profesor de biología, bordeábamos en bicicleta el río Meuse, lo cruzábamos en un ferry, atravesábamos en zigzag los depósitos de combustible y las aterradoras plantas químicas de las refinerías, y luego nos pasábamos el día entero en las dunas, cazando insectos y buscando plantas. Después dedicábamos el domingo a identificar y clasificar nuestro botín y a anotar cuidadosamente todos los resultados en nuestros cuadernos de trabajo. Para nosotros era un oasis de felicidad antes de que el lunes volviera a empezar la tediosa semana de clases.

Hay unas cuatro mil especies de escarabajos en los Países Bajos y yo me había propuesto encontrar la mayor cantidad posible entre las dunas de Voorne. Al cabo de dos o tres años, en los cajones clasificadores protegidos por bolas antipolillas que tenía en mi habitación había reunido una colección de más de ochocientas especies, algunas de las cuales nunca se habían visto en mi país antes.

Aproximadamente dos centenares de especies eran fáciles de encontrar: se trataba de especies comunes, y yo atrapaba ejemplares cuando los veía deambular por un sendero o colgando en la punta de una hoja. Pero a medida que iba aumentando el volumen de capturas, tuve que adoptar nuevas técnicas de caza para atrapar los especímenes más elusivos, que vivían en “hábitats especiales”. Así eran los mirmecófilos, animales que han encontrado su lugar en la naturaleza parasitando los hormigueros. Mi guía de entomología me explicó que el mejor momento para capturarlos era en mitad del invierno, cuando todos los habitantes del hormiguero se habían refugiado en lo más profundo, y –cosa mucho más importante– cuando su baja temperatura corporal les impediría atacarme a mordiscos.

Así, una fría mañana de invierno até una azada al cuadro de mi bicicleta y me dirigí a uno de los bosquecillos de pinos que había en la zona interior de las dunas, donde yo sabía que podía encontrar los grandes hormigueros en forma de cúpula en los que vive la hormiga roja de la madera, Formica rufa. Los montículos seguían allí, cubiertos por los tallos resecos de las ortigas urticantes que habían brotado en la superficie de aquellas colonias ricas en amonio. Descargué con fuerza la azada contra el hormiguero. Después de excavar montones de agujas de pino mezcladas con cristales de hielo, llegué a las profundidades libres de escarcha en las que se habían ocultado las hormigas. Saqué mi cedazo para capturar escarabajos, un ingenioso artilugio de diseño alemán, ya muy baqueteado, que consistía en un saco de tela resistente dotado de un cedazo y un embudo, y empecé a meter en su interior un puñado tras otro de tierra del hormiguero. Lo sacudí con todas mis fuerzas para separar los insectos de los desechos vegetales, y al final deposité todo lo filtrado en una gran bandeja de plástico. Y entonces me senté en el suelo y me puse a esperar.

Al poco tiempo, las hormigas sometidas a la hipotermia empezaron a moverse muy despacio. Fueron estirando las patas y empezaron a caminar vacilantes en el suelo de plástico. Pero las hormigas no me interesaban en absoluto. Lo que yo buscaba era lo que había visto disperso entre ellas. Allí había un pequeño escarabajo payaso de color marrón, con las patas rígidas apoyadas contra el reluciente cuerpo esférico y con aspecto de no ser más que una simple semilla. Allá había un estafilínido con el abdomen encogido a causa del miedo. ¡Lo que yo estaba buscando! Escarabajos mirmecófilos, que solo podían encontrarse en un hormiguero. Coloqué los escarabajos en el tarro de capturas (un tarro viejo de mermelada en el que había metido tiras de papel higiénico y unas gotitas de éter), me los llevé a casa, les clavé con cuidado un alfiler y luego les puse una tarjetita en la que había pegado un ejemplar de la hormiga con la que los había encontrado (eso era lo que recomendaba mi guía de escarabajos). Luego los examiné siguiendo con cuidado las claves de identificación, que me permitirían confirmar que había descubierto una especie de escarabajos que jamás podría haber visto si no me hubiera dedicado a escarbar en los hormigueros justo en mitad del invierno.

En Viaje a las hormigas, exhaustivo e incuestionable estudio de los prestigiosos especialistas Bert Hölldobler y Edward O. Wilson, se dedica un capítulo entero a los animales que conviven con las hormigas. El volumen ofrece un índice “resumido” que ocupa catorce páginas y que incluye no solo escarabajos, sino también ácaros, moscas, orugas y arañas. Amén de cochinillas, seudoescorpiones, milípedos, colémbolos, hemípteros y grillos… En casi todos los grupos de bichos hay especies que se han buscado un lugar entre las sociedades de hormigas y se han inventado trucos para sobrevivir entre ellas.

Esos trucos son de dos clases; el primero consiste en mezclarse. Las hormigas viven en un mundo casi exclusivamente químico: la comunicación entre la hormiga y su sociedad se lleva a cabo a través de un extenso abanico de olores y aromas, con los que las hormigas se trasmiten mensajes que equivalen al saludo feromónico con un sencillo “¿Qué tal estás?”, o un tranquilizador “Bien, muy bien, todo va a pedir de boca”, o un excitado “Atención, hay comida a dos leguas del nido”, o un frenético “¡poneos a salvo! ¡un cabrón está destruyendo el hormiguero con una maldita azada!”.

El lenguaje químico de las hormigas también funciona como un sistema de inmunización social: diferencia lo “propio” de lo “extraño”. Cualquier criatura que no huela como los demás miembros de la colonia es objeto de un ataque instantáneo. Por lo tanto, para invadir un hormiguero, los mirmecófilos (incluso los que no quieren causar ningún daño a las hormigas) necesitan descifrar el código de identificación de las hormigas, y por eso han desarrollado un sistema para hablar “hormigués” que impide que los detecten. Muchos mirmecófilos poseen glándulas especiales que producen las mismas moléculas identificativas que sus anfitriones (especialmente las señales de apaciguamiento), las cuales esparcen por el aire mediante mechones de pelo. Algunos mirmecófilos, como el estafilínido Lomechusa, han llegado incluso a ser bilingües. En invierno, el Lomechusa vive en el hormiguero de la hormiga roja Myrmica y conversa apaciblemente con ella por medio de la química. Pero en primavera abandona los hormigueros de la Myrmica y se traslada a su residencia estival, un hormiguero de hormigas rojas de la madera, y a partir de ese momento, sin esfuerzo alguno, cambia su vocabulario químico al de la Formica.

El segundo truco que la evolución ha enseñado a los mirmecófilos para que se introduzcan en la sociedad de las hormigas es buscar un nicho en el que puedan vivir a salvo y felices. El síndrome obsesivo-compulsivo que padecen las hormigas les ayuda a encontrarlo. Cada vez que levantamos una roca en un jardín y nos tropezamos accidentalmente con un hormiguero, el interior del nido suele parecernos un caos de hormigas que zigzaguean y de crías dispersas al tuntún. Sin embargo, se trata de una sociedad extremadamente estructurada que tiene áreas dedicadas a cada uno de los servicios específicos que permiten el funcionamiento de la sociedad; algo así como una ciudadela medieval. Hay zonas para depositar los desechos de la colonia; un anillo periférico con varios nidos de guardias donde se alojan las tropas de defensa; depósitos de almacenamiento para guardar las provisiones; cámaras para el alojamiento de la prole con sectores diferentes para las pupas, las larvas y los huevos; los aposentos privados de la reina…

Hay hormigas que tienen establos donde guardan los pulgones que les sirven de alimento o huertas para criar hongos comestibles o germinar semillas resistentes que puedan luego consumir. Y luego hay que mencionar los diversos sectores del sistema de transporte del hormiguero: vías para la búsqueda de alimento, carreteras que atraviesan el hormiguero, incluso un sistema infinito de ramales periféricos que conectan el hormiguero con su territorio. Sin una planificación centralizada ni un presupuesto público, las hormigas son capaces de construir un sofisticado sistema de comunicaciones que muchos urbanistas humanos no sabrían diseñar.

Cada sector y subsector del hormiguero y del terreno que lo rodea posee sus propios parásitos mirmecófilos especializados. Este fenómeno se inicia ya en las vías de acceso que van y vienen del conjunto. Una especie de la hormiga negra europea (Lasius fuliginosus) tiene vías de transporte en los troncos de los árboles, y esos son los lugares que suele frecuentar el escarabajo Amphotis marginata. Estos escarabajos son verdaderos salteadores de caminos. De día se ocultan en los refugios que hallan a lo largo de las rutas, pero de noche salen y obligan a detenerse a las hormigas que regresan a casa rebosantes de comida. El escarabajo usa las antenas cortas y potentes para tapar la boca de la hormiga y golpearle muy deprisa la cabeza. Este lenguaje imita de forma muy convincente la conducta de las hormigas de la colonia cuando piden algo, así que la hormiga, sorprendida, regurgita la comida y la suelta sobre el tronco, donde el escarabajo la atrapa de inmediato. No obstante, se dan casos en que la hormiga se da cuenta del engaño e intenta atacar al salteador. Pero el escarabajo Amphotis es plano y grande y está bien blindado; lo que hace es simular que se acobarda, retirando los apéndices, pero al resultar tan inexpugnable como una tanqueta, la hormiga engañada no puede hacer otra cosa que resignarse y volver a la colonia con las manos vacías.

En el interior de la colonia de hormigas negras hay otros escarabajos que se buscan la vida. Las larvas de los estafilínidos Pella funesta son los basureros del hormiguero. Viven en las montañas de desperdicios, donde se alimentan de las hormigas muertas, manteniéndose ocultas porque las devoran por debajo o incluso introduciéndose en su cadáver. Si una hormiga obrera les ataca, las larvas levantan el abdomen, de donde unas glándulas secretan sustancias (algo así como alcohol para emborrachar a las hormigas) que al instante relajan o confunden a sus enemigos. Los adultos de Pella funesta también son carroñeros que se alimentan de hormigas muertas, pero además cazan hormigas vivas, a veces en grupo. Al igual que las manadas de leonas, estos estafilínidos intentan subirse al lomo de la hormiga para clavarle las garras en el cuello y cortarle los nervios y la garganta. Los ataques suelen fracasar, pero si tienen éxito la manada de escarabajos se dará un festín comunal con el cuerpo de su presa.

Sin embargo, El Dorado de la colonia se encuentra en las cámaras de la prole, ya que es allí donde las hormigas trasladan la comida de mejor calidad (por ejemplo, insectos recién capturados) para alimentar a las larvas recién nacidas. Muchas especies de parásitos mirmecófilos han descubierto que esas cámaras son el lugar de sus sueños, ya que allí consiguen comida fresca haciéndose pasar por larvas, o bien capturan a las propias larvas y las devoran. El problema es que estas cámaras están muy bien protegidas. Si se descubre un intruso allí dentro, será eliminado inmediatamente. Por eso mismo, los mirmecófilos que se han especializado en desenvolverse en las cámaras de la prole han desarrollado técnicas sofisticadas para evitar que el enemigo los detecte. El singular escarabajo Claviger testaceus es una de esas especies, y por lo tanto posee características heredadas tras millones de años de adaptación a la vida en el interior de los hormigueros. Es un escarabajo pálido, con una cabeza extrañamente alargada y sin ojos, el pecho también alargado, unas extrañas antenas en forma de porra y tupidos mechones de pelo dorado en el lomo. Una vez más, el secreto se halla en esos mechones, ya que contienen glándulas cuyas secreciones parecen desprender el olor de la muerte (por supuesto, del olor particular de la muerte que tienen los cadáveres de insectos). Si una hormiga obrera se topa con un escarabajo de la especie Claviger cree que se trata de una presa recién cazada (el escarabajo también contribuye al engaño haciéndose el muerto), así que lo coge por la parte delantera del cuerpo –convenientemente alargada– y luego lo lleva a la cámara de la prole donde se guardan los manjares más delicados. Al llegar allí, es muy posible que cubra el cuerpo del escarabajo con otros pedacitos de carne en putrefacción y luego lo envuelva en saliva cargada de encimas digestivas, hecho lo cual se irá a proseguir con sus actividades pensando que le ha hecho un gran favor a las larvas. Pero en cuanto el Claviger se libere de la montaña de restos de otros insectos, empezará a devorar huevos, larvas y pupas de hormigas.

Claviger testaceus, Pella funesta y Amphotis marginata no son más que tres especies entre las diez mil especies mirmecófilas que los científicos han clasificado y que pertenecen a un mínimo de cien familias distintas de invertebrados. Esta explosión evolutiva de los mirmecófilos empezó a ocurrir probablemente en el mismo momento en que se formaron los primeros hormigueros, cosa que debió de suceder hace unos siete millones y medio de años. Y la razón es que las hormigas pertenecen al cuerpo de élite de los promotores y visionarios que los ecólogos llaman “ingenieros de ecosistemas”.

El término “ingeniero de ecosistemas” lo acuñaron en un artículo publicado en la revista Oikos, en 1994, tres ecólogos: Clive Jones, John Lawton y Moshe Shachak. El artículo decía: “Los ingenieros de ecosistemas son organismos que […] adaptan la obtención de recursos a otras especies y provocan cambios de estado físico en elementos tanto bióticos como abióticos. Al hacerlo modifican, conservan y crean el hábitat”. Dicho de forma más sencilla, los ingenieros de ecosistemas crean sus propios ecosistemas. Es muy fácil comprobar que las hormigas se ajustan a esta definición: se esparcen por el entorno y gracias a su avanzado nivel de autogestión son capaces de concentrar grandes cantidades de recursos en sus colonias. El interior del hormiguero es un ecosistema nuevo que recibe un flujo constante de energía en forma de comida transportada por las hormigas, y ese ecosistema lo pueden explotar otras especies. Las diez mil especies de mirmecófilos que existen son las nuevas especies que han evolucionado para aprovechar las oportunidades que ofrece la ingeniería de ecosistemas de las hormigas. Pero hasta las especies que no pueden clasificarse como mirmecófilas se ven afectadas por los cambios que las hormigas introducen en el entorno. Por ejemplo, las ortigas urticantes que crecen en los montículos ricos en nitrógeno que se van acumulando alrededor de los hormigueros de hormiga roja de la madera que yo me puse a excavar con la azada.

Aparte de las hormigas, hay otros muchos organismos que también son importantes ingenieros de ecosistemas. Pensemos en esos animales que crean estructuras mucho más grandes que ellos mismos, como las termitas o los corales. Pero los ingenieros de ecosistemas no tienen por qué ser pequeños. Fijémonos en los castores, por ejemplo. No hay un mejor equipo de ingenieros hidráulicos que una familia de castores. Mastican la corteza de los árboles y la usan, combinándola con piedras y rocas, para construir presas que miden cientos de metros. Si el agua fluye sin demasiada fuerza, los castores levantan una presa en línea recta; pero si el agua tiene mucho caudal, la presa tiene un diseño curvo para que resista mejor el impacto. Las presas hacen que el caudal de los ríos pierda fuerza y el cauce se vaya ensanchando, lo que crea en las riberas un terreno pantanoso que resulta mucho más difícil de cruzar para los predadores de castores como los lobos; esos terrenos permiten, además, que haya un suministro constante de alimento (plantas acuáticas y brotes de árboles) durante el invierno. Los castores también construyen canales para transportar troncos que resultan demasiado pesados en tierra firme, y además levantan refugios: unas viviendas en forma de choza que construyen con ramas gruesas, ramitas y hierbas, y que luego rellenan con barro además de trocitos de madera y fragmentos de corteza. A consecuencia de todos estos trabajos, los castores tienen un impacto extraordinario en el medio ambiente, que a su vez acaba creando nuevos nichos ecológicos para muchas otras especies. E incluso cuando los castores abandonan la zona, de modo que las presas que han levantado se vienen abajo o se ven atravesadas por un sinfín de boquetes, la nueva inundación que se produce permite el desarrollo de áreas pantanosas que perdurarán durante décadas tras su marcha.

Una zona donde los castores han tenido un impacto considerable es una vasta isla que se halla en la costa oriental de América del Norte, en el estuario del río Muhheakantuck. Esta isla alargada presenta un suave paisaje ondulado de elevaciones y depresiones del terreno; el nombre que le dieron los lanape que habitaban la zona era “isla de muchas colinas”. Hasta hace unos doscientos años, ese paisaje lo cubrían los bosques de castaños, robles y nogales americanos, que absorbían el agua de la lluvia, muy abundante, e iban soltándola poco a poco, lo que permitió la aparición de un centenar de kilómetros de ríos y arroyos que se fueron extendiendo por toda la isla. Los castores abundaban en ese entorno tan favorable para ellos. En un lugar de la parte meridional de la isla, dos riachuelos se unían en un valle y formaban una hondonada no demasiado profunda. Allí construyeron los castores una presa que bloqueaba el paso de los dos arroyos, de modo que el valle se transformó en una ciénaga de arces rojos que poco a poco colonizaron otros animales que se sentían a gusto en el entorno, como los patos joyuyos, los sapos verdes y los peces gato. Además de arces rojos, había plantas acuáticas como Alisma triviale y violetas azules de los pantanos. Sabemos todas estas cosas porque las descubrió un estudio –pionero en más de un sentido de la palabra– llevado a cabo por el ecologista de paisajes Eric Sanderson, de la Wildlife Conservation Society de Nueva York. Usando información sobre el clima de la isla, la clase de suelos y la topografía, junto con crónicas de los primeros colonos holandeses e ingleses establecidos en la zona, que describían la flora y la fauna del lugar, además de un modelo informático de toda la cadena alimentaria de esa parte de Norteamérica, Sanderson pudo reconstruir cómo había sido aquel paisaje –y qué clase de vida salvaje contenía– hace cuatrocientos años.

Hoy no queda nada de todo aquello. Y esto es así porque aquella isla es Manhattan y el trabajo de Eric Sanderson se conoce ahora como el Proyecto Mannahatta. El propósito de aquel estudio era crear un sitio web con un mapa navegable de lo que hoy es Manhattan, en el que pudiera buscarse cualquier lugar actual, despojarlo de todas las estructuras humanas y dejar a la vista, a pleno color y con el máximo detalle, la reconstrucción más exacta posible del hábitat y de la abundante fauna salvaje que existía allí antes de la llegada de los europeos. “[Cuatrocientos] años de desarrollo continuo han hecho que nos resulte tan difícil imaginar ahora la abundancia natural que había en esta zona como les resultaría a los primeros colonos europeos y a sus vecinos nativos imaginar nuestras modernas carreteras, nuestros rascacielos y nuestra riqueza”, decía Sanderson en su estudio. El objetivo de su trabajo se alcanzó el 12 de septiembre de 2009, cuatrocientos años después del día en que Henry Hudson, que navegaba en un barco de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, pusiera por primera vez los ojos en la isla y anotara en su cuaderno de bitácora: “Es un lugar tan agradable como el mejor que uno pueda pisar en la tierra”.

La verdad es que, cuando se visita el mapa interactivo del proyecto en http://welikia.org, es como si Google Earth te hubiera llevado a uno de los pocos lugares salvajes que quedan en la Tierra. Los bosques cubren la isla de una orilla a otra, con la única excepción de algunos prados, ciénagas y arroyos, o bien unos pocos campamentos de indios lanape o algunas playas y promontorios rocosos que se ven en la orilla. Un lugar paradisíaco. Pero si uno presiona el botón calles, aparece en pantalla el callejero moderno que oculta por completo toda aquella vegetación. Y de repente se da uno cuenta de que ese maravilloso riachuelo que ha estado mirando embobado se halla realmente en Harlem o en Greenwich Village. Y la confluencia de los dos arroyos en la que el ecosistema hidráulico de los castores había creado una ciénaga poblada de arces rojos está justo en medio de lo que ahora es Times Square: uno de los riachuelos sale del edificio del New York Post y el otro del instituto Jacqueline Kennedy Onassis.

Llegados a este punto, el lector ya tendrá una idea de hacia dónde se dirige este libro. Al presionar los botones del mapa interactivo del Proyecto Mannahatta, vamos desplazándonos entre las obras de dos clases de ingeniería de ecosistemas. Los castores de Manhattan ya han desaparecido, pero los ha sustituido aquel a quien podríamos denominar el ingeniero de sistemas más eficiente: el Homo sapiens que se desenvuelve en el Manhattan actual, en un ecosistema que ha creado para sí mismo, igual que las hormigas en un hormiguero. Y como ocurre con todos los buenos ingenieros, al crear ese ecosistema ha creado también unos nichos compartidos con otros animales y plantas. No son parásitos mirmecófilos, sino más bien antropófilos. Y serán esas especies antropófilas y los nichos que van encontrando en el ecosistema de ingeniería humana lo que vamos a descubrir en este libro.