DELIRIOS



V.1: marzo de 2020

Título original: Unhinged


© A. G. Howard, 2014

© de la traducción, Azahara Martín, 2014

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Maria T. Middleton

Adaptación de logotipo: www.genísrovira.com

Derechos cedidos por The Bent Agency, representada por Lennart Sane Agency.


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-78-1

THEMA: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

DELIRIOS

A. G. Howard

Traducción de Azahara Martín

Serie Susurros 2

1

Sobre la autora

3

A. G. Howard empezó a escribir Susurros, el primer volumen de esta saga, mientras trabajaba en la biblioteca de una escuela. Siempre se había preguntado qué habría sucedido si la sutil oscuridad de Alicia en el País de las Maravillas hubiera tenido más protagonismo en la historia de Lewis Carroll. 

Cuando no está escribiendo, a la autora le gusta leer, patinar, cuidar el jardín y visitar cementerios del siglo xviii o escuelas abandonadas, para apaciguar de algún modo a sus impacientes musas. 



Delirios

El País de las Maravillas solo era el principio


Después de su aventura, Alyssa Gardner trata de olvidar a la vengativa Reina Roja, al atractivo Morfeo y concentrarse en su nueva vida con Jeb. Pero no es tan sencillo: su madre, recién liberada del hospital mental, se comporta de nuevo de manera extraña. Un día Morfeo aparece de nuevo para pedirle que vuelva arriesgarse por el País de las Maravillas, Alyssa comprende que tendrá que contarle la verdad a Jeb, quiera o no.

El País de las Maravillas la reconoce como una de los suyos, y si acepta el reto, Alyssa deberá enfrentarse a una batalla mortal, que podría costarle mucho más que la cabeza. 




«Quien espere encontrar a la dulce e inocente Alicia, que busque en otra parte.»

Kirkus Reviews

Contenido

Página de créditos

Sinopsis


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25


Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

1. Sangre y cristal


Mi profesor de arte dice que un verdadero artista sangra por su obra, pero nunca comentó que la sangre puede convertirse en un medio, tomar vida propia y darle forma a tu arte de una manera vil y horripilante.

Me coloco el pelo sobre el hombro, me pincho el dedo índice con el alfiler esterilizado que me había metido en el bolsillo, inserto la última gema de cristal en el mosaico y espero.

Cuando presiono la cuenta translúcida en el yeso blanco y mojado, una sensación penetrante me hace estremecer. Es como si en lugar de cristal estuviera tocando una sanguijuela que chupa y trasvasa mi sangre a la parte inferior de la gema, formando así una mancha de un intenso color rojo aterciopelado. Pero ahí no acaba la cosa.

La sangre baila… se desliza de gema a gema, coloreando la parte de atrás de cada una de ellas con una línea carmesí y formando una imagen. Me quedo sin aliento mientras espero que las líneas conecten entre sí, preguntándome cuál será el resultado esta vez. Deseando con todas mis fuerzas que no sea ella de nuevo.

Suena el timbre, el último del día, y me apresuro a tapar el mosaico con una lona, horrorizada por que alguien descubra la transformación que está teniendo lugar.

Otro recordatorio de que el cuento de Alicia en el País de las Maravillas es real, que ser una descendiente de Alicia Liddell significa que soy diferente de todos los demás. No importa cuánta distancia intente poner entre nosotros: estoy conectada para siempre a la extraña e inquietante secta de seres mágicos llamados «criaturas de las profundidades».

Mis compañeros de clase recogen las mochilas y los libros y salen de clase chocando los puños y los cinco mientras hablan de sus planes para el fin de semana del «Día de los caídos». Me chupo el dedo aunque ya no gotea sangre. Con las caderas apoyadas en la mesa, observo el exterior. Está nublado y el vaho empaña la ventana.

A Gizmo, mi Gremlin de 1975, se le ha pinchado una rueda esta mañana. Como mi madre no conduce, papá me ha dejado de camino al trabajo. Le he dicho que encontraría la forma de volver a casa por mi cuenta.

El móvil vibra en la mochila, que está en el suelo. Aparto los guantes de red que he dejado doblados encima, saco el teléfono y leo un mensaje de mi novio: Patinadora… t stoy esperando en el aparcamiento este. Stoy impaciente x verte. Saluda a Mason d mi parte.

Se me cierra la garganta. Jeb y yo llevamos juntos casi un año y, antes de eso, fuimos mejores amigos cerca de seis, pero durante el mes pasado solo hemos hablado a través de mensajes y llamadas de teléfono intermitentes. Estoy impaciente por verle de nuevo pero, por extraño que parezca, también estoy nerviosa. Me preocupa que las cosas sean diferentes ahora que está viviendo una vida de la que ya no formo parte.

Levanto la vista hacia el señor Mason, que está hablando con algún alumno en el pasillo sobre materiales de arte, y le respondo: Vale. Yo tb stoy impaciente x verte. Dame 5 min… stoy trminando algo.

Lanzo el teléfono en la mochila y levanto la lona para echarle un vistazo al proyecto. Se me cae el alma a los pies. Ni siquiera el aroma familiar a pintura, polvo de tiza o yeso me reconfortan cuando veo la escena representada: una Reina Roja entre un caos infernal en un inhóspito y desmoronado País de las Maravillas.

Lo mismo que he estado soñando últimamente…

Vuelvo a cubrir el mosaico, no estoy dispuesta a reconocer lo que la imagen quiere decir. Es más fácil esconderla.

—Alyssa. —El señor Mason se acerca a la mesa, sus Converse teñidas destacan como si fueran arcoíris derretidos contra el blanco suelo de linóleo—. Me preguntaba… ¿Piensas aceptar la beca del Middleton College?

Asiento a pesar de mis nervios. Si papá me deja mudarme a Londres con Jeb.

—Bien. —La amplia sonrisa del señor Mason deja entrever el hueco entre sus dientes—. Alguien con tu talento debería aprovechar todas las oportunidades. Ahora veamos esta última pieza.

Antes de que pueda detenerle, tira de la lona y entrecierra los ojos, cuyas bolsas se ven más grandes por las gafas de color rosa. Suspiro, aliviada de que se haya completado la transformación.

—El movimiento y los colores son arrebatadores, como siempre. —Se inclina sobre la pieza, frotándose la perilla—. Inquietante, como las otras.

Se me revuelve el estómago ante la última observación.

Hace un año, cuando utilizaba bichos y flores secas en mis mosaicos, las piezas conservaban un aire de optimismo y belleza a pesar de lo morboso de los componentes. Ahora, con el cambio de materiales, todo lo que creo es lúgubre y violento. Parece que ya no puedo capturar luminosidad ni esperanza. De hecho, ya no lo intento. Simplemente dejo que la sangre haga su trabajo.

Ojalá pudiera dejar de hacer mosaicos pero es una obsesión que no puedo evitar… y algo me dice que hay una razón para ello. Una razón que me impide destruir los seis que he hecho hasta ahora, quebrar los fondos de yeso en mil pedazos.

—¿Tengo que comprar más gemas de mármol rojo? —me pregunta el señor Mason—. No tengo ni idea de dónde conseguirlas. El otro día busqué en Internet pero no logro encontrar el proveedor.

No se da cuenta de que las piezas del mosaico eran claras al principio, que durante las últimas semanas solo he utilizado gemas claras y que las escenas que él cree que he elaborado meticulosamente haciendo coincidir las líneas en el cristal, en realidad se han formado solas.

—No importa —contesto—. Tengo un suministro propio.

Literalmente.

El señor Mason me observa durante un segundo.

—Vale, pero me estoy quedando sin espacio en el armario. Tal vez puedas llevarte este a casa.

Me entran escalofríos solo de pensarlo. Tenerlos en casa me provocaría más pesadillas, por no mencionar cómo le afectaría a mamá. Ya ha pasado suficiente tiempo prisionera por su fobia al País de las Maravillas.

Tendré que pensar en algo antes de que acabe el instituto. El señor Mason no va a estar dispuesto a quedárselos todo el verano, especialmente ahora que estoy en el último curso. Pero hoy tengo otras cosas en mente.

—¿Puedes guardar uno más? —pregunto—. Jeb va a recogerme en moto. Me los llevo la semana que viene.

El señor Mason asiente y se lo lleva a su escritorio.

Me agacho para ordenar las cosas de la mochila y me seco las palmas sudorosas en las mallas de rayas. El dobladillo me roza las rodillas y me hace sentir rara. La falda es más larga que las que suelo llevar y no tiene enaguas que la ahuequen. En los meses que mamá lleva en casa, desde que salió del psiquiátrico, hemos discutido mucho sobre la ropa y el maquillaje. Dice que mis faldas son demasiado cortas y le gustaría que llevara vaqueros y «vistiera como las chicas normales». Que parezco demasiado descarada. Le he explicado que esa es la razón por la que llevo leotardos y mallas, por recato. Pero ella nunca escucha. Es como si intentara compensar los once años que ha estado ausente prestándole demasiada atención a todo lo que tenga que ver conmigo.

Esta mañana ha ganado pero solo porque me he levantado tarde y tenía prisa. No es fácil despertarse para ir al instituto cuando te has pasado la noche luchando para evitar los sueños.

Me coloco la mochila en los hombros y me despido del señor Mason con una inclinación de barbilla. Las plataformas Mary Jane resuenan en las baldosas del pasillo desierto en el que se esparcen hojas perdidas y papeles de cuadernos como si fueran piedras en una laguna. Muchas taquillas están abiertas como si los estudiantes no pudieran perder ni medio segundo en cerrarlas antes de irse de fin de semana.

Todavía permanecen en el aire cientos de colonias diferentes, perfumes y desodorantes que se entremezclan con el débil olor a levadura del menú del almuerzo de la cafetería. Me viene a la cabeza la canción de Nirvana Smells Like Teen Spirit, porque huele a espíritu adolescente. Sacudo la cabeza mientras sonrío.

Hablando de espíritus, el consejo de estudiantes del instituto de Pleasance ha estado trabajando día y noche colgando carteles del baile en todas las esquinas del instituto. Este año, se celebra en viernes, un día antes de la ceremonia de graduación, dentro de una semana.


Todos los príncipes y princesas están invitados al baile de disfraces de cuentos de hadas, el 25 de mayo en el instituto de pleasance. No se admiten ranas.


Sonrío con la última frase. Mi mejor amiga, Jenara, la añadió con rotulador verde fuerte en cada anuncio. Le llevó la última hora del martes y le costó tres días de castigo. Pero valió la pena ver la cara de Taelor Tremont. Taelor es la ex de mi novio, la jugadora estrella de tenis y la presidenta del consejo de estudiantes. También es ella la que desveló el secreto de la familia Liddell en quinto. Nuestra relación es tensa, cuanto menos.

Recorro con la palma de la mano uno de los anuncios que está medio despegado de las cintas adhesivas y adornos, como si fuera una lengua larga y blanca de la pared. Al instante me acuerdo de lo que viví el verano pasado con las lenguas de serpiente del zamarrajo. Me encojo y me froto, con el dedo índice y el pulgar, el mechón de pelo rojo intenso que resalta en mi cabello rubio. Es uno de mis recuerdos permanentes, como los nódulos que tengo detrás de los omóplatos, en cuyo interior residen alas latentes. No importa cuánto intente distanciarme de los recuerdos del País de las Maravillas; siempre están presentes, negándose a marcharse.

Como cierta persona que tampoco quiere irse.

Se me hace un nudo en la garganta cuando pienso en alas negras, ojos infinitamente tatuados y acento cockney. Ya tiene mis noches, no voy a darle también mis días.

Empujo las puertas para abrirlas, doy un paso hacia el aparcamiento y me golpea una ráfaga de aire frío y húmedo. Una fina neblina me cubre la cara. Algunos coches siguen aparcados y los estudiantes se apiñan en pequeños grupos para hablar, algunos de ellos están encorvados en sus capuchas y otros parecen ajenos al clima frío impropio de la estación. Ha llovido mucho este mes. Los meteorólogos calcularon que la acumulación de agua oscila entre los 101 y los 152 litros por metro cuadrado, superando los valores registrados desde hace un siglo durante la primavera en Pleasance, Texas.

Automáticamente, sintonizo con los bichos y las plantas del empapado campo de fútbol que hay a varios metros. Los susurros a menudo se mezclan formando crujidos e interferencias como la estática de una radio. Pero si lo intento, puedo distinguir mensajes dirigidos hacia mí:

Hola, Alyssa.

Buen día para pasear bajo la lluvia…

La brisa es la correcta para volar.

Hubo un tiempo en el que odiaba tanto escuchar los confusos saludos que atrapaba a los insectos y los acallaba. Ahora, el ruido blanco es reconfortante. Los bichos y las flores se han convertido en mis compañeros… maravillosos recuerdos de esa parte de mí que llevo en secreto.

Una parte de la que ni mi novio es consciente.

Lo veo al otro lado del aparcamiento. Está apoyado en su vintage Honda CT70 trucada y habla con Corbin, el quarterback titular y el nuevo rollo de Jenara. La hermana de Jeb y Corbin hacen una pareja extraña. Jenara tiene el pelo rosa y el sentido de la moda de una princesa punk y roquera, la antítesis de la típica novia de deportista de Texas. Pero la madre de Corbin es interiorista y conocida por sus excentricidades, así que ya está acostumbrado a las personalidades artísticas poco convencionales. A principios de año eran compañeros de laboratorio en biología. Conectaron y ahora son inseparables.

Jeb echa un vistazo en mi dirección. Se endereza cuando me ve, gritando con su lenguaje corporal. Incluso en la distancia, el calor de sus ojos verde musgo me calienta la piel bajo la camisa de encaje y el corsé de cuadros.

Jeb se despide de Corbin, que aparta un mechón rojizo de sus ojos y me saluda con la mano antes de unirse al grupo de futbolistas y animadoras.

Se quita la chaqueta mientras se acerca hacia mí, revelando unos brazos musculosos. Las botas negras militares resuenan en el asfalto resplandeciente y su piel olivácea brilla en la neblina. Lleva puesta una camiseta azul marino y unos vaqueros. En la camiseta, una imagen de My Chemical Romance destaca en color blanco con unas diagonales rojas que cruzan los rostros de los miembros del grupo. Me recuerda a la sangre de mis mosaicos y me estremezco.

—¿Tienes frío? —pregunta, envolviéndome con su chaqueta todavía cálida. Durante ese instante, casi puedo saborear su colonia: una mezcla entre chocolate y almizcle.

—Me alegro de que estés en casa —respondo, colocando las palmas en su pecho y disfrutando de su fuerza y solidez.

—Yo también. —Me observa, acariciándome con su mirada, pero conteniéndose. Se ha cortado el pelo. El viento le alborota el cabello oscuro que ahora le llega a la altura del cuello pero todavía lo tiene bastante largo para que se le ondule y despeine bajo el casco. Luce descuidado y sexy, como a mí me gusta.

Deseo saltar a sus brazos para estrecharlo o, mejor aún, para besar sus suaves labios. La impaciencia por recuperar el tiempo perdido me envuelve estrechamente hasta que me convierto en una peonza lista para girar, pero la timidez es más fuerte. Echo un vistazo por encima del hombro hacia cuatro chicas de tercer año que están reunidas alrededor de un Cruiser PT plateado, observando cada uno de nuestros movimientos. Las reconozco de la clase de arte.

Jeb sigue la dirección de mi mirada y me coge la mano para besar cada nudillo. El roce de su piercing me produce un cosquilleo que recorre todo mi cuerpo hasta los dedos de los pies.

—Larguémonos de aquí.

—Me has leído la mente.

Él sonríe. Con la aparición de los hoyuelos, las mariposas de mi estómago se revolucionan y chocan entre sí.

Caminamos cogidos de la mano hasta su moto, el aparcamiento empieza a vaciarse.

—Entonces… parece que hoy tu madre ha ganado la batalla. —Señala mi falda y pongo los ojos en blanco.

Sonríe mientras me ayuda a colocarme el casco, me arregla el cabello por la parte de atrás y separa las hebras rojas de las rubias. Envuelve las primeras con los dedos y pregunta:

—¿Estabas trabajando en un mosaico cuando te he mandado el mensaje?

Asiento y me abrocho la correa del casco bajo la barbilla, no quiero que la conversación tome esa dirección. No sé cómo decirle lo que ha sucedido durante las clases de arte mientras ha estado fuera.

Me sujeta por el codo cuando me subo a la parte trasera del asiento, dejándole espacio para que se siente delante.

—¿Cuándo podré ver tu nueva colección? ¿Eh?

—Cuando la acabe —mascullo. Que en realidad significa: cuando esté lista para dejarle ver cómo los hago.

Jeb no recuerda nuestro viaje al País de las Maravillas pero se ha dado cuenta de los cambios que ha habido en mí, incluida la llave que llevo alrededor del cuello y que nunca me quito, y los nódulos junto a mis omóplatos que atribuyo a la singularidad de la familia Liddell.

Un eufemismo.

Durante un año he tratado de averiguar la mejor manera de decirle la verdad sin que piense que estoy loca. Si algo puede convencerle de que nos embarcamos en una alocada aventura por el imaginario mundo de Lewis Carroll y luego el tiempo retrocedió para regresar a casa como si nunca nos hubiéramos ido, es mi obra de arte de sangre y magia. Tengo que ser lo suficientemente valiente para mostrársela.

—Cuando esté terminada —dice, repitiendo mi críptica respuesta—. Vale. —Sacude la cabeza antes de darle un tirón a su casco—. Artistas, siempre tan quisquillosos.

—Mira quién fue a hablar. Ya que sacamos el tema, ¿has tenido noticias de tu nueva fan número uno?

La colección del hada gótica de Jeb ha adquirido una notoriedad significativa desde que hace exposiciones. Ha vendido muchas obras, la más cara por tres mil pavos. Hace poco, una coleccionista de Tuscany las vio por Internet y se puso en contacto con él.

Jeb busca en sus bolsillos y me pasa un número de teléfono.

—Este es el número. Se supone que tengo que organizar una reunión para que pueda elegir una de mis obras.

Ivy Raven. Leo el nombre en silencio.

—Suena falso, ¿verdad? —pregunto, enderezando las correas de la mochila bajo su chaqueta. Casi me gustaría que fuese una impostora, pero no es así. Según algunas búsquedas en la red, Ivy es una bella heredera de veintiséis años. Una diosa sofisticada y rica… como todas las mujeres que rodean a Jeb últimamente. Le devuelvo el papel, intentando contener la inseguridad que amenaza con atravesarme el corazón.

—No importa lo falso que suene —dice Jeb— mientras que el dinero sea real. He encontrado un piso muy bonito en Londres; si logro venderle una obra, tendré suficiente dinero para comprarlo.

Todavía tenemos que convencer a papá para que me deje ir. Me niego a mostrar mi inquietud. Jeb ya se siente culpable por la tensión que hay entre papá y él. Es cierto que fue un error por su parte llevarme a que me hiciera un tatuaje a espaldas de mis padres, pero no lo hizo para enfadarlos. Yo lo presioné para que me acompañara. Porque intentaba ser rebelde y sofisticada como la gente con la que ahora se relaciona.

Jeb aprovechó también para hacerse un tatuaje en el interior de la muñeca derecha, la mano con la que pinta. Son las palabras latinas Vivat musa, que más o menos significan «Larga vida a la musa». El mío es un conjunto de pequeñas alas en el interior del tobillo izquierdo, que camuflan la marca de nacimiento de las profundidades, y las palabras Alis volat propiis también en latín: «Ella vuela con sus propias alas». Es un recordatorio de que controlo mi lado oscuro y no al revés.

Jeb introduce el número de la heredera en el bolsillo de sus vaqueros. Parece que está a miles de kilómetros.

—Apuesto a que espera que seas jovencito —digo, medio en broma, en un esfuerzo por traerlo al presente.

Nos miramos y Jeb pasa los brazos por las mangas de la camisa de franela que había arrojado por el manillar de su Honda.

—Solo tiene veintipico. No es exactamente una asaltacunas.

—Oh, gracias. Eso es un consuelo.

Su familiar sonrisa burlona me tranquiliza.

—Si te hace sentir mejor, puedes venir conmigo cuando me reúna con ella.

—Hecho —digo.

Se sube a la moto delante de mí y ya no me importa que nos vean. Me acurruco tan cerca como es posible, envuelvo los brazos y las rodillas fuertemente a su alrededor, con la cara acariciando su nuca justo bajo el borde del casco. Su suave cabello me hace cosquillas en la nariz.

He echado de menos ese cosquilleo.

Jeb se coloca las gafas de sol e inclina la cabeza para que pueda escucharle cuando arranca el motor.

—Vamos a buscar algún sitio donde podamos estar a solas un rato y luego te llevo a casa y te preparas para nuestra cita.

Se me dispara el corazón de anticipación.

—¿Qué tienes en mente?

—Un viaje por el sendero de los recuerdos —responde. Y antes de que pueda preguntar qué significa, nos ponemos en marcha.

Gracias por comprar este ebook. Esperamos que hayas disfrutado de la lectura.

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2. Delirios en el túnel


Me alegra que la rueda de Gizmo esté fuera de servicio porque no hay nada como montar en moto con Jeb.

Nos balanceamos hacia atrás y hacia delante de forma sincronizada en las curvas de las calles. La gravilla le obliga a ser prudente; se abre camino lentamente entre el tráfico para poder frenar sin derrapar en las intersecciones. Pero, en cuanto llegamos a la parte más antigua de la ciudad donde solo hay uno o dos coches en la carretera, menos semáforos y más distancia entre ellos, acelera y cogemos velocidad.

La lluvia también arrecia. La chaqueta de Jeb me protege la camisa y el corsé. Gotitas perdidas me humedecen la cara. Presiono la mejilla izquierda contra su espalda y lo abrazo, con los ojos cerrados para disfrutar del movimiento de sus músculos cuando frena en las curvas, el aroma del asfalto empapado y el sonido de la motocicleta amortiguado por el casco.

Mi cabello se agita a nuestro alrededor cuando el viento avanza desde todas las direcciones. Es lo más cerca que puedo estar de volar en el reino humano. Los omóplatos me pican, como si solo con pensarlo las alas quisieran salir.

—¿Estás despierta? —pregunta Jeb, y noto que estamos reduciendo velocidad.

Abro los ojos y apoyo la barbilla en sus hombros, dejando que su cabeza y su cuello me protejan de la suave llovizna. Su comentario sobre «un viaje por el sendero de los recuerdos» cobra sentido cuando reconozco el cine, uno de los lugares a los que solíamos ir cuando iba a sexto.

No lo he visto desde que lo declararon en ruinas hace tres años. Las ventanas están tapiadas con tablas y la basura se acumula en las esquinas y en los cimientos como si estuviera refugiándose del tiempo. Los vientos de Texas han arrancado la señal de neón ovalada de color naranja y azul que había encima de la entrada; está doblada por un lado como si fuera un huevo de pascua destrozado. Las letras ya no dicen Cine East End. La única palabra que todavía es legible es End, lo que le da un aire poético y triste.

Ese no es nuestro destino. Jeb, Jenara y yo solíamos pedirles a nuestros padres que nos dejaran en el cine, pero el lugar hacía a su vez de señuelo para los niños que querían librarse un par de horas de la supervisión de un adulto. Nos reuníamos en el túnel de desagüe gigante del otro lado del aparcamiento, donde una pendiente de hormigón se sumergía en un valle de cemento. Tenía una extensión de unos dieciocho metros y formaba una hondonada ideal para practicar con el monopatín.

A nadie le preocupaba que se inundara. El túnel se había hecho para drenar el caudal del lago que hay al otro lado, un lago que lleva décadas secándose gradualmente.

Como por dentro estaba tan seco como un desierto, el túnel era el escondite perfecto para enrollarse y hacer graffitis. Jenara y yo no pasábamos mucho tiempo allí. Jeb se aseguró de ello. Decía que éramos demasiado inocentes para presenciar lo que ocurría en las profundidades.

Pero es ahí donde me está llevando hoy.

Jeb se desplaza a través del concurrido aparcamiento y cruza un campo vacío, después toma la pendiente de hormigón. Cuando descendemos por ella, aprieto las piernas contra las suyas y alzo los brazos en el aire. Los brotes de las alas me hacen cosquillas, chillo y grito como si estuviéramos en una montaña rusa. Las carcajadas de Jeb se unen a mi arrebato alocado. Llegamos demasiado pronto a la base y me agarro de nuevo a él. Las ruedas pasan rozando los charcos en nuestra serpenteante carrera hacia el túnel de desagüe.

Nos detenemos en la entrada. El túnel está tan abandonado como el cine. Los adolescentes dejaron de venir aquí cuando La Caverna, la pista de monopatín y centro de actividades subterráneo con rayos ultravioletas de Pleasance, que pertenece a la familia de Taelor Tremont se convirtió en un sitio muy frecuentado en la parte oeste de la ciudad. La lluvia cae con más fuerza y Jeb inclina la moto para que pueda bajarme. Me deslizo hasta el cemento mojado.

Me sujeta con un brazo alrededor de la cintura y, sin más palabras, tira de mí para besarme. Acaricio su mandíbula, vuelvo a notar cómo se mueven los músculos bajo mis dedos, familiarizándome de nuevo con la forma en la que las líneas duras de su cuerpo encajan perfectamente con mis suaves curvas.

Las gotas de lluvia se deslizan por nuestra piel y se filtran por la unión de nuestros labios. Me olvido de que todavía llevamos puesto el casco, de las frías y mojadas mallas e incluso del peso de los empapados zapatos. Por fin está aquí conmigo, su cuerpo pegado al mío y esos puntos de contacto al rojo vivo son las únicas cosas en las que pienso.

Cuando nos separamos, estamos calados, ruborizados y sin aliento.

—Me moría de ganas de hacer eso —dice, con la voz ronca y la mirada verde penetrante—. Cada vez que escuchaba tu voz por teléfono, solo pensaba en tocarte.

Su corazón late furioso contra el mío y sus palabras se enroscan en mi estómago formando un nudo de placer. Me mojo los labios, garantía implícita de que he estado pensando lo mismo.

Juntos, llevamos la Honda al túnel y la apoyamos contra una pared curvada. Después nos quitamos el casco y nos sacudimos el cabello. Me deshago de la chaqueta de Jeb y de la mochila.

No recuerdo que el túnel fuera tan oscuro y el cielo encapotado no ayuda. Doy un paso cauto hacia el interior, solo para ser bombardeada con los susurros inquietantes de las arañas, grillos y cualquier otro insecto congregado en la oscuridad.

Espera… no nos pises… dile a tu amigo que aleje su gran pie.

Me detengo, turbada.

—Has traído una linterna, ¿no? —pregunto.

Jeb aparece por detrás y me rodea la cintura con sus brazos.

—Algo mejor que una linterna —susurra, dejando una cálida huella justo detrás de mi oreja.

Se oye un clic y una guirnalda de luces que se sujeta en algún lugar asemejándose a una vid, parpadea dando vida a la pared del túnel. Las luces no resplandecen demasiado pero compruebo que los patinadores ya no vienen por aquí. Antes solían dejar sus viejos monopatines para que todos tuvieran algo que utilizar cuando salieran del cine. Por aquel entonces nos regíamos por un código. Era raro que robaran un monopatín porque lo único que queríamos era disfrutar de esa sensación de libertad imperecedera.

Éramos tan ingenuos que pensábamos que cualquier cosa en el reino humano es para siempre.

Los graffitis fluorescentes brillan en las paredes, algunas son palabrotas pero la mayoría de las palabras son poéticas como amor, muerte, anarquía, paz e imágenes de corazones rotos, estrellas y rostros.

Luces negras. Me acuerdo de los paisajes de neón del País de las Maravillas y de La Caverna.

Un mural destaca entre los demás: un perfil ultravioleta de un hada de colores naranja, rosa, azul y blanco. Sus alas se extienden, enjoyadas y brillantes. Se parece a mí. Después de todos estos meses, sigo sin dar crédito a las interpretaciones de Jeb: una réplica de mí en el País de las Maravillas, con alas de mariposa y tatuajes alrededor de los ojos, marcas negras curvadas impresas en la piel como pestañas exageradas. Jeb ve mi alma sin siquiera saberlo.

—¿Qué has hecho? —le pregunto, dirigiéndome hacia el graffiti mientras trato de no pisar ningún bicho.

Me agarra del brazo para que no pierda el equilibrio.

—Unas cuantas latas de pintura en espray, un martillo, algunos clavos y una cadena de luces negras que funcionan con batería.

Enciende una lámpara de gas que ilumina una gruesa colcha. Los susurros de los bichos se desvanecen como respuesta a la luz.

—Pero, ¿de dónde has sacado el tiempo? —pregunto, sentándome para rebuscar en la cesta que ha traído consigo. Hay una botella de agua mineral de las caras, queso, galletas saladas y fresas.

—Tuve mucho tiempo antes de que salieras del instituto —responde Jeb mientras selecciona una lista de reproducción en su iPad y lo apoya en la mochila. Una balada enternecedora y descarnada resuena en el diminuto altavoz.

Intento ignorar que su respuesta me hace sentir como una colegiala inmadura y saco algunas rosas blancas de la cesta. Son las flores que me ha regalado Jeb desde el día en que confesamos nuestros sentimientos, la mañana después de regresar de mi viaje a través de la madriguera del conejo. La mañana después del baile de graduación.

Me las llevo a la nariz, intentando borrar el recuerdo del ramo de flores blancas del País de las Maravillas que se tiñeron de rojo con su sangre.

—Quería hacer algo especial para ti. —Se quita la camisa de franela mojada y se sienta al otro lado de la cesta, con una mirada expectante en su rostro.

Sus palabras hacen eco en mi mente: Hacer algo especial para ti.

Las flores resbalan de mis dedos, reprendiéndome por magullar sus pétalos cuando se esparcen por el suelo.

—Oh —susurro a Jeb, ignorando las protestas de las flores—. Así que… de eso se trata.

Él sonríe a medias, enseñando el incisivo izquierdo que tiene levemente montado en la paleta.

—¿Eso?

Saca una fresa de la cesta. La luz del camping gas refleja las marcas de cigarrillos de sus antebrazos. Las sigo mentalmente hacia el sendero de marcas iguales bajo la camiseta: recuerdos de una infancia violenta.

—Umm. Eso. —Jeb lanza la fresa, inclina la cabeza hacia atrás y atrapa la fruta con la boca. Mientras la mastica, me estudia como si estuviera esperando para acabar la frase. La inclinación burlona de su cabeza hace que la barba del mentón parezca de terciopelo, aunque no es tan suave.

Oleadas de fuego recorren mi abdomen. Aparto la mirada para no reflejar todo lo que me ha obsesionado mientras hemos estado distanciados.

Hemos hablado de dar el siguiente paso en nuestra relación a través de mensajes y llamadas y, en una ocasión, en persona. Como su vida es tan ajetreada, hemos marcado la noche del baile en nuestros calendarios.

Tal vez haya decidido no esperar más. Lo que significa que tengo que decirle que no estoy preparada hoy. Peor aún, tengo que decirle por qué.

No estoy para nada preparada, tengo miedo y no por las razones habituales. Noto los pulmones contraídos, agravados por el aire frío y húmedo del túnel… la pintura, la piedra y el polvo. Toso.

—Patinadora. —La burla ha desaparecido de su voz. Pronuncia el apodo tan bajo y suave que la música de fondo y la lluvia que golpea en el exterior casi lo amortiguan.

—¿Sí? —Me tiemblan las manos. Clavo los dedos en las palmas con las uñas rozando las cicatrices. Cicatrices que Jeb todavía cree que fueron causadas por un accidente de coche años atrás, cuando, supuestamente, el parabrisas se hizo añicos y me cortó las manos. Uno de los muchos secretos que guardo.

No puedo darle lo que quiere, no todo. No hasta que le diga quién soy realmente. Qué soy. Ya era bastante malo cuando solo quedaba una semana para el baile. No puedo abrir mi alma hoy después de estar lejos de él durante tanto tiempo.

—Oye, tranquila. —Jeb libera mis manos de la prisión de mis dedos y se lleva la palma a su clavícula—. Te he traído aquí para darte esto. —Arrastra mi mano hacia su pecho, donde un nudo duro del tamaño de una moneda abulta bajo su camiseta. Ahí es cuando me doy cuenta del resplandor de una fina cadena que le rodea el cuello. Se desabrocha el colgante y lo sostiene sobre la lámpara de gas. Es una cerradura en forma de corazón con un ojo incrustado en el centro—. Lo encontré en un pequeño mercado de antigüedades de Londres. Tu madre te dio esa llave que llevas siempre, ¿verdad?

Me retuerzo con ansias de corregir la media verdad. Esa no es precisamente la llave que mi madre había guardado para mí aunque abre el mismo mundo extraño y trastornado.

—Bueno… —Se inclina sobre la cesta para colocarme el colgante por encima de la cabeza, y cae sobre la llave. Jeb me recoloca el pelo y me lo arregla para que las hebras cubran las dos cadenas—. Pensaba que sería simbólico. Está hecho del mismo tipo de metal, parece vintage como la llave. Juntos, prueban lo que siempre he sabido. Incluso cuando solíamos venir aquí de niños.

—¿Y qué es? —Lo miro, intrigada por la forma en que la apertura del túnel tiñe un lado de su tez de una luz azulada.

—Que solo tú tienes la llave que abre mi corazón.

Las palabras me conmocionan. Bajo la mirada antes de que pueda ver la emoción en mis ojos.

Jeb se enfurruña.

—Eso ha sido cursi… Tal vez he inhalado demasiada pintura mientras trabajaba en el mural.

—No. —Me pongo de rodillas y coloco los brazos sobre sus hombros—. Ha sido sincero y muy dul...

Pone un dedo en mis labios.

—Es la promesa de que solo te pertenezco a ti. Quiero que eso quede claro, antes del baile, antes de Londres. Antes de que suceda algo entre nosotros.

Sé a lo que se refiere pero no es del todo cierto. También está volcado en su carrera. Quiere que su madre y Jenara tengan cosas bonitas; quiere contribuir en los gastos de los estudios de diseño de moda de su hermana y cuidar de mí en Londres.

Además, hay una razón subyacente por la que está tan volcado en su arte. El único motivo del que nunca habla.

No tengo derecho a estar celosa por su determinación en hacer algo por sí mismo, de demostrarse a sí mismo que es mejor que su padre. Solo deseo que encuentre el equilibrio y esté satisfecho. En vez de eso, parece que con cada venta y cada nuevo contacto ansía más, como si fuera una adicción.

—Te he echado de menos —digo, tirando de él para abrazarlo, sin importarme que aplastemos la cesta que se interpone entre nosotros.

—Yo también te he echado de menos —dice en mi oído antes de apartarse. Frunzo el ceño con preocupación—. ¿No lo sabías?

—No he sabido nada de ti desde hace casi una semana.

Levanta las cejas, obviamente disgustado.

—Lo siento, no he tenido cobertura.

—Los correos electrónicos y los teléfonos fijos existen —digo bruscamente, sonando más irritada de lo que pretendo.

Jeb le da un golpecito a la cesta con la punta de la bota.

—Tienes razón. La semana pasada fue una locura. Fue cuando se hizo la subasta final y las celebraciones.

Celebraciones: fiestas con la élite. Le clavo la mirada con dureza.

Él me acaricia el labio inferior con el dedo anular en un intento por transformar mi ceño fruncido en una sonrisa.

—Oye, no me mires así. No me emborraché, ni me drogué, ni te engañé. Solo son negocios.

Se me tensa el pecho.

—Lo sé. Es solo que, a veces, me preocupo.

Sufro por que empiece a ansiar cosas que ni siquiera he experimentado. Cuando tenía dieciséis, perdió la virginidad con una camarera de diecinueve años en un restaurante donde limpiaba mesas.

El año pasado, cuando salía con Taelor, nunca se acostaron; los sentimientos que empezaba a tener por mí evitaron que cruzara esa línea. Pero es bastante malo saber que estuvo con una «mujer más mayor» antes de estar conmigo, que solo fue un ejemplo de las tentaciones que ahora lo rodean a diario.

—¿Preocupada por qué? —apunta Jeb.

Sacudo la cabeza.

—Soy estúpida.

—No, dime.

La tensión escapa de mis pulmones en una ráfaga.

—Tu vida es muy diferente de la mía. No quiero quedarme atrás. Parecías estar tan lejos esta vez…

—No es así —asegura—. Sueño contigo todas las noches.

El dulce comentario me hace recordar mis propios sueños y la vida que le escondo. Soy una hipócrita.

—Solo una semana más de instituto. —Juega con las puntas de mi cabello—. Después, estaremos de camino a Londres y podrás acompañarme en mis viajes. Ya es hora de que tú también enseñes tu arte al mundo.

—Pero mi padre…

—He averiguado cómo arreglar las cosas. —Jeb aparta la cesta.

—¿Qué? ¿Cómo?

—En serio, Al —sonríe Jeb—. ¿Quieres hablar de tu padre cuando podemos hacer esto? —Se levanta, me arrastra con él. Me envuelve en un abrazo. Me acurruco contra él y bailamos al son de la balada que suena en el iPad. Me olvido de todo excepto de nuestros cuerpos balanceándose.

La conversación vuelve a su ritmo habitual. Nos reímos y bromeamos, recordando los pequeños momentos que hemos compartido las últimas semanas.

Comienza a ser como antes, los dos fundiéndonos en un solo ser mientras todo lo demás se desvanece.

Cuando comienza otra canción, una sensual y rítmica, deslizo los dedos por su espalda y busco la apertura de su camiseta. Arrastro las uñas suavemente sobre los músculos de su espalda y le beso el cuello.

Gime y yo sonrío en la penumbra al sentir el cambio en él. Un cambio que controlo. Jeb tira de mí, poniéndome boca arriba, hasta que estamos tumbados en la colcha. Una minúscula parte de mí quiere terminar de hablar sobre lo de antes pero lo que más ansío es esto, tenerlo sobre mí prestándome toda la atención, reconfortándome y exigiéndome al mismo tiempo.

Con los codos apoyados junto a mis oídos, me sostiene la cabeza mientras me besa de forma tan suave y cuidadosa que saboreo la fresa que se ha comido hace un minuto.

Me falta el aliento, me siento mareada… floto tan alto que apenas escucho el zumbido de un mensaje que le llega al móvil.

Jeb se pone tenso y se da la vuelta para sacar el teléfono del bolsillo de los vaqueros.

—Lo siento —masculla y toca la pantalla para leer el texto.

Gruño al perder su calor y su peso.

Tras leerlo en silencio, se gira hacia mí.

—Era el periodista del Picturesque Noir. Ha dicho que disponen de un espacio a doble página si puedo adelantar mi sesión de fotos en la galería a esta tarde. Después de eso, quieren llevarme a cenar para hacerme una entrevista. —Como si captara la decepción en mis ojos, añade—: Lo siento, Al. Pero un reportaje a doble página… es un gran negocio. El resto del fin de semana soy todo tuyo, desde la mañana hasta la noche, todo el día, ¿vale?

Comienzo a pensar que no lo he visto en un mes y que hoy se suponía que íbamos a estar solos, pero me muerdo la lengua.

—Claro.

—Eres la mejor. —Me da un beso en la mejilla—. ¿Te importa recoger las cosas? Tengo que llamar al señor Piero para que pueda organizar mi trabajo en la sala de exposiciones.

Asiento rápidamente y Jeb se dirige a la parte frontal del túnel para llamar a su jefe al estudio de arte. Cuando no está fuera exhibiendo sus obras, trabaja restaurando cuadros antiguos. La oscuridad se extiende entre nosotros, formas tristes y oscuras fuera del alcance de la lámpara de gas que parecen tan abatidas como yo.

Me siento y recojo la cesta y el iPad de Jeb, tan ocupada tratando de escuchar su conversación, algo sobre que la sala de exposiciones tiene mejor iluminación para la sesión fotográfica, que apenas noto que los susurros de los bichos se han intensificado hasta decir al unísono:

Deberías haberle hecho caso. Te advirtió en tus sueños… ahora se van a aclarar todas tus dudas.

Plic… plic… plic…

Estoy a punto de levantarme cuando un chorro de agua cae torrencialmente en la parte oscura del túnel, detrás de mí. El sonido me eriza el vello de la nuca.

Plic… plic… plic…

Contemplo la posibilidad de llamar a Jeb para investigar pero la punta de color azul intenso de un ala pintada en la pared capta mi atención. Está fuera del círculo de luz. Qué extraño que no me diera cuenta antes.

Avanzo lentamente hasta los dibujos fluorescentes y arranco la guirnalda de Jeb con rápidos tirones. Las luces se enrollan en el suelo y me siguen cuando me acerco a la misteriosa imagen alada, tirando de la batería con un golpeteo raspante.

Plic… plic… plic…

Escudriño el punto oscuro más alejado del túnel pero desvío la mirada al graffiti, ahora me interesa más. Con la cuerda envuelta entre los dedos, paso el mitón provisional de luces por el retrato alado para iluminarlo, pieza por pieza, como un puzzle.

Conozco esa cara y los ojos tatuados con joyas en los extremos. Reconozco el cabello azul indomable y esos labios que saben a seda, regaliz y peligro.

El entusiasmo y el terror se enredan en mi pecho. El mismo intrincado efecto que siempre causa en mí.

—Morfeo —susurro.

El susurro de los bichos vuelve al unísono:

Está aquí… lo trae la lluvia…

Las palabras se me meten en la columna y me mantienen clavada en el sitio.

—¡Corre! —El grito de Jeb desde la entrada del túnel me saca de mi aturdimiento. Sus botas chapotean por el agua, que no había notado que se acumulaba a mis pies, mientras se dirige hacia mí—. ¡Riada! —chilla Jeb, tropezando en la oscuridad que nos rodea.

Entro en pánico y doy un paso hacia él solo para que la guirnalda de luz cobre vida en mi mano como una vid de serpientes moviéndose. Me envuelve las muñecas, enroscándolas y después los tobillos. Lucho contra la cuerda pero me aprisiona antes de que pueda gritar.

Una ola que sale a borbotones avanza desde la oscuridad del fondo del túnel y me golpea, haciendo que pierda el equilibrio. Caigo sobre mi estómago y siento un lodazal de agua sucia y fría en la cara. Toso, intento mantener la nariz sobre la corriente de agua pero las luces me paralizan.

—¡Al! —El grito horrorizado de Jeb es lo último que escucho antes de que el agua se arremoline alrededor de mis extremidades atadas y me lleve lejos.

3. Ahogada en el País de las Maravillas


La guirnalda de luces enredada en mis tobillos y muñecas me arrastra contra la corriente hacia las profundidades del túnel, donde el agua es negra. Es como estar sumergida en tinta fría. Lucho por sacar la cabeza del agua pero no puedo. El frío me deja entumecida, desesperada por respirar.

Jeb me encuentra, me agarra por las axilas, me levanta lo bastante como para que pueda dar una bocanada de aire, pero otra oleada lo arrastra hacia la salida del túnel y la cuerda de vinilo me propulsa en la dirección opuesta. Por sus lejanos gritos entiendo que no puede volver. Me alegro de que se lo haya llevado la corriente. Estará más seguro cuando el torrente de agua lo escupa hacia fuera.

Lo aprendí en el País de las Maravillas hace un año… Los poderes que practico cuando estoy sola en mi habitación para que mi madre no me pille y enloquezca… vuelven, tan fuertes como la cuerda que me arrastra hacia el fondo del agua.

Relajo los músculos y me concentro en las luces, las imagino vivas. En mi mente, la electricidad que se expande por los cables se convierte en nutrientes y plasma. Responden como si fueran seres vivos. Las luces brillan lo suficiente para ver cómo se mueven los cables bajo el agua. El problema es que no he sido constante con los ejercicios mágicos, así que aunque le he dado vida a la guirnalda, no logro controlarla. Es como si las luces actuaran por su cuenta.

O quizá estén bajo la influencia de alguien más.

Me retuerzo ante la necesidad de respirar, me obligo a mantener los ojos abiertos bajo el agua, a pesar de que me duelen debido al frío. La corriente me lleva al fondo del túnel, como si montara en un vehículo acuático propulsado por anguilas eléctricas. La cuerda me arrastra hacia una puerta, pequeña y antigua, incrustada en la pared de hormigón. Está cubierta de musgo y parece fuera de lugar, aquí, en el mundo humano, y sin embargo, la he visto antes. Tengo la llave que la abre colgada del cuello.

No tiene sentido que la puerta esté aquí, tan lejos de la madriguera del conejo de Londres, la única entrada al País de las Maravillas en este mundo.

Me sacudo para intentar liberarme. No estoy dormida, así que esto no puede ser un sueño. No quiero entrar por esa puerta si estoy despierta. Todavía intento recuperarme de la última vez.

Los pulmones, desesperados por la falta de aire, se tensan fuertemente en mi interior hasta que no tengo elección. Mi única salida, el único modo de respirar y vivir, es atravesar esa puerta. Lucho contra las ataduras de mis muñecas y doblo los codos para alcanzar el pecho. Con las dos manos, cojo la llave en el colgante, apartando la cerradura en forma de corazón de Jeb. La corriente me golpea la cabeza contra la pared de hormigón. El dolor se extiende desde la sien hasta el cuello.

Agito las piernas atadas como si fueran la cola de una sirena para colocarme frente a la puerta y meto la llave en la cerradura. Con un giro de muñecas, la cerradura cede y el agua sale. Al principio soy demasiado grande para cruzar la entrada pero después, o la puerta crece o encojo yo, porque de alguna forma encajo a la perfección.

Cruzo la puerta sobre las olas, alzando el rostro para tragar aire. Un montículo de tierra me detiene de forma tan brusca que me quedo sin aire. Empiezo a toser en el fango, con la garganta y los pulmones secos y las muñecas y los tobillos irritados por el roce del cable de luces.

Me doy la vuelta colocándome boca arriba y comienzo a dar patadas para deshacerme de las ataduras. Una sombra de grandes alas negras avanza lentamente hacia mí, un presagio de la tormenta que se avecina.

Rayos de luces de neón recortan el cielo, proyectando el paisaje con colores fluorescentes y liberando un hedor agrio, calcinado.

La tez de porcelana de Morfeo —desde su suave rostro hasta su pecho tonificado que asoma por la camisa medio abotonada— es tan brillante como la luz de la luna bajo los rayos eléctricos.

Es mucho más alto que yo. Su considerable altura es lo único que él y Jeb tienen en común. El dobladillo de su abrigo negro azota sus botas. Morfeo abre la mano y un puño de encaje sobresale de su chaqueta.

—Como ya te he dicho, querida —Su profundo acento se desliza por mis oídos— si te relajas, tu magia responderá. O tal vez prefieres quedarte atada. Podría colocarte en un plato para mi próximo banquete. Ya sabes que mis invitados prefieren golpear los entrantes y comérselos crudos.

Me cubro los ojos, que me arden, y gruño. A veces, cuando estoy disgustada y nerviosa, me olvido de que los poderes de las profundidades tienen truco. Respiro por la nariz, pienso en el sol que brilla sobre las olas que lamen el océano para calmar el latido de mi corazón y después suelto el aire por la boca. En unos segundos, el cable se relaja y me libera.

Me estremezco cuando Morfeo me insta a ponerme en pie. Mis piernas, cansadas de luchar con el agua, ceden, pero él no me ofrece ayuda. Típico de él, esperar a que me levante por mi cuenta.

—A veces te odio profundamente —digo, apoyándome contra el tallo de una hoja gigante. La margarita se rinde a mi peso sin decir nada, lo que provoca una punzada extraña en mis entrañas. No entiendo por qué no me empuja o se queja.

—A veces. —Morfeo se coloca un sombrero de terciopelo negro de cowboy sobre la cabeza—. Hace unas semanas era un rotundo siempre. En cuestión de días, profesarás tu eterno a…

—¿Asco? —interrumpo.