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HAKAN GÜNDAY



BASTARDO




Traducción del turco de

Suleyman Matos









Título original: Piç

Ilustración de cubierta: Suleyman Matos

Diseño de colección: Cristal Reza

Fotografía de solapa: Selen Özer

Piç, © 2003 by Hakan Günday

© Kalem Agency

© De la edición en castellano: Bunker Books, 2019

© De la traducción: Suleyman Matos, 2019

Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña

www.bunkerbooks.es

Los personajes y situaciones que aparecen en esta obra son ficticios.

Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-120978-5-6

Depósito legal: CO 512-2020















Para Şenol Görür










Por un radiante y plateado sendero caminamos... de retornar nunca hablamos.

Noche, Yahya Kemal Beyaltı—




1




El primer ser humano que decidió acabar con su vida traicionó a toda la Humanidad. Pero fue solo con el discurrir del tiempo y su sabiduría que se consideró que aquella persona que se había suici­dado, siendo a la vez asesino y víctima, había co­metido un acto vergonzoso. En cuanto a su inmor­talidad, haber aprendido a ignorar el instinto de supervivencia sin conseguir abrir en la existencia huecos a los que aferrarse fue aprender también a degradarse a uno mismo. Así dio comienzo el más terrible de los espectáculos del que la humanidad sería testigo y que no podría olvidar. El hijo cuya madre había sido violada y fue fruto de esa viola­ción debió asumir la traición cometida por su pa­dre.

En septiembre de 2002 dos de esos hijos de una violación traicionera recorrían los pasillos de un laberinto. El nombre de este laberinto era su­permercado Migros1, en el barrio de Caddebostan. El nombre del que sostenía en la mano derecha un tubo de pintura negra en espray mientras hablaba era Bárbaros.

—Sí, la verdad es que no me importaría vivir aquí. Esta bien podría ser mi casa. Vivir en un su­permercado no estaría nada mal. Los productos se van renovando según caducan y, exceptuando eso, no hay necesidad de cambiar nada. Estanterías, secciones, cajas de cobro, cámaras, todo se podría quedar. Eso no molesta. Tan solo habría que cam­biar el rótulo de fuera. Tendría que tachar la letra S con una equis y pintar al lado una P. El nombre de la casa sería Migrop.

Afgan, el que escuchaba con un solo audífono Electric Blue, la primera canción del álbum The Best of David Bowie 1974-1979, desde un discman que llevaba en el bolsillo interior del abrigo, mur­muró:

—Anıtkabir tampoco estaría mal.2

Bárbaros, que caminaba cuatro pasos por de­lante entre el papel higiénico, se giró.

—¿Eh?

—Anıtkabir… sí, ahí tampoco se estaría mal. Fresquito en el verano. Y un mogollón de coches antiguos. Me veo sentado en la biblioteca.

—¿Y no tendrías guardias? Pilla una birra.

—No. No haría falta. Pero mantener eso limpio debe de ser difícil, porque es enorme.

—Grande sí, pero es un sitio muy molón. Como casa no estaba mal. Es una buena idea. Seis van a ser pocas. Pilla alguna más. Mira, ahí tienen el whisky mierdoso. Pilla también.

—El Estadio Inönü también molaba. Si cons­truyes una piscina olímpica en el medio te puedes pasar un verano de fábula.

—El Parlamento molaba también. Vamos a comprar vodka. White Russian bien nos vale.

—Aquí no tienen Kahlua, pasa del vodka. Ya sabes que el Parlamento tiene un canal propio. ¿Seguirías emitiendo?

—Concedido. Pero solo permitiría que re­transmitiese partidos en el salón de la Asamblea General. Aparte de eso nada. Además, también or­ganizaría ahí conciertos. Apuesto a que tiene una acústica muy buena. Mejor cogemos licor de cacao en vez de Kahlua.

—Pero no consigues el mismo sabor.

—A partir de la tercera copa ni lo notas.

—Vale, pues lo pillo. Lo mejor es el Puente del Bósforo.

—Desde el puente se puede mear en el mar de maravilla. Pero la pregunta es: ¿si vivo ahí estaría pensando todo el tiempo en saltar?

Bárbaros pensó cómo sería sentir el viento azo­tándole el rostro al saltar desde sesenta metros con los brazos abiertos. Sintió frío en la cara. Pero la cuestión planteada por Afgan le hizo volver a en­trar en calor. Porque la respuesta que podría dar, aunque no expresase claramente lo que había vivi­do ni le hiciese sentir orgulloso de su propia vida, incluía una sucesión de inusuales momentos.

—¿Cuál ha sido tu noche de borrachera más ex­traña?

Bárbaros abrió el envoltorio de un Milka al pasar junto a las estanterías de chocolates.

—Para empezar, hay un montón de accidentes de coche. Los recuerdo bien…

Afgan interrumpió a un Bárbaros irritado que se afanaba sin miramientos en quitarle las pasas al chocolate que acababa de coger.

—Tengo una teoría sobre eso de los accidentes de coche: hasta la fecha he tenido tres de impor­tancia y en todas las ocasiones fue por mi culpa. No resulté herido ni muerto. Pero después de cada uno de ellos algo había desaparecido del coche. Unas veces una cartera, otras una botella. Una vez desa­pareció un Zippo. Busqué estas cosas durante horas pero no las encontré. Y entendí que en cada uno de los accidentes una fuerza invisible me había prote­gido y había impedido que resultase herido. A cambio se había llevado algún objeto que me per­tenecía.

—Pues me parece que trabajaba muy barato y que esa teoría tuya es una chorrada. Pero, volvien­do al tema de noches extrañas de borrachera, re­cuerdo una: salí de un pub en el que me había gas­tado toda la pasta. Pero dentro se había quedado una novia que tenía. Eran las tres de la mañana, así que esperé a que la chica acabase de trabajar. En cuanto pillase a mi nena saliendo le pediría que se casase conmigo. En la acera de enfrente había un banco y allí me senté. Encendí un pitillo. Cuando desperté había personas caminando por allí. Ya era de día y la gente iba a trabajar.

—¿Cómo volviste a casa?

Se entendía mal lo que decía porque las pala­bras tenían que buscar el camino de salida de su boca entre trozos de chocolate.

—Llamé a Deren. Vino y me llevó.

—¿Dónde está ahora?

—Se fue a Canadá. Anda en algo de un máster, pero no sé de qué.

—Te voy a reconocer algo: no sé cuál es la dife­rencia entre un grado universitario y un máster. A lo mejor no hay mucha diferencia. Vamos, que del sistema educativo universitario algo conozco, pero es que ni siquiera sé dónde se solicitan.

—Yo del LES3 sé algo. Que para eso hay que re­llenar un formulario rosa con circulitos usando un lápiz, pero nada más. Supongo que firman con bo­lígrafo.

—¿Qué comemos?

—¿Tienes dinero?

—Hoy no puedo usar la tarjeta, tengo que darle un descanso. Llevo meses sin hacer un ingreso. Es­toy esperando a que se hunda el banco que me la dio.

—Antes te mueres tú.

Bárbaros terminó la frase y sonrió con un sus­piro. Una sonrisa que duró lo que una sílaba. Enca­jó los restos del Milka que llevaba en la mano entre unos paquetes de pasta.

—¿Y tú trabajas? ¿Quién va a meter dinero en tu cuenta?

Afgan empujó la cesta de ruedas que tenía de­lante entre los pies hasta hacerla encajar con todas las demás concatenadas contra la barra de hierro. Se deslizó hasta ponerse al lado de Bárbaros y dijo:

—Mi querida mami.

Como si Bárbaros no lo hubiese oído, completó en voz alta su razonamiento cuando se aseguró de que estaba detrás de él:

—Me paga una especie de pensión de divorcio. A cambio no me voy a vivir con ella.

Con el paso de un siglo el significado original de muchas palabras en turco ha dejado de ser válido, como en el caso de «bastardos», que no denotaba personas de padre desconocido, sino aquellas que habían traicionado a sus padres. A sus padres y a sus madres. Los progenitores de bastardos no abandonaban este mundo de muerte natural. Tris­teza era el nombre que compartían sus asesinos. Nadie podía huir de la traición de su propio hijo. Incluso quien consiguiese liberarse de esa carga viviría la vida de un animal acechado por caza­dores. Y en cuanto a los bastardos, por muchas no­ches que pasasen en compañía de los fantasmas de sus familias y sus carroñas, por la mañana su mez­quindad les quemaría como un cigarrillo de al­mendras amargas. El único remedio sería mucho dentífrico y cambiar el cepillo de dientes cada tres meses.

Bárbaros y Afgan eran los más preciados bas­tardos de Turquía. La valía de los bastardos viene determinada por la cantidad y calidad de los talen­tos que poseen, sumado a todas las oportunidades que desaprovechan para usarlos. Según aumenta el número y la calidad de las oportunidades desper­diciadas en la vida de una persona, así se incre­menta también el nivel de bastardía. Los que vie­nen a continuación en el ranking son Cenk y Hakan, descalzos y despatarrados en sendos sillo­nes que previamente habían llevado hasta la terra­za y plantificado delante del televisor. Encima de una mesita situada entre ambos había un cuenco lleno de patatas fritas junto a dos vasos de cuarenta centilitros llenos de vodka, zumo de manzana, hie­lo y Coca-Cola. Cenk controlaba el mando a distan­cia y la conversación.

—Pilla ese mando. Odio cambiar de canal.

—Si quieres date una ducha.

—No, da igual. Voy a descansar un rato y des­pués me ducho. Total, llevo de viaje desde la noche pasada. Estoy agotado.

—¿Que estás cansado? ¿Has bebido?

Cenk y Hakan son dos tipos bastante inefables, capaces de beber vodka a las horas más intem­pestivas. Porque para ellos los 1 440 minutos del día son momentos para tomarse un aperitivo dan­do sorbitos a sus bebidas. Sin embargo, aunque se tomen el aperitivo de acuerdo con las normas de la buena educación y salubridad, lo cierto es que la comida en sí nunca da comienzo.

—Algo he bebido, pero tuve que esperar un montón durante el transfer.

—¿Dónde?

—En Sofía.

—¿Pero no era que venías de Ginebra? ¿Qué transfer es ese?

—¿No has oído hablar de los chárter? ¡Un avión cargado hasta los topes! Aterriza donde haya viaje­ros.

—¿Qué les vas a decir a tus padres?

—Por ahora no saben nada. Piensan que sigo allá.

—¡Qué cabrón!

Hakan se arrepintió en cuanto las palabras sa­lieron de su boca. Se enfadó consigo mismo por la desmedida intensidad de su propia reacción. Por­que ya nada debía sorprenderle y aunque así fuese sabía que no debía mostrarlo, ni mucho menos contrariarlo. Sabía que si al bastardo que tenía en­frente le dijese: «Ayer le corté el brazo a mi madre para cogerle el brazalete que llevaba en la muñeca pero de camino al joyero se me debió de caer y lo per­dí. Cuando volví a casa la llevé al hospital junto con el brazo», el tipo sentiría la misma emoción que si escuchase una receta de cocina.

—Vaya.

—Vale, ¿y ahora de qué coño vas a vivir?

—Y yo qué sé… Tendré que buscar pasta. La lle­vo buscando desde Ginebra. Diré que me echaron de la escuela y que me vuelvo.

—No hay muchas opciones. Tu padre te puede echar una mano con lo de tu servicio militar.

—¡Qué coño el ejército! Si fuese a la mili ten­dría que hacer de soldadito durante dieciséis me­ses. Aun­que de hecho, no me vendría mal. Llevo veintisiete años ya haciendo de Cenk. Bien podría hacer de soldado durante dieciséis meses.

—Puedes echarte unos años haciendo cola en­tre la multitud frente a la oficina de matriculación de la universidad hasta que te llegue el turno, des­pués pasas a figurar en el censo como graduado en bachiller.

—¡Por mí como si me inscriben como «analfa­beto»! Me la pela, lo que me preocupa es qué le voy a decir a mi padre. Ni se sabe la pasta que ha gas­tado.

Entrechocaron los vasos y las primeras gotas de una lluvia de vodka se vertieron entre sus labios. Era su manera de celebrar el regreso de Cenk tras pasar dos años en Suiza.

—Que se joda.

Hakan soltaba tacos a todas horas. De hecho, era capaz de decir el mismo taco y hacer que sona­ra como distintas palabras con solo cambiar la en­tonación. Los otros bastardos del grupo solo solta­ban tacos en algún momento de sus vidas diarias, cuando era preciso, pero nada que ver con la capa­cidad de Hakan para soltar tacos. A ellos no se les ocurría replicar a sus familias o amantes con la co­nocida vehemencia de Hakan cuando se ponía a jurar. Pero los tres atacarían sin contemplaciones a cualquier otro que pronunciase las mismas pala­bras. Tenían un pasado repleto de batallas en las que sus oponentes los superaban en número. No se debía subestimar su historial de linchamientos.

Afgan sacó de la cesta con ruedas las pizzas conge­ladas, la margarina, el pan, las cervezas, el rakı, el licor, el vodka, las botellas de vino, el papel higié­nico, los preservativos, la pasta de dientes, la car­ne, el lavavajillas, las patatas fritas, las manzanas, el champú, la pasta, las hamburguesas, el queso fresco de oveja, la crema de zapatos, el carbón para la barbacoa, los tomates y se quitó los cascos donde sonaba la canción de David Bowie y mirando a Bárbaros dijo:

—¿Esto es todo?

—¿Qué todo?

—Todo esto. Todo este mogollón absurdo de cosas. No vamos a cocinar toda esta comida, ni vamos a usar el detergente y el champú.

Ya entre las cajas registradoras, una chica jo­ven iba colocando sus compras sobre la cinta en movi­miento y una anciana detrás de ella la repren­día. Como ocurría siempre en el supermercado, era el momento del juego de dominación entre muje­res.

—Haga el favor de avanzar.

De los cascos que colgaban de la cintura de Af­gan se escuchó una frase de David Bowie: «We could be heroes just for one day». Ambos sabían el suficiente inglés como para entender esta frase y sabían también que ya hacía tiempo que se les ha­bía pasado el tiempo de ser héroes. Se miraron y siguieron caminando hacia la caja. Sus barrigas avanzaron sin problema por detrás de la joven que contaba su dinero. Los dos estaban delgados. Des­pués de pasarse así como una hora dándole vueltas al precio y a la utilidad de cada producto salieron del supermercado atravesando las puertas de cris­tal. Bárbaros encendió un pitillo y le pasó otro a Afgan.

—Podemos pillar unas birras en el colmado que hay junto a tu casa.

—Vale, pero también quiero comprar vodka.

Afgan se atornilló los audífonos a las orejas. Caminaba por delante de Bárbaros. Caminaba co­mo si fuese el dueño de aquel mar y del paseo ma­rítimo y nadie lo pudiese tocar. Aunque una meda­lla en la vitrina del salón de la casa de su madre certificaba que su segundo hijo era el nadador más rápido de entre todos los turcos adultos, para él el mar era solo agua, no un paisaje que contemplar. A su lado pasó un niño en bicicleta. Después se les acercó una mendiga.

Bárbaros se puso delante de la mujer:

—Una limosna, por el amor de Dios.

La mujer se quedó con la boca abierta sin decir palabra y al instante la cerró. Les dio la espalda a los dos y los maldijo. Avanzaron pesadamente por el paseo marítimo sin hablarse. Ya tenían bastantes deudas con todos sus conocidos. No querían tener también deudas con la vida. Ya le devolvían cada aliento que tomaban.

En la televisión, un hombre con traje azul marino permanecía de pie y agitaba en la mano unos pape­les mientras hablaba reclinado contra un atril. Aunque había otras personas con traje sentadas en una fila enfrente de él que parecían interesadas en lo que estaba diciendo, no oyó lo que decía porque la televisión que en ese momento mostraba el canal tbmm tv tenía el sonido bajado. El salón estaba invadido por la música que salía de los altavoces del reproductor con la frase: «Seni Tanrı bile af­fetmeyecek!».4 Cantaba İbrahim Tatlıses. Hakan trajo a la terraza un par de vasos de Coca-Cola. Pu­so uno de los vasos en la mano de Cenk, que le col­gaba a veinte centímetros del suelo, y dejó el suyo sobre los reposabrazos del decrépito sofá. Cenk es­cuchaba a Hakan mientras trasegaba su vodka:

—He terminado de leer un libro. Era muy raro. El protagonista quiere hacer el amor con las plan­tas, un hombre que encuentra sexy las flores. Todo el libro va sobre eso. El tío quiere hacer el amor con todas las azaleas, magnolias y nenúfares. Un estado de adaptación hacia la zoofilia botánica.

—¿Y qué pasa después?

—Me aburrí y lo dejé.

—¿Quién lo escribió?

—No me acuerdo.

—¿No será que el libro va de plantas carnívo­ras?

—Ni idea.

El último libro que había leído Hakan era La piel, una novela de Malaparte que su padre le había regalado a los trece años. La novela no le había gustado. Algunos meses después se le dio por afir­mar que quería leer novelas que no habían sido es­critas y no dejaba de darle vueltas al asunto. La au­téntica razón, en realidad, es que aspiraba a con­vertirse en escritor pero, aunque poseía imagina­ción, carecía de la paciencia necesaria para escribir miles de frases. Pero claro, si uno habla de novelas de las que dice no recordar el título y resulta que los argumentos se topan con el rechazo, la inteli­gencia del autor queda libre de la humillación. Los otros bastardos desconocían este vicio de Hakan porque, aunque tuviesen interés por esos temas, carecían de la curiosidad necesaria como para comprar una novela. La época de los prefacios, los párrafos, las introducciones, el desarrollo y las conclusiones había pasado hacía ya años. Ninguno de ellos leía un libro. Quizá Hakan llenaba ese va­cío. Llenaban el vacío en la novela de sus vidas gra­cias a un cuentista capaz de reescribir los argu­mentos. Pero este era un vacío tal que, sin embar­go, solo se evidenciaba en el momento en que se llenaba. Cuando Cenk y Bárbaros se salían de pista en Palandöken5 normalmente se deslizaban veloz­mente por la excepcional nieve de laderas a las que sería necesario llegar con paracaídas y a las que ni siquiera un helicóptero se acercaría. Uno de estos descensos fue casualmente fotografiado por un es­tadounidense que hacía escalada sobre hielo. El único encuadre que pudo captar, y que mostraba la emoción del esquí fuera de pista, terminó ampliada cincuenta veces y colocada en el muro enfrente de la taquilla de venta de tickets del teleférico de la famosa estación invernal de Saint-Georges du Vievre, en Francia, para alimentar las ensoña­ciones de los turistas. Era algo que Cenk y Bárbaros habían aprendido en las mortales quebradas de Er­zurum, apenas cubiertas por la fina nieve que caía con las primeras luces de la mañana. Afgan apren­dió la misma lección cuando se vio atrapado en un remolino cerca de la isla de Quíos. Pero los tres eran incapaces de entender el auténtico significado del vacío de la vida humana a menos que lo llenase Hakan.

Una vez que se habían completado con éxito los planes de migración hacia las ciudades, los niños morenos de las familias de los apartamentos de porteros que hacían picnic sobre la hierba cerca de la costa al caer la tarde, daban pasos inseguros con las piernecitas enfundadas en chándales marca Sergio Tachini al cuidado de rubias niñeras eslavas, avanzando entre mujeres con rostros hinchados por los estrógenos, para después salir a la terraza que daba a la avenida frente a la costa. Bárbaros se detuvo. Afgan también se detuvo. Mientras se quitaba los cascos miró a Bárbaros y vio que abría la boca para hablar:

—Yo tampoco tengo pasta. Mira tú en el banco y yo me paso por casa. Si consigues pasta pilla algo de beber. Pilla también tabaco.

—Vale —dijo Afgan.

Se separaron y se marcharon por calles opues­tas.

—En Ginebra tenía un amigo que traficaba con mujeres: Marco. Trabajaba con ocho chicas búlga­ras. Cada una le proporcionaba cuatrocientos mar­cos al día. Una se quedó preñada. Se llamaba Bi­liana. Continuó trabajando y ganaba más que todas las otras. Cada noche atendía a diez hombres hasta que estuvo de siete meses. Toda Ginebra corría de­trás de ella. Los hombres la buscaban por las calles para poder acostarse con una preñada. Ganaba tres veces más que las otras. El crío salió retrasado.

Hakan trajinaba con los CD que tenía revueltos en una caja de zapatos al tiempo que escuchaba a Cenk. Cuando se dio cuenta de que había dejado de hablar dijo: «¿Y después?». Inclinó la cabeza hacia la caja y volvió a mirar al punto exacto donde se habían detenido sus dedos. Sacó el CD que estaba buscando, puso la caja en el suelo y volvió a mirar a Cenk.

—El crío salió retrasado. ¿Y después?

—Ya está. Eso es todo.

Hakan cruzó el salón, observó cómo el equipo de música se tragaba el CD y pulsó un botón. Al oírse las primeras notas Cenk dijo:

Wonderful Life, Black.

Sonrió. Pero su rostro sonrió solo de nariz para abajo. Cuando iba hacia la terraza y estaba a punto de llorar, alguien llamó a la puerta. Hakan regresó al salón y abrió la puerta. Cenk se levantó y abrazó a Bárbaros. Afgan, que estudiaba el discman que llevaba en la mano, le dijo al hombre que tenía de­lante:

—Vale. Lo vendo por cincuenta millones. El CD que va dentro es de regalo.

Ya nadie pagaba los gastos de Afgan, ni siquie­ra su madre. Recibió la noticia por teléfono. Otro niño fruto de una violación, en este caso ya de vein­tiséis años, terminaba abandonado por su familia. Pero como decía Kolin Black Twang, las vidas que vivían seguían siendo maravillosas.


1 Migros es una cadena de supermercados turca implantada en todo el país. N. del T.

2 Anıtkabir es el nombre del mausoleo de Ankara en que está enterrado Mustafa Kemal Atatürk, el fundador de la República turca. N. del T.

3 LES es el examen de ingreso para las escuelas que imparten estudios de Máster o Doctorado. N. del T.

4 «¡Ni siquiera Dios podrá perdonarte!», de la canción Seni Yacaklar. İbrahim Tatlıses es un cantante turco muy popular. N. del T.

5 Pandöken es una estación invernal en la provincia de Erzurum, al este de Turquía. N. del T.




2




Se pasó los dedos por el pelo mientras miraba su reflejo en la pantalla del televisor en blanco y negro marca Nordmende que nadie había visto nunca funcionando. Apagó el televisor Telefunken de treinta y cinco pulgadas que estaba encima de aquel y se dirigió al recibidor. En la cocina, en la que a duras penas podían estar dos personas de pie, la nevera estaba justo enfrente de la entrada del apartamento, por lo que se quedó en el recibi­dor. A cada lado de la nevera había una puerta. A la derecha la del baño y a la izquierda la de la cocina. Cerró la puerta del baño, del que salía un persis­tente mal olor. Abrió la nevera. Cogió una botella de vodka del congelador y zumo de manzana del estante superior. Cerró la nevera y regresó al salón. De allí salió a la terraza.

—Mirad quién ha venido. ¡Si no me creéis pre­guntadle a Hakan!

—Cenk tiene razón. Podéis preguntarme cual­quier cosa que no os creáis, porque yo me lo creo todo.

Cenk tenía una provocativa colección de cami­setas. Aunque los coloridos textos que adornaban la tela de las camisetas por delante y por detrás no habían atraído el interés de ninguna casa de mo­das, la atención que captaban en las calles había termi­nado más de una vez en trifulca. La primera noche en que se había pasado por la terraza llevaba una camiseta que solía usar cuando vivía en Gine­bra. En ella había dos palabras: «bárbaro turco». Aunque ridiculizase con sus camisetas los ocultos complejos de la cultura europea, Cenk se consi­deraba el último bárbaro turco vivo. No era difícil entender por qué. No había una razón política o cultural. Cenk era turco por nacimiento y después se había convertido en bárbaro. Las dos cosas ha­bían confluido para decorar su camiseta. Eso era todo.

—¿No estabas conmigo cuando conocimos a aquel tipo?

—¿Qué tipo?

—Aquella vez que fuimos juntos a Mármaris. Estuvimos bebiendo. Nos pusimos a hablar con un alemán que estaba en la mesa de al lado.

Afgan, aunque no entiende nada de lo que está contando Hakan, no deja de mirarle a la cara mien­tras se parte de risa de tal manera que parece que va a romper la silla en la que se sienta. Bárbaros tampoco siente ningún interés por las afirmaciones de Cenk que puedan corroborar lo que cuenta Hakan y simplemente se dedica a beber vodka y buscar por la mesa un paquete de cigarrillos que aún no esté vacío.

—¿Te acuerdas? Resultó que el tipo era direc­tivo de Adidas. Esa noche nosotros también llevá­bamos unas Three Stripes. Nos pusimos de pie pa­ra enseñarlas. Le dijimos que eran tan cómodas que era como llevar pantuflas toda la noche. ¿No te acuerdas?

—Yo nunca he ido a Mármaris.

Finalmente Afgan consiguió parar de reír y pu­do hablar:

—¿Has visto? Si es que no dices más que cho­rradas. Es imposible que se acuerde porque eso no ocurrió nunca.

Cenk comenzó a irritarse.

—¡Vale! Ahora voy. Un minuto.

Se levantó, fue al salón y de allí se dirigió al re­cibidor, donde había dejado la maleta. Se oyó cómo abría y cerraba la puerta de la habitación justo en­frente de la del salón. Hakan se giró hacia Afgan y preguntó:

—¿Y esto a qué viene?

—Parece ser que convenció al alemán ese y en la siguiente temporada Adidas sacó al mercado modelos con forma de pantufla. ¡Y solo por la ex­plicación de sus virtudes que había dado Cenk!

Ahora le tocaba reír a Hakan con estentóreas carcajadas, allí sentado en una silla de plástico y echado sobre la mesa. Cuando estaba así inclinado, dos pantuflas pasaron volando a la derecha de su cabeza. Resultó que el que las había lanzado había calculado mal la velocidad y el movimiento del bra­zo, así que una se cayó de la mesa y la otra consi­guió mantenerse después de algo de balanceo. Cenk no tuvo necesidad de explicar nada. Todos se miraron. Una de aquellas zapatillas a medio ca­mino entre deportivas y pantuflas había quedado con la suela blanca de goma vuelta hacia arriba y en ella se veía grabada una línea negra. Comenzaba en la puntera y en el medio de la suela se convertía en una escritura a mano que ponía «Cenk» para después descender hasta el talón. Por un momento todos pensaron que aquello sí podría haber sido obra de Cenk. Pero en el mismo instante sus ami­gos decidieron que no podían estar tan chalados como para creerse esa historia. El primero en reac­cionar fue Hakan:

—¡Y una mierda!

—Tres meses después de haber estado hablan­do, el tipo me las envió.

Afgan seguía riendo. Porque tan solo hablar de las circunstancias del asunto, de las deportivas en forma de pantufla y de la inscripción que llevaban por debajo resultaba completamente ridículo. Cor­tó abruptamente su risotada y se puso serio:

—Hay un tío turco que lleva tiempo haciendo diseños para Mercedes y Peugeot. Bravo, Cenk, eres igualito que él.

Y volvió a sacudirse con las carcajadas. Hakan, que comenzaba ya a adentrarse en el territorio de la borrachera, repitió su primera reacción al ins­peccionar las tres líneas paralelas negras a cada la­do de la pantufla que sostenía en la mano derecha mientras le daba vueltas.

—¡Hay que joderse!

Bárbaros, que hasta ese momento no se había interesado por el rifirrafe que había tenido lugar alrededor de la mesa, le preguntó a Cenk sin dejar de mirar su copa de vodka:

—¿Cúanto pagaron?

—No pagaron nada. Solo me mandaron estas zapatillas.

Esta vez Bárbaros sí miró a Cenk a la cara, que aún estaba de pie, al preguntarle:

—¿No te pagaron nada?

—No. No hicieron ninguna oferta, ni yo pedí nada. Había perdido el nombre y la dirección del tipo. No me esforcé mucho en buscarlos. Además, solo había sido una sugerencia. Se le podía haber ocurrido a cualquiera. El día que compré mis pri­meras Adidas de tela simplemente metí los pies dentro y até los cordones. Y a partir de ese día siempre las he llevado como si fuesen chinelas. Es­tropear la forma de algo tan caro hizo que me sin­tiese mejor, y más cómodo.

Los demás, allí sentados, rompieron a reír al unísono. Levantaron sus vasos de vodka hacia Cenk y bebieron. Aunque una hermana de la madre de Hakan había pagado la factura de teléfono de la casa por un tiempo, la línea había sido cortada por un error en la orden de pago automática al banco y no había hecho nada para remediarlo. Así que a Hakan no se le hizo difícil entender que la melodía digital que se escuchaba en el salón tenía que pro­venir de un teléfono móvil. Se enderezó todavía con la sonrisa en los labios. Cenk se sentó y se in­clinó para buscar debajo de la mesa la zapatilla iz­quierda con su nombre. Afgan meneó la cabeza y siguió riendo. Pero su risa fue tornándose cada vez más en una especie de hipidos. Bárbaros estrujó los paquetes de cigarrillos que tenía en la mano des­pués de asegurarse de que estaban vacíos, porque ya estaba cansado de equivocarse siempre al bus­car uno lleno. Hakan les echó una mirada a todos por un momento y se fue al salón.

—Diga.

—Hola.

Hakan se sirvió con cuidado el vodka que que­daba. Se fue derecho hacia el recibidor sin prestar atención al sonido de la conversación de borrachos que se desarrollaba en la terraza.

—Hola, tía.

—¿Qué tal estás?

—Bien, no muy mal. ¿Y tú?

—No muy bien.

—¿Y eso?

—Ha aparecido un cliente para la casa.

—¿Qué casa?

Obviamente, Hakan ya sabía qué casa era esa mientras aún resonaba en el vestíbulo el eco de su propia voz preguntándolo.

—He decidido vender la terraza. El señor Mu­zaffer, el administrador que vive en la primera planta, está interesado. A fin de cuentas, siempre ha querido comprarla.

Hakan abrió la nevera con la mano libre y cogió el pack de cervezas.

—La verdad es que en este momento me hace falta el dinero. Me veo obligada a vender.

Hakan tiró de la anilla de metal del frío cilindro con los otros dedos.

—Ya te había explicado la situación. Me dijo que no tenía prisa. Vamos a arreglar lo del título de propiedad la semana que viene. Además, habrá tiempo para empaquetar. Lo siento, Hakan. De verdad que no lo haría si no me viese tan apurada.

Hakan extendió el brazo izquierdo y alejó el te­léfono de la oreja y del cuerpo, al tiempo que se lle­vaba la lata fría a la boca. Fuesen los que fuesen los órganos comprendidos entre la boca y el estómago, los llenó de cerveza. La mujer, que se había pasado cuatro segundos lanzando sus frases al aire del re­cibidor, comenzó a hablar a Hakan de nuevo cuan­do este volvió a aproximar el teléfono al oído.

—… y después las cosas no fueron como yo hu­biese querido. Después te vuelvo a llamar, cariño. Cuídate mucho.

Hakan supo entender el pequeño silencio que se había producido en la conversación.

—Gracias tía. Tú también.

Quiso decirle que no debería sentirse culpable por vender la casa, que ya había sido muy com­prensiva con él, y quiso darle las gracias porque había hecho un gran sacrificio al renunciar al dine­ro de un alquiler, pero apenas tuvo tiempo de pen­sarlo porque ya había colgado el teléfono. Puso el teléfono encima de la nevera y fue al salón. Se acer­có al equipo de música y se golpeó con él las rodi­llas. Comenzó a sonar Belsunce Breakdown, una canción de Bouga. Se quedó mirando el ecualiza­dor. Dio un zapatazo en el parquet con el pie dere­cho. Se llevó las manos a la rodilla derecha al tiem­po que se erguía. Olvidó la cerveza a un lado del equipo de música y regresó a la terraza. La niebla de palabras que había flotado sobre la mesa se di­sipó.

—Leí una novela. El año pasado, creo. No re­cuerdo quién la escribió. —Ocupó de nuevo su silla sin dejar de hablar—: Da igual. La historia era la siguiente: una mujer. En la treintena. No está nada mal, se podría decir que es guapa. Ha pasado por la experiencia del matrimonio. Ha tenido todo un surtido de amantes, pero siempre ha amado a la misma persona, aunque ignoramos a quién. Sea quien sea esa persona, no ha podido olvidar sus sentimientos por ella. Y la novela comienza con la mujer echándose a los caminos en busca de esa persona. Al principio tiene un montón de aventu­ras en el camino. Conoce a muchos hombres, pero ninguno de ellos la impresiona como para abando­nar su camino. La novela nos relata una y otra vez las características de esa persona que busca la mu­jer. Al final, la mujer encuentra a la persona por la que ha recorrido miles de kilómetros. Pero aún no sa­bemos quién es. Se abrazan. Van a un hotel y allí hacen el amor. Descubrimos que esa persona está casada. Abandonan la ciudad por la mañana, por­que comprenden que están hechos el uno para el otro.

En ese momento Cenk, al contrario que los demás que aún guardaban el cuidadoso silencio que habían mantenido para escuchar a Hakan, preguntó:

—¿Y quién era el amante?

—A ver si aciertas. ¿Quiénes son los que han sido creados el uno para el otro?

Sin esperar a que Cenk pudiese contestar, Af­gan dijo «¡los enanos!» y se echó a reír. Hakan se dio cuenta de que demorando la resolución del misterio que centraba la historia solo conseguía disminuir el efecto que causaba, así que se respon­dió a sí mismo:

—La mujer no podía sentir semejante amor por nadie más que por su hermana gemela monocigóti­ca.

Cenk levantó las cejas.

—¿Los gemelos han nacido para ser el uno para el otro?

—Sí, pero solo los que se han formado a partir de un solo óvulo.

Bárbaros decidió aproximarse al lado más téc­nico del asunto:

—Al mismo tiempo incesto y homosexualidad.

Hakan, el dueño de la novela no publicada, se sintió incómodo por la simpleza de tal definición:

—En realidad no. No es exactamente eso. La novela explica que los seres humanos buscan de­sesperadamente a su alma gemela. Eso es todo.

Afgan, que al contrario que la mujer de la his­toria nunca había buscado a su alma gemela, no creía que esa mujer hubiese sufrido una tragedia, como afirmaba Hakan. Su punto de vista era algo menos técnico que el de Bárbaros:

—¡Como porno no está nada mal! ¡Dos gemelas lamiéndose los óvulos!

Como era de esperar volvió a reír estruendo­samente. Pero esta vez hizo lo que no había hecho en toda la noche y consiguió balancearse en la pun­ta de la silla en la que estaba sentado sin caerse. Así que al final no quedó nada ni de la mujer ni de la triste amargura de quien iba a la búsqueda de su alma gemela. Los vecinos del apartamento al lado de la terraza pudieron distinguir cuatro risas dife­rentes. Una semana después. El señor Muzaffer, a quien solo le restaba una semana para ser el dueño de la casa, también oyó las carcajadas. El señor Muzaffer no había visto un bastardo en sus sesenta y cuatro años de vida. Su hijo de veintisiete años era ortodoncista y acababa de abrir su propia clíni­ca. Cenk, aunque tenía su misma edad, se había pasado sus veintisiete años visitando ortodoncistas y durante dos había llevado alambres en los dien­tes, se había enjuagado la boca con el líquido que le ponían en un vaso de plástico y después lo había escupido. Ahora corría hacia el cuarto de baño para vomitar todo el vodka que había bebido esa noche.