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Título: 

Si Venecia muere 

© Salvatore Settis, 2020


Edición original: 

Se Venezia Muore © Salvatore Settis, 2014 

Published by arrangement with The Italian Literary Agency


De esta edición: 

© Turner Publicaciones SL, 2020

Diego de León, 30 

28006 Madrid 

www.turnerlibros.com


Primera edición: abril de 2020


De la traducción: 

© Nuria Martínez Deaño, 2020

Diseño de la colección: Enric Satué

Ilustración de cubierta

Venice in an old post card.

© Sergio Delle Vedove / Alamy Stock Photo

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial

e-ISBN: 978-84-17866-98-3

DL: M-7754-2020 

Impreso en España


La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Índice

i

Desmemoriada Atenas

ii

Venecia sin pueblo

iii

La ciudad invisible

iv

Hacia Chongqing

v

Retórica de los rascacielos

vi

‘Forma urbis’ y redención estética

vii

Cuánto cuesta Venecia

viii

Paradoja de la conservación, poética de la reutilización

ix

Multiplicar Venecia

x

Supermercado de la historia

xi

La verdad del simulacro

xii

Márgenes

xiii

Derecho a la ciudad

xiv

‘Capital cívico’, derecho al trabajo

xv

Astronaves de lo ‘moderno’

xvi

Venecia y Manhattan

xvii

La ética del arquitecto: Hipócrates y Vitruvio

xviii

Venecia, una máquina para pensar


Nota del autor

Notas


i

Desmemoriada Atenas

De tres maneras mueren las ciudades: cuando las destruye un enemigo despiadado (como Cartago, que fue reducida a escombros por Roma en el año 146 a. C.); cuando un pueblo extranjero las toma por la fuerza y echa a los autóctonos y a sus dioses (como Tenochtitlán, la capital azteca que los conquistadores españoles arrasaron en 1521 para después construir sobre sus ruinas Ciudad de México) o, por último, cuando sus habitantes pierden la memoria y, sin siquiera darse cuenta, se convierten en enemigos de sí mismos. Esto último fue lo que le sucedió a Atenas. Después de la gloria de la polis clásica, después de los mármoles del Partenón, de las esculturas de Fidias y de los acontecimientos culturales e históricos registrados por Esquilo, Sófocles, Eurípides, Pericles, Demóstenes o Praxíteles, perdió primero la independencia política (bajo los macedonios y bajo los romanos) y más tarde la iniciativa cultural; acabó perdiendo también toda memoria de sí misma.

Influidos por la historia simplificada del mundo clásico que aprendimos en la escuela, a menudo pensamos en una Atenas de blancos mármoles intacta a lo largo de los siglos, que volvió a florecer con un nuevo esplendor, como si hubiera despertado de un sueño, con la independencia política de Grecia en 1827. Pero no es así: cuando a finales del siglo xii el erudito Miguel Coniates, que venía de Constantinopla, fue nombrado obispo de Atenas, se quedó pasmado ante la tremenda ignorancia de los atenienses, que desconocían por completo las glorias de su propia ciudad y no sabían decirles a los forasteros qué eran los templos aún intactos ni podían indicarles dónde habían enseñado Sócrates, Platón o Aristóteles.

En aquella desmemoriada Atenas de la larguísima Edad Media, el Partenón se había convertido en una iglesia, con las paredes cubiertas de iconos y otras pinturas sagradas, en la que flotaban cánticos litúrgicos y olor a incienso. Más tarde fue catedral latina (tras la cruzada de 1204), repetidamente saqueada por los venecianos y los florentinos sin que sus habitantes levantasen un dedo para defenderla, sin que nadie levantara la voz para recordar su historia y su gloria. Cuando Atenas fue ocupada por los turcos en 1456 (y el Partenón-iglesia se transformó en mezquita), la ciudad había perdido hasta su nombre. Lo que quedaba de ella era un pueblo miserable, con cabañas diseminadas entre las ruinas, al que los habitantes, reducidos a unos pocos de miles, llamaban erróneamente Satiné, Satines, algo que, por ejemplo, nunca ocurrió con el nombre de Roma. Pero el olvido de sí mismos de los atenienses había comenzado mucho antes: ya hacia el 430 d. C. el filósofo neoplatónico Proclo, que vivía cerca de la Acrópolis, cuenta haber visto en sueños a Atenas, la diosa del Partenón, quien, expulsada del templo, le pedía que la acogiera en su casa. Este sueño nostálgico expresa muy bien no solo el fin de una religión y de sus monumentos, sino el ocaso de una cultura y de su autoconciencia.

Como le ocurre a quien pierde la memoria, también las ciudades, cuando están aquejadas de amnesia colectiva, tienden a olvidar su dignidad. Si algo queda de su antiguo espíritu, este busca refugio en otro lugar (por ejemplo, en el caso de Atenas, en Constantinopla y después, en Moscú o en el humanismo italiano). Hoy hemos olvidado que incluso Atenas llegó a olvidarse de sí misma, pero es conveniente recordar la oscuridad de esa desmemoria si no queremos que esa misma dolencia nos aflija también a nosotros. Las tinieblas del olvido no caen sobre las comunidades de repente, sino que lo hacen poco a poco, de manera lenta e inconstante, como un telón que titubea. Para que el telón baje hasta el final, para que envuelva todas las cosas en una noche informe, no es necesaria ninguna conspiración: basta la indiferencia. Por eso es importante, como lo es para la salud mental y física de cada uno de nosotros, tratar cualquier síntoma de desmemoria en cuanto aparezca, intentar ponerle remedio enseguida.

En estos años violentos y corruptos se ha puesto de moda repetir como una jaculatoria que “la belleza salvará al mundo”. Son palabras que Dostoievski pone en boca del príncipe Mishkin, protagonista de El idiota, y que en Italia se citan cada vez con más frecuencia como un mantra consolador (y absolutorio), y siempre fuera de contexto. “¿Qué clase de belleza será la que salve el mundo?”, le pregunta a Mishkin el joven Hipólito, y añade: “la causa de que tenga ideas tan curiosas es que está enamorado”. Porque “la belleza es un enigma”, aunque la de Aglaya Ivánovna “podría revolucionar el mundo”. Para Mishkin la belleza es un estado de gracia, “un extraordinario refuerzo de la conciencia de sí”, hecho de “belleza y oración”, el estado alterado de conciencia que siente justo antes de sufrir un ataque epiléptico (“Sí, por ese momento se puede dar la vida entera”). La belleza de la que habla Mishkin está, por lo tanto, por encima de nosotros, es algo a lo que nos encomendamos; enamoramiento u oración, “éxtasis devoto que me sumerge en la más alta síntesis de la vida”.

Otra cosa es la belleza de las ciudades y de los paisajes –horizonte tangible en lugar de contemplación visionaria–, que no es patrimonio del individuo sino de las comunidades, que no está hecho de iluminaciones repentinas, sino de una trama continua de proyectos, miradas, gestos, saberes y memorias. No está por encima de nosotros; más bien somos parte esencial de ella, porque un mismo aire y una misma sangre mancomunan los monumentos del arte, de la naturaleza y de la historia con aquellos que los han creado y con quienes los custodian y los habitan; experiencia viva de hombres y mujeres de nuestro tiempo, que son –que somos– paso y bisagra entre las generaciones del pasado y las venideras. La belleza suprema de Atenas no la salvó del olvido de sí misma ni de los saqueos y las destrucciones que vinieron después. No impidió que los Acciaiuoli, florentinos duques de Atenas, convirtieran los Propileos en una residencia fortificada (alrededor de 1403); tampoco que los turcos utilizaran el Partenón como un depósito de pólvora, ni que el veneciano Francesco Morosini lo batiera a cañonazos e hiciera saltar por los aires una gran parte (el 26 de septiembre de 1687; hoy se pueden ver más de setecientos cañonazos en los mármoles de Pericles y de Fidias).

Si miramos a nuestro alrededor, si observamos nuestros paisajes y nuestras ciudades, vemos que encomendarse a la belleza no es suficiente (nunca lo ha sido); no basta con pedirle a la belleza una salvación milagrosa y automática, absolviéndonos a nosotros mismos de cualquier responsabilidad. Al contrario, si queremos que quede algo de belleza para nosotros y para cuando ya no estemos, esta se ha de cultivar todos los días. La belleza no salvará nada ni a nadie si no sabemos salvar la propia belleza. Y, con ella, la cultura, la historia, la memoria, la economía. La vida, a fin de cuentas.

ii

Venecia sin pueblo

El eclipse de la memoria se cierne sobre todos nosotros, amenaza la convivencia cívica, atenta contra el futuro, quita aire al presente. Si la ciudad es la forma ideal y típica de las comunidades humanas, Venecia es hoy, y no solo en Italia, el símbolo supremo de esta densidad de significados, pero también de su decadencia. Si Venecia muere, no será por la crueldad de un enemigo ni por la irrupción de un conquistador, se deberá sobre todo al olvido de sí misma. Para una comunidad de nuestro tiempo olvidarse de sí misma no solo significa olvidar su propia historia o caer en una negligente dependencia de la belleza, que, si se da por descontada, se vive como un exangüe ornamento en el que buscar consuelo. Significa ante todo la falta de conciencia de algo que es cada vez más necesario: el papel específico de cada ciudad respecto al resto de ciudades, su unicidad y su diferencia, virtud que Venecia posee por encima de ninguna otra ciudad del mundo. Cada ser humano se caracteriza por lo que tiene de irrepetible, algo que solo puede mostrar y capitalizar si compite con los talentos y las experiencias de otros, y a las ciudades les ocurre lo mismo: en la infinita variedad de sus vivencias históricas, de su forma urbana, de sus lenguajes arquitectónicos, de los materiales con los que se ha construido, de los paisajes en los que se ubica, cada ciudad es única y, como tal, es vivida y amada por sus habitantes. Y sobre este patrimonio debería construir su futuro. Pero cada ciudad es también representativa de un desarrollo particular, que extrae su sentido, su fuerza y su destino del juego de las semejanzas y diferencias con otras ciudades.

Todas las ciudades son fruto de una gran cantidad de decisiones tomadas en el transcurso del tiempo y que, en cada encrucijada de su historia, podrían haber sido distintas. Por eso, toda ciudad contiene otras ciudades: las ciudades que ha sido y que le han dejado huellas más o menos profundas y también las ciudades potenciales que habría podido ser y no fue y que quizá se ven representadas, por semejanza o afinidad, en otras ciudades. La trama física de la ciudad y la morfología de su emplazamiento forman un todo con la urdimbre de sus instituciones, de los acontecimientos de los que fue y es escenario, de los proyectos y las esperanzas que albergó y que aún podría cumplir. El sucederse de las generaciones que han tejido esa trama y esa urdimbre es consustancial a estas, las genera y las ha generado.

En la Italia de las cien ciudades* la forma urbana ha nacido y renacido muchas veces: en las ciudades griegas y etruscas, en Roma y sus territorios, en una larga y fecunda Edad Media y en una espectacular sucesión ininterrumpida desde el Renacimiento hasta ayer. Se ha renovado profundamente, pero conservando y reutilizando murallas, recorridos, templos, puentes seculares; firmes vestigios de un pasado demasiado rico como para ser ignorado. Por eso, en bastantes ciudades italianas todavía hoy se pueden reconocer o imaginar calles parecidas o idénticas a aquellas por las que caminaron Virgilio, Dante o Ariosto. Si viajamos con la mente desde los Alpes a Sicilia, reconocemos una variedad incomparable de maneras de vivir la ciudad, que se han encarnado no solo en los edificios, las iglesias y las plazas, también en instituciones y en prácticas de gobierno, desde el reinado de Nápoles hasta las repúblicas de Génova y de Venecia. Y en ese variado escenario de ciudad se desarrolló durante generaciones un cuidadoso pensar y repensar la naturaleza de la ciudadanía, leyendo el presente a contraluz del pasado. Sabemos distinguir una vista de Palermo o de Nápoles de otra de Génova o de Venecia. Sin embargo, en esa variedad sensacional percibimos un hilo de unión italiano que, por ese mismo juego de diferencias y semejanzas, encuentra ecos de los poetas sicilianos en los versos del toscano Dante, y en las páginas del lombardo Manzoni muestra la base toscana que tiene la lengua literaria. Continuidad en el tiempo y variedad en el espacio son los dos polos entre los que se mueve la historia de la ciudad –es decir, de la civilización– italiana; una historia que incluye la industria y las artes, la música y la poesía, el cultivo de los campos y la miniatura de los manuscritos, el oficio de arquitecto y el de médico. En este juego de constantes y de variables, lo que es especialmente reconocible de la forma urbana “italiana”, que se ha convertido en un prototipo para gran parte del mundo, es la polaridad campo-ciudad, que vuelve a proponer cada vez de una manera diferente el contraste primigenio entre espacio natural y espacio urbano, entre orden de la naturaleza y orden de la cultura.

Por eso, cada ciudad es una narración viva de su propia historia, pero también es el rostro y la traducción en piedra del pueblo que la habita, la conserva y la transforma. La ciudad y su pueblo son una única cosa, un único nudo ata la experiencia de los vivos y la memoria de las cosas. Pero ¿cuál es el pueblo de Venecia? Custodiado por las glorias de aquella ciudad Nobilissima, et singolare, como titulaba su libro Francesco Sansovino (1581), ¿el pueblo de Venecia sabe custodiar el corazón y la esencia de la ciudad?

El territorio del municipio de Venecia, según su actual división administrativa, incluye una amplia área de tierra firme, de la que forman parte Marghera, Mestre y otros lugares; entre ellos, el aeropuerto de Tessera. En las últimas décadas, la población se ha ido desplazando hacia esas zonas, especialmente las generaciones más jóvenes. A pesar de este movimiento interno, entre 1971 y 2011 la población ha descendido en toda la región en más de cien mil habitantes (de 363.062 a 263.996). Pero si nos ceñimos a la población residente en el centro histórico, las cifras son mucho más dramáticas:


1540

129.971

1624

141.625

1631 (después de la peste de 1630)

98.000 (aprox.)

1760

149.476

1797 (año de la caída de la República)

137.240

1871

128.787

1951

174.808

1961

137.150

1971

108.426

1981

93.598

1991

76.644

2001

65.695

2012 (30 de junio)

58.606

2013 (21 de octubre)

57.539

2014 (30 de junio)

56.684**


Como vemos, en los últimos seis siglos solo en una ocasión Venecia sufrió una caída de la población comparable a la de hoy, y fue por la peste de 1630; tuvo que pasar un siglo para que se recuperara el nivel anterior. Igualmente devastadora –aunque los datos son menos fiables– fue la peste de 1348, tras la cual se calcula que se produjo un descenso de la población de aproximadamente 120.000 habitantes a 58.000, algo más que ahora.

Desde la década de 1970 una nueva peste asedia Venecia. En 1950 se produjeron en la ciudad 1.924 nacimientos frente a 1.932 muertes (más o menos equilibrado). En el año 2000, las cifras cambian completamente y dejan un rotundo saldo negativo: 404 nacimientos frente a 1.058 muertes. El envejecimiento y el éxodo de los residentes, la desmembración de las familias, una baja natalidad y una contracción continua del crecimiento de la población trazan el cuadro de una ciudad que huye de sí misma. Es entendible, pues, que en la farmacia Morelli, situada en el Campo de San Bartolomeo, hayan instalado un contador que marca diariamente el número de habitantes de Venecia, en caída constante. Quien se ha ocupado de esta dramática cuenta atrás no ha sido una institución pública, sino un grupo de ciudadanos, entre los que está Matteo Secchi, que ha afirmado que “pronto celebraremos el funeral de Venecia y llevaremos el ataúd en cortejo fúnebre hasta el ayuntamiento”. Por si fuera poco, los venecianos que viven en el centro histórico, como ha escrito el economista Francesco Giavazzi, “no eligen a su alcalde porque los ciudadanos de Mestre (la tierra firme del municipio) los triplican en número”.

¿Quién es, pues, el pueblo de Venecia? ¿Cuál es la peste que lo está exterminando? Mientras la ciudad se vacía, desembarcan en ella ricos y famosos dispuestos a pagar un precio altísimo por una casa-status symbol que usarán cinco veces al año. Este trasvase de población distorsiona el mercado inmobiliario, creando un sistema de precios que expulsa a los venecianos de su ciudad y la convierte en la capital de los ectoplasmas con segunda residencia que se dejan caer por allí con gran pompa y boato para después desaparecer durante meses. Mientras, por las calles y los canales de Venecia deambulan cada año en torno a treinta millones de turistas, en un lugar con una “capacidad de carga” máxima de doce millones.1 En otras palabras, por cada residente que vive de manera permanente en Venecia, hay más o menos seiscientos visitantes volátiles. Esta devastadora desproporción produce el mismo efecto que una bomba: altera profundamente la demografía y la economía. Hoy domina Venecia la monocultura del turismo que exilia a los nativos y supedita la superviven-cia de los que se quedan y de la propia ciudad casi únicamente al servilismo: lo único que parece capaz de hacer Venecia es abrir bed & breakfast, restaurantes, hoteles, agencias inmobiliarias, tiendas de productos “típicos” (desde el cristal a las máscaras), organizar carnavales falsos y crear, con melancólico artificio, un ambiente de perpetua fiesta de pueblo. De esa forma, destierra de la conciencia la peste que diezma su tejido social, su cohesión y su cultura cívica.

Sin embargo, continúa imperando la monocultura del turismo que vacía Venecia de venecianos; tanto es así que ni siquiera las dos mil cuatrocientas estructuras hoteleras bastan para saciar los apetitos: si no se consigue detener el plan de recalificaciones de la Región de Véneto, estas estructuras podrán llegar a cincuenta mil en el centro histórico, lo que equivaldría a prácticamente todo el centro.2 Solo en el Gran Canal, “calle” particular de una ciudad particular, desde el año 2000 han cerrado la Delegación Provincial de Educación, el Consejo Nacional de Investigación (CNR, por sus siglas en italiano), varias oficinas judiciales, las oficinas de la empresa pública de transporte, el consulado alemán y la sede de Mediocredito, además de una veintena de parcelas catastrales, ambulatorios y almacenes. En su lugar, han abierto dieciséis hoteles nuevos (más de uno al año; once desde 2007), con un total de 797 camas; de las cuatro obras en curso, dos son hoteles de lujo cuya apertura está prevista para antes de Navidad; los otros dos, que finalizarán en 2016, también son hoteles.*** Muere la confluencia de funciones de la ciudad histórica para dejar paso a la monocultura turístico-hotelera.

Pero el pueblo de Venecia no es el de los turistas y tampoco el de aquellos más cuidadosos que pasan unos cuantos días o semanas en la ciudad. Ni es de la horda de propietarios de segundas, terceras y cuartas residencias en las que no viven. Ni unos ni otros pueden ser lo que los habitantes son para una ciudad: la sangre que circula por sus venas, que son las calles y las plazas; el guardián y el artífice de la memoria; una comunidad que identifica la forma física de la ciudad y su razón ética, le pietre e il popolo [las piedras y el pueblo], como decía el título de un libro de Tomaso Montanari. ¿El pueblo de Venecia puede seguir hoy siendo el grupo, cada vez más exiguo, de los residentes, a quienes se podría comparar con los supervivientes de una deforestación? Podría serlo, pero únicamente si no dejamos solos a aquellos que están comprometidos con el “orgulloso y desesperado intento de sobrevivir mientras su ciudad es invadida, de manera constante y cotidiana, por millones de extranjeros que no pueden hacer ninguna inversión verdadera en ella”.3 Venecia corre el riesgo de quedarse sin población en poco tiempo. Si no queremos que esto suceda, nosotros también debemos convertirnos en el pueblo de Venecia, en guardianes de su belleza y de su memoria; nosotros también debemos pensar en su futuro. Tenemos que hacerlo en nuestras escasas visitas, pero sobre todo rindiéndole el homenaje que nos requiere: una profunda reflexión sobre la forma urbis (‘forma-ciudad’) de la que Venecia es el máximo exponente, sobre el estilo de vida (y de ciudadanía) que representa, sobre la necesidad de elaborar un proyecto para que la sangre –el pueblo– vuelva a insuflar vida a sus venas. Tenemos que hacerlo, porque al pensar en Venecia también podremos comprender cosas de las otras ciudades, de aquellas en las que vivimos; de su sentido y de su destino, que es el nuestro.



* N. de la T.: La expresión “país de las cien ciudades” se ha utilizado en numerosas ocasiones para describir Italia.

** N. de la E.: En diciembre de 2019 la cifra de habitantes del centro histórico de Venecia era de 52.996 (Comune di Venezia - Servizio Statistica e ricerca su dati Anagrafe Comunale, 2019).

*** N. de la E.: Los datos corresponden al año 2014.

iii

La ciudad invisible

¿Las ciudades tienen alma? La distinción/oposición entre alma y cuerpo tiene miles de versiones y variantes en todas las civilizaciones. Quedémonos con Sócrates. Para él, la psyche es el verdadero yo, la conciencia de sí y del mundo, principio de conocimiento, tribunal interior, agente moral y racional, guía ética de cómo actuar. El principio de la conducta individual es el “cuidado del alma”; es decir, saber cuál es el bien que se ha de perseguir y actuar en función de él en la polis (la ciudad, la colectividad de ciudadanos). Alma y cuerpo no se contradicen, sino que se integran como dos aspectos de una misma individualidad; el cuerpo es el instrumento del alma, que lo guía y controla sus impulsos en nombre de un fin éticamente elevado.

Sin extendernos en definiciones y sin pretender traducir la relación entre alma y cuerpo utilizando términos que resulten más adecuados a nuestro tiempo, intentemos utilizar esta antigua doctrina como un poderoso dispositivo metafórico que se aplique no solo al individuo, sino a las comunidades humanas; no solo a la polis como aparato institucional y escenario de la democracia, sino también a la forma física de la ciudad. Intentemos pensar que la ciudad tiene un cuerpo (hecho de murallas, edificios, plazas y calles…) y también un alma. Y que el alma no se limita a sus habitantes, sino que es una red viva, compuesta de relatos e historias, de memorias y principios, de lenguajes y deseos, de instituciones y proyectos que han determinado su forma actual y que guiarán su desarrollo futuro. Una ciudad sin alma, solo con piedras, sería un peso muerto, un escenario fúnebre, como si una bomba de neutrones hubiera destruido cualquier forma de vida, dejando sus edificios intactos, a merced de un posible conquistador. Sin embargo, en nuestra experiencia conviven la ciudad de los edificios y la ciudad de las personas. Y en esta última hay un alma, el alma de la comunidad: la ciudad invisible.

En esta ciudad invisible mandan reglas no escritas y, por ello, de obligado cumplimiento. Por ejemplo, la marcada distinción, señalada por símbolos convencionales e inequívocos, que se establece entre el campo y la ciudad, entre el espacio urbanizado y el espacio natural que lo rodea. Esa fue la función que tuvieron las altas murallas de las ciudades medievales, como aún hoy se puede apreciar en algunas de ellas (por ejemplo, en Lucca). Única también en esto, Venecia ofrece el ejemplo supremo de una transición del orden de la naturaleza al orden de la cultura por vía del agua: la laguna, ecosistema que abraza y comprende la ciudad, sigue siendo para Venecia lo que para otras ciudades fue (y en parte aún es) el campo. El paisaje lagunar era campo, porque era un lugar de cultivo (huertos, frutales, viñedos) y de aprovisionamiento (pescado y sal), pero al mismo tiempo estaba estrechamente ligado a la ciudad porque en sus islas había equipamientos importantes para la vida diaria (varaderos de embarcaciones, monasterios, hospicios, lazaretos), aparte de asentamientos habitados.

Otra regla del juego consustancial a la ciudad invisible, y que afecta a la forma física de la ciudad, es la tensión entre el acto fundacional, por su naturaleza puntual y ritual, y el lento despliegue del tejido urbano. El gesto de la fundación de la ciudad, a menudo contado a través de relatos históricos o míticos, como el surco de Rómulo, que crea Roma trazando su perímetro antes de que haya una sola casa dentro, implica que la ciudad invisible preexiste en la mente de cada ciudad visible. De esta ciudad preexistente (de su “alma”) la ciudad visible saca un conjunto de normas ligadas a funciones específicas: por ejemplo, tipologías arquitectónicas, jerarquías y orden de barrios y calles o lenguajes y técnicas de construcción y estructuras. La ciudad invisible plasma y modifica en el tiempo la ciudad visible y la modela a su imagen y semejanza, transformando en iglesias o en mezquitas los templos de los dioses y en museos los palacios de los soberanos. Cambia a lo largo del tiempo la relación entre el espacio privado y las distintas expresiones del espacio público, dedicadas a la vida religiosa, política, civil o comercial. La ciudad visible cuenta, a veces solo a través de vestigios diseminados en el tiempo, la historia de la ciudad invisible: como un palimpsesto, revela en las calles y en las casas de hoy el orden social, las tensiones y los conflictos de todos los años pasados.

La ciudad invisible camina con nosotros, dentro de nosotros, porque la ciudad invisible somos nosotros. “Esta ciudad que no se borra de la mente es como un armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar”: 4 la propia ciudad es para cada uno el necesario teatro nemotécnico, el dispositivo del recuerdo individual y de la memoria colectiva. Pero ninguna ciudad puede ser, como la Zora de Calvino, “obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor”: si así fuese, acabaría languideciendo, deshaciéndose y desapareciendo y, por lo tanto, acabaría siendo olvidada. La paradoja de la memoria es que necesita cambios, al igual que necesita conservarse y repetirse: “La ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente, […] repite los signos para que la ciudad empiece a existir”.5 Todas las ciudades que describe Marco Polo se parecen y Kublai Kan se da cuenta de ello. “Viajando uno se da cuenta de que las diferencias se pierden: cada ciudad se va pareciendo a todas las ciudades, los lugares intercambian forma, orden, distancias, un polvillo informe invade los continentes”, responde el viajero.

—Queda una de la que no hablas jamás.

Marco Polo inclinó la cabeza.

—Venecia —dijo el Kan.

Marco sonrío.

—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?

El emperador no pestañeó.

—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.

Y Polo:

—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.

—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia cuando te pregunto por Venecia.

—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia […].

—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.