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Panello, Demian

Hipólito Nueva Arcadia / Demian Panello. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

280 p. ; 21 x 15 cm.


ISBN 978-987-87-0241-4


1. Novelas Históricas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863


Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Para mamá.

Agradecimientos:

A Maite y a Romina por las correcciones.

A Federico G. Bordese por toda la información brindada del marqués de Sobre Monte y la ciudad de Córdoba.


i

Toulouse, 1762

Aquella mañana de marzo en la Place des Capucins, el suave recorte de los rayos del sol sobre el cenador del pequeño jardín apenas alcanzaba a decorar un trémulo avance de primavera. En el rudo canto de sus pilares, los todavía desnudos tallos de la enredadera parecían querer huir por sobre la cubierta del pabellón.

Sobre la explanada ya se amuchaban algunos transeúntes entre los puestos de vendedores y un creciente bullicio iba conquistando los dominios más externos de la plaza, fundiéndose con el pesado e incesante trajín de la calle.

En la ochava del Colegio Real, justo en frente del extremo sur de la plaza, un grupo numeroso de solemnes estudiantes ataviados con casaca, chupa y calzón apuraban el paso por la Rue des Peirotieres subiendo hacia la Plaza Real.

A lo largo de la calle desde el convento de los Benedictinos hasta el Colegio Santa Catarina frente al parlamento, las edificaciones, la mayoría de dos plantas, le daban a la ciudad ese tono rosa propio de las construcciones con ladrillo caravista.

El corazón de la ciudad era un nudo de callejuelas sinuosas y edificios, en su mayoría, religiosos.

El río Garona dividía la ciudad en dos, el centro y el barrio más popular de Saint Cyprien que se conectaban por un único puente, el Pont Neuf. Poco tiempo atrás existían dos puentes más, el cubierto de la Daurade y el Pont Clary, de madera, que solía conectar la isla de Tounis con el barrio de Saint Cyprien.

Varias ferias y mercadillos daban una intensa vida a la ciudad. En la Plaza Real frente al ayuntamiento se formaba el más importante, con decenas de puestos ofreciendo artículos producidos en la propia comarca y géneros de otras provincias e incluso del extranjero.

Sin embargo, algunas mercancías se ofrecían en ámbitos superiores, en comercios que también se distribuían en toda la urbe.

A mediados del siglo XVIII la ciudad se estaba reformando, por entonces el embellecimiento de esta debía significar menos estética en las nuevas construcciones y más desarrollo en estructuras confortables.

Toulouse, contenida dentro de muros, se dividía entre ese incipiente progreso y su todavía muy reciente pasado medieval. Fuera de ese perímetro se extendía una campiña minada de molinos con ruedas que, desde diversos canales y arroyos, todos afluentes del Garona, regaban los sembradíos.

Un aguador con un pequeño carro de madera de dos ruedas detenido en el cruce de la Rue des Polinaires saciaba la sed de dos jóvenes. Como profilaxis, por cada vaso que servía, luego de cargarlos desde el cántaro, frotaba los bordes con una rodaja de limón.

Toulouse era una ciudad limpia en comparación con otras ciudades de Francia. Ese hedor nauseabundo propio de los grandes centros citadinos europeos, donde las calles apestaban a estiércol, los patios interiores a orina, los huecos de las escaleras a madera podrida y excrementos de rata y las cocinas a col podrida y grasa de carnero, no era propio de la capital del Languedoc o por lo menos no tanto.

En aquellos años Toulouse sólo apestaba a fanatismo y superstición.

Otro pequeño grupo de estudiantes se sumó al primero justo al pie del parlamento.

El Capitolio era un edificio nuevo, moderno, de tres plantas con dos extensas alas, sede del gobierno municipal y tribunales de la ciudad. Ocho columnas de mármol adornaban la fachada simbolizando los ocho primeros cónsules, o capitouls, encargados de dirigir cada uno de los ocho distritos en que se dividía la ciudad.

El grupo dejó atrás las columnas que enmarcaban la entrada del parlamento y se adentraron en el vestíbulo central desde donde se podían alcanzar las diferentes Chambres donde solía haber audiencias y desarrollarse procesos. Empujaron una de las puertas y entraron a una sala.

Trece magistrados enfrentaban un recinto repleto, incluso en los altos de este había gente encaramada hasta en los bordes de los balcones.

En las primeras filas, custodiados a cada uno de los lados por encargados de la fuerza pública, se encontraban tres hombres y dos mujeres, cabizbajos y abatidos.

Los estudiantes se dividieron en dos filas y fueron ocupando el, ya ocupado, espacio detrás de la última fila de asientos, cada uno tratando de hacerse lugar entre los espectadores para poder quedar de frente al estrado.

La exaltación general del público llegó de repente a su fin cuando uno de los magistrados, enjaezado con una fina toga, se puso de pie anunciando que pasaría a leerse la sentencia.

En el noveno día del mes marzo de mil setecientos sesenta y dos, en la Chambre de la Tournelle.

Presente, los Sres. Du Puget de Senaux, presidente y magistrados Bojat, Cassand, Darbon, Cambon y Gaurant.

El fiscal general del rey demandante y representante del mismo, el tribunal interlocutor que dictó sentencia el pasado cinco de diciembre de 1761 y por lado, Jean Calas, Anne Rose Cabibel, su esposa, el hijo Jean Pierre Calas, François Alexandre Gaubert Lavaisse y Jeanne Viguière, criada de la familia Calas acusados del delito de homicidio cometido en la persona de Marc Antoine Calas hijo mayor del acusado.

Vista la sentencia del 5 de diciembre pasado, el procedimiento de los magistrados sobre la misma se hizo junto con la continuación de la investigación hecha por la autoridad de la corte en consecuencia de dicha sentencia en contra de los acusados antes mencionados y de las declaraciones y conclusiones de dicho Procurador General del Rey y el mencionado Calas padre e hijo, Anne Rose Cabibel esposa de Calas padre y los llamados Lavaisse y Viguiere, en la silla de los acusados. El tribunal considera, en virtud de lo que el interlocutor de su sentencia anterior del cinco de diciembre pasado declarara, que el mencionado Jean Calas ha sido encontrado culpable de homicidio por el crimen cometido en la persona de Marc Antoine Calas, su hijo mayor, por lo que, en compensación, se lo condena a ser entregado en manos de un ejecutor de la alta justicia, quien lo dirigirá, descalzo, en camisa y encadenado del cuello montado en un carro hacia su destino frente a la puerta principal de la Catedral de Toulouse.

A estar de rodillas sosteniendo en sus manos una antorcha de cera amarilla encendida del peso de dos libras y que erguido de forma honorable, pida perdón a Dios, al rey y a la justicia de sus crímenes y faltas.

Se lo montará nuevamente al citado carro y se lo llevará a la plaza San Jorge en esta ciudad, al andamio emplazado allí para la ocasión.

Estando de pie se le romperán brazos, piernas, muslos y lomos, luego se lo expondrá en una rueda que se erigirá cerca de dicho andamio, de cara dirigida al cielo para vivir con dolor y arrepentimiento todos los delitos mencionados y servir como ejemplo y dar terror a los malvados, tanto como para complacer a Dios por darle vida a su cuerpo como para extraer de él la confesión de su crimen, cómplices y circunstancias.

Será el dicho Calas estrangulado después de permanecer dos horas en la silla.

Su cuerpo será arrojado a una pira encendida, preparada para este propósito en el lugar mencionado para ser consumido por las llamas, y luego las cenizas arrojadas al viento.

Lo condena al pago de cien soles al rey, declarando su propiedad confiscada a quien pueda pertenecer, separando la tercera parte de la misma a favor de su esposa e hijos.

Ordena dicho tribunal, el hijo de Calas, su madre Anne Rose Cabibel; Gaubert Lavaisse, y Jeanne Viguière presencien la tortura verbal y ejecución y muerte del Sr. Jean Calas y sus destinos diferidos a posterior intervención.

Se informa y ordena que las tasas de la condena del Sr. Calas y los impuestos reservados queden a expensas de sus deudos.

Firmado por los trece honorables magistrados de la corte aquí presente.

Terminada la lectura de la condena, en un muy breve lapso, el magistrado, con semblante adusto, alzó la vista hacia la planta alta del recinto a su derecha y con lentitud fue dirigiendo su mirada hacia el otro extremo observando cada rostro allí presente para terminar su recorrido visual en los acusados.

Anne Rose, que estaba sentada junto a su marido con las manos y los pies encadenados como todos los acusados, recostó su cabeza en el hombro de Jean. Pierre alzó su vista y cerró sus ojos como elevando una plegaria.

El público acogió con algarabía la condena salvo la pequeña Julie, única hija de Pierre, que, en tercera fila, hundía su rostro en el regazo de su madre.

El comerciante Jean Calas y toda su familia a excepción de un hijo, Marc Antoine, eran protestantes calvinistas.

Marc Antoine Calas abjuró la fe que profesaba toda su familia y así estudiar derecho para lo cual requería de carácter imperativo un certificado de catolicidad.

De acuerdo con los comentarios de quienes lo conocieron, Jean era un buen hombre, educado y devoto de su familia. Propietario de un almacén en la planta baja de su vivienda en una de las principales calles de la ciudad. Calas no solo recibía con júbilo cada vez que su hijo mayor Marc Antoine lo visitaba, sino que además le pasaba una pequeña pensión.

La noche del 13 de octubre de 1761, Jean Calas, su esposa Anne Rose, su hijo mayor Marc Antoine, su segundo hijo Pierre y el amigo de este último, Alexandre Gaubert Lavaisse, cenaron en la vivienda.

Luego de la cena Marc Antoine desapareció. Más tarde, cuando el amigo de Pierre se retiraba, bajaron al almacén y encontraron a Marc Antoine colgado de una puerta sin señales de agresión y su saco doblado sobre el mostrador.

Los gritos de su hermano y a continuación los de su madre y los de su padre, que bajaron a ver lo que pasaba, no tardaron en atraer la atención del vecindario. De a poco, un cúmulo de curiosos terminó agolpándose frente al almacén de Calas.

Quizás alguien habrá gritado ¡lo asesinaron! para que, como reguero de pólvora en una sociedad fanática, se esparciera como rotunda verdad el crimen atroz cometido por una familia protestante contra su hijo católico. Y ya nadie dudó.

Marc Antoine, atormentado por su falta de vocación comercial, la imposibilidad de estudiar derecho por no contar con ese bendito certificado de catolicidad y agobiado por deudas de juego, tomó la decisión de quitarse la vida, se suicidó. Así lo gritaba, además, su cuerpo, sin magullones, bien peinado y su saco doblado con dedicación sobre un mostrador.

Pero para una sociedad fanática, supersticiosa, un católico no se suicida y un hugonote puede matar por odio, aunque sea su sangre. ¡Son hugonotes! ¡No tienen alma!

La mañana siguiente a la lectura de la condena amaneció con el cielo encapotado e igual de templada que el día anterior.

De a poco la rutina se adueñó de sus espacios habituales, los pescadores sobre el muelle de la Daurade buscando atrapar un dorado, los estudiantes entrando al colegio Real o al Saint Catherine o a la Academia Real de las Ciencias, los religiosos en sus conventos, los seminaristas en los seminarios. Pero en la Plaza San Jorge, a mitad de camino entre la Plaza Real y la Plaza San Etienne, la rutina no fue la misma, no hubo feria ese día en aquel lugar.

Una tarima amplia se erigió en el medio de la plaza y sobre ella una rueda de carro enganchada en un eje.

Alrededor del mediodía en la puerta del parlamento, donde los condenados habían pasado la noche, subieron a Jean Calas, encadenadas sus manos y piernas tal como había presenciado su sentencia el día anterior, a una carreta. Azuzaron los caballos que tiraban de él y pusieron marcha hacia la primera parada de su suplicio: la catedral de Toulouse frente a la plaza de St. Etienne.

Mientras avanzaba la carreta, tan solo una tabla con dos ruedas y Calas de rodillas sobre ella, a paso de hombre, se fueron sumando vecinos, acompañando la procesión por la Rue de la Pleau.

Al paso de la misma, los niños, como un juego, le tiraban piedras y palos al condenado mientras algunos oficiales de justicia, que acompañaban también a pie la marcha, solían apartarlos y procurar cierto reparo al reo, siempre inclinado con sus dos manos entrelazadas apoyadas en el piso de la tabla.

Calas, descalzo, vestía un amplio pantalón y una camisa sin botones.

A cierta distancia un carromato seguía a Jean Calas. Su esposa, su hijo Pierre, Gaubert Lavaisse, y Jeanne Viguière iban en él. Anne Rose, sollozando, recostaba todo su cuerpo sobre el costado de Pierre, no la podía abrazar, sus manos estaban encadenadas.

Pierre miraba a la pequeña Jeanne, era tan solo una niña que de manera circunstancial trabajaba en la casa de los Calas. Su cara de espanto era indescriptible. Jeanne era de por sí muy delgada pero luego de todos estos meses de suplicio su aspecto se había tornado cadavérico.

Alexandre lloraba también mirando a Pierre.

Ninguno de ellos sabía todavía cuál sería su destino, los magistrados no lo habían resuelto, en el mejor de los casos, quedarían encarcelados de por vida.

A ciencia cierta solo conocían el destino de Jean Calas.

En poco tiempo la caravana alcanzó la plaza San Jorge, la tarima con la rueda contaba ahora, además, con un banco rústico y a su lado un hombre robusto que observaba la procesión que ya sumaba decenas de personas a la par de la carreta y el carromato.

La Rue de la Pleau, que cruzaba toda la ciudad desde la Plaza de San Sernin, tenía un recorrido irregular a partir del Parlamento serpenteando entre la Capilla de los Penitentes Azules y la plaza San Jorge para desembocar en la plaza de San Etienne donde estaba la Catedral de Toulouse.

Allí arribó Jean Calas pasado el mediodía. La multitud que lo acompañaba se unió a la que esperaba frente a la iglesia.

Dos oficiales de justicia bajaron de la carreta a Calas y lo condujeron hasta la puerta de entrada del edificio religioso. Donde lo esperaban otras personas, entre ellos, algunos de los magistrados y un sacerdote ataviado con una cogulla parda y una enorme cruz plateada colgando en su pecho.

El religioso con un libro en la mano dirigiéndose al público repetía sin cesar:

—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.

A Calas le ordenaron arrodillarse de frente a la plaza y con un bastón en su mentón levantaron su cabeza. Jean mantenía sus ojos bien cerrados.

Uno de los oficiales de justicia desde una pequeña pira encendió una antorcha y la acercaron al condenado guiando sus manos encadenadas a que la tome. Las tenía entrelazadas y en su terror no atinaba a desarmarlas.

Lo golpearon con un bastón en la región lumbar y mientras se arqueaba forzaron sus manos a que tome de un extremo la antorcha, habían aflojado su tensión como resultado del golpe.

Uno de los oficiales le repetía:

—Manténganse derecho, honre al Señor.

Calas acomodó su cuerpo con unos movimientos buscando aliviar el dolor del golpe, también le dolían sus rodillas. Encontró que echándose un poco hacia atrás el dolor era más tolerable.

En esa postura, sosteniendo la antorcha, abrió sus ojos.

Pudo ver una plaza repleta. Si bien de rodillas no tenía una perspectiva general, podía ver mucha gente aglomerada a su alrededor. Era desde esa yuxtaposición de rostros en las primeras filas que pudo detectar muchos de ellos familiares, que alguna vez habían visitado su almacén, de haberlos cruzado y saludado en las calles.

Toulouse, su Toulouse lo estaba mirando en ese momento y no había misericordia para con él, para su tragedia, al contrario, lo insultaban y maldecían.

—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.

Vociferaba el religioso, amenazante, frente a la multitud y señalando a Calas.

—Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia.

Así que, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de consuelo.

Y repetía la frase del principio.

—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.

Jean Calas no decía nada, solo procuraba mantenerse en esa posición que aliviaba su dolor.

A su derecha, de pie, estaban los demás condenados observando. Jeanne no se podía tener en pie entonces la obligaron a apoyarse sobre Alexandre quien con sus manos encadenadas ofrecía algo parecido a un asiento para la joven.

El religioso se acercó a Jean y con un fuerte aliento, le susurró

—Vamos hijo, estas ante Dios, confiesa tus pecados, arrepiéntete y tendrás paz tú y tu familia.

Calas lo miró, vio el rostro pálido, fofo y acicalado del sacerdote, hizo como un gesto para hablar mientras el religioso se retiraba despacio con una mueca complaciente y sin dejar de observarlo. De un súbito movimiento, que implicaba la tracción de todo su torso, Jean giró hacia su esposa. Cruzaron miradas. Pudo ver en ella un dolor inmenso y en la profundidad de sus ojos sintió deleitarse con los mismos que supo conocer en un pasado que ya era otro tiempo.

Volvió a girar y miró al sacerdote que permanecía con esa falsa expresión de indulgencia en su cara. Observó a la multitud, a ese grupo de cuerpos apiñados a su alrededor, los vio una vez más. Creyó ver algunos ya en silencio y con cierto desconsuelo hasta que de pronto una manzana podrida explotó con violencia en su parietal derecho, hecho que hizo girar su cuerpo sacándolo de la posición de alivio, entonces emitió un gemido.

Cerró los ojos y dejó caer su cabeza sin pronunciar palabra alguna.

Un sentimiento de frustración se apoderó del religioso que de inmediato hizo un ademán a los guardias quienes quitaron la antorcha de las manos de Calas lo alzaron tomándolo de las axilas y lo llevaron de nuevo a la carreta.

Azuzaron los caballos y la carreta se puso en marcha, esta vez volviendo sobre sus pasos por la misma Rue de la Pleau rumbo a la plaza San Jorge, detrás de ellos el carretón con los restantes condenados.

Menos de doscientos metros separaban a ambas plazas, pero la multitud reunida, que también buscaba desplazarse hacia San Jorge, hacía penosa la marcha.

Calas se había recostado en la tabla, sus rodillas ya no soportaban más su peso y de tanto en tanto desde su sesga perspectiva veía como algún vecino encontraba como acercarse a la carreta y vociferarle algo, entre el griterío generalizado y su dolor, Jean solo miraba sin comprender.

Luego de casi media hora llegaron al pie de la tarima emplazada en el centro de la plaza de manera tal que el público podía ubicarse alrededor de la misma.

Allí, en el extremo izquierdo, junto a un banco rustico y la rueda de carreta, ya se encontraban: el sacerdote, un magistrado y un hombre de contextura física exuberante.

Espesas y voluminosas masas de nubes negras marchaban desde el este, en un cielo cubierto en su totalidad, que al pasar delante de las capas de nubes más livianas que resplandecían por la tenue luz del sol, provocaban lapsos breves pero intensos de oscuridad, casi propia de una noche cerrada.

De un tirón bajaron a Calas haciéndolo caer al piso. Lo ayudaron a levantarse, caminar y subir los escalones de la tarima.

Ahora la gente estaba más excitada, eufórica y un grito unísono dominó en segundos toda la plaza.

—¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!

Casi al mismo tiempo, del carromato bajaron a los otros acusados e hicieron subir a la misma tarima por el otro extremo. Desde el centro de la plataforma dispusieron en orden a la esposa de Jean, a su hijo Pierre y a Gauvert. La joven y débil Jeanne fue subida a la rastra y, mientras el resto era obligado a estar de pie, a ella la dejaron recostada en el suelo a un lado de Alexandre, justo al borde, quedando sus piernas, a partir de las rodillas, colgando a un costado.

El sacerdote tomó la palabra y recordó a todos los vecinos presentes:

—Hoy, Dios, nuestro padre, nos observa. Observa a toda la ciudad de Toulouse. Seremos testigos de su misericordia y perdón ante el arrepentimiento. Tomemos este día de ejemplo.

Y dirigiéndose hacia Calas y en voz alta:

—Bien hijo, sabes de tu condena. Ocho jueces de trece, ante todas las evidencias de tu aberrante crimen, coincidieron con justicia, la justicia del hombre e iluminados por Dios, que eras culpable y esta tu condena. La rueda está aquí para que con dolor y sufrimiento abras tu alma a nuestro padre y confieses, ya no solo tus pecados, sino tus crímenes. Verás hijo, te prometo un regocijo inmenso cuando los brazos del Señor en toda su misericordia te reciban con aquel amor jamás experimentado por hombre alguno en esta tierra.

Calas lo miró y miró a toda la masa expectante delante de él. Habían cesado de gritar como esperando todo aquello que el religioso prometía. Entonces Jean balbuceó:

—...

Su voz estaba apagada, él por cierto creyó haber verbalizado algo, pero los rostros presentes parecían no haberse hecho eco de sus dichos, entonces, frunció el ceño y giró hacia el sacerdote como indagando su respuesta.

El religioso se acercó y le dijo,

—¿Quieres decirnos algo hijo?

Entonces Jean se dio cuenta que no le habían escuchado, giró hacia la multitud, mojó sus labios y repitió:

—Soy inocente.

Se volvió hacia el sacerdote y mirándolo, mientras éste se iba retirando, sabiendo lo que volvería a escuchar, le dijo:

—Soy inocente… soy inocente.

Algo parecido a un sentimiento de desazón se apoderó de todos. La rueda era inevitable, aunque Calas hubiese confesado su crimen en ese instante.

Pero ahora no solo Calas sufriría en la rueda.

De inmediato Jean fue alzado, puesto de rodillas frente al banco y su brazo derecho sobre el mismo mientras el corpulento personaje, que hasta ese momento aguardaba a un lado, se acercó empuñando una maza.

Sin mediar reparo alguno aplicó un certero golpe en el codo del brazo derecho de Calas que lo destrozó al instante sin necesidad de un segundo golpe. Se pudo escuchar el ruido a huesos rotos y a continuación el grito de dolor desgarrador del condenado.

Anne Rose cayó de rodillas sollozando y pidiendo piedad por su marido al sacerdote, a uno de los magistrados, a Dios. Pierre se arrodilló junto a ella y echándose hacia atrás permitió que su madre recostara su cabeza sobre sus muslos.

La multitud permaneció en silencio.

Mientras Calas gritaba de dolor con su brazo derecho desarticulado, el oficial de justicia tomó su otro brazo y lo colocó sobre el banco. Ninguna resistencia hubo de parte de Jean. El mismo golpe fue aplicado en el codo izquierdo y el mismo ruido a huesos rotos resonó en el aire.

La multitud continuó en silencio.

El oficial de justicia lo tomó por las axilas, con sus brazos cayendo a los lados como una marioneta, mientras otro oficial lo tomó de las piernas y las colocó sobre el banco.

El fornido personaje esta vez asestó sendos golpes en las rodillas destrozándolas también al instante.

Calas con sus miembros todos despedazados fue instalado de costado sobre el banco, primero de un lado y sus costillas también fueron destrozadas con otro golpe y luego del otro lado.

En estos últimos el ejecutor pareció no usar demasiada fuerza, buscó ser muy preciso con esos golpes. El condenado no debía morir por heridas internas, sino que debía agonizar unas horas sobre la rueda.

Allí pusieron a Calas a continuación, todo desarticulado y con las costillas rotas. Ataron sus extremidades y su cabeza de manera tal que no pudiera dirigir su vista hacia otro lado, debía ver el cielo mientras pedía perdón por sus crímenes.

Calas sobre la rueda, su esposa e hijo de rodillas, Jeanne tirada en el suelo abatida, Gauvert de pie pálido como un muerto y una de esas nubes negras justo encima. Con esta escena sobre la tarima, el religioso se acercó al centro junto a la rueda y dirigiéndose a Calas dijo:

—Hijo, yaces ahora frente a tu padre. Que tu sufrimiento y tu confesión te exculpen de tu crimen ante el Señor. Hijo, ¡confiesa tu crimen y sus circunstancias!

Luego de estas palabras el silencio expectante invadió ya no solo toda la plaza sino la ciudad. Ni un perro se escuchó ladrar en las calles y hasta las aves desaparecieron de la zona. Solo el llanto infinito de Anne Rose.

Pero no hubo respuestas del condenado. Solo quejidos de dolor.

Luego de un tiempo, el sacerdote repitió los versículos que un rato antes había dicho frente a la catedral mientras Calas sostenía la antorcha.

—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.

Quejidos de dolor y el llanto desgarrador de su esposa era lo único que se escuchaba aquel mediodía, que parecía noche, en Toulouse.

—Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia.

Así que, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de consuelo.

Repitió el religioso ante la multitud que permanecía perpleja de la escena que estaba contemplando.

Luego de casi dos horas de suplicio sin que el sacerdote y los magistrados pudieran persuadir a Calas a que confesara su crimen y el de sus cómplices, de pronto, en esos largos lapsos de silencio se pudo escuchar una palabra.

—¡Dios!

Un lánguido pero nítido lamento encarnado en una corta palabra. Dios. Jean estaba llamando al padre.

—¡Dios mío, misericordioso!

Resonó con mágica claridad en el aire.

El sacerdote elevó sus manos como pidiendo a la multitud que guardara silencio. Anne Rose dejó de sollozar y levantó la mirada hacia su agonizante marido que estaba hablando.

Calas iba a confesar.

—Dios misericordioso llévame a tu lado.

Con todas sus articulaciones destruidas, molido a golpes y con el dolor que ello debía significar, aun así, su dicción era clara y fuerte.

—Padre mío, ante ti comparezco. – masculló el hombre mordiendo el aire. – Yo siempre amé a Marc–Antoine y toda mi familia. – su voz de lamento se alzaba casi suntuosa manifestando el enorme esfuerzo que hacía por hablar, pero de inmediato caía en las sílabas finales donde procuraba tomar el tiempo, ya exiguo, para continuar. – Jamás causé herida alguna a ninguno de mis hijos…. Tú, que todo lo ves, eres testigo de ello.

Te pido que los perdones como yo ya los he perdonado. – suplicó extenuado y con sus párpados vencidos por última vez Jean Calas.

En esos momentos logró filtrarse entre las nubes un rayo de sol que bañó a gran parte de la multitud, estupefacta ante las palabras de Calas en semejante condición.

Anne Rose volvió a bajar la vista y echarse sobre los muslos de su hijo que siguió observando a su padre con un ambiguo gesto de orgullo y compasión.

El sacerdote miró a los magistrados, todos extrañados y confundidos.

El anciano muriendo en la silla, no solo acababa de tomar a Dios como testigo de su inocencia, sino que conjuró que perdonase a los jueces. Aquellas palabras de Calas fueron un mangual azotando a la muchedumbre.

Un ademán de uno de los magistrados a un oficial que se encontraba a un costado, debajo de la tarima, bastó para que este se dirigiera a encender una pira que estaba preparada a un lado del escenario.

El cielo comenzaba a abrirse y ya todo el disco solar era visible.

Calas fue bajado de la rueda y llevado frente al ejecutor de justicia que sostenía una larga faja de cuero.

Jean tenía la cabeza baja y los ojos cerrados, su respiración era lenta producto de todas sus costillas rotas y se quejaba mientras era trasladado. Salvo eso, que indicaba que aún estaba con vida, su cuerpo era no más que una bolsa de órganos, músculos y huesos triturados.

El fornido verdugo lo tomó de atrás por el cuello con la faja y lo estrangulo en segundos.

Los vecinos continuaron en silencio. Ya no se oyeron los gritos de ¡Asesino! que más temprano retumbaron en la plaza Saint Etienne y durante toda la procesión. Muchos se marcharon por las calles que confluían en la plaza San Jorge.

Para cuando llevaron el cuerpo sin vida de Calas a la pira ya casi nadie había quedado en la plaza, solo algunos curiosos, mendigos sobretodo, y el resto de los condenados.

Fue entonces el humo de la pira el que cubrió el sol.











ii

Toulouse, 1781

Había llegado el verano más temprano de lo esperado. Flores y plantas bien preparadas en almácigos e invernaderos se regocijaban con la convincente caricia del sol bien instalado por sobre los robles que bordeaban el jardín.

En él trabajaba Chandler, voluntarioso y eximio jardinero, preparando y tratando la tierra, podando, colocando injertos, retirando flores y plantas muertas, sustituyéndolas por otras y combatiendo plagas. Una actividad diaria exigente para contar con un jardín pleno de vida durante la mayor parte del año.

Julie supervisaba con devoción cada tarea en el viejo jardín de recreo, aunque en esas últimas semanas no podía desempeñar su auténtico talento con comodidad debido a que ya lucía un avanzado embarazo.

A un lado del jardín, alcanzada por dos senderos de piedras, una también cuidada alberca reflejaba, como en salpicones, la luz del mediodía cada vez que un haz incidía sobre la superficie entre los menudos espacios que dejaban las grandes y lobuladas hojas de las azucenas.

Pasando los robles se podía escuchar el traqueteo de carretas en la ruta a Narbona.

El barrio de St. Michel era parte de la campiña tolosana a pocos metros de la Porte du Château, principal entrada al sur del muro que rodeaba la urbe. Barrio de casas de campo con acceso rápido a la ciudad, libre del alboroto diario de una comunidad cada vez más numerosa.

Los niños jugaban cerca de un terraplén, fuente y destino de la renovación estacional de tierra del jardín. La ladera que daba hacia la casa estaba cubierta de una prolija gramínea lo que simulaba con exquisita delicadeza visual el propósito original del talud.

Desde su cima se podía divisar, a través de un claro entre los robles, la ruta a Narbona, la hilera de molinos hidrantes de los campos linderos, más allá Le Chantiers du Bois la popular costa este del Garona, el puerto Garand y hacia el sur, la torre del viejo convento de Les Recolets y una grata lejanía modificada, de tanto en tanto, por la distinción del tránsito de carretas y caminantes.

Julie se sentó en un banco ubicado en el centro del corredor posterior de la casa que ofrecía una vista panorámica de todo el parque.

Vio a su hijo Hipólito y los demás niños correr con el aro por los senderos del jardín y detenerse al pie del terraplén donde las dos niñas del grupo los esperaban, entonces cantaban:


La tour, prends garde

De te laisser abattre.


Nous n’avons garde

De nous laisser abattre.


J’irai me plaindre

Au duc de Bourbon.


Tenía su edad cuando fue testigo, junto a su madre en el parlamento, de la condena de su abuelo Jean Calas. Apenas recordaba ese momento, pero los años subsiguientes fueron dándole forma a las desfiguradas imágenes del pasado y completando su memoria.

El suplicio de su abuelo, no sólo haciendo testigo a Dios de su inocencia, sino que, además perdonando en la agonía a sus ejecutores, cambiaría la suerte de los restantes acusados, en particular su abuela y su padre Pierre.

Su hijo se apartó un momento del grupo y corrió hacia ella. Julie lo abrazó y acarició su cabeza mientras el niño se apoyaba en su regazo.

Hipólito besó el vientre de su madre.

—Madre, ¿cómo se llamará el niño? – dijo sonriendo como sabiendo la respuesta y el curso de un dialogo ya repetido.

—Si es niño, Jean.

—Como el gran abuelo. – replicó con sus ojos bien abiertos y sus cabellos revueltos.

—Sí, como el gran abuelo.

—¿Y si es niña?

Julie suspiró, sonrió y con el dedo índice le tocó la nariz a Hipólito.

—¡Será la pícara Colette!

Hipólito volvió a besar el vientre de su madre y entonces una voz retumbó desde el fondo de la galería.

—¡Capitán Mondine preséntese ante su superior!

Su padre, Jean–Sylvain Mondine, se hallaba al final del corredor.

Miembro de la Guardia Escocesa, pasaba grandes temporadas fuera de casa en servicio del rey. Jean–Sylvain era integrante de un muy reducido grupo llamado Guardia de la Manga que custodiaban al rey de forma tan cercana que su presencia tocaba las mangas del monarca.

Era un hombre alto, de contextura física atlética y porte elegante, sus maneras eran delicadas y estaba dotado de un gran conocimiento general. Calzado con el uniforme de la Guardia de la Manga, casaca roja bordada en oro blanco, lucía como un príncipe.

El pequeño Hipólito se colgó de los brazos de su padre que dejó caer su sombrero. Para el niño era trepar una montaña, montar un coloso. Desde la altura indicó el rumbo hacia su madre que el titán real no tardó en acatar.

No menos entusiasmo reveló Julie al recibir a su marido luego de tres largos meses fuera del hogar. Aunque el rol de guardia real era siempre preferible a cualquier otro militar, en un mundo donde la presencia francesa se podía encontrar en todos los continentes enfrentando las más duras y peligrosas campañas, la guardia real rara vez entraba en acción, el rey poco se movía de su trono en París.

Jean–Sylvain se arrodilló frente a Julie que permaneció sentada. Su altura era tan importante que incluso en esa postura quedaba al mismo nivel que su esposa. Se fundieron en un prolongado beso mientras el pequeño Hipólito los observaba de pie con un semblante de inmensa alegría por la reunión de sus padres.

Él la tomaba con ternura de ambos lados de la cara y la contemplaba un instante para luego volver a besar sus labios. Repitió ese rito dos veces hasta que besó su frente, se incorporó y se sentó a su lado.

Ambos observaron a su hijo de pie frente a ellos. Sonrieron. Entonces el niño se abalanzó y los abrazó.

—Los quiero mucho – dijo Hipólito, mientras besaba en las mejillas a sus padres.

—Nosotros también Hipólito, nosotros también. – replicó su madre. – Anda, ve a jugar con tus amigos, te están esperando.

El pequeño soltó a sus padres, les dejó una última sonrisa en su rosada cara poblada de diminutas pecas y corrió hacia el terraplén donde el grupo festejó su regreso.

Hipólito, al igual que su madre, tenía una piel rosada y su cabello también era propio de un tono rojizo, dependiendo la temporada del año este se aclaraba y era más evidente. Lo mismo pasaba con sus pecas, que a partir de primavera parecían florecer en sus pómulos. De su padre heredaba el físico, era un niño de cinco años alto y naturalmente fuerte. Siempre andaba trepándose en los árboles, saltando entre las rocas cruzando los caudalosos arroyos afluentes del Garona y jugando rudos juegos físicos aún con niños más grandes que él.

Julie de cabellos rojizos era delgada y lucía frágil. En su rostro, tallado con suaves líneas que marcaban sus mejillas siempre teñidas por una rosácea estacional, su pequeña nariz parecía dibujada y sus delgados labios eran apenas una agradable fisura.

De piel casi transparente, el dije de plata de una cruz hugonota, que vestía de niña, sobresalía recostado ya sobre el comienzo de la hendidura de sus pechos, más voluptuosos de lo normal a efectos de su embarazo.

Su abuela se la había regalado pocos años después de la muerte de su abuelo. Aquellos que llevaban la cruz hugonota, símbolo protestante calvinista, eran portadores orgullosos del legado divino de muchos mártires perseguidos y torturados. Jean Calas era uno de ellos.

—¿Cuándo retornas al servicio? – preguntó Pierre sentado en la mesa de la cocina mientras cortaba un trozo de queso.

Jean–Sylvain, frente a él, miró dubitativo primero a Hipólito sentado en un extremo y luego a su esposa en el otro. La pregunta de su suegro daba en el corazón de una contrariedad que venía mortificándolo desde hacía un tiempo.

Entonces dirigiéndose a Julie un tanto taciturno dijo:

—Eh... mi intención era comentarte esto más tarde cuando estemos solos. – hizo una pausa, miró a Pierre y de nuevo a su esposa. – En una semana tengo que partir a Toulon, de allí me embarcaré con destino a América. – Julie lo miró perpleja y apesadumbrada.

—¿Cómo que partes a América? En un mes nace tu hijo. – le reprochó.

El hombre la miró con culpa y estiró su mano para alcanzar la de ella.

—Escúchame, sabes que hace algunos años han reducido el grupo de la guardia, no sé cuánto tiempo más habrá presupuesto para mantenerlo, además pueden cubrirlo con la misma Guardia Escocesa.

Hizo una pausa y continuó explicando su decisión.

—Elegí de joven la carrera militar y de inmediato ingresé a esa guardia de elite que acompaña al rey. Pero lo cierto es que nunca he tenido la oportunidad de entrar en acción.

Esto último molestó a Julie.

—¿Y justo ahora que va a nacer tu hijo te marchas a un destino incierto? – dijo con una voz temblorosa.

Jean–Sylvain la miró con ternura y retomó su explicación.

—En América los colonos declararon su independencia y buscan expulsar...

—¡Eso ya lo sé! – interrumpió enfadada Julie y su padre tomó su mano para calmarla.

—Están en la fase final de su guerra no creo que los ingleses puedan sostener sus territorios en el este…

—Es como dices, su guerra no la nuestra – volvió a interrumpirlo esta vez mirando al pequeño Hipólito que seguía con atención la conversación.

—Estamos apoyando a los independentistas, los ingleses son nuestros enemigos, ¡siempre lo fueron! – replicó enérgico.

Julie se levantó fastidiada y desanimada, se puso a ordenar los trastos de la cocina y echó a llorar. Sabía que ninguna conversación haría cambiar la decisión de su marido.

Jean–Sylvain se levantó y la abrazó por detrás, la besó y apoyó su mentón en su hombro juntando las dos mejillas.

Ella, resignada, acarició su cara con ternura, descansó su cuerpo sobre su pecho y cerró sus ojos mientras él besaba su cuello con igual cariño y colocaba su enorme mano en su vientre buscando también abrazar a aquel otro ser.

—Prométeme algo Jean. – se escuchó, con voz grave, desde la mesa.

La pareja giró entonces en conjunto atendiendo la demanda de Pierre.

—Prométeme algo. – repitió.

Algo extrañado y curioso Jean–Sylvain replicó:

—Sí, por supuesto, dime Pierre.

—Siéntense. – pidió entonces con un gesto.

Julie y Jean–Sylvain volvieron a sus lugares con una ligera sensación de gravedad.

Pierre hizo una pausa y sirvió vino en el vaso de su hija, en el de su yerno y en el suyo. Miró a Hipólito, amenazó con servirle vino también a él y le sonrió. El niño comenzó a reír y su abuelo de le dio un coscorrón cómplice.

—Agua para ti por ahora. – le dijo sonriente y llenó el vaso del niño.

Entonces se dirigió al centro de la mesa, a su hija y a su yerno y levantó su vaso.

¡Salud! – exclamó circunspecto.

Hipólito alzó su vaso, con sus ojos chispeantes, y feliz del momento curioso que su abuelo había generado.

Sus padres se miraron un instante desconcertados mientras Pierre les hacía un gesto para que levantaran sus vasos.

—¡Salud! – exclamaron todos. El niño y su abuelo, bien fuerte, la pareja, vacilante.

Bebieron y Pierre cortó unos trozos de queso que alcanzó a cada uno de los comensales.

—Vamos papá, ¿qué querías pedirle a Jean? – preguntó ansiosa su hija.

Pierre limpió su boca y se dirigió a su yerno.

—Prométeme Jean que se irán de esta maldita ciudad, de este maldito país.

Jean se sorprendió y se echó contra el respaldo de la silla mirando a Pierre como esperando qué más tenía para decirle.

—Prométeme que aprovecharás esta excursión a América para buscar un lugar para Julie y los niños. Que harán nueva vida lejos de aquí.

Su yerno suspiró y cruzaron miradas con su esposa.

Luego de la muerte del abuelo de Julie, Jean Calas; su abuela, Pierre y los otros dos acusados tuvieron diferentes destinos.

Los magistrados quedaron confundidos cuando aquel anciano agonizando en la rueda tomó a Dios como testigo de su inocencia y además le conjuró que perdonase a sus jueces.

Asustados de esa enternecedora piedad con la que había muerto Calas frente a todos los vecinos de la ciudad, y delante del mismo Dios que tanto evocaban, se vieron obligados a dictar una segunda sentencia que contradecía a la anterior, poniendo en libertad a su esposa, a su hijo Pierre, a su amigo Alexandre y a la criada Jeanne. Pero al darse cuenta de la contradicción y que ponía en evidencia el enorme error que habían cometido, tomaron la incoherente decisión de desterrar a Pierre y encerrar en un convento a sus dos hermanas, que por fortuna no habían sido obligadas a presenciar el suplicio de su padre.

Anne Rose quedó, entonces, en libertad luego de: ver morir torturado a su marido acusado de haber asesinado a su hijo mayor, el mismo hijo que había tenido en sus brazos muerto aquella fatídica noche de 1761, su otro hijo desterrado, privada de sus dos hijas y todos los bienes materiales de la familia confiscados.

En ese estado de desamparo total, apelando a un último recurso de justicia, viajó a París. Allí la razón pudo más que el fanatismo y su denuncia fue tomada en serio.

En los tribunales de París, alegatos de los más prestigiosos abogados cuestionaron la sentencia dictada por los magistrados de Toulouse. El caso adquirió una relevancia jurídica sin precedentes que trascendió al resto de Europa.

El mismo rey recibió a la viuda y ante todas las evidencias presentadas por la nueva defensa, que demostraban que Marc–Antoine se había suicidado por deudas de juego y la imposibilidad de terminar sus estudios, por no estar confesado bajo la fe católica, anuló la sentencia. Sus hijas fueron devueltas a su madre, el destierro de Pierre fue anulado y sus bienes reparados más una compensación a cargo del mismo reino.

—Madre, ¿crees que nos mudaremos alguna vez a América? – preguntó Hipólito acostado en su cama. A su lado, sentada, Julie sonrió y removió el cabello que caía delante de los ojos de su hijo.

—¿Qué ciudades conoces de América? – volvió a preguntar el niño.

—Mmm, a ver, déjame ver� Quebec, Montreal, Nueva Orleans… y ya no se más.

La luz proveniente de la habitación lindera proyectaba las sombras recortadas de Pierre y Jean–Sylvain sobre la pared frente a la cama. A medida que se movían, las mismas parecían danzar y, de tanto en tanto, se estiraban por toda la pared y el techo abalanzándose amenazantes sobre Hipólito.

—Madre, ¿le temes a los fantasmas? – preguntó ahora Hipólito sin dejar de ver las sombras.

—No. ¿Por qué he de temerles? – contestó su madre. – A veces los fantasmas sólo quieren jugar.

Julie juntó los dedos pulgares de cada mano con los restantes dedos, elevó primero la mano izquierda e impostando una voz dijo:

—¡Uuuuhhh!

—¡Cállate de una vez pesado! – impostando otra voz con la mano derecha en alto. Hipólito sonrió.

—Chirrr chirrr chirrr – haciendo ruido de cadenas.

—¿Adónde vas con ese ruido?, ¡tienes que echarles aceite a esas cadenas!, ¡mendigo, que eres un mendigo! –dijo esta vez la mano derecha.

Hipólito rio a carcajadas.

—¿Por qué me llamas mendigo?, si a mí me gusta que las cadenas suenen. – ¡Es deprimente!

Contestó una altanera mano izquierda.

—¿Que no ves que el niño no puede dormir? – Hipólito cubrió su cara con la manta.

—Y ahora lo has asustado con tus chirridos. – recriminó el fantasma de la mano derecha al fantasma de la mano izquierda.

—Buuuuuuhh… – la mano izquierda sobre la derecha.

—Oye, que entre nosotros no podemos asustarnos.

Hipólito muerto de risa asomaba solo sus ojos debajo de la manta. Su madre le hizo unas cosquillas y el niño volvió a reír a carcajadas.

—Cuéntame el cuento de la zorra. – pidió esta vez el niño.

El ritual de todas las noches a la hora de dormir.

Julie apagó la vela de la mesa de luz y la pieza quedó iluminada solo por la luz de la habitación contigua. Las sombras del techo palidecieron.

—Resulta que estaba un cuervo posado en un árbol y tenía en el pico un queso. Atraído por el aroma, un zorro que pasaba por ahí le dijo:

—¡Buenos días, señor Cuervo! ¡Qué bello plumaje tienes! Si el canto corresponde a la pluma, tú tienes que ser el Ave Fénix.

—Al oír esto el cuervo, se sintió muy halagado y lleno de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz, abrió el pico para cantar, y así dejo caer el queso. El zorro rápidamente lo tomó en el aire y le dijo:

—Aprenda, señor cuervo, que el adulador vive siempre a costa del que lo escucha y presta atención a sus dichos; la lección es provechosa, bien vale un queso.

Hipólito sonrió una vez más y miró a su madre, que lo arropó y besó en la frente.