Fernando Contreras Castro

Relatos

(Urbanoscopio / Sonambulario / Fragmentos de la Tierra Prometida)

I

Urbanoscopio

A los oídos,

porque por ahí entra el cuento…

Preludio

El urbanoscopio apunta irremediablemente hacia la ciudad.

Entre dos cristales circulares prensados en un anillo, el urbanoscopio captura las imágenes; pero solo son fragmentos, pedacitos de las gentes y las casas y las calles que giran y se confunden entre sí conforme el anillo gira.

Uno se asoma por el otro extremo y mira las imágenes multiplicarse simétricamente en el juego de espejos de su tubo oscuro y todo es confusión: los brazos y los rostros entre las ventanas y las puertas y los colores de los jardines en la pantalla de las noches; revueltas las cornisas de los edificios con el escape de los autos, todo se lo traga el urbanoscopio en su indigestión eterna.

Gira el anillo y descompone las imágenes, y gira omnívoro sobre su eje el urbanoscopio para apuntar a todas partes.

Entre los espejos, el fragmento se vuelve secuencia. Uno se asoma y apunta como un francotirador… la muerte hace girar el anillo una vez, una imagen; la vida lo hace girar de nuevo… otra imagen: un gato se desintegra, una mujer desnuda pasa por una ventana y se desintegra también; solo fueron instantes… una mariposa estalla y un homosexual muere asesinado en su apartamento. La luna anida impávida sobre la azotea de la Corte Suprema de Justicia. Las imágenes no se repiten aunque ese niño nunca cambie y día a día se pare en la misma esquina a esperar la luz roja del semáforo para pedir unas monedas, y el mismo auto pase infinitas veces a su lado sin que el conductor repare en él. Las imágenes son únicas aunque ese niño se multiplique simétricamente entre los espejos y sean cientos de niños pidiendo monedas en cientos de esquinas a cientos de conductores que no repararán en ellos.

El urbanoscopio engulle las golondrinas de los campanarios, las funde con las luces de neón y las difunde en la portada del diario de mayor circulación… En una buhardilla, una pareja hará el amor para siempre en el infinito atrapado entre los cristales… cientos de parejas simétricamente harán el amor en cientos de buhardillas para siempre.

Un hombre cultiva girasoles

¿y espera que yo le crea?

Humo es lo que respira ese hombre. Es humo porque su jardín quedó atrapado entre ese humo que no ofrece a cambio ni el hambre del fuego, ni el canto agónico de la materia que se entrega.

Simplemente el humo tomó su jardín, sitió su casa y poseyó su cuerpo antes de que ese hombre se diera cuenta; porque al pueblo ya lo había tomado la ciudad; a los pueblerinos, los ciudadanos; a las casas, los edificios; a los caminos, las calles y a los coches, los autos… y el humo venía de todo aquello junto. Pero ese hombre ya estaba muy viejo cuando el humo acabó de convencer de gris a todo.

Ese hombre ya estaba demasiado viejo y había pasado su vida entera cultivando girasoles en su jardín.

Por eso no vendió su casa para marcharse a un pueblo de casas y caminos, porque entre ellos, los girasoles todos, se confabularon para darle amarillo clandestino a la calle, a la casa y a sus pulmones; para que no supiera nunca él que mientras planta y planta encorvado sus cientos de girasoles en el jardín que ahora es diminuto, yo lo miro desde la ventana del autobús, lo miro respirar el humo en el jardín de su casa, que ahora es diminuta, lo miro plantar sus girasoles… y ¿él espera que yo le crea?

La niña, su bolsa y uno de esos tipos…

La negra comenzó a trabajar a los once. Las demás, todas un poco mayores, sintieron la competencia. A los doce ya las aventajaba.

Más alta, más bella y más niña que las demás, se paseaba por la esquina que le asignaron, con un paso como el que debieron haber tenido los gatos de los faraones.

Y la gata negra cazó una de esas noches un ratón diminuto que asomó el hocico por una rendija de la pared. Lo cazó sin esfuerzo porque el ratón era tan pequeño que no opuso resistencia: se dejó atrapar y se le quedó inmóvil en la palma de la mano. La negra lo crió en la bolsa de su blusa y cada vez que era abordada, cerraba disimuladamente el broche para que no se le escapara. Con el mismo cuidado, se quitaba la blusa y la colgaba del respaldar de una silla, de modo que durante el trance pudiera vigilar los movimientos que solo ella conocía y nadie sospechaba.

La noche en que el ratón asomó el hocico, ella comenzó a gritar que se le estaba saliendo. El tipo que la había recogido se desconcertó bastante y se aseguró de que estuviera bien adentro; pero ella no dejaba de gritar que se le estaba saliendo.

Tuvo que caminar mucho hasta donde estaban las demás. Llegó con la cara amoratada y un llanto incontenible del que solo se entendía que se le había escapado el ratón.

La interpretación de los sueños

Vos estás a la orilla de un pequeño lago mirándolo fijamente; la profundidad te seduce, tirás una piedra y provocás ondas concéntricas.

No aguantás la invitación de la hondura y te lanzás al agua. Te consumís más y más, vivís el abismo hasta que te comienza a faltar el aire; entonces nadás hacia la superficie.

Con mucho esfuerzo lográs salir y respirar; pero descubrís inmediatamente que la superficie del lago ahora es vertical, que en frente lo que ves es cielo y resbalás.

Durante la caída comprendés que te deslizás por la superficie de un profundo ojo verdusco y que nadabas en la salobre profundidad de una lágrima provocada por una basurilla, algo así como una pedrada diminuta.

Uno de ellos salió volando (el tío Max por cierto)

Solo una vez uno de ellos se ganó el respeto de todos cuando intentó bajar las escaleras (el tío Max, por cierto), no porque lo hubiera prometido (como otros); ni porque no lo hubiera deseado durante mucho tiempo (como todos), sino porque plegó por fin el mismo diario amarillento que solía leer y releer infinitas veces, lo dejó caer y se levantó apoyado en su bastón de cenízaro. Respiró profundamente, exhaló con un alivio milenario y se dirigió a la zona prohibida.

Por más que lo llamaron, por más que todos sonaron sus campanillas de bronce para alertar a las enfermeras o a alguna dama voluntaria, nadie llegó a tiempo para detener a Máximo en su desmesura.

¡Claro!, sucedió lo inevitable: el tío se precipitó desde el último escalón y dio tumbos hasta el descanso donde en efecto, descansó… tumefacto, pero con una inmensa sonrisa y sus hermosos ojos verde musgo mirando ya en dirección del quinto punto cardinal.

El tío llegó con vida al día siguiente y no fue sino hasta media mañana cuando se acogió al beneficio de la muerte. Pero no se le borró la sonrisa inmensa que lo convirtió en el muerto más libre de este mundo.

Edelmira, que lo vio todo desde su silla de ruedas, insistió para siempre en que ella había visto con sus propios ojos cómo a Max le habían salido alas en el instante de la caída, pero que debió haber volado por alguna de las ventanas de abajo porque no lo vio más.

Desde ese día ella siguió tomando el sol con una gorrita de visera que le permitía mirar al cielo, por si acaso Max se acordaba un día de pasar por ahí.

Noticia incompleta

“Mujer madura, casada, madre de cuatro hijos, encontrada aplaudiendo en una esquina”, rezaba el encabezado de un diario vespertino.

Reportaje adentro, se detallaba el shock de la mujer, los esfuerzos de la policía por dispersar a los curiosos y cómo una vendedora de lotería les ahorró el trabajo a los paramédicos al sacar a la mujer de su esquina echándole un vaso de agua en la cara.

No se leía más porque, una vez recuperada, la señora se negó a dar explicaciones. No quiso decirles a los periodistas que un muchacho de la edad de su hijo, el tercero, demacrado, bañado en sudor y tembloroso, la había abordado, le había puesto un puñal a la altura del abdomen y le había dicho entre ahogos: doña… tengo dos días de no hacerle a la piedra…, mientras le apretaba el cuello del vestido y le hacía presión con el canto del puñal.

La señora no quiso decirle ni a su marido que cuando intentó darle la cartera al muchacho, él se la reventó en el suelo de un manotazo mientras le decía aún más agitado: doña… usté nuentiende, llevo dos días de no fumar piedra, doña, apláudame, apláudame, doña.

La señora no le dijo a nadie que así fue como empezó a aplaudir, ni que aplaudió y aplaudió hasta que al tipo se le bajó la angustia, se le aflojó la mano, le soltó el cuello del vestido y finalmente, dejó caer el puñal en la acera y se marchó, pálido como un espanto y tambaleante aún. Un poco más tranquilo… tal vez.

El milagro recurrente de Santa Clara

Los devotos de Santa Clara llegan al Parque Central a eso de media mañana y se sientan de cara al este. Llegan despacito, apoyándose en sus bastones y se saludan con la cordialidad de toda una vida. Se sientan en los poyos de toda una vida a tomar el sol, a reírse de sus miserables pensiones, a repasar palmo a palmo los setenta y pico de años de contemplar la misma ciudad, que nunca es la misma; pero eso sí, atentos todos, atentísimos al efímero milagro que produce la luz del sol cuando se filtra en una falda en el momento en que el paso de la dama abre el telón y el teatro de sombras muestra en escena la magnificencia de un par de piernas que se pierden en las alturas de las caderas celestiales.

La complicidad les cierra la boca a todos hasta que la dama no se pierda de vista, y solo recuperan el habla para exclamar después de respirar profundo: ¡Vieron, se le vio la santaclara!

Los devotos se retiran hacia el mediodía. Como a eso de las siete de la noche se reúnen en el bar de la esquina, en la mesa de toda una vida, ordenan café negro y conversan hasta las diez y media. A esa hora comienzan a partir de uno en uno. Se despiden todos con la esperanza de que al día siguiente no llueva y se produzca otro milagro generoso de la Santísima Claridad.

Luz verde: mujer lejana

La primera bocina escupió algo así como un aviso o una amenaza, que pasó inadvertida. La segunda y todas las demás se dirigieron específicamente a su anciana madre en tonos cada vez más alusivos, hasta que por fin se percató de que era con él la cosa. ¡Natural!, la luz había cambiado mientras él contemplaba absorto desde la ventanilla de su auto una cara entre la multitud, una cara de mujer… una hermosa cara de mujer… un cuerpo de mujer…

Hora pico, embotellamiento insufrible, cada centímetro de la calle había que ganarlo, ¡y un idiota se daba el lujo de dejar pasar el semáforo!

Avanzó lentamente tratando de seguir el paso de la mujer que también se abría camino a duras penas en la acera. Pero la luz verde no perdona y otra cuota de bocinazos lo obligó a continuar, esta vez dejando atrás a aquella hermosa mujer que avanzaba sin saberse observada, aquella hermosa mujer que bien podría haber sido el amor de su vida y que él dejaba irremediablemente atrás porque la maldita luz verde había abierto una hilera y no le quedaba más remedio que acelerar.

Por un milagro de los que rara vez se dan en la calle, alcanzó a ubicar a su mujer en el retrovisor y ahí la poseyó unos instantes mientras se perdía para siempre camino a la oficina, consciente de que había desperdiciado la única oportunidad de su vida de detenerse, abandonar la nave en medio cuello de botella, alcanzar a la mujer y huir con ella a donde no hubiera presas ni bocinas ni malignas luces verdes de esas que lo hacen avanzar a uno hacia un lugar que, en definitiva, no queda adelante.

Centauro

¿Por qué no te venís montado en el caballo? ¡Carajo!, le decía su madre todos los días cuando lo veía llegar tirando por las riendas al animal, rabiando ambos del dolor de pies. Pero él ya ni le contestaba; estaba harto de explicarle a todo el mundo que él y el caballo trabajaban todo el día paseando niños alrededor de la plaza Víquez, que a menudo se montaban hasta tres niños juntos en el pobre caballo, y él no podía decir que no, solo tomaba las riendas y caminaba al paso del animal.

Los dos terminaban exhaustos a las cuatro de la tarde, la hora a la que dejaban de llegar clientes. ¿Cómo se iba a ir para la casa montado en el pobre animal?

Matador de libélulas

Sería porque era el único parque de la ciudad que no había sido reformado desde hacía medio siglo y conservaba su antiguo diseño, con los mismos árboles ahora hasta cuatro veces más altos; o porque era el último también que albergaba a los pájaros que se negaban a anidar en los riscos de los edificios, o porque cada vez que pasaba por ahí reconociendo árboles y pájaros se le desplegaba el alma y se le volvía a estrujar conforme lo iba dejando atrás… Sería por eso, tal vez, que en una de esas divisó una libélula revoloteando a escasos centímetros del césped y tuvo un irrefrenable impulso de aplastarla con el zapato. Era una libélula azul intenso, de alas cuadriculadas, absorta en quién sabe qué.

No alcanzó a aplastarla: la libélula esquivó el ataque y solo se corrió un poco, por lo que volvió a intentarlo de nuevo sin éxito, y la libélula se corrió otra vez y otra vez saltó torpemente sobre ella para fallar, por un pelo, pensó un segundo antes de intentar un nuevo salto y otro y otro de los que alternaba con brazadas en el aire cuando la libélula cambiaba la estrategia y se elevaba sobre su cabeza. Y entre brincos, saltos y brazadas, revoloteó un buen rato hasta caer en cuenta de que estaba danzando una danza transparente de libélula, encandilándose a veces con la luz del sol, a veces con el azul intenso.

Estaba danzando y quiso seguir danzando, y ya no quería aplastar a la libélula, ni atraparla, solo seguir danzando con ella así, frenético, como todo recién converso al libelulismo así, para nada… así, para siempre.

Los novios

Alguien les puso los novios, porque se casaron tan jóvenes, tan jóvenes que por más que acumularon años, nunca dejaron de parecerse a esas parejitas de novios que se besan en los buses. Eran tan jóvenes, tan jóvenes que por más que acumularon años de servicio, tampoco dejaron de parecerse a esos empleados que nunca obtienen la promoción. Su casita era tan chica, tan chica que nunca dejó de parecerse a esas donde los niños juegan a ser adultos.

Al novio lo desplazaron primero; entonces siguieron viviendo con el sueldo de la novia y decidieron dejar definitivamente el café porque consideraron que no solo era un gasto superfluo, sino que era su único gasto superfluo.

Tardaron un mes y tres semanas en superar el dolor de sus cerebros pidiéndoles a gritos aunque fuera una taza al día.

A la cuarta semana de ese segundo mes, desplazaron a la novia. A la quinta semana de ese segundo mes, les cortaron la luz. A la séptima semana de ese segundo mes, les cortaron el agua. A la novena semana de ese segundo mes, los desahuciaron.

Un vecino les regaló una bolsa mediana de café, entonces también se llevaron la cafetera y, como sabiéndolo de antemano, sin decirse nada, los novios se tomaron de la mano y se dirigieron a un precario cercano a un punto de la ruta de bus.

Tuvieron suerte: ¡uno de los tugurios estaba abandonado!

El novio comenzó a desenvolver el hatillo; la novia estiró las cobijas y las sacudió; el novio se devolvió a la casita y regresó con más cosas envueltas en la última cobija; la novia había conseguido varias cajas de cartón; tendieron la cama; el novio improvisó un fogón con un aro de automóvil que encontró por ahí; la novia advirtió que no había nada qué cocinar; el novio fue por agua, prendió el fuego y chorreó un buen poco de café; se lo bebieron sin azúcar y se acostaron a dormir.

Nunca habían estado en un precario.

No pudieron dormir, aunque cada uno fingió para no despertar al otro.

Hacia la madrugada, los novios seguían despiertos y temblaban. Él se volvió al lado de ella, la abrazó y le dijo: Es por el café… ¡es que ya nos habíamos acostumbrado a no tomar!

La red

Los fines de semana el servicio de caballeros no necesitaba para nada el distintivo, cualquiera habría podido identificarlo con solo seguir el olor penetrante que despedía: orina de caballo, más que de caballero. Pero Andrés no podía evitar llenarse los pulmones con una profunda inhalación poco antes de comprobar que ya solo le quedaba la última gota, la que siempre les moja el calzoncillo a los caballeros. Respiraba maquinalmente el olor de sus meadas de cerveza y miraba desconcertado las caras de los que entraban a desaguarse igual que él. Después, regresaba a la barra o a la mesa a seguir mirando caras, a seguir mirando miradas, porque en medio del rompecabezas imposible de los cientos de caras que asistían al bar, otra cara debía, con absoluta certeza, pensaba él, estar buscando la suya con la misma sensación en las tripas.

El servicio de damas no ofrecía tampoco un aire menos letal, pero Milagro no lo inhalaba; por el contrario, trataba de contener la respiración a lo largo de su meada sin lograrlo, por supuesto: también era de cerveza. Mientras, el bajo demoledor de la música a todo volumen le retumbaba en las paredes del útero y le hacía cosquillas en el alma. Alguien allá afuera definitivamente no la iba a encontrar aunque se la topara de frente y le pidiera lumbre para el cigarrillo.

Los dos se retiraban tarde, cada uno por su lado, a veces solos, otras veces con amigos; siempre arrastrando una frustración inexplicable. Siempre y por mareados que llegaran a sus respectivos paraderos, iban directo a consultar con sus ordenadores por si hubiera un mensaje vía e-mail. Se habían enamorado sin confesarse que él firmaba con un pseudónimo femenino y ella con uno masculino.

Como queriendo quemar al sol

A los veintiún años de miseria, Palomo, que lo había intentado todo, aprendió a escupir fuego. Vio a un extranjero hacerlo en el Parque Central y vio que con lo que ganó en un mes le alcanzó para seguir su camino.

Palomo compró una botella de gasolina y empezó a practicar a la orilla del río, por si acaso, les dijo a todos en el barrio, sin hacerles caso cuando le advirtieron que iba a quemar hasta las piedras.

Por supuesto que se quemó la boca. Anduvo muchos días con los labios hinchados y la lengua ulcerada, hasta que aprendió a escupir fuego.

Los escupitajos descontrolados se fueron convirtiendo en llamas de cincuenta centímetros que apuntaban al suelo; los ojos de pánico se fueron convirtiendo en ojos temerarios y el sabor horrible de la gasolina dejó de molestarle cuando por fin se le desensibilizó el paladar. Finalmente aprendió a escupir fuego en dirección del cielo, como queriendo quemar al sol.

Palomo montó su espectáculo en el semáforo del Hospital General, “por si acaso”, pensó el día de su debut, mientras encendía un carbón atravesado por un alambre y daba inicio a su acto luminoso de dragón desmerecido.