Cuando todo haga boom quier estar contigo

Marian Cisterna


© 2020. Ediciones Especializadas Europeas, SL

EEEliteraria

www.eeeliteraria.com

Título según una frase de Tropical Estudio para el restaurante Baobab,

que amablemente la ha autorizado a la autora.

ISBN 978-84-949907-9-3

Todos los derechos reservados, incluyendo, entre otros, conferencias públicas y transmisiones por radio y televisión, incluidas partes individuales. Ninguna parte del trabajo puede reproducirse de ninguna forma (por fotografía, microfilm o cualquier otro medio) o procesarse, duplicarse o distribuirse utilizando sistemas electrónicos sin el permiso por escrito del editor.

 A mis sobrinos, porque gracias a ellos me siento el ser más afortunado de todo el planeta.

“Se debería empezar muriendo y así ese trauma quedaría superado.

Luego te despiertas en un hogar de ancianos mejorando día a día.

Después te echan de la residencia porque estás bien y lo primero que haces es cobrar tu pensión.

Luego, en tu primer día de trabajo te dan un reloj de oro.

Trabajas 40 años hasta que seas bastante joven como para disfrutar del retiro de la vida laboral.

Entonces vas de fiesta en fiesta, bebes, practicas el sexo, no tienes problemas graves y te preparas para empezar a estudiar.

Luego empiezas el cole, jugando con tus amigos, sin ningún tipo de obligación, hasta que seas bebé.

Y los últimos 9 meses te pasas flotando tranquilo, con calefacción central, roomservice, etc. etc..

Y al final... ¡Abandonas este mundo en un orgasmo!”

Quino, padre de Mafalda y humorista gráfico 

Agradecimientos

Mi agradecimientos a EEEliteraria por confiar en este proyecto, por la paciencia que han tenido al esperar que yo estuviera bien y les fuera enviando capítulos y mejoras a cuenta gotas. Gracias especialmente a Joan por hablar sobre mis personajes como si fueran gente que él conoce. Lo veo como a un mago y un profesional que sabe acompañarte en la dura travesía de escribir una novela. Gracias por confiar en mí. Gracias a su equipo, a Lorena Baño, de la que me he enamorado perdidamente por el corazón tan bonito que tiene.

A Laura Fuentes, «Mamá Ingeniera» en las redes sociales, por ser quien habló de mí a EEEliteraria y por ser mi hada madrina y mi antidepresivo más eficaz.

A mi marido, Pablo García, por tener la santa paciencia de aguantarme tal cual vengo de serie, de dejarme mi espacio para seguir escribiendo, comprender mi dedicación a Grupo de Apoyo Hello! y decir “sí” a todos los locos planes que se me pasan por la cabeza.  Incluido visitar a una médium para completar esta novela. Gracias cariño por todo el amor que me das, por lo que me aportas y por esos abrazos ricos que me envuelven y me reconfortan.  Te quiero mucho Bi.

A mi madre Maria Ángeles Pérez y a mi hermana Patricia Cisterna, porque son el motor de mi vida.  Nuestro cordón umbilical sigue intacto y nos conecta.  Os quiero.

A mi familia al completo: la tía Rosamari, la tía Cecilia, Paco, Chema, Rosana, Sandra, Sergio, Nano, Celia, María, Mónica Aurensanz, Maria José, Rosa, Mery, Esther y Rober.  A Ibor, Dexter, Bimba, Cleopatra, Elvis, Dorito y Cocuga porque su amor me hacer renacer siempre y saber que ellos están ahí me hace no tener miedo a nada, mi casa está donde estén ellos. Gracias por no tomaros a mal que siempre gane al juego de las sillas.  Yo no he elegido tener el culo de Kim Kardashian.  Vivan las reuniones familiares, viva Camela y “Cuando zarpa el amor”.

A mis sobrinos, a quienes va dedicado este libro porque son mi magia, mi vitamina S, mis mejores maestros, mis quitapenas, mi todo.  Gracias Paula, Daniela, David, Mateo, Pablo, Carlota, Cayetana, Leo, Alba, Clara, Miranda y Mar.  Ojalá un día sepáis hasta qué punto os quiere la tía y ojalá un día sepa explicaros lo mucho que me dais.

A mi tío Urbano y a Rosa. Gracias por vuestro cariñito rico, por recibirnos siempre con los brazos abiertos, por cada detalle que ponéis para que nos encontremos siempre en casa.  Gracias también a la yaya Amalia, Adriana y Bruno.

A mi tío Ramón Cisterna por creer en mí siempre, siempre, siempre.  Me emociono escribiendo esto, pero gracias también porque gracias a él puedo decir que soy escritora, y escribir me da la vida.  Gracias por darme la mano y hacerme sentir tan cerca de papá.  Gracias a mi tía Merche Viladrich (que me inspiró a ser la mejor Tía Marian), a mis primos Cristina y Alberto. Por más veces juntos.

A mi familia paterna al completo.  A Alcubierre.  A la tierra de mi padre.  A la Posada.

A mi familia política, por darme energía en cada reunión. Por las primadas, las pizzas, las pelucas y la chistorra.  Gracias especialmente a mi suegro Aurelio García, que sé que le va a hacer mucha ilusión ver su nombre en las páginas de un libro (para que el mundo se entere:  Aurelio García es el señor más guapo que ha dado el pueblo de Deza).  Gracias a Lola, que estoy segura que desde donde esté sigue pensando que le ha tocado la nuera más loca del mundo mundial.

A mi hermanísima Tamara Palomo, por el día de Nochevieja de 2019.  Por la estación del Ave.  Por eso y todo lo demás.  Te quiero, a ti, a mi Luca, a David y a toda la familia Palomo Sancho, que también siento como mía.  Gracias por conocer cada rincón de mi ser y ser la voz en ON que ha veces necesito escuchar.

A Esther Puisac.  Sin ella este libro hubiera sido IMPOSIBLE.  Gracias por cada vez que me ha vuelto a poner en marcha.  Gracias por ver la magia donde yo la veía.  Gracias por cada llamada, cada apunte y sugerencia.  Gracias también a Fran Navarro y a mi Lucía.

A Carol Osorio, que es mi Mary Poppins particular.  Mi brilli brilli.  Mi luz al final del túnel.  Para ella, para Maria Jesús, Julia y Manuel también es este libro.

A Noelia Rubio, el corazón más brillante y puro que puedas conocer.  Por cada llamada, cada mensaje, cada infusión de ánimo.  Gracias, especialmente, por dejar que me pinte las uñas en cada encuentro y entender que el olor a esmalte me relaja cuando comenzamos una conversación trascendental.

A Laura Arrondo y Nélida Val.  Porque sí.  Por todo.  Porque me han ayudado a calzarme de nuevo sobre mis tacones, cuando yo pensaba que nunca más volvería a hacerlo.  Por nuestras conversaciones interminables de WhatsApp a las tantas de la madrugada, ahogando risas para no despertar a nuestros maridos y en las que, sin la menor duda, tenemos capacidad de mejorar el mundo.  A Nico y Martina.

A Marisol Fernández Manero por darme el último empujón cuando empecé a flaquear, pensando que faltaba brillo en la novela.  Gracias a eso hoy la tienes entre tus manos.  Gracias también por darme las mejores mechas del mundo mundial.  Tú y yo, del equipo rubio forever.

A Marisa Soriano por ser lectora en la distancia y mil perdones por no enviarte el final.  Ahora ya lo tienes.

A todo el equipo de Restaurante Baobab Zaragoza, donde si vais a comer, veréis el título de este libro en un cuadro que preside la entrada. Gracias por permitirme usarlo para dar nombre a mi segunda novela. Gracias por ser mi restaurante favorito. Y esto es verdad verdadera.  Por supuesto, gracias a Sergio y Alex, de Tropical Estudio, los artistas de dicho cuadro (no dejéis de visitar su web para ver el resto de maravillas que han creado)

A Maribel Medium, quien un día después de escribir el personaje de Vera, apareció en mi vida y me confirmó que, efectivamente, el mundo espiritual está dividido en etapas.  Gracias por tu cariño tan puro e inmenso.  Estaremos conectadas siempre.  Eres mi locutorio favorito con el Más Allá.

A Anne Germain y Rosa Miquel por permitirme pasar una jornada en un evento de mediumnidad.  Gracias Anne por atenderme con tanto cariño y por invitarme a disfrutar de la experiencia de conectar y el consejo de que me dejara llevar escuchando a los personajes.  No voy a olvidar ese día nunca.

Al resto de los que ya no están, que siguen aquí, estoy segura, porque lo siento dando saltos de alegría en mi corazón sabiendo que no nos olvidamos de ellos.

Y a ti, papá, y a la Nona, ya que os he tenido muy presentes en este trabajo y os echo tanto de menos que he dibujado el cielo que más os gustaría, sólo para vosotros.


Prólogo

Esta novela ha tenido una gestación particularmente larga. Si mi primer trabajo “No tires la toalla, hazte un bonito turbante” pude terminarlo en cinco meses y fue un visto y no visto, la obra que hoy tienes entre tus manos me ha acompañado cuatro largos años.

Comencé a escribirla en San Sebastián y de un tirón salieron los dos primeros capítulos. No podía sacármelos de la cabeza y daba la sensación de que ellos mismos me metían prisa para que contara sus historias, hablando unos encima de otros como en un debate de Sálvame Deluxe.

También tuve que soportar que cuando me disponía a trasladar al papel lo que me habían contado, cambiaban de parecer y me narraban otra versión muy diferente, por lo tanto la mayor parte de las veces ni yo misma tenía ni idea de lo que iba a pasar.

No pienses, lector, que estoy como una chota, al menos de momento, ya tendrás tiempo para alucinar un poco más adelante.

En esos primeros meses me encontraba física y emocionalmente bien, pero un poco más adelante, posiblemente por un cansancio acumulado, me adentré en una vivencia personal de la que me costó dos años recuperarme: una depresión.

Yo que me creía la mar de alegre, positiva y fuerte, he experimentado en propia piel lo que es no tener fuerza para hacerme el desayuno.

Me pregunté qué me estaba pasando y de dónde nacía toda esa angustia, pero esto tal vez te lo cuente en otra novela. Entretanto te hago un poco de «spoiler» adelantándote que a día de hoy me encuentro muy recuperada y que afortunadamente “he vuelto a ser yo”, que era una de la cosas que más me preocupaba: no poder volver a encontrarme. He vuelto en una versión 2.0 que ha viajado hasta lo más profundo de mi ser y ha recogido una caja de herramientas que no sabía ni que existía. No agradezco haber viajado hasta allí, pero ya que lo he hecho he de decir que las herramientas me han venido de maravilla.

Durante ese tiempo, esta novela permaneció dormida. Sus personajes respetaron mi descanso y solamente venían a mí para decirme que ya habría momento de rescatar su historia para escribirla, que me recuperara y que ya volveríamos a hablar más adelante.

Y ahora ya puedes comenzar a frotarte los ojos porque lo que te voy a contar es cuando menos alucinante.

Empiezo aclarándote que yo no creía ni dejaba de creer en el Más Allá y me parecía la mar de aburrido que, después de tanta vida, nuestra alma se quedara en nada. Te mueres ¿y ya está? ¿No hay nada más? ¿Pero qué me estás contando?

Ya de niña le propuse a mi abuela Adela que si ella emprendía ese viaje antes que yo hiciera lo posible por presentarse en mi camino en plan fantasma y así ambas demostraríamos que las visitas espirituales existían. Ella, que sí creía en el Más Allá, me respondió que contara con ello y ambas cerramos el trato asintiendo muy convencidas (aunque luego yo le pidiera que intentara no poner voces raras y que no me diera sustos).

A día de hoy no se me ha aparecido físicamente todavía, supongo que andará muy liada, pero la he sentido muchas veces cerca, su recuerdo permanece inalterable en mi memoria y muchas veces me sorprendo hablando con ella en mi cabeza, segura de cuál sería su respuesta.

Esto puede deberse a que nuestra conexión era especial, a que nos conocíamos lo suficiente cómo para saber lo que pensaba la otra y también, claro está, a que de algún modo su esencia sigue conmigo. Es hermoso pensar esto último.

En un principio, la finalidad de esta novela no era hablar sobre la capacidad de los espíritus a comunicarse con nosotros, sino hacer ver que todo el mundo tiene una historia detrás que a veces no se cuenta y que esa historia, sin duda, es lo que marca el hilo conductor de nuestras relaciones.

Si todos pudiéramos conocer el motivo por qué tal o cual persona actúa de un determinado modo, sería mucho más fácil entendernos.

En la novela, el personaje de Ariel puede ver a su familia, conocer cada secreto y escuchar sus pensamientos. Y lo hace sin emitir juicios, una lección que todos deberíamos aprender.

Ésta y no otra era la misión de la novela en un principio, pero a medida que fui escribiendo comenzaron a pasar “cosas”. He entrecomillado la palabra cosas porque fueron un tanto extrañas.

Al principio lo achaqué a casualidades. Que cada uno de mis personajes descritos en la novela se fueran presentado en mi vida real tenía que ser una coincidencia, así que no le presté mucha atención, ya que esto en principio no es raro, porque cuando escribes sobre algo, ese “algo” comienza a invadir tu mundo.

Pero hete aquí que en mi caso se convirtió en algo más:  los personajes aparecían con todos sus detalles, con sus historias, y algunos incluso tal y cómo me los imaginaba físicamente.

¿Te quieres creer que hasta apareció Frida? Tres meses después de contar en el libro cómo Alain se enamora de esa perrita en el Pirineo francés, mi marido y yo hicimos un viaje y justo antes de cruzar la frontera francesa, en mitad de la carretera, una perra exactamente igual que Frida, que se había perdido, nos obligó a subirla al coche y buscar a sus dueños durante todo el día. No caí en la coincidencia hasta que reanudé la escritura de la novela.

Juls, Ferrin, la cafetería de “La Más Bonita” (que descubrió mi amiga Esther Puisac) con su Erika incluida. Las abejas del padre de Ariel, Vera la médium, Julio, Ferrin y la historia de cómo encontraron a Conchita cuando era un bebé, también vinieron a mí.  Apareció incluso el sitio donde los personajes se tiran en parapente (algo que me ayudó un muy mucho a completar la descripción de lugar).

Te dejo solo estos datos (porque hay muchos más) y ahora ya puedes empezar a mirarme como si efectivamente me hubiera zampado una tortilla de setas alucinógenas. No pasa nada,  no te lo tendré en cuenta.

Aparte de todo esto, espero que los personajes te hayan gustado, cada uno guarda un poco de lo que todos somos, de nuestros miedos e inseguridades, así que esa podría ser también la explicación de que traspasaran el papel y visitaran mi mundo.

Primera Etapa 

I Lost my Little girl

(Paul McCartney)

 

Bueno, esta mañana me desperté tarde,

mi cabeza daba vueltas

y sólo entonces me di cuenta…

Perdí a mi pequeña niña.

Oh, oh, oh, oh.

 

Bueno, su ropa no era cara,

su cabello no siempre tenía rizos.

No sé por qué la amaba

Pero amé a mi pequeña niña.

Oh, oh, oh, oh.

 

Bueno, acercaros…

Dejadme contaros su historia,

la primerísima canción que escribí.

 

Bueno, acercaros…

Dejadme contaros su historia,

la primerísima canción que escribí.

 

Bueno, esta mañana me desperté tarde,

mi cabeza daba vueltas

y sólo entonces me di cuenta…

Perdí a mi niña, dije.

Oh, oh, oh, oh.

 

 Bienvenida, mi pequeña niña

 

Sinceramente, esto no es cómo me lo imaginaba. Vamos a ver, que yo he visto «Ghost» mil millones de veces y a mí no me vino a buscar ningún grupo de ángeles de sombras irisadas. Tampoco vi un túnel ni una luz y no me esperaba nadie conocido a las puertas del cielo. Por otro lado, estoy segura que esto no es el infierno. No sabría decir muy bien por qué, pero no, no lo es. Esas cosas se sienten.

Puedo describirte este lugar como una infinita extensión blanca, una inmensidad donde al llegar me encontré sola y confusa, como cuando despiertas de la siesta y descubres que no hay nadie en casa; o esa extraña sensación de aturdimiento al llegar por primera vez a un lugar que no conoces y que te empuja a investigar cada rincón con cautela e interés.

Fue tal mi sensación de curiosidad y asombro que se me olvidó todo: lo que me había ocurrido, lo que dejaba atrás y esta nueva materialización en la que me había convertido. No tardé mucho en percibir que alguien estaba junto a mí y pensé: “Arrea, ¡voy a conocer a Dios en persona!”. Pero no, no era Dios. Esta historia no había hecho más que empezar y por eso te la estoy contando.

-Hola, Ariel, bienvenida –susurró una voz de mujer que escuché de manera cristalina, suave y tranquilizadora. Me giré y no vi a nadie, así que como me había dejado «allí abajo» el bote de las lentillas, achiqué los ojos y seguí buscando.

-¿Qué tal te encuentras? –volví a escuchar.

Me encogí de hombros. No estaba acostumbrada a hablar con una voz en «off» como si estuviera en «Gran Hermano».

-Bueno, teniendo en cuenta que acabo de palmarla, creo que me encuentro bastante bien. ¿Quién eres? –pregunté a la nada con un crujidito que me salió de la garganta a modo de carcajada sarcástica con el que pretendía esconder un miedo atroz que me había paralizado (una reacción muy típica que he heredado de mi madre, no lo negaré).

Y entonces, y con esto sí que vas a alucinar, entre brumas, un ser resplandeciente se fue acercando hasta mí. Te juro que casi me da un parraque porque una figura femenina se volvía cada vez más nítida. La reconocí de inmediato porque era inconfundible, con su característico cabello rubio y el vestido plateado de lentejuelas que llevó en la película “Con faldas y a lo loco”. Ella, la mismísima Marilyn Monroe, se acercaba hasta mí con suave elegancia en cada paso, controlando así su inimitable bamboleo de caderas. Con estola de armiño blanco y todo. Estaré muerta, pero me sigo fijando en esas cosas. En las cosas buenas, bonitas y elegantes.

-¿Eres Marilyn? –pregunté (porque aquí y allí abajo las cosas no son tan distintas: si te encuentras con un famoso tienes que asegurarte antes de quién es, para evitar confundir a Antonio Banderas con Benicio del Toro o a Mercedes Milá con mi querido Martin Gore de Depeche Mode).

Ella ladeó la cabeza e hizo ese esbozo de sonrisa tan peculiar suyo, frunciendo ligeramente los labios, casi temblorosos y enmarcando el gesto con un maravilloso rouge labial mate.

-Seguramente tendrás muchas cosas que preguntarme –intuyó con afinada certeza.

Me hubiera encantado saber si era verdad lo de los hermanos Kennedy, que primero se lió con uno, luego con el otro y también qué pasó realmente esa noche en su casa: lo de los barbitúricos, lo de la llamada de teléfono desde su mansión colonial en Los Ángeles aquella madrugada de 1962, lo de su asistenta o por qué no volvió con su exmarido Joe DiMaggio, con lo majo que era. Pero, ya me vas a perdonar, tenía cuestiones más urgentes que resolver en ese momento:

-¿Dónde estoy? –pregunté abarcando con la mirada aquel inmaculado espacio.

Ella volvió a sonreír con un guiño especial en sus ojos, de tal manera que la máscara de pestañas y el «eye liner» se juntaron tanto que dibujaron dos suaves ondas en su cara.

-Estás en la Primera Etapa.

Y aunque estaba segura de la respuesta, lo pregunté:

-¿La primera etapa? Pero, yo… estoy... yo...yo... estoy, vamos, que yo… -Marilyn alzó las cejas animándome a lanzar al aire la cuestión que ya sabía -¿Estoy muerta?

-Ajá. Sí, Ariel, lo estás –su semblante se encriptó y se tornó serio, tan serio, que fue como recibir un puñetazo en el estómago.

-¿Y no hay marcha atrás? ¿No es un sueño y voy a despertar? –dije con un hilo de voz, como en «Los Serrano».

Su rostro volvió a cambiar. Miró al suelo, luego levantó levemente la cabeza y me miró con una mezcla entre seriedad, pena y ternura a partes iguales.

-No, querida, no hay marcha atrás. Lo siento mucho, Ariel –sentenció con cariño.

Así que esto era más en plan «Lost». Rompí a llorar, porque, aunque no lograba recordar qué había pasado, no pude evitar pensar en mi madre, en mi padre, en mi marido, en mis hermanos… en mi amiga Ferrin, en mi trabajo… pensé hasta en Frida, mi perra, y me precipité en un profundo abismo de pena infinita.

Marilyn vino hasta mí y me abrazó. La suave estola de armiño blanco me acarició la nariz y sí, seguía usando Chanel Nº5 y no el de imitación, por supuesto. El de verdad verdadera. 

 Muchas cosas pendientes

 Las cosas en los últimos meses de mi vida habían sido una auténtica locura. Podría contar que un gran huracán de situaciones inesperadas me había empujado de un lado a otro durante bastante tiempo. Había estado tan ocupada que dos de mis frases más habituales eran “voy de culo” y “perdona, pero no me da la vida”.

La verdad es que morirme justo en ese momento me venía fatal, porque tenía mil cosas pendientes que hacer. Intenté enumerar con los dedos todo lo que no me había dado tiempo de terminar antes de llegar allí. Tenía la sensación de ser como un billón de cosas, pero por más que me estrujaba los sesos, no lograba recordar nada de nada (es esa sensación como cuando sales de viaje y de repente piensas: “Estoy segura de que me he olvidado algo. Algo importante”. Y hasta que no estás en la fila de embarque no caes en la cuenta de que te has dejado las planchas del pelo y te entra como un sudor frío por todo el cuerpo que te deja tiesa). Bueno, pues tiesa, lo que se dice tiesa, ahora sí que estaba tiesa de verdad. Qué mal rollo todo, por favor.

No obstante, ahí en el cielo, el paraíso o dónde quisiera que me encontrara, sentía continuamente una pesadumbre aún mayor en mi interior: “¿Estaría bien mi gente? ¿Qué me había ocurrido? ¿Nos había pasado a todos o solo a mí? ¿Llevaba mucho tiempo muerta o había sido ese mismo día? ¿Quién se haría cargo de mis redes sociales para informar de mi defunción? ¿Sabrían elegir una buena foto o quedaría esto en manos de mi madre que es lo peor para elegir instantáneas? Y sobre todas las cosas ¿quién iba a revisar mi email para atender a las reservas en nuestra cafetería? ¡Nadie tenía la contraseña!”

Cada vez que esas preguntas percutían en mi ser, rompía a llorar devastada por el pánico, y ahí estaba la Monroe, pasándome pañuelos de papel mentolado y acariciando mi espalda. Yo seguía flipada con su presencia, pero como tenía tantas cosas en la cabeza, te aseguro que lo de menos era que el icono del cine de los años cincuenta estuviera conmigo en esa situación.

-Estoy muy preocupada por mi gente –le dije–, mucho.

- Te entiendo –susurró ella–, es normal. Nos pasa a todos al principio.

La miré con curiosidad. Quise saber más. ¿Qué era exactamente eso de la Primera Etapa? ¿Estábamos solas ella y yo? y sobre todo…

-¿Y ahora qué?

Me miró fijamente y comprobé que el azul intenso de sus ojos me recordaba al azul profundo del mar en las playas de Menorca. Y me vi riéndome junto a Alain, mi marido, bañándonos solos y desnudos un atardecer.

-Esta Primera Etapa te servirá para indagar y solucionar las dudas que tengas, pero, sobre todo, te ayudará a descubrir aquello que no has visto hasta ahora. Podrás entender muchas cosas y encajar todas las piezas de tu propia historia. Debes lograr estar en paz contigo misma para pasar a la siguiente etapa.

Me dejó muerta. Bueno, muerta, entiéndeme, es una forma de hablar, claro.

-Ya, ¿y de cuántas etapas estamos hablando? Es para ir organizándome –dije notando cómo cierta ironía coloreaba la frase. No debería hablarle así a Marilyn después de tomarse las molestias de venir a recibirme y todo. 

-Son tres –respondió imperturbable a mi tono de tiquismiquis-. Posiblemente, ésta sea la más complicada.

- Vale -concluí suspirando larga y profundamente.

-Tranquila, Ariel, estoy segura que lo vas a hacer muy bien. Estaré aquí, contigo, para acompañarte y ayudarte en todo lo que necesites. No estás sola, Ariel.


Me hubiera dado igual que fuera quien fuera, como si hubiera sido Imperio Argentina (a ver, que no hubiera estado nada mal tampoco, no te vayas a creer) porque esas palabras, en ese preciso momento, me ayudaron a encontrar algo de paz. ¿Y no es eso lo que busca la mayoría por aquí?

-Mira –prosiguió–, antes de nada, voy a mostrarte algo que creo logrará subirte el ánimo ¿De acuerdo?

Asentí con la cabeza, soltando un pequeño “vale” que sonó a quejido. Me tomó de la mano y pude comprobar la manicura tan perfecta que llevaba: unas preciosas uñas esmaltadas en el rojo brillante de las manzanas de caramelo de las ferias. “Ariel –me dije, ¿qué coño esperabas? Es Marilyn Monroe. ¡Marilyn Monroe! ¿Cómo va a llevar las uñas? Perfectas, perfectas. Ella es perfecta”.

Me sorprendí a mí misma pensando que aún en este estado seguía siendo capaz de fijarme en cosas triviales. Pensé que solo mi amiga Ferrin me hubiera entendido en este sentido. Qué lástima que no pudiera contarle todo aquello a tiempo real. Tal vez durante mi vida en la tierra vi demasiadas películas acerca de cómo sería todo esto o si mi imaginación en esta nueva dimensión se estaba revelando con la información que traía del exterior, pero ambas caminábamos sobre un suelo de nubes tan blancas y esponjosas que parecía el anuncio del queso Philadelphia, ese en el que el mismísimo Dios se relamía de gusto ante una suculenta tostada coronada por una apetitosa y reluciente crema de queso blanco.

Me emocioné de nuevo, por lo del queso Philadelphia, fíjate que tontería. Pero fue la primera vez que caí en la cuenta de que mi mundo, el que conocía como tal, con sus anuncios comerciales, era irrecuperable. 

De nuevo volví a pensar en mi familia, en mi madre, en concreto. Se habría vuelto loca porque siempre dijo que lo peor que podía pasarle era perder un hijo. Ese recuerdo me ahogó. Estaba tan preocupada, asustada y triste que cerré los ojos con fuerza, deseando que al abrirlos me diera cuenta de que todo eso era un mal sueño y que pronto despertaría y aquella cosa tan rara de estar con Marilyn Monroe en el cielo sería lo primero que le contaría a Alain al despertar. Me giraría sobre la cama y me encontraría con su mirada. ¡Dios mío, qué guapo es!

Él me diría (con ese acento francés suyo que arrastra pese a los más de veinte años que lleva en España): “Has vuelto a hablar en sueños”. Entonces yo le preguntaría “¿y qué he dicho?”, porque siempre dudo si he tenido un sueño erótico con Richard Castle, el protagonista de mi serie preferida, y he mascullado algo indebido. Alain sonreiría, me agarraría fuerte y me acercaría hasta él. Me explicaría que no había entendido nada y me imitaría poniendo cara de «tontaquer» con los ojos en blanco y balbuceando incongruencias.

Yo me reiría, porque imaginarme a mí misma en una situación tan penosa y que mi marido me hubiera visto poner esas caras de «lelykelly» conseguía que me retorciera a base de carcajadas.

Recordé lo sexy que estaba Alain al despertar, con su pelo castaño revuelto, sus ojos color miel aún somnolientos mirándome con dulzura, cómo si me acariciasen, y el aroma de su piel, ese olor tan suyo, inconfundible, que se queda en los pliegues de su cuello, en sus mejillas, en su cabello… Y los besos matutinos, que son los más ricos del mundo mundial (siempre y cuando te hayas cepillado antes los dientes, claro) tanto que deseas que te besuqueen hasta decir basta; o sueñas con que llegue el fin de semana para remolonear bien a gusto y desayunar en la cama viendo en la tele las noticias del “24 horas”, con esa presentadora que se equivoca constantemente y a la que de tanto seguirla, le habíamos cogido un cariño especial y la animábamos diciendo “vaaamos, ¡que te atascas! Siiiiigue, siiigue, como si no hubiera pasado nada. Ahí, ¡ole tú!”, como si pudiera oírnos.

-Ya hemos llegado –dijo Marilyn devolviéndome a la realidad de un lugar que aún era extraño para mí. Miré a mi alrededor. Una luz similar a un ocaso nos envolvía y frente a nosotras una barandilla dorada de infinita longitud nos separaba de un vertiginoso abismo.

-Antes de nada –dijo tomándome de las dos manos–, he de preguntarte algo, porque esto puede ser muy duro. Solo te pido sinceridad absoluta, Ariel. Tienes que estar segura de lo que vas a responder, ya que una vez que tomes esta decisión no habrá vuelta atrás, ¿de acuerdo?

Asentí con la cabeza, con convicción, porque yo soy muy de decir que sí a todo y luego, ya sobre la marcha, voy viendo cómo me las arreglo. Marilyn inspiró por esa naricilla suya tan graciosa y empolvada. Cerró los ojos por un par de segundos y, al abrirlos, su intenso azul volvió a clavarse en mí.

-Vas a poder ver a tu familia ahora. Podrás comprobar cómo están, hoy y tantas veces cómo quieras, pero tienes que estar segura y preparada Ariel, porque puede ser profundamente doloroso para ti, ya que…

-¡Quiero! ¡Quiero verlos! –grité descontrolada–. Por favor, Marilyn, por favor, ¿dónde están?

Y diciendo esto corrí hacia la barandilla. El borde se clavó en mis costillas y al asomarme contemplé por primera vez aquella extraña visión panorámica. Era como la imagen del Google Earth, un conjunto de mapas sinsentido, con cordilleras marrones y serpenteantes ríos en vista satélite. Me giré hacia mi compañera:

-¿Dónde están?

Ella se acercó hasta mí.

-Ven, siéntate aquí -me señaló una hermosa butaca doble, de estilo vintage, confeccionada en terciopelo rosa y bordes dorados (estaba descubriendo poco a poco el buen gusto que tienen los diseñadores celestiales, a mi hermano Julio esto le habría flipado). Me dolía la cabeza y sentía los ojos tan hinchados de llorar que empecé a dudar si realmente estaba vivita y coleando porque mi cuerpo pedía a gritos una buena dosis de Ibuprofeno; y una copa de algo. Y eso que solo bebo en contadas ocasiones, aunque a ver quién no bebe en estas circunstancias.

-La primera vez que hice esto fue algo tan doloroso que aún me cuesta hablar de ello -comenzó a relatarme Marilyn-. Hacía poco que había llegado aquí y ahí abajo aún estaban asimilando mi partida. Hubo un gran revuelo.

- Sí, sí, lo sé, lo sé -le dije haciendo una mueca de complicidad y dándole unos golpecitos en la mano. Si Marilyn podía saber quién era yo, era obvio que también sabría que estaba frente a una de sus mayores fans desde la adolescencia. Aunque claro, ¿quién no es fan de Marilyn Monroe?

Ella sonrío con timidez y siguió contándome:

-Cuando alguien se marcha siendo muy joven es muy traumático para las

personas que le quieren. La pena es tan enorme que les cuesta mucho comenzar a recomponerse. Para la gente que nos quiere, el vacío que dejamos es tan inmenso que durante mucho tiempo no hay ni un solo segundo que puedan dejar de sentirse desconsolados.

Volví a llorar. Esta vez sin reprimir el terror. No podía soportar imaginar que los míos sufrieran. Me sentí absolutamente responsable de su dolor.

-Tan solo tengo treinta y seis años Marilyn, treinta y seis, esa no es edad para morirse. Aún tengo mucho que vivir. Es que ni te imaginas la de gente que depende de mí, ¿sabes? –murmuré–. Y tengo mucho que hacer, muchas cosas pendientes que aún no he probado. ¡Solo tengo treinta y seis años!

Marilyn tampoco pudo contener las lágrimas. Supuse que se acordó de que ella también tenía esa edad cuando marchó, recordaría todo lo que dejó pendiente, demostrar que su carrera no estaba acabada, de volver a intentar ser madre y de cómo DiMaggio se había ocupado de todo y lo bien que organizó su despedida. Tal vez hubiera merecido otra oportunidad. Ambas nos miramos. Por su mejilla derecha corría un fino reguero negro de Rímel. Apretó los labios, tomó aire, pasó sus delicados dedos sobre su pómulo, limpió el caminito negro y prosiguió:

-Ha pasado muy poco desde que no estás con ellos. Ten en cuenta que están en mitad de su proceso de duelo y lo que veas o sientas puede ser muy triste. Quiero que sepas que no siempre será así y que irán recuperando la serenidad. Ellos, al igual que tú, necesitan un tiempo. Vuestro tiempo. Y esta parte del duelo no se puede saltar.

-Por eso es tan dura esta primera etapa –dije en un susurro.

-Exactamente.

-Ariel -sonrió y me apretó fuerte las manos–, por eso es la parte más dolorosa -su voz se quebró-. Confía en mí, te ayudaré en todo lo que esté en mi mano.

-Gracias, Marilyn.

-Ah, y llámame Norma –dijo poniéndose en pie y alisándose el vestido-. Ya sabes que esa soy yo.

Pues sí: Norma Jean Baker. En el cielo no hace falta utilizar el nombre artístico.

-¿Estás preparada? –preguntó con un tono de voz decidido y apasionado.

No, no lo estaba, pero quería verlos, de eso estaba segura.

-Lo estoy –mentí.

-Vamos allá.

Me levanté, nos enhebramos del brazo y fuimos de nuevo hacia la barandilla.

 

Primer viaje

 Me asomé y la imagen real de Google Earth empezó a cobrar vida poco a poco, como si todo hiciera zoom y me permitiera bajar, primero lentamente y después un poco más deprisa. El mapa borroso comenzó a tomar formas más reales y nítidas: extensos campos, carreteras, riachuelos y una zona más poblada, con casas, edificios, piscinas en los tejados; y coches, coches en movimiento. Pasé junto a aviones, pájaros, nubes..., todo iba tan rápido que comencé a marearme y tuve que cerrar los ojos. Solo sentía el golpe del viento sobre mis mejillas, como si estuviera cayendo sin paracaídas. Noté tres pequeños tirones que provenían del centro de la tierra: uno, dos, tres y todo se detuvo. Abrí los ojos y reconocí aquel lugar de inmediato. Ahí, justo ahí, estaba mi casa. La imagen se hizo completamente clara y como si un huracán se hubiera tragado mi cuerpo, giró, giró, giró y me dejó en el recibidor.

Estaba mareada y tuve que apoyarme contra la pared con la barbilla apuntando al suelo y los ojos cerrados. Era como si acabara de realizar un loco viaje en noria. Una melodía que reconocí enseguida y provenía del salón me sorprendió: era Guns’N Roses y su «November Rain».

No había visto a nadie y ya estaba llorando. Mi casita. Con los cuadros que había comprado en Turquía colgados en el pasillo, la pareja de pájaros de barro turquesa que me regaló mi amiga Ferrin, las fotos de mi sobrina Alicia en el aparador y la esfinge de Nefertiti que me dio mi madre y que había pertenecido a la abuela Berta. Anduve poco a poco hasta el salón, era como si hubiera pasado una eternidad desde que estuve allí la última vez. Aunque realmente ¿cuánto tiempo había pasado? Estaba como en un “jet lag” celestial. Me paré junto a la puerta, pensando dos veces lo que Norma me había dicho: “Puede ser muy doloroso”. Y aunque pensé que nada podía ser más doloroso que hacerse las ingles a la cera, a punto estuve de darme la vuelta y volver atrás. Justo en ese momento Alain pasó ante mí con una carpeta azul en la mano. Fue tal mi impresión que un golpe seco me dejó inmóvil.

-Cariño, cariño -dije con un hilo de voz-, cariño, cariño, por favor…

Pero él no me oyó. Se sentó en el sofá y abrió la carpeta. Llevaba las bermudas rojas de ir por casa y la sudadera blanca de “I Love Konga” que le regalé en nuestro viaje de novios y que él siempre había dicho que era la cosa más hortera del mundo mundial. Me acerqué hasta él.

-Alain, mi vida. Estoy aquí, cariño, ¿me oyes?

Pero sabía que no, que no podía oírme. Miré sus ojos, nunca le había visto con el semblante tan serio y las ojeras tan marcadas. Bueno, cuando falleció su madre, entonces sí. Era como si no estuviera, cómo si la energía de sus ojos, de su piel y de su aura se hubieran esfumado. Tardó mucho en volver a reír y cuando lo hizo fue como una pequeña explosión que me hizo ver que para él la vida volvía a ponerse en marcha.

Alargué mi mano y le acaricié el pelo. Pude sentirlo (otra cosa en la que los guionistas de «Ghost» se equivocaron: puedo tocar y sentir). Lo hice con sigilo porque no sabía si él podía sentirme también y no quería asustarlo. Pero no, no se dio cuenta. Eso me animó a acariciar su mejilla y a acercarme a él para percibir su calor. Apoyé mi frente en su hombro y le di pequeños besos. Recogí mis piernas en el sofá y me acurruqué junto a él. ¿Qué me había pasado? ¿Qué había ocurrido? No lograba recordar nada. De pronto noté cómo Alain temblaba y acto seguido comenzó a sollozar. Levanté la cabeza y vi cómo se tapaba los ojos con la mano derecha. Había vuelto a ponerse nuestra alianza. Hacía mucho tiempo que se la había quitado porque, según él, no estaba acostumbrado a llevar anillos y temía perderla. Yo también lloré. Dios mío, era todo terrible. Estaba muerta, ¡muerta! Y ya no podía abrazarlo ni consolarlo ni nada.

-Te quiero, cariño –volví a repetir–, te quiero, mi vida, te quiero, te quiero, no llores mi amor.

Justo cuando estaba a punto de desvanecerme de pura tristeza y ahogarme en mis propias lágrimas sentí que algo fresquito acariciaba mi pierna. Miré y me encontré con la mirada de Frida, nuestra perra, y su hocico apoyado en mi pantorrilla. No podía ser, ¿me veía? Me sorbí los mocos y la saludé con la mano de lado a lado. Inmediatamente ella comenzó a mover su cola enérgicamente y a gimotear.

- Frida, ¿me ves?

Ella se agitó aún más y soltó un aullido.

-Vamos, Frida, tranquila pequeña –dijo Alain con voz abotonada y poniéndose en pie–. Vamos a dar un paseo. Frida lo miró, me miró y siguió gimoteando.

-¿Me ves, Frida? ¿Me ves? –y seguí saludándola, chasqueando los dedos, consiguiendo que ladrara y diera vueltas persiguiéndose el rabo. Alain la miraba extrañado.

-Me ves, ¿eh, golfi? –dije acercándome hasta su hocico para darle un achuchón. Las dos estábamos pletóricas. ¡Me veía!

-Vamos, Frida –ordenó Alain dándose dos golpecitos en el muslo–, tranquila, pequeña. Vamos a la calle.

Frida se acercó hasta él y me miró cómo preguntándome si yo también iba a ir.

-Pues, claro que voy, tonta ¡Venga, vamos!

He de reconocer que ese chucho tardó en conquistarme. Alain se había empeñado en adoptarlo cuando lo vio en un caserío donde paramos a comer un fin de semana que visitamos el Pirineo francés. Frida estaba en la puerta tumbada y cuando vio a Alain reaccionó como si él fuera uno de los Rolling Stone y ella una alocada fan. Seré franca: a mí los perros nunca han terminado de caerme bien del todo. Me dan un poco de miedo y bastante grima. Y esa en concreto, más: un anaranjado pelo estropajoso la cubría de cabo a rabo y era una mezcla de golden retriewer, pastor alemán, bulldog francés, caniche, gallina, conejo y monstruo de Tasmania. Estaba cubierta de moscas y tenía los ojos legañosos, uno en verde y otro en azul. La pobre desde luego no había tenido mucha suerte en el aspecto físico, la verdad. Alain jugó con ella, le dijo “¿qué, pasa bonita?” y ese tipo de cosas que se le dicen a los perros cuando te caen bien y no te dan asco.

Entramos a comer, no sin antes advertirle a Alain que se lavara las manos a fondo antes de tocarme a mí o a cualquier otra cosa. El dueño del caserío nos contó que estaba esperando a que se la llevaran. Esa perra había aparecido por la mañana y suponía que algún cazador la había abandonado porque no fuera apta para la caza. Había llamado a la Guardia Civil y éstos le habían informado que avisara a la perrera.

Alain estuvo toda la comida estirando el cuello hacia la puerta y diciendo: “Pobre perra”, y yo le respondía “sí, sí, pobrecilla”, como cuando le das la razón a alguien y quieres quitarte ese tema de encima cuanto antes. A la altura del postre, me puso cara de cura y me dijo: “Tenemos que hacer algo”.

-¿Algo de qué? –pregunté pensando que se refería a lo del congelador de la bodega que no funcionaba o a pintar la casa antes de que se nos echara encima el invierno.

-Con la perra aquella.

-¿Qué perra? ¿La vecina esa que…?

-No, esa perra –y señaló hacia la puerta.

-Aaaahh, no. No, no, no. Olvídate, Alain, esa perra asquerosa se queda aquí.

Me miró con desaprobación.

-Perdón, pobre perra, quería decir -rectifiqué bajo la acusadora mirada del nuevo César Millán, el encantador de perros.

-Bueno, me dijiste que haría falta un buen sistema de alarma para la casa. ¿Qué mejor sistema de alarma que un buen perro, Ariel?

-No. No, no, no, no. Me niego. No. En absoluto.

Miré hacia la puerta y al fondo y al trasluz vi a Frida mirándonos como si supiera que su futuro más inmediato estaba en juego. Qué fea era la jodía.

-No. Es enorme, Alain. Y tiene pinta de estar a punto de palmarla y tener una enfermedad de esas que se contagian de un lengüetazo.

Alain la miró con pena.

-Es preciosa.

Aluciné.

-Alain, tú estás ciego. Es horrible. Parece estar hecha de restos de perro.

Me miró con desdén.

-Parece buena perra –insistió.

-¡Y dale! ¡Cómo si es la Madre Teresa de Calcuta del mundo perruno! En absoluto, Alain, en absoluto. En mi vida te diré que sí a llevarnos a ese saco de pulgas.

El viaje de vuelta se me hizo bastante largo. Alain fue conduciendo y sonriendo todo el trayecto y de vez en cuando yo le pedía que se detuviera, para que pudiera bajarme del coche y recuperar el aliento por la peste que destilaba el interior. Olía a pedo, basura, cadáver y pescado podrido. Frida sonreía también en el asiento trasero. Dos de los tres pasajeros de ese coche, eran los seres más felices del planeta.

Ya en casa ella tardó dos décimas de segundo en demostrarme que haberla adoptado era una mala, malísima idea. Así, para ir entrando en calor, lo primero que hizo fue vomitar en mitad del pasillo, porque a la marquesa el viaje le había sentado mal. Miré a Alain sin decir nada, con el vómito entre él y yo y la perra mirándonos, cómo preguntando que más podía hacer por nosotros.

-Lo recogeré, no te preocupes –musitó Alain–, la pobre ha debido marearse en el viaje.

-La pobre, la pobre –susurré yo–. Con ese olor suyo lo que no entiendo es cómo se soporta a sí misma. Ya la estás llevando al jardín o a cualquier otro sitio donde pueda dormir hasta que esté limpia, aquí no duerme Alain.

Frida me miraba jadeando y moviendo el rabo. Era feliz con tal de estar cerca de su Rolling Stone particular. Reconozco que esa mirada suya hacia Alain me despertó un poquito de compasión porque yo también lo había mirado así cuando lo conocí.

Tras varios días en los que se mezclaron champú de perro, cacas en los sitios más recónditos, pelos, babas, algún cojín destrozado, uno de mis zapatos que desapareció y jamás volvimos a saber de su paradero (aunque en una vomitina me pareció ver un trocito de una suela azul, y cuando miré a Alain con recelo, se limitó a decir que a él le parecía más bien la tapa de un boli Bic) y otras desventuras y aventuras perrunas, Frida fue ocupando un lugar que parecía estar destinado para ella en nuestra familia.

Confesaré que no logró conquistarme del todo hasta que tiempo después, un día al llegar a casa, después de la pérdida del bebé que esperábamos, Frida vino hasta mí y se abalanzó como si quisiera consolarme, como si supiera la pena que estaba atravesando y quisiera decirme que lo sentía mucho porque ella también se había hecho ilusiones de que un bebé iba a llegar a su vida. Y ahí las dos, mi perra y yo, la una gimoteando y la otra llorando, nos unimos en un abrazo reconfortante. Hacía tiempo que quería a ese chucho, pero no me había dado cuenta hasta ese instante en el que sus lengüetazos consiguieron llegarme al alma.

Alain y Frida ya estaban fuera. Frida iba por delante, como siempre, a su bola, y yo aproveché para situarme junto a Alain, mirándolo sin que él pudiera verme.

Los tres caminamos en silencio por el campo. Es lo bueno que tiene vivir en las afueras y tener tu casa en mitad del monte: sales de casa y la naturaleza parece estar esperándote desde siempre. Bueno, en realidad tiene muchas otras cosas buenas, pese a lo que yo creyera en un principio.

Alain se había enamorado de esa casa como se enamoró de Frida y de mí: de un primer vistazo. Un buen día llegó al apartamento tamaño caja de cerillas en el que yo disfrutaba de una apacible soltería (hasta que él llegó a mi vida y decidimos vivir juntos en apacible compañía) y me dijo con desbordante ilusión:

-Ari, he visto la casa en la que nos haremos viejecitos.

Sonreí. Me parecía la mar de romántico que pensara en nosotros dos a tanto tiempo vista. Y seguí sonriendo hasta que escuché la segunda parte de la historia:

-Está en pleno campo, le hace falta una manita de pintura y unos pequeños arreglillos aquí y allá… Quedará perfecta. ¡Te va a encantar!

Le miré de arriba abajo con las cejas arqueadas.

-Perdona, ¿tengo cara yo de querer vivir en el campo? ¿Me va a encantar tanto cómo cuando me dijiste “te voy a presentar a la novia de mi amigo Mario, que te va a encantar” y luego resulta que era la tía más petarda que he conocido hasta el día de hoy o me va a encantar como ese juego de café color diarrea que me regaló tu tía?

Él ocultó una sonrisa, porque el juego de café color diarrea nos había traído muchos momentos de risas tontas y obvió mi afición a quejarme de todo (es herencia de mi madre).

-Te va a encantar, de-ver-dad. Créeme –y me dio un beso de esos de primera cita, porque es muy listo y sabe que me derrito con ese tipo de besos.

Así que fuimos a ver la casa y cuando llegamos pensé: “Ah, vaya, no está tan mal, tiene cuadra”, pero, resulta que no, que “eso” era la casa.

Entonces sí que me enfadé. Me enfadé de verdad. Porque a mí nadie me hace vivir en una cuadra. Por mucho que lo quiera. Por muchos besos apasionados que sepa dar o por muy sexy que sea con ese acento francés suyo. Yo-no-vi-vo-en-cua-dras. Pero, al igual que con Frida, una vez más, fui haciendo un sitio a la posibilidad de ver la casa con otros ojos.

Mi hermano Julio, que es un auténtico artista para decorar espacios, llegó a aquella choza y empezó a pasear piso arriba piso abajo, acariciándose la barba, que completaba con el estilo hipster que hacía poco se había puesto de moda y que ya no hubo manera de quitarle esa barba de leñador.

Y él venga que dale a acariciarse esa mata de pelo, como si así consiguiera que ideas maravillosas brotaran mágicamente para poder llevarlas a cabo.

-Esta casa tiene muchísimas posibilidades, chicos –dijo sin mirarnos.

Alain se giró hacia mí como diciendo: “¿Lo ves?”, pero yo no las tenía todas conmigo y eso que confiaba en mi hermano más que en nadie de este mundo (y del otro), pero es que con solo echar un vistazo a aquel lugar me daban ganas de tirarme de los pelos. Menuda mierda de casa. Así de claro me lo dije para mis adentros.

-Dejadme un par de semanas y os presento mi proyecto –espetó mi hermano pasando de mi amargura interior.

Y al igual que en esos programas canadienses de restauración de casas en los que de la nada salen papeles pintados envolviendo paredes, telas maravillosas convierten sofás aburridos en piezas únicas y pequeños detalles por aquí y por allá alegran una estancia, dieron paso a dormitorios de ensueño, un sótano acabado, salón con espacios abiertos y un jardín con encanto y zona de barbacoa. Asimismo, no con poco trabajo, aquella choza inhabitable se presentó ante nosotros como nuestro nuevo hogar.

Y sí, la compramos. Porque a mí dame un reto, que me vuelvo toda loca. Eso sí, maquíllamelo un poquito antes, por favor. Una cuadra: no. Una App en una tableta de cómo va a quedar: sí.

Nos pusimos manos a la obra y convertimos la idea de mi hermano en realidad (con algún toque personal que se nos ocurrió a última hora) y la casa, en la que pensábamos hacernos viejecitos, nos acogió para tiempo después hacer lo mismo con Frida.

Miré a Alain.

-Así que viudo ¿eh? –hablé en alto.

Caminaba cabizbajo y solo levantaba la vista cada vez que la perra se alejaba demasiado para llamarla con un silbido. Ignoro porque sigue haciendo eso de llamarla así, si sabe que me pone frenética y sabemos que no nos hace caso hasta que corremos detrás de ella con una loncha de jamón en la mano. En cambio, en esa ocasión, Frida vino. Sin jamón ni nada.

-Ah, muy bien, Frida –le dije con ironía-, has esperado a que me muriera para hacerlo. Qué maja, ¿no?

La perra se sentó frente a mis pies. Vi que Alain tenía la vista puesta en un punto incierto del infinito. Al final va a ser verdad que los animales son más listos que las personas. Carraspeé. Me hubiera gustado poder comunicarme con él de algún modo, mandarle una señal en plan: “Eh, guapo, estoy aquí, a tu lado, ahora mismo, y casi me dejas sorda con el silbidito”. “¿Dónde está la médium Anne Germain cuando se la necesita?”, pensé. Y entonces caí en la cuenta de algo y me puse tan, tan, tan contenta que grité.

Frida me vio dar saltos y ella hizo lo mismo (con mucho menos estilo, por supuesto, es bastante torpe) “¡Sí, sí, siiiií!” seguí gritando. Ambas nos agachábamos y saltábamos a la vez. Terminamos jadeando y mirándonos con complicidad.