ÍNDICE

 

Chilango y tenochca

Portadilla

 

Capítulo 1. La trampa

Capítulo 2. ¿Dónde estoy?

Capítulo 3. Ciudad de México

Capítulo 4. Una casa en el cielo

Capítulo 5. El espejo negro

Capítulo 6. La consola

Capítulo 7. El muro

Te cuento que Federico Navarrete...

Te cuento que Alex Herrerías...

Créditos

Contenido

 

Edición digital

Ana María Echevarría
Directora de Literatura Infantil y Juvenil

Valeria Moreno Meda
Coordinación editorial digital

Chilango y tenochca
© D.R. del texto: Federico Navarrete, 2019
© D.R. de las ilustraciones: Alex Herrerías, 2019

Primera edición digital, 2020
D.R. © SM de Ediciones, S.A. de C.V., 2019
Magdalena 211, Del Valle,
03100, Ciudad de México
Tel. (55) 1087-8400
mx.literaturasm.com

ISBN: 978-607-24-3943-6
ISBN: 978-968-779-176-0 de la colección El Barco de Vapor

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La marca SM® es propiedad de Fundación Santa María, licenciada a favor de Ediciones, S. A. de C.V.

La marca El Barco de Vapor® es propiedad de Fundación Santa María.

Conversión de ebook: Capture, S.A. de C.V

Navarrete, Federico

Chilango y tenochca / Federico Navarrete ; ilustraciones de Alex Herrería. – México : SM, 2020
Edición digital – El Barco de Vapor Naranja

ISBN: 978-607-24-3943-6

1. México prehispánico – Literatura infantil. 2. Historias de aventuras – Literatura infantil.

Dewey 863 N38

Para Tomás,

por todo lo que me enseña

F. N.

bolita

CAPÍTULO 1

LA TRAMPA

TODO COMENZÓ UN MARTES TRECE. Roberto recordó muy bien el día, porque todos los martes su papá lo recogía de la escuela y luego paseaban juntos por la Ciudad de México. No obstante, ese día en particular no pudo pasar debido a un problema en el trabajo y apenas le fue posible avisarle con un recado incomprensible que dejó en la dirección de la escuela. El trece lo recordaba porque, en clase de Matemáticas, el señor Domínguez volvió a hablarles de los números primos y les contó que, si bien para los europeos es de mala suerte, era considerado afortunado por los antiguos aztecas o mexicas, pronunciado me-shi-cas, como siempre les insistía.

Durante el recreo, Roberto tuvo otra ocasión de sentirse sin fortuna, pese a lo que pensaban los antiguos pobladores de su propia urbe, la Ciudad de México, acerca de aquella cifra. Efrén, un compañero de clase, llevó a la escuela su nueva consola de videojuegos, la más potente y brillante de todas, justo la que él siempre había deseado con tantas ganas. Durante el recreo, el niño se dedicó a presumir su juguete a sus compañeros; sin embargo, cuando él se acercó para pedirle que le prestara el aparato por unos instantes, lo rechazó con una risotada:

—Si quieres jugar con una consola, pídele a tus papás que te compren la tuya.

Roberto quiso responderle algo, pero los demás niños que hacían cola para ganarse el favor de Efrén y jugar algún videojuego se unieron a sus carcajadas burlonas. Mientras se alejaba humillado, pensó que ni siquiera se atrevería a pedirle un regalo tan caro a sus papás, pues conocía bien los problemas económicos de su familia.

A la hora de la salida de la Escuela Primaria Héroes del 47, en la banqueta del eje vial, se encontró solo y triste, pensando en el número trece y en la mala suerte de que no lo recogiera su papá ni pudiera comprarle el juguete que tanto ambicionaba. Entonces descubrió, detrás del puesto de chicharrones, a los dos niños más pesados de su salón, Nabor y Sigmundo, quienes empujaban al pobre de Efrén mientras le arrancaban su consola entre risotadas y burlas.

En un instante, la indignación ante la posibilidad de que ese par de abusivos se quedaran con el aparato que él tanto deseaba se apoderó de su ser y le impidió pensar bien lo que hacía. Roberto corrió hacia ellos, aprovechó que se hallaban distraídos hostigando a Efrén, y le arrebató la consola a Sigmundo. Escapó por la banqueta llena de vendedores ambulantes y cruzó la ancha avenida, justo cuando se ponía la luz verde, entre los coches que arrancaban y lo maldecían a claxonazos. De ese modo logró que los dos molestones no lo alcanzaran y se escondió entre los puestos de ropa y películas piratas, mientras buscaba a Efrén del otro lado de la avenida para devolvérsela. Desde su refugio alcanzó a ver que aquel niño presumido se subía llorando a la camioneta de vidrios oscuros que siempre lo recogía, mientras apuntaba por el rumbo a donde Roberto había escapado.

Fue así como ese martes trece Roberto se convirtió en un ladrón. Como no tenía la menor idea de lo que podía hacer para aclarar el malentendido, y mucho menos deseaba toparse con Sigmundo y Nabor, no le quedó más remedio que correr hacia su casa. En el camino no dejó de pensar en las mil cosas que le pasarían por quedarse con la consola. Al llegar a su departamento, escondió muy bien su ilegal tesoro en el clóset de su cuarto y trató de comportarse con normalidad mientras comía con su mamá. Incluso hizo sus tareas sin quejarse ni perder el tiempo dibujando superhéroes en su cuaderno, como solía hacer. Sin embargo, una vez que anocheció no resistió la tentación y encendió el reluciente aparato. Claro está, lo hizo a escondidas de sus papás, pues sabía que lo matarían si lo encontraban con algo tan costoso. Tampoco se atrevió a mostrarle su secreto a Fátima, su hermana mayor, porque de seguro también le preguntaría de dónde lo había sacado y él no sabría explicar sus acciones. Era una lástima, pues sabía que a ella el videojuego le resultaría entretenido, ahora que llevaba una semana en cama, sin ponerse de pie debido a un desgarre en el tobillo que se había hecho en su clase de acrobacia.

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Aquello le pesaba tanto que, a cada instante que jugó, brincando sobre obstáculos de colores, escapando de zombis estúpidos y manejando coches demasiado rápidos, no dejó de pensar en Efrén. Era el niño más impopular del salón porque siempre calzaba los mejores tenis y llevaba los juguetes más caros, que nunca le prestaba a nadie. Esa misma mañana apenas había compartido la consola con uno o dos de sus compañeros, y eso a cambio de dinero o comida. Roberto recordó que su mejor amigo, Luis, visitó una vez su casa y le contó que sus papás trabajaban y viajaban tanto que casi nunca estaban con él, y lo dejaban a cargo del chofer y de la empleada. Para sentirse menos mal, solían darle regalos muy caros.

Al imaginar a Efrén solo en su casa inmensa, pensó otra vez en Fátima, quien se pasaba el día acostada en su cuarto con el tobillo lastimado y con un gesto de tristeza, porque su papá le había prohibido volver a la clase de acrobacia, que era su mayor pasión, pues quería convertirse en artista de circo. De nuevo sintió ganas de contarle lo que había pasado, pero se detuvo cuando imaginó sus preguntas: “¿Por qué nunca piensas, Roberto? ¿Por qué siempre haces lo primero que se te ocurre? ¿No será que en verdad querías robarte ese juguete?”.

Como no sabía cuáles respuestas verdaderas podría ofrecerle y no le gustaba mentir, prefirió esconder el aparato mientras se reprochaba una vez más por haberse metido en tamaño lío.

Aquella noche apenas si consiguió pegar el ojo, mientras su mente trataba de encontrar una salida para el problema que había armado. De seguro Efrén les contaría a sus papás, a su chofer o a quienquiera que lo cuidara que él, Roberto, le había robado la consola porque no se la había querido prestar en el recreo. Sin duda su familia o sus empleados se presentarían al día siguiente en la escuela para denunciar el crimen.

Por si esto fuera poco, Nabor y Sigmundo, aquellos bullies, estarían esperándolo a la entrada para arrebatarle el botín y propinarle unos buenos golpes. Lo peor era que nadie le creería que él sólo había querido ayudar a Efrén y que no pensaba robarse el juguete, pues el niño ni siquiera era su amigo y se había burlado de él frente a tantos compañeros. En su desesperación, pensó en pedirle a Luis que lo ayudara a devolverle el tesoro a su dueño, pero decidió que no debía meter a su mejor amigo en sus problemas.

Tampoco deseaba involucrar a su familia. Su papá estaba descontento con su trabajo desde hacía meses, pues nunca le pagaban lo que en realidad trabajaba y hablaba cada vez más de irse a buscar chamba a Estados Unidos con su hermano y sus primos. Para evitarlo, su mamá cubría cada vez más turnos en el hospital. Sin embargo, el dinero no les alcanzaba para nada, menos aún con los doctores de su hermana. No había duda: tendría que enfrentar solo la acusación de Efrén, la furia de Nabor y Sigmundo, los regaños de la directora y del profesor Domínguez, y todas las consecuencias.

Por esas distracciones, en la mañana le costó más trabajo que de costumbre abotonarse la camisa blanca, que su mamá siempre planchaba a quién sabe qué horas de la noche. No quiso ir con su hermana para que lo ayudara a hacerlo, pese a que era una costumbre que mantenían desde hacía años. Cuando se sentó a desayunar, su huevo estrellado estaba frío y la tortilla, dura. Mientras comía con asco y tristeza, llegó a considerar fingirse enfermo y quedarse en cama, hasta que recordó que la verdadera lesionada de su familia era su hermana Fátima y que su papá quería prohibirle que siguiera en la escuela de acrobacia.

Antes de salir de casa guardó el aparato en la mochila como si llevara un objeto radiactivo. En el camino sintió que sus pies pesaban como piedras y que su rostro le gritaba a los cuatro vientos que era un ladrón sinvergüenza. En la puerta de la escuela, Nabor y Sigmundo lo esperaban con rostros de furia, pero logró entrar oculto entre un grupo de niñas de sexto mucho más altas que él. Luego se escondió en el baño y sólo llegó al salón cuando ya había sonado el timbre. Todos estaban sentados. Las únicas sillas vacías eran la suya y la de Efrén. Roberto pensó que de seguro el muchacho estaría en ese momento en la oficina de la directora, acusándolo de ladrón. Sintió ganas de escapar de la escuela, de su casa, incluso de la Ciudad de México, para convertirse en un forajido y vagabundo. Sin embargo, la fuerza de la costumbre hizo que su cuerpo se sentara en su pupitre en forma automática. Entonces cerró los ojos y se imaginó frente a un pelotón de fusilamiento integrado por el profesor Domínguez, la directora de la escuela, el portero don Chon y los papás de Efrén, apenas bajados del avión. Del otro lado estaban sus propios papás, que lo veían con una cara de decepción infinita, mientras Fátima lloraba desde su cama, pues por su culpa nunca podría volver a la escuela circense.

Por fortuna, y también por desgracia, el profesor Domínguez comenzó la mañana con un examen sorpresa de Matemáticas. Esto resultó bueno, porque la mente de Roberto se ocupó en resolver las complicadas operaciones con números primos y no tuvo tiempo de pensar más en el asunto. Y resultó malo porque sus manos temblaban tanto que no lograron escribir bien las respuestas, de modo que entregó una hoja llena de tachones, borraduras y errores. Con resignación, pensó que su promedio bajaría aún más y sus papás tendrían otra preocupación en la vida.

Al final del examen se dio cuenta de que Efrén no había llegado al salón, y le pareció dudoso que tardara tanto tiempo en la oficina de la directora. Además, si lo hubiera denunciado, de seguro don Chon ya habría ido a buscarlo. Aunque el viejo le simpatizaba, con su boca chimuela que siempre hacía bromas e inventaba apodos cariñosos para todos los niños, prefería no verlo ahora. A él lo llamaba Tecolote por sus lentes negros y gordos de pasta, el modelo más barato que habían podido comprar sus papás. Con alivio, supuso que Efrén estaría enfermo, pero entonces se sintió culpable por haberle provocado una nueva dolencia. Se lo imaginó a solas y afiebrado en su cama en forma de coche deportivo, con sábanas de carreras, como las que él siempre había querido tener. De seguro su cuarto estaba lleno de otros juguetes, computadoras y televisiones como los que él tanto deseaba, pero Efrén nada más lamentaba con voz temblorosa la ausencia de su nueva consola, mientras maldecía al ladrón de Roberto.

Sumergido en esos oscuros pensamientos, casi no prestó atención a la clase de Español, y menos a la de Historia. Sólo volvió a la realidad cuando el profesor Domínguez le preguntó los nombres de los reyes aztecas o mexicas, como debía decirse correctamente, los cuales gobernaron en la antigua Tenochtitlan. Aunque a él le encantaba la historia y había estudiado el tema en su libro de texto, dio la respuesta equivocada. Para colmo, dijo que eran “mejicas”, con j y no meshicas, con s