Los grandes capitalistas tuvieron su origen aquí…

En la década de 1770 existía en Birmingham, una vibrante ciudad en el centro del Reino de Gran Bretaña, un club de gentlemen que podrían catalogarse como extraordinarios, por decir lo menos. Esta organización agrupaba algunos de los intelectuales más brillantes de la época y se hacía llamar Lunar Society, la Sociedad de la Luna. Sus integrantes habían elegido tal nombre pues tenían por costumbre reunirse las noches de luna llena, a fin de encontrar más fácilmente el camino de vuelta a casa en medio de la oscuridad… en aquel entonces, en efecto, aún no se había inventado el alumbrado público.

Estos “hombres de la luna” no eran ni unos estrafalarios ni unos eruditos desocupados, puesto que hoy en día figuran en el panteón de hombres ilustres de la Inglaterra previc-toriana. En nuestra época, el más recordado es James Watt, un ingeniero que al mejorar considerablemente la tecnología del vapor sentó las bases para la Primera Revolución In-dustrial. El verdadero promotor del club, un poco menos conocido, era Erasmus Darwin, poeta, botánico e inventor, cuyos trabajos allanarían el camino a las investigaciones de su celebrísimo nieto, Charles Darwin. El filósofo y economista escocés Adam Smith también formaba parte de la pandilla, al igual que el estadounidense Benjamín Franklin, diplomáti-co internacional, pero asimismo inventor y naturalista.

Venían a continuación personajes más “británicos”, como el físico Joseph Black, el in-novador de procesos siderúrgicos John Wilkinson, el químico John Roebuck, el pionero de las fábricas textiles Richard Arkwright… Todos estos gentlemen eran a la vez eruditos, inventores, comerciantes, ingenieros, filósofos, algunas veces “médicos”, a menudo profe-sores, y ejercían funciones diplomáticas o políticas a favor de la Corona inglesa. Pero pa-rece poco probable que hayan tenido relaciones de amistad profunda entre sí, ya que en el recinto del Parlamento o en los mercados emergentes eran ante todo competidores…

Y sin embargo, durante largos años se reunían todos los meses porque tenían una con-vicción en común: una revolución extraordinaria estaba en marcha, una revolución de los procesos de fabricación, de las energías que se utilizaban, de los medios de transporte; en resumen, una transformación de gran magnitud que mucho más adelante recibiría el nom-

bre de Revolución Industrial. De hecho, esta convulsión que sufriría la economía tradicio-nal heredada de la Edad Media —una economía de subsistencia agrícola aderezada con unas cuantas actividades manufactureras anquilosadas—, esta “nueva economía” ocupaba todas sus charlas.

Trasladémonos por unos instantes cerca de aquellos joviales pioneros, reunidos cierta noche de septiembre de 1776 en el interior de los fabulosos locales edificados en los extra-muros de Birmingham por uno de los cofundadores de la Lunar Society, Matthew Boulton, un especialista en la fundición de metales preciosos y monedas.

Alto y seco, con la mirada penetrante y un aspecto de patricio de alta cuna, Boulton alza una vez más su copa de champaña por aquel año tan fausto que ha visto, en la primavera, la publicación de una obra de un integrante del club, Adam Smith, de la cual ya se habla hasta en Rusia: Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones.

Para los “lunáticos” —otro sobrenombre que se endosan estos encumbrados caballe-ros—, este acontecimiento reviste mayor importancia que la conmoción geopolítica mun-dial que acaba de producirse apenas dos meses atrás: la declaración de independencia de las colonias americanas. Esto debido a que los escritos del filósofo Smith se van a difundir entre la élite mundial las realizaciones concretas y las convicciones viscerales de los inte-grantes de la Sociedad de la Luna y, de manera particular, esta certeza: que al mejorar las condiciones de la producción manufacturera gracias al progreso y a los descubrimientos científicos, de aquí en adelante será posible producir mejor, es decir producir a un costo más bajo, lo que se llamaría en la actualidad “incremento de la productividad”. No obstante, todavía queda mucho camino por recorrer, aunque solo sea en lo que se refiere a la organi-zación del trabajo, sobre todo en las primeras fábricas.

Las charlas entre los “hombres de la luna” no son propiamente conferencias. Cada quien, a su manera, se enzarza en una conversación con uno o varios integrantes. Allí se codean patricios del nuevo business”. Hay algo de burla hacia los demás, con un empaque de conmiseración. Las ideas se suceden unas a otras, se insinúan consideraciones políticas en medio del debate, se habla de lo social, pero especialmente en términos de preservar los propios intereses… Tenemos aquí una buena muestra de lo que se conocerá como una asamblea de “los grandes patrones” cuando la expresión pase al lenguaje cotidiano, des-pués de la Segunda Guerra Mundial.

Una vez que se hacen los brindis —de rigor— a la salud de la reina y de Adam Smith (que se ruboriza de placer), Matthew Boulton se dirige a un personaje incluso más resuelto que él a hacer realidad las promesas del progreso. Más bajo y de piernas más cortas que el metalúrgico, Josiah Wedgwood (nacido en 1730) es el principal ceramista del reino. Su mejor cliente es la familia real, y él reina sobre un pequeño imperio de varios centenares de asalariados, lo que resulta considerable para la época.

Separándose de los demás durante unos veinte o treinta minutos para tener un apasionado intercambio de opiniones, los dos pioneros de la industria sostienen una conversación que podría haber sido más o menos así:

—El lord Lieutenant1 está hablando de abrir un nuevo canal fluvial entre Birmin-gham y Gloucester. ¿Le parece a usted algo factible? —pregunta Boulton.

—Es una señal de la efervescencia del momento. Lo que yo digo es que vale la pena emprender todos los proyectos. La apertura del canal entre Birmingham y Wolver-hampton me ha permitido hasta la fecha reducir en un 80% mis gastos de transporte, tanto en una dirección como en la otra —responde Wedgwood.

—Escucha, la próxima etapa debe ser más ambiciosa y las que sigan todavía más ambiciosas. ¿No es lo que siempre hemos dicho en las reuniones de nuestra sociedad? Todos los días salgo de esta misma fábrica, Boulton-Watt (máquinas a vapor). ¿Por qué no pensar en instalar una factoría en un barco? Al aumentar la velocidad del navío los costos bajarían aún más, ¿no es así?

—¡Por supuesto!, pero se me ha metido otra idea en la cabeza.

—¿Ah, sí? ¿Qué idea?

—He estado pensando en las condiciones de trabajo. Pienso en el modo en que mis hombres puedan trabajar de una manera acompasada.

—¿Quieres mejorar aún más su bienestar? Nosotros hemos hecho salir de la miseria del campo a miles y miles de fulanos, con un trabajo garantizado y una paga cada día de Dios.

—No es eso. Estoy pensando más bien en el perfeccionamiento de los métodos de producción. Fíjate, tengo una mano de obra de 278 personas en mi factoría de Etruria2. Y, a excepción de cinco de ellos, todos tienen una tarea precisa que efectuar, una tarea que hemos diseñado para cada uno.

—Desde luego que es algo formidable. Como lo explica Smith, al dividir el trabajo en segmentos aumentamos la producción derivada de esa labor en un factor más que proporcional.

—Pues bien, pienso que para aumentar aún más esa proporción hace falta no sola-mente dividir el trabajo sino también hacerlo repetitivo y supervisar en todo momento el ritmo.

1 Una especie de gobernador que representaba a la Corona.

2 Entre Manchester y Birmingham.

—¿Cómo? ¿Con un tambor batiente, como en una galera?

—¡Ja, ja, ja! No, no es eso. Se trataría más bien de establecer las horas de entrada y de salida, de determinar las pausas de descanso y de alimentación y de emplear capataces para supervisar el funcionamiento de aquel hermoso ensamblaje.

—¡Hay que tener mucho cuidado, mi amigo!, o muy pronto las personas como no-sotros tendremos también órdenes y horarios estrictos que obedecer. ¿Y entonces qué será de nuestra creatividad?

Este diálogo, tan apasionado como verosímil, sin duda habría continuado hasta muy tarde, gracias al refuerzo de algunas botellas de champaña y a la luminosa colaboración del astro lunar.

Resulta, ante todo, muy representativo de aquello en lo que se estaba convirtiendo esta cohorte de innovadores, tan posesos por el trabajo como intransigentes: en “capitalistas” o, para ser más precisos, en “grandes capitalistas”, en “grandes patrones”, como diríamos hoy en día.

¿Grandes hombres? No en lo que respecta a su ética profesional, pues ya se iba viendo que bailaban al son que más les convenía, y menos grandes aún en lo referente a las responsabi-lidades que deberían tener con los rebaños que a partir de entonces van a dirigir. Porque la época en que las órdenes llamadas “naturales” —provenientes de la Iglesia o de los príncipes —reglamentaban la existencia de las poblaciones ha experimentado una revolución. Un nue-vo sistema va a substituir todo aquello. Ese sistema se llama “capitalismo”, pero esto es algo que nadie sabe todavía. Es en organizaciones como La Sociedad de la Luna —y existieron va-rias otras— que no solamente nace la idea del sistema capitalista, sino también que se forma esta categoría tan particular de “patrones”. Son los actores claves de esta nueva economía, la economía capitalista que se preparaba para regir el mundo, que iba a crear sus propios siste-mas rivales —el primero de ellos fue el comunismo— y que más adelante, a final de cuentas, iba a ser el motor de la globalización actual, al mismo tiempo que continuaba respaldando un esfuerzo de mutación hacia un sistema desmaterializado, electrónico.

Boulton, Wedgwood, Watt, Arkwright... son ellos los pioneros del capitalismo moderno, los primeros capitalistas, verdaderamente salvajes en lo que se refiere a la existencia que lle-varon, a sus intuiciones, a sus errores, también a sus excesos, pero sobre todo a sus instintos. Así es, porque todos ellos han captado esta idea clave: una empresa —la palabra “factoría” va a desaparecer velozmente —no puede sobrevivir en el nuevo sistema a menos que crezca y, por lo tanto, debe generar una ganancia para reinvertir de manera incesante, de tal modo que puedan adaptarse a las condiciones que también cambian de manera incesante.

El capitalismo es un sistema exasperante: los que subsisten no son solamente los más fuertes, sino también los que mejor se adaptan. Para forjar su teoría sobre la evolución de

las especies, sin duda alguna Charles Darwin se inspiró en parte en las teorías de su abuelo Erasmus Darwin, e incluso en las ideas de Josiah Wedgwood, con cuya nieta Emma con-traería matrimonio.

El capitalismo nació con la alianza Boulton-Watt y con la difusión de la obra La riqueza de las naciones. Doscientos cuarenta años después, su aventura continúa con la economía digital. Las obsesivas ruedas dentadas de este mecanismo arrollador no son solamente la máquina herramienta o el microprocesador, son también los millones de patrones, grandes o pequeños, que han hecho avanzar (y en ocasiones retroceder) al sistema.

Dentro de estas legiones emerge una élite de “raros”, entre ellos algunos de nuestros hombres de la luna. Son una cuarentena de grandes capitalistas, a veces geniales, a veces agobiantes, que representan una liga de personajes salvajes cuyas carreras sobrepasan las creaciones técnicas y los balances financieros.

Sus biografías insolentes constituyen la parte sumergida del iceberg capitalista. Helas aquí.

primera

revolución industrial

siglo xix

La época de los abuelos fundadores

Los miembros de la muy británica Lunar Society eran inventores y pensadores del nuevo mundo en marcha, pero ¿eran conscientes de ser los primeros grandes patrones de la Historia, en el sentido capitalista del término?

Tipos como Richard Arkwright o Matthew Boulton eran ante todo oportunistas indus-triales que percibían el extraordinario impulso tecnológico como el medio para multiplicar su fortuna y su poder. A lo largo de la Primera Revolución Industrial, la de la máquina a vapor y el ferrocarril, una brigada de pioneros se va a aprovechar de los súbitos avances del progreso tecnológico para consolidar las bases de sus respectivos campos.

Arkwright organizará la fábrica textil, a la que se le prometía un gran porvenir; Boul-ton, la división al infinito del trabajo gracias a la fuerza de las máquinas inventadas por su cómplice Watt. Veremos también el surgimieto de la química industrial (Éleuthère du Pont de Nemours), del banco de inversiones (James de Rothschild), de las redes de trans-porte conectadas (Cornelius Vanderbilt), del turismo internacional (Thomas Cook), de las plantas de acero modernas (Alfred Krupp), del entretenimiento (Phineas Taylor Barnum), de la gran distribución (Aristide Boucicaut), de las fusiones y adquisiciones salvajes (Jay Gould) e incluso de la construcción y obras públicas (Gustave Eiffel).

Sin tener conciencia de ello, estos abuelos fundadores forman poco a poco el rompeca-bezas del sistema capitalista contemporáneo gracias a su capacidad para surcar entre las fi-suras tecnológicas. Sus herederos, distantes de la Segunda y Tercera Revolución Industrial, harán exactamente lo mismo. La única diferencia: las fortunas colosales no se encuentran todavía en la agenda. Habrá que darle cierto tiempo al capital para que se acumule.

Por el momento, nuestros pioneros en levita se hunden en la jungla de un mundo nuevo: el mundo de los negocios. En una época en la que los negocios todavía solían resolverse a punta de pistola, ¿cómo habrían podido respetar las reglas? Las reglas no existían.

Antes de ser los primeros grandes patrones, estos individuos fueron aventureros del business, mezclando una falta de conciencia total con un esplendor definitivo.

Fueron los primeros emprendedores.

Richard Arkwright 1732-1792

el adán de la génesis industrial

Este artesano metomentodo impuso a la fuerza la primera fábrica automatizada en el mundo

Un barbero de profesión, empleado hasta los treinta y seis años en distintas barberías, ¿considerado uno de los padres de la Revolución Industrial? Difícil de creer. Y sin embargo, Richard Arkwright, nacido en 1732 en Preston (Lancashire, Reino de Gran Bretaña), un metomentodo tan regordete como ambicioso, va a sentar las bases de la fábrica moderna, imponiendo, en la década de 1770, la máquina automática para hilar algodón. Y a partir de allí organizará una primera producción en masa basada en la “división del trabajo”, idea muy querida por el filósofo escocés Adam Smith.

En el caos de estos resplandores a veces sombríos, no sabremos nunca si Arkwright inventó realmente la fábrica o si le robó el concepto a un competidor, una práctica muy extendida en aquellos tiempos de bandolerismo intelectual.

A pesar de todo, el reino inglés lo nombró sir, y su leyenda llegaría hasta los salones de clase de los estudiantes británicos. Verdaderamente una hazaña para este decimotercer retoño de una familia de sastres, cuyos miembros jamás pusieron un pie en la escuela y cuya educación se limitó a la enseñanza impartida por una prima en la esquina de una mesa.

Este personaje de naturaleza curiosa sabrá explotar sus talentos ocultos para encarnar en la historia económica una especie de Adam Smith de las fábricas, en su caso fábricas de verdad, al contrario de Smith: el filósofo escocés, padre del liberalismo, era un espí-ritu puro que jamás frecuentó los talleres que describía en sus tratados. El autodidacta Arkwright será de hecho uno de los actores principales del “milagro inglés”, que en las tie-rras del Midland británico de manera enigmática puso en marcha lo que llegaría a ser la Era Industrial. Con el filósofo Erasmus Darwin, el propietario de siderúrgicas Matthew Boulton o el ingeniero James Watt, Darwin participa en las actividades de la Sociedad de la Luna, aquel afable pero intenso club de reflexión creado en Birmingham para propulsar a Inglaterra sobre la órbita capitalista.

Obsesionado por la expansión de su “invento”, Arkwright cubrió Inglaterra y partes de Escocia con sus perversas factorías automáticas en las que treinta mil empleados sudaban la gota gorda por la gloria del rey. Un escritor viajero encuentra que sir Richard Arkwright, hecho caballero por Buckingham, había arruinado considerablemente el paisaje de la ver-de Inglaterra y, sin duda, su propia salud. Como lo cuenta uno de sus amigos de infancia, Arkwright llegaría a ser una caricatura del patrón incansable, obsesionado hasta el agota-miento por el ritmo de sus negocios y de sus cuentas.

¡Este diablo de hombre había inventado también al dirigente desbordado de trabajo!

El imperio de lo peor

Nadie sabe muy bien por qué, pero este chico de peluquerías tenía la pasión del bricolaje y soñaba con penetrar el misterio de las máquinas que transformaban el algodón en hilo. Numerosos prototipos de estos artefactos ya se habían abierto paso en todo el país. Con una intuición astuta, Arkwright se asocia con un relojero (un tal John Kay) para mejorar considerablemente este procedimiento y llegar a patentar una máquina hiladora hidráu-lica: este será el invento llamado water frame (1769), una innovación que cambiará nada menos que el destino de los países occidentales. El concepto consiste en automatizar el hilado de algodón gracias a la fuerza de los molinos de agua (después, años más tarde, del vapor). Richard Arkwright instauró su leyenda creando su primera fábrica automatizada en 1771 en Cromford, en el Derbyshire, ciudad que lo celebra todavía hoy como el equiva-lente de Adam Smith.

Si el filósofo escocés creó la ciencia económica, el industrial inglés es considerado el padre de la fábrica moderna: un lugar en el que los obreros son reunidos alrededor de las máquinas que deben hacer funcionar, cuyos dispositivos aseguran una producción sin in-terrupciones. En este caso, con la invención de Arkwright, el precio de producción de los textiles va a caer en picada, garantizando al Reino de Gran Bretaña una posición de líder mundial. En lugar de descifrar el funcionamiento de una simple máquina a base de agujas, Adam Smith habría hecho mejor en visitar la fábrica en ciernes de sir Richard Arkwright.

Su legado narcisista, ¡gracias!

El meticuloso Arkwright se quedó en los libros de historia (esencialmente anglosajona) por haber sido el primero en demostrar la superioridad de la máquina sobre el artesano. Este invento clave se benefició de la extraordinaria efervescencia que animaba el milagro británico de fin de siglo, cuando toda una legión de inventores, a menudo individuos auto-didactas, iba a lanzar las bases de la revolución de la industria. Si no hubiese sido por pre-cursores como la primera máquina de tejer Spinning Jenny (Hargreaves, 1764) y de conti-nuaciones como el primer telar a vapor (Cartwright, 1785), el amable barbero no hubiera podido triunfar en Cromford y el reino no habría llegado a ser la primera potencia mundial gracias a la fabricación mecanizada del algodón.

Arkwright hacía parte de un todo pero su arrogancia le impidió ver lo esencial: el inven-tor y sus correligionarios sentaron las bases de los morideros industriales que llegarían a ser, algunas décadas más tarde, las fábricas de Manchester o de Liverpool. Esto debido a que el trabajo repetitivo es contrario a la naturaleza humana. Si los necesitados del siglo XVIII buscaban ávidamente un trabajo, habrían de penar tratando de apaciguar la cadena de montaje.

He aquí por qué el rimbomante precapitalista, más cínico que pragmático, va inmedia-tamente a recurrir a la mano de obra infantil. En las fábricas mecanizadas del afable sir Richard Arkwright, los niños, empleados desde los seis años, trabajaban desde las seis de la mañana hasta las siete de la noche. Inmensamente rico, Arkwright hacía construir para sus obreros casas de campo cercanas a sus fábricas con el fin de estar seguro de tener pe-queños brazos disponibles, una mano de obra más dócil y más adaptada a sus endemonia-das máquinas. Estas generarán la gran miseria industrial del proletariado occidental y la aparición del marxismo. Es solo en 1991 que la última fábrica activa creada por el industrial inglés, la Masson Mill, inaugurada en 1883, cerrará sus puertas.

la anécdota reveladora

“El barbero subterráneo”, así se llamaba la primera tienda de Richard Arkwright en el Manchester de los años 1750, ¡simplemente porque el energúmeno, único en su especie, se había instalado en el subsuelo! Su covacha conocerá rápidamen-te un gran éxito: el futuro sir Richard Arkwright recortaba las barbas por un solo penique, o sea la mitad del precio de sus competidores. Un día, un zapatero con la barba de una semana lo obliga a usar dos cuchillas y le toma un montón de tiem-po, Arwkright le confía su secreto: construir una máquina que revolucionará Inglaterra. ¿Cuál? No tiene todavía idea. Como muchos inventores improvisados de la época, alardea con descubrir el movimiento perpetuo… como quien dice, cazar al unicornio. En cualquier caso, economiza ferozmente y comienza incluso una acti-vidad de tráfico de cabello (para confeccionar y comercializar pelucas) con el fin de constituir su primer capital.

1769

Deposita la patente de su primera máquina hiladora automática (hidráulica).

Matthew Boulton 1728-1809

el apasionado de la máquina a vapor

El primero de los business angels, este ferretero de lujo daría a Inglaterra

los medios energéticos para su desarrollo

Ver su retrato adornar los nobles billetes de cincuenta libras esterlinas más de dos siglos después de su muerte, ¡esto equivale a un viaje sin regreso hacia la eternidad! Es lo que le sucedió al metalurgista inglés Matthew Boulton, nacido en 1728 en Birmingham (Reino de Gran Bretaña). Inglaterra le debe numerosas de sus piezas de moneda y, sobre todo, la introducción de la máquina a vapor en la economía, lo que equivale a decir el carburante de la Revolución Industrial. A partir del 2011, su amable perfil aparece impreso en los billetes de cincuenta libras junto a aquel de su amigo y asociado, el inventor James Watt, un honor que comparten con gigantes como Charles Darwin o Adam Smith, el autor de La riqueza de las naciones, libro de culto del liberalismo entonces naciente.

Porque si bien Boulton es un ilustre desconocido fuera de Inglaterra, es un personaje que hace relumbrar la imaginación de los jóvenes ingleses aspirantes a ser emprendedores, un poco como su cuasi contemporáneo Richard Arkwright.

Al principio, este advenedizo no desprovisto de medios incrementa sus bienes haciendo fabricar pequeños objetos de decoración en metal para ingleses ricos que no saben muy bien qué hacer con sus peniques. Un ferretero de lujo, en suma.

Su destino cambia por completo cuando, para pagar su deuda, un acreedor le deja los derechos de explotación de la patente de una máquina completamente nueva, un artefacto que utiliza la fuerza del vapor del agua. Su inventor no es otro que el sabio James Watt, el padre inglés de esta tecnología (originalmente experimentada por el francés Denis Papin), proeza que iba a transformar el mundo.

Con esta criatura de hierro bautizada como máquina a vapor, el metalurgista Boulton tiene la iluminación de implantarla en todo el paisaje de los Midlands, utilizado todo su peso político para hacer prorrogar la patente de su nuevo asociado. El Parlamento no tiene mucho motivo para negarle su pedido a aquel hombre que va a poner también un poco de orden en el gran bazar de la circulación fiduciaria de la época. Boulton es también célebre como fundador y animador de la Lunar Society, esta antecámara de los eruditos desquicia-dos que llegaron a imaginar las “luces industriales”.

A fin de cuentas, presentar su retrato en el dorso de la efigie de la reina puede verse como una justa retribución.

el caso industrial

james watt, su fiel asociado

Con Matthew Boulton como business angel, el inventor James Watt ha gana-do su tiquete a la posteridad. Sin embargo, su compatriota escocés, el filósofo y economista Adam Smith, le había declarado que su invención —una máquina funcionando con vapor ¡no serviría jamás para nada!

Una vez que su patente fue comprada de nuevo por el metalurgista de Soho, Watt se consagra a desarrollar para la industria esta fuente de energía en un país rico en carbón. Su trabajo consiste en mejorar sin cesar los rendimientos de esta innovación, por ejemplo, creando una cámara de condensación separada para disminuir filtraciones de calor. A comienzos de siglo, en 1800, quinientas máquinas de vapor patentadas por el dúo Watt-Boulton equipan Inglaterra.

El imperio de lo peor

Nacido en una ciudad con una larga tradición metalúrgica, el joven Boulton es como un pez en el agua en el humo ácido de los talleres de esmalte o de doradura con mercurio de la empresa familiar. Convertido en joven cabeza de familia tras el deceso de su padre y con una buena dote recibida por matrimonio, Boulton comenzará por erigir lo que se convertirá en la fábrica más grande de la parte norte en Soho, o suburbio de Birmingham, con un estilo palaciego (dicho de otro modo “kitsch”) que es necesario asumir.

El individuo es de carácter ambicioso: incluso antes de encontrarse con James Watt, y por lo tanto con su destino, quiere hacer de su Xanadu manufacturero un epicentro del business en el cual joyas, medallas y otros adornos de metal, preciosos o no, serán produci-dos con una cadencia rápida en beneficio de ricos clientes, respondiendo a menudo a pedi-dos desde los países vecinos.

Como si nada, este pionero de los grandes capitanes de la industria practica ya un em-brión de división del trabajo. Cuando comienza con su amigo Watt la actividad de cons-trucción de máquinas a vapor destinadas a poblar una Inglaterra industrial en pleno auge, el ingenioso Boulton ve bien la inmensa ventaja competitiva de la cual dispone: el monopo-lio, hasta 1799, de la entrega de las primeras máquinas a vapor en serie. De estos artefactos, el astuto dúo saca una preciosa regalía, calculada no como un arrendamiento sino indexada sobre el “menor-consumo” de carbón en relación a los modelos de máquinas anteriores, ¡bastante más glotonas de energía!

Mejor aún: si bien la sociedad Boulton-Watt vende artefactos ahorradores, impone también por primera vez la idea de que se debe formar el personal para su utilización y dar seguimiento al desempeño de las máquinas en el transcurso del tiempo. En suma, bajo el reinado de Jorge III, son inventados los ancestros del control de calidad y del servicio posventa.

Protegida por sus patentes, y por lo tanto protegidos sus conocimientos, la casa madre de Soho comienza a exportar sus máquinas hacia operadores ciertamente muy prestigio-sos, pero bastante incapaces de manipular semejante artefacto, cuyo modo de empleo nos parecería sin duda tan transparente ahora como los botones del Millenium Falcon en Star Wars. Así es como en 1802, cuando el instituto real de emisión de moneda de San Peters-burgo compra una Boulton-Watt, se le envía junto con ella al propio sobrino del patrón con el fin de hacerla funcionar y de hacerle mantenimiento durante tres años.

Su legado narcisista, ¡gracias!

Como Richard Arkwright con su máquina hiladora automatizada, Matthew Boulton se be-neficia de la efervescencia intelectual de todo un país para imponer su versión de la mila-grosa máquina, base de la revolución de los negocios: la máquina a vapor.

Pero contrariamente al barbero de Manchester, su experiencia como fabricante hará de él un industrial con una carrera impregnada con un mínimo de ética profesional (rechaza des-de el comienzo el trabajo infantil) y mejor administrada (cuidará toda su vida sus apoyos políticos).

Único fracaso: una descendencia un tanto caótica. Se casará con su propia cuñada que le dará dos hijos aparentemente incapaces de continuar la aventura de emprendimiento de la familia. Uno de estos, asociado a uno de los hijos de James Watt, intentará en vano sobrevivir hasta la segunda mitad del siglo XIX.

El cliché de la segunda generación que desarrolla el negocio fundado por la primera (antes de que la tercera lo dilapide todo) no se ha dado en este caso.

la anécdota reveladora

En los umbrales de la Revolución Industrial inglesa, las piezas de moneda en circulación, el penique o los pence de bronce, por ejemplo, son verdaderas calami-dades para el reino: cuando no son falsas, son pésimas realizaciones arruinadas por la ausencia de control de calidad. ¡Difícil transformar el mundo con una chatarra semejante!

Boulton, desde su sede de Soho, propone entonces a las autoridades subcontra-tar la acuñación de bellas y redondas piezas. Gracias a sus máquinas a vapor, co-mienza a producir cientos de toneladas de una moneda muy difícil de imitar, y sobre todo comienza a entregarlas muy rápido al Tesoro, por la mitad de los costos que se estilaban en aquella época.

Cansada, sin duda asustada por tanta modernidad, la Roya Mint (el Instituto Monetario Real) esperará diez años antes de hacerle un pedido. Boulton deberá, por su propia iniciativa, calmar la impaciencia de la gente, y sobre todo de los actores del naciente mundo industrial, procurándoles fichas de substitución (todavía en bron-ce) para todas sus transacciones. Ya en ese entonces, la economía capitalista tenía el aspecto de un casino.

1776

Boulton y Watt instalan sus primeras máquinas-herramientas a vapor.

Éleuthère du Pont

de Nemours 1771-1834

el detonador de la química

Este hijo del exilio de la nobleza francesa coloca la primera piedra del súper

poderoso complejo militar-industrial estadounidense

La Revolución Francesa no ha traumatizado más que a los incondicionales del Antiguo Régimen. También ha dado indirectamente a la joven nación de Estados Unidos su primer gran dirigente de la industria del armamento y, adicionalmente, una familia que figura en-tre las más influyentes durante dos siglos: los du Pont de Nemours.

Atiborrado de nombres anticuados, el joven Eleuthère Irénée du Pont de Nemours, na-cido en 1771 en París, no es más que un joven erudito en ciernes cuando estalla la Revolu-ción. Trabaja como asistente de un genio de aquellas épocas turbias: Antoine Lavoisier, el padre de la química moderna. Ante la gran estupefacción de su alumno, este es guillotinado en 1794 bajo el Reino del Terror. Éleuthère es también el hijo del economista y diplomático Pierre du Pont de Nemours, que escapará por poco a la misma suerte. La familia decide emigrar y desembarca una mañana de enero de 1800 en Rhode Island para poner en mar-cha una nueva vida. Al lado de Lavoisier, administrador de la antigua Dirección Real de Pólvoras y Salitres, Éleuthère du Pont de Nemours había estudiado la fabricación de la pól-vora negra destinada a los cañones. Se embarca entonces, con el apoyo de la familia, en esta actividad en la cual va a tener, por lo menos, un éxito explosivo. En el trascurso de los dos siglos venideros, los du Pont simbolizarán la familia patricia, erigiendo una estratosférica fortuna en campos tan controversiales como el armamento o la química pesada, bastante lejos de la ciencia universal en la que había soñado incursionar Éleuthère Irénée.

El imperio de lo peor

Imaginándose que la joven nación de Estados Unidos se convertiría en un campo de sangre tan vasto como la nueva república francesa, du Pont de Nemours tiene la idea de lanzar una empresa de pólvora para cañón que podría alimentar los enfrentamientos del siglo XIX. Instala entonces (con otros refugiados franceses) la sociedad E. I. du Pont de Nemours y compañía en Wilmington, en el Estado de Delaware, una ciudad que es aún hoy en día la sede de este Leviatán químico. Objetivo: crear una calidad de pólvora irreprochable porque el producto estadounidense equivalente de la época, es ¡el aserrín! Desde 1811, la du Pont es líder del sector y su crecimiento no cesará nunca jamás.

La previsión del antiguo alumno de Lavoisier se revela tan acertada como funesta: Estados Unidos se encuentra constantemente en guerra. A partir de 1804, el presidente Thomas Jefferson decide que el ejército se aprovisionará de pólvora donde estos franceses recién naturalizados. Los du Pont no son donnadies en la Casa Blanca: ¡Pierre Samuel, el padre diplomático de Éleuthère, fue el encargado de negociar con París nada menos que la compra de Louisiana a Francia! Sin quererlo, Éleuthère se convierte en un pionero del siniestro complejo militar-industrial estadounidense.

Su legado narcisista, ¡gracias!

Apostarle a la guerra para erigir su leyenda y su fortuna se ha revelado una idea tan pro-vechosa como moralmente dudosa. Los du Pont, con Éleuthère a la cabeza, lo han hecho: con los conflictos coloniales americanos, la conquista del Oeste, la Guerra de Secesión, los enfrentamientos bilaterales, las dos guerras mundiales, la Guerra Fría, etc., du Pont se ha vuelto un símbolo de la multinacional yanqui fría, descarnada, sin miramientos, un carác-ter que proviene desde el tiempo de su fundador.

Pero du Pont no será solo eso y el joven erudito Éleuthère afortunadamente miraba también a largo plazo. Le apostaba también al genio humano y a la invención permanente del futuro, es decir la innovación, noción nueva en el comienzo del siglo XIX. En este sen-tido, du Pont es un extraordinario éxito, sobre todo en el siglo XX, donde su ejército de in-vestigadores multiplicará descubrimientos que hoy en día están en nuestra vida cotidiana o en la industria: el celofán, el caucho sintético, el nailon, el teflón, la licra, etc. Finalmente, Lavoisier habría estado orgulloso de la herencia de su discípulo en el futuro lejano.