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CALA OMBRIU, 2085

 

José María Bosch

 

 

© José María Bosch

© Cala Ombriu, 2085

 

ISBN formato ePub:

 

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A Martina, mi nietecita

 

 

 

 

Solo deseo tener tiempo y acierto para transmitir fielmente las calamidades que quiero evitar a otros…

 

Daré a conocer nuestras vidas, y la tortura que ha sufrido Miguel, para que su desgracia avergüence a muchos y se erradiquen las conductas a las que hemos llegado.

 

Miguel

 

 

 

 

EL COMIENZO

 

 

 

 

1. MIGUEL, I
“Hemos llegado hace unas horas”

 

 

 

Hemos llegado hace unas horas. Más tarde, bajaremos a tierra para buscar un sitio donde guarecernos. He amarrado el barco al diminuto muelle que, cada verano, utilizan los dueños del bar. Miguel todavía duerme. Es como si este sitio tuviera el don de vencer la terrible ansiedad que lo quema por dentro, pero sé que esto no durará mucho tiempo y, cuando menos lo espere, volverá. Ahora descansa y parece tranquilo.

Es la primera vez que he utilizado el embarcadero; tú sabes que, en plena temporada, ellos lo convierten en algo de uso personal. Siempre llegan muy temprano, a la misma hora, con los víveres necesarios para atendernos. Ahora, es diferente. Aquí no hay nadie, ni lo va a haber durante meses, aunque esta cala invite a quedarse a pesar del invierno.

Se nota que los temporales han sido fuertes e insistentes. Los arrastres llegan hasta el fondo; a la misma puerta de la casa donde preparan las comidas. Supongo que podré encender fuego en la barbacoa con el fin de ahorrar algo de energía; sé que está afuera, a la intemperie, y espero que todavía se mantenga en pié aunque solo sea para calentar algunas latas. Seguro que hay leña de sobra esparcida por ahí. Menudo desastre para abrir el negocio en primavera… aunque supongo que pasará lo mismo todos los años.

A pesar de las nubes hoy es un día bueno y todavía quedan unas horas de luz. He de procurar que coma algo; desde que se ha dormido esta mañana no ha entrado nada en su boca. Está agotado después de la mala noche que ha pasado…

A cambio de un poco de sol, esta cala es capaz de reflejar… Era la frase pontificia que utilizabas cuando te apetecía venir aquí, lo que ocurría muy a menudo. La pronunciabas y ya estaba todo decidido: coger a Miguel, y al barco… “¿Qué refleja?” —todas las armonías de la luz, mezcladas con un vivo aroma de mar y tierra…—: te preguntaba yo para que lo dijeras de carrerilla, toda relamida e historiada, sin equivocarte… Vaya, con la poca memoria que tenías. El viaje ya era seguro. Tienes razón, no tengo mucho en qué ocuparme. Solo vigilar su sueño, como tú harías. Ahora no puedes mandarme nada porque no debo hacer ruido. ¿Las octavillas de publicidad del museo de Capfoguer? ¿Ahora? Si supieras que recuerdo perfectamente en qué cajón están… y las fotografías que nos dieron, también. Te hacía gracia que dijera que esas hojas parecían la redacción de un escolar que hubiera ganado un concurso. ¡Pero, es que era verdad! Las típicas frases de promoción: Es muy generosa y devuelve con creces aquello que solo el cielo le procura. Así terminaba tu frase. ¿Lo recuerdo, eh?

La cala de Ombriu se moldeó en un corto espacio de tiempo de cuarenta millones de años. Antes era una playa de arena que, poco a poco, se transformó en lo que hoy conocemos: un abrigo a resguardo del Mediterráneo y de los vientos de poniente, arropada tras una montaña que surgió de la nada y fue empujada hacia arriba, vete a saber por qué clase de ímpetu volcánico.

La vida resulta fácil, acurrucada en unos límites acogedores y confiada a la serena vigilancia de las peñas que, desde lo alto, dominan el horizonte y perfilan el contorno de la cima…

—¿Papá, qué haces?

—¿Te he despertado Miguel?

—No sé… Estaría soñando, ¿pero qué pasa?

—He abierto un cajón. Buscaba unas fotos.

—¿Ahora?...

—Sí, ahora... ¿Has descansado?

—Creo que sí… Me parece que ya estoy bien.

—Si te quieres levantar bajaremos a tierra, a ver cómo está la cala.

—Sí, bien… pero ya iremos después… ¿Vale?

—Como quieras; yo te espero.

—…

Las empinadas sendas que bajan del monte constituyen la única forma de llegar desde tierra. Fueron talladas en la roca caliza por los pobladores iberos de hace 2.500 años y ahí permanecen, indiferentes e inmutables, en eterna alianza con el mar y el tiempo, bajo la densa sombra de los pinos piñoneros.

Dicen que en esos caminos se pueden leer trazas, propias de herramientas primitivas, que se podrían datar en no menos de 14.000 años.

La escala humana de este paisaje es capaz de convertir al que llega por primera vez en algo parecido a un inquilino estable, en alguien que intenta recordar cual fue el día en que ya estuvo aquí, porque todo le parece familiar y cercano, impregnado de una serenidad que apacigua, que libera el carácter y que vacía el ánimo de resentimientos y del lastre sobrante que solemos cargar las personas. Pero, en cambio, se siente el tirón de la naturaleza que reclama el recuerdo ancestral de cuando, ella y nosotros, éramos uña y carne —la madre hermana Tierra— y nos sumergimos en una atmósfera transgresora de lugares y de tiempos, acomodados en un espacio sin dimensiones, sin tiempo, sin horas, donde podemos dominar el curso de nuestra verdadera existencia.

¿Ves? Esto es lo que decía la publicidad sobre esta cala “maravillosa”…

Ahora, echo de menos no haber subido alguna vez por estas sendas, y quemarme las manos, bajo el sol, en los asideros de piedra que tallaron aquellos hombres antiguos. Lo echo de menos, pero ya no tiene remedio. Y, también, todas las ocasiones en que podía haber llegado hasta la cumbre y respirar el aire tranquilo de los pinos.

—Miguel…

Todavía duerme; esperaré un poco más para que coma algo…

Cuando veníamos lo hacíamos por mar, igual que ahora, con esta embarcación de baterías contaminantes, y fondeábamos tan cerca de la costa que las idas y las venidas las hacíamos a nado. En las ocasiones en que sabíamos que el bar disponía de rancho para todos, y también de fruta fresca, nos mirábamos, alucinados y agradecidos, preguntándonos si podíamos pedirle algo más a nuestra suerte. Solíamos traer suficientes provisiones pero, si yo tuviera que decidir la que fuera mi última comida, me quedaría, sin duda, con el plato de ensalada que nos ofrecían estos amigos de la cala de Ombriu: lechuga, tomate, cebolla, aceite de oliva… sin pepino, si la compartiera con mi hijo… sí, perdona… nuestro hijo.

 

 

 

 

2. DANIEL TRUJILLO, I
Dos años antes, Junio de 2.083

 

 

 

—Salvador, esperaba tu llamada.

—Sí Daniel, soy yo… te avisé.

—Sí, de acuerdo; puedes hablar, es seguro… Me alegra oírte… ¿estás bien?

—Sí, estoy bien, pero me parece que no te gustará lo que voy a decirte… Es grave.

— No descansan… ¿verdad?

—Sabes que no.

—Dime lo que sea; creo que ya no me sorprenderá nada…

—Mira, posiblemente van detrás de otra víctima… ya sabes. Están intercambiando correos como si se hubieran vuelto locos; en unos deciden cómo van a repartir los beneficios y en otros cierran acuerdos con posibles compradores… Mi empresa, como siempre, es la más ambiciosa y se quiere llevar un buen trozo del pastel.

—Esto no va a terminar nunca; pensaba que habían aflojado un poco pero lo que ocurre es que no nos enteramos de sus movimientos.

—Ese me temo…

—¿Sabes qué es lo que traman?

—Bueno, las precauciones que toman son muy grandes pero he podido averiguar que se trata de un chico joven que se hirió en una mano hace poco más de una semana. Lo que sí es seguro es que fue en la cala de Ombriu.

—¿Ombriu, en Capfoguer?

—¿Conoces el sitio?

—Un poco…

—Bueno, te concreto: fue cuando tomaba el baño, a unos metros de la orilla; por eso no se ahogó.

—¿Sabes su nombre?

—No, no lo sé; y puedes creer que lo he intentado todo, sin resultado. Tal vez, solo podamos averiguar algo si partimos del lugar del accidente: alguien tiene que saber algo.

—Si fue en Ombriu, como dices, es posible que tengamos una posibilidad…

—Explícate…

—Tú no conoces al Páter. Es un cura, gran amigo mío y, prácticamente, el dueño del colegio de Beniample, pueblo que no está lejos. Su hermandad posee una casa en la playa, en Capfoguer, y sé que la utilizan para organizar excursiones con sus alumnos; puedo hablar con él.

—Bien Daniel, yo continuaré indagando, pero este caso lo tienen muy bien encauzado y ya no pasarán mucha información entre ellos; no quedan demasiadas posibilidades de conseguir algo.

—Pero, de momento, no sabes lo que buscan ni lo que pretenden, ¿no es así?

—Ya te he dicho que no sé nada más, pero se han dado el plazo de unos días para resolver el tema. Tenemos la suerte de que a mi jefe le gusta ser el último en dar el puñetazo en la mesa: le pierde el orgullo. Si hace esa llamada yo estaré esperando y lo puedo pillar.

—Bien… pero recuerda Salvador: nada de papeles en el sitio de trabajo; guárdalo todo en tu cabeza. Si consigues algo, me avisas y nos veremos cara a cara.

—Cuenta con ello y no te preocupes.

—Sé prudente, no debes confiar.

—De acuerdo. Quédate tranquilo… de verdad… y habla con tu cura, que yo me cuidaré solo. Te mando un abrazo.

Necesito que me contestes… Páter, por favor… tienes que ayudarme…

—Daniel, ¿eres tú?

—Páter, no sabes cómo me alegro de localizarte.

—Y yo de hablar contigo, Daniel.

—Sí, lo sé…

—Pero, qué largo que lo haces, ¿no?… Me parece que te importamos poco, ¿verdad?

—No digas eso, porque sabes que no es cierto, ¿estás bien?

—Yo sí, pero vosotros habéis tenido un temporal de miedo…

—Sí, sí, es verdad, pero ya ha pasado.

—¿Víctimas? ¿Ha habido víctimas?

—¿Pero, no ves las noticias? Te habrías enterado.

—¡Por supuesto que las veo!, ¡claro que las veo!, pero da la sensación de que no se enteran o que no quieren que lo hagamos nosotros…

—Tranquilo, no las hubo; el “meteo” avisó a tiempo.

—Menos mal; no las tenía todas conmigo… Dime qué puedo hacer por ti. ¿O sólo querías saludarme?

—Bueno, un poco las dos cosas…

—Anda, no mientas y dime qué quieres.

—Pues…

—¿No ocurrirá nada grave?

—No, por supuesto que no, pero necesito que me contestes a una pregunta.

—Ya me tienes intrigado, ¿qué pasa?

—Estate tranquilo, no tiene por qué ocurrir nada, pero te cuento: hace una semana hubo un accidente en la playa de Capfoguer y se lastimó un muchacho, ¿sabes algo?

—¡Ah! ¿Era eso? Pues sí, por desgracia sí. Uno de mis alumnos tuvo la mala suerte de aprisionarse el brazo en el escombro escondido bajo el agua: se lo rompió por el codo cuando una ola lo arrastró. Ahora está convaleciente y parece que la herida no cierra bien, pero está al cuidado de sus padres y del despacho sanitario.

—Puede que sea eso lo que busco…

—¿Eso buscabas?...

—Páter, ¿tú recuerdas que te he hablado a veces de ciertos peligros que podrían acechar a tus muchachos o, incluso, a ti mismo y a tus vecinos? ¿Lo recuerdas?

—Nunca olvidaría eso Daniel, y lo sabes porque me conoces.

—Pues bien, es posible que estemos ante uno de esos casos desafortunados.

—¿Y la persona en peligro es Juanito? ¡Pero si fue un accidente fortuito! No lo entiendo.

—El accidente creó las circunstancias en las que este chico, Juanito, sería más susceptible de estar en peligro, ¿me entiendes? Por desgracia, es posible que, ahora, la situación sea un poco delicada…

—Comprendo… bueno, la verdad es que no comprendo… pero, vale, dime: ¿qué puedo hacer yo ahora? Sabes que lo que esté en mi mano sólo tienes que pedirlo.

—Eso lo sé de sobra Páter… Mira, puesto que es un alumno tuyo, se me ocurre que lo más práctico es que alguien pudiera observarlo todo desde un estatus nada sospechoso: digamos… un profesor; un joven que yo te mandaría…

—Sí que es verdad que eres un hombre de ideas y de recursos. ¡Jolín!

—¿Qué murmuras?

—Perdona, es que estaba pensando en voz alta y supongo que, ahora, no es momento de bromear…

—¿Crees que tienes forma de organizarlo?

—Todavía no sé cómo lo haré, pero la persona que tú envíes tendrá un sitio en la escuela para que pueda vigilar a los muchachos: ¿te sirve eso? Mándalo cuando quieras, que yo me ocuparé de todo. Él, simplemente, que se presente y diga que es el nuevo profesor del curso 83/84, de esta forma yo no me descubriré como enlace tuyo. Te aseguro que haremos lo que sea para cuidar de los chicos

—Te enviaré a un buen hombre, y será a través de “Sanidad Médica” para quitarme yo también de en medio, como tú dices; se llama Jorge.

—Bien, tú dile que venga…

—Páter… con personas como tú se puede ir al fin del mundo.

—Me conformo con que nos quedemos donde estamos, Daniel.

—Eso no es posible; quedarse como estamos es ir de cabeza al abismo, pero entiendo lo que quieres decir. Te mando un beso.

—Adiós Daniel, adiós…

 

 

 

 

3. JUANITO, I
“Hace unos días se presentó en mi casa”

 

 

 

Hace unos días se presentó en mi casa un empleado de la aKqüa-T con una carta que tenía que entregarme en persona. Lo hizo delante de mi madre, nos explicó lo que contenía y preguntó varias veces si entendíamos lo que estaba diciendo. Al principio no me tomaba aquello muy en serio pero, como él insistía, me atreví a insinuarle que yo no iba a ningún sitio sin mis amigos: se trataba de una invitación para ir a la fábrica que tienen cerca de aquí. No se lo pensó ni un segundo y contestó que sí, que sí… que no había ningún problema, que el desplazamiento y el protocolo estaban pensados para varias personas con el fin de hacer la visita más rentable. Ahí ya me pilló un poco y, exactamente, no sabía muy bien a qué se refería. Me hizo abrir el sobre —que intenté romper lo menos posible porque mi padre seguro que le encuentra varias utilidades al papel acartonado— y leí, despacito, lo mismo que ya me había contado aquel señor pero con palabras más difíciles y viendo que en el papel me trataban de usted, cosa que él no había hecho ni una sola vez, pero eso, a mí, me daba igual. Mi madre miraba la carta y miraba al hombre y ponía cara de no comprender muy bien aquel asunto. Le tuve que preguntar si le parecía bien lo de la excursión y si creía que mi padre pondría algún problema. Se puso a hablar con el empleado mientras yo remiraba el escrito y trataba de adivinar la cara que pondrían los de la cuadrilla en el momento que se lo contara. Cuando me quise dar cuenta ya habían decidido la fecha y acordado todo lo necesario.

Hoy, según lo previsto, nos han esperado a la puerta de la escuela con un pequeño autobús y nos han llevado al sitio. Es una factoría inmensa, a una hora de camino de Beniample, y ya antes de llegar se veía un gran edificio, en forma de caja de zapatos, sin ventanas ni nada en sus paredes pero que sí tenía como unas pirámides de cristal en el tejado, que era una terraza, como la de mi casa que podemos andar por ella. Deben de servir —esas pirámides— para que entre la luz y seguro que, en algún sitio, también se abren para el aire. La valla de los terrenos está junto a la carretera, pero el edificio que digo se encuentra algo lejos y para llegar todo son jardines con hierba verde y algo de bosque. Hemos atravesado la puerta de los guardias y, después, hemos llegado a la entrada de cristal por donde deben de pasar las visitas y los jefes porque, no sé si ya lo he dicho, hasta ese momento todavía no habíamos visto ningún bicho viviente a excepción de los dos policías de la caseta. Tampoco había aparcado ningún coche ni hay una zona grande para ello, sólo un trocito de espacio que parece reservado para los que se presentan invitados, como nosotros, y tienen que bajar del autobús. Luego nos han dicho que los que van cada día a trabajar entran por la parte de atrás, atraviesan la valla por el sitio que les toca y no se cruzan con nadie. Son poca gente, esos que entran, porque, allí mismo, viven la mayoría de los operarios, ya que provienen de otras provincias donde —también nos hemos enterado— tuvieron que dejar casas y familias en el momento en que fueron elegidos para ocupar su puesto. Una vez, cada varios meses, tienen suficientes días libres como para que les valga la pena hacer el viaje y visitar a los suyos.

Nada más entrar, el chófer del autobús ha ido a un mostrador y ha hablado con el que estaba allí. Se ha despedido de nosotros, como quien tiene mucha prisa, y, enseguida, han aparecido otros dos empleados que nos han hecho la pelota un montón. Desde allí nos han llevado a una especie de comedor donde hemos vuelto a desayunar. Había preparada una mesa grande donde cabíamos los seis, y cada uno tenía su plato, su cubierto, vaso y servilleta, dispuestos en su sitio, junto a bandejas con bollos y tostadas, mantequilla, mermelada y un gran termo con leche junto a otro más pequeño de café. En otra mesita, que había al lado, se mantenían frescas las bebidas de la casa para el momento que nos entrara la sed. Nunca había visto juntas, en el mismo sitio, tantas latas y botellas diferentes y de la misma marca: con azúcar, sin azúcar, burbuja fina, gruesa, zarzaparrilla salvaje, semisalvaje o domesticada, colores fríos o cálidos modo tropical de zona Caribe u otra, compatibles con el sueño o excitantes, mayoría de edad o infantil, y creo que más. Pero lo curioso es que en las tiendas solo hay un tipo de lata, aunque, en las máquinas, a veces, sí que puedes elegir entre dos o tres clases. Cuando hemos terminado de comer nos han llevado a ver, lo que han dicho que eran, las instalaciones, cosa que yo no me creo del todo porque no nos hemos cruzado con ningún trabajador. La verdad es que solo hemos estado en una sala donde lo único que ocurría era que se rellenaban las botellas con el refresco. Iban todas en fila, sobre una cinta que las iba acercando hacia el chorro —bueno, había muchos chorros— y a cada una le caía la cantidad justa, sin derramar nada. Enseguida, otra máquina ponía los tapones y ya se perdían de vista porque pasaban a otro sitio.

Era gracioso ver la transformación de las botellas que, cuando estaban vacías, se deslizaban claritas y transparentes y que, en un momentito, se pasaban al tono oscuro de la aKqüa-T. Parecían soldaditos de cristal que cambiaban, de un soplo, al color de la cereza. Todo muy organizado. Yo he preguntado qué ocurría cuando se iba la luz y las botellas se quedaban a medio llenar o si podía suceder que se parasen las botellas y fueran los chorros los que continuaran tirando líquido. Me ha costado mucho que me entendieran; no sabían qué era aquello de que se fuera la luz —en nuestras casas y en el colegio pasa continuamente; debe de ser que ellos son especiales—. Al final me han dicho que lo tienen todo previsto pero que la fuerza motriz es algo que no puede fallar, de ninguna de las maneras, porque es suya. Es posible que ellos me hayan entendido pero la verdad es que yo a ellos no.

Después nos han metido en un pequeño cine, nos han atiborrado de chucherías y ha comenzado la proyección de “pelis” que no eran otra cosa que publicidad de la casa, con chicos, chicas, playas y barcos. Cuando estábamos viendo algo más serio —unas plantaciones en África que suministraban los néctares de la fórmula de la bebida—, se ha abierto la luz y, de repente, han parado la sesión. Por la puerta pegada a la pantalla había entrado otro señor que debía de ser mucho más importante que los que nos han acompañado todo el rato. He comprendido que el cine sólo ha servido para hacer tiempo mientras esperaban su llegada. “Entonces… se supone que viene a vernos a nosotros” —he pensado en ese momento—. Detrás iba una chica joven, que llevaba una cartera y unos papeles y no nos perdía de vista, como si buscara algo. Con mucha educación se han presentado, han dicho que eran ejecutivos de la firma y nos han pedido perdón por el retraso y por haber cortado la proyección que, nos han prometido, podríamos ver después. Solo querían saludarnos y conocernos. Venían de la capital y pensaban que era bueno ver a una representación de la juventud de la comarca. La chica ha comenzado a leer nuestros nombres en un papel y, entonces, nos daban la mano. Casualmente, a mí me han llamado el último y cuando me he adelantado, y me han visto, os juro que les ha cambiado la cara a los dos —a él y a ella—, aunque han intentado disimularlo lo mejor que han podido. Yo he aguantado y he mantenido extendida mi mano para ver como acababan de reaccionar aquellos personajes. El ejecutivo me la ha cogido con la suya y me ha sonreído un poquito: “no nos lo tengas en cuenta; eres muy joven”, me ha dicho. Nos ha invitado a sentarnos otra vez en las butacas y él se ha quedado plantado, allí delante. Ha hecho preguntas sobre el colegio y sobre mi cuadrilla y también por las travesuras que se supone que hacemos en las correrías. Estábamos distraídos en ello cuando ha vuelto a entrar su ayudante, que había desaparecido, y me ha pedido, directamente, que la acompañara un momento afuera. Al atravesar la puerta he visto que estaba esperando, de pié, otro mandamás que, por su aspecto, seguro que era el jefe supremo de la fábrica. Me ha dirigido su mano y, cuando la he chocado, he notado la presión pero, esta vez, ajustada al tamaño de un niño de catorce años. Efectivamente, se ha presentado como el director de la factoría y quería conocerme porque la invitación iba dirigida, expresamente, a mí. Me ha explicado que para hacer la elección habían escogido una escuela al azar, al igual que el curso, la clase y el número de alumno. Esto forma parte de una estrategia publicitaria por la que quieren enseñar sus naves de fabricación y envasado a los escolares de la comarca; a cuantos más mejor. Nos hemos sentado en unas butacas que había allí mismo y la chica se ha quedado, de pié, delante de nosotros. Hemos hablado un buen rato y me ha preguntado, con mucha educación y mucho tacto, por mi accidente, por cómo me lo había hecho y a qué despacho de cura me llevaron. Al final ha querido saber si yo conocía Galicia y si había estado en un sitio que se llama Fisterra, pero yo nunca he viajado tan lejos. He querido saber el motivo de la pregunta y me ha contestado que eran cosas suyas, que no me preocupara. La verdad es que me he preocupado un poco, hasta que lo he olvidado. También me ha preguntado si sabía lo de la avería de hace unos días, cuando de sus máquinas no salían los botes de aKqüa-T y duró todo el día aquel desastre. Le he contestado, sin ninguna vergüenza, que sí, y que yo me quedé esperando frente a la máquina de la estación de mi pueblo porque, cuando ya había sacado dos botes, no salió el tercero que había pedido. Después de todo esto ha hecho una señal a la chica, que se ha dado la vuelta y ha entrado al cine, saliendo, enseguida, con su compañero y con los chicos que parecían amodorrados. El jefe se ha despedido de todos nosotros, sin mostrar prisa y de una forma muy cordial que será como lo hacen los altos cargos como él. La pareja también nos ha dicho adiós y nos ha dejado con los dos empleados que han estado siempre con nosotros. Hemos salido afuera donde nos esperaba el autobús con el mismo conductor. Nos han despedido, uno a uno, mientras íbamos subiendo, y, todavía, nos han dado más regalos que no sabíamos dónde guardar. No hemos vuelto al colegio porque ya era tarde y tenían orden de acercarnos a nuestras casas, así que ha tenido que parar dos veces en los sitios que le hemos dicho. Habríamos ido cargados, muy incómodos, con todos los regalos, si no fuera porque son muy previsores y en el autobús había suficientes bolsas para guardar toda la cantidad de cosas que nos han dado. No se me va de la cabeza la cara que han puesto los dos ejecutivos cuando me han nombrado y me han visto el brazo. Además, estoy seguro de que el mandamás ha venido, adrede, a saludarme, por algún motivo. No entiendo nada. ¿Qué les puede importar mi accidente? ¿No se estarían riendo de mí? No lo creo, no puede ser. Es absurdo.

Bueno, prefiero no volver, ahora, a mi casa con estos pensamientos tan raros. Jorge debe de estar a punto de cenar. Voy a hablar con él, a ver si me animo un poco y, de paso, que me informe sobre la excursión a Capfoguer… ¡Ah!... y también dijo algo de un eclipse que tendremos pronto.

 

 

 

 

4. LUÍS IGLESIAS, I
“He recorrido 300 kilómetros”

 

 

 

He recorrido 300 kilómetros por una autovía que no ha visto un bote de asfalto en 25 años; he tenido que ir sorteando agujeros y esquivando a pobres animales que, después de atravesar la valla obsoleta, podían acabar estrellándose contra mi coche.

Ocurren muchos accidentes que ocasionan muertes y destrozos, por eso los conductores hacemos bien en pensarlo dos veces antes de salir de viaje. Hablo con conocimiento de causa porque mi trabajo tiene que ver con los seguros. La gente suele utilizar las vías ordinarias que son las que atravesaban los pueblos, pero, ahora, se han convertido en calles y bulevares que obligan a una marcha lenta porque siempre existen imprevistos que te entretienen. Tampoco hay forma de establecer un horario porque, en una aldea remota, a mitad de camino, puede ocurrir, casualmente, un acontecimiento que corte la carretera durante unas horas o un día entero. Pero, en cualquier caso, no se producen las graves colisiones que vemos en las vías rápidas. Bueno… eran rápidas hace muchos años, quiero decir.

Hoy, al acceder por un desvío obligado, ha pasado lo que me temía: he tenido que ir muy despacio detrás de un grupo de gente. Se trataba de la comitiva de un entierro. Llevaban al difunto desde la iglesia al cementerio y caminaban en procesión por la calle principal para acompañarlo, en su último paseo, por los sitios que lo vieron vivo. Era un espectáculo que no presenciaba desde mi niñez cuando se convirtió en costumbre incinerar a los muertos y, como consecuencia, fue desapareciendo, poco a poco, este tipo de pasacalles. Al tiempo que iba viendo cómo las últimas personas de la hilera hablaban y gesticulaban de forma teatral y exagerada, yo razonaba, para mí mismo, cómo, hace diez o quince años, se finiquitó la práctica de quemar a los muertos. Eso ocurrió en el momento en que los curas achacaron el motivo de la disminución del “temor de Dios” a la falta de visitas a los cementerios: a fuerza de distanciarse de la morada física de los que ya no están, la gente también se distanció de los horrores del infierno y perdió el miedo que es necesario tener para someterse a la confesión y aspirar a las vocaciones. Un obispo avispado hizo —avispado, je, je—…hizo una regla de tres y dio con las causas y los remedios: hay que enterrar a los muertos como se hacía antes. Se movieron unos cuantos hilos, se puso a la gente en su sitio y les convencieron de lo correcto de la costumbre antigua. ¡No son ellos nada, puestos a convencer!

Absorto en estos pensamientos, y consciente de lo mucho que tienen de mi cosecha, no me he dado cuenta de que ya he rebasado a la comitiva y he recorrido el último tramo de mi viaje, cuyo motivo —todavía no lo he dicho— es un encargo de investigación: ¡tengo un buen caso entre manos! Un asunto importante. Ya he llegado a Beniample y me dirijo al sitio en que, de forma natural, debo de iniciar las pesquisas: estoy en la estación de ferrocarril, a jueves 7 de Junio de 2.085. Si no me equivoco, la máquina de bebidas que tengo delante de mí constituye la primera pista. Se trata de una expendedora de refrescos de la aKqüa-T, la empresa que reparte su bebida en el mundo entero. Como ésta, hay millones distribuidas por todas partes ofreciendo su producto al que lo quiera comprar. No me pasa desapercibido que en los muros de la TVred ya se están dando los coloquios preceptivos que adoctrinan para la próxima Adjudicación: programas homologados, presentadores homologados… para que, al final, los Dueños aleguen alguna justificación con que regalar la Administración Subrogada a una u otra corporación. Ahí están todos, voceros y conductores, defendiendo, cada cual, a los de su grupo. ¡Y faltan siete meses hasta Enero!... Bueno, yendo a lo mío: creo, y voy a decir, aunque pueda caer en el tópico de siempre, que éste es un caso muy raro. Analizando los detalles se ve, enseguida, que es algo extraño. En primer lugar, yo soy investigador de seguros, cosa que no tiene nada que ver con la cuestión puesto que mi trabajo habitual consiste en poner en evidencia a quien exagera, intencionadamente, los daños de algún accidente de auto. De momento, no he visto nada de este estilo, lo que me lleva a pensar que se trata de un problema de espionaje industrial o de rivalidad entre empresas. Aparte de esto, quieren llevar la investigación —como es natural— muy en secreto y por eso me han contratado a mí, ya que vivo lejos y no me conocen en este sitio. Por lo tanto, si alguien se llegara a percatar de mis indagaciones podría pensar que instruyo el expediente de una póliza.

He visto a mis clientes, pero no conozco su cargo, ni para quién trabajan; ni siquiera si me pagan ellos personalmente —y el caso es que lo han hecho de forma generosa—, pero he decidido hacer el viaje y renunciar, por un tiempo, a mis asuntos cotidianos. Me ha sorprendido el interés de estas personas por ganar mi confianza hasta el punto de sugerir la conveniencia de despachar las cuestiones contractuales en la oficina de mi abogado; por supuesto, con todas las cuestiones en blanco y en base a la legalidad vigente: ningún problema por mi parte. Ellos son dos señores, aparentemente, muy bien situados. Uno de ellos ha mostrado su pasaporte y su documento de identidad, convencido de que no nos iba a aclarar nada, como así ha sido: se llama Daniel Trujillo. También han querido dejar un sobre cerrado, para el caso de que ocurriera algo imprevisto, donde constan los datos y, supongo que, la ocupación del otro: mi abogado verá.

En tercer lugar, tampoco sé, exactamente, qué estoy buscando. Bueno, ni exacta ni remotamente. Me han contado que el pasado 15 de Mayo, un martes, la aKqüa-T bloqueó la venta de su refresco, durante 24 horas, en todas las máquinas expendedoras de nuestro país. Durante un día nadie de aquí pudo conseguir un solo bote. Cuando digo “ningún lugar” le doy su sentido literal más estricto: ningún lugar, ninguna máquina… ningún sitio. Sólo se podían adquirir en algunas tiendas y en bares, y en muchos de éstos la modalidad de venta son las propias máquinas que no funcionaban.

Y, por último, el motivo de mi contrato: mis clientes quieren que averigüe las causas y los detalles de esa incidencia del servicio, parada, avería, o lo que sea. Pero no han dicho por qué. Me han afirmado que ellos, personalmente, no tienen ninguna relación con la compañía, ni intereses, ni otro tipo de apego. Si me sirve de ayuda, dicen que puedo pensar que ellos son como algo parecido a periodistas o a observadores sociales: la verdad es que eso no me ayuda mucho.

A mi entender, lo que ha pasado es algo tan grave que la empresa debe de haber actuado, consecuentemente, en todos los sitios, departamentos, o rincones donde haya hecho falta: estoy seguro de ello. Habrán iniciado y cerrado expedientes, interrogado a empleados, descerrajado puertas y cajones y habrán rodado muchas cabezas.

También puede ser que se trate de un proceso de limpieza de tuberías, por llamarlo de alguna manera, o de una puesta a punto de procesos o, simplemente, una estrategia de mercado o de producción. Estas empresas pueden llegar a ser muy complicadas y a hacer cosas que no son fáciles de comprender; por lo menos, para las muy concretas luces de un investigador de seguros de tipo medio.

De todas formas, yo no me he caído de un árbol ahora mismo; estoy en servicio quince años y me he ganado la vida bien. En alguna ocasión me deben de haber tomado el pelo, pero eso le pasa a cualquiera. Esta profesión te exige disponer de un detector de tufillos que te alerta cuando los aires no están limpios, y ahora, como he dicho, los aires están un poco raros. Es imprescindible saber qué cosas son las que se te escapan: saber lo que no se tiene es el primer paso para conseguirlo. Los datos que faltan hay que organizarlos en casillas para ir rellenándolas de forma ordenada.

¿Y qué es lo que tengo? Unos clientes que no se identifican abiertamente y que quieren saber los detalles de un incidente ocurrido en una empresa de envergadura planetaria. Pero ellos no tienen relación con esa empresa: entonces, ¿qué les importa? Me facilitan unos datos para que pueda iniciar la investigación cuya procedencia adolece de un hermetismo total; ni quieren, ni pueden decirme cómo, y por qué, los conocen. Bueno… los puedo decir; son los siguientes: la ubicación de la máquina que suministró el último bote de aKqüa-T y el nombre y domicilio de la persona que lo retiró —Juan Puig—, así como la fecha y la hora. ¿Cómo los pueden tener si niegan cualquier relación con la compañía? Obviamente, son datos que pertenecen a una base informática gigantesca que va anotando cada bote que venden, e incluso, por lo que veo, hasta identifican al usuario… bueno… claro, para que le descuenten el gasto en su cuenta.

Mis clientes, además de por su aspecto, deben ser unos personajes bien situados, porque acceder a unos archivos de esas características implica una acción de espionaje muy profesional o disponer de un topo, muy bien pagado, dentro de la empresa, con accesos muy privilegiados y, por lo tanto, autorizados a pocos ejecutivos. Cualquiera de las dos opciones exige ocupar un alto escalafón del establishment, que permita disponer de muchos y buenos contactos, así como de recursos dilatados. Esto es lo que puedo deducir de la personalidad de mis dos nuevos clientes y no creo que me vaya a equivocar mucho en mis apreciaciones de investigador de seguros.

En cuanto a los datos de la venta del último refresco, antes de que todo se parara, resulta que podrían constituir una información irrelevante en el caso de que lo ocurrido haya sido un proceso programado: a alguien le tenía que tocar ser el último cliente, sin que, por ello, el hecho tuviera significación alguna. Si el incidente ha sido algo inesperado, estamos, posiblemente, frente a una avería del sistema general; ante un fallo así el último consumidor tiene una importancia que, todavía, no podemos valorar.

Acaba de llegar el tren de media tarde, la hora en que la mayoría de los pasajeros vuelven de sus quehaceres y, tal vez, míseras ocupaciones. Traen el aspecto cansado y la mirada tranquila de quienes saben que, por unas horas, se verán libres de las tareas y búsquedas que los han machacado durante la jornada. Para todos es un día más y, algunos, se acercarán a la aKqüa-T en busca de la bebida fresca que ya apetece en este cálido Junio. Yo haré lo mismo antes de irme.

Ahora debo apostarme cerca del domicilio de Juan Puig, un chico de 14 años, e iniciar, de forma ortodoxa, los pasos de una investigación que no sé por dónde me va a llevar. Ya he dicho que es la última persona que pudo sacar un refresco de una máquina expendedora antes de sobrevenir una avería que duró todo un día y afectó al país entero.

 

 

 

 

5. MIGUEL, II
“La mínima ráfaga de viento”

 

 

 

La mínima ráfaga de viento me trae a la memoria el vendaval que provocó el helicóptero cuando se llevó, malherido, a Miguel, con un torniquete apretando su brazo… y veo su imagen, empapado en sangre, casi muerto, abriendo unos grandes ojos azules, asustados, buscando un resquicio de tranquilidad en la cara de su padre. No perdió la consciencia…

Llegamos a Ciutat en poco tiempo y se iniciaron los protocolos de una cura que, por desgracia, ya no iba a solucionar nada: aquello que había sido su mano quedó destrozado bajo el agua, junto a una gran mancha roja. La recuperación fue aceptable, pero una persona tan joven no puede comprender que, de la noche a la mañana, su cuerpo se vea amputado de semejante manera y que la vida y los días continúen, inalterables en su rutina, sin que se aperciban de que él ya no es el mismo, que ha cambiado a un estado penoso y digno de lástima. Además, las personas que lo atendían, lejos de ayudarnos a iniciar una fase de adaptación, parecía que se afanaban, exclusivamente, en practicar pruebas y exploraciones sobre la forma en que el chico reaccionaba bajo determinados estímulos. Aquello nos resultaba algo extraño pero, por fortuna, estábamos atendidos por unos técnicos que, supuestamente, eran muy cualificados y fiables.

Fueron dos semanas terribles en las que yo no hacía más que acordarme de ti, pero, al final, se produjo el milagro. Estábamos en el Hospital Comarcal, en la 5ª Planta y, de repente, una noche, uno de los jefes del departamento nos habló de la posibilidad de un trasplante; una persona que había tenido un accidente estaba siendo mantenida con vida artificial. Realizados los protocolos pertinentes para la donación de órganos, el que nos afectaba a nosotros, sin duda alguna, era posible. Creímos entender, en ese momento, el motivo de las interminables pruebas que le habían estado realizando los días anteriores. A la mañana siguiente, Miguel y yo, esperábamos impacientes la visita del director para darle una respuesta: deseábamos, a toda costa, aquella operación. Escuchó nuestras palabras y, acto seguido, nos felicitó. Hizo que le acompañara a un despacho para resolver el tema de los papeles. Me informó que los gastos de quirófano eran por cuenta de las compañías de seguros; lo que estaba excluido era una asignación voluntaria cuya finalidad era la de mantener económicamente el sistema de trasplantes y, en ocasiones, se establecían unas ayudas a las familias de los fallecidos cuando carecían de medios. No sé muy bien como lo hizo aquel hombre pero, sin pedirme ni un céntimo —ni mencionar el dinero—, yo llegué a asumir que la cantidad que él estimaba como la adecuada coincidía con la que yo ganaba en un año. Cerramos el acuerdo con el doble de esa cifra. Me salió muy barato porque tú sabes que no me hubiera importado pagar todo mi capital a cambio de aquella mano. Después de quince días a Miguel se le trasplantó la de alguien que había fallecido y cuya identidad no íbamos a conocer nunca. Por lo menos me quedé con la tranquilidad de que, de alguna manera, mi dinero sería un buen apoyo material para ayudar a su familia. Poco a poco, fue recuperando la normalidad y aprendiendo, de nuevo, los movimientos más básicos.

 

 

 

 

6. JORGE, I
“A fecha de hoy, todavía no sé”

 

 

 

A fecha de hoy, todavía no sé el motivo por el que me destinaron a este colegio. Lo hicieron sin darme muchos detalles: “impartirás clase como profesor, pero informa de aquello que te resulte extraño”. Creo que, intencionadamente, se expresaron de forma ambigua para que yo me viera forzado a dedicar mi atención, únicamente, a cuestiones poco habituales o sorprendentes; pensarían que, de este modo, no se me ocurriría iniciar juegos malabares basados en corazonadas y, así, no coartaría, yo mismo, la posibilidad de dar con “algo”. Pero, esto es solo lo que yo pienso y, de ello, hace ya dos años… Llegué a final de curso. Hacía pocas semanas del accidente y Juanito se estaba recuperando, aunque vivía recluido en su casa.

En todo este tiempo no puedo decir que el resultado de mis observaciones haya sido relevante —de hecho no he necesitado informar, ni una sola vez, a mi contacto— pero, creo entender que sí han ocurrido dos cosas buenas: mis clases han venido a llenar un espacio que estaba vacío —nada, ni nadie, se ocupaba de impartir las materias que he procurado enseñar— y, en segundo lugar, ningún alumno ha sufrido un posible percance o se ha visto envuelto en alguna circunstancia insólita o que le dañara de alguna manera. Y, aunque nunca lo sabré, a ello podría haber contribuido mi estancia en este sitio.

Conforme voy atando cabos, cada vez estoy más convencido de que fue el Páter quien movió los hilos para que me enviaran aquí. Y lo pienso por la estrecha relación que mantiene con el Hospital Comarcal de Ciutat. Allí fue donde una persona, que no conozco, me citó y me dio los pormenores de mi labor en esta escuela. Seguramente, era un médico como yo. No llegó a identificarse y sé que si me lo encuentro por la calle he de evitar, incluso, el saludo. Así están las cosas… Su relación con el cura es un hecho evidente, ya que acude, regularmente, para “salvar almas”, según le gusta decir, y conoce a todo el mundo. Hace las funciones de sacerdote en la planta de los niños. Debió de ocurrir algo que desconozco, y alguien marcó mi destino: ¿Sanidad Médica? ¿Sanidad Médica de acuerdo con el Páter? Yo creo que aquel médico debe pertenecer a esta organización. Tiene sentido que, entre los dos, organizaran la “misión”: mi misión, para más señas…

Al final, hay una cosa que hace cuadrar, de manera lógica, estas suposiciones: mi contrato en el colegio, como profesor de apoyo cultural, es algo en lo que él no ha podido ser ajeno. Esa asignatura no había existido nunca y se le dio forma, para el nuevo curso, en aquellos pocos días del mes Junio en que yo llegué y, ¿quién fue el que puso todo el empeño en el asunto?: el Páter.

—Jorge, ¿estás ahí? Para esto no hacía falta que me hubieras acompañado.

 

 

 

 

7. CARTA DE MIGUEL, I
“Hace unos días que Miguel y yo vivimos”

 

 

 

Hace unos días que Miguel y yo vivimos en la cala de Ombriu. Falta poco para la Navidad. Dormimos en nuestro pequeño barco amarrado a tierra; en él pasamos las noches.

Este es el sitio al que siempre hemos venido de vacaciones. Hay una construcción muy sencilla, no lejos del agua, que acoge las tareas propias de la cantina. El mar permanece en calma y el sol brilla con una luz que no es propia de los últimos días del año. El resultado de los temporales se deja ver en la acumulación de bolos y piedras repartidos por toda la cala, junto a ramas, tablones de madera y viejos troncos carcomidos. Algún objeto, empujado por la fuerza del mar, ha golpeado la puerta de la casa hasta que se ha dejado abrir. Al mirar en su interior se adivina la aglomeración de mobiliario y enseres utilizados cada verano, junto a herramientas y utensilios que, en su momento, alguien intentó guardar de la mejor manera posible. Estamos sentados cerca de la entrada, en el banco que, en verano, se protege bajo el toldo escondido, ahora, junto al resto de las cosas. El sol nos acompaña y nos alivia en estos momentos de la tarde, pero pronto desaparecerá tras las peñas, apenas disimuladas por las malezas de la pared. No solemos quedarnos mucho tiempo al raso, sobre todo Miguel, y nos resguardamos dentro, bajo techo, donde he podido improvisar un rincón bastante cómodo y suficientemente protegido. Al oscurecer, siempre nos refugiamos en el barco… creo que ya lo he dicho…