Cubierta

Daniel Brailovsky y Ángela Menchón

Estrategias de escritura en la formación

La experiencia de enseñar escribiendo

Colaboradoras: Bernarda Osella Paula Stilman Eloisa Moret

Prólogo: Carlos Skliar

 

 

 

 

Agradecimientos

Deseamos expresar nuestra gratitud a las personas que colaboraron de distintas maneras a la realización de este proyecto: Julieta Tosso, Gabriela Iglesias, Alejandra Saguier, Claudia Gerstenhaber, Silvia Díaz, Julia Pereira Lucena, Laura (Violeta) Colombo, Jennifer Lopera Moreno, Pablo Roffé, Clara Miravalle, Carlos Skliar y a Daniel Kaplan, por convertir (otra vez) nuestras ideas en libro.

 

 

Dedicatoria

A todos los docentes que apuestan a una escritura que enseña, que conquista, que emancipa el pensamiento.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Índice

 

Prólogo
Carlos Skliar*

LAS DESVENTURAS DE LA ESCRITURA

I. La cuestión es la escritura. Lo que ya sabemos y lo que no sabemos. Lo que se da por sentado y lo que nunca se reduce a una lógica previa. La escritura en medio de la educación, como si fuera evidente, como si jamás lo fuera. Las prácticas entendidas como naturales, el artificio de la lengua. Pedir escritura, obtener copias. Enfatizar la importancia de lo escrito, preferir no hacerlo. Predicar sin demasiados ejemplos a la vista. La escritura compartida, la intimidad no revelada.

Escribir y leer se han vuelto acciones –y sensaciones y ejercicios y gestos– tan evidentes, que ya parece no haber margen para volver a pensarlo: didácticas, buenas prácticas, planes nacionales, bibliotecas, cuadernos, pizarras, computadoras, libros, partes de libros, apuntes, párrafos. De pequeñísimos a grandotes. Desde casi el nacimiento hasta la hora de la despedida. Todo parece recubrirse de escritura y de lectura. Y sin embargo: ¿se trata de un envoltorio ya rasgado o de una forma de comunidad?

En términos educativos es difícil, sino imposible, separar cierta moralidad de lo útil, de lo necesario, lo imprescindible, lo esporádico. En términos culturales también lo es. Quizá se trate de adivinar algo de estos tiempos: discernir entre lo actual, la novedad, lo novedoso y lo contemporáneo. En cuestiones educativas parece que siempre vamos detrás de la novedad y lo novedoso; que no coincidimos en definir lo actual –por lo singular, lo contingente, lo rugoso–; que lo contemporáneo sólo aparece como un campo de batallas. ¿Cómo poner la escritura en medio? ¿Qué escrituras? ¿Sólo las aquí y ahora presentes, las breves, las que responden a demandas, las que relacionan la escritura con el trabajo y no con la creación o con la singularidad o con la subjetividad o con la intimidad?

Educar es poner en medio. Poner la escritura en medio es pensar otra cosa distinta al registro, el archivo, la devolución irrestricta de lo aprendido, la escritura como código cerrado de la evaluación. No parece ser útil ni cortés apenas sostener las imágenes de copistas medievales, de escribientes de convento o de escribidores de ocasión. Hay algo más. ¿Pero qué, exactamente?

Voy a alejarme unos pasos de este libro para presentarlo, luego, como se lo merece.

La escritura ya no es lo que era. Lo que no está ni mal ni bien. Sólo se trata de preguntarse si aún vale la pena darle algunas vueltas a qué era la escritura que ahora no es, a qué es esa escritura que ahora está, a qué hacer entre las escrituras. Lo que estaría mal sería encogerse de hombros en señal de que “así son las cosas”. Lo que estaría bien es sería declinar de la idea de que sin escritura nos transformamos en animales dóciles, o en humanos aberrantes, incompletos. Ya sabemos lo que provoca la domesticación a través del lenguaje como estandarte, como bandera.

Una de las preguntas que, creo, valen la pena hacerse es aquella del humanismo vinculado a la escritura –y, claro está, también en relación a la lectura–. Esa pregunta encuentra aquí –por cierto fuertemente inspirada por algunas ideas del filósofo Peter Sloterdïjk– dos direcciones posibles: 1) la vaga noción de cofradía o de comunidad o de amistad que la escritura produce; 2) la aún más sólida afirmación de la escritura como norma. Ambas ideas provienen, en efecto, de la historia del humanismo, pero en diferentes tiempos. En primer lugar podríamos identificar –sin igualar– la historia del humanismo con la historia de la escritura: la escritura como una suerte de carta universal que va pasando de generación en generación gracias a un pacto íntimo y secreto entre emisarios y destinatarios, originales y copias, un vínculo férreo para poder ir más lejos, para no encerrarse, para poder realizar travesías propias y ajenas. Una travesía de ese porte suponía –supone– tanto al escritor como al lector. Y esa es la principal virtud de una amistad que durará siglos. Hay en esta apreciación un eco de aquel Nietzsche que buscaba transformar el amor al prójimo –ese amor tan inmediato, tan religioso, tan mezquino– en un amor por vidas ajenas, lejanas, desconocidas. Y esa transformación nos era dada gracias a la escritura. La escritura, entonces, como invitación a ir más allá de uno mismo, a salirse, a quitarse la propia modorra, un convite –hecho con gentileza y cuidado– para abandonar el relato repetido, la identidad del uno como centro de gravedad y como centro del universo. La imagen es conocida y aún así no deja de ser curiosa y amable: un fantasma comunitario –escribe Sloterdïjk– está en la base de todos los humanismos, una suerte de sociedad literaria devota e inspirada, en fin, una comunión en armonía.

Permanezcamos un poco más en esta imagen, busquemos su contra-cara, o la revelación de un anverso. Antes, mucho antes de la llegada de eso que hoy llamamos –no sin cierta levedad– el Estado, o mejor aún, el Estado nacional, como dice Sloterdïjk, saber leer supondría: “algo así como ser miembro de una elite envuelta en un halo de misterio. En otro tiempo, los conocimientos de gramática se consideraban en muchos lugares como el emblema por antonomasia de la magia. De hecho ya en el inglés medieval se derivó de la palabra gramar, el glamour; a aquel que sabe leer y escribir, también otras cosas imposibles le resultarán sencillas. Los humanizados no son en principio más que la secta de los alfabetizados, y al igual que en otras muchas sectas, también en ésta se ponen de manifiesto proyectos expansionistas y universalistas”.

Subrayemos algunas palabras de este fragmento, por ejemplo: elite, misterio, magia, glamour, secta. Es inmediata la sensación de un mundo partido, quebrado o dividido en función o en virtud o en el privilegio de la escritura y la lectura. Lo que no hace más que devolvernos a la creencia platónica de una sociedad en la cual todos los hombres son animales, lo que no deja de ser cierto, pero algunos de los cuales crían a los otros y los otros serán, siempre, los criados o, dicho de otro modo: los animales que leen y escriben educan a los animales que no lo hacen.

Al alcance de la mano, lo que sigue: el humanismo de los siglos XIX y XX se hizo pragmático, el pragmatismo induce a lo programático y esa sociedad sectaria, mágica, creció hasta volverse en norma para la sociedad política: “A partir de ahí –continúa el filósofo mencionado– los pueblos se organizaron a modo de asociaciones alfabetizadas de amistad forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante en cada espacio nacional.¿Qué otra cosa son las naciones modernas sino eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian?”. Ese humanismo, el humanismo de Estado es el origen de la imposición de la lectura y la escritura obligatoria: los clásicos, el canon, el valor universal de los textos nacionales.

Ya tendríamos a disposición algunos argumentos para desentrañar tanto la vertiginosa actualidad de la escritura como una insistente impotencia. Las ideas del humanismo ya no pueden contra la época actual; no pueden, no tienen lugar, no caben, son anacrónicas. En buena medida porque también la escritura y la lectura se han transformado en mercancías y ya no requieren de lectores o escritores amables o amigos, sino de consumidores. Pero no voy a insistir en ello.

Todo se ha sobrevalorado: la literatura, los textos y el espíritu nacionales, la escritura, la lectura. El mundo ya no está organizado por una sociedad ilusoria construida epistolarmente. Ya nadie cree en la docilidad o en la domesticación de la lectura. Ya nadie hablaría de las buenas lecturas o de las escrituras correctas. Inclusive decir que algo está bien escrito resulta más bien una sorpresa que un evidente eufemismo. La candidez no es de estos tiempos. Sabemos demasiado, estamos rodeados de especialistas que miran cómo se escribe, para qué se escribe, qué se escribe, cómo habría que hacerlo.

No reniego de los estudios que se hacen. Inclusive éste que prologo podría ser un bello ejemplo del bien investigar para sostener lo que no sabemos. En todo caso no abandona las preguntas fundamentales que Sloterdïjk nos deja: “¿Qué amansará al ser humano, si fracasa el humanismo como escuela de domesticación del hombre? Qué amansará al ser humano, si hasta sus esfuerzos para auto-domesticarse a lo único que en realidad y sobre le han llevado es a la conquista del poder sobre todo lo existente? ¿Qué amansará al ser humano, si después de todos los experimentos que se han hecho con la educación del género humano, sigue siendo incierto a quién o a qué educa y para qué, el educador? ¿O es que la pregunta por el cuidado y el modelado del hombre ya no se puede plantear de manera competente en el marco de unas simples teorías de la domesticación y de la educación?”.

Lo único que podríamos responder a este incesante cuestionamiento del filósofo es, precaria y provisionalmente: todavía la escritura y la lectura pueden considerarse como potencias educadoras, pero de un modo mucho más modesto de lo que se ha pensado hasta ahora. Y es modesto porque aún en su potencia deviene poder, selección, norma.

 

II. Necesito regresar al libro que prologo y lo haré por otro sitio, por otras edades, por otras sensaciones. Una pequeña historia, una historia mínima, si se quiere:

La niña mira a su madre mientras lee. La mira y murmura frases para sí misma. Todo está quieto ahora, en suspenso, como si un largo día no fuera otra cosa que un fin de tarde que nunca desaparece. Cuando la madre hace una pausa, la niña se le acerca y pregunta, con voz de secreto: “Mami: ¿qué estás haciendo?”. “Leyendo”, responde la madre. La niña insiste: “¿Qué es leyendo?”. La madre le muestra el libro a la niña y dice: “¿Ves? Aquí hay historias que todavía no conocemos. Hay que buscarlas. Eso es estar leyendo”. La niña se queda quieta y mientras acaricia el brazo de su madre, le pregunta: “¿Pero: leyendo es en las partes blancas o en las partes negras?”.

 

Voy a servirme de esta viñeta, para sugerir, indicar, apuntar una pregunta crucial, aunque parezca mal escrita: ¿Qué es escribiendo? Nótese que se trata de una pregunta del todo diferente a aquella de: ¿qué es escribir?, y también de aquella de: ¿qué es la escritura? Sobre ello ya tenemos suficiente información, aún cuando sea ambigua y contradictoria y debamos distinguir, todavía, entre la racionalidad pedagógica y la racionalidad literaria. Sobre esto último volveré a insistir más adelante. Me parece que este libro –que alerta ya desde el comienzo no tratar sobre la escritura, sino sobre el escribir– le da a esa pregunta, así, con la voz en gerundio, una dimensión particular, un estatuto diverso. ¿Qué puede significar escribiendo, qué es estar escribiendo, para estudiantes y profesores en medio de prácticas de transmisión de saberes, valores, conocimientos, materias?

Habrá que buscarle el sentido o el sinsentido a unas prácticas que se sirven de la escritura como lenguaje de formación y que transitan por el escabroso territorio que recorre un laberinto entre la experiencia y la técnica, entre la apropiación y la responsabilidad, entre los compromisos y los deseos.

No hay nada claro al respecto. Lo que sabemos es que se pide la escritura, que es un pedido. Ya sea para relatar lo propio como para responder por un texto ajeno; ya sea para comentar o para definir; ya sea para elaborar como para puntualizar.

No puede dejar de sorprendernos, aún en su aparente habitualidad, esa relación entre escritura y petición. Por varios motivos: en principio porque ello sugiere que lo escrito tiene sólo un valor de respuesta; enseguida, porque me da la sensación que –de ser en efecto una respuesta, o de tener apenas esa propiedad– no sabemos a qué con exactitud –¿a una pregunta escrita, o un texto leído, a un saber entregado, a una información solicitada, a una necesidad de completar una tarde, al puro y fresco deseo de que alguien se exprese con “propiedad”?; y por último: porque si la escritura fuese reducida a un mecanismo de intercambio estrecho, quedaría confinada al ejercicio de su corrección o de su adecuación y, por lo tanto, a la lógica de lo que es apropiado o inapropiado.

Este libro nos ofrece una indicación que no deja de ser inquietante: en esas prácticas la escritura ocurre como devolución de lo leído, y lo leído es, muchas veces el apunte tomado en clase. Y he aquí una posible segunda derivación.

La escritura es petición, sí, pero también es reflejo del dominio o no, de la capacidad o no, de la diversidad o no, de las prácticas de escritura. En este sentido: ¿cómo valorar lo que se ha pedido? No queda más remedio, pareciera, que someterlo todo a la ecuación de lo mal o bien escrito, de lo correcto o incorrecto: el zoológico de los que cometen errores y la jauría de los correctores. ¿Pero dónde estaba, donde había quedado, lo que se ofrece, lo que se da y no tanto lo que se peticiona y evalúa? Quizá sea ésta una tercera derivación.

La escritura es petición, la escritura es constatación, pero también es la sombra o el contorno o la superficie de aquello que se ha entregado. Esa escritura pedida y evaluada no habla tanto de la escritura en sí como de la enseñanza, lo que hace tomar a este análisis una dirección completamente diferente. Es verdad: puedo comenzar por los textos escritos por los demás: compadecerme, incomodarme, asustarme, dar por sentada que así es, irremediablemente, la producción de esta época. Lo que deberíamos hacer, me parece, es no omitirnos. No omitirnos del punto de partida: el modo en que nos relacionamos nosotros mismos con la lectura y la escritura. Pero: ¿en qué consistiría esa omisión? En verdad son muchas omisiones, ninguna de las cuales debe entenderse como acusación sin motivos: nuestra lectura cada vez más escasa, cada vez menos literaria y más mediática; los pactos cotidianos en torno a la brevedad y la fragmentación o reducción de los textos que se ponen juego en las prácticas institucionales; el desprecio por la escritura creativa, ensayada, libre de espíritu; la naturalización artificiosa que supone que buscar es ir hacia los motores de búsqueda; el destierro de las bibliotecas en los confines de los espacios escolares; y, lo que me parece más decisivo y más trágico: cierta destrucción del pasado.

No quisiera apenas sobrevolar por estas cuestiones. Lo haré, sabiendo el lugar que me cabe en este libro singular, precioso. Pero es tanto lo que ofrece, que me gustaría detenerme en un punto en particular: renegamos de los estudiantes porque no escriben con sus propias palabras, porque no se sueltan, porque, porque –como dicen los autores– no escriben de modo “soberano”, no tejen su propio discurso o el discurso enhebrado nos resulta incomprensible. ¿Cómo sería posible hacerlo? ¿Qué permitiría que los estudiantes escribiesen algo que valiera la pena?

Para comenzar, eso querrá decir, supongo, “escribir sus propias experiencias con sus propias palabras”. Pero no estoy muy seguro que sean buenos tiempos para ello, es decir, no tengo la certeza –como sí la tenía una década atrás– que la escritura fuese el modo evidente para ese propósito. Aquellos que transitamos por la vida académica somos reprimidos fuertemente al “escribir nuestras propias experiencias” –en lugar de investigar o estudiar la realidad de otros– “en nuestras propias palabras” –en lugar de adecuarnos a las palabras en boga–. El discutible modelo de la escritura academicista se ha instalado vertical y transversalmente en el mundo educativo como si hubiera algún provecho decisivo en ello. Ensayar, narrar o contar no parecen ser registros amigables en los días que corren. Por lo tanto no podemos decir que la petición sea razonable o, ni siquiera asequible, cuando la atmósfera donde se espera que algo ocurra con la escritura y con la lectura es asfixiante o, al menos, turbia.

Si no se trata sólo de escribir lo que nos pasa con nuestras propias palabras, habrá que ir en la búsqueda de otras experiencias y de otras palabras. Pero eso es literatura, me dirán. Y yo responderé que sí, sin dudas. Pero no sólo.

En la petición por escribir no caben muchas más opciones: o se trata de un pedido arraigado en tradiciones y racionalidades pedagógicas o, por clara oposición, el pedido es literario, esto es: tocar el límite del lenguaje, tocar sus formas, enclavar la metáfora, dar vueltas sobre los instantes. El resto, substancial por cierto, es la lectura.

Si de verdad buscamos respuestas a la pregunta de porqué escribir, hay un duelo que se debate entre su razón pedagógica –tal como he intentado decir hasta ahora– y su razón o razones literarias. No basta con decir que escribir o leer es importante para después, que escribir o leer sirven para el futuro de trabajo o estudio, que escribir o leer garantiza una que otra posición de privilegio. “Escribiendo” es en presente, no en futuro. Si, como lo dice y muy bien este libro, el “punto de fricción” de la escritura pedagógica es con la evaluación, la escritura literaria se orienta hacia otros puntos álgidos, completamente diferentes.

Por ejemplo, hagamos un ejercicio en la búsqueda de algunas pocas respuestas literarias a la pregunta del porqué escribir:

“Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo. Para no resignarse ni consolarse nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado” (Hélène Cisoux).

“Escribo, para que el agua envenenada puede beberse” (Chantal Maillard).

– “Escribo para que la muerte no tenga la última palabra” (Odysseas Elytis).

– “Escribo porque estoy muy, muy enfadado con todos ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me gusta pasarme el día entero en una habitación escribiendo. Escribo porque solo puedo soportar la realidad si la altero” (Orhan Pamuk).

– “Escribo para no quedar en medio de mi carne / para que no me tiente el centro / para rodear y resistir / escribo para hacerme a un lado / pero sin alcanzar a desprenderme” (Fabio Morábito).

 

¿Es posible imaginar una “didáctica” o una transmisión de la escritura cuyo epicentro se encuentra inexorablemente en la muerte, en la última palabra, el enfado, la dificultad por soportar al mundo, la resistencia, la alteración de lo real, el cuerpo? No: pero es necesario saber que justamente de allí proviene la escritura. La escritura que vale la pena. Y valer la pena no quiere decir que algo o alguien sean válidos. Habría mucho más para decir sobre las raíces pedagógicas y literarias de la razón por la escritura y la lectura. Pero digamos, en este contexto, que se trata de una decisión de territorialidad: ¿en qué plano, con qué horizontes, con cuáles trayectorias y cuáles travesías ponemos en medio la escritura y la lectura?

 

III. Dije unas líneas atrás: no son éstos buenos tiempos para el lenguaje en general. Ya sé: se me dirá que una afirmación de esta naturaleza no deviene sino de la nostalgia mítica, de una suerte de desconsuelo por aquellas cosas, aquellos gestos, que han desaparecido o están en vías de desaparecer o se travisten de tal manera que ya no es posible reconocerlos en su rostro conocido.

Pero: ¿es una cuestión de época? ¿De su espectacularidad tecnológica? ¿De los dobles nuestros que escriben en las redes? ¿De esta época tan urgenciada de información como perezosa en su búsqueda?

Pareciera ser que estamos afectados por unos dispositivos de información y de comunicación que entorpecen todo el tiempo lo que quisiéramos decir y decirnos. Las palabras suelen perder su transparencia, su forma perceptiva y dan vueltas y se revuelcan, se esconden y naufragan. Un lenguaje de palabras caídas, pisoteadas, como decía el poeta Juarroz. Y en cierto modo habrá que volver a pensar en un lenguaje habitado por dentro y no apenas revestido por fuera. Como la piel, también el lenguaje toma la forma de un latido cardíaco o de una agitación del respirar o de un extraño y persistente movimiento; otras veces, se convierte en muralla, en defensa, en contención. Sería todo un gesto no utilizar el lenguaje solo como recubrimiento o encubrimiento de la vida; ser capaces de un lenguaje como desorden, como desobediencia, como una suerte de rebelión frente a un mundo que cada vez nos obliga a hablar más brevemente y más de prisa. El mundo que nos envejece más de prisa. A nosotros y a nuestras palabras.

Pero también habrá que preguntarse por el lenguaje directo, el lenguaje seco, el lenguaje que no dice más que lo que quisiera decir; un lenguaje acaso sin falsedades, sin tecnologías, sin duplicaciones. Un lenguaje sobreviviente, quizá, de nuestro supuesto dominio o de nuestra incapacidad por dominarlo. Un lenguaje cuya voz deriva de lo que nos pasa. Recuerdo aquí a Claus y Lucas de Agota Kristof: dos niños que viven en el confín de un pueblo durante alguna guerra y se ponen a escribir y a tomar decisiones sobre la escritura por primera vez. En determinado momento se preguntan cómo saber si algo de lo que escriben está bien o mal: “Tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos”. La crudeza con la que los niños asumen su escritura, su lenguaje, no deja de ser también su desnudez, su transparencia, ese intento para que el lenguaje diga algo, algo que por una vez se sienta verdadero.

Es cierto, una vez más: no son estos buenos tiempos para la complejidad y la ambigüedad del lenguaje. Hay un predomino exagerado de la rapidez y la eficacia en la transmisión y por eso, cada vez más, se van apartando algunas formas de expresión poéticas más rugosas, menos “eficaces”. Sin embargo, no hay ningún motivo por el cual ligar el lenguaje a la prisa o a la urgencia o a la inmediatez. También el lenguaje puede ser una forma de detención, una pausa que sirva para habitar un tiempo hondo, que nos vincule más a la intensidad que a lo cronológico. No se trata tanto de una cuestión de géneros ni de generaciones, sino de esa tensión –tan viva, tan obsesiva– entre el lenguaje de la información que exige premura y consumidores y el del lenguaje literario que intenta hacer respirar de otra manera a sus lectores.

Las redes sociales han modificado las formas de escribir y comunicarse y sin duda afectan el acto de leer. Pero por más masivas y ahora “naturales” que se vuelvan esas prácticas, hay algo en el lenguaje que hace que sobreviva a cualquier intento de fijación o moda. Es verdad que uno puede expresarse en 140 caracteres pero también es cierto que lo puede hacer por millones. No hay ninguna razón para asumir una posición definitiva al respecto pues es el carácter contemporáneo el que resuelve la convivencia o no entre lo nuevo y lo anterior. Y no hace falta suicidar formas de escritura y de lectura en nombre de la novedad. Hay un enorme tesoro en el lenguaje y poder encontrarlo es de algún modo una tarea que nos relaciona no solo con el futuro sino, sobre todo, también con el pasado. El escritor holandés Cees Nooteboom en su libro Tumbas sugiere que el pasado es un tesoro que está al alcance de nuestras manos. Se trata de realizar una travesía, de estirarnos hacia un libro, hacia una idea, hacia una palabra, hacia la escritura, hacia otras personas.

Más allá de toda discusión sobre lo nuevo, lo novedoso, lo actual y lo contemporáneo en el lenguaje, aún las preguntas esenciales suponen un temblor siempre presente: ¿Hay algo para decir? ¿Hay algo para escribir? Y en esa tentación al expresionismo y la productividad de la palabra: ¿Hay alguien allí, por dentro de lo que dice, por dentro de lo que escribe? Y aún más: si la cuestión es apenas un problema de quién y qué es lo que emite ¿hay alguien del otro lado que escuchará y leerá? ¿Alguien que, simplemente, desee una detención, una pausa?

 

IV. Yo no sabía la mayoría de estas cosas hasta que llegó este libro a mis manos. No quiero decir que las ignorara. Pero no las había escrito antes. Las escribo ahora porque leí un libro gigante. “Estrategias de escritura en la formación”. ¿Qué más puedo decir que invitar a la lectura y desear que haya más cofradía?

 

 

 

 

* Carlos Skliar: CONICET / FLACSO, Argentina.

 

 

 

 

La escritura no es, en la escritura, hay.

Carlos Skliar

INTRODUCCIÓN

La escritura y el escribir

PELÍCULAS QUE YA VIMOS

Dice Foucault en su Arqueología del Saber que no es fácil decir algo nuevo sobre un asunto cualquiera. Que no basta con abrir bien los ojos y prestar atención para que una nueva mirada, un nuevo vocabulario, salgan a la luz. Para que nuevos objetos puedan salir a la superficie, en cambio, es preciso repasar lo ya sabido, atreverse a ponerlo en duda, explorar las tesis que a primera vista parecen ilógicas, inmorales, desprolijas, desequilibradas. Incluso, o aún más, aquellas que se aparecen como obvias e incuestionables. Es preciso seguir y abandonar intuiciones, desafiarse y contradecirse. Los modos en que habitualmente abordamos los problemas educativos son necesariamente función de discursos que nos atraviesan, del conjunto de escenarios que los libros y las investigaciones –pero también las charlas en sala de profesores, los mensajes posteados en facebook, las discusiones en clase– nos invitan a habitar. Paisajes en los que hay senderos muy transitados, y otros un poco más escondidos. Y sucede que las avenidas son a veces más confortables que las callejuelas.

En los debates educativos en materia de escritura universitaria, creemos, pasa un poco lo que en el cine de Hollywood: lo que nos presentan como gran estreno, huele con frecuencia a fórmula reiterada.

Un alto ejecutivo enfrenta un momento de grandes definiciones en la empresa. Tan ocupado está, tan pendiente de las llamadas de sus jefes, que ha incumplido muchas promesas a su pequeño hijo (que ansia ser llevado por su padre al partido de béisbol). Promete no decepcionarlo, pero una y otra vez debe hacerlo. Hasta que un día se decide, y arroja el celular al río desde un puente.

 

Los estudiantes escriben mal, no logran salirse de sus modismos del lenguaje oral, no saben citar la bibliografía, ¡escriben barbaridades en los exámenes!

Un policía veterano se halla a punto de retirarse cuando un nuevo caso lo compromete en forma personal, pues es la reaparición de un antiguo expediente que había quedado sin resolver.

 

Es necesario darles un documento con las normas de la American Psychological Association (APA) para que citen bien. O mandarlos a un taller de escritura formal fuera del horario de la cursada regular, para que puedan incorporar los procedimientos de la escritura académica.

Al salir de la cárcel tras cumplir una condena por un crimen que no cometió, un ex policía debe cobrar venganza por quienes lo incriminaron y vengar a su vez la muerte de su compañero.

 

La culpa es de la escuela secundaria, que no los prepara adecuadamente para los desafíos intelectuales que deberán afrontar luego, en los espacios de formación del nivel superior.

Un forastero llega a un pequeño pueblo, donde se esforzará por desentrañar un misterio. Va estableciendo contacto con distintas personas hasta que comienza a sospechar que allí se guarda celosamente un oscuro secreto.

 

El verdadero problema se halla en los dispositivos de evaluación: escriben mal porque escriben desde sus ganas de aprobar, y no desde sus saberes reales. Lo que debemos hacer es quitarle a la evaluación ese sesgo de medición y testeo que le quita significatividad a la tarea de escribir.

Un grupo de jóvenes amigos comparte un viaje de aventura y diversión a un lugar remoto. Ya instalados, mientras se divierten con bromas y juegos, descubren que una entidad sobrenatural y maligna los amenaza. Uno a uno los va matando de maneras crueles y sanguinarias.

 

Se copian todo de Internet porque les faltan incentivos para actuar honestamente… eligen el camino más rápido, que es sacar las respuestas de Wikipedia, elrincondelvago.net o monografías.com.

Un hombre y una mujer se aman, pero ven frustrado su romance por una serie de malentendidos y desencuentros. Con el tiempo, ella se compromete con otro hombre y olvida a su viejo y genuino amor. Pero al punto de consumarse el matrimonio, cuando el sacerdote está por tomarle el juramento, el verdadero pretendiente se interpone y logra impedir la boda. Ambos huyen de la mano.

 

Argumentos que ya escuchamos, películas que ya vimos. Nos permiten decir cosas que pueden ser dichas para asumir en los problemas que rodean a la escritura roles que pueden ser asumidos. Nos ofrecen un lugar más o menos seguro desde el cual hablar sobre un objeto que, si bien resulta conocido, se recrea cada vez que se lo nombra. Esas palabras que elegimos para nombrar nunca son neutrales, y el lugar desde el cual decimos lo que decimos nunca da lo mismo. Argumentos, en fin, que nos brindan un repertorio de aseveraciones aceptables que, desde una postura pretendidamente crítica nos entretienen, nos sacan del apuro.

“Pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve” es para Foucault el impulso y el objetivo de todo ejercicio reflexivo. Reflexionar sobre la escritura implica entonces un desafío: salir de nuestros confortables discursos condenatorios y mirar nuestras prácticas con ojos nuevos. Y dejar advenir así otras tramas, otros relatos.

DE LA ESCRITURA AL ESCRIBIR

Las palabras recogen vestiduras abandonadas y regresan después empujando al pensamiento.

Roberto Juarroz

 

Este libro no trata sobre la escritura, sino más bien sobre el escribir. Esto es: no ya sobre la huella que deja la mano en movimiento, ni sobre los trazos de signos, sino sobre la mano en sí misma, sobre la voz que se pronuncia para producir su gesto escritural y sobre el encuentro que habilita la soberanía de esa voz. La propuesta teórica central de este libro se reúne alrededor de tres grandes núcleos que aportan, desde lugares distintos pero relacionados y complementarios, a la comprensión del acto de escribir (y de sus condiciones) en el contexto de la formación docente.

El primero de estos núcleos podría definirse como una formulación minuciosa de las tensiones discursivas entre las que se dirime la escritura en este ámbito, y donde se ven definidas las posiciones de los actores y ciertos elementos centrales: la posición del que escribe, el destinatario, aquello sobre lo que se escribe, los universos de sentido desplegados, el vínculo entre quien escribe y su producción. Este primer análisis nos conducirá a discernir, por ejemplo, entre la escritura que se emprende para “extender el territorio” del pensamiento en contraposición a la que se produce para “circunscribir el territorio” de lo pensable, lo decible, lo evaluable. Entre la escritura que conquista y la que se aliena, entre la que se erige soberana y auténtica y la que se copipastea de Internet, entre la que asume riesgos y la que se reserva del mundo –como ha dicho un poeta– sólo un rincón tranquilo. Se trata, en suma, de reconocer qué grandes polaridades y dicotomías aparecen cuando nos sumergimos en las prácticas de escritura en la formación, buscando comprender las perspectivas de los sujetos y sus experiencias.

El segundo núcleo teórico aborda específicamente la relación pedagógica y las lógicas que la sostienen, en cuyo seno aparecen y adquieren sentido las tensiones anteriores. Uno de los hallazgos del salto del primer núcleo al segundo es cierta desacralización de los polos y una necesidad de reivindicar, a través de un planteo que abre el problema a su complejidad, lo que hasta esta primera etapa aparecía bajo la forma, algo maniquea, de unas dicotomías insalvables. La dimensión pedagógica y la dimensión certificante de la enseñanza, se presentan, más que como esferas separadas y autónomas, como dos lógicas simultáneas y superpuestas que atraviesan todo trayecto formativo de nivel superior.

Finalmente, el tercer núcleo teórico se enfoca en las decisiones didácticas tomadas por los docentes a la hora de evaluar y en los presupuestos filosóficos que se adivinan operando por debajo de las mismas, enmarcados en los conceptos de saber y pensar; presupuestos que serán metódicamente desmenuzados y examinados desde el material aportado por el propio discurso de los actores del encuentro pedagógico.

En palabras directas y sencillas, digamos que este libro es resultado de una investigación que trató de entender qué sentido le dan los profesores y los alumnos a la escritura en el contexto de las materias. Para entenderlo, hemos implementado una serie de propuestas de trabajo (a las que llamamos dispositivos) 1 donde la escritura ha estado siempre implicada de distintas maneras, para poder así “ver qué pasa” en los diversos contextos en los que se escribe. Las conclusiones que atraviesan este trabajo son resultado de lo que pudimos observar y sistematizar acerca de las diversas situaciones de escritura en el aula. Mirando lo que efectivamente pasa, lo que se dice, lo que molesta, lo que entusiasma en esas situaciones, y analizando además algunos textos de los alumnos, hemos puesto bajo análisis y discusión los tópicos que atraviesan este trabajo. El sentido que ha movilizado la escritura de este libro es el de ayudar a los profesores a aprender de la experiencia y enseñar mejor usando la escritura en forma criteriosa, como una herramienta de pensamiento y de aprendizaje.

Sobre estos amplios pilares conceptuales, discutiremos asuntos tales como el lugar que ocupan las preguntas en el dispositivo pedagógico del nivel superior, los diversos sentidos que adquieren las prácticas de escritura, el vínculo entre docentes y estudiantes que habilita su desarrollo en las clases, entre otros aspectos que la investigación sacó a la superficie. Convencidos del potencial didáctico de la pregunta, exploraremos particularmente el uso de la misma como disparadora de escritura. Asimismo, nos ocuparemos de los intrincados vínculos entre evaluación y aprendizaje y del lugar privilegiado que adquiere la escritura en el territorio trazado por dicho binomio. La evaluación opera como un marco en función del cual las diversas propuestas de escribir en el aula adquieren una significación e intensidad singulares. En ese sentido y teniendo en cuenta que en muchísimas ocasiones los estudiantes escriben para ser evaluados, nos preguntamos: ¿qué pasa con las actividades de escritura cuando se las desliga de la evaluación formal? ¿Qué se pierde, qué se gana, qué se arriesga, qué se sacrifica?

En el capítulo titulado “Estrategias de escritura en el aula” se halla volcado el contenido más propositivo de este libro, bajo la forma de once propuestas concretas para el trabajo en el aula que se nutren de nuestras discusiones teóricas. Los dispositivos de escritura que se presentan, detalladamente caracterizados e ilustrados con ejemplos tomados de las producciones de los estudiantes, se sugieren como alternativas para aquellos docentes de nivel superior interesados en incursionar en el ejercicio de la escritura en las clases como herramienta de enseñanza y de aprendizaje.

Las reflexiones que articulan este libro son resultado de una investigación enmarcada en el Profesorado de Nivel Inicial en la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES), denominada “Aprender escribiendo. Análisis de aplicación de dispositivos de enseñanza basados en la escritura de textos formales” y que ha contado con el apoyo, la calidez y la colegialidad del Departamento de Investigación de dicha universidad, integrado por un extenso equipo de docentes investigadores. De la misma participaron tanto docentes como estudiantes, quienes nos hemos visto interpelados en relación a nuestras prácticas escriturales en la elaboración de este trabajo. Y esto es así no sólo porque es éste un libro que trata sobre el escribir, sino además porque en el acto de escribirlo nos hemos encontrado vehiculizando las mismas situaciones, concepciones y problemas de las que nos estábamos ocupando durante el transcurso de nuestra investigación. Mientras escribíamos volvíamos conscientes nuestros procesos, los sometíamos a la lupa de las discusiones, los convertíamos en ejemplos, en instancias diversas de los múltiples conceptos que recorren el texto. Como en aquel cuento de Cortázar –“Continuidad de los parques”– donde un lector lee en la trama de su libro aquello mismo que simultáneamente está ocurriéndole en la trama de su vida (que es para el lector, claro está, también la trama de un cuento), durante la elaboración de esta obra nos vimos a nosotros mismos escribiendo lo que nos pasaba al escribirlo. Interesante juego de inclusiones y de espejos, de rupturas y continuidades, en el que hemos visto desplegarse nuestras voces en tanto escritores así como también como docentes y estudiantes investigadores.

NOTA

1. Cabe una aclaración respecto del uso que haremos del término “dispositivo”. Frecuentemente se lo emplea en pedagogía para dar cuenta de una serie de modos de estructurar la experiencia que tienden a constreñir, dirigir o limitar de diversas maneras sus bordes, sus posibilidades. En este libro, haremos referencia a dispositivos de investigación y de intervención en un sentido más amplio y general, sin ahondar en las propiedades del dispositivo que se reconocen desde la cosmovisión foucaultiana.

CAPÍTULO 1

Contrastes en la experiencia de escribir

Cuando se abre una discusión entre estudiantes y profesores, acerca del lugar de la escritura en el aula, aparece un enorme caudal de ideas que, a primera vista, parecen caóticas y desordenadas. Una de la tareas iniciales de este estudio fue, pues, la de poner un orden sistemático (entre tantos posibles) a esas ideas. Quisimos saber, de algún modo, cuáles son las coordenadas básicas que sirven para hablar sobre (y pensar la) escritura en la formación. A partir de los apuntes y las grabaciones de numerosos grupos de discusión entre docentes y estudiantes que participaron en la elaboración de este trabajo, desarrollamos cinco ejes que pretenden reunir ese amplio conjunto de expresiones. Los ejes más fuertes resultaron ser: sobre qué se escribe, para quién o quiénes se escribe (esto es, el interlocutor y el universo hacia el que se escribe), quién es el autor, para qué se escribe y qué lugar se otorga al error en las prácticas de escritura. En las siguientes páginas, entonces, comentaremos articuladamente cada uno de estos incisos, cuyos elementos centrales aparecerán sintetizados en el esquema de la página 41.

ESCRIBIR PARA EXTENDER O PARA CIRCUNSCRIBIR EL TERRITORIO

Partir, deshacerse de las miradas, piedras opresoras que duermen en la garganta.

Alejandra Pizarnik

 

Hemos dicho que hablar de la escritura puede significar cosas diferentes. La distinción que exploraremos, en ese sentido, discierne entre la escritura como objeto (donde interesan los textos, los giros de la escritura, los portadores, los recursos del lenguaje que se emplean en la confección de los escritos) y el escribir como práctica en la formación, donde el foco está puesto en las relaciones pedagógicas que habilitan, promueven, restringen o valoran la escritura. Es este último enfoque el que hemos adoptado aquí. Desde esta perspectiva, el asunto de “sobre qué se escribe” no tiene que ver con los tópicos de la escritura sino con la relación entre la escritura y la experiencia. Las distinciones que hemos reconocido, entonces, se orientan a delimitar la emergencia de la escritura en diferentes situaciones durante la experiencia formativa, y concurren a cuatro escenarios diferentes, según se proponga a los estudiantes escribir a) sobre lo que quieren hacer; b) sobre lo que han hecho o visto; c) sobre lo que han leído y pensado; o d) sobre lo que el profesor dice y muestra en la clase. Estos cuatro escenarios suponen diferentes motivaciones, estilos, expectativas y formas de valoración de los textos, y para cada uno de ellos existe un género de escritura específico, bien conocido por docentes y estudiantes. Examinemos brevemente cada uno de ellos.

Cuando los estudiantes son invitados a escribir sobre lo que quieren hacer, el género 1 por excelencia que se les ofrece es la planificación. En una carrera de formación docente planificar es, básicamente, escribir una hipótesis deseada sobre el desarrollo de la enseñanza que estará a cargo de quien escribe. La planificación didáctica, ya sea como estrategia de la enseñanza o como género de escritura ha sido profusamente estudiada en el mundo educativo. Planificar las clases, afirma Harf, abre la posibilidad de analizar y comprender las decisiones didácticas que tomamos 2. En ese sentido, planificar contribuye a trazar un plan más o menos ordenado de acciones, constatar que esas acciones son consistentes con nuestras convicciones, nuestra filosofía, nuestras opciones ideológicas, y llevarlo a cabo. Cuando se critica una “mala” clase, muchas veces se atribuyen al profesor creencias, ideas o convicciones que quizás no son del todo suyas, sino más bien el producto de haber trabajado en forma intuitiva, a partir del sentido común y sin construir una necesaria reflexión (y una consecuente previsión) acerca de su enseñanza. Uno de los fines de la planificación es, entonces, fortalecer la consistencia de las prácticas para hacerlas afines a las convicciones del docente. La escritura, en este sentido, brinda la posibilidad de explicitar y hacer evidentes esas convicciones, promoviendo su revisión y el ajuste de las propuestas.

La planificación ha sido muchas veces analizada como una actividad imprescindible pues otorga sentido a las prácticas, pero que paradójicamente siempre está en riesgo de perder sentido y “burocratizarse”. En palabras de Zabalza,

Algunos han calificado esta exigencia de planificación como burocracia pedagógica