IlustraDO POR Sarah Warburton

Título original: Starfell. Willow Moss and the Lost Day

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2021

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

harpercollinsiberica.com

© del texto: Dominique Valente, 2019

© de las ilustraciones: Sarah Warburton, 2019

© 2021, HarperCollins Ibérica, S.A

© de la traducción: Sara Cano, 2021

© HarperCollins Children’s Books, editorial de HarperCollinsPublishers Ltd.

HarperCollins Publishers 1 London Bridge Street Londres SE1 9GF

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

Maquetación: Raquel Cañas

ISBN: 978-84-18279-34-8

Índice

1. La chica que encontraba cosas perdidas ...................... 13

2. Una cuestión de tiempo .................................................. 22

3. El monstruo de debajo de la cama ................................ 39

4. El portal de la despensa ................................................... 53

5. Los fabricantes de escobas .............................................. 69

6. La ciudad (recientemente) vetada de Colina Taimada ... 88

7. Amora Hechizo ................................................................. 104

8. La casa de los Aveces ....................................................... 124

9. El cuento del dragón ....................................................... 133

10. El vidente de lo olvidado ................................................ 145

11. Los encantamientos perdidos de Starfell ...................... 168

12. El jardín lunar ................................................................... 175

13. El mercado de Medianoche ............................................ 189

14. La piedra de bruja ............................................................ 203

15. Espera y Olvido ................................................................ 216

16. Calamidad Trol ................................................................. 225

17. El ejército trol ................................................................... 240

18. La casa de la bruja ............................................................ 250

19. Magia en Volkana ............................................................. 258

20. Suficiente para hacer explotar a un colbato ................. 271

21. De nuevo ayer .................................................................. 284

Para Catherine, que fue la primera en amarlo; para Helen,por ayudar a cumplir un sueño y a Rui por haber confiadosiempre en que lo haría.

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La chica que encontraba cosas perdidas

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Muchos consideran que nacer con poderes mágicos es un sueño hecho realidad. Pero eso es porque dan por sentado que los poderes con los que se nace son emocionantes, como la capacidad de volar, de ser invisi-ble o convertir a un pariente antipático en cerdo. Creen que la magia es un banquete en el que hay absolutamen-te de todo lo que se puede comer.

Sin embargo, en el mundo de Starfell, no todos los que tienen la suerte de contar con un as mágico en la manga le hincan el diente a los mejores bocados, como podría ser, por ejemplo, una tarta de tres chocolates. Algunos consiguen, con suerte, echarle el guante a esos palitos de zanahoria pochos que nadie quiere comerse. Este pare-cía ser el triste caso de Dalia, la benjamina y, por tanto, el miembro con menos poderes de la familia Musgo.

Dalia había recibido un don que muchos considerarían

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más bien salido de una chatarrería que de un banquete mágico. Útil, pero no crepitante, burbujeante o explosivo. Su don ni siquiera crepitaba bajito, ni explotaba un poqui-to, aunque, si lo mirabas con ojillos entrecerrados, burbu-jear que burbujeaba ligeramente.

El poder de Dalia era encontrar cosas perdidas.

Como llaves, por ejemplo. O calcetines. Hacía poco había encontrado la dentadura de madera de Jeremías Corchea.

La verdad es que divertido no había sido: los dientes habían aterrizado en su palma extendida, cubiertos de una baba viscosa procedente de la boca de Cascarrabias, el viejo bullmastiff de la familia.

Cuando los Corchea le pagaronun denirio —que era la tari-fa habitual desde que teníaseis años—, Dalia decidióque tenía que subir el pre-cio. También se juró que, deaquel momento en adelante,llevaría siempre encima unared de pesca para guardar losrepugnantes objetos que solía

encontrar.

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Así que, a pesar de que el suyo no era exactamente un talento de demasiado provecho, le servía para llevar comida a casa…, aunque la mayoría de los días solo fuera media rebanada de pan. Menos daba una piedra. Pero era poco si comparaba su don con el de Camelia, su her-mana mediana. Hacía poco Camelia había conseguido le-vantar el arado, con burro incluido, de encima de Gastón Jensen, usando solo el poder de su mente.

Sí…, los poderes de Camelia eran un poco más llama-tivos.

Cuando a la edad de seis años el poder de Dalia afloró por fin, su padre le había explicado que en el mundo ha-bía diferentes tipos de personas.

—Todas son necesarias y todas son importantes. Pero algunas llaman más la atención que otras. Hay gen-te, como tu madre, que impone respeto en cuanto entra en cualquier sitio. (Lo de que oiga las voces de los muer-tos también ayuda un poco). A tus hermanas les pasa lo mismo. Y luego está la gente como y yo.

Y eso dolió. Un poquito, pero dolió.

Dalia era más bien tirando a bajita, tenía el pelo largo, moreno y lacio y ojos a juego con el cabello. Se parecía mucho a su padre, mientras que sus hermanas habían heredado el aspecto imponente de su madre: altas, con una melena negra y sedosa y ojos de un tono verde que

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decían que se parecía al de las esmeraldas, aunque Dalia estaba bastante segura de que ningún miembro de la fa-milia Musgo había visto nunca una esmeralda de cerca.

Cuando Dalia se quejó a la abuela Flora de que no se parecía a su madre y sus hermanas, tan espectaculares ellas, la abuela refunfuñó. No soportaba la vanidad. No podía permitírselo, y mucho menos teniendo el pelo ver-de. La abuela Flora había sido en su día una de las mejo-res fabricantes de pociones de todo Starfell, pero ahora casi todo el mundo la llamaba abuela Cencerro, porque la explosión de una de sus pociones en la sierra del Nones había tenido consecuencias cuando menos interesantes, una de las cuales era su peculiar color de pelo.

—Chitón, niña. Puede que no tengas los ojos «esme-ralda» como ellas, pero eres igual de valiosa, sobre todo cuando se trata de ver cosas que a otros se les pasan por alto —dijo, con una sonrisa taimada, mientras escondía los frasquitos en los que guardaba las pociones que peor pinta tenían bajo un tablón suelto del desván de la casa cuya existencia, aparentemente, solo conocía Dalia.

La abuela Flora llevaba razón en que a Dalia se le daba bien ver cosas que a otros se les pasaban por alto. Con los años, lo había convertido en su talento particular. Como aquel día, por ejemplo, que estaba en su sitio de siem-pre en el jardincito de la cabaña, contemplando la fila

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La chica que encontraba cosas perdidas

de gente que serpenteaba siguiendo el murete de piedra. Todos venían a que Dalia les ayudara a encontrar cosas que no sabían dónde habían puesto.

—No consigo encontrarlos. He buscado por todas partes… —dijo Prudencia Bocina, al otro lado de la verja abierta.

—¿Has probado a mirarte la coronilla? —preguntó Dalia.

—¡Ay, madre! —dijo Prudencia, que se palpó la coro-nilla y encontró sus anteojos con montura de cristalitos brillantes—. Qué boba —se disculpó con una sonrisilla avergonzada antes de disponerse a dar media vuelta.

—Sería un denirio —dijo Jazmín, la hermana mayor de Dalia, quien acababa de salir de la cabaña y de presen-ciar la transacción.

—Pero si ni siquiera ha hecho magia… —protestó Prudencia, con los ojos desorbitados de pura sorpresa.

—Pero te ha encontrado las gafas, ¿no? Has conse-guido lo que estabas buscando, con magia o sin ella, ¿no? No es culpa suya que estés cegata y no seas capaz ni de mirarte al espejo. —Jazmín era implacable, y bajo su mi-rada fulminante Prudencia capituló y entregó el denirio.

—Pues a me han dicho que las brujas no deberían cobrar —rezongó la flacucha Eleuteria Mostaza casi al fi-nal de la cola—. Se supone que no deberían sacar provecho

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de sus poderes —dijo, santurrona y con los penetrantes ojillos brillantes.

Hay que aclarar que Eleuteria Mostaza era de esas personas a las que, aunque no lo reconocieran en público, les habría gustado que el rey hubiera concedido a su pue-blo, Nieblrisa, estatus de vetado. Así se asegurarían de que gente como Dalia y su familia —gente con poderes má-gicos, en definitiva— tuviera que irse a vivir a otro sitio.

—¿Y eso quién te lo ha dicho? —dijo Jazmín, asal-tando a Eleuteria que, bajo el fruncido ceño de Jazmín, pareció encogerse—. Cuando el carpintero te hace un mueble, le pagas, ¿no? Mi hermana os presta un servicio, ¿así que por qué deberíais tratarla de distinta manera?

—Bueno, porque ella es distinta —su-surró Eleuteria, y dos intensas manchas de color brotaron en sus mejillas.

A Jazmín se le hundieron las cejas.

—Bueno —dijo, haciendo hincapié en cada sílaba—, entonces igual deberías pagarle MÁS.

Un refunfuño generalizado se ex-tendió por la cola.

El poder de Jazmín —aparte de sacarle el dinero a la gente—

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era hacer explotar cosas. Así que refunfuñaron, pero bajito. Nadie quería enfadar a alguien capaz de hacerlos explotar.

Dalia suspiró. Pensaba subir el precio a un flerín y una manzana de los frutales de los Pradera, pero no le pa-recía que usar a su temible hermana para presionar a la gente fuera la mejor estrategia. A ella las manzanas de los Pradera tampoco es que le encantaran, aunque a Cansino, el caballo que los Jensen habían jubilado, sí. To-dos los jueves, de camino hacia el mercado, pasaba junto al anciano animal. Los niños del pueblo lo habían apoda-do Cansino porque cada vez que echaba a trotar por el pasto, le brotaban del pecho jadeos asmáticos. Teniendo en cuenta que el pobre se molestaba en saludarla cada vez que la veía, a Dalia le gustaba darle las gracias con sus chucherías favoritas.

—Tu problema, Dalia —dijo Jazmín (a Dalia no se le había pasado por alto que no le había dado a ella el de-nirio)—, es que no le das a tus poderes el valor que tienen.

—¿Poderes? ¿Qué poderes?—se burló Camelia al salir de la cabaña, vestida de la cabeza a los pies con una túnica

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de una tela cara y brillante—. ¡Ah!, ¿a lo de ser un sabue-so mágico, te refieres? —Rio con malicia. Ignorando las quejas de Dalia, le dijo a Jazmín—: ¿Lista?

Las dos hermanas iban a acompañar a su madre a la Feria Ambulante de Adivinación.

Dalia cerró los ojos y se concentró en respirar hondo. Cuando volvió a abrirlos, vio que sus hermanas bajaban ya por el sendero, con las capas y las melenas negras on-deando a su paso.

Se giró, resignada, para regresar a la cola, y entonces dio un brinco.

La cola se había volatilizado y en su lu-gar solo había una mujer. Era alta y es-pigada, además tenía el rostro, pálido y afilado, enmarcado por una mele-na negra y un par de cejas arquea-das. Llevaba una túnica larga y os-cura, unas botas moradas con la puntera en pico y una expresión que hizo que Dalia enderezara la columna sin que a su mente se le ocurriera siquiera protestar.

La mujer enarcó una ceja y dijo:

—¿Buenos días?

—¿Bue-buenos días? —consiguió

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articular Dalia en respuesta, aún sin saber quién era aquella señora.

Una diminuta parte de la mente de Dalia contuvo el aliento. Era el mismo pedacito que parecía estar escu-chando a sus rodillas, las cuales habían empezado a tem-blar, como si ellas estuvieran al tanto de un secreto que su cabeza desconocía.

—Morgana Vana se presentó la mujer en tono des-preocupado, como si que de repente la bruja más temida de todo Starfell se te presentara delante fuera algo que ocurriera todos los días. Aunque, para ser justos, aquello probablemente fuera algo que Morgana Vana hiciera a diario.

—Ay, madre —dijo Dalia, cuyas temblorosas rodillas habían resultado tener razón.

A Morgana Vana se le curvó la boca en una sonrisa.

Años después, Dalia seguía sin saber cómo se las había apañado para mantener los pies pegados al suelo cuando un simple susurro podría haberla derribado.

Aun así, por mucho que hubiera fantaseado con cono-cer a la infame bruja Morgana Vana, jamás podría haber imaginado Dalia lo que pasaría a continuación.

—¿Te apetece una infusión? —sugirió Morgana.

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Dalia siguió a Morgana Vana hasta la cabaña, con-templando perpleja cómo la bruja encendía las bra-sas de la chimenea renegrida y llenaba de agua una vieja tetera abollada. Morgana se palpó la túnica, sacó un pa-quete de ella y asintió para al verter algo en la tetera.

—Un poco de malzamilla nos sentará bien —dijo, gol-peándose la barbilla con un dedo. Como si acabara de acordarse de algo, ordenó—: Siéntate. —Y ofreció a Da-lia una silla de la cocina de la propia Dalia.

Dalia se sentó muy despacito. A lo más profundo de sus entrañas se aferraba la vana esperanza de que aquello solo fuera un sueño. ¿Se habría equivocado la bruja de casa? Aun así, intentó no perder los modales y murmuró:

—Esto…, señora Vana. Si quiere, eso puedo hacerlo yo…

Morgana descartó la propuesta con un gesto de la mano.

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Una cuestión de tiempo

—Da igual. Me acuerdo de dónde está todo.

A Dalia se le abrió la boca, de pura sorpresa.

—¿Se acuerda?

Morgana se encogió de hombros mientras sacaba dos tazas de una vieja alacena de madera.

—Ah, sí, hace mucho, claro, pero Lluvia y yo nos co-nocemos desde hace años.

—¿Conoce a mi madre?

Morgana depositó una descascarillada taza azul deco-rada con florecitas ante Dalia y se sentó frente a ella con su propia tacita de té.

—Desde que éramos pequeñas. ¿Nunca te lo ha di-cho?

Dalia sacudió la cabeza con un poco más de vehemen-cia de la necesaria.

Dalia sabía, claro, que su madre —y suponía que Morgana Vana también— había sido pequeña, pero aquel era un concepto que su mente no terminaba de asimilar. Era como tratar de comprender por qué al-guien dedicaría tiempo voluntariamente a coleccionar sellos. No pudo evitar fruncir el ceño con educación y asombro a partes iguales.

Morgana dijo, como si tal cosa:

—Supongo que fue hace mucho, mucho antes de que nacieras. Como la mayoría de los nuestros, me refiero a

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la gente con poderes mágicos, nuestras familias vivían en el barrio de Aguasosa. Tu madre era muy amiga de mi hermana, Molsa, ¿sabes? De niñas estaban siempre juntas: intentaban atrapar ermitaños con trampas para osos, tomaban el con los muertos, bailaban desnudas a la luz de la luna…, pero las cosas cambiaron, porque las cosas siempre cambian, y muchos tuvimos que mu-darnos… Así era más seguro, y ahora Molsa ya no está. —Morgana se aclaró la garganta—: Pero, bueno, eso da igual. Tómate la infusión.

—Um —consiguió responder Dalia mientras intenta-ba con todas sus fuerzas dejar de imaginarse a su madre bailando desnuda a la luz de la luna.

Dalia observó a la bruja, pero apartó los ojos inmedia-tamente. Los ojos de Morgana eran cuchillas. A Dalia se le secó la garganta al recordar alguno de los peores rumo-res que circulaban sobre aquella bruja. Aunque la verdad es que todos eran bastante malos. Decían que Morgana Vana podía convertirte en piedra con solo mirarte… Da-lia miró la taza y pensó: «¿Qué hace aquí, preparándome una infusión?». Dio un sorbo. Estaba buena. Dulce y car-gada, como a ella le gustaba. Y la taza era la suya…, una de las pocas cosas que poseía en aquella cabaña. Destacaba entre la caótica colección de tazas y platitos que comba-ban la alacena de la cocina de la familia Musgo.

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Supuso que lo de adivinar qué taza pertenecía a quién era algo que podían hacer las brujas adultas. «En algún momento voy a tener que preguntarle a qué ha venido», pensó Dalia, asustada. Dio otro sorbo a la infusión para retrasar ese momento un poquito más.

«¿Igual Morgana ha venido a ver a mi madre?», se preguntó Dalia. Parecía la explicación más lógica.

Dalia apenas había bebido dos sorbos cuando Mor-gana hizo estallar todas sus esperanzas en mil pedazos. Miró a Dalia con unos ojos que eran como la tinta más negra y oscura y dijo en un tono bastante inquietante:

—Necesito que me ayudes.

Dalia parpadeó.

—¿Que la ayude?

Morgana asintió.

—Es el martes, ¿sabes? No tengo ni idea de cómo ni por qué…, pero estoy bastante segura de que ha desapa-recido.

—¿Que ha desaparecido?

Morgana la miró fijamente.

—Sí.

Se hizo un silencio incómodo.

Dalia miró a Morgana.

La bruja le devolvió la mirada.

Pues parecía que estaba claro. La bruja debía de haberse

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vuelto tarumba. La abuela Flora decía que pasaba hasta en las mejores familias. Lo sabía de primera mano, porque ella misma había perdido la chaveta.

Decían que Morgana Vana vivía sola en las Brumas de Brumelia, la entrada al reino de los muertos vivientes. Dalia suponía que era motivo suficiente para que cual-quiera se volviera un poco majara. Lo de combinar locura y poder le parecía un poco peligroso, así que esbozó una sonrisilla nerviosa, esperando haber entendido mal.

—¿Ha desaparecido? ¿El dí… día?

Morgana asintió, y luego se levantó, descolgó el calen-dario de Nieblrisa que la familia Musgo tenía colgado de un gancho detrás de la puerta de la cabaña y se lo pasó a Dalia.

Dalia lo observó.

No sabía qué se suponía que debía mirar. Esperaba encontrarse que los días de la semana pasaban directa-mente del lunes al miércoles, y le decepcionó un poco descubrir que no era así. El martes seguía allí, igual que el anuncio de la sidra de manzana curalotodo que produ-cían los Pradera.

—Pero si sigue…

Morgana asintió con impaciencia.

—Sigue ahí, sí, pero mira mejor.

Dalia miró. Junto a cada día del calendario había re-cordatorios de ferias, juntas vecinales, calendarios de

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cosechas, fases de la luna y otros acontecimientos. To-dos los días había un evento…, salvo los martes.

Frunció el ceño.

—Pero podría ser por cualquier…

—… cosa. Sí. Yo también lo pensaba. Pero no consigo quitarme la sensación de que quiere decir algo. Algo malo. —Morgana calló un momento antes de explicar—: ¿Te acuerdas de lo que hiciste el martes?

Dalia frunció el ceño. Cerró los ojos y durante un se-gundo un enorme sombrero morado y ajado decorado con una larga pluma verde clavada en un costado pasó frente a sus ojos, vio que la abuela Flora le apartaba la cara, y por un instante sintió que se le encogía el estó-mago de miedo. Pero entonces, tan rápido como había aparecido, la imagen se desvaneció, llevándose consigo la sensación de inquietud.

Dalia pensó, pensó mucho, como se piensa en un sueño que parece muy real nada más despertar, pero que desa-parece en cuestión de segundos y resulta casi imposible de recuperar. El lunes había ayudado a Leoncio Granjero a encontrar el contrato de arrendamiento de sus tierras. Sin él, habría perdido el derecho a cultivar naranjas en ellas, aunque por suerte Dalia lo había encontrado, y Leon-cio ya no tenía ningún problema con su granja; a cambio se había ganado un saco de naranjas. Luego había vuelto

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a casa y había ayudado a la abuela Flora a trasplantar sus gruñonas gertrudis. La abuela usaba los frutos, dulces y morados, para enmascarar los malos sabores de algunas de sus pociones (en realidad no funcionaba, porque desde el accidente la mayoría de las pociones de la abuela ya no servían para nada). El miércoles había ido al mercado a ayudar a las amas de casa de Herma a encontrar los ob-jetos extraviados en sus casas. Los jueves su madre partía a la feria ambulante, y eso era hoy…

—La verdad es que no… Parece que no me acuerdo de lo que pasó ese día.

Morgana asintió y luego suspiró:

—Esperaba que contigo fuera diferente, pero a todos los que se lo he preguntado les pasa lo mismo. Parece que se acuerdan de casi todo lo que han hecho durante la semana, pero con el martes tienen una laguna.

Dalia se mordió el labio, dudando.

—¿Pero no es…?

—¿Normal? —Morgana terminó la frase por ella y descartó la idea con un gesto de la mano—. Sí, claro. La mayoría de la gente no se acuerda de lo que cenó anoche. Pero normalmente, si se ponen a pensar, algo se les viene a la mente. Lo raro es que ni una sola persona de todas a las que les he pedido que piensen en el martes consigue recordar qué pasó ese día. Ni siquiera yo.

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Dalia arrugó la frente. Tenía que reconocer que era raro.

—¿Y a cuánta gente se lo ha preguntado?

Morgana se lo pensó y la miró.

—A Hip entero.

A Dalia se le arquearon las cejas. Eso que era raro: un pueblo entero. Vale, un pueblo pequeño que en reali-dad era más bien una calle larga, pero aun así, seguían siendo por lo menos quince familias.

Se le ocurrió otra idea. Dudó, pero lo preguntó de to-das maneras:

—¿Por qué ha dicho «ni siquiera yo»?

Una sombra de sonrisa cruzó el rostro de Morgana.

—Eres espabilada. Eso es bueno. Solo quería decir que es raro, y que no me había pasado nunca.

Dalia se quedó de piedra.

—¿Nunca se le ha olvidado lo que ha hecho el día anterior?

—Nunca.

A Dalia se le abrieron mucho los ojos. No sabía cómo asimilar aquella información. La perspectiva le provoca-ba asombro y miedo a partes iguales.

Morgana cambió de tema.

—Me han dicho que eres buscadora.

Dalia dudó. Nunca antes la habían llamado así. Mental-mente, le produjo rechazo. Lo más parecido a ese térmi-no que la habían llamado nunca era cuando su hermana

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Camelia había estado llamándola Sabueso buena parte de su infancia. Pero ya no lo hacía. Casi nunca.

—Sí. Bueno, no. No exactamente. O sea…, encuentro cosas. Cosas que están perdidas.

Morgana no dijo nada.

Dalia se apresuró a rellenar el silencio:

—O sea… Podría encontrarle unas llaves si las hubiera perdido, pero no creo que pueda encontrar un día ente-ro… aunque hubiera desaparecido.

Morgana enarcó una ceja.

—Pero podrías intentarlo, ¿no?

Dalia se lo pensó. Podría. Nada le impedía intentarlo, eso era cierto. Respiró hondo, nerviosa, cerró los ojos, le-vantó el brazo hacia el cielo, se concentró muchísimo en pensar en el martes y…

—¡PARA AHORA MISMO! —vociferó Morgana, le-vantándose con un respingo tan potente de la silla que la tiró al suelo.

La silla cayó sobre las losas de piedra con un ruido en-sordecedor. Dalia tragó saliva mientras Morgana la ob-servaba bajar el brazo como si en vez de un brazo fuera una víbora peligrosísima. La bruja inspiró varias veces, con jadeos entrecortados, agarrándose el pecho.

A Dalia le tembló la voz al hablar, e intentó con todas sus fuerzas que su tono no sonara acusador:

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—No entiendo. ¿No me ha pedido que… lo intente?

Morgana se frotó la garganta, y pasado un momento su voz volvió a sonar prácticamente normal, aunque si alguien hubiera prestado atención, habría detectado un leve deje chillón.

—Es verdad, es verdad —repitió—. Sí, te lo he pedi-do. Quiero que lo intentes, pero no ahora mismo. ¡Ahora mismo no, querida Dalia! Antes tenemos que tener algún plan, no podemos ir a buscarlo así como así. No podría-mos ni imaginar las consecuencias… —dijo, y un fuerte escalofrío la sacudió entera—. ¡Puaj! —Al ver que Dalia fruncía el ceño, Morgana se explicó—: Creo —dijo, con

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sus ojos negros como canicas abiertos de par en par— que si hubieras conseguido encontrar el martes perdido y lo hubieras traído a nuestra realidad, el resultado segu-ramente habría sido catastrófico. Puede que la estructura de nuestro universo se hubiera fragmentado, dando lugar a un escenario apocalíptico…

—¿Disculpe? —preguntó Dalia.

—Creo que se podría haber acabado el mundo.

Dalia se recostó en la silla, con el corazón martilleándole en el pecho. Darte cuenta así de sopetón de que podías haber he-cho que se acabara el mundo da, cuando menos, que pensar.

Morgana, sin embargo, parecía estar recuperada.

—El asunto es que, hasta que no sepamos qué ha pa-sado, podríamos empeorar las cosas. Peor de lo que ya están, quiero decir, y ahora mismo ya están todo lo mal que creo que pueden estar.

Dalia frunció el ceño, confundida.

—¿Qué quiere decir? O sea, que no es… algo bueno, precisamente, pero tampoco se acaba el mundo porque el martes haya desaparecido, ¿no? Solo es un día.

«Un día que nadie parece haber echado de menos, de todas maneras, así que, ¿en realidad tan mala es la cosa?», pensó Dalia.

—En realidad, si no lo encontramos, se podría acabar el mundo. Sea lo que sea lo que le haya sucedido al

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martes pasado podría afectar al tejido de Starfell,haciendo que se descosa poco a poco, hilo a hilo. —A Dalia se le abrió la boca como una boba. No pensaba que la cosa fuera tan seria. Morgana asintió—: Por eso tenemos que empezar desde el principio. No vamos a po-der hacer nada hasta que no sepamos exactamente qué ha pasado. O, más importante, por qué. —Miró por la ventana, frunciendo ligeramente el ceño, y luego parpa-deó como intentando aclararse la vista—. Vamos a nece-sitar a alguien, alguien que creo que puede ayudarnos…, lo que podría resultar un poco complicado, porque antes vamos a tener que encontrarlo.

—¿Y eso por qué es complicado? —preguntó Dalia.

Morgana se volvió a mirarla con una leve sonrisa en los labios.

—Bueno, porque es un olvidente, uno de los mejores de Starfell, sin duda, ya que procede de un largo linaje. El problema es que encontrar a un olvidente es casi impo-sible a menos que sepas dónde buscar.

Dalia estaba atónita.

—¿Un olviden…? ¿Un qué?

—Un olvidente. Está recogido en el Viejo Cael, ¿sabes? —Dalia siempre consultaba aquel diccionario cuando no entendía una palabra. El shel moderno era el idioma que hablaban la mayoría de los habitantes de Starfell, si no se

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contaba el alto enano, claro, pero la popularidad del últi-mo se debía, sobre todo, a las variopintas posibilidades de insultos que ofrecía—. Hoy por hoy se los conoce como videntes de lo olvidado, personas que ven el pasado.

—¿O sea, lo contrario a un adivino?

Morgana hizo tamborilear los dedos en la barbilla.

—Más o menos.

—Como mi madre —la interrumpió Dalia. Su madre era una adivina famosa y recorría todo el reino de Cae-lius con su puesto ambulante prediciendo el futuro.

Morgana parecía tener algo atascado en la garganta, porque respondió con voz tensa:

—Bueno, sí, como tu madre. Aunque la mayoría de los que se hacen llamar «adivinos» y aseguran que pue-den ver el futuro, en realidad no tienen ni idea de cómo se hace, y a veces dicen que tienen una conexión con el «otro mundo», el de los muertos, que teóricamente les cuentan cosas que están a punto de pasar —explicó con un resoplido incrédulo—. Los verdaderos videntes son, claro está, muy escasos. Pero se sabe que son capaces de identificar patrones en los acontecimientos más nimios, lo que les permite ver posibles versiones del futuro. Por ejemplo, si ven que una flor concreta florece en invier-no cuando normalmente lo hace en primavera, pueden deducir que en verano habrá un tifón. —Dalia la miró,

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perpleja. Morgana prosiguió—: A no ser que consigan que el último gorrión del árbol haga su nido antes de la medianoche del equinoccio de primavera, por ejemplo. ¿Lo entiendes?

Dalia hizo amago de asentir, solo porque le parecía que era lo que se esperaba de ella. Pero lo cierto es que no entendía nada de nada. Morgana prosiguió, sin perca-tarse de lo perdida que estaba Dalia:

—Los videntes de lo olvidado, por otro lado, leen los recuerdos pasados de otra persona, que se les pre-sentan como visiones cuando están rodeados de gente. Son, por tanto, bastante poco populares en compara-ción con los adivinos, y tienen pocos amigos, como te podrás imaginar.

A Dalia esto le sorprendió.

—¿Y eso por qué es?

—Bueno, los adivinos tampoco deberían ser muy po-pulares. A nadie le gusta estar cerca de alguien capaz de predecir su muerte… Pero, en realidad, quienes pueden presagiar ese tipo de cosas son muy pocos, así que suelen ser muy bien recibidos, porque siempre te dicen lo que quieres oír. Los videntes de lo olvidado, por el contrario, pocas veces, si es que alguna vez lo hacen, te dicen lo que quieres oír. Cuentan cosas que a la gente le gustaría olvi-dar, cosas que preferirías que nunca hubieran pasado…

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A Dalia se le desorbitaron los ojos.

—¿En serio?

Morgana asintió.

—Oh, sí. Mira al pobre Hércules Aveces, un poderoso vidente de lo olvidado. Lo encontraron ahogado en un pozo después de que pasara junto al duque de Dichonia y lo pu-siera en evidencia frente al capitán de la Armada real. El duque estaba fanfarroneando de sus asombrosas dotes como arquero y de que la primera vez que había usado arco y flechas había hecho diana. Parece ser que Hércules se detuvo, se palmeó la rodilla, se empezó a reír a carcaja-das y dijo: «Querrás decir que te caíste sentada en el campo tras soltar la flecha y clavársela por error a una tal Dia-na». —Rio Morgana—. Bueno, lo que pasó fue que vio los recuerdos del duque ese día, y a este no le hizo demasiada gracia que aireara la verdad, como te podrás imaginar…

—Y ¿por qué le dijo eso al duque? —preguntó Dalia, boquiabierta.

Morgana frunció los labios.

—No lo pudo evitar. Los videntes de lo olvidado ven las cosas como si acabaran de pasar. Y de vez en cuando se les escapan sin que se den cuenta. No son tontos…, es solo que, a veces, no son conscientes de lo que les pasa cuando están teniendo una visión. Y eso provoca situaciones bas-tante incómodas en público. Por eso, pocos olvidentes han