Portadilla

Un jurado presidido por

Andrés Ramos Vázquez,

vicepresidido por

Ángel Luis Gómez Blázquez e Imelda Fernández Rodríguez,

y compuesto por:

Fanny Rubio Gámez,

Santos Sanz Villanueva,

Care Santos Torres,

José Ovejero,

Penélope Acero Cayuela, editora,

y Clara Barbero Penas,

que actuó como secretaria,

otorgó a la presente obra el

XXXII PREMIO TIFLOS DE CUENTO

convocado por la

once

Para Marta, amor utópico

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

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Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

Ilustración de la cubierta: istockphoto

Primera edición: mayo de 2022

Primera edición en e-book: mayo de 2022

© de la edición: Manuel Dorado, 2022

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2022

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ISBN: 978-84-9740-903-2

Producido en España

AÑOS LUZ

Después de dos años de viaje, cuando ya solo falta un diaciclo para estar de vuelta en la Tierra, Adam Wolsk solo puede pensar en Lorna, su novia, que le ha esperado todo el tiempo. Tiempo, no; «tiempos», deberíamos decir, pero de esto ya hablaremos más adelante. A él lo tenemos sentado frente a su consola, revisando los parámetros de los reactores, cuando el ingeniero Razvan se le acerca por detrás y le habla:

–Malas noticias.

Adam Wolsk se vuelve y lo observa en silencio, contemplando la barba larga y picuda del ingeniero.

–¿Qué quieres?

–Mira.

El ingeniero le muestra una carta de navegación interestelar. Adam supone que debe de habérsele ocurrido una nueva conspiración. Razvan se ponía muy pesado a veces.

–Yo solo sé de reactores –dice Adam.

–Hemos recorrido más distancia.

Adam se muerde una uña y dice:

–No. No hemos recorrido más distancia. Es imposible.

–Tres años luz más. Cuando nos desviamos para abastecer a la estación Atlantis, dijeron que estaba en nuestro rumbo, pero... –para seguir explicándose, Razvan baja la voz y se encorva hacia Adam–, yo he calculado que nos desviaron al menos una distancia de tres años luz.

–Entraba dentro de nuestro contrato. Hemos tardado lo previsto.

Razvan le apunta con su barba negra y dice:

–El contrato decía que abasteceríamos a la Atlantis solo si estaba en nuestra ruta. –Vuelve a bajar la voz–. Pero nos han desviado, sin informarnos, y después han acelerado para ajustar nuestro tiempo interno.

–No digas estupideces.

–Tú y yo, y todos los de esta nave... –Razvan hace un gesto horizontal y sombrío con la mano extendida– hemos tardado lo mismo, pero la relatividad, las velocidades próximas a la de la luz, dilatación temporal, ya lo sabes, aquí el tiempo va más despacio.

–Vamos, Razvan, solo nos queda un diaciclo para llegar.

«Un diaciclo dilatadísimo con pelmazos como tú –piensa Adam–. Ojalá estuviese ya con Lorna».

–Los de la Tierra deberían haber envejecido solo seis años más que nosotros... –sigue explicando el ingeniero.

–¡Es el contrato, Razvan! Vamos, estoy muy ocupado. Mañana llegamos. Tengo que calibrar y...

Pero el ingeniero no le escucha y sigue con su letanía de datos y malos augurios:

–Pero si nos hemos desviado tres años luz, entonces en la Tierra habrán pasado quince años más. ¡Quince!

Ahora Adam lo mira, serio, y repite:

–Nos queda un diaciclo para llegar. Déjalo ya.

Él solo quiere volver a ver a Lorna: su piel tostada y su pelo negro. No le interesa nada más. No quiere tener esta conversación.

–¿Te espera alguien en el planeta? –se le ocurre preguntar de pronto a Adam.

–Toma esto –responde Razvan, y le tiende un papel diminuto con un código–. Te dará acceso a la ruta que he calculado.

–No me interesa tu ruta.

–Comprueba cuánto hidrógeno necesitaríamos para hacerla y mira lo que han consumido los reactores de fusión. –Carraspea y añade–: Me esperan mi mujer y mis hijos. Y no me gusta hablar de la familia cuando estoy en viaje interestelar.

Adam y el ingeniero Razvan se miran en silencio durante unos segundos en los que solo se escucha el zumbido sordo de los reactores de fusión. Después Adam dice:

–A mí me espera mi novia. Se llama Lorna. Era seis años más joven que yo, por lo que ahora tendrá la misma edad que yo.

Silencio durante unos segundos más y ronroneo de los reactores.

–A veces tu pareja no te espera –dice el ingeniero. «Pero ¿qué dice el estúpido...?», piensa Adam–. Son muchos años. Y si te desvían de tu ruta, el tiempo se multiplica y encuentras que todos se han hecho tremendamente viejos a tu vuelta y que tu novia tiene en realidad quince años más que tú...

–¡No pienso calcular tu ruta!

Razvan lo mira, encogiendo los labios, lo que agudiza aún más su barba.

–Ni siquiera está permitido que me pidas algo así –insiste Adam.

La barba puntiaguda de Razvan apunta entre los ojos de Wolsk durante unos segundos de silencio. Retumba el ronroneo grave de los reactores. El ingeniero termina diciendo:

–Como quieras.

Sin decir nada más, se va, haciendo sonar la rejilla de pseudogravedad bajo sus botas. Y Adam se queda mordisqueándose las uñas.

«Claro que Lorna lo habrá esperado», se dice. «Razvan no dice más que disparates», piensa mientras se arranca las cutículas. Ahora ella tendrá su misma edad. Por la dila­tación temporal dentro de la nave. Ni un año más, era el contrato. «¡No, no pienso calcular el consumo de la estúpida ruta de Razvan!».

* * *

Pero, cuando después de terminar su turno, Adam Wolsk va a cenar al módulo de la cantina, ya ha calculado el consumo de la ruta.

Aquí lo vemos, un punto cabizbajo, arrastrando un poco los pies sobre la rejilla metálica de la cantina. Ve a Razvan, que está hablando de pie, encorvado sobre una mesa. Habla con uno de los médicos de a bordo, el doctor TZ. Adam se acerca a ellos. Recuerda el nombre del médico porque le curó una vez las manos. Adam siente un escalofrío al recordar cuando se mordía las uñas hasta arrancarse tiras de piel enteras. Eso fue al principio del viaje. Pero eso ya estaba superado. TZ le cae bien. En cambio, desearía no ver a Razvan, pero tiene que decirle lo que ha encontrado. Adam Wolsk detiene el choque metálico de sus botas sobre la rejilla cuando llega frente a la mesa, y dice:

–De acuerdo, Razvan. Hemos consumido lo mismo que si hubiéramos volado tu ruta.

Razvan le apunta con su barba. TZ también lo mira.

–¿Ves? –dice Razvan–. Llevamos en esta nave quince años terrestres más de lo programado.

TZ suspira. Después dice:

–Me lo temía. Siempre pasa cuando te desvían de la ruta. Por cualquier razón, la compañía...

Pero Adam lo interrumpe:

–Puede gastarse más hidrógeno si se descompensa la aceleración en la hipérbola de escape. O por muchas otras razones.

TZ sonríe con su cara ancha. Es un médico que ha hecho muchos viajes interestelares. Adam sabe que vive siempre en naves que vuelan casi a la velocidad de la luz, que no ha pisado la Tierra en años y que todos sus conocidos y familiares en el planeta envejecieron y murieron hace décadas. Es un viajero-luz.

–TZ es un viajero-luz –dice Razvan–. Sabe de lo que habla.

–Pero el contrato establecía... –intenta argumentar Adam.

El médico, sonriente aún, alza una mano y Adam se calla.

–Me hice viajero-luz cuando me desviaron en mi primer viaje –dice TZ–. Los que me esperaban en casa habían envejecido treinta años durante mis tres años de vuelo. Es la dilatación temporal. La relatividad.

–¡Ya sé lo que es la dilatación temporal! –exclama Adam, mirando fijamente a TZ–. Pero el contrato decía que estaríamos de vuelta antes de que en la Tierra nos adelantasen en más de seis años. ¡Es el contrato!

–Muchacho –dice TZ–. El contrato también dice que si no pisas el planeta te puedes reenganchar a la próxima misión. Tu contrato se extenderá automáticamente. Se necesitan muchos técnicos de fusión en la flota.

Adam Wolsk lo mira con los ojos muy abiertos. No puede creerse que hablaran en serio. Dejar su vida para siempre. Convertirse en un viajero-luz, un hombre atemporal que solo se relaciona con otros viajeros. No, eso no entraba en sus planes. Lorna, ella era su futuro, no un mundo atemporal que corría a la velocidad de la luz, aislando a los que vivían allí del mundo real, del tiempo real.

–La compañía no reconocerá la desviación hasta que estés abajo –insiste TZ–. Te compensarán si los demandas, claro. Juicios y todo eso. Una buena tajada. Pero tu gente de allí abajo ahora... En fin, todos estarán muertos o serán muy viejos. No te ofendas.

Adam lo mira en silencio. El rumor ronco de los reactores le produce dolor de cabeza. Se mordisquea las uñas.

–¿Lorna tiene ahora quince años más que yo? ¡No, no os creo! ¡El contrato decía...!

–¿Quién es Lorna? –pregunta TZ a Razvan.

–Su novia, me parece –responde el ingeniero–. Dice que le espera en la Tierra.

TZ sonríe. Razvan le apunta con la barba. Adam Wolsk pasa la vista de uno a otro, con los ojos comprimidos por las cejas. Su mirada pasa alternadamente de la sonrisa del médico a la barba del ingeniero, varias veces.

–¡Idos al infierno! –exclama.

Les apunta con el dedo. Pero no dice nada más. Después se vuelve, y con pasos que hacen resonar la rejilla metálica de pseudogravedad se aleja de las sonrisas y las barbas y termina por dar un puñetazo al interruptor de apertura de la puerta de la cantina. Esta se abre de forma automática, lentamente, con demasiada lentitud para Adam Wolsk.

* * *

Y aquí tenemos de nuevo al joven técnico especialista en fusión nuclear, Adam Wolsk, a la mañana siguiente, vestido con su mono naranja descolorido, casi sin dormir, porque le ha sido casi imposible conciliar el sueño en el último diaciclo a bordo. Sube ya al transbordador que los llevará desde la nave a su hogar: la Tierra.

Pero duda si ese seguirá siendo su hogar. Y duda mucho más cuando el cuervo de Razvan y el alma bondadosa de TZ se colocan cada uno a su lado, en los asientos mullidos del transbordador.

–Serán solo unos minutos hasta la superficie –dice Razvan.

Adam Wolsk no le mira. Mira a TZ, en cambio.

–Tú no vas a quedarte en la Tierra –le dice–. ¿O sí? ¿Vas a abandonar la vida de viajero-luz?

TZ le sonríe. El transbordador se desacopla con un traqueteo suave y empieza a alejarse de la nave interestelar. Se acerca al planeta.

–No me interesa la Tierra –responde TZ–. No me interesa, si me entiendes, más que otros planetas o estaciones a los que suelo viajar. No hay nada ahí abajo que me haga reconocer un lugar que sea realmente mío. Todo ha cambiado mucho. No hay nadie. Bien –añade, sin deformar la sonrisa–, nadie que me interese.

–Yo sí voy a bajar –dice Razvan–. Mis hijos están ahí, aunque tengan ya casi mi edad.

La aceleración de reentrada hace que traqueteen y Adam empieza a sentir náuseas.

–Estáis locos –murmura.

La imagen de Lorna, con el pelo negro convertido en una madeja gris insiste en aparecer en su imaginación. Viene a él esa imagen, como lleva viniendo toda la noche. Adam se arranca una tira de piel de un mordisco en un dedo. El transbordador desciende deprisa hacia el espaciopuerto.

–Estás a tiempo –dice TZ–. Si pisas el planeta, se anulará tu contrato y tendrás que quedarte allí. No dejan volver, lo sabes.

–Quizá nadie te espere –dice Razvan.

–Claro que me espera.

–O quizás te espere alguien con una edad...

Adam hace ademán de levantarse, pero los arneses del asiento se lo impiden. El trasbordador deja de traquetear, vuelan ahora directos al espaciopuerto. Mira por la ventanilla. Intenta reconocer algo en el planeta que dejó hace... No sabe cuántos años hace de eso. Pero el paisaje de mares y ciudades y torres de cristal sigue siendo el mismo.

«¡Nada ha cambiado! –piensa–. ¡Me espera, me quiere, me espera!».

–Puede que ella te espere –dice TZ–. Pero ¿qué le dirás?

–¡Le diré que la quiero!

Razvan lo mira. TZ lo mira.

Después TZ vuelve la vista al paisaje aún lejano de la superficie terrestre. Adam ve que el médico ya no sonríe.

–Yo no pude soportar verla en el espaciopuerto –dice TZ, en voz baja.

–¿Viste a alguien...? –pregunta Adam.

–Creo que la reconocí. Pero el pelo blanco. Quizás era ella, quizás no. No llegué a bajar el último peldaño de la rampa de desembarque. No, no pude.

El transbordador empieza a aproximarse a la plataforma de atraque.

–Se puede decir que vi a alguien a quien hubiese preferido no ver. No me culpes por eso.

Silencio.

–Quizás ella no me abandonó –dice TZ, mirando aún por la ventanilla.

–Yo no te culpo –dice Adam Wolsk.

Un pequeño golpe en el suelo les confirma que acaban de aterrizar. Todos empiezan a levantarse de sus asientos. Adam se levanta también, se siente mareado, la gravedad terrestre le marea, pero va directo a la rampa, se muerde las últimas tiras de piel que todavía despuntan en sus dedos. El ingeniero Razvan y el doctor TZ lo acompañan, uno a cada lado, como escoltándolo.

* * *

Cuando la compuerta del transbordador se abre, entra el sol, que los deslumbra a todos, y el tufo viejo del planeta, que sigue oliendo a polvo de grafito y polen. La Tierra marea. Diríamos que el técnico especialista Adam Wolsk duda a la hora de salir. Adam desciende por la rampa, pero finalmente se detiene. Se planta antes de dar ese último paso que lo depositará en el planeta que dejó hace un número indeterminado de años. Un paso más y estará con Lorna, se dice.

«¿Qué Lorna? –se pregunta–. ¿Su pelo ahora? ¿Gris? ¿Blanco? ¡No, eso no! Ella es, o era más bien, ¡no, no, no! Ella es y vendrá porque me ha esperado todos estos años. ¡No tantos años! Lo decía el contrato, porque hay un contrato y la relatividad no se puede estirar más de lo que dice el contrato y las canas, ¿a quién le importan unas canas?».

–Suerte –dice Razvan de pronto.

Adam Wolsk se arranca con los dientes una buena tira de piel.