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TITANIC 2020

A Matthew

Para ahorrarnos un montón de tiempo, vamos a asegurarnos de que tenemos claras unas cuantas cosas desde el principio:

1. En el presente año, 2020, cuando el nuevo Titanic se está preparando para comenzar su viaje inaugural, a nadie le cabe duda de que no existe un transatlántico más lujoso y de mayor calidad en todo el mundo. Es imposible que se hunda.

2. El Titanic original se construyó en la ciudad de Jimmy, Belfast. Se hundió en la madrugada del 15 de abril de 1912.

3. El bisabuelo de Jimmy participó en la construcción del primer Titanic. El bisabuelo de Jimmy era un negado para construir cosas…, normal que se hundiera.

4. Todo el mundo decía que era «imposible» que el Titanic se hundiera. Mil quinientos pasajeros y miembros de la tripulación perdieron la vida cuando se hundió el Titanic. Moraleja: no hagas caso a lo que diga la gente. Y aprende a nadar.

5. La historia es un peñazo. Si de verdad quieres aprender lo que pasó con el antiguo Titanic, alquila la peli.

6. No sé cuál puede ser el punto 6, pero seguro que algo se me ocurrirá.

7. No, todavía nada.

PRÓLOGO

Ésta es la parte que viene antes de que empiece de verdad la historia –es decir, antes del Fin de la Civilización Tal y Como la Conocemos– y que de alguna manera ayuda a explicar qué hacía Jimmy Armstrong el Suertudo viajando de polizón en el nuevo Titanic. Es bastante emocionante, aunque no tanto como el resto – con todo lo de la epidemia, el amotinamiento y los perros devoradores de carne humana–, pero merece la pena leerlo para comprender que en realidad no estaba allí por gusto y que, por una vez, sólo estaba intentando hacer algo bien.

Era el año 2020 y las cosas no habían cambiado demasiado. A veces, Jimmy Armstrong el Suertudo estaba hasta la coronilla de oír hablar del Titanic. Parecía que fuera él quien hubiera viajado a bordo del barco o algo así, en lugar de aquel viejo antepasado mohoso que se había hundido con ese trasto cutre. Sin embargo, le gustara o no, Jimmy Armstrong el Suertudo estaba condenado a que el Titanic estuviera muy presente en su vida. Su abuelo siempre estaba hablando del Titanic, sus padres siempre estaban hablando del Titanic y, como habían empezado a construir un nuevo Titanic al lado de su colegio –y se veía cómo iba tomando forma, día tras día, ya que era tan grande como una ciudad–, todos sus profesores y la mayoría de sus compañeros también estaban siempre hablando del Titanic.

Ahora, como algo especial, estaban a punto de hacer una visita guiada por el nuevo Titanic1.

Había treinta y ocho chicos y chicas del colegio de secundaria East Belfast subidos a un autobús diseñado sólo para la mitad. Estaban apretujados en los asientos, de pie en el pasillo, empujándose, gritando, pellizcándose, dándose puñetazos e insultándose mientras se asaban de calor en aquella sofocante mañana de junio. Querían bajar del autobús, pero el conductor, el rechoncho Sr. Carmichael, no pensaba dejarles hasta que el profesor a cargo del grupo, el Sr. McDowell, le diera luz verde. Y éste no parecía tener ninguna prisa, quizá porque él ya estaba en el muelle, disfrutando de la fresca brisa marina mientras hablaba de la visita con el guía que les había proporcionado la White Star International, la empresa propietaria del Titanic.

Por fin, las puertas se abrieron y el Sr. McDowell fue recibido con un aplauso lleno de sarcasmo.

–Vale, vale –dijo–, silencio. Ahora, por favor, bajad todos sin alborotar y poneos en dos filas bien ordenadas...

El Sr. McDowell estuvo a punto de ser aplastado en la estampida que tuvo lugar a continuación. Pidió orden a gritos, pero no le hicieron ni caso. El guía de la White Star los miró con aprensión. La idea de invitar a los alumnos del colegio de la zona había sido suya. Se le había ocurrido que sería una buena forma de hacer publicidad, pero ya no estaba tan seguro.

El Sr. McDowell agitó las manos en el aire.

–Venga, ya vale..., un poco de tranquilidad...

Jimmy recibió una colleja de alguien que estaba detrás de él.

–¡Ay!

–¡Armstrong! –dijo bruscamente el Sr. McDowell–, ¡estate quieto ahora mismo!

–¡Yo no he sido, profesor!

–¡Silencio!

Jimmy se volvió y lanzó una mirada asesina a su amigo Gary, que se rió por lo bajo.

–Bueno, vamos a ver: el Sr. Webster ha tenido la amabilidad de aceptar ser nuestro guía...

–¡Ay! –gritó Jimmy dándose la vuelta–. Para ya o te juro que te...

–¡Armstrong! ¡No pienso volver a repetírtelo!

–Profesor, es que...

–Armstrong, te lo advierto: una palabra más y te vuelves derecho al autobús.

–Ésta me la pagas... –refunfuñó Jimmy con disimulo.

El Sr. Webster, un hombre con la cara colorada y con una incipiente calvicie, levantó una mano cuando los alumnos empezaron a acercarse a la plancha de carga y descarga.

–Bien, aunque para nosotros es un enorme placer teneros a bordo, debo advertiros que estamos dando los últimos retoques al barco, por lo que todavía se considera que es una zona en obras. Tengo que insistir muchísimo en lo importante que es que os mantengáis unidos al grupo, que no os alejéis, que no...

–¡Ay!

Esta vez, Jimmy no pudo controlarse: se dio la vuelta y golpeó a Gary con fuerza. Gary dio un grito de dolor y se llevó rápidamente la mano a la nariz, para impedir en vano que la sangre empezase a salir.

–¡Te he avisado! –gritó Jimmy furioso–. No digas que no...

Pero antes de que pudiera terminar la frase, alguien le agarró de la chaqueta por detrás y le arrastró hasta ponerle delante de sus compañeros.

El Sr. McDowell, mucho más alto que él, tenía la cara roja.

–¡Armstrong, ya me he cansado de ti!

–¡Yo no he sido, profesor!

–¿No le has dado un puñetazo a Higgins?

–Sí, ¡pero él me estaba pegando!

–La culpa siempre es de otro, ¿verdad, Armstrong?

–No, profesor... Sí, profesor, pero es que él me estaba...

–Eres un gamberro, Armstrong. Siempre lo has sido y siempre lo serás... Ahora vuelve al autobús.

–Pero profesor...

–¡Vuelve al autobús! ¡No voy a permitir que le estropees el día a todo el mundo! Ya has hecho quedar mal a tus compañeros y al colegio. Si dejo que vengas, ¡seguro que nos hundes el barco! ¡Vamos, sube al autobús!

Jimmy estaba que echaba chispas. Odiaba a Gary Higgins, odiaba al Sr. McDowell, odiaba al Sr. Webster y, ahora que lo pensaba, también odiaba el Titanic.

Una hora más tarde, todavía no había ni rastro de sus compañeros. El conductor del autobús, el Sr. Carmichael, sintió lástima de él, se levantó de su asiento y, moviendo su considerable mole, avanzó lentamente por el pasillo.

–He pensado que quizá querrías compañía –dijo mientras se apretujaba en el asiento de enfrente.

Jimmy le miró de arriba abajo.

–No, gracias.

Carmichael siguió como si no le hubiera oído.

–¿Has visto esto?

Tenía en la mano un folleto en color, con una foto del nuevo Titanic en la portada.

–Me lo han dado para que lo leyera. Vienen todos los datos y las cifras. Todos los años voy a cientos de sitios con colegios como el tuyo, pero lo único que me dan son los folletos. Siempre me toca quedarme en el autobús –empezó a pasar las hojas–. De todos modos, he pensado que igual te interesaba.

–No.

–Por ejemplo, cuánto ha costado ese enorme trasto... Aquí pone que seiscientos millones de dólares.

–No me interesa.

–Pesa ciento cuarenta y dos mil toneladas.

–Me da igual.

–Tiene un helipuerto, una pista de patinaje sobre hielo y un cine.

–Qué aburrimiento.

–Tiene quince cubiertas.

–Me duermo...

–Mil trescientos tripulantes...

–Voy a empezar a roncar.

–... y son de sesenta y cinco países diferentes. Cuando el barco llegue a Miami, se subirán dos mil pasajeros...

–¿Puedes callarte? –dijo Jimmy bruscamente–. Por favor.

–Y luego está toda la comida. Los pasajeros consumirán veintiocho mil huevos a la semana. Imagínate.

–¡Me da lo mismo! Por favor, cierra tu enorme bocaza.

Carmichael se quedó mirándole unos instantes con los ojos entrecerrados. Después dijo:

–Y se van a comer dieciocho mil porciones de pizza. Y cinco mil quinientos kilos de pollo...

–¡Por el amor de Dios!

Jimmy se levantó de su asiento de un salto y avanzó por el pasillo a toda velocidad. A Carmichael le pilló por sorpresa y tardó unos instantes en levantarse de su propio asiento y seguirle.

Jimmy se quedó observando el tablero de mandos del autobús, intentando averiguar con qué botón se accionaban las puertas. Sólo quería sentarse al borde del muelle y respirar un poco de agradable brisa fresca. Pero el autobús estaba viejo y destartalado y hacía mucho que los símbolos de los botones, palancas e interruptores se habían borrado.

–¡Apártate de los mandos! –gritó Carmichael mientras caminaba pesadamente por el pasillo–. ¡No toques eso...!

Pero ya era demasiado tarde. En lugar de jugársela a un solo botón, Jimmy los apretó todos. Se dio la vuelta, convencido de que las puertas iban a abrirse y entonces podría salir del autobús.

Jimmy Armstrong no era conocido como Jimmy Armstrong el Suertudo por los profesores del colegio East Belfast. Era más habitual que se refirieran a él como «ese condenado chaval», «el idiota de Armstrong» o, simplemente, como «lo peor». Como en «Me temo lo peor».

En ocasiones, sin embargo, era algo recíproco. Esta vez, por ejemplo, cuando Jimmy vio que se abrían las puertas de vaivén del fondo del pasillo y aparecía el director, flanqueado por dos agentes de policía y seguido por Carmichael, el conductor del autobús, y por su profesor, el Sr. McDowell, él también pudo pensar: «Me temo lo peor». El conductor estaba calado hasta los huesos. McDowell tenía la cara tan pálida que parecía que hubiera resucitado de entre los muertos. Al director le salía humo por las orejas. Todo aquello no presagiaba nada bueno.

El director, el Sr. McCartney, dio unos golpecitos en la ventanilla de cristal ahumado que había en la pared, por encima de la cabeza de Jimmy. Se abrió inmediatamente y la Sra. James, su mofletuda secretaria, asomó la cabeza.

–¿Han llamado a sus padres? –preguntó el director.

–Sí, Sr. McCartney, pero no quieren venir. Están hartos.

El director miró a Jimmy:

–¡Venga, para adentro!

El Sr. McCartney le agarró del brazo y le llevó hasta su despacho. Le empujó hacia una silla y, volviéndose hacia sus acompañantes, dijo:

–Por favor, señores, permítanme cinco minutos.

Puso cara de fastidio, cerró la puerta y se dirigió a su mesa. Se quedó sentado mirando fijamente a Jimmy durante casi un minuto, tamborileando con los dedos en la mesa todo el tiempo. Finalmente, dijo:

–¿Qué vamos a hacer contigo?

Jimmy se encogió de hombros.

–Encogerse de hombros ya no es suficiente, Jimmy.

Jimmy volvió a encogerse de hombros.

El director suspiró.

–Quiero asegurarme de que me queda absolutamente claro todo lo que ha sucedido, Jimmy. Y, por favor, corrígeme si hay alguna imprecisión. En primer lugar, al llegar al muelle, el Sr. McDowell te advirtió varias veces que guardaras silencio. Después hiciste sangrar por la nariz al joven Higgins, como consecuencia de lo cual te mandaron volver al autobús. Cuando el Sr. Carmichael intentó entablar conversación contigo, le dijiste que «cerrara su enorme bocaza». A continuación echaste a correr por el autobús y apretaste un botón que hizo que se soltara el freno de mano, lo que provocó que el autobús rodara hacia atrás y estuviera a punto de caer al agua. El Sr. Carmichael consiguió detenerlo justo a tiempo y, muy nervioso y alterado, te siguió hacia fuera. Te echaste hacia un lado a propósito, haciendo que el Sr. Carmichael tropezara con una amarra, lo que hizo que cayera al agua desde el borde del muelle, desde una altura de unos diez metros. Por suerte para ti, la policía portuaria lo localizó inmediatamente y fue rescatado –el director carraspeó–. Dime, Jimmy, ¿te parece que ha sido un resumen preciso y objetivo de lo que has conseguido hoy?

–Sólo estaba intentando abrir las puertas.

–¿Te dio permiso alguien para hacer eso?

–No, pero ¿qué iba a...?

–¡BASTA! –el Sr. McCartney golpeó fuertemente la mesa con el puño–. En todos los años que llevo en la enseñanza, jamás había visto una falta de disciplina tan descarada, una falta de respeto como ésta, una...

El Sr. McCartney se levantó de golpe y atravesó la habitación hasta llegar a una ventana. Se quedó observando las flores y los arbustos del jardín del colegio. Su pierna izquierda parecía temblar sin que pudiera controlarla. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido, como si estuviera contando. Se volvió de nuevo hacia Jimmy, pero permaneció junto a la ventana.

–Dime, Jimmy, ¿qué harías tú en mi situación? Ante este tipo de comportamiento –Jimmy miró fijamente al suelo–. Vamos, Jimmy, quiero saberlo, de verdad.

–Bueno, seguro que puede buscarse otro trabajo. El Sr. McCartney movió la cabeza con tristeza.

–Siempre tienes algo gracioso que decir, ¿verdad? Con tal de divertirte, ¡te da igual que una persona se rompa la nariz, que otra casi se ahogue o que casi nos quedemos sin un autobús escolar que cuesta un dineral! ¡Con tal de poder salir con algún comentario de listillo! Bueno, pues a ver si esto también te parece tan divertido, Jimmy: ¡estás expulsado! ¡Fuera de mi despacho! ¡No quiero volver a verte la cara!

Jimmy estuvo deambulando por el centro de la ciudad, viendo tiendas. Según fue avanzando el día, sin embargo, se fue aproximando cada vez más a su casa hasta que, justo después de las siete, se encontró encaramado en lo alto de una pequeña colina situada en un erial lleno de maleza justo detrás de su casa, intentando armarse de valor para enfrentarse a la furia de su familia. Tenía la esperanza de que sus padres se fueran al pub, como siempre, pero cuando dieron las nueve quedó claro que no iban a ir a ningún lado. Le estaban esperando. Había anochecido y se moría de hambre. Estaba empezando a pensar en la posibilidad de comer flores y hierbajos o lamer una lata oxidada de Coca-Cola cuando, de repente, oyó una voz que llegaba desde la oscuridad.

–Eh, Jimmy...

Jimmy se levantó rápidamente y ya había bajado hasta la mitad de la colina por la otra ladera cuando volvió a oír la voz:

–Jimmy... Tranquilo, Jimmy, soy yo.

Jimmy se volvió y miró hacia la cima de la colina. Sólo distinguió la silueta de una figura ligeramente encorvada que se encontraba donde había estado él tan sólo unos momentos antes.

–¿Abuelo?

–¿Quién si no? Jimmy, chico, te has pasado horas aquí sentado.

–¿Cómo? ¿Me has visto?

–Jimmy, todos te hemos visto. ¿Cuándo vas a bajar?

Jimmy negó con la cabeza, pero ahora se sintió con la confianza suficiente para acercarse hasta su abuelo en lo alto de la colina.

–Eres igualito que tu padre –dijo el abuelo–. Un cabezota.

Jimmy se encogió de hombros.

–Bueno, si vas a quedarte aquí fuera, podrías echarme una mano –el abuelo sacó un pequeño sobre marrón de su bolsillo trasero–. El otro día estuve en el desván, revolviendo entre todos los trastos que quedaron allí cuando murió mi padre. ¿Y a que no sabes lo que encontré?

–Un montón de facturas sin pagar, con la suerte que tenemos...

–No, Jimmy. Mira –le dio la vuelta al sobre y le cayó una moneda de cobre en la palma de la mano, sólo una–. Creo que es el penique de la suerte de Jimmy el Suertudo.

–¿El qué? Jimmy miró la moneda con los ojos entrecerrados.

Era unas cinco veces más grande que un penique normal y, aunque era posible que fuera de cobre, hacía mucho tiempo que había perdido su brillo.

–Pensaba que se había hundido con él en el Titanic –dijo el abuelo–. Lo creas o no, chico, hubo un tiempo en el que todo les iba bien a los Armstrong. Al primer Jimmy el Suertudo le dieron este penique cuando era niño, y cuando se hizo mayor consiguió un trabajo en el Titanic y un pasaje gratis para ir a América. En aquellos tiempos, eso era como ganar la lotería. No sé, se me ocurre que a lo mejor el primer Jimmy el Suertudo pensaba que ya había tenido toda la suerte que le hace falta a un hombre, así que, antes de partir, se lo dio a su hermano pequeño para que él también pudiera tener suerte.

–Y entonces se fue y se ahogó.

–Puede que pensara que estaba haciendo lo correcto.

Jimmy, que apenas estaba familiarizado con el concepto de hacer lo correcto, negó con la cabeza.

–No debería haberse molestado. O sea, fíjate en nuestra familia. Si hicieran un documental sobre nosotros, se titularía Los Armstrong: Cien años de desgracias y catástrofes.

El abuelo lanzó la moneda al aire y volvió a atraparla.

–¿Y si la moneda realmente traía buena suerte pero, de alguna manera, el primer Jimmy el Suertudo convirtió la buena suerte en mala suerte por regalarla antes de tiempo? Si la moneda ha estado en nuestro desván desde entonces, puede que haya sido eso lo que ha impedido que nos fuera bien. Puede que haya tenido la culpa de todo lo que nos ha salido mal.

Jimmy se encogió de hombros.

–Bueno, chico, si de todas formas no vas a volver a casa todavía, ¿qué tal si le haces un favor a un anciano? –le lanzó la moneda a su nieto, que alargó la mano rápidamente por instinto y la cogió–. Si es verdad que nos ha traído toda esa mala suerte a lo largo de los años, ¿por qué no te acercas al agua y la tiras? Quizá vuelva a donde tiene que estar, al bolsillo del viejo Jimmy, y puede que así cambie nuestra suerte. ¿Tú qué crees?

–Creo que estás como una regadera –dijo Jimmy.

–Te daré dinero para patatas fritas.

–Trato hecho –contestó Jimmy.

Y así fue como empezó todo realmente, haciendo un favor tonto a su anciano abuelo sólo para retrasar el momento de recibir los gritos de sus padres. Lo que menos se imaginaba Jimmy entonces, mientras caminaba lentamente por las oscuras calles que conducían al paseo marítimo, es que jamás volvería a ver a ninguno de ellos.

1

EL NUEVO TITANIC

Diez minutos después de despedirse de su abuelo, Jimmy estaba parado a la orilla del mar con la moneda en la mano, preparándose para lanzarla sobre las tranquilas aguas haciendo la rana. Cuando echó el brazo hacia atrás para lanzar la moneda, la luna salió de detrás de una nube como hace a veces y, arrojando su pálida luz sobre la orilla, iluminó, a menos de un kilómetro y medio por la costa, la enorme silueta del Titanic. Jimmy se detuvo. Maldito barco. Por su culpa todo le había salido mal ese día. El puñetazo, el autobús, el conductor que casi se ahoga, la expulsión... Todo acababa conduciéndole al Titanic.

De nuevo la rabia se apoderó de él. Estaba ciego de ira.

Era Jimmy Armstrong, no podían tratarle así. Le debían una disculpa, todos y cada uno de ellos. Y también una visita al barco. Mientras estaba allí parado mirándolo, comprendió que la única forma de verlo por dentro sería organizando la visita él mismo. ¿Acaso no estaba el barco ahí parado, vacío, sin hacer nada? ¿Y tenía él algo que hacer además de retrasar el momento de recibir los gritos de sus padres? ¡Pues que se fueran todos a freír espárragos! Él también iba a hacer su visita, ahora mismo.

Jimmy miró el penique de la suerte. Todavía pensaba tirarlo al mar, como quería su abuelo, pero antes iba a hacer otra cosa. Iba a buscar la parte más visible del barco, un lugar en el que fuera imposible que no lo leyeran, e iba a grabar «Jimmy Armstrong estuvo aquí» con la moneda, con unas letras tan profundas que jamás podrían borrarlas. Así aprenderían que con él no se jugaba. No es que fuera una idea muy brillante, pero era totalmente coherente con muchas de sus ideas anteriores.

No tuvo ningún problema para acceder al muelle, sólo fue cuestión de saltar un par de vallas. Había una caseta de seguridad al final del atracadero, pero, como había accedido al muelle desde la parte trasera, ya estaba detrás de ella. La barrera situada de un lado a otro de la calle estaba levantada para permitir que los camiones que transportaban los suministros tuvieran acceso a la media docena de planchas que habían bajado hasta al muelle. Dos de las planchas eran más anchas que autovías. Los vehículos pasaban por encima con gran estrépito y depositaban sus mercancías directamente en las entrañas del barco. Por las otras planchas, más estrechas, iban y venían los equipos de trabajadores cargados con cajas. Había mucho movimiento, desde luego, pero no era constante. Escondido tras una pila de cajas de madera que habían dejado apartadas, Jimmy observó que entre el final de una entrega y el comienzo de la siguiente había un lapso de tiempo de uno o dos minutos que quizá le permitiría meterse rápidamente por una de las planchas sin que le vieran, incluso aunque hubiera gente en las planchas contiguas.

Hubo un momento –hay que reconocer que muy breve–, justo antes de lanzarse al ataque hacia el Titanic, en el que Jimmy se paró a pensar si estaba haciendo bien, si estaba a punto de transformar una situación mala en una situación horrible. Pero entonces, como suelen hacer los delincuentes y los políticos, fue capaz de justificar sus actos recordándose a sí mismo que él era la víctima, el que había sido tratado injustamente, y que sólo estaba defendiéndose y, lo que es más, ¡contraatacando! Estaba en su derecho. Y si por casualidad le descubrían, no tendría más que hacerse el tonto. Todavía llevaba puesto el uniforme del colegio. Podría decir que había estado de visita en el barco con el colegio unas horas antes y que se había quedado encerrado en uno de los camarotes por accidente. O que se había resbalado, se había caído y había perdido el conocimiento. Había un millón de tonterías que podía decir. Era un experto en decir tonterías.

De modo que, tras convencerse a sí mismo, Jimmy salió de entre las sombras a toda velocidad y avanzó por la plancha con el corazón latiéndole a mil por hora. Iba tan rápido, y la plancha terminaba de una forma tan abrupta, que al llegar al final estuvo a punto de salir volando. Dio un patinazo y frenó contra una montaña de cajas de cartón, para después agacharse y rodearla sigilosamente hasta quedar oculto. Se detuvo un momento para recuperar el aliento antes de asomar la cabeza con cautela para echar un vistazo. Había una docena de montañas de cajas parecidas a su alrededor, todas esperando para ser distribuidas por el barco. Había un montón de hombres vestidos con monos de trabajo de distintos colores concentrados en las tareas de conducir, cargar y mover cosas, pero por el momento estaba a salvo. Sin embargo, estaban llenando el barco de provisiones, por lo que todas las cubiertas inferiores iban a estar como ésta, muy iluminadas y concurridas. Tenía que llegar a un lugar más seguro. Ya había trabajadores volviendo a la plancha por la que había entrado. Tenía que ponerse en marcha, y tenía que hacerlo inmediatamente.

Jimmy levantó la caja que tenía más cerca, se aseguró rápidamente de que podía con ella y después se la puso sobre el hombro y echó a andar. En unos instantes, ya se había alejado de la zona de distribución más próxima. Giró y se metió por un pasillo largo y recto. Dos hombres venían caminando en dirección a él, charlando en una lengua que no reconoció. Jimmy movió ligeramente la caja hacia delante y la colocó de tal manera que, aunque tuvieron que pasar pegados a él, no pudieron verle la cara. Pronunciaron unas palabras, pero no supo si iban dirigidas a él; Jimmy solamente soltó un gruñido y siguió caminando. Llegó a unas escaleras, miró a un lado y a otro, dejó la caja en el suelo y salió disparado hacia arriba. Al final de las escaleras había un ascensor cuyas puertas se abrieron en cuanto apretó el botón de llamada. Escogió el noveno piso al azar. Las puertas se cerraron lentamente y Jimmy suspiró aliviado.

Pero el alivio le duró poco.

Cuando el ascensor se elevó por encima del lugar en el que había estado parado, Jimmy se dio cuenta de repente de que las paredes eran de cristal y de que ahora se le podía ver prácticamente desde cualquier punto del hueco que ocupaba la parte central del barco. Estaba atravesando un enorme centro comercial de cuatro pisos que ocupaba prácticamente la superficie del barco de un extremo a otro. Refulgía con la luz de las lámparas de araña y estaba lleno de selectas tiendas de ropa de diseño, heladerías y bares de vinos. Sin duda le habrían visto..., si hubiera habido alguien allí. Pero el centro comercial estaba completamente vacío. Desierto. Como una ciudad fantasma muy bien cuidada. Después de lo que le pareció una eternidad, por fin volvió a quedar oculto en la oscuridad del hueco del ascensor.

Sonó una campanilla y Jimmy observó en tensión cómo se abrían las puertas del ascensor, pero no había nadie allí. Salió. Escuchó. No se oían voces. No se oían pasos. Se aventuró hacia delante y recorrió con la mirada los rectos y largos pasillos en penumbra, por los que fue avanzando con cuidado. Vacilante, iba abriendo las puertas de los camarotes, miraba en su interior y después seguía avanzando rápidamente. Poco a poco se fue relajando. Definitivamente no había ni un alma tan arriba. Corrió por los pasillos, no con miedo sino con euforia, trotando como un animal al que hubieran soltado de un zoo. Y no se limitó a la novena planta. Se abrió camino hasta la planta más alta, la decimoquinta, deteniéndose en cada piso a examinar los planos enmarcados que colgaban de las paredes a intervalos regulares para familiarizarse con la distribución y fijarse en las zonas que debía evitar.

Bajo él había diez cubiertas ocupadas por los camarotes de los pasajeros, aunque cada cubierta tenía además alguna otra atracción, como una biblioteca, un cine o un restaurante. Por debajo de los camarotes de los pasajeros estaban el centro comercial y un elegante comedor que ocupaba a su vez otros tres niveles. Más abajo estaban los camarotes de la tripulación, las cocinas, los almacenes y la enfermería, y, por debajo de todo esto, las enormes turbinas que propulsaban el barco. Su profesor tenía razón, era como una ciudad flotante. Y como había dicho el conductor gordinflón, tenía hasta un helipuerto... y una pista de patinaje sobre hielo. Nunca había patinado sobre hielo, pero, al encontrar varias cajas llenas de patines sin estrenar, pensó: ¿Por qué no?», y se deslizó sobre el inmaculado hielo. Se cayó. Cayó y cayó y volvió a caerse una y otra vez, y rió y rió y volvió a reírse una y otra vez. En la media hora que estuvo allí, ni una sola vez consiguió mantenerse en pie sin agarrarse a nada durante más de unos segundos. Pero estaba encantado. Tenía las piernas doloridas y las rodillas en carne viva, pero se lo estaba pasando bomba. Al terminar, volvió a la decimoquinta cubierta y, tranquilamente, salió al exterior, donde soplaba una fresca brisa nocturna. Estando allí, tan arriba, completamente solo, tenía la sensación de que las desgracias de aquella mañana le habían ocurrido a otra persona. Se imaginó que iba al mando del Titanic. Lo llevaría navegando por los grandes océanos del mundo, ¡correría fantásticas aventuras!

Ya eran casi las cuatro de la madrugada. Tenía hambre y sed. Había muchos restaurantes en el barco, pero no abrirían hasta que llegaran los pasajeros. Si quería comer, tendría que atreverse a bajar hasta las cocinas... y, mirando por encima de la borda del barco, vio que aún estaban cargando provisiones en el muelle. Era demasiado peligroso. Se lo estaba pasando en grande, no merecía la pena arriesgarlo todo simplemente porque le estuvieran sonando las tripas.

Entonces se le ocurrió una idea genial: los minibares de los camarotes. Jimmy escogió la más grande y la mejor de las suites presidenciales y se sirvió CocaCola Light y Toblerones. Se tumbó en una cama enorme y se dio un buen atracón.

¡Esto sí que era vida!

Ya no era sólo el capitán. Ahora era el dueño. Todo aquello era suyo. Era el Jimmy Armstrong que había ido a América a bordo del Titanic, pero esta vez había sobrevivido. Se había hecho rico y famoso y ahí estaba, no partiendo, sino volviendo a casa, a su ciudad natal. ¡Tenía que celebrarlo! ¡Un brindis por su éxito! Jimmy volvió a abrir el minibar. ¡Champán!

«¿Por qué no?»

Jimmy descorchó una botella. La espuma del líquido dorado salpicó la lujosa moqueta. Ni siquiera pensó en limpiarlo. Ya lo haría alguno de sus criados por la mañana. El champán estaba un poco amargo, pero se dio cuenta de que, cuanto más bebía, mejor le sabía y más contento se ponía. Odiaba a Gary Higgins con todas sus fuerzas, pero le habría gustado que hubiera estado allí en ese momento para disfrutar de aquello con él. O sus padres. O su abuelo.

«Abuelo, ¡es todo mío! ¡El Titanic

Aunque él no le pondría ese nombre.

Jimmy levantó la botella.

–Bautizo esta embarcación con el nombre de... ¡el Jimmy! ¡Que Dios bendiga a todos los que naveguen en ella!

Soltó una risita y volvió a desplomarse sobre la cama. Dio otro trago. Estaba muy relajado. Los ojos le parpadearon. Había sido un día muy largo, y sus aventuras en el Titanic habían sido tan agotadoras como emocionantes. Pero sabía que tenían que terminar. Tenía que ir a casa, enfrentarse a las consecuencias de lo que había hecho. Aunque primero iba a cerrar los ojos cinco minutitos para recargar las pilas. Después podría salir disimuladamente de allí, antes de que amaneciera.

Jimmy cerró los ojos.

«Cinco minutitos.»

«O diez.»

2

SORPRESA

Estaba soñando.

Bueno, no, qué va.

Las voces habían empezado a sonar en una extraña aventura en la que aparecían hámsteres parlantes, pero ahora no parecía que estuvieran dentro de su cabeza, sino fuera. Habían sido expulsadas y sustituidas por un insoportable dolor que le recorría todo el cuerpo. Por primera vez en su vida, Jimmy entendió la razón por la que su padre se encontraba en un estado tan lamentable por las mañanas y, bastante a menudo, también por las tardes. Demasiado alcohol. Ahora él estaba sufriendo su primera resaca. Por si eso fuera poco, por la ventana de la terraza entraba una luz cegadora. Y las molestas voces de esos hámsteres sonaban cada vez más altas, cada vez más altas...

Jimmy se incorporó de un salto.

«¡Es de día!»

«¡He dormido toda la noche!»

Las voces venían de fuera, del pasillo.

«Ay, no; ay, no; ay, no; ay, no...»

«¡Mi cabeza!»

«¡Voy a vomitar!»

«Voy a vomitar en la cama..., ¡y me van a pillar!»

«¡Tengo que levantarme!»

Jimmy se deslizó hasta el borde de la cama y se puso de pie tambaleándose. Parecía que todo el camarote daba vueltas a su alrededor. Las voces estaban muy cerca. Miró a un lado y a otro, aterrorizado. Era demasiado tarde para salir de la habitación. «¡Escóndete en algún sitio! ¡Donde sea!» Dando traspiés, se acercó a los armarios, después a la terraza y al baño, pero al final se tiró debajo de la cama. Se hizo un ovillo y aguantó la respiración para intentar no vomitar.

«¡Que pasen de largo! ¡Que pasen de largo!»

Pero no pasaron de largo, claro. Tenían que escoger un camarote entre todos los que había en el barco y tuvieron que pararse precisamente en el suyo.

Porque, claro, era Jimmy Armstrong el Suertudo. Así que, aunque se suponía que no tenía que haber pasajeros en el barco hasta llegar a Miami, las únicas personas a bordo del barco que no eran miembros de la tripulación evidentemente iban a querer su camarote.

–Éste es el nuestro –dijo un hombre.

–Cariño, ¡es una maravilla! –dijo una mujer. Se oyó el sonido de un beso y después, con una voz más seria, la mujer se dirigió a otra persona–: Cariño, ¿puedes ir un poco más deprisa?

–¿Qué prisa hay?

Era la voz de una chica que venía detrás. Hablaba como si estuviera enfadada.

Jimmy vio entrar dos pares de zapatos en el camarote. Los primeros eran negros y fuertes, los otros eran finos, de color rojo y con tacones altos. A los pocos instantes se les unió un tercer par: zapatillas deportivas, con cordones rosas.

–¿A que es precioso, cariño? –preguntó la mujer.

–No está mal –contestó la chica.

–Por ahí mismo se llega a tu habitación –dijo el hombre.

Las zapatillas deportivas se dirigieron hacia la derecha. Tras una breve pausa, la chica dijo:

–¿No es más que eso? Es enana.

–No es enana, cariño –dijo la madre.

–De hecho, para un transatlántico es enorme –añadió el padre.

–Sigue siendo pequeña –contestó la hija.

Jimmy se retorció. Estaba deseando salir de allí.

–Pero bueno, ¿será posible...? –dijo el padre. Jimmy vio cómo los zapatos del hombre cruzaban el camarote rápidamente y se paraban a los pies de la cama–. Mirad esto.

–¿Champán? –dijo la madre. Jimmy le vio las rodillas a la mujer cuando se agachó junto a la cama. Aguantó la respiración–. Envoltorios de chocolatinas. ¿George? Y mirad... ¡Alguien ha dormido en mi cama!

La chica se echó a reír y la madre dijo bruscamente:

–No tiene gracia, Claire.

Pero estaba claro que para Claire sí la tenía.

–¡Alguien ha dormido en mi cama! –la imitó–. ¿Crees que habrá sido Ricitos de Oro?

El padre chasqueó la lengua.

–Claire, tu madre tiene razón, esta habitación no está a la altura. A alguien se le va a caer el pelo por esto. Vamos a cambiarnos a otra suite.

Claire resopló.

–Papá, basta con estirar la cama y tirar los envoltorios a la papelera.

–No es eso –dijo la madre–. Éste es el barco de tu padre, Claire, tiene todos los lujos habidos y por haber. ¿Qué se puede esperar si hasta cuando el ingeniero jefe y propietario del barco sube a bordo se encuentra con una habitación llena de basura?

–Exacto –dijo el padre antes de salir del camarote con paso firme.

La madre dijo:

–Claire, podrías mostrar un poquito más de interés. Éste es un momento muy importante para tu padre.

No hubo respuesta. Jimmy supuso que la chica se había encogido de hombros. Parecía una niñata consentida. Él se encogía de hombros de una forma totalmente distinta, claro. La madre de Claire volvió a intentarlo:

–Cariño, cuando seas mayor recordarás este viaje y te darás cuenta de lo que significa haber estado entre los primeros pasajeros que viajaron a bordo del nuevo Titanic. Es un momento histórico.

Después de otra pausa, Claire contestó:

–Podríamos haber ido en avión.

–¡Claire!

La madre salió de la habitación dando fuertes pisadas.

Claire soltó un largo suspiro melancólico antes de seguir a sus padres de mala gana. Jimmy esperó hasta que dejó de oír la discusión que habían reanudado. Después salió de debajo de la cama arrastrándose y se puso de pie con cuidado. Estaba mareado y tenía ganas de vomitar. Si eso era lo que hacía el alcohol, no pensaba volver a probarlo nunca más. Miró el reloj. ¡Virgen santísima! ¡Eran más de las once de la mañana! ¡El barco y el muelle iban a ser un hervidero! ¿Cómo podía salir del barco sin que le vieran?

«No lo pienses..., demasiado dolor de cabeza..., hazlo y ya está.»

Llegó hasta la puerta y se asomó al exterior. La familia se alejaba por el pasillo, a la derecha. Jimmy giró a la izquierda y, moviéndose tan rápido como le permitía su delicado estado, enseguida llegó a unos ascensores. Pulsó el botón de llamada.

«¿En qué estaría pensando? ¡Me subí al barco para grabar mi nombre y darles una lección! ¡Y ni siquiera lo he hecho!» Se tocó el bolsillo de la camisa. El penique de la suerte seguía ahí. «¡Tendría que haberlo tirado al mar cuando tuve la oportunidad!»

Echó un vistazo a las luces de encima de las puertas, que indicaban que el ascensor subía sin detenerse.

«Relájate. ¿Qué has hecho que sea tan horrible? Colarte en un barco y comer chocolate. Beber un poco de champán. Deshacer una cama. No es precisamente el delito del siglo. No has hecho nada de lo que debas avergonzarte, mantén la cabeza bien alta.»

La habría mantenido bien alta si hubiera podido. Pero se encontraba fatal. El barco entero parecía vibrar a su alrededor.

¡Tilín!

El ascensor estaba vacío. Entró, pulsó el botón de la Cubierta Tres y se pegó a la pared del fondo mientras el ascensor bajaba y atravesaba el centro comercial. Para protegerse un poco más, cerró los ojos, como si, de alguna manera, el hecho de que él no pudiera ver nada significara que nadie podría verle a él. Todavía estaba medio borracho.

¡Tilín!

Las puertas se abrieron.

Había dos hombres delante de él. Llevaban gorras negras y flamantes camisas blancas de manga corta con elegantes estampados en las mangas. Uno de ellos iba diciendo:

–Pero, capitán, es nuestra mejor oportunidad para...

Pero se detuvo al ver a Jimmy. Los dos se quedaron mirándole perplejos.

–¿Quién narices eres tú? –preguntó el capitán, un hombre corpulento con una cuidada barba cana.

Jimmy lo intentó. Salió del ascensor y dijo:

–No se preocupen, estoy con la visita escolar.

Decidió arriesgarse. Seguro que el barco recibía visitas de muchos otros colegios.

–¿Qué visita escolar? –preguntó el otro hombre, más alto y más delgado.

–Esa de ahí –dijo Jimmy señalando a su izquierda. Cuando los dos hombres se volvieron para mirar, Jimmy salió corriendo a toda velocidad hacia su derecha. Al momento, fueron corriendo detrás de él. El capitán iba voceando y su acompañante daba gritos por su walkie-talkie. Jimmy dobló una esquina dando un patinazo y salió escopetado por un pasillo. Estaba lleno de tripulantes que se movían de acá para allá, que entraban por unas puertas y salían por otras, que cargaban cajas y sacos y empujaban carretillas, que charlaban y cantaban en media docena de lenguas diferentes (y, por suerte, todas distintas de la suya). Mientras sus perseguidores corrían gritando detrás de él, Jimmy fue metiéndose por entre la gente, sin apenas bajar el ritmo en ningún momento.

«¡Puedo hacerlo!»

«¡Voy a lograrlo!»

La adrenalina le corría por el cuerpo, expulsando su dolor de cabeza y quitándole las ganas de vomitar.

«¡Libertad!»

«¡Mi escapatoria!»

Atravesó las puertas del final del pasillo como una exhalación, salió a la cubierta y se volvió a un lado y a otro, buscando desesperadamente la plancha más cercana para salir al muelle.

Pero no había ninguna plancha.

Por la sencilla razón de que no había muelle.

De hecho, no había tierra firme.

El Titanic estaba en alta mar, avanzando a toda máquina en dirección a América.

3

LA ANSIEDAD DEL POLIZÓN

En varios avisos por megafonía, el capitán pidió a Jimmy que se entregara, diciéndole que no se preocupara, que no se iba a meter en ningún lío.

Ya, claro.

Estaba viajando de polizón. No se veía tierra firme por ninguna parte, en ninguna dirección. Estaba metido en UN BUEN LÍO.

Los avisos fueron seguidos de un registro cubierta por cubierta y camarote por camarote. Pero el barco era demasiado grande y la tripulación, demasiado pequeña. Aunque Jimmy sólo tenía unas horas de experiencia en moverse por el Titanic, tenía trece años de experiencia en ser perseguido, así que la aprovechó. En todo momento les sacaba ventaja a sus perseguidores. Y, a ratos, mucha ventaja.

Al pensar en lo que había hecho, Jimmy se debatía entre asustarse y ponerse eufórico. Tenía una ligera sensación agria en el estómago, y no eran solamente los efectos secundarios del champán. Sus padres, una vez que consiguieran reprimir las enormes ganas de abofetearle, se iban a preocupar muchísimo. Su abuelo, que le había encargado la misión de tirar el penique de la suerte, seguramente estaría culpándose a sí mismo, convencido de que Jimmy se había resbalado, se había caído al agua y se había ahogado.

Pero, por otro lado... ¡menuda historia iba a poder contar cuando volviera! Algunos chavales se saltaban las clases una tarde y se creían muy guays. Incluso ser expulsado era relativamente corriente. Pero fugarse a bordo del Titanic... ¡Ésa sí que era una historia digna de ser contada!

Lo más fácil sería entregarse. ¿Qué era lo peor que podían hacerle? ¿Gritarle? Era la primera hora de la tarde de la primera jornada de viaje. Si se rendía ahora, seguro que se verían obligados a regresar a Belfast para entregarle.

Pero... ¿y si se quedaba escondido?

¿No llegarían a un punto de no retorno, a partir del cual sería más razonable seguir hasta América y mandarle a casa desde allí?

¡Claro!

Cuanto más pensaba en esa posibilidad, más sentido cobraba. Sólo tenía que esquivarlos durante unos días, después entregarse..., ¡y disfrutar del resto del crucero por todo lo alto! ¡Y a lo mejor le mandaban a casa en un vuelo en primera clase!

¡Estupendo!

Jimmy echó una cabezadita en un camarote de la décima planta y después se sentó en la terraza a disfrutar de un Toblerone. Con la caída del sol, la temperatura también descendió y se levantó un viento frío, así que volvió a entrar. Era hora de moverse. Había llegado a la conclusión de que no era seguro quedarse demasiado tiempo en un mismo sitio. Además, todavía le quedaba mucho barco por explorar. Sin embargo, al asomar la cabeza para asegurarse de que el pasillo estaba despejado, comprobó horrorizado que había dos oficiales que venían corriendo directos hacia él. Jimmy dejó escapar un grito de sorpresa, salió pitando de la habitación y corrió lo más rápido que pudo en dirección contraria. Los oficiales fueron corriendo detrás de él, gritándole que se detuviera, pero Jimmy era demasiado joven y demasiado ágil y, a pesar de que tenían walkie-talkies con los que pedir ayuda, enseguida consiguió despistarlos.

Un poco más tarde, Jimmy bajó por las escaleras a la sexta planta, escogió unos cuantos libros de la gran biblioteca pública y después deambuló por el pasillo hasta que encontró un camarote que le gustaba. Volvía a estar completamente relajado. Se habían topado con él por casualidad, y eso era imposible de prever. Pero habían desaprovechado su oportunidad y él seguía confiando en sus habilidades para esquivarlos. Cerró la puerta, encendió una lámpara de la mesilla de noche, sacó otro Toblerone del minibar, se tumbó en la cama y se puso a hojear un libro sobre Florida. Se preguntó si habría alguna posibilidad de escaparse del barco cuando llegara a Miami. Podría hacer autostop hasta Orlando e ir a Disney World o a alguno de los otros parques temáticos gigantescos que había allí. Quizá su vida iba a ser así a partir de ahora. Podría vivir alejado de la civilización, valiéndose de su ingenio, viajando, como un vagabundo, un súper vagabundo. Podría ser un Robin Hood de nuestro tiempo, robar a los ricos y... quedarse con todo. Jimmy se rió y cerró el libro. Era fácil soñar en ese barco. El propio barco ya era como un sueño. Volvió a acercarse al minibar.

«Creo que esta vez quiero cacahuetes.»

Se sentó en el borde de la cama y masticó en silencio mientras trataba de imaginarse cómo sería el Titanic cuando tuviera a sus miles de pasajeros a bordo. Si para entonces seguía de polizón, seguramente sería aún más fácil evitar que le descubrieran. Podría perderse entre la muchedumbre y navegar por el mundo eternamente.

Seguía teniendo hambre, así que volvió a abrir la puerta del minibar y seleccionó un botecito de cristal con gominolas. Mientras buscaba algo de beber –no champán, desde luego–, su mirada fue a parar a una lista de precios que estaba pegada a la puerta por dentro. Los Toblerones costaban seis dólares. Calculó que eso eran ¡unas cuatro libras! ¡Era carísimo! La Coca-Cola Light, que encima venía en latas pequeñas, costaba ¡cinco veces más que en casa! Los pasajeros estaban locos si estaban dispuestos a pagar tanto. Debajo de la lista de precios venían las instrucciones de pago:

No es necesario que lleve un control de sus consumiciones. Cada vez que saca un artículo del minibar, queda registrado automáticamente en su cuenta, que podrá pagar al 'nal del viaje.

Jimmy sonrió. Se estaba poniendo morado a costa de otros. Bueno, seguro que podían permitírselo. Probablemente ni siquiera se dieran cuenta.

Justo cuando estaba abriendo las gominolas, se le encendió la bombilla.

Volvió a leer atentamente las instrucciones de p a g o .

Cada vez que saca un artículo del minibar, queda registrado automáticamente en su cuenta, que podrá pagar al 'nal del viaje.

«¡Cada vez que saque algo les va a salir en el ordenador! Y sabrán que en este camarote no tendría que haber nadie. ¡Así es como me encontraron antes! ¡Y he cogido otro Toblerone hace quince minutos!»

Jimmy tiró las gominolas y salió corriendo al pasillo, temiéndose lo peor.

Pero estaba vacío.

Puede que estuviera sobreestimando la inteligencia de sus perseguidores. O puede que atraparle no fuera tan importante cuando tenían que pilotar un barco del tamaño del Titanic por el Atlántico. Estaba volviendo a la habitación cuando oyó la campanilla de un ascensor que llegaba, seguida de unos pasos apresurados.

¡Venían a por él!