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Notas

Créditos

Una historia de amor y oscuridad

1

Nací y crecí en un piso muy pequeño, de techos bajos y unos treinta metros cuadrados: mis padres dormían en un sofá cama que ocupaba su habitación casi de pared a pared cuando lo abrían por las noches. Por la mañana temprano plegaban el sofá sobre sí mismo, escondían la ropa de cama en la oscuridad del cajón de abajo, daban la vuelta al colchón, cerraban, empujaban, lo cubrían con una funda gris claro y unos cuantos cojines bordados de estilo oriental, ocultando cualquier rastro de su sueño nocturno. Así pues, su habitación servía de dormitorio, estudio, biblioteca, comedor y salón.

Enfrente de esa habitación estaba mi cuarto, era pequeño y verdoso, y la mitad del espacio estaba ocupado por un armario barrigudo. Un pasillo oscuro, estrecho, bajo y algo sinuoso, parecido a un túnel hecho por presidiarios, unía la cocina y el retrete con las dos pequeñas habitaciones. Una débil bombilla encerrada en una jaula de hierro derramaba sobre el pasillo, también durante el día, una luz turbia. Había solo una ventana en la habitación de mis padres y otra en la mía, las dos protegidas por contraventanas de hierro, las dos guiñaban a su manera para intentar mirar hacia oriente, pero únicamente veían un ciprés polvoriento y una tapia de piedra sin tallar. Por una ventanilla enrejada, nuestra cocina y nuestro retrete veían un pequeño patio de presos rodeado de altos muros y con el suelo de cemento, un patio donde, sin un solo rayo de sol, agonizaba un pálido geranio plantado en una lata de aceitunas oxidada. En los alféizares de las ventanas había siempre frascos cerrados con pepinos encurtidos y también un desdichado cactus dentro de un florero que se había roto y hacía de maceta.

Era un piso soterrado: el bajo del edificio excavado en la ladera de un monte. Ese monte era nuestro vecino, un inquilino recio, introvertido y silencioso, un monte viejo y melancólico que hacía vida de soltero y mantenía siempre un silencio absoluto. Era un monte adormecido, invernal, que nunca arrastraba muebles ni tenía invitados, no alborotaba ni molestaba, pero a través de las dos paredes que compartíamos con él se filtraba siempre, como un ligero y persistente olor a moho, el frío, la oscuridad, el silencio y la humedad de ese melancólico vecino.

Y por eso, a lo largo de todo el verano, un poco de invierno se quedaba en casa.

Las visitas decían: Qué bien se está aquí los días de bochorno, está tan fresco y tan tranquilo, ¿pero cómo os las arregláis en invierno? ¿No traspasa la humedad? ¿No es un poco deprimente vivir aquí en invierno?

Las dos habitaciones, el hueco de la cocina, el retrete y sobre todo el pasillo eran oscuros. Los libros llenaban toda la casa: mi padre sabía leer en dieciséis o diecisiete idiomas y hablar en once (todos con acento ruso). Mi madre hablaba cuatro o cinco lenguas y leía en siete u ocho. Entre ellos conversaban en ruso y en polaco cuando querían que yo no los entendiera (casi siempre querían que no los entendiera. Una vez mi madre se confundió y dijo delante de mí «semental» en hebreo en vez de en algún otro idioma, entonces mi padre la regañó y le gritó en ruso: Chto s toboi! Vidish, malchik riadom s nami!). Por cultura leían sobre todo en alemán y en inglés, y por supuesto por la noche soñaban en yidish. Pero a mí me enseñaron única y exclusivamente hebreo: quizá temían que si aprendía otros idiomas también yo quedaría expuesto a la seducción de la espléndida y mortífera Europa.

En la escala de valores de mis padres, cuanto más occidental fuera algo, más culto resultaba: Tolstói y Dostoievski eran afines a su alma rusa, pero creo que Alemania —a pesar de Hitler— les parecía más ilustrada que Rusia o Polonia, y Francia más que Alemania. Inglaterra estaba para ellos por encima de Francia. En cuanto a América, no estaban muy seguros: allí disparaban a los indios, saqueaban trenes correo, buscaban oro y cazaban chicas.

Europa era para ellos una tierra segura y prohibida, un lugar anhelado de campanarios y plazas pavimentadas con antiguas baldosas de piedra, de tranvías, puentes y torres de iglesia de pueblos remotos, aguas termales, bosques, nieve y prados.

Las palabras «cabaña», «prado», «pastora de ocas» me fascinaron durante toda mi infancia. Tenían el aroma sensual de un mundo auténtico, alejado de los polvorientos tejados de uralita, de los montones de chatarra, los cardos y los áridos terraplenes de una Jerusalén asfixiada por el yugo del verano abrasador. Bastaba con susurrar «prado» para oír el mugido de las vacas con pequeños cencerros al cuello y la corriente de los arroyos. Con los ojos cerrados veía a la pastora de ocas descalza, que me parecía sexi hasta la locura aun antes de saber nada.

Al cabo de los años supe que la Jerusalén bajo el Mandato Británico, en los años veinte, treinta y cuarenta, era una ciudad culturalmente fascinante; había grandes comerciantes, músicos, intelectuales y escritores: Martin Buber, Gershon Scholem, Agnón y otros muchos investigadores y artistas importantes. A veces, cuando pasábamos por la calle Ben Yehuda o por la avenida Ben Maimón, mi padre me susurraba: «Mira, por ahí va un intelectual de renombre». Yo no sabía a qué se refería. Creía que el renombre tenía que ver con una enfermedad de las piernas, pues muchas veces se trataba de un anciano, cuyo bastón lo precedía tanteando la calle y cuyas piernas vacilaban ligeramente, vestido incluso en verano con un grueso traje de lana.

La Jerusalén que mis padres admiraban estaba lejos de nuestro barrio: estaba en la verde Rehavia llena de sonidos de piano, en los tres o cuatro cafés con lámparas doradas de la calle Yafo y Ben Yehuda, en las salas del YMCA y en el hotel Rey David, donde judíos y árabes amantes de la cultura se reunían con británicos amables e instruidos, por donde pululaban señoras fantásticas de largos cuellos vestidas de fiesta del brazo de señores con trajes claros, donde se mezclaban ingleses liberales con judíos cultos y árabes ilustrados, donde se organizaban recitales, bailes, jornadas literarias, recepciones y refinadas charlas artísticas. Es posible que esa Jerusalén de lámparas y recepciones solo existiera en los sueños de los habitantes de Kerem Abraham, bibliotecarios, maestros, funcionarios y encuadernadores. Sea como fuere, no estaba en nuestro entorno. Kerem Abraham, nuestro barrio, pertenecía a Chéjov.

Al cabo de los años, cuando leí a Chéjov (traducido al hebreo), tuve la certeza de que él era uno de los nuestros: el tío Vania vivía justo encima de nosotros, el doctor Samuilenko se agachaba y me tocaba con sus anchas y fuertes manos cuando tenía anginas o difteria, Ibaski, con sus eternas migrañas, era primo segundo de mi madre, y los sábados por la mañana íbamos a oír a Trigorin en la Casa del Pueblo.

En nuestro barrio había rusos de todo tipo: había muchos tolstoianos. Algunos de ellos hasta parecían el propio Tolstói. Cuando vi por primera vez el retrato de Tolstói en una fotografía sepia en la contracubierta de un libro, estaba seguro de haberlo visto ya muchas veces por el barrio, paseando por la calle Malaquías o por la cuesta de la calle Abdías, con la cabeza descubierta, una barba canosa al viento, solemne como el patriarca Abraham, los ojos centelleantes, un palo en la mano que hacía de bastón y una camisa de campesino por encima de los pantalones anchos, atada con una tosca cuerda a la cintura.

Los tolstoianos del barrio (mis padres los llamaban tolstoishtzikim) eran todos vegetarianos fanáticos, querían arreglar el mundo, se preocupaban por la moral, estaban en profunda sintonía con la naturaleza, amaban a toda la humanidad, a cualquier ser vivo, estaban llenos de ardor pacifista y anhelaban la vida pura y sencilla; todos deseaban una vida campestre y volver a trabajar la tierra en el seno de los campos y los huertos. Pero ni siquiera conseguían cuidar bien sus pequeñas macetas: o bien las regaban tanto que las plantas se morían, o bien se olvidaban de regarlas. Puede que fuera culpa del malintencionado Mandato Británico, que solía echar cloro en nuestra agua.

Algunos eran tolstoianos salidos directamente de una novela de Dostoievski: atormentados, charlatanes, agobiados por las pasiones, carcomidos por los ideales. Pero todos, tanto los tolstoianos como los dostoievskianos, trabajaban para Chéjov en Kerem Abraham.

Normalmente llamábamos al mundo «el gran mundo», pero también tenía otros apellidos: Civilizado. Exterior. Libre. Hipócrita. Yo lo conocía casi únicamente por la colección de sellos: Dánzig. Bohemia y Moravia. Bosnia-Herzegovina. Ubangi-Shari. Trinidad y Tobago. Kenia-Uganda-Tanganika. El Mundoentero estaba lejos, era atractivo y enigmático, pero muy peligroso y hostil para nosotros: no quieren a los judíos porque son perspicaces, astutos y sobresalientes pero también escandalosos y jactanciosos. No les gusta lo que hacemos aquí, en Eretz Israel, porque nos envidian hasta por un trozo de tierra cenagosa, pedregosa y desértica. Allí, en el mundo, todas las paredes estaban cubiertas de frases difamatorias, «Judío, vete a Palestina», y nos fuimos a Palestina, y ahora el mundo nos grita: «Judío, sal de Palestina».

No solo el Mundoentero, también Eretz Israel estaba lejos: en algún lugar, más allá de las montañas, estaba surgiendo una nueva raza de judíos heroicos, una raza bronceada y robusta, silenciosa y eficiente, completamente distinta al judío de la diáspora, completamente distinta a los habitantes de Kerem Abraham. Chicos y chicas pioneros, bronceados, curtidos y silenciosos, que habían logrado convertir la oscuridad de la noche en un aliado, y que también en las relaciones entre el hombre y la mujer habían superado ya todas las inhibiciones. No se avergonzaban de nada. El abuelo Alexander dijo una vez: «Creen que en el futuro será muy fácil, el chico sencillamente podrá acercarse a la chica y pedírselo sin más, y puede que las chicas ni siquiera esperen a que el chico lo pida, puede que ellas mismas se lo pidan a los chicos, como se pide un vaso de agua». El miope tío Betzalel dijo con rabia contenida: «¿Pero no es un acto bolchevique de primer orden acabar así con todo el secreto y el misterio? ¿Anular así cualquier sentimiento? ¿Convertir toda nuestra vida en un vaso de agua templada?». El tío Nehemías, desde su rincón, soltó de repente dos versos que me parecieron un bramido desesperado: «Ay, el camiiino me resulta tan laaargo, el sendero se hace sinuoso y huuuye, ay, madre, yo me pongo en marcha, pero tú estás leeejos, más cerca de mí está la luuuna...». Y la tía Tzipora, en ruso: «Bueno. Ya está bien. ¿Es que os habéis vuelto todos locos? ¡No veis que el niño os está escuchando!». Y entonces pasaron al ruso.

Esos pioneros vivían más allá de nuestro horizonte, en Galilea, en Sharón, en los valles. Chicos fuertes y con sangre en las venas, pero silenciosos y pensativos, y chicas corpulentas, sinceras y equilibradas, como si lo supieran todo y lo entendieran todo, incluso a ti y tu desconcierto, y a pesar de todo te trataban con cariño, seriedad y respeto, no como a un niño sino como a un hombre como los demás aunque aún de poca estatura.

Esos pioneros y pioneras me parecían fuertes, serios, reservados, capaces de cantar en círculo canciones de pasión y añoranza que partían el corazón, y también canciones bufas y atrevidas, sin ningún pudor ni sonrojo; capaces de bailar frenéticamente hasta perder el sentido, de enfrentarse a la soledad y a la reflexión, a la vida campestre y al trabajo más duro, «¡siempre obedientes!», «la paz de la azada te han otorgado tus jóvenes, hoy te otorgan la paz de los fusiiiles», «a donde seamos enviados, allí nos dirigiremos», dispuestos a montar a la grupa de caballos salvajes y a subirse a tractores de anchas ruedas, conocedores del árabe, de túneles y wadis, de pistolas y granadas de mano, y también lectores de poesía y filosofía, eruditos, sensibles, acostumbrados a conversar de madrugada en voz baja, a la luz de una vela en las tiendas, sobre el sentido de nuestra vida y sobre la necesidad de elegir, mordiéndose la lengua, entre el amor y el deber, entre el interés nacional y la justicia.

A veces iba con algunos amigos a la zona de descarga de Tnuva para verlos llegar por las montañas oscuras en el camión cargado de productos de la tierra, «con ropa corriente, bagaje y pesadas botas», y daba vueltas a su alrededor para aspirar el olor a heno y sentir los aromas de la distancia: allí, donde ellos vivían, ocurrían las cosas verdaderamente importantes. Allí se construía el país y se arreglaba el mundo, allí estaba floreciendo una nueva sociedad, allí imprimían su sello en el paisaje y en la historia, araban campos y plantaban viñas, allí se componía una nueva poesía, allí montaban armados a lomos de caballo y respondían con fuego al fuego de los asaltantes árabes, allí recogían desechos humanos y hacían con ellos un pueblo luchador.

Soñaba secretamente que algún día también me llevarían con ellos. Que también harían de mí un pueblo luchador. Que también mi vida se convertiría en una nueva poesía, una vida pura, honesta y sencilla como un vaso de agua fresca en un día bochornoso.

Al otro lado de las montañas oscuras estaba también la Tel Aviv de entonces, un lugar tumultuoso de donde nos llegaban los periódicos, las noticias sobre teatro, ópera, ballet, cabaret y arte moderno, los partidos políticos, ecos de agitadas discusiones y también retazos de vagos chismorreos. Allí, en Tel Aviv, había grandes deportistas. Y también había mar, y todo el mar estaba lleno de judíos bronceados que sabían nadar. ¿Quién sabía nadar en Jerusalén? ¿Quién había oído hablar nunca de judíos nadando? Tenían genes completamente distintos. Una mutación. «Como el milagro de una mariposa nacida de un gusano».

Había algo mágico, misterioso y especial en la palabra «Telaviv». Cuando alguien decía «Telaviv», de inmediato me imaginaba a un chico fuerte en camiseta de trabajo azul, bronceado, ancho de espaldas, poeta-obrero-revolucionario, un chico sin miedo, un tipo «guay», con el pelo rizado, la visera coquetamente ladeada, fumándose un cigarro Matosian, un ciudadano del mundo: durante el día trabajaba duro pavimentando o asfaltando, por la tarde tocaba el violín, por la noche bailaba con las chicas o les cantaba canciones melancólicas sobre la arena, a la luz de la luna y, al amanecer, sacaba del escondrijo una pistola o una ametralladora y se escabullía en la oscuridad para defender los campos y las casas.

¡Qué lejos estaba Tel Aviv! Durante toda mi infancia no estuve allí más de cinco o seis veces: íbamos a pasar las fiestas con las tías, las hermanas de mi madre. En aquella época, no solo la luz de Tel Aviv era diferente de la de Jerusalén, mucho más de lo que lo es hoy; incluso la ley de la gravedad era completamente distinta. En Tel Aviv se caminaba de otra forma: se saltaba, se flotaba, como Neil Armstrong en la luna.

En Jerusalén se caminaba siempre como en un entierro, o como cuando se llega tarde a un concierto: primero se apoya la punta del zapato y se tantea con cuidado el terreno. Después, cuando ya se ha plantado el pie, se espera un poco antes de volver a levantarlo: después de dos mil años hemos encontrado una pizca de suelo que pisar en Jerusalén y no renunciaremos a ella tan rápidamente. Si levantáramos el pie, al instante vendría alguien y nos quitaría nuestro pedazo de suelo, nuestro bien más preciado. Por otra parte, si ya has levantado el pie, no debes apresurarte a volver a plantarlo: quién sabe qué nido de víboras habrá allí, al acecho, tramando y conspirando. Además, durante miles de años hemos pagado con sangre nuestra precipitación, una vez tras otra hemos caído en manos del enemigo por haber plantado el pie sin comprobar antes dónde lo poníamos. Esa, más o menos, era la forma de caminar en Jerusalén. ¡Pero Tel Aviv era otra cosa! Toda la ciudad era un saltamontes. Un constante fluir de personas, casas, plazas, brisa marina, arena, avenidas y hasta de nubes en el cielo.

Una vez fuimos a Tel Aviv a pasar la fiesta de Pésaj y, por la mañana temprano, cuando todos aún dormían, me vestí y me fui a jugar solo a una placita donde había un banco o dos, un columpio, una zona infantil y tres o cuatro árboles jóvenes donde ya cantaban los pájaros. Al cabo de unos meses, en Año Nuevo, volvimos a ir a Tel Aviv y la plaza ya no estaba allí. La habían trasladado, con los pequeños árboles, el columpio, el banco, los pájaros y la zona infantil, al otro lado de la calle. Me quedé desconcertado: no comprendía por qué Ben Gurión y las autoridades competentes permitían hacer algo así. ¿Cómo es posible? ¿Quién puede coger una plaza y cambiarla de sitio? ¿Qué pasa, que mañana van a mover el monte de los Olivos? ¿La Torre de David? ¿El Muro de las Lamentaciones?

Entre nosotros se hablaba de Tel Aviv con una mezcla de envidia y orgullo, con admiración y algo de misterio, como si Tel Aviv fuera una especie de proyecto secreto y trascendental del pueblo judío, un proyecto del que era mejor no hablar demasiado porque las paredes oían, adversarios y agentes enemigos pululaban por todas partes.

Telaviv: mar, luz, azul, arena, andamios, quioscos en las avenidas, una ciudad hebrea blanca y lineal que surgía entre los campos de frutales y las dunas. No era simplemente un lugar al que, tras comprar un billete, se viajaba en un autobús de la compañía Eged, sino otro continente.

Durante años mantuvimos una relación telefónica habitual con los parientes de Tel Aviv. Cada tres o cuatro meses los llamábamos por teléfono, a pesar de que no teníamos teléfono y ellos tampoco. Lo primero que hacíamos era mandar una carta a la tía Haya y al tío Zvi, en la que les comunicábamos que llamaríamos el día 19 de ese mes, que caía en miércoles, pues los miércoles el tío Zvi terminaba de trabajar a las tres en el ambulatorio, y a las cinco telefoneábamos desde nuestra farmacia a su farmacia. La carta se enviaba con mucho tiempo de antelación, y esperábamos la respuesta. En la carta de respuesta la tía Haya y el tío Zvi nos aseguraban que el miércoles 19 les iba bien y que, por supuesto, estarían esperando en la farmacia desde antes de las cinco, que no nos preocupásemos si teníamos que llamar un poco más tarde de las cinco, ellos no se moverían de allí.

No recuerdo si nos poníamos nuestras mejores galas para ir a la farmacia a llamar a Tel Aviv, pero no me extrañaría que lo hiciéramos. Era un acto solemne. Ya el domingo anterior, mi padre le decía a mi madre:

—Fania, ¿te acuerdas de que esta semana tenemos que llamar a Tel Aviv?

El lunes mi madre decía:

—Arie, no vuelvas tarde pasado mañana, no vaya a haber algún contratiempo.

Y el martes los dos me decían:

—Amós, no nos des ninguna sorpresa, ¿has oído?, no te nos pongas enfermo, ¿has oído?, y no te resfríes ni te caigas hasta mañana por la tarde. —Y la noche anterior me decían—: Vete pronto a dormir para que tengas fuerzas mañana al teléfono, no quiero que piensen que no has comido.

Así se iba construyendo la emoción. Vivíamos en la calle Amós y la farmacia estaba a cinco minutos andando, en la calle Sofonías, pero ya a las tres mi padre le decía a mi madre:

—No empieces a hacer nada ahora, no sea que no te dé tiempo.

—Yo voy perfectamente, pero tú, con tus libros, a lo mejor te olvidas por completo.

—¿Yo? ¿Olvidarme yo? Estoy mirando el reloj todo el rato. Y Amós me lo recordará.

Yo, con solo cinco o seis años, ya tenía una responsabilidad histórica. No tenía reloj de pulsera y, por tanto, me pasaba todo el rato yendo a la cocina a mirar lo que decía el de pared y, como en una lanzadera espacial, pregonaba: quedan veinticinco minutos, quedan veinte, quedan quince, quedan diez minutos y medio. Y cuando decía quedan diez minutos y medio, nos levantábamos, cerrábamos bien la casa y los tres nos poníamos en camino, a la izquierda hasta la tienda de ultramarinos del señor Auster, a la derecha hacia la calle Zacarías, a la izquierda hacia la calle Malaquías, a la derecha hacia la calle Sofonías, y entrábamos en la farmacia y decíamos:

—Buenas tardes, señor Heinemann, ¿cómo está? Hemos venido a telefonear.

Por supuesto él sabía que el miércoles iríamos a telefonear a los parientes de Tel Aviv, y también sabía que el tío Zvi trabajaba en un ambulatorio y que la tía Haya tenía un puesto importante en la asamblea de las trabajadoras, que Yigal sería deportista de mayor y que eran buenos amigos de Golda Meyerson y de Mischa Kolodny, a quien llamaban Moshé Kol; pero de todos modos le recordábamos:

—Hemos venido para llamar a nuestros parientes de Tel Aviv.

El señor Heinemann decía:

—Sí. Claro. Siéntense, por favor. —Y nos contaba el mismo chiste de siempre sobre el teléfono: una vez, en el Congreso Sionista de Zúrich, se oyeron de repente unos bramidos terribles en una habitación contigua. Berl Locker le preguntó a Herzfeld qué significaban esos gritos, y Herzfeld le contestó que era el camarada Rubashov hablando con Ben Gurión, con Jerusalén. «Si está hablando con Jerusalén», se sorprendió Berl Locker, «¿por qué no usa el teléfono?».

Mi padre decía: «Voy a marcar». Y mi madre: «Aún es pronto, Arie. Aún quedan unos minutos». Y él decía: «Ya, pero hasta que nos pasen la llamada...» (todavía no había línea directa). Y mi madre: «Pero ¿y si por casualidad nos pasan la llamada enseguida y ellos aún no están allí?». Mi padre respondía: «En ese caso, sencillamente lo intentamos de nuevo». Y mi madre: «No, se preocuparán, pensarán que ya no volveremos a llamar».

Mientras discutían, ya casi eran las cinco. Mi padre levantaba el auricular, de pie, sin sentarse, y le decía a la telefonista de la centralita: «Buenas tardes, señorita, quería hablar con el 648 de Tel Aviv» (o algo parecido. Entonces vivíamos en un mundo de tres cifras). A veces la telefonista decía: «Señor, espere un momento, por favor, ahora está hablando el jefe de correos». O el señor Stein. O el señor Nashashibi. Y nos poníamos un poco tensos, ¿qué iban a pensar de nosotros allí?

Yo podía ver físicamente ese único hilo que unía Jerusalén con Tel Aviv y, a través de él, con el mundo entero, y esa línea estaba ocupada y, mientras estaba ocupada, nosotros estábamos aislados del mundo. Ese hilo serpenteaba por zonas desérticas y pedregales, escalaba montañas y colinas, y yo pensaba que era un gran milagro. Me estremecía: ¿y si una noche los animales salvajes se comían el hilo? ¿O si unos árabes malos lo cortaban? ¿O si se mojaba con la lluvia? ¿Y si se prendían las hierbas secas? Quién sabe. Una línea tan débil serpenteando por ahí, vulnerable, sin protección, abrasada bajo el sol. Quién sabe. Estaba muy agradecido a las audaces y hábiles personas que la habían tendido, pues no era tan sencillo tender una línea de Jerusalén a Tel Aviv; sabía por experiencia lo difícil que les habría resultado: una vez tendimos un hilo desde mi habitación hasta la de Elías Friedmann, una distancia de dos casas y un patio en total, un hilo normal y corriente, y vaya historia, árboles en el camino, vecinos, un almacén, una tapia, escaleras, arbustos.

Tras un rato esperando, mi padre calculaba que el jefe de correos o el señor Nashashibi habrían terminado de hablar, y volvía a levantar el auricular y a decirle a la telefonista: «Perdón, señorita, creo que le he pedido hablar con el 648 de Tel Aviv». Ella decía: «Lo tengo anotado, señor. Espere, por favor» (o «tenga paciencia, por favor»). Mi padre decía: «Espero, señorita, por supuesto que espero, pero hay gente esperando también al otro lado de la línea». Y entonces le insinuaba con cortesía que nosotros éramos personas civilizadas, pero que nuestra paciencia y moderación también tenían un límite. Que éramos personas bien educadas, pero no unos primos; no ovejas llevadas al matadero. Eso de que cualquiera pudiera maltratar a los judíos y hacer con ellos lo que se le antojara se había acabado de una vez por todas.

Entonces, de pronto, el teléfono sonaba en la farmacia, era siempre un sonido excitante, estremecedor, un momento mágico, y la conversación era más o menos así:

—¿Zvi?

—Sí, soy yo.

—Soy Arie. De Jerusalén.

—Arie, hola, aquí Zvi, ¿qué tal estáis?

—Estamos bien. Os estamos hablando desde la farmacia.

—Nosotros también. ¿Qué tal todo?

—Como siempre. ¿Qué tal vosotros? ¿Qué te cuentas?

—Estamos bien. Nada del otro mundo. Vamos tirando.

—Eso es bueno. Tampoco nosotros tenemos nada nuevo que contar. Estamos muy bien. ¿Y vosotros?

—También.

—Estupendo. Ahora se pone Fania.

Y otra vez lo mismo: ¿Cómo estáis? ¿Qué tal todo? Y después: Amós también va a deciros algo.

Y esa era toda la conversación. ¿Cómo estáis? Bien. Bueno, pues pronto volveremos a hablar. Es un placer escucharos. También es un placer escucharos a vosotros. Mandaremos una carta para fijar la próxima llamada. Estaremos en contacto. Sí. Por supuesto. Adiós. Cuidaos mucho. Vosotros también.

Pero no era gracioso: la vida pendía de un hilo. Ahora comprendo que ellos no tenían la seguridad de volver a hablar otra vez, tal vez fuera la última, pues nadie sabía lo que podía suceder: un pogromo, una masacre, un baño de sangre provocado por los árabes para exterminarnos, una guerra, una terrible tragedia; los tanques de Hitler casi habían llegado hasta nosotros por dos lados, desde el norte de África y a través del Cáucaso, quién sabía lo que nos esperaba. Esa conversación insulsa no era en absoluto insulsa, únicamente era sencilla.

Solo ahora comprendo, al pensar en aquellas conversaciones telefónicas, lo difícil que les resultaba —a todos, no solo a mis padres— expresar sentimientos personales. Para mostrar sentimientos colectivos no tenían ninguna dificultad, eran personas sensibles y sabían hablar. Y cómo hablaban, podían pasarse tres o cuatro horas discutiendo acaloradamente sobre Nietzsche, Stalin, Freud, Jabotinsky, dejándose el alma en ello, llegando a llorar de emoción, de alegría sobre el colonialismo, el antisemitismo, la justicia, la «cuestión de la tierra», la «cuestión de la mujer», la «cuestión del arte frente a la vida». Pero, cuando intentaban expresar un sentimiento personal, siempre salía algo contraído, árido, quizás incluso atemorizado, fruto de generaciones y generaciones bajo la represión y la prohibición. Prohibiciones en un doble sentido: la educación burguesa europea multiplicaba las trabas del provincianismo religioso judío. Casi todo estaba «prohibido» o era «inaceptable» o «inadecuado».

Por otra parte, en aquella época había una gran carencia de palabras: el hebreo no era aún una lengua natural, y por supuesto no era una lengua íntima, era difícil saber lo que ibas a decir cuando hablabas hebreo. Nunca podían estar seguros de no hacer el ridículo, y ese miedo al ridículo los atemorizaba día y noche. Tenían un miedo mortal. Incluso personas como mis padres, que sabían bastante bien hebreo, no lo dominaban del todo. Hablaban hebreo con temor a la imprecisión, se repetían frecuentemente, intentando expresar de nuevo lo que acababan de decir: tal vez se sienta así un conductor miope que va de noche por las callejuelas de una ciudad extraña en un vehículo que no conoce.

Una vez vino una amiga de mi madre, una maestra llamada Lilia Bar Samka, a pasar con nosotros el Shabat. Durante la conversación, la invitada no dejaba de repetir «estoy horrorizada», y una vez o dos dijo también «él se encuentra en una situación horrorosa»; yo me partía de la risa, porque para mí el verbo «horrorizar» significaba «tirarse pedos», y ellos no entendieron la gracia, o la entendieron e hicieron como que no la entendían. Lo mismo ocurría cuando decían que la tía Clara siempre estropeaba las patatas fritas, pues para mí «estropear» significaba «cagarla», o cuando mi padre hablaba de la carrera armamentística de las superpotencias o se mostraba totalmente contrario a la decisión de la OTAN de armar, un verbo que para mí significaba «joder», a Alemania para disuadir a Stalin.

Mi padre, por su parte, se enfadaba cada vez que yo usaba la palabra «engañar», una palabra completamente inocente; no entendía por qué lo irritaba y él, por supuesto, no me lo explicó, y no se podía preguntar. Al cabo de los años supe que antes de nacer yo, en los años treinta, «engañar» significaba dejar a una mujer embarazada, y no solo eso, sino dejarla embarazada y no casarse con ella. La expresión «engañarla» quería decir en ocasiones, simplemente, acostarse con ella: «Esa noche en el almacén la engañó dos veces y por la mañana, el muy canalla, hizo como que no la conocía». Y, por eso, si yo decía: «Uri ha engañado a su hermana», mi padre hacía una mueca y fruncía la nariz. Obviamente nunca me lo explicó, ¿cómo iba a hacerlo?

En los momentos íntimos ellos no hablaban en hebreo. Y en los momentos más íntimos no hablaban en absoluto. Permanecían callados. La sombra del miedo a parecer o sonar ridículo se cernía sobre todo.

2

Al parecer, en la cima de la escala de valores de aquellos días estaban los pioneros. Pero los pioneros vivían lejos de Jerusalén, en los valles, en Galilea, en el desierto que bordea el mar Muerto. Nosotros admirábamos de lejos su imagen fuerte y reflexiva que destacaba, entre el tractor y los surcos del arado, en los anuncios del Keren Kayemet que se llamaban «pancartas».

Un escalón por debajo de los pioneros estaba «la comunidad organizada», los lectores de Davar en camiseta en las terrazas de verano, los miembros de la Histadrut, la Haganá y la Seguridad Social, la gente de caqui, los que pagaban impuestos, los que comían ensaladas, huevos fritos y requesón, los partidarios de la moderación, la responsabilidad y la forma de vida sólida, del producto de la tierra, el estatus de los trabajadores, la disciplina de partido y las aceitunas sin picante en frascos de la cooperativa Tnuva, ¡azul abajo y azul arriba, estamos construyendo aquí un puerto! ¡Un puerto!

Frente a esa comunidad organizada, fuera de los límites, estaban los disidentes terroristas, los ultraortodoxos del Meah Shearim, los comunistas «enemigos de Sión», y también una amalgama de intelectuales, arribistas, artistas egocéntricos del tipo cosmopolita decadente, junto a toda suerte de revolucionarios excéntricos, individualistas, nihilistas dudosos, judíos alemanes que no consiguieron curarse de su germanidad, todo tipo de esnobs anglófilos y ricos sefardíes afrancesados que parecían demasiado educados y serviciales, y yemeníes, georgianos, magrebíes, kurdos y salonicenses, todos eran hermanos nuestros, por supuesto, todos eran material humano garantizado, pero no cabía duda de que aún tendríamos que tener mucha paciencia con ellos y hacer grandes esfuerzos.

Había también refugiados e inmigrantes clandestinos, supervivientes, tizones salvados del fuego con quienes normalmente nos relacionábamos con piedad y algo de aversión: atormentados y afligidos, pobres del mundo, ¿quién tenía la culpa de que con toda su sabiduría se hubiesen quedado sentados esperando a Hitler en vez de venir aquí en el momento oportuno? ¿Y por qué permitieron que los llevasen como ovejas al matadero en vez de organizarse y luchar? Que dejasen de una vez por todas de hablar aquí su patético yidish y que no empezasen a contarnos todo lo que les habían hecho allí, porque aquello no nos dignificaba ni a ellos ni a nosotros. Aquí nos dirigíamos hacia el futuro y no hacia el pasado, y si hubiera que rescatar el pasado, bastaba con el pasado gozoso, hebreo, bíblico, asmoneo, no había necesidad de afearlo con un pasado judío deprimente donde solo había grandes desgracias (la palabra «desgracias» en casa siempre se decía en yidish, tzures, y con una mueca de disgusto y sarcasmo, para que el niño supiera que esas tzures eran una especie de lepra y que tenían que ver con ellos, no con nosotros). Entre los refugiados supervivientes estaba, por ejemplo, el señor Licht, a quien los niños del barrio llamaban «un millón de niños». Tenía un cuarto alquilado en la calle Malaquías, por las noches dormía en un colchón y durante el día enrollaba el colchón y llevaba allí mismo un pequeño negocio que se llamaba «Limpieza en seco, planchado al vapor». Las comisuras de sus labios siempre estaban caídas hacia abajo, como con desprecio o un profundo desdén. Se sentaba a la puerta de su lavandería esperando a los clientes y, si pasaba por delante algún niño del barrio, siempre escupía hacia un lado y mascullaba entre dientes: «¡Un millón de niños asesinaron! ¡Niños como vosotros! ¡Exterminados!». No lo decía con tristeza sino con odio, con repugnancia, como maldiciéndonos.

Mis padres no tenían un lugar definido en esa escala que iba de los pioneros a las tzures: tenían un pie en la comunidad organizada (estaban en la Seguridad Social y pagaban impuestos) y otro en el aire. Mi padre se sentía muy cerca de la ideología de los disidentes y a la vez muy lejos de las bombas y los fusiles. Como mucho, prestaba a la clandestinidad sus conocimientos de inglés y se encargaba de redactar de vez en cuando los panfletos subversivos y las proclamas de protesta contra la traidora Albión, «Perfidious Albion». La intelectualidad de Rehavia atraía de lejos a mis padres, pero los ideales pacifistas de la organización Brit Shalom, los lazos afectivos entre judíos y árabes, la renuncia total al sueño del Estado hebreo a cambio de que los árabes se compadecieran de nosotros, fueran benévolos y nos permitieran vivir aquí a sus pies, esos ideales les parecían desarraigados, humillantes, propios de una pusilánime diáspora.

Mi madre, que estudió en la Universidad de Praga y terminó su carrera en Jerusalén, daba clases particulares a alumnos que preparaban exámenes de historia y literatura. Mi padre era licenciado en Literatura por la Universidad de Vilna y también por la Universidad de Jerusalén en Har Hatzofim, pero no tuvo la oportunidad de dar clase en la Universidad Hebrea, pues en aquella época el número de licenciados en Literatura era mucho mayor que el de alumnos. Y además, la mayoría de esos profesores tenían verdaderas titulaciones, brillantes diplomas de prestigiosas universidades alemanas, no como la desgastada licenciatura polaco-jerosolimitana de mi padre. Por tanto, consiguió un puesto de bibliotecario en la Biblioteca Nacional de Har Hatzofim y, por las noches, escribía sus libros sobre la novela en la literatura hebrea y sobre la historia de la literatura universal. Mi padre era un bibliotecario ilustrado, educado y categórico, pero también cohibido; con corbata, gafas redondas y la chaqueta un poco rozada, hacía una ligera reverencia ante sus superiores, corría a abrirles la puerta a las señoras, se mantenía firme para proteger sus escasos derechos, citaba con emoción versos en diez idiomas, se esforzaba siempre en ser afable y divertido, contaba una y otra vez los mismos chistes (llamados por él anécdotas o bromas). Pero las gracias le salían casi siempre un poco forzadas, no era un humor natural sino una especie de declaración formal de intenciones sobre la obligación de bromear en tiempos revueltos.

Cuando se encontraba frente a un pionero de caqui, un revolucionario, un intelectual convertido en obrero, mi padre se sentía turbado y confuso: en otros lugares, en Vilna, en Varsovia, estaba muy claro cómo había que comportarse con un proletario. Cada uno sabía cuál era su lugar y, a pesar de todo, había que mostrarle a ese obrero hasta qué punto eras demócrata y no te creías superior a él en absoluto. ¿Pero aquí, en Jerusalén? Aquí todo era ambiguo; no invertido, no como con los comunistas en Rusia, sino ambiguo: por una parte, mi padre pertenecía a la clase media, a la clase media un poco baja, es cierto, pero a la clase media a fin de cuentas, era un hombre ilustrado, autor de artículos y libros, con un puesto humilde en la Biblioteca Nacional, mientras que su interlocutor era un albañil sudoroso con ropa de faena y botas. Por otra parte, aquel obrero podía ser un licenciado en Químicas y a la vez un pionero con convicciones, la sal de la tierra, uno de los héroes de la Revolución hebrea, alguien que trabajaba con las manos, mientras que mi padre se sentía —al menos en lo más profundo de su corazón— como una especie de intelectual desarraigado y miope a quien no le salía nada a derechas, algo desertor, algo alejado del auténtico campo de la construcción de la patria.

La mayoría de nuestros vecinos eran modestos funcionarios, pequeños comerciantes, cajeros de banco o taquilleros de cine, maestros de escuela o profesores particulares, dentistas. No eran creyentes, solo iban a la sinagoga en Yom Kipur y alguna vez en Simjat Torá, pero seguían encendiendo velas en Shabat, para conservar un cierto aroma judío y quizás también por precaución en caso de que ocurriera una desgracia. Todos, en mayor o menor medida, eran cultos, aunque no se sentían muy cómodos con eso. Todos tenían una opinión precisa sobre el Mandato Británico, el futuro del sionismo, la clase obrera, la vida cultural del país, la controversia entre Marx y Dering, las novelas de Knut Hamsun, «la cuestión árabe» y «la cuestión de la mujer». Había todo tipo de pensadores y oradores que pedían, por ejemplo, que se revocase el anatema contra Spinoza o que se explicase a los árabes de la zona que, de hecho, no eran árabes, sino descendientes de los antiguos hebreos, o que se amalgamaran de una vez por todas las ideas de Kant y Hegel con la doctrina de Tolstói y con el sionismo práctico, de tal modo que de esa amalgama naciera en Eretz Israel una vida increíblemente sana y pura, o que se incrementara el consumo de leche de cabra, o que se expulsara a los ingleses y se hiciera para ello una alianza con América e incluso con Stalin, o que cada mañana se realizaran ejercicios gimnásticos para alejar la tristeza y purificar el alma.

Esos vecinos, que se reunían en nuestro pequeño patio los sábados por la tarde a tomar té ruso, eran casi todos personas perdidas. Cuando había que cambiar un fusible quemado o la goma de un grifo, o hacer un pequeño agujero en la pared, todos iban corriendo en busca de Baruch, el único en el barrio que sabía obrar esos milagros, y por eso lo llamaban Baruch Manos de Oro. Los demás sabían analizar, con arrebatado fervor retórico, lo importante que era para el pueblo judío volver por fin a una vida agrícola y al trabajo manual: intelectuales, decían, tenemos más que de sobra, sin embargo nos faltan trabajadores sencillos y honestos. Pero en nuestro barrio, a excepción de Baruch Manos de Oro, apenas había trabajadores sencillos. Tampoco teníamos intelectuales eminentes: todos leían muchos periódicos y a todos les gustaba hablar. Algunos tal vez eran expertos en todo tipo de materias, otros tal vez tenían una mente aguda, pero la mayoría decían más o menos lo que leían en los periódicos, en los folletos, en los manifiestos y los panfletos políticos. Como el niño que era, yo solo podía intuir vagamente la gran distancia que había entre sus ansias por arreglar el mundo y la forma en que estrujaban el ala del sombrero cuando se les servía un vaso de té, o el tremendo embarazo que los hacía sonrojarse cuando mi madre se inclinaba (apenas) para endulzarles el té y su discreto escote se abría un poco: provocaba tal turbación en sus dedos que estos intentaban doblarse hacia dentro y dejar de ser dedos.

Todo eso era chejoviano, al igual que la sensación de pérdida: había lugares en el mundo donde transcurría la vida real, lejos de aquí, en la Europa anterior a Hitler, donde cada tarde se encendían montones de luces, señores y señoras se reunían a tomar café con nata en salas con artesonados de madera, se sentaban tranquilamente en espléndidos cafés bajo lámparas doradas, iban cogidos del brazo a la ópera o al ballet, veían de cerca la vida de los grandes artistas, los amores tempestuosos, los corazones rotos, cómo la amante del pintor se enamoraba de repente de su mejor amigo, el compositor, y a mitad de la noche huía sola, con la cabeza descubierta bajo la lluvia, al viejo puente cuyo reflejo temblaba en el agua del río.

En nuestro barrio nunca pasaban cosas así: esas cosas solo ocurrían al otro lado de las montañas oscuras, en lugares donde la gente vivía desmesuradamente. En América, por ejemplo, donde al escarbar se encontraba oro, donde se asaltaban diligencias, se llevaban manadas de ganado a través de grandes praderas, y quien mataba a más indios, al final ganaba una bella muchacha. Así era la América del cine Edison: la bella muchacha era el gran premio que obtenía el que mejor disparaba. ¿Qué se hacía con ese premio? Yo no tenía ni idea. Si nos hubieran mostrado en aquellas películas una América donde, por el contrario, quien disparaba a más chicas ganaba al final un guapo indio como premio, me lo habría creído a pies juntillas. En cualquier caso, así eran las cosas en aquellos mundos lejanos, en América y en otros sitios maravillosos de mi álbum de sellos, en París, en Alejandría, en Róterdam, en Lugano, en Biarritz, en Saint Moritz, lugares en donde personas nobles se enamoraban, se peleaban con honor, se perdían, renunciaban, deambulaban, se sentaban a beber solos a medianoche en un taburete en la barra de oscuros bares de hoteles, en bulevares de ciudades azotadas por la lluvia, y vivían su vida desmesuradamente.

También en las novelas de Tolstói y Dostoievski, sobre las que todos discutían sin cesar, los protagonistas vivían desmesuradamente y morían de amor. O morían por algún gran ideal. O morían de tuberculosis o de pena. Y aquellos pioneros bronceados de las colinas de Galilea también vivían desmesuradamente. En nuestro barrio nadie moría de tuberculosis, de amor no correspondido o por un ideal. Todos vivían con mesura, no solo mis padres. Todos.

Teníamos una ley férrea, no comprar nada importado, ningún producto extranjero, mientras se pudiera conseguir otro de producción propia. Pero cuando íbamos a la tienda del señor Auster, en la esquina entre la calle Abdías y la calle Amós, había que elegir entre queso de kibutz, producido por Tnuva, o queso árabe: el queso árabe del pueblo de al lado, de Lifta, ¿debía considerarse un producto de importación o local? Complicado. La verdad era que el queso árabe era un pelín más barato. Pero comprando queso árabe ¿no se traicionaba un poco al sionismo?: en algún lugar, en un kibutz o una colonia agrícola, en el valle de Yizreel o en las montañas de Galilea, había una joven pionera desdichada que, tal vez con lágrimas en los ojos, embalaba para nosotros ese queso hebreo, ¿cómo íbamos a darle la espalda y a comprar queso extranjero? ¿No nos temblaría la mano? Por otra parte, si boicoteábamos los productos de nuestros vecinos árabes, con nuestras propias manos estaríamos aumentando y perpetuando el odio entre los dos pueblos, y la sangre que pudiera derramarse también recaería sobre nuestra conciencia. ¡El modesto falaj árabe, un sencillo y honesto trabajador de la tierra aún no contaminado por la inmundicia de la gran ciudad, era el hermano moreno del sencillo y generoso muzik de los relatos de Tolstói! ¿Íbamos a ser tan crueles como para darle la espalda a su queso de pueblo? ¿Íbamos a castigarlo? ¿Por qué? ¿Porque la pérfida Inglaterra y los corrompidos efendis instigaban a ese campesino en nuestra contra y en contra de nuestra industria? No. Esta vez compraríamos queso árabe, que por cierto realmente sabía algo mejor que el de Tnuva y también costaba algo menos. Pero, por otra parte, quién sabe, a lo mejor no lo hacían de un modo muy higiénico. ¿Quién sabía cómo serían sus centrales lecheras? ¿Y si más tarde se descubría que su queso era un foco de microbios?

Los microbios eran una de nuestras peores pesadillas. Como el antisemitismo: nunca podrás ver con tus propios ojos a un antisemita o un microbio, pero sabes perfectamente que te acechan por todas partes sin dejarse ver. De hecho, no es exacto decir que ninguno de nosotros había visto nunca un microbio: yo lo vi. Estuve mirando mucho tiempo, muy concentrado, un pedazo de queso viejo hasta que de repente empecé a ver montones de movimientos diminutos. Al igual que la gravedad en Jerusalén, que antes era mucho mayor que hoy, también los microbios eran mucho más grandes y fuertes. Yo los vi.

Se inició una pequeña discusión entre los clientes de la tienda del señor Auster: ¿comprar o no comprar queso de los campesinos árabes? Por una parte, dice el Talmud, «los pobres de tu ciudad son los primeros», y por eso nuestra obligación era comprar solo queso Tnuva; por otra parte, dice la Biblia, «una sola ley habrá para vosotros y el extranjero que mora con vosotros», por eso a veces había que comprar el queso de nuestros vecinos árabes, «pues extranjeros fuisteis en el país de Egipto». Además, ¡con qué menosprecio miraría Tolstói a una persona que comprara ese queso y no otro solo por una diferencia de religión, pueblo o raza! ¿Dónde quedaban los valores universales, el humanismo, la hermandad entre todas las criaturas? Y a pesar de todo, qué ofensa sionista, qué bajeza, qué mezquindad comprar queso árabe, solo porque costaba dos céntimos menos, en vez de comprar queso de los pioneros, que se dejaban la piel y se afanaban con uñas y dientes en sacar pan de la tierra.

¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! En un caso u otro, ¡qué vergüenza!

La vida entera estaba llena de vergüenza.

Existía, por ejemplo, el siguiente dilema: ¿era correcto o no enviar flores en un cumpleaños? Y si era correcto, ¿qué flores? Los gladiolos eran muy caros, pero eran una flor cultivada, una flor noble, una flor llena de sentimiento, no unos simples hierbajos asiáticos medio salvajes. Anémonas y ciclámenes podíamos cortar todos los que quisiéramos, el ecologista Azariah Alón aún era pequeño en aquella época, pero los ciclámenes y las anémonas no se consideraban flores apropiadas para enviar en un cumpleaños o con ocasión de la publicación de un libro. Los gladiolos tenían la delicada fragancia de los cantantes de ópera, de fiestas palaciegas, del teatro, el ballet y la cultura, de refinados y profundos sentimientos.

Por tanto, se compraban y se enviaban gladiolos. No se reparaba en el precio. La cuestión era: ¿siete gladiolos no era algo exagerado? ¿Cinco no era demasiado poco? ¿Tal vez seis? ¿O siete, a pesar de todo? No se reparaba en el precio. Se envolvían los gladiolos en una selva de esparraguera y se enviaban seis. Por otra parte, ¿no era algo completamente anacrónico? ¿Gladiolos? ¿Quién mandaba hoy gladiolos? ¿Acaso los pioneros se enviaban gladiolos? ¿En Tel Aviv alguien se interesaba aún por los gladiolos? ¿De qué servían? Costaban un dineral y a los cuatro o cinco días iban directamente a la basura. Entonces, ¿qué había que regalar? ¿Tal vez una caja de bombones? No, una caja de bombones no. Una caja de bombones, para nada. Una caja de bombones era aún más ridícula que los gladiolos. Tal vez lo mejor fuera llevar sencillamente unas servilletas, o un pequeño juego de portavasos, de metal plateado, con filigrana y bonitas asas, donde se pudiera servir té hirviendo: un regalo modesto, estético y práctico al mismo tiempo, que no se estropeaba sino que se usaba durante muchos años, y quizá cada vez que lo usasen nos recordarían por un instante con cariño.