Portada: Pensión Leonardo
Portadilla: Pensión Leonardo. Rosa ribas

Créditos

Edición en formato digital: abril de 2015

 

© Rosa Ribas, 2015

Autora representada por

The Ella Sher Literary Agency

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

En cubierta: fotografía de © Neda Racki

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16396-61-0

Pensión Leonardo

Índice

Dedicatoria

 

I

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II

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35

 

Agradecimientos

 

Para Társila, que tanto quiere a Lali.

Para Celia, que tanto la quiso.

I

1

—El rótulo está torcido.

La voz del hombre que acababa de entrar en la recepción me distrajo de los deberes.

Tenía razón. El rótulo que anunciaba la pensión Leonardo colgaba algo torcido sobre el marco de la puerta del edificio. El lado derecho estaba por lo menos tres centímetros más alto que el izquierdo.

Todos los huéspedes se daban cuenta en algún momento, pero también entendían que si no se había hecho nada para remediarlo, solo podía deberse a dos razones: o el dueño no podía o no le importaba. De ahí que no dijeran nada.

Y hacían bien, porque el hombre que al abrir la puerta de la recepción, en vez de saludar, le dijo a mi madre «El rótulo está torcido», no llegó a ser huésped. Mi madre le respondió que estábamos completos.

—Pues abajo pone que hay una habitación libre.

—La niña, que se olvidó de quitar el cartel.

Era lunes. Desde el miércoles de la semana anterior colgaba el cartelito de «Habitación libre. Solo caballeros».

La habitación libre era la 22, una habitación complicada.

El hombre que no llegó a ser huésped se marchó enfadado. Yo estaba en el comedor, al otro extremo del pasillo, por lo que la distancia me impidió entender sus palabras. La puerta se cerró detrás de él y todo quedó en silencio. Después escuché un suspiro de alivio de mi madre. Tenía que haberle causado un profundo desagrado para que prefiriera dejar la habitación desocupada, ya que tenía pavor a las habitaciones vacías en la pensión. Al suspiro le siguió de inmediato una sintonía de la radio. Era la hora del serial y de la plancha.

En casa había tres aparatos de radio. Uno en la habitación de mis hermanos que, como era más espaciosa que la nuestra, hacía las veces de cuarto de planchar; otro estaba en la cocina y el tercero, el grande, en el comedor.

Mi madre cerró la puerta del cuarto de planchar, las voces de la radio llegaban amortiguadas, ininteligibles; también la suya. En Radio Barcelona, Radio Miramar o Radio Juventud ignoraban que tenían una interlocutora a la que jamás desalentó no recibir respuesta a sus comentarios. Mi madre les hablaba a los actores de los seriales, a los locutores de las noticias, a los cantantes, a los curas que daban sermones, a las mujeres que escribían cartas al consultorio la Señora Francis, a los participantes de los concursos, a la voz que leía la cartelera de espectáculos, a los niños de San Ildefonso en diciembre y a los que anunciaban chocolates, electrodomésticos o pastillas Juanola el resto del año. Cuando mi madre hablaba con la radio, las intrusiones del mundo real, entre ellas las mías, no eran bienvenidas.

Eché un vistazo al largo pasillo oscurecido por las puertas cerradas de las habitaciones. Aparté enseguida la mirada, no fuera a ser que viera algo.

Volví a mis deberes. El raspado del grafito sobre el papel se hizo más regular a medida que el texto empezó a fluir. Como era el borrador, me permití convertir las sucesiones de emes, enes, íes y úes en largos gusanos y clavar la punta del lápiz con fuerza al trazar los palos de las tes y las cus; ya me esmeraría con la caligrafía al pasarlo a pluma. «Si no se lee bien, Fuster, te bajaré la nota por mala letra».

 

Una hora más tarde, casi había terminado la versión en limpio de la redacción sobre los Reyes Católicos que tenía que entregar al día siguiente, entró Mercedes, mi hermana mayor. Me llevaba cinco años, estaba a punto de cumplir los diecisiete, parecía, sin embargo, que tuviera más de veinte. Incluso en mis primeros recuerdos de ella, cuando yo tal vez tendría unos tres años y ella, por lo tanto, ocho, me parecía una adulta. Con ocho, una adulta en miniatura, pero una adulta a fin de cuentas. Los rasgos de Mercedes nunca cambian en mi memoria, como si se hubiera limitado a aumentar de tamaño con los años, mientras que su forma permanecía invariable. Siempre alta para su edad, delgada, con media melena de color castaño claro, los brazos largos, como los de mi madre, cruzados sobre el pecho y la mirada atenta, siempre alerta a los errores de construcción del mundo. Era la hija mayor y, en palabras de mis padres, la seria y responsable. Dotada de tal madurez innata, nunca la llamaron Merceditas o cualquier otro diminutivo. Bien pensado, la única a la que llamaban con un diminutivo era a mí; ni Jaime, el mayor de los cuatro, el mayor absoluto, era Jaimito o Jaumet ni Mercedes era Merche ni Bernardo, aunque fuera el pequeño, era Bernardito. En cambio yo, Eulalia, era Lali.

A Mercedes le faltaban pocos meses para acabar los estudios de Comercio en una academia ubicada en un piso en la plaza del Surtidor. Había heredado la buena cabeza de mi madre para los números y mis padres querían confiarle por completo la contabilidad de la pensión y de Comidas Luciano, el restaurante de la planta baja, en cuanto terminara la formación. Pero Mercedes no solo era buena en aritmética, sino que desde hacía unos meses parecía haber contraído una especie de hipersensibilidad geométrica. Nada más llegar, entró en el cuarto en el que mi madre planchaba la montaña de servilletas del restaurante y le dijo:

—Tenemos que enderezar de una vez por todas ese rótulo.

Pronto tendría una tarea de responsabilidad en la pensión y parecía sentir la necesidad de cambiar cosas. Desde que había empezado su último año en la academia, se había empecinado también en el odio hacia esa pequeña desviación, a pesar de que ya existía antes de que ella naciera; antes incluso del nacimiento de Jaime. Yo, que detestaba los cambios, aguardaba expectante, con la punta del plumín en el aire, la réplica de mi madre:

—Nadie se da cuenta —le respondió.

Era evidente que no le iba a contar que acaba de rechazar a un posible huésped porque sí lo había notado.

—Hace daño a la vista.

—No exageres.

—Hay que decirle a papá que ya es hora de que lo arregle. Jaime podría ayudar.

Esa conversación se repetía con cierta regularidad, y mi madre había desarrollado diferentes estrategias para evitar que Mercedes le mencionara el rótulo a mi padre.

Unas veces recurría a la nimiedad del asunto:

—No vamos a perder el tiempo con esa tontería con todo lo que hay que hacer.

Otras, apelaba a la inoportunidad:

—Déjalo tranquilo, está revisando las cuentas.

Dado que Mercedes también había heredado de mi madre el miedo a que algún día los números nos dejaran en la calle, las cuentas solían ser un argumento infalible. Se trataba, con todo, de un argumento circunstancial, ya que mi padre no las revisaba al ritmo de la percepción de la falta de paralelismo que tanto la molestaba.

En esa ocasión, a mediados de enero, no tocaba y mi madre tuvo que emplear la razón más contundente:

—¿Cómo quieres que lo pusiera recto con un solo ojo? Bastante hizo ya, el pobre.

A esto Mercedes no tenía réplica. La escuché murmurar algo entre dientes mientras dejaba la chaqueta en la habitación que compartíamos. No presté atención a sus palabras. Mojé el plumín en el tintero y copié las últimas frases con esmerada caligrafía. Mi madre, insalvable dique de contención, volvió a la plancha. El rótulo estaba torcido. Sí. ¿Y qué? Lo había colgado él y tenía solo un ojo.

Pero no era tuerto. Esa era una palabra que no toleraba. Una palabra fea, dura. Sobre todo cuando la pronunciaban despacio, sin diptongo: tu-er-to. ¿Qué costaba escoger palabras más agradables de pronunciar, con más des, con más eles? No. Tuerto, cojo, manco. Palabras que no solo eran objetivamente feas, sino que se pronunciaban con mala intención, como insultos. O mucho peor, con pena, algo que me resultaba insoportable. Mi padre no podía dar pena.

Mi padre no era tuerto. A mi padre le faltaba un ojo.

 

Le faltaba el ojo izquierdo porque lo había perdido en la guerra. «En el frente del Ebro». Entonces no sabía muy bien qué significaba, pero sí que había que bajar la voz al decirlo, ya que por lo visto había estado en la orilla equivocada. Era, además, una parte de la historia de mi padre que quedó para siempre a oscuras, pues nunca nos contó cómo lo hirieron. Parecía que su vida hubiera empezado en el momento en que despertó en un hospital de campaña en el frente del Ebro con la cabeza vendada y la cuenca del ojo izquierdo vacía. Tampoco nos contó jamás qué hacía antes de la guerra. De él no teníamos anécdotas de la escuela ni nombres de amigos de la infancia ni verbenas y novias de la juventud. No sabíamos a qué había jugado ni si había ranas o lagartijas en su pueblo; si había tenido un perro o una bicicleta; si le enseñó a leer un maestro o una maestra. Si tenía un cuarto para él solo o lo compartió con algún hermano; si ese cuarto tenía ventana y si daba a un río, a un bosque, a una calle. No sabíamos nada de lo que había visto cuando aún tenía dos ojos. Para nosotros su historia empezaba en el momento en que un médico le dijo que había perdido el ojo izquierdo.

Después perdió la guerra. En el penal de Ocaña, casi la vida y varios dientes. Finalmente, seis años y tres simulacros de fusilamiento más tarde, lo soltaron en julio de 1945. Tenía veintisiete años.

Mi padre era de un pueblo del interior de Alicante. Pero, como tantos otros, empezó una nueva vida en Barcelona, adonde llegó con un Fiat 1100.

—¿De dónde sacaste el coche, papá?

—Me lo regalaron.

—¿Un amigo del pueblo?

—¿Por qué dices eso, Lali?

—Porque tenía matrícula de Alicante.

—¿Has terminado los deberes?

El Fiat dio su última vuelta antes de que yo naciera. Una fotografía enmarcada presidía el mostrador de la recepción de la pensión. En otros negocios se encomendaban a una imagen de Nuestra Señora del Mar o de la Virgen del Carmen, nosotros a un Fiat 1100 verde y negro. Mi padre se retrató con él cuando el mecánico le dijo que cualquier reparación sería inútil. El Fiat, sólido y venerable como un abuelo, aparecía algo ladeado en la imagen, con los dos faros mirando hacia la cámara. Los parachoques delanteros, el marco de la enorme parrilla, los dos guardabarros abombados brillaban pulidos, debajo, la matrícula, A 6427, blanquísima. Dentro, mi padre, como Jonás en el interior de la ballena salvadora que lo había dejado varado en Barcelona, con su único traje, bien peinado y me imagino que incluso recién afeitado, con las manos al volante; un hombre de treinta años con un hijo y esperando el segundo.

Si el coche era una especie de abuelo, la maleta de cartón de mi padre era una de esas tías o primas monjas encerradas en algún convento perdido de Extremadura. Mi padre nunca más salió de Barcelona, de modo que la maleta quedó recluida en el fondo del armario de su dormitorio, retirada para siempre después de un último viaje.

Al llegar a Barcelona, mi padre se alojó en una pensión cerca de Las Ramblas. Como él, los otros huéspedes habían abandonado sus pueblos y ciudades para buscarse la vida allí. Cada vez eran más. Huyendo del hambre, desertores del rocío, del calor, de los mosquitos, de la labranza, venían en trenes, en autobuses, algunos incluso en carros. Solos o en familia. Con maletas de cartón, de madera, de cuero los menos, muchos con meros hatillos, y mi padre se dijo que esa gente necesitaría lo mismo que él deseaba sin encontrarlo en sus primeros días en la ciudad: un cuarto con luz, una cama limpia y una buena comida caliente en la mesa por poco dinero. Tuvo entonces la idea de abrir una pensión.

Yo no sabía qué profesión tenía antes de la guerra, no nos lo había contado tampoco. Buscaba indicios en algunos de sus gestos. Si al hacer las cuentas se ponía el lápiz sobre la oreja, pensaba que había sido carpintero. Pero también observé que los perros le mostraban un gran respeto, como a los pastores. Nunca vi que ninguno le ladrara o gruñera, ni los callejeros ni los asilvestrados que corrían por la montaña de Montjuïc, ni siquiera el malhumorado mastín parduzco que hacía guardia tumbado delante del estanco. Mi padre no les prestaba apenas atención; los perros, en cambio, agachaban un poco la cabeza a su paso, como si le hicieran una reverencia. Pastor, pues.

O tal vez hubiera empezado a estudiar y la guerra no le dejó acabar la carrera. Medicina. Porque, cuando alguno de nosotros enfermaba, siempre sabía lo que era antes de que nos viera el médico. Antes incluso que mi madre, quien para mí poseía el conocimiento infuso que todas las madres tienen sobre la salud de sus hijos.

Médico frustrado, o tal vez ingeniero, o abogado. Quizá todo lo contrario, un oficio más humilde, albañil o tendero... No había sido cocinero, ya que a cocinar aprendió más tarde, gracias a Luciano. No tenía más que conjeturas; él nunca hablaba de esa parte de su pasado. Tampoco si se lo preguntaba:

—¿Ya habías trabajado antes en una pensión en tu pueblo?

—¿Por qué no vas a echarle una mano a tu madre?

—Ya hemos terminado de hacer las camas.

—Pues toma, dos duros y ve al quiosco a recoger los periódicos para el bar, que hoy el repartidor no ha pasado.

Yo era la única que lo hacía. Mis hermanos mayores habían asumido que nuestra historia familiar tenía raíces superficiales; Bernardo, era demasiado pequeño, tenía otras inquietudes.

 

Ignoraba, pues, qué oficio le robó la guerra. En su nueva ciudad decidió abrir y regentar una pensión.

Recorrió las calles de Barcelona durante varias semanas hasta que dio con un inmueble adecuado, en el lado del sol de la calle Magallanes, en el Poble Sec, un sencillo barrio de trabajadores, al pie de la montaña de Montjuïc, relativamente cerca del mar y pegado al Paralelo, donde los hombres que se alojaran en la pensión podrían encontrar diversiones y, con solo cruzarlo y entrar en las callejuelas del Barrio Chino, compañía, aunque fuera de pago. Mi padre sabía mucho de soledades.

El Poble Sec no tenía la humedad de la Barceloneta ni las estrecheces de La Ribera ni la vileza del Barrio Chino. Sants también era un barrio de trabajadores, pero sin mar ni montaña. El Ensanche, con sus amplias calles en cuadrícula, creo que lo de­sorientaba y el norte de Barcelona, tan lejos del mar, quedó para él como una zona inexistente por ignota.

Compró el inmueble y lo arregló.

—¿Cómo es que tenías tanto dinero? ¿De dónde lo sacaste?

—¿Has hecho los deberes, Lali?

—Sí.

—Pues acércate a ver si Luciano necesita ayuda.

Nunca logré ni siquiera sonsacarle un indicio al respecto. La pregunta se repetía, el repertorio de evasivas en algún momento también.

Lo que en cambio contaba con orgullo era que encargó camas sólidas en una tienda de muebles del barrio. El dueño de la tienda era Ignacio Costafreda, el padre de Julia, la que algunos años más tarde sería mi mejor amiga.

Cuando Nicolás Fuster, el nuevo cliente, salió de su almacén de muebles, ambos estaban todavía solteros pero, además de ocho camas individuales, mi padre le acababa de encargar una cama de matrimonio.

Para las camas compró colchones dispuestos a amoldarse a todos los pesos y formas de dormir. Colchones nuevos sobre los que, al contrario que en la pensión donde se había alojado a su llegada, no se hubiera muerto nadie.

En cada habitación puso un armario ropero de dos puertas, una mesita de noche, una mesa y una silla para que los huéspedes pudieran escribir cartas a sus familias.

En las pensiones, como en los hoteles, se está de paso, pero las pensiones pueden ser engañosas por su ilusión de proximidad. En muchas se comparte el piso con los dueños y se come con ellos alrededor de mesas que, gracias a los relatos de mi padre, siempre estarán insuficientemente iluminadas por lámparas, la mitad de cuyas bombillas se habían aflojado para no gastar. O tal vez para que los huéspedes no vieran transparentarse los dibujitos en el fondo de los platos de loza, aunque estuvieran llenos de sopa o potaje. En las pensiones se come como en una familia, se trata, sin embargo, de una parentela falaz. En realidad, la omnipresencia de los propietarios es un recordatorio perenne de la transitoriedad del huésped, incluso del huésped fijo. Le están diciendo todo el tiempo «este es mi comedor», «estás usando mi baño», «estás durmiendo en mis sábanas». Al contrario que sus futuros huéspedes, mi padre no pensaba moverse nunca más de allí, por otra parte, conocía demasiado bien el desarraigo y no quería que la presencia del patrón les recordara que no estaban en su casa, por más que fuera cierto. Por eso no los obligó a convivir con él ni se condenó a sí mismo a convivir con ellos. Reservó la primera planta del inmueble para la vivienda de la familia que quería fundar. Las otras dos albergaban las habitaciones de los huéspedes. Cuatro por piso. En cada planta puso un servicio y un cuarto de baño con ducha de plato.

En la vivienda, en cambio, hizo instalar una bañera para los hijos que esperaba tener.

—Porque a los niños les gusta bañarse.

Como si invocara nuestro nacimiento ofreciéndonos agua caliente y limpia con espuma y un barquito para jugar.

Acertó. Sobre todo con Bernardo, a quien mi madre a duras penas podía sacar de la bañera. Ese fue un lujo que siempre nos concedieron, el baño semanal. Y, al contrario que en otras familias, no teníamos que bañarnos uno detrás de otro sin cambiar el agua. Cada hijo tenía derecho a un baño con agua limpia.

Una vez finalizaron las obras en el edificio y llegaron las camas y los otros muebles, escribió a la que antes de la guerra había sido su novia. Fueron dos cartas.

La primera era muy breve, casi un telegrama: «Querida Matilde: ¿Te has casado? Nicolás». La respuesta fue un simple: «No». Podía interpretarse de muchas formas diferentes. Mi padre se quedó con lo esencial, que había respondido, lo que él interpretó acertadamente como que lo había estado esperando.

La siguiente carta a mi madre era muy extensa, diez páginas de letra pequeña apurando el papel hasta casi teñirlo por completo de tinta, en las que le contaba sus vivencias durante la guerra y el cautiverio y sus planes para el futuro. Contenía también una petición de matrimonio escondida detrás de las palabras «solo me faltaría una persona que se encargara de la intendencia». Mi madre nunca fue muy dada a romanticismos. Aceptó con otra nota anunciándole el día y la hora de su llegada a la estación de Francia.

—Se hizo la interesante. Me tuvo esperando más de un mes —bromeaba mi padre.

—Ya estás otra vez con esa historia —decía ella.

—Es que tenía muchas ganas de volver a verte. Y de que tú me vieras tan guapo —respondía él señalando el parche que cubría su cuenca izquierda.

—Qué más daba un mes arriba o abajo con todo lo que habíamos esperado —trataba de atajar mi madre.

Él seguía un poco más. Ella ya no replicaba y dejaba que la narración siguiera su curso inalterable, de historia contada en muchas ocasiones, desde las veces que había leído su nota para comprobar la fecha y la hora, hasta la larga espera ansiosa en la estación pues, fiel a su costumbre, mi padre llegó demasiado pronto y, por el contrario, el tren sufrió un retraso considerable.

—Pero por fin apareció. Un mes. ¿Qué digo? Más de un mes esperando.

Por algún motivo esa historia a mi madre la entristecía. Durante mucho tiempo creí que era porque lamentaba esa demora, cuyas razones ni siquiera mi padre parecía entender.

Las sábanas para las ocho camas sencillas y la cama doble las compraron juntos.

—Nuestro primer paseo por Barcelona fue para ir a la Casa de las Mantas en la calle Junqueras.

Nos contaba mi padre, con el embeleso del relato de un paseo junto al mar a la luz de la luna. Porque el romántico, por más que la carta pudiera dar la impresión contraria, era mi padre. Basta con saber la razón por la que la pensión no se llamaba «Pensión Nicolás» o «Pensión Matilde». En realidad, él habría querido que se llamara «La Gioconda». En el penal le robaron la chaqueta y con ella la única foto que tenía de su novia, la sustituyó entonces por una imagen de la Gioconda arrancada de una revista en un descuido de uno de los mandos. Podría haberle costado caro. Por menos mandaban fusilar a los presos. «Pero es que era ella». Tenía razón. Mi madre tenía la misma mirada y la sonrisa distante de la Gioconda.

«Pensión Gioconda». En el registro comercial no aceptaron ese nombre extranjero y él temió que «Mona Lisa» más bien despertara las chanzas de huéspedes poco instruidos, como suponía que iban a ser la mayoría de los que ocuparían las habitaciones. Por eso finalmente la pensión se llamó «Leonardo». Pensión Leonardo.

Allí nací, allí pasé los primeros diecinueve años de mi vida. Cuando los rememoro, reaparecen con nitidez las caras y los nombres de muchos de los huéspedes que ocuparon sus habitaciones.

Habitación 21: Manuel Roldán, de Roquetas de Mar; Saturnino Nieto, de Astorga; Ángel Soler, de Belchite; Pedro Aguilar, de Monforte de Lemos... Y Teresa, la única mujer que se alojó en la pensión.

Habitación 22: José Manuel Sánchez, de Yeste; Alfredo Arenas, de Palma del Río; Carlos Serret, de Valderrobres; Obdulio Serrahima, de Tárrega; Daniel Menéndez, de Avilés; Fernando Narvajas, de Zaragoza...

Habitación 23: Serafín Hierro, de Badajoz; Francisco Montes, de Soria; Roberto Pareja, un belga de Segovia...

La 33 está y estará siempre ocupada por Eladio Nin, el último huésped fijo, el único que murió en una habitación de Pensión Leonardo. Fue en 1992, después mi padre cerró.

La última era la habitación 34. Desearía también que el único nombre al que pudiera asociarla fuera el del gran Juan Zunzunegui, tan añorado. Sin embargo, otra presencia reclama su lugar, una sombra que quedó planeando para siempre dentro de la memoria que conservo de ese cuarto, en el tercer piso, el último al fondo del pasillo.

En el otro extremo del territorio que conformaba Pensión Leonardo estoy de nuevo yo con doce años sentada en el escalón de entrada del edificio, vestida con mi sempiterno pichi de cuadritos marrones del que sobresalen las mangas y el cuello alto de un jersey amarillo, el pelo recogido en una coleta y el flequillo que mi madre recortaba cada dos viernes para que siempre estuviera recto. En enero de 1965, pocos días después de que un hombre no llegara a ser huésped porque aludió al rótulo torcido que colgaba sobre mi cabeza; poco antes de mi último fin de semana con Julia.

2

Como todos los sábados, después del almuerzo salí corriendo de casa para ir a la de Julia. Invariablemente nos encontrábamos en su casa, nunca en la mía. Llamé al timbre a la misma hora de siempre. Estaba más que claro quién era la visita; aun así tenía que pasar por un ritual. Cándida, una chica gallega que trabajaba allí de criada, abrió, me anunció y me dejó esperando en el recibidor hasta que Julia bajara de su cuarto y me recogiera. Así lo quería su madre.

Durante la espera de rigor, me entretuve contemplando las figuritas de porcelana. Me las sabía de memoria; de modo que enseguida distinguía las novedades.

La casa de los Costafreda era muy distinta de la nuestra. Mi madre odiaba los trastos inútiles, lo que la madre de Julia llamaba «decoración», y que en su caso consistía sobre todo en una inmensa colección de figuritas de porcelana de las caras, de Lladró, o aún más caras, de Meissen, que el padre de Julia le regalaba desde hacía años y estaban repartidas por toda la planta baja de la casa. Cándida tenía que quitarles el polvo todos los sábados, una a una. Cada vez que entraba en la casa la veía haciéndolo, como una autómata parsimoniosa. Tenía poco más de veinte años y llevaba también el pelo recogido en una larga trenza, como Julia. La de Cándida era pelirroja y la envidiaba aún más que la rubia de Julia porque brillaba como si le salieran llamas cuando le daba el sol. También le envidiaba el trabajo de coger cada figurita y pasarle un paño suave con morosidad para después dejarla de nuevo en el lugar preciso. A Julia, en cambio, ese tipo de tareas la disgustaban.

—¿Te imaginas hacer todos los días lo mismo? Repetir los mismos movimientos, saber siempre lo que pasará al día siguiente a cada hora. ¿Te lo imaginas?

Sí, me lo imaginaba y pocas cosas se me antojaban más deseables: mesas, estanterías, cómodas, repisas llenas de figuritas de porcelana ocupando lugares fijos, inmutables y tener que quitarles el polvo. A todas. Día tras día. Pero en mi casa no había figuritas; tampoco quitábamos el polvo a botijos del pueblo ni platitos recordatorios de algún viaje o mantelitos de ganchillo ni los sillones desaparecían debajo de cojines de punto de cruz que había que sacudir y mullir.

El último sábado Julia tardó más de los cinco minutos preceptivos en aparecer. No le di importancia. Más tiempo para mi contemplación. Le señalé la figura de una pastora con un largo bastón lleno de lacitos.

—¿Es nueva?

Julia se encogió de hombros.

—Igual sí. Pregúntale a Cándida.

Ella lo sabía:

—La trajo el señor el miércoles. Hay que tener mucho cuidado con el bastón para que no se quiebre.

Lo dijo en un tono resignado. Más trabajo. Cada nueva adquisición del padre de Julia significaba más trabajo. Más piezas que llenaban en un orden estudiado los aparadores, las mesitas, los veladores, que eran todos de maderas con nombres sonoros: caoba, ébano, palosanto.

En mi casa, la madera más valiosa debía de ser el palito de sándalo en el interior de una botella de perfume Maderas de Oriente que mi padre le regaló a mi madre al cumplir cuarenta años. La tenía desde entonces sin abrir sobre el tocador del dormitorio, junto a las fotos de su boda y las de nuestros bautizos, su única concesión decorativa.

La madre de Julia decoraba también las paredes y los marcos de las fotos en su casa eran de plata. Incluso había adornado el salón con libros. Comprados por metros, me confesó Julia. Como El maravilloso mundo de los animales en un solemne verde oscuro y letras doradas en los lomos, que conjuntaban con los de la Enciclopedia Durvan, de la que faltaba el último volumen porque no cabía en la estantería. Más valía que Julia, la única que abría esos libros, no necesitara nunca saber quiénes eran Zebulón y Zenón o cuántos habitantes tenía Zaragoza.

La casa estaba siempre muy limpia, como la nuestra, pero, mientras que en nuestro piso nunca entraba nadie aparte de la familia, la madre de Julia «recibía» visitas. Entonces la abuela de Julia, que vivía en la misma casa, la revisaba por completo, incluso los interiores de los armarios que, para mi asombro, se abrían y se mostraban a los invitados. En nuestra casa y en la pensión la intimidad de los armarios era inviolable.

La abuela de Julia era una señora de pelo blanco con extraños brillos violáceos. Según qué visitas esperaban, Cándida tenía que repasar todas las figuritas. De buena gana habría ayudado, pero la abuela de Julia, Conchita se llamaba, al verme una vez a punto de coger un trapo, me reprendió, si bien con suavidad:

—No, reina, no. Aquí no es como en la pensión.

Me halagaba que la abuela de Julia me llamara «reina», como a su nieta. Que al hablar con otros se refiriera a mí como «la nena de la pensión», por más que fuera cierto, me resultaba desagradable. Había algo en el modo en que lo pronunciaba que me hería, aunque no era capaz de precisar por qué.

La casa de los Costafreda tenía tres pisos, como la nuestra, pero ellos los ocupaban por completo. Eran ricos, tenían criada. El padre de Julia, que había empezado con su tienda en el barrio, ya era dueño de dos fábricas de muebles en la provincia de Barcelona. En unos bajos al lado de la casa mantenía el almacén primigenio, en el que, como en sus modestos inicios, vendía muebles económicos y sólidos. Mucha gente del barrio compraba allí. Armarios, que eran su especialidad, además de camas, banquetas, cómodas, mesas o sillas.

Y ataúdes. La empresa familiar había empezado en realidad con los ataúdes que fabricaba el abuelo Costafreda, quien había sido también ebanista. Su hijo pasó, por analogía, a los armarios y después se atrevió con muebles que no fueran, en principio, cajones.

Los ataúdes y los muebles ocupaban dos zonas separadas. La puerta que llevaba al otro lado, al de los ataúdes, no solo estaba siempre cerrada, sino que a ambos lados quedaba cubierta por una cortina gruesa que escondía su existencia a los visitantes de uno u otro almacén. Los empleados de las funerarias que los recogían entraban por otra puerta. Julia sabía dónde estaba la llave y no tenía reparos en pasar de un lado al otro.

—Cuando se muera mi abuelo, mi padre dejará de venderlos —me contó Julia una de las primeras veces que entramos en el almacén.

Pero mientras el viejo Costafreda viviera, los ataúdes seguirían allí, separados de los muebles por un fino tabique y una puerta secreta.

Las parejas de novios poniendo el pisito no podrían imaginarse que algunas de las varillas que servían de ornamentos para los cajones de un ropero eran en realidad restos que habían sobrado de la decoración de los ataúdes.

—¡Mira qué bonito! —diría la novia al descubrir un trapecio de varillas oscuras alrededor de los tiradores—. ¡Y qué elegante!

Sin saber que un trapecio similar marcaba el lugar en el que iban las asas de un ataúd. El padre de Julia no era un hombre que derrochase imaginación con los elementos decorativos.

 

El viejo Costafreda ya no construía los ataúdes, pero, aunque apenas podía caminar, se hacía llevar al almacén para controlar la calidad de los que vendían. Los sábados por la tarde siempre estaba sentado allí. Cuando Julia, tras mis cinco minutos de espera, bajaba la escalera para recibirme, su madre nos decía que el abuelo ya estaba en el almacén. Lo encontrábamos sentado en una silla de tijera leyendo el periódico al lado de los ataúdes que había hecho para él y su esposa. Julia cogía la propina que le daba y poco después se marchaba. Yo me quedaba un rato con él.

Aunque estaba retirado, al viejo Costafreda había gente que todavía le guardaba un temor supersticioso, como si por el contacto con la muerte, tras haberse pasado la vida construyendo ataúdes, tuviera algún tipo de influencia sobre ella, cuando, en realidad, solo era algo así como su sastre o el que le envolvía los paquetes.

El abuelo de Julia tenía dos costumbres que su nieta odiaba y a mí no podían gustarme más. La primera era su afición a la crema Atrix. Se había pasado años trabajando la madera, serrando, lijando, barnizando, remachando clavos, pegando listones. Decía que pensaba con las manos a la hora de trabajar y tenía pavor a que se le quedaran inútiles. La artritis y la artrosis eran sus grandes terrores. Para no perder agilidad, se había aficionado a los trucos de prestidigitación, sobre todo a los que se hacían con monedas y cartas. Para moverlas, decía él, sin que lo entorpecieran callosidades o grietas, se las untaba frecuentemente con crema.

Cada semana me mostraba el nuevo truco que había aprendido. A veces no era nuevo, pero yo fingía no recordarlo. Era normal que los repitiera, no podía imaginarme que existiera un repertorio infinito de juegos de manos. Después, como le costaba levantarse, me pedía que acercara una latita de metal que guardaba en una de las estanterías del almacén, la ponía equidistante de nosotros sobre la tapa de uno de los ataúdes, como si se tratara de una mesita, y me decía:

—¿Un poquito de Atrix, Lali?

Entonces la abría y dejaba las manos sobre los muslos, imitando la posición con que lo había contemplado durante su truco de magia.

—Uno, dos, tres. ¡Ya!

Se trataba de ser el primero en llegar a la lata, llevarse un poco de crema y enseñársela al otro con el dedo levantado.

En realidad daba lo mismo si ganaba uno u otro o empatábamos, lo mejor era que después nos quedábamos frente a frente frotándonos las manos como dos avaros satisfechos antes de que él empezara a contarme la historia de alguna persona que habían enterrado esa semana, la otra costumbre que Julia detestaba.

No era morboso el placer con que escuchaba sus historias desde hacía tantos años como los que conocía a Julia, era el goce de la narración, del poder ordenador de la narración. Los relatos de vidas del abuelo Costafreda dotaban de orden la existencia de esas personas en una conjunción de cronología, parentescos, causas y efectos. No eran relatos divertidos, eran historias de muertos. Pero, por serlo, eran historias cerradas, completas. La muerte, el cierre inapelable, eliminaba la incertidumbre sobre el número de piezas, el relato las colocaba en su lugar y les condecía sentido.

Cada semana por lo menos una. En los meses más fríos y en los más calurosos había a veces dos historias semanales. Después de la gran nevada del sesenta y dos, el año en que Julia y yo nos conocimos, hubo muchas historias de difuntos. Solo una no me gustó: la del bebé que murió de una pulmonía después de que sus padres lo pusieran desnudo sobre la nieve porque creían que eso traía suerte. Su vida no llegó a historia, se quedó reducida a un momento trágico en vidas ajenas. Ese día el abuelo Costafreda me enseñó un rincón del almacén destinado a los ataúdes para niños, blancos. Las varillas de madera que los decoraban, también.

Por lo general, las historias eran más largas y el abuelo Costafreda parecía conocerlas al detalle. Rememorándolas años más tarde, entendí que su exhaustividad no se debía solo al carácter de pueblo que aún conservaba el barrio, sino a la fantasía del narrador. Porque incluso en los casos en los que parecía que lo único memorable del protagonista de la historia fuera el hecho de haberse muerto, él lograba hilar un relato completo. Para ello no escatimaba detalles. En ocasiones, la madre de Julia entraba en el almacén y le reñía:

—No le cuente estas cosas a la niña, padre, que es muy jovencita.

—Pero si le gustan. No como a la Julita.

Esa frase me hacía pensar que hubiera preferido tenerme a mí como nieta y no a Julia, que ni le aplaudía los trucos de magia ni quería escuchar sus historias. El dinero para chucherías que le daba, en cambio, sí que lo aceptaba. A mí me daba la misma cantidad y me pedía que no se lo dijera a nadie, tampoco a su nieta. No lo hacía, pero le compraba algo a Julia para tranquilizar la mala conciencia que me causaba el oculto deseo de que su abuelo me prefiriera a mí. Me sentía una usurpadora en potencia.

Ese fin de semana me mostró un truco de magia con cartas. No le salió muy bien, la primera vez se le cayeron dos naipes al suelo; ambos fingimos que no tenía importancia y lo declaramos ensayo. A pesar de sus cuidados, las articulaciones se le estaban anquilosando. Desde hacía dos meses usaba una pomada, que él llamaba ungüento, que le habían preparado en la farmacia. Ahora teníamos dos latas encima de la tapa del ataúd y el juego era un poco diferente.

El abuelo Costafreda abrió con cierta dificultad las latas; yo me cuidé mucho de amagar siquiera un intento de ayudarlo. Sentados frente a frente como dos pistoleros cansados, la lata de ungüento a su izquierda, la de Atrix a mi derecha, él contó hasta tres y repetimos nuestro ritual. Desde hacía un tiempo siempre ganaba yo, pero grité «¡Empate!» mientras me frotaba las manos. Las mías olían a ama de casa hacendosa; las suyas desprendían el olor acre del alcanfor.

Después me contó la vida de la mujer que habían enterrado esa semana. Era todavía joven (sobre todo para él), ya que tenía poco más de cuarenta años. Se había muerto de un cáncer, me contó. En un momento del relato, se volvió a derecha e izquierda para asegurarse de que su nuera no estuviera cerca y me dijo:

—Cuando era joven, tuvo un amorío con el sastre de la calle Margarit, pero al final se casó con el droguero porque se lo exigieron sus padres. —Entonces bajó la voz y añadió—: Pero siempre siguió enamorada del otro. Y el sastre de ella. La prueba está en que él no se ha casado.

Fue una historia triste la última que me contó el abuelo Costafreda. Como las de los seriales que tanto le gustaban a mi madre. Más triste porque era real.

 

Julia me esperaba en su cuarto, en el tercer piso de la casa, hasta que su abuelo, según ella, «me soltaba».

Ese sábado, cuando subí del almacén, me recibió enfurruñada.

—Mi abuelo cada día es más pesado.

—Pues a mí me gusta lo que cuenta.

—Porque no lo aguantas todos los días.

—También me gustaría.

—Eso lo dices porque no te toca hacerlo.

Pasé por alto la posibilidad de que quisiera zaherirme recordándome que no tenía abuelos. Que por no tener, ni tenía unos nombres con qué evocarlos.

Quise contarle la conmovedora historia de amor del sastre y la mujer del droguero, pero no le apetecía:

—¡No me vengas con las historias de muertos de mi abuelo! Los viejos solo quieren hablar de muertos.

Ya sabía que no le gustaban los relatos de su abuelo, en realidad tampoco le gustaba su abuelo, pero el tono era inexplicablemente agresivo.

Entonces empecé a contarle lo que había hecho durante la semana.

Relatos del barrio, siempre corregidos y aumentados, como si el instinto narrador ya supiera del riesgo de empequeñecer antes de que yo misma lo hubiera llegado a percibir.

Después me tocaba escuchar sus historias de la escuela para niñas ricas, donde estudiaba, un planeta lejano poblado por seres que en sus relatos adquirían para mí un carácter casi grotesco.

Cuando empezó a asistir a una escuela en los barrios altos, Julia se reía de las compañeras imitando su forma de hablar, la nasalización gangosa, el esfuerzo por esconder cualquier resto de acento catalán, la dicción perezosa, como si hablar les causara una tremenda fatiga. Cogía un libro y leía algunas líneas parodiando a la Regina, a la Georgina, a la Elisabet, hasta que se lo impedía la risa.

—Déjame probar a mí.

Entonces le quitaba el libro de las manos y leía un poco. Pero no me salía como a ella.

—Te faltan los modelos —me decía—, algún día las conocerás.

Le respondía siempre que sí porque adoraba ese juego, en realidad todo aquello que nos hiciera cómplices. Sin embargo, lo que me contaba de ellas no me llevaba a desear que llegara ese momento. Eran relatos de niñas que vivían en pisos o casas enormes, que tenían criados, que veraneaban en el extranjero, que habían visto la nieve y sabían esquiar (Julia también había aprendido hacía dos inviernos), que se vestían en el paseo de Gracia, cuyos padres conducían coches alemanes o franceses, que nunca llevaban las rodillas peladas sino las uñas de las manos limadas, que aprendían a tocar el piano y cuyas hermanas mayores salían en las noticias de las puestas de largo en las notas de sociedad de La Vanguardia o incluso en el Hola. Representantes de un mundo que no era el nuestro, a las que observábamos como los exploradores al llegar a tierras ignotas, desde la distancia, sin mezclarnos con ellas. El riesgo de que eso sucediera era mi preocupación latente.

Seccionaba cada alusión a sus compañeras para examinarla a través del microscopio de la prevención y, no podía negarlo, de los celos, que olvidaba de inmediato en cuanto se reía de cualquiera de ellas. Para eso no necesitaba instrumentos de precisión, me bastaba con un comentario:

—Elisabet es una creída.

—Blanca es una pava.

—Sandra es más ñoña que...

Entonces los relatos acerca de su fabulosa vida de niña rica, los adjetivos cargados de admiración, las muletillas que suponía copiadas de alguna de ellas se borraban como quien aclara el poso oscuro en la taza de café con un chorro de agua limpia. Blanca era y sería siempre una pava y en el mundo no existía una cría más arrogante que Elisabet ni más ñoña que Sandra.

Era el juego de los sábados. Todo tenía su tiempo, su ritual, desde la llegada a la casa, la espera en el recibidor con las figuritas, los cinco minutos de Julia, la visita al abuelo en el almacén, el truco de magia, la crema de manos, la historia.

Ese día no. Cuando terminé mi relato y le pedí que declamara algún texto con voz de niña bien se negó.

—¡Ay, no! Hoy no me apetece.

Cogí un libro, me senté, como hacía siempre, en el extremo de los pies de la cama con la espalda contra la pared y empecé a leer. Casi me había olvidado de ella y de que estaba en su cuarto cuando me pidió:

—Oye, ¿me pasas el DDT ese que tienes al lado?

Hablaba con el acento gangoso de los barrios altos.

—Claro —respondí imitando el deje, mientras le acercaba el tebeo—. Aquí lo tienes, pero no me lo arrugues, que es nuevo.

Se echó a reír.

—Es que no te saldrá nunca.

Me reí también porque no sabía que esa frase de reconciliación era un augurio. Y una amenaza.