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Literatura y anarquismo

en Manuel González Prada

 

BIBLIOTECA JOSÉ MARTÍ

 

Serie

Estudios Culturales

Title

Gómez García, Juan Guillermo

Literatura y anarquismo en Manuel González Prada / Juan Guillermo Gómez García.

Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2009.

 

224 p.; 21 cm.

Incluye bibliografía.

 

1. González Prada, Manuel, 1844-1918 - Crítica e interpretación

2. Anarquismo en la literatura 3. Ensayos peruanos I. Tít. II. Serie.

 

Pe860.4 cd 21 ed.

A1211982

.

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

 

 

La presente edición, 2009

 

© Juan Guillermo Gómez García

 

© Siglo del Hombre Editores

Cra 31A Nº 25B-50, Bogotá D. C.

PBX: 3377700 • Fax: 3377665

www.siglodelhombre.com

 

 

Diseño de carátula

Alejandro Ospina

 

Diseño de la colección y armada electrónica

Precolombi, David Reyes

 

 

Conversión a libro electrónico

Cesar Puerta

 

 

e-ISBN: 978-958-665-306-0

 

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

 

ÍNDICE

 

Nota introductoria

España: un enigma sumergido

Perú: notas sobre su hispanismo empecinado

La impronta hispánica en el Perú de González Prada

La España de “torero, chulo y cura” en González Prada

Baladas peruanas: un excurso necesario

Cotejo temático con Fernando Lozano Montes, Demófilo

Cotejo temático con Pi y Margall

En torno a Algunas consideraciones sobre la literatura hispanoamericana, de Miguel de Unamuno

El anarquismo español en la obra de González Prada

Hacia una tipología del intelectual como agitador de ideas

Consideración final sobre el sans-culottismo literario

Anexo: breve noticia biográfica de Manuel González Prada

Bibliografía básica de y sobre Manuel González Prada

A Adriana Botero Hernández

A Magdalena Gómez Botero

 

PERÚ: NOTAS SOBRE SU HISPANISMO EMPECINADO

 

La formación de la nacionalidad peruana, luego del largo ciclo de las guerras de independencia, se cuenta entre las ambiguas y complejas indagaciones de Hispanoamérica. Arrastrando un pasado colonial majestuoso en sus inicios, y una prolongada decadencia en los siglos XVII y XVIII, Perú difícilmente se adaptó a las exigencias del liberalismo independentista —que por ejemplo para un Simón Bolívar era nítido en sus principios constitutivos, desde su temprana e incomparablemente lúcida “Carta de Jamaica” de 1815—, y con dificultades innumerables se abocó a definirse en su etapa republicana. Con una reducida élite blanca (un doce por ciento de la población) reacia a los cambios, tanto porque ellos podían alterar los términos de sus privilegios tradicionales como por el temor que le despertaban las castas de indios, mestizos y negros, y con una intelectualidad, incluso la más de avanzada, agrupada en el Mercurio Peruano, las fuerzas dirigentes preferían dilatar o soslayar toda ruptura con España. Más bien los criollos prefirieron dejar las cosas tal como estaban o, a lo sumo, asumir un modelo transaccional de ­negociación política con la antigua Metrópoli que no los comprometiera en lo sustancial. Circunspecta en términos generales —al modo que fue circunspecto el venezolano-chileno Andrés Bello hasta 1823— en momentos decisivos, frente a la realidad cambiante la élite peruana prefirió siempre dejar que los acontecimientos se impusieran por la fuerza de un cierto destino inevitable, que tomar, por cuenta y riesgo, la delantera. Si hubo conatos de revuelta antiespañola, procedían de sectores rurales indígenas —como la de Huánaco en 1812, o la retumbante de Pumacahua en 1815 (éste había ayudado en 1780 a aplastar la rebelión de Tupac Amaru)—, pero no de sectores urbanos ilustrados. Habría que recordar que, en todo caso, cuando Bolívar se dispuso dar el asalto al Perú, solo 500 de los 20.000 hombres del ejército realista eran españoles. No resulta sino sintomático de la sustancial ambivalencia en esa situación fundacional que Perú haya sido cruzado por dos frentes encontrados, uno del sur comandado por el general San Martín, primero, y luego, por las fuerzas bolivarianas desde el norte para iniciar y concluir la Independencia.

“La uniformidad de religión y de idioma, la analogía de costumbres y los vínculos de la sangre son y serán siempre los garantes de la indisoluble unión de ambas Españas”, anunciaba el periódico El Argos Constitucional, expresando un ideal heteróclito de una nacionalidad naciente que quería y no quería ser autónoma.1 Los vínculos expresados eran los propios del conservatismo romántico que bien podía nutrirse de ciertas ideas de Herder —sin leerlo directamente, sino más bien como eco— o de un Burke, pasado por el filtro de comentarios e interpretaciones de Jovellanos y Blanco White, y eran también los del viejo conservadurismo arraigado en la mentalidad de las clases superiores que, como la peruana, se encontraba a la defensiva, ofuscada por el rumbo que debía escoger, y pensando en río revuelto en busca de una cosa indefinida que tal vez considerara fundamental. Mezcla de conservadurismo rancio y liberalismo tímido, el lenguaje cifrado de los criollos expresaba preocupaciones múltiples, que iban desde los abusos del poder imperial y sus pocas posibilidades de ascenso en la carrera administrativa y en los negocios, hasta la añoranza de su pasado espléndido, que se había visto afectado por las reformas de 1776-1778 con la pérdida del Alto Perú. Así Perú llegó a convertirse, en el ajedrez de las guerras independentistas, en un alfil estratégico de la resistencia realista, y el virrey José Fernando de Abascal —quien contaba con el apoyo criollo, clase llena de prejuicios socio-raciales y con una base indígena— en ficha clave de las aspiraciones reaccionarias, claras por lo menos hasta 1814. “Los peruanos seguían sin convencerse de que la hora de la revolución hubiera llegado. Continuaban intentando reformas, no la independencia de España, y a partir de 1808 se sintieron animados en sus esperanzas por la emergencia de un régimen liberal en la península”, afirma el historiador inglés John Lynch.2

En fin, el hispanismo arraigado, el antiliberalismo (bajo los espectros monstruosos del jacobinismo), o un liberalismo suspicaz (excluir del ejercicio de la ciudadanía a los indígenas, era uno de sus primados democráticos), y la sospecha de la violencia popular determinaron la actitud de los sectores privilegiados peruanos en esa encrucijada. El recuerdo de la sublevación de José Gabriel Tupac Amaru, que arrojó más de 60.000, estaba viva en la conciencia criolla.

Si la élite peruana jugó un papel activo en la Independencia, es el de haber recogido el fruto de lo que los ejércitos argentino, chileno y luego colombiano habían sembrado. La forma como penetró San Martín a Perú, para conquistar Lima en 1822, es una clara muestra de una mentalidad reactiva a la modernización política que se abría al mundo hispánico luego de 1808. San Martín, consciente del conservatismo de la élite peruana, quiso persuadir más que violentar la Independencia. San Martín, un sincero independentista de España, era también un decidido monarquista, y fue ésta la carta de presentación más llamativa para atraer el favor de los criollos peruanos. Compartía el general rioplatense con la élite local su sospecha por el republicanismo, y creía conveniente no solo instaurar una monarquía con un príncipe traído de Europa —delegó en su ministro de relaciones exteriores, el cartagenero Juan García del Río, esa misión diplomática—, sino crear una aristocracia peruana alrededor de una nueva orden nobiliaria. Con estas ideas, que hacían eco a las del ex jesuita Viscardo, allanó la resistencia criolla, y logró ganar al principio una confianza que, poco a poco, se deterioró por otras razones. Su ida a Guayaquil a entrevistarse con Bolívar en julio de 1822 y su regreso, en medio de una crisis de legitimidad de su protectorado, en parte por los celos nacionalistas peruanos como por cierto liberalismo de último minuto (Manuel Pérez de Tudela y Sánchez Carrión), son síntomas no solo de la compleja relación entre el general extranjero y los criollos nativos, sino que marcan el giro hacia una toma de conciencia de las élites locales sobre su nuevo papel protagónico en la conducción de la naciente nación. Si no esperaron, en los momentos decisivos, sino la ayuda extranjera, en lo siguiente su ambición se va a caracterizar en un relevo, vale decir, en el nombramiento de José de la Riva Agüero, “a la vez el orgullo y la vergüenza de la aristocracia criolla”,3 como presidente y gran mariscal (sin principios republicanos y sin haber librado una batalla). Éste, y sus tres más íntimos colaboradores —no se podía esperar otra cosa— “tuvieron”, como lo anota el oficial inglés William Miller, “comisiones del rey de España algún tiempo después de que San Martín se hubiera asentado en Perú, y once años después de que hubiera empezado la revolución”.4

“Incapaz de libertarse a sí mismo, a Perú le desagradaba aceptar la liberación por parte de otros”, sintetiza con acierto nuevamente Lynch el resentimiento con que inaugura la fase independentista este país que se consideraba el corazón de la América del Sur. De allí nace el antibolivarianismo que es como la otra cara de la moneda de un hispanismo no confeso y taimado. Una incomodidad agresiva que escarnece la conciencia nacional tan poco épica como tan recoleta y mezquina en su sueño de su anterior grandeza colonial. El caos imperaba a la deposición del inútil patricio peruano. El adelantado de Bolívar, Antonio José de Sucre, saborearía a su llegada la hiel de la escisión republicana, entre los partidarios del colombiano y el depuesto Riva Agüero, antes de consumar la independencia. Bolívar mismo experimentó en carne propia la ingobernabilidad del país y vio cómo se negociaba con las fuerzas realistas con mayor apuro que con él mismo, con consecuencias funestas. La insalvable zanja que dividía a la sociedad tradicional actuaba como paralizante de las decisiones políticas coherentes para construir un imaginario nacional unitario. Los intereses de casta o privados, no el entusiasmo patriótico, determinaban la acción pública. Parecía que la sórdida confrontación entre el virrey Francisco Toledo y los lascanianos, reviviera tres siglos después. Sólo la división interna del ejército realista —entre fernandistas y constitucionalistas—, y el genio organizativo político-militar de Bolívar contribuyeron a dar un cuerpo orgánico a la empresa de concluir la dominación española en suelo americano, en la batalla de Ayacucho el 8 de diciembre de 1824.

Si algo parece caracterizar a los sectores de la élite peruana es su enconado antibolivarianismo que es un trasunto, a la vez, de su acendrado tradicionalismo hispano. Clara expresión de esta doble nota distintiva, que tanto irritó a González Prada, es la obra Memorias y Documentos para la historia de la Independencia del Perú, y causas del mal éxito que ha tenido ésta (1858), redactada en dos pesados volúmenes por el depuesto primer presidente peruano José de la Riva Agüero, con el pseudónimo P. Pruvonena. Perteneciente a las extensas y fatigosas obras de historiografía posrevolucionaria del continente, la del peruano no solo revela un acusado antijacobinismo, sino una abierta aversión contra todos los héroes que contribuyeron a liberar a Perú, principalmente contra los generales San Martín y Simón Bolívar. Dictada por el odio a estos “extranjeros” e “intrusos” en los asuntos de la patria, Riva Agüero no ahorra un adjetivo negativo para acusarlos ante la posteridad de la incalculable serie de ignominias, crímenes y desfalcos que manchan el origen de la nacionalidad peruana. En efecto, San Martín y su segundo, Monteagudo, y Bolívar y su edecán, Sucre, son el objeto de cientos de páginas en las que el aristócrata peruano descarga todas sus denuncias, en interminable alegato de autorreivindicación histórica. Si, como Lucas Alamán, denigra contra la Independencia de México por la baja condición de sus propiciadores, contra los curas rurales Miguel Hidalgo y José María Morelos —la única revolución iniciada, en efecto, desde las bases rurales indígenas y mestizas con contenidos de reivindicaciones sociales—, el papel del peruano es el de la violenta requisitoria contra los comandantes de las tropas argentino-chilena y luego colombiana que no solo opacaron el papel de los naturales peruanos en su Independencia sino que dieron por resultado el levantamiento de las tropas peruanas contra el mismo Riva Agüero y su embarque a Europa en 1823. En cualquier caso, entre la soberbia expositiva del mexicano y la burda diatriba del peruano se traza un abismo que es el que media entre el historiador conservador y el panfletista resentido.

Como lo sugiere Jorge Basadre, las “tremendas” Memorias y documentos de Riva Agüero marcan una tendencia aguda en el desencanto por el sistema republicano, llegado a su extremo en el debate suscitado por los liberales que defendían su Constitución de 1856, y la reacción autoritaria de Felipe Pardo y Aliaga, quien planeó dos constituciones, “una en artículos y otra en octavas, una en serio y otra en chunga”.5 La primera revela un presidencialismo moderado, mientras la segunda su desengaño personal que tenía el colofón consecuente: “el Ejecutivo con buen garrote que diera orden y progresos a palo”.6 En Pruvonena se reiteran los condicionantes de una historiografía continental que hace precisamente de su circunstancia nacional equívoca, de su papel ambivalente desempeñado en los sucesos que narra, del alto origen social proclive al rechazo a la democracia e inclinado a la causa española, una constante en un contexto específico. A diferencia de sus colegas de otras nacionalidades, con todo, Pruvonena renuncia a una historiografía de corte interpretativo general y genético de los sucesos de la Independencia —por ejemplo, la que se destaca en Mitre o Bello al valorar la obra de la Colonia en América— y de establecer los nexos entre los sucesos de España con la invasión napoleónica y las Cortes de Cádiz que fueron atendidos con una minuciosidad escrupulosa por Alamán.

El caso del peruano es propio tanto de su situación personal y su rencor enconado por décadas como representativo de una mentalidad conservadora nacional que no pudo articular en forma coherente los temas de la Independencia con los agobiadores y agobiantes problemas surgidos en el ciclo republicano. Carente de un método histórico, de un arte narrativo y de una erudición culta —filosófica, histórica o económica—, Riva Agüero quiere hacer de su obra un testamento definitivo a favor de su memoria mancillada a costa del desprestigio de los comandantes argentinos y colombianos que libraron las batallas decisivas de la Independencia peruana y se hicieron, consecuentemente, dueños provisionales del gobierno de esa nación sin líderes competentes. Pruvonena, no obstante, se exhibe sin recato como el genio incomprendido y desplazado por los generales usurpadores San Martín y Bolívar a quienes, por una falacia histórica, se les atribuye la gloria de proclamar y sellar la independencia del Perú: “Para esclarecer esto, no hay sino que recurrir á la causa de esta maravilla”, escribe de sí mismo ciego de su propia importancia.

Don José de la Riva-Agüero, se había consagrado exclusivamente á hacer la independencia desde que regresó de Europa. Este trabajó con acierto y actividad extraordinaria en formar la opinión á favor de la independencia, y al fin consiguió generalizar esa opinión. La posición que tenia por su clase, los sacrificios de su fortuna y el empleo de sus talentos, todo lo empleó en beneficio de esa independencia. No ha habido en el Perú otro caudillo que mas sagaz y acertadamente hubiese puesto en ejercicio todos los recursos de un ingenio grande como este: él escribió el célebre libro de las Causas que motivaron la revolución para emancipar la América de España: él suscitó entre los mismos generales españoles la división y desacuerdo entre ellos: él obligó al virey á la evacuación de Lima en Julio de 1821: él dirigió el asedio de esta capital con grave riesgo de su vida, después que consiguió salir de la terrible prision en que por mas de catorce meses lo tuvo el gobierno español; y él en fin allanó la independencia, é hizo que la proclamase San Martín. Fué tambien Riva Agüero, quien introdujo en el cuartel general y en el gobierno espías dobles, y logró tener noticias las mas exactas, por las que se consiguió derrotar en detall las tropas del rey en cuantas expediciones hicieron. Jamas se ha visto un plan tan vasto y mejor ejecutado. Un solo hombre hizo todo, y el gobierno español pasó por el engaño de creer que la oposición se la hacía toda la población.7

 

Si, para el modesto Riva Agüero, los regímenes de estos “dos facinerosos” —San Martín y Bolívar— comparten “las anomalías, desaciertos y pasiones desenfrenadas”, si ellos impusieron a Perú una tiranía mayor que la de los españoles e introdujeron una “horrible anarquía” “que sobrepasa los límites de la extravagancia, de la ineptitud y de las contradicciones humanas”, si los dos fueron usurpadores, inmorales y se levantaron con todo el erario para provecho personal y de sus allegados, no obstante, entre los dos hay claras diferencias para su denuncia póstuma (el libro se publica el año de su muerte). San Martín, “un ebrio, sin moralidad y sin instrucción alguna”, cometió dos graves faltas que lo distinguen: la primera, es el haber violado el convenio que firmaron las repúblicas argentina y chilena de dotar un ejército exclusivamente para la liberación de la hermana Perú, y se arrogó el título de Protector, con lo que tomó las riendas de una nación independiente; la segunda es la de haber despojado, con el otro matarife de baja condición, Monteagudo (“era un monstruo de crueldad”),8 los bienes a los ricos españoles asentados hace décadas en el Perú (con familia y arraigo), haberlos perseguido y matado, indiscriminadamente. Fueron las arbitrarias y criminales medidas “para la persecución y expulsión de los españoles capitalistas, casados y con numerosas familias… y entre ellos la del octogenario arzobispo”, lo que motiva la indignación de Riva Agüero que se identifica sentimental y no menos por razones de origen con estas víctimas del general extranjero. Estas crueldades llevan a desear el régimen castellano que si bien fue injusto, no lo fue con todas las clases y, sobre todo, estuvo inspirado por normas morales que no tuvieron los argentinos ni sus antipatriotas aliados. San Martín mandó a asesinar, a envenenar y a saquear a españoles, pero también a patriotas peruanos, y para colmo, creó una ­ridícula Orden del Sol, solo para premiar a proletarios y advenedizos venales que se adherían a “la tiranía del nuevo Attila, nacido de una familia oscura, en una de las misiones interiores del Río de la Plata”.9 Su plan fue desordenarlo todo, reducir a los peruanos a la nulidad, a favor de sus bolsillos, de los que repletos de oro goza en Europa, dejando a su paso una estela de malos recuerdos y de odios no olvidados.

El inventario —con documentación parda— de los actos criminales de San Martín llena los capítulos siguientes con un desorden expositivo y una obsesión irritante. No menos son los que reserva a Bolívar, pues es verdaderamente contra el colombiano que se erigen sus páginas más insultantes. Califica a Bolívar de “sultán del Perú” (sic) y no parece difícil descifrar el ciego desprecio que siente por “el Libertador”. No solo Bolívar concluyó la sucesión de infamias de San Martín, sino que las agudizó de una forma escandalosa. Es el verdadero responsable de la cadena infinita de desgracias de la nación andina, además que ha logrado comprar sus títulos para la posteridad pagando ingentes sumas a escritores, de ambos lados del Océano, para tergiversar la realidad histórica. Bolívar llevaba un propósito compulsivo: hacerse emperador, y para ello envió a Sucre, anticipadamente, para ganarse a un Congreso de crápulas inescrupulosos que vendieron la conciencia patriótica al déspota colombiano (“tales como Ortiz Ceballos, Argote, Paredes, Arce”).10 Éste no solo hizo como San Martín, usurpar el poder y robar las arcas del Estado y de los particulares: hizo más, anuló todo intento de organizar una nación independiente para colmar los sueños exorbitantes de un imperio continental con base en el antiguo incaico. Mandó destituir como presidente al patriota Riva Agüero, desechar sus extraordinarios planes militares y desterrarlo en forma inmisericorde (“Los sucesos y el tiempo han justificado de una manera gloriosa la conducta y la previsión de este mártir peruano”).11 Este “insigne criminal” era en realidad un despilfarrador (robó treinta millones de pesos: debe en realidad más Colombia a Perú que la supuesta deuda por la independencia peruana a la nación colombiana), gastó “ocho mil pesos” en agua de colonia, y por “tesorería del consulado se le daba a Manuela Sáenz, la sultana de las mancebas de Bolívar, dos mil pesos mensuales”, pero sobre ­todo era un ser inferior de raza negra con presunciones aristocráticas de casarse con una princesa Borbón. Las líneas que dedica a este rasgo racial son de las más insultantes —en realidad son hirientemente vulgares— del patricio limeño:

Todos los que conocen á Bolívar y á su familia, excepto sus compañeros en esta farsa, saben que él, no podía ser lacayo de un monarca de Europa; porque su color no era la (sic) de los lacayos de Europa. Nos bastaría decir que aquí, que el general colombiano Silva, su sobrino político, es un zambo casi enteramente negro, y que a ese hombre soez lo casó Bolívar con una sobrina suya… Si Bolívar no obstante su fisonomía que lo acusa, fuese en Caracas un hombre noble, se deducirá de esto, que todo es relativo, y que podría muy bien serlo allí, al modo que en Guinea, también hay negros superiores á otros de su especie. Así pues, la monarquía proyectada por Bolívar, solamente podía ser considerada como la de Haití; y por consiguiente era allí, que debería haber solicitado una princesa semejante á él; una hija de Cristóval, exsoberano de Haití.12

 

No bastándole este insulto racista, Riva Agüero recurre a dudosos informes médico- psiquiátricos que califican a Bolívar como perturbado mental y, por ende, imposibilitado para ejercer el gobierno. Bolívar, además de ser negro (“hombre ruin, vicioso, grosero, soez e inmoral”), padece de “una locura que lo arrebataba con exceso; y que su manía era la de dominar al Perú”.13 Esta “melancolía é hipocondría” —toma un parte de un cierto Juan Francisco Arganil—, es la causa de sus desórdenes en el manejo político, de su conocida inclinación a derramar copiosas lágrimas sin causa, de encolerizarse sin motivo, de exhibir un buen o un mal humor súbitos, de su insomnio crónico, palidez enfermiza, excitabilidad permanente. Es taciturno, impetuoso, inquieto, temeroso, solitario: estos son los síntomas del general Bolívar, y de otra parte, se deduce que es de “fisonomía atrevida”, sus “ojos agatados y relumbrones, rostro seco y amarillento, cútis áspero, pelo pajizo y crespo”, con cuerpo sumamente flaco, musculatura vigorosa y pasiones violentas. Burdo, de conversación grosera, de maneras y costumbres pervertidas. Este “hombre de raza africana”, “un hombre cualquiera”, “crapulosos y abandonado”, en fin, ha pagado a sus aduladores para ser comparado con Washington (cuando el verdadero Washington peruano era el propio Riva Agüero, como lo manifiesta con autoconvicción) o Napoleón. Han dicho de él un “fárrago de embustes” estas prostitutas del periodismo, engañando a la opinión al afirmar que casó con la hija del marqués de Ustariz, cuando en realidad era de un Palacio, como hija natural de una cocinera. “Aunque había leído y procurado instruirse, cuando ya era entrado en edad, no podía nunca salir de su altanera grosería, y así solamente logró hacerse un orgulloso charlatán. Toda persona sensata que haya conocido a Bolívar, no podrá dejar de convenir en ello”.14

Así como Riva Agüero le había regateado la significación de las batallas de Maipú y Chacabuco a San Martín, sea porque las tropas realistas no se supieron conducir militarmente o sea porque la participación del comandante era nominal —estaba invariablemente borracho—, la de Ayacucho no debe atribuirse a Bolívar, que estaba a 115 leguas, ni a Sucre, sino a José María Córdova. “Este valiente jefe” supo aprovechar la dispersión del ejército enemigo, cargó sobre la división española del general Valdez, lo derrotó y allanó así el triunfo consiguiente de las tropas colombo-peruanas de Sucre y Lamar. Es a “Córbova” (sic) a quien corresponde la victoria, insiste Riva Agüero, para concluir con otra acusación: “En Colombia, después, Bolívar lo hizo asesinar porque no le era adicto; ó tal vez, lo que es más verosímil, porque temía que tarde ó temprano un jefe tan valiente como el general Córdova, habría de librar a Colombia de su tiranía”.15

Este es el cuadro sombrío que ofrece este conspicuo representante de la élite peruana sobre los sucesos de la Independencia, haciéndose un lugar en la historia a costa de la denuncia de los grandes generales. Con profusión de documentos trata de demostrar las ambiciones sin límites de estos sátrapas que han anegado a Perú de miserias y sembrado un mal ejemplo del que no se recupera. Son la verdadera “causa del mal”. La Independencia ha sido un fiasco histórico, la vida republicana un calvario, y la salida única consistiría en erigir una monarquía o un régimen autoritario no democrático, de sello aristocrático-hispánico, es decir, el proclamar a Riva Agüero monarca peruano: es la natural resolución a esta devastadora anarquía. Era el sueño de restauración de los ideales castellanos en cabeza de un criollo bien nacido, talentoso, valiente, iluminado, que ha corrido con la mala estrella de vivir en un país de canallas que se han prostituido al contacto de los usurpadores.

Ciertamente que Riva Agüero había cumplido una diligente labor en los primeros sucesos de la Independencia, pero su conducta como presidente depuesto por la facción del Congreso controlada por Bolívar le hizo desvariar hasta casi la traición. Riva Agüero y sus partidarios fueron considerados como los “parricidas”. Primero, se acercó al virrey para proponer un armisticio de dieciocho meses, mientras se restablecía la paz con España. Se preocupó permanentemente por la suerte de los españoles expulsados y se esforzó por su retorno. En noviembre de 1823 fue más lejos: pretendió negociar “[…] el establecimiento del reino del Perú bajo el trono de un príncipe español que señalara España, una regencia bajo la presidencia de La Serna y la igualdad de derechos entre españoles y peruanos”,16 en un documento que lo perdió políticamente, al ser interceptado por las tropas de Bolívar.

En el fondo, estas Memorias expresan o pueden tomarse como la conciencia vergonzante de una élite que no fue capaz de conducir, político-militarmente, su independencia nacional, y a la que cabe la denigración desesperada como último recurso historiográfico ante una posteridad que no había podido poner en claro su papel histórico. La tergiversación en esta medida era como un consuelo ante la balbuceante conducta de las élites peruanas. Imbuidas de amor por España, de admiración por los títulos nobiliarios, cargadas de recuerdos de su grandeza colonial, temerosas de levantamientos indígenas, les resultaba un insulto ser subordinadas por hombres que consideraban ilegítimos por extranjeros e inferiores por su origen socio-racial. Se deseaba una independencia de España, pero con signo hispánico; la noción de revolución se limitaba a una transmisión de mando de las autoridades virreinales a las legítimas capas superiores peruanas; la democracia era identificada con los horrores del jacobinismo; el republicanismo con una solución inadecuada como copia burda de la Constitución norteamericana. Se mantenía intacta la imagen inalterable del orden estamental, no había un plan económico coherente ni una reflexión jurídica consecuente, y se veía en el ejército —la institución nueva producto de las guerras— un surtidor de caudillos que enajenaban a los patricios (en primer lugar al mismo Riva Agüero) del mando supremo de la nación. Era un rencor concentrado que animó un patriotismo de última hora, oportunista y equívoco pero inevitable (sólo a partir de 1814 la aristocracia criolla se vuelve independentista, y sólo adopta el régimen republicano, abandonando sus sueños de una monarquía hispano-peruana o de rey europeo, hasta 1822). Bolívar consumó, además, la independencia contra la voluntad de representantes de la nobleza peruana —contra Torre Tagle y Aliga, por ejemplo—, y la oposición a su Confederación fue menos por su fondo autoritario que por la remoción democrática que podría contener. No podría esperarse, en estas condiciones, una arremetida más pertinaz contra los libertadores que la de este patricio peruano, “a la vez el orgullo y la vergüenza de la aristocracia criolla” (J. Lynch). De hecho, al recorrer la más representativa historiografía continental, de México a Argentina, no se halla una obra semejante en su intención obtusa y desarrollo deplorable. Si el historiador colombiano Germán Colmenares calificó las obras de Vicuña Mackenna y José Victoriano Lastarria como “una cárcel histórica”,17 cabe aquí tildar a las Memorias de Pruvonena como un pantano histórico-político. En las cenagosas aguas movedizas de su fracaso político se hunde todo criterio histórico y sucumbe cualquier consideración razonable.18

Hay, con todo, en la obra de Riva Agüero un elemento esencial que por paradójico no deja de ser de trascendental importancia. Su rechazo a San Martín y Bolívar es, en realidad, expresión de un nacionalismo larvado desde la Ilustración, entendido como promesa colectiva de una vida mejor, que en ese caso es a la vez expresión de un particularismo no resuelto históricamente desde los lejanos días en que los conquistadores perdieron la oportunidad de labrarse un estatus aristocrático autónomo. Es decir, que la Independencia parecía colmar los anhelos de las élites criollas de autonomía política de la Metrópoli revistiendo este deseo con principios político-filosóficos ilustrados. No muy diferente parece haber sido el lenguaje jurídico-constitucional para la convocatoria de las Cortes de Cádiz. En el caso peruano era el rechazo a cualquier otra dominación, que si ayer era española, ahora no podía ser argentina o colombiana. La idea de Bolívar de crear una Confederación de los Andes, por mayor resplandor ideológico que ella contuviera, chocaba directamente contra las pretensiones de los caudillos locales.

El nacionalismo peruano [arguye Basadre en su brillante ensayo “Notas sobre la experiencia histórica peruana”], tomó creciente impulso entre 1825 y 1826 estimulado por la reacción democrática ante el supuesto carácter autoritario de la Constitución escrita por Bolívar para la Confederación Bolivariana o de los Andes. La vastedad de ella (que debía abarcar las actuales Repúblicas de Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia), la falta de comunicaciones, de vínculos económicos y de comunes raíces históricas ayudaron aun antes de que pudiera establecerse oficialmente, a las tendencias cesionistas, favorecidas por los propios tenientes del Libertador.19

 

De esta forma se abría paso a una modalidad de redefinición de la nacionalidad, encarnada por las luchas intestinas por la hegemonía encabezada por los caudillos. También Riva Agüero se hace eco de un clamor más popular contra la emergente campaña bolivariana (que recuerda las negativas reacciones alemanas contra los —antes admirados— franceses, como se recoge en Germán y Dorotea de Goethe) que pasa de cantar “Gloria a ti / gran Dios” Bolívar a:

Cuando de España las trabas
en Ayacucho rompimos
la única cosa que hicimos
fue cambiar mocos por babas.
Nuestras provincias esclavas
quedaron de otra nación.
Mudamos de condición
pero fue solo pasando
del poder de don Fernando
al poder de don Simón.20

 

“Al iniciarse la República”, sostiene Basadre en su libro-canon Perú: problema y posibilidad, “supervivieron, en primer lugar, las bases generales de la vida social”. No hubo reivindicaciones antiseñoriales o antifiscales, como en la Revolución Francesa o en las primeras fases de la Independencia mexicana, ni fenómenos como los político-sociales plebeyos de los sans-culottes.21 Menos, podríamos agregar, tendencias como el temprano comunismo babeuvista. La nobleza peruana, empobrecida por las guerras de la independencia, conservó el poder social, mas no completamente el político; el clero sobrevivió casi intacto en la República; las clases medias, o sea la burguesía emprendedora, era cuasi inexistente, y el comercio al por mayor fue ejercido por los extranjeros, ingleses o franceses; el indio no conoció mejora alguna, al igual que los negros. Sólo hasta después de la explotación del guano, a partir de 1858, que le da una preponderancia a Lima sobre la sierra y robustece las arcas fiscales, surge propiamente una nueva capa de mestizos enriquecidos que, en alianza con las viejas aristocracias, conformarán la nueva élite, la plutocracia del último tercio del siglo XIX, representada en la lucha entre “los figurones” Pardo y Piérola (espectáculo odioso a González Prada).

Testimonio de este trasunto social posindependentista como un fenómeno característico de estas “repúblicas adolescentes” (Picón-Salas), se ofrece en el excepcional libro Peregrinaciones de una paria (1837) de la francesa-peruana Flora Tristán. En el marco cronológico de las luchas entre Agustín Gamarra y Andrés Santa Cruz para definir geográficamente el contorno de la nacionalidad peruana en pugna con la herencia bolivariana de Bolivia, Flora Tristán arriba a Arequipa en 1834, con el objeto —a la postre frustrado— de reclamar la herencia paterna. Las vicisitudes de esta reclamación en el seno de una de las primeras familias del Perú, los Tristán, pero sobre todo los retratos vivos de la vida social de provincia, anclada en las costumbres hispano-coloniales, convierten esta obra en un documento de extraordinario interés de esta nación en ciernes. El carácter de la sociedad patriarcal, dominada por la figura de equívocos —magníficos y mezquinos— rasgos de su tío Pío de Tristán, se pone de manifiesto en la conciencia lacerada de una mujer tocada por la sensibilidad romántica de una George Sand o de Natalia Herzen, y que más tarde militará en las filas del socialismo europeo como pionera del feminismo. Flora Tristán documenta, con amargura y no sin primor y agudeza, la semiestática vida social, su estructura jerárquica y estamental, las luchas caudillistas, el patrimonio cultural español petrificado en prácticas religiosas supersticiosas, el deplorable grado de cultura y educación general, la lamentable situación de la mujer, que lastima su conciencia despierta y su sensibilidad a flor de piel. Perú, su segunda patria, le parece un socavón sombrío, lleno de injusticias y absurdos, de escenas vivaces, de figuras desdibujadas aunque folclóricas, de costumbres semibárbaras que arrastran sus orígenes peninsulares entremezclados con lo más deplorable local negro e indígena, apenas animado por unas luchas partidistas enconadas y sin un derrotero racional.

Estatismo social y revuelta, y el aventurerismo político son caras de la misma moneda; formas complementarias de un ser social que cabe descifrar solo a la luz de un atraso generalizado, y que solo por virtud de un plan de educación general —que las élites no están dispuestas a trazar— podría revertir los términos de su indeseable composición. Hipocresía, ignorancia, arrogancia, vacuidad, grosería son el cemento de esa sociedad semibarroca, profunda e irreconciliablemente dividida, en la que los de arriba exhiben toda su avaricia y falsa superioridad frente a una masa ignorante, de indios y zambos, sin derechos, sin conciencia, abandonada a su propia perdición (“Siempre me he interesado vivamente por el bienestar de las sociedades en medio de las cuales el destino me ha transportado y sentía un verdadero pesar por el embrutecimiento de aquel pueblo”).22 Relato lleno de matices y sutilezas, Peregrinación de una paria arroja imágenes vivas de una estructura que apenas se ha conmovido de sus bases coloniales, aunque delata un dinamismo —perverso— en la nueva composición socio-política que ella denuncia.

En efecto, el relato autobiográfico de Flora Tristán deja ver una fisura en esa estructura básica, derivada de los eventos políticos que percibe. Se trata de una lenta descomposición de las capas antiguamente dominantes, precisamente de su familia de cuño semi-feudal, reductos de encomenderos y propietaria de inmensos territorios y grandes riquezas, que va perdiendo un lugar destacado o protagónico al compás de las luchas partidistas que, como un vértigo báquico, envuelve el todo nacional en una lucha confusa, tras un eje articulador impreciso pero vital. La nueva fuerza compulsiva y catalizadora del caudillismo, herencia del militarismo de las guerras de independencia, va recomponiendo el orden político en la república. En efecto, la familia de los Tristán, y el mismo tío don Pío de Tristán, manifiestan esta contradicción en el proceso de transición convulsa hacia una nueva realidad. “Mi tío tiene cara de europeo”,23 dice la autora. Ha sufrido los síntomas del sol y la intemperie, pero la familia es “de pura cepa española y tiene esto de notable: los numerosos miembros que la componen se parecen todos entre sí”. De contextura baja, es recio de cuerpo y delata a sus sesenta y cuatro años más actividad que un joven de veinticinco. Todo revela al hombre distinguido, “cuya educación ha sido esmerada”, en este militar que hizo parte de las tropas realistas para aplastar a San Martín en el Río de Plata, y que, pese a su monarquismo, fue nombrado prefecto de Cuzco al otro día de sellada la Independencia. Es un hombre de excepción, como destinado “por la Providencia a conducir a los demás”, mas dominado por la ambición y la avaricia. Sin embargo, cumple un papel pasivo o de rebote en los levantamientos caudillistas, que se limita a los aportes pecuniarios forzosos, a recoger los desperdicios del triunfo o la derrota en especie. En el enfrentamiento de Nieto y San Román, presenciado por la autora franco-peruana, se dejaba casi de lado a las élites locales (o sea a su tío), que participaban acaso en la incertidumbre de los resultados. Para llegar a la presidencia no bastaba el origen social, sino, en este caso, el talento y la audacia de haber ganado militarmente batallas en estas interminables guerras civiles.

En la batalla de Cangallo que le cupo observar atinó Flora Tristán a comprender el drama social oscuro que subyacía bajo las armas: lucha entre caudillos advenedizos y, sobre todo, cobardía e indiferencia de la población, según su posición socio-racial:

Los dueños del oro, los propietarios de esclavos, la raza dominadora, en fin, era presa del terror, mientras el indio y el negro se regocijaba de la próxima catástrofe y parecían meditar venganzas y sabotear de ante mano las primicias. Las amenazas brotaban de boca del indígena. El blanco se intimidaba. El esclavo no obedecía. Su risa cruel, su mirada torva y feroz arredraban al amo que no osaba golpearle. Era la primera vez, sin duda, que todas las caras blancas y negras dejaban leer en su fisonomía toda la bajeza de su alma. Tranquila en medio de este caos, contemplaba con disgusto imposible de reprimir este panorama de las malas pasiones de nuestra naturaleza. La agonía de estos avaros porque temían la pérdida de sus riquezas, más que la vida misma; la cobardía de toda la población blanca incapaz de la menor energía para defenderse por sí misma; ese odio del indio, disimulado hasta entonces en formas obsequiosas, viles y rastreras; esa sed de venganza de esclavo, quien aún la víspera besaba como un perro la mano que le había golpeado, me inspiraban el desprecio más profundo que en la vida he sentido por la especie humana.24

 

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