Wendy Brown

 

Estados amurallados,
 soberanía en declive

Prólogo de
 Étienne Balibar

Traducción de
 Antoni Martínez-Riu

Herder

Título original: Walled States, Waning Sovereignty

Traducción: Antoni Martínez-Riu

Diseño de la cubierta: Stefano Vuga

 

© 2010, Zone Books, Nueva York

© 2015, Herder Editorial, S. L., Barcelona

1ª edición digital, 2015

 

Producción digital: Digital Books

 

Depósito Legal:  B-26168-2014

ISBN:  978-84-254-3362-7

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Portada

Créditos

Prólogo: La política y sus sujetos en el interregno

Capítulo I. Soberanía en declive, democracia amurallada

Capítulo II. Soberanía y cercamiento

Capítulo III. Estados e individuos

Capítulo IV. El deseo de amurallar

Reconocimientos

Notas

Información adicional

La política y sus sujetos en el interregno

Étienne Balibar[1]

 

Es un honor, y también un placer presentar la traducción española del reciente libro de Wendy Brown, Estados amurallados, soberanía en declive, que, si no me equivoco, después de La política fuera de la historia,[2] será el segundo de sus libros que se ofrece a los lectores españoles en su propio idioma. El libro representa una importante contribución al debate sobre el nuevo «orden mundial» —el nuevo Nomos de la Tierra, en términos schmittianosque emerge de la globalización neoliberal; un debate que involucra ahora a participantes de todos los países y de las más variadas disciplinas, que rehúye cada vez más las meras cuestiones geopolíticas, jurídicas y económicas para abordar una serie más amplia de temas antropológicos, culturales y filosóficos. Es, además, un punto de inflexión en la trayectoria de esta gran teórica y filósofa política perteneciente a esa generación que comenzó a publicar a partir del final de la Guerra Fría, y que ha contribuido a la formación de un marco para nuestra comprensión de las nuevas cuestiones relativas a los derechos, poderes, valores, subjetividades en que se apoya todo futuro compromiso democrático planteado «desde la izquierda». Ambos aspectos, por supuesto, no son independientes. No ha sido una equivocación ciertamente que, tras la aparición de su primer libro publicado en 1988 (Manhood and Politics: A Feminist Reading in Political Thought) y en especial la del segundo que le dio fama en 1995 (States of Injury: Power and Freedom in Late Modernity), Brown fuera etiquetada como una destacada representante del feminismo en el ámbito de la teoría. Esto coincidía con su postura cultural, así como con su activismo político. Pero esas categorizaciones han sido siempre reduccionistas, ya que no solo la obra de Brown se orienta a toda la gama de cuestiones que constituyen el objeto de la teoría política, sino que —y ello es más importante— su punto de vista nunca ha sido el de un «sujeto femenino» que proyecta su particularidad en el mundo, sino el punto de vista crítico de una teórica para la que ninguna estructura institucional de la política o ninguna transformación de las relaciones sociales puede ser tratada independientemente de la división sexual y la distribución por género de los roles y de la experiencia de la historia. Pasiones específicas, «ataduras heridas» (el título de un gran capítulo sobre «política de la identidad» en States of Injury), percepciones y relaciones con el poder disimétricas sin duda desempeñaban un papel decisivo en sus análisis de los procesos de subjetivación y de la dialéctica de dominación y resistencia, pero en última instancia a donde tendían no era a menos, sino a más universalidad. Se trataba de una universalidad que tomaba conciencia de sus propias e internas diferencias, heterogeneidades y heterotopías (utilizando a propósito un término categorial tomado de Foucault, cuya influencia en la obra de Brown es decisiva). Pero precisamente este tipo de universalismo integrado, historizado y dialéctico es el que se requiere ahora para hacer frente a los desafíos de un Orden Global en el que las nociones idealizadas de humanismo, democracia formal o Estado de derecho parecen cada vez menos operativas, abriendo en consecuencia las puertas a retornos violentos de etnocentrismo y autoritarismo.

Soy consciente de que es posible que, en los lectores españoles, pueda producirse una percepción distorsionada del desarrollo de los intereses de Brown y de los temas que trata, debido a que prácticamente se iniciarán con el último de sus libros,[3] aunque esto no es necesariamente una desventaja. Ante todo, Estados amurallados, soberanía en declive, es un ensayo perfectamente autónomo, con sus premisas históricas y sus conclusiones filosóficas, que reelabora y focaliza cada uno de los instrumentos teóricos que necesita (ya sea jurídico, constitucional o psicoanalítico). Pero podría también perfectamente (y debería, desde mi punto de vista) allanar el camino a otras traducciones, constituyendo un perfecto punto de entrada a la œuvre más amplia de Brown, haciendo posible comprender mejor de qué manera sus ensayos han reconfigurado progresivamente el paisaje en el que, como ella ha insistido en varias entrevistas, se persigue «poner en primer plano» la cuestión de la libertad, tanto individual como colectiva, que para ella es la cuestión central de la teoría política y la razón principal por la que, como personas y sujetos reales, nos interesa la teoría política.

Estoy pensando aquí en particular en la refinada manera con que, en Regulating Aversion (2006), con motivo de la inauguración del «Museo de la Tolerancia» en Los Ángeles y en otros debates institucionales posteriores al ataque del 11-S, la autora definió las transformaciones del discurso sobre la tolerancia como un programa de «gubernamentalidad» (distinta de una actitud ética individual). La tolerancia, una noción que se asocia frecuentemente con el nacimiento mismo de los valores «liberales» de los tiempos de la Ilustración, ha sido siempre un discurso de la despolitización, o dicho en otros términos, un discurso relativo a los derechos pasivos de determinados sujetos excluidos de una ciudadanía completa y activa, en lugar de ser un discurso sobre la auténtica igualdad, la participación y el empoderamiento. Pero en la era neoliberal, que es también la época en la que el «choque de civilizaciones» se convierte en el instrumento de los defensores de una política del poder a nivel nacional e internacional, su función se ha desplazado hacia la institucionalización de las discriminaciones y de la jerarquización de las diversas categorías de «anómalos», «extranjeros» y «bárbaros» externos e internos, que se perciben como amenazas potenciales a la seguridad y normalidad del orden social y político capitalista. Funciona esencialmente de una manera proyectiva, es decir, calificando al otro como «esencialmente intolerante» (el ejemplo por excelencia es el «musulmán» o su «sociedad»). Esto lleva a Brown a explicar que el nuevo discurso sobre tolerancia como regulación práctica de la intolerancia (o «aversión») es un síntoma clave de la legitimidad en declive de los Estados liberales en el sentido tradicional, que implica cada vez más el recurso a la violencia del Estado contra sus propias diferencias internas, y a un intento de «normalizarla» a través de un suplemento de conformismo.

Este razonamiento se complementa con la idea que también se explica en los ensayos que configuran la colección Edgework: Critical Essays in Knowledge and Politics (2005), en particular en el ensayo sobre «El neoliberalismo y el final de la democracia liberal», que ahora se ha convertido en una referencia estándar en los debates sobre las diferencias entre el liberalismo clásico (como el de J.S. Mill y Tocqueville) y el neoliberalismo contemporáneo, siguiendo las interpretaciones «genealógicas» propuestas por Foucault en sus «Lecturas en el Collège de France» póstumamente publicadas en El nacimiento de la biopolítica (2004). El liberalismo y el neoliberalismo son dos discursos heterogéneos, que también conducen a diferentes órdenes políticos. Por consiguiente, aunque la contribución del liberalismo clásico a los avances de la democracia en algunas partes del mundo fue bastante limitada (por cuanto necesitó de un empuje adicional procedente de los movimientos sociales emancipatorios), la orientación del neoliberalismo inspirado en la mercantilización generalizada y la transformación de los ciudadanos en consumidores (con enormes desigualdades entre ellos) es decididamente una orientación a la despolitización y la desdemocratización, mediante la sustitución de la participación y la representación ciudadana por formas autoritarias de gobierno tecnocrático, en parte ejercidas por los Estados y en parte privatizadas. Esto produce, según Brown, una cierta forma de melancolía política en los propios izquierdistas radicales: no significa que no haya existido nunca una forma de democracia completa, sino más bien, de una manera agonística (estoy tentado de decir, también dialéctica) que la relación de fuerzas entre las tendencias de democratización y las tendencias de desdemocratización, que determina la posibilidad de la política activa, se han invertido decididamente. Pero esto constituye también un manifiesto elocuente y elaborado a favor de formas innovadoras de renacimiento democrático, sobre todo en términos de una recreación de la esfera pública y una afirmación de los derechos de los «muchos» (que también están hechos de muchas diferencias), que se ven a sí mismos pauperizados y marginados por la antipolítica «neoliberal».

Tal vez nos encontramos ahora en una buena posición para introducir tanto la novedad de Estados amurallados, soberanía en declive, como su coherencia con otras obras de Brown. El libro, tal como lo he leído, es maravillosamente complejo y está lleno de fascinantes análisis, que se entrelazan de forma constante con algunas de las más significativas propuestas de la teoría política contemporánea (en especial, Giorgio Agamben, Michael Hardt y Antonio Negri, William Connolly, Saskia Sassen) siguiendo la estela de las obras de Foucault y Derrida, y las nuevas interpretaciones de Schmitt y Freud que estos autores alentaron. Ciertamente no quisiera simplificarlo. Por el contrario, como alguien que ha trabajado ocasionalmente en algunas de las mismas cuestiones, valoro todo lo que hace que sea más complejo (y, por tanto, también más convincente) de lo que cualquier resumen de su contenido podría sugerir, y puedo asegurar de antemano al lector que va a descubrir en cada sección de libro algo que no pudieron anticipar las premisas. Sin embargo, por el bien de esta breve presentación, voy a sostener que el argumento del libro podría «esquematizarse» como un nudo borromeo de tres proposiciones.

La primera proposición (que corresponde a la instancia de lo «real») explica con gran cantidad de material estadístico, gráfico y sociológico, que se condensa admirablemente y se utiliza para análisis comparativos, que las fronteras de los Estados (o fronteras cuasi estatales, como en el crucial caso de los territorios ocupados de Palestina) se han vuelto no solo más militarizadas, sino más «fortificadas» mediante la construcción de muros, vallas, barreras, hechas mediante una combinación de tecnologías arcaicas y avanzadas (bloques de hormigón y vallas de vigilancia electrónica), que se extienden por tramos más o menos importantes de los límites territoriales. Muros de este tipo existen por todas partes en el mundo actual: en Oriente y en Occidente, en el Norte y en el Sur, desde la India hasta Marruecos y España, desde la «valla de seguridad» de Israel hasta la «barrera fronteriza de Estados Unidos-México» —quizá los dos ejemplos más voluminosos y visibles (aunque hay muchos otros). Sorprende que (a pesar de importantes diferencias locales), aunque se han construido en las fronteras o en sus cercanías, de hecho no son instrumentos de «protección» contra enemigos en el sentido clásico (es decir, contra otros Estados o sus ejércitos), sino contra agentes no estatales transnacionales percibidos como una amenaza cultural, religiosa, étnica o económica (o todas al mismo tiempo). Sorprende también que no solo su propio principio parecería contradecir la idea de una «circulación global» de las personas en un espacio cada vez más abierto, sino que son esencialmente ineficaces en términos de la función a la que oficialmente se destinan: bloquear las migraciones y los cruces de frontera (aunque, por supuesto, hagan que esto sea más difícil o más peligroso o más letal). Lo cual a su vez conduce a su transformación en máquinas complejas o aparatos «humano-materiales», que combinan los obstáculos técnicos con una inflación de las fuerzas de seguridad, constituida sobre todo por escuadrones de vigilancia parapoliciales y otros tipos de milicias semipúblicas y privatizadas, cuya función es tanto «defender la defensa» como «complementar» su acción contra el enemigo. Provocativa, pero convincente, conclusión de Brown es que la importancia de los muros no reside tanto en su (dudosa) eficiencia como en su (ostentosa) visibilidad.

La segunda proposición (que corresponde a la instancia de lo «imaginario») transforma la problemática de lo visible en una problemática de la fantasía: no solo en el sentido de un sistema social y político de delirios, extrapolaciones y proyecciones (como los de las masas de migrantes pobres y refugiados que también son terroristas potenciales y los «otros» culturales que amenazan «nuestra» identidad tradicional), sino también en el de un mecanismo de defensa inconsciente que al mismo tiempo que se interioriza profundamente, esencial para la sensación de seguridad de una identidad «narcisista», se exterioriza en una forma teatral en las representaciones, los gestos, las construcciones del Estado y sus programas militarizados (como el «Plan de Acción de la Frontera Inteligente» del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos). Como consecuencia, esta elaboración de la fantasía de la amenaza universal y de la impenetrabilidad del «sí mismo» colectivo es ciertamente subjetiva en su esencia (o, siguiendo la terminología posfreudiana de Brown, «psicopolítica»), pero no es virtual o inmaterial; al contrario, posee la espesa materialidad del inconsciente mismo. Dejo al lector que descubra aquí cómo Brown desarrolla esta materialidad en términos de relaciones específicas y diferenciales del inconsciente masculino y femenino en relación con las fantasías de penetración e impenetrabilidad, ayudándose de una lectura crítica de las metáforas de guerra en Sigmund Freud y Anna Freud. Sin duda, es un desplazamiento audaz transferir estos mecanismos de defensa psíquicos a la interpretación del discurso xenófobo de los Estados contemporáneos (no solo en el Norte, sino también en el Sur) con relación a los migrantes y otros «enemigos invisibles», pero es también un desplazamiento que se lleva a cabo continuamente por la materialidad discursiva de las propias ideologías dominantes.

La tercera proposición (que corresponde a la instancia de lo «simbólico») es una proposición sobre la soberanía en declive, que da título al libro. Una vez más, hay que tener cuidado de no «desmaterializar» el fenómeno del que trata Brown, malinterpretando la categoría que estoy utilizando aquí. Estamos ante un tipo de lo simbólico que no solo se aplica a los acontecimientos decisivos de la política y la administración en la historia, a lo largo de siglos, sino con el que se incorpora de forma continua en las instituciones de poder que combinan dominación, protección y representación de los «sujetos» en sentido político y jurídico. Se podría decir que Brown está adoptando aquí un punto de vista puramente schmittiano, en la medida en que mantiene, al igual que el autor de la Teología política (1922) y de El Nomos de la Tierra (1950), que «todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados», es decir, que la noción jurídica de soberanía, que sirve para articular el poder del Estado, la apropiación de territorios y el control de las poblaciones de la Edad Moderna,[4] ha sido una transposición de la idea teológica del poder absoluto de Dios sobre sus criaturas. Sin embargo, como se verá en el libro, también está dispuesta a modificar un discurso puramente schmittiano (por ejemplo, en su polémica con Agamben), con el fin de dilucidar de qué manera la autonomía de lo político, que fue creada por el Estado territorial moderno y que a su vez lo legitima, se erosionó y entró progresivamente en una crisis irreversible en el marco de la globalización. Esto lo contempla la autora como un efecto indeseable sobre las instituciones y representaciones de la soberanía del Estado (que, por definición, se identifican con los regímenes de poder nacional) de las religiones transnacionales que recuperan su capacidad de movilizar sujetos y formar alianzas colectivas y, sobre todo, como una emancipación creciente de la circulación capitalista respecto del control de los Estados (y su misma capacidad de regular la economía), tanto en términos de operaciones financieras como en flujos de mano de obra migrante. Ambos procesos incluso poseen un punto de encuentro tendencial en la medida en que (siguiendo la intuición de Marx en su teoría del «fetichismo de la mercancía»), el capital financiero, cuyas operaciones dominan la globalización neoliberal, posee también una dimensión religiosa. La soberanía está en declive, ha entrado en una crisis irreversible, que no es la crisis de tal o cual institución soberana, sino la crisis de la soberanía como tal, considerada como una forma histórica (lo que yo llamo aquí «lo simbólico» por la simetría con los otros dos aspectos). La distinción entre interior y exterior en la que se basa el concepto de soberanía parece cada vez menos sostenible. La «penetración» se hace norma, y esta se puede administrar y democratizar, o bien negar e instrumentalizar violentamente.

 

Permítanme concluir esta presentación esquemática tan brevemente como me sea posible, para que el lector pueda examinar la argumentación por sí mismo. Creo que las tres proposiciones gozan en cierta medida de una validez independiente, lo que significa que uno debe examinar sus respectivas demostraciones, que se realizan en diferentes niveles, de (relativamente) distintas formas. Cada una de ellas se puede discutir sin necesariamente aceptar las otras dos. Por supuesto, este juicio también expresa mis opciones personales. Esto es, creo que la primera proposición, relativa a la fortificación de las fronteras y a su función más «teatral» que «efectiva», es incuestionable —siempre que uno no olvide (Brown no lo hace) que este es un «teatro» con actores de carne y hueso, con víctimas que se cuentan por cientos, si no por miles, cada año.[5] Los muros exhiben una función y realizan otra. Este proceso ha transformado progresivamente a los extraños en enemigos en un «estado de emergencia» normalizado, que es característica del (des)orden neoliberal. Luego, creo que la segunda proposición (tercera en el orden del libro), referente a los mecanismos inconscientes de defensa que dan apoyo a fantasías de penetración «violenta» del yo, reclamando un rechazo más violento y agresivo del otro, y los elementos heterogéneos, que llenan la brecha existente entre el cuerpo sexuado de la persona y el cuerpo político del Estado y de sus ciudadanos que forman un todo «orgánico», constituyen una contribución aceptable para la psicología política —o quizá más bien para la crítica de la psicología política que se ayuda de modelos psicoanalíticos— tanto más necesaria por cuanto las pautas «positivistas» políticas y económicas de los comportamientos colectivos (incluyendo la xenofobia, la politización y la despolitización), que nos ofrecen varias disciplinas académicas, de hecho están llenas de aplicaciones no críticas de teorías psicológicas conservadoras a la política e historia.

Por último, creo que la tesis sobre el declive de la soberanía como tal en el mundo contemporáneo, que se une a las otras dos proposiciones, es la más problemáticaen el mejor sentido posible del término: lo cual significa que debe ser discutida con cuidado y comparada con otras posibilidades, sin que deba ser aceptada o rechazada superficialmente. Se podría argumentar (y se argumentará, sin duda) que la «soberanía» y la autonomía «absoluta» de lo político en realidad no ha existido nunca, incluso en la época clásica del orden westfaliano, excepto en un sentido ideal. Pero esto no quiere decir que ese ideal no fuera efectivo políticamente e incluso jurídicamente: esta es la cuestión (filosófica) central de la eficacia simbólica del discurso del poder (y el discurso desde el poder). Se podría argumentar (y se argumentará) que lo que está reemplazando hoy la organización —o el Nomos— del Globo en forma de «Estados nación» soberanos autónomos, después de una larga transición (de hecho muy larga, ya que comprende, en particular, la crisis del imperialismo y la aparición de los repartos «poscoloniales» del poder), no es tanto el «declive» de la soberanía como una conflictiva (o «dualista») articulación del principio de la soberanía con formas emergentes de poderes cosmopolíticos que, por definición, también son políticos.[6] Sin embargo, no solamente no descartaría esto la noción de una «crisis», sino que la exigiría de nuevo para entender el régimen cambiante de la «soberanía», que hace inoperante su principio «subjetivo» de legitimidad y que, por consiguiente, produce más bien profunda inseguridad en lugar de seguridad. Por último, se podría argumentar (y yo personalmente argumentaría así) que la soberanía menguante de los Estados (es decir, la soberanía en su sentido clásico, teológico-político) es solo una cara de la medalla, siendo la otra la formación de una «cuasi-soberanía» (o «pseudosoberanía») del mercado financiero global (o tal vez proyectada sobre el mercado financiero global a través de la evidencia «imaginaria» de su capacidad de frenar el poder de los Estados, incluso el de los más poderosos Estados imperialistas). Pero, de nuevo, tal razonamiento, si por un lado complica el relato del ascenso y caída del «principio» simbólico de la soberanía, por otro no haría en definitiva sino confirmar que la «crisis del Estado nación» (Arendt) o, en términos marxistas, la «Forma nación», sin un final predecible, está produciendo ahora efectos psicopolíticos incontrolables, allí donde las autoridades políticas y las poblaciones tienden a depender unas de otras.

El razonamiento de Brown es, por tanto, ejemplar en la articulación de todas las dimensiones de la crisis de lo político en el momento actual de la globalización, en el uso que hace de la cuestión de la transformación de las fronteras como un «método» para interpretar los síntomas del interregno en el que la democracia se encuentra ahora atrapada (y en el que, según la conocida frase de Gramsci, «lo viejo ha muerto del todo pero lo nuevo no acaba de nacer»), así como en su descripción de la oscilación del sujeto político entre las figuras de «ciudadano», «extranjero», «enemigo» y «vigilante», de donde ha de surgir nuestro futuro.[7]

 

 

 

Esto es más que suficiente para hacer un gran libro, que no es «ni puramente desesperanzado ni puramente esperanzador», y que sobre todo vale la pena leer con provecho, admiración y actitud crítica.[8]