Índice

Próspero Mérimée

 

 

El abate Aubin
 

I
DE MADAMA DE P... A MADAMA DE G...

Noirmoutiers... noviembre 1844.

Prometí escribirte, mi querida Sofía, y cumplo mi palabra: después de todo es lo mejor que puedo hacer durante estas largas veladas. En mi última carta te dije de qué modo caí en la cuenta de que tenía treinta años y estaba arruinada. Para la primera de estas desgracias, no hay remedio. En cuanto a la segunda, nos resignamos bastante mal, pero, en fin, nos resignamos.

Para restablecer nuestros negocios, necesitamos pasar dos años, por lo menos, en el sombrío caserón desde el cual te escribo.

Estuve sublime. Tan pronto como supe el estado de nuestra hacienda, propuse a Enrique ir a hacer economías en el campo, y ocho días después nos encontrábamos en Noirmoutiers.

Nada te diré del viaje. Hacía muchos años que no me había encontrado a solas con mi marido durante tanto tiempo. Naturalmente, ambos estábamos de bastante mal humor; pero como me hallaba perfectamente resuelta a poner a mal tiempo buena cara, todo pasó bien. Tú conoces mis grandes resoluciones y sabes si las cumplo.

Henos instalados. Como pintoresco, Noirmoutiers no deja nada que desear. Bosques, acantilados, el mar a un cuarto de legua. Tenemos cuatro grandes torres cuyas paredes tienen quince pies de espesor. He hecho un gabinete de trabajo en el hueco de una ventana. Mi salón, de setenta pies de largo, está adornado con una tapicería en que figuran personajes de animales; es magnífico, alumbrado por ocho bujías (iluminación de los domingos). Me muero de miedo cada vez que paso por él después de la puesta del sol. Todo está muy mal amueblado, como puedes suponer. Las puertas no cierran bien, las entabladuras crujen, el viento silba y el mar ruge de la manera más lúgubre del mundo. Sin embargo, empiezo a acostumbrarme a todo esto. Arreglo, reparo, planto; antes de los grandes fríos me habré hecho un campamento tolerable. Puedes estar segura de que tu torre estará preparada para la primavera. ¡Ojalá te tuviera ya aquí!

Lo mejor de Noirmoutiers es que no tenemos vecinos. Soledad completa. No tengo más visitas, gracias a Dios, que mi cura, el abate Aubin. Es un joven muy afable, a pesar de sus cejas arqueadas y muy espesas, y a pesar de sus grandes ojos negros de traidor de melodrama.

El domingo pasado nos hizo un sermón que no era malo para sermón de pueblo, y que venía como de molde: «Que la desgracia era un beneficio de la Providencia para purificar nuestras almas». ¡Sea! Según eso, debemos dar las gracias a ese honrado agente de cambio que tuvo a bien purificarnos apoderándose de nuestra fortuna. Adiós, mi querida amiga. Llega mi piano con una porción de cajas, y voy a que arreglen todo eso.

P.D. Vuelvo a abrir mi carta al objeto de darte las gracias por tu envío. Todo esto es muy bonito. Demasiado bonito para Noirmoutiers. La capota gris me gusta. He reconocido tu buen gusto. Me la pondré el domingo para ir a misa; quizá pase algún viajante de comercio para admirarla. Pero, ¿por quién me tomas con tus novelas? Quiero ser y soy una persona seria. ¿No tengo motivos para ello? Voy a instruirme. Cuando regrese a París, dentro de tres años (¡ya tendré entonces treinta y tres!), quiero ser una mujer sabia. La verdad es que, en materia de libros, no sé qué pedirte. ¿Qué me aconsejas que aprenda?, ¿el alemán o el latín?... Sería muy agradable leer el Wilhelm Meister en el original, o los Cuentos de Hoffmann. Noirmoutiers es el verdadero sitio para los cuentos fantásticos. Pero, ¿cómo aprender el alemán en Noirmoutiers? El latín me gustaría bastante, pues no me parece justo que los hombres lo sepan para ellos solos. Tengo ganas de hacerme dar lecciones por mi cura.

II 
LA MISMA A LA MISMA

Noirmoutiers... diciembre 1844.

Por más que te asombre, el tiempo pasa más pronto de lo que tú crees, más pronto de lo que yo misma hubiera creído. Lo que sostiene sobre todo mi valor, es la debilidad de mi señor marido. La verdad es que los hombres son muy inferiores a nosotras. El abatimiento de mi esposo es excesivo. Mi hombre se levanta tan tarde como puede, monta a caballo o se va de caza, o bien visita a la gente más fastidiosa del mundo: notarios o procuradores del rey que viven en la ciudad; es decir, a seis leguas de aquí. ¡Hay que verlo cuando llueve! Hace ocho días que empezó a leer los Mauprat, y todavía está en el primer tomo.

Uno de los proverbios dice que «más vale alabarse a sí mismo que hablar mal de los demás». Dejo, pues, a mi marido para hablar de mí. El aire del campo me hace un bien infinito. Me encuentro divinamente de salud, y cuando me miro al espejo ¡qué espejo!, no me daría treinta años; además, me paseo mucho. Ayer hice que Enrique me acompañara a la orilla del mar.

Mientras él tiraba a las gaviotas, yo leí el canto de los piratas en el Giaour. En la playa, ante un mar agitado, esos hermosos versos parecen todavía más hermosos. Nuestro mar no vale lo que el de Grecia, pero tiene su poesía como todos los mares. ¿Sabes lo que me impresiona en Byron? Que ve y comprende la naturaleza. No habla del mar por haber comido lenguado u ostras. Navegó y vio tempestades. Todas sus descripciones son daguerrotipos. Para nuestros poetas, la rima ante todo; luego el buen sentido, si cabe en el verso.

Mientras yo me paseaba, leyendo, mirando y admirando, el abate Aubin -no sé si te he hablado de mi abate, es el cura de mi pueblo- viene en busca mía. Es un cura joven, bastante simpático, instruido, y sabe «hablar de cosas con las personas decentes». Sus grandes ojos negros y su rostro pálido y melancólico indican, para mí, que tiene una historia interesante, y haré que me la cuente. Nuestra conversación versó sobre el mar, sobre la poesía, y, cosa que te sorprenderá en un cura de Noirmoutiers, habla de esas cosas bastante bien. Me condujo luego a las ruinas de una vieja abadía, sobre un acantilado, y me enseñó un gran portal adornado con esculturas que representan monstruos adorables. iAh!, si yo tuviera dinero, ¡cómo restauraría todo esto!

Después, a pesar de las objeciones de Enrique, que quería ir a comer, insistí para que pasásemos por la rectoría, a fin de ver un relicario curioso que el cura encontró en casa de un campesino. Es muy hermoso, en efecto: un cofrecito de esmalte de Limoges que sería muy a propósito para guardar joyas. ¡Pero, qué casa, Dios mío! ¡Y nosotros que nos encontramos pobres! Figúrate un cuartito en la planta baja, mal embaldosado, blanqueado con cal, amueblado con una mesa y cuatro sillas, y además un sillón de paja con un almohadón que parece una torta rellena de huesos de melocotón y metida en una funda a cuadros blancos y rojos. Sobre la mesa tres o cuatro in-folio griegos o latinos; tomos de Padres de la Iglesia, debajo de los cuales sorprendí, como oculto, un Jocelyn. El cura se puso colorado. Por lo demás, hizo muy bien los honores de su miserable zaquizamí; ni orgullo, ni falsa vergüenza.

Ya sospechaba yo que el abate tenía su historia romántica. Hoy tengo la prueba de ello. En el cofrecito bizantino que nos enseñó, había un ramo de flores secas, que datan al menos de cinco o seis años.

-¿Es una reliquia? -le pregunté.

-No -contestó algo turbado-. No sé cómo es que esto se encuentra aquí.

Cogió el ramo y lo encerró preciosamente en el cajón de su mesa. La cosa es clara, ¿eh?...

Volví a nuestro caserón con tristeza y con valor: con tristeza por haber visto una pobreza tan grande; con valor, para soportar la mía, que para él sería una opulencia asiática.

¡Si hubieses visto su sorpresa cuando Enrique le entregó veinte francos para una mujer que él nos recomendaba! Es preciso que yo le haga un regalo. Ese sillón de paja en el cual me senté es demasiado duro. Quiero darle uno de esos sillones de hierro plegadizo como el que llevé a Italia. Me escogerás uno, y me lo enviarás cuanto antes...

III
LA MISMA A LA MISMA

Noirmoutiers... febrero 1845.

Decididamente no me aburro en Noirmoutiers. El caso es que he encontrado una ocupación interesante, y la debo a mi cura. Seguramente mi cura sabe de todo, y de botánica además. Me acordé de las cartas de Rousseau, al oírle nombrar en latín una especie de cebolla que, a falta de otra cosa mejor, había yo puesto sobre mi chimenea.

-¿Conque sabe usted botánica?

-Muy poco -contestó-. Lo bastante, sin embargo, para indicar a la gente del país las plantas medicinales que pueden serles útiles; lo bastante, sobre todo, debo confesarlo, para dar algún interés a mis paseos solitarios.

Comprendí en seguida que sería muy divertido coger bonitas flores en mis paseos, secarlas después y colocarlas ordenadamente «en mi viejo Plutarco destinado a los alzacuellos».

-Enséñeme la botánica -le dije.

Quería, para ello, esperar que llegase la primavera, porque ahora no hay flores.

-Pero usted tiene flores secas -le dije-. Las vi en su casa.

Creo haberte hablado de un ramo seco, preciosamente conservado.

¡Si hubieses visto la cara que puso!... ¡Pobre infeliz! En seguida me arrepentí de mi alusión indiscreta.

Para hacérsela olvidar, me apresuré a decirle que debía tener una colección de plantas desecadas. Esto se llama un herbario. Confesó que tenía uno, y al día siguiente me trajo una colección de bonitas plantas colocadas entre hojas de papel, con sus respectivas etiquetas.

El curso de botánica empezó; en seguida hice progresos sorprendentes. Pero lo que yo no sabía era la inmoralidad de esa botánica, y la dificultad de las primeras explicaciones, sobre todo para un cura.

Has de saber, amiga mía, que las plantas se casan como nosotras, pero la mayor parte de ellas tienen muchos maridos. Las unas se llaman fanerógamas, si mal no recuerdo este nombre bárbaro. Es griego puro, y significa: casadas públicamente, como quien dice en la vicaría. Luego hay las criptógamas, matrimonios secretos. Las setas que comes se casan secretamente.

Todo esto es muy escandaloso; pero mi cura no sale mal del paso; mejor que yo, que cometí la tontería de reírme a carcajadas, una o dos veces, en los pasajes más difíciles. Pero ahora me he vuelto prudente, y no hago más preguntas.

IV
LA MISMA A LA MISMA

Noirmoutiers... febrero 1845.

Quieres absolutamente saber la historia de ese ramo conservado tan preciosamente; pero la verdad es que no me atrevo a preguntársela. Desde luego es más que probable que ahí no hay tal historia; por otra parte, si la hubiese, sería probablemente una historia que no le gustaría contar. En cuanto a mí, estoy convencida...

¡Vamos! ¡fuera mentiras! Ya sabes que no puedo tener secretos para ti. Sé esa historia, y te la voy a contar en dos palabras; nada más sencillo.

-¿Cómo es, señor cura -le dije un día- que con el talento que usted tiene, y con tanta instrucción, se resignó a ser cura de aldea?

-Es más fácil -contestó con una triste sonrisa-, ser pastor de pobres campesinos que pastor de los habitantes de una ciudad. Cada cual debe medir su tarea según sus fuerzas.

-Por eso -dije yo-, debiera usted ocupar más alto puesto.

-Tiempo atrás -continuó-, me dijeron que monseñor N..., su tío de usted, se había dignado pensar en mí para darme el curato de Santa María, que es el mejor de la diócesis. Como mi anciana tía, la única parienta que me queda, vive en N..., decían que aquella rectoría era para mí una posición muy deseable. Pero estoy bien aquí, y he sabido con gusto que monseñor ha designado a otro. ¿Qué me falta? ¿No soy feliz en Noirmoutiers? Si hago aquí un poco de bien, estoy en mi puesto y no debo abandonarlo. Además, la ciudad me recuerda...

Calló un momento, con los ojos tristes y distraídos, y repuso de pronto:

-¿Pero no trabajamos? ¿Y nuestra botánica?...

Maldito lo que me acordaba ya de la hojarasca esparcida sobre la mesa. Lo que hice fue continuar mis preguntas.

-¿Hace tiempo que se ordenó usted?

-Nueve años.

-Nueve años... ¿Me parece que debía usted tener ya la edad en que se ha abrazado una profesión? No sé por qué, pero siempre me he figurado que usted no se hizo cura por vocación de juventud.

-¡Ay!, no señora -dijo como avergonzado-; pero si mi vocación fue tardía, si fue determinada por causas..., por una causa...

Se enredaba y no podía continuar. Yo me revestí de valor y le dije:

-¿Apostamos a que cierto ramo de flores, que vi, tiene algo que ver con esa determinación?

Apenas hube soltado estas impertinentes palabras cuando me mordí la lengua; pero ya era demasiado tarde.

-Pues bien, sí, señora, es verdad; le contaré eso, pero no ahora... Otro día. En este momento van a tocar el Ángelus.

Y partió antes de la primera campanada.

Yo esperaba alguna historia terrible. Él volvió al día siguiente y fue el primero en reanudar nuestra conversación de la víspera.

Me confesó que había amado a una joven de N...; pero ella poseía cierta fortuna, al paso que él, estudiante, no tenía más recursos que su ingenio.

-Me marcho a París -le dijo él-. Allí espero obtener una plaza; pero usted, mientras yo trabajaré noche y día para merecerla, ¿no me olvidará?

La joven tenía dieciséis o dieciocho años y era muy romántica. Le dio un ramo de flores en señal de fidelidad. Un año después supo que la chica se había casado con el notario de N..., precisamente en el momento en que iba él a obtener una cátedra en un colegio.

Este golpe lo abatió, y renunció a presentarse al concurso. Dijo que durante años no pudo pensar en otra cosa; y al recordar tan simple aventura, parecía tan emocionado como si le acabase de suceder.

Sacó luego el ramo del bolsillo y añadió:

-Era una puerilidad guardarlo; quizás una falta.

Y lo arrojó al fuego.

Cuando las pobres flores hubieron cesado de crujir y arder, prosiguió el cura con más calma:

-Le agradezco a usted que me haya hecho contar esa historia. A usted debo el haberme separado de un recuerdo que no me convenía conservar.

Pero estaba emocionado, y se veía la pena que le había costado el sacrificio.

¡Qué vida, Dios mío, la de esos pobres curas! Los pensamientos más inocentes les están prohibidos. Se ven obligados a desterrar de su corazón todos esos sentimientos que constituyen la felicidad de los demás hombres..., hasta los recuerdos que hacen amar la vida. Los curas se parecen a nosotras, las pobres mujeres: todo sentimiento vivo es un crimen. Sólo les está permitido sufrir, y aun con la condición de que no se conozca que sufren.

Adiós. Me reprocho mi curiosidad como una mala acción, pero tú tienes la culpa.

V
LA MISMA A LA MISMA

Noirmoutiers... mayo 1845.

Hace mucho tiempo que quiero escribirte, mi querida Sofía, y no sé qué falsa vergüenza me lo ha impedido siempre. Lo que voy a decirte es tan extraño, tan ridículo y tan triste a la vez, que no sé si te dará pena o si te hará reír. Yo misma aún no lo comprendo. Sin más preámbulos, voy al hecho.

En mis cartas te hablé varias veces del abate Aubin, cura de Noirmoutiers. Hasta te conté cierta aventura que fue causa de su profesión. En la soledad en que vivo, y con las ideas bastante tristes que me conoces, la sociedad de un hombre de talento, instruido y amable me era en extremo preciosa. Probablemente le dejé ver que me interesaba, y al cabo de muy poco tiempo se encontraba en mi casa como un antiguo amigo. Confieso que era para mí un placer nuevo el hablar con un hombre superior cuya ignorancia del mundo hacía valer su distinción de espíritu.

Quizá también, porque hay que decirlo todo, y no es a ti a quien puedo ocultar algún defecto de mi carácter, quizá también mi sencillez de coquetería (es tu expresión), que a menudo me has reprochado, obró sin darme yo cuenta de ello. Me gusta agradar a las personas que me agradan, y quiero ser amada de las que amo... A este exordio, te veo abrir tus grandes ojos, y me parece oírte gritar: «¡Julia!...»

Tranquilízate; no es a mi edad cuando se empieza a hacer locuras. Pero continúo. Se estableció entre nosotros cierta intimidad, sin que jamás, me apresuro a decirlo, sin que jamás se haya dicho ni hecho nada que no conviniera al carácter sagrado de que él se hallaba revestido. Estaba a gusto en mi casa. Hablábamos a menudo de su juventud, más de una vez cometí la falta de poner sobre el tapete aquella romántica pasión que le valió un ramo de flores (hoy convertido en ceniza en mi chimenea) y la triste sotana que lleva.

No tardé en observar que ya no pensaba mucho en su infiel. Un día la había encontrado en la ciudad, y hasta había hablado con ella. Me contó todo esto a su regreso, y me dijo sin emoción que era dichosa y tenía unos hijos muy monos.

La casualidad lo hizo testigo de algunas de las impaciencias de Enrique. De ahí confidencias un poco obligadas de mi parte, y de la suya un aumento de interés. Conoce a mi marido como si lo hubiese tratado diez años. Además era tan buen consejero como tú, y más imparcial, porque crees siempre que la culpa es de ambas partes. Él me daba siempre la razón, pero recomendándome mucha prudencia y mucha política. En una palabra, se mostraba verdadero amigo. Hay en él algo de femenino que me encanta. Es un espíritu que me recuerda el tuyo. Un carácter exaltado y firme, sensible y concentrado, fanático del deber... Voy hilvanando frases para retrasar la explicación. No puedo hablar de una manera franca; este papel me intimida. ¡Cuánto no daría por tenerte junto al fuego, con un pequeño bastidor entre las dos, bordando el mismo portier!

En fin, Sofía de mi alma, no hay más remedio que soltar la gran frase. El pobre estaba enamorado de mí. ¿Te ríes o estás escandalizada? Quisiera verte en este momento. Claro está que no me dijo nada, pero nosotras raras veces nos equivocamos, ¡y sus grandes ojos negros!... De ésta creo que te ríes. ¡Más de un hombre a la moda quisiera tener esos ojos que hablan sin querer! ¡He visto a tantos que querían hacer hablar a los suyos y no decían más que tonterías!

Al darme cuenta del estado del enfermo, la malignidad de mi naturaleza, te lo confieso, casi se alegró de pronto. ¡Una conquista a mi edad, y una conquista tan inocente!... ¿Te parece poco excitar semejante pasión, un amor imposible?... ¡Bah!..., ese mal sentimiento me pasó pronto.

-He aquí un hombre galante -me dije- a quien yo haría desgraciado con mi ligereza. Es horrible; esto tiene que acabar en absoluto.

Y busqué el medio de alejarlo. Un día nos paseábamos por la playa. Él no se atrevía a hablarme, y yo me hallaba también cohibida. Había mortales silencios de cinco minutos, durante los cuales, para disimular mi estado de ánimo y serenarme, recogía conchas. Al fin le dije:

-Mi querido abate, es absolutamente necesario que le den una rectoría mejor que ésta. Escribiré a mi tío el obispo; iré a verlo si es necesario.

-¡Marcharme de Noirmoutiers! -exclamó juntando las manos-; ¡si soy aquí feliz! ¿Qué puedo desear desde que usted llegó? Me ha colmado usted de bondades y mi pequeña rectoría se ha convertido en un palacio.

-No -repliqué-, mi tío es muy anciano; si yo tuviera la desgracia de perderlo, no sabría a quién dirigirme para hacerle obtener un puesto digno.

-¡Ay, señora!, ¡sentiría tanto irme de este pueblo!... El cura de Santa María ha muerto... pero lo que me tranquiliza es que será reemplazado por el abate Rató. Es un sacerdote muy digno, y me alegro; porque si monseñor hubiese pensado en mí...

-¡El cura de Santa María ha muerto! -exclamé. -Hoy mismo iré a N..., a ver a mi tío.

-¡Ah!, señora, no haga usted eso. El abate Rató es mucho más digno que yo; y además, ¡salir de Noirmoutiers!

-Señor abate -dije con firmeza-, ¡es necesario!

A esta palabra, bajó la cabeza y no se atrevió a resistir.

Yo regresé casi corriendo a mi casa. Él me seguía a dos pasos de distancia, tan turbado, el pobre, que no se atrevía a abrir la boca. Estaba anonadado. Yo no perdí un minuto. A las ocho estaba en casa de mi tío. Lo encontré muy dispuesto en favor del abate Rató, pero me quiere entrañablemente, y, después de largos debates, logré mi pretensión. El abate Aubin es cura de Santa María. Hace dos días que está en la ciudad. El pobre comprendió mi: Es necesario. Me dio gravemente las gracias, y no habló más de su gratitud. Por mi parte, yo le agradezco que se haya apresurado a salir de Noirmoutiers, diciéndome que deseaba ir cuanto antes a dar las gracias a monseñor.

Al marchar, me envió su cofrecito bizantino, y me pidió permiso para escribirme de vez en cuando.

Y bien, hermosa mía, ¿estás contenta de mí? Es una lección. No la olvidaré cuando vuelva a la sociedad. Pero entonces tendré ya treinta y tres años y no habrá gran temor de que se enamore nadie de mí..., ¡y mucho menos con un amor como ese!... Es imposible.

De toda esa locura me queda un hermoso cofrecito y un amigo verdadero. Cuando tenga ya cuarenta años, cuando sea abuela, intrigaré para que el abate Aubin tenga una rectoría en París. Le verás mía cara, y él será quien hará hacer la primera comunión a tu hija.

VI
EL ABATE AUBIN AL ABATE BRUNEAU. 
PROFESOR DE TEOLOGÍA EN SAINT-A

N... mayo 1845.

Mi querido maestro: es el párroco de Santa María quien le escribe, y no ya el humilde cura de Noirmoutiers. Abandoné mis pantanos y héteme vecino de la ciudad, instalado en una hermosa rectoría, en la calle mayor de N...; párroco de una gran iglesia, bien construida, bien conservada, de una arquitectura magnífica, dibujada en todos los álbumes artísticos de Francia.

La primera vez que he celebrado aquí misa ante un altar de mármol, resplandeciente de dorados adornos, me pregunté, entre dudoso y asombrado, si era yo. Es la pura verdad.

Una de mis alegrías es la de pensar que en las próximas vacaciones usted vendrá a visitarme, que podré darle un buen cuarto y una buena cama, sin hablar de cierto burdeos, que yo llamo mi burdeos de Noirmoutiers, y que me atrevo a decir que es digno de usted.

Pero usted me preguntará: ¿Cómo de Noirmoutiers a Santa María? Me dejó usted a la entrada de la nave y me encuentra en el campanario.

O Melibœe, deus nobis hæc otia fecit

Mi querido maestro, la Providencia llevó a Noirmoutiers a una gran dama de París, a quien ciertas desgracias a que no estamos expuestos nosotros, redujeron momentáneamente a vivir con diez mil escudos anuales. Es una amable y buena persona, desgraciadamente un poco viciada por lecturas frívolas y por la compañía de los mequetrefes de la capital. Aburriéndose mortalmente con un marido del cual tiene pocos motivos de alabarse, me hizo el honor de favorecerme con su aprecio. Todo eran regalos, convites, y proyectos en que yo era necesario. «Abate, quiero aprender latín... Abate, quiero aprender botánica.» Horresco referens, ¿pues no quiso que yo le enseñase la teología? ¡Me acordé de usted, mi querido maestro! Mas para esa sed de instrucción se hubieran necesitado todos nuestros profesores de Saint-A. Afortunadamente sus caprichos duraban poco, y raramente el curso se prolongaba hasta la tercera lección. Después de haberle dicho que en latín mulier significa mujer, exclamó: «Pero abate, ¡usted es un pozo de ciencia! ¿Cómo se ha dejado enterrar en Noirmoutiers?».

Si he de decírselo a usted todo, mi querido maestro, la buena señora, a fuerza de leer malos libros, de esos que hoy se fabrican, se había metido ideas muy extrañas en la cabeza. Un día me prestó una obra que acababa de recibir de París y que la había transportado, el Abelardo, por Rémusat. Lo habrá usted leído, sin duda, y habrá admirado las sabias investigaciones del autor, desgraciadamente mal encaminadas. Yo había saltado desde luego al segundo tomo, a la Filosofía de Abelardo, y hasta después de haberlo leído con el más vivo interés no comprendí la lectura del primero, que contiene la vida del gran heresiarca. Era, claro está, todo lo que mi dama se había dignado leer. Mi querido maestro, aquello me abrió los ojos. Comprendí que era peligrosa la compañía de las bellas damas tan amantes de ciencia. Ésta excede a Eloísa en punto a exaltación. Una situación tan nueva para mí me ponía en grave apuro, cuando de pronto ella me dijo: «Abate, necesito que usted sea cura de Santa María; el titular ha muerto. ¡Es necesario!». Toma en seguida un coche, se va en busca de monseñor; y pocos días después era yo cura de Santa María, un poco avergonzado de haber obtenido este título por recomendación, pero, después de todo, encantado de verme lejos de las garras de una leona de la capital. Leona, mi querido maestro, significa, en jerga parisiense, una mujer a la moda. ¿Había que rechazar la fortuna para arrostrar el peligro? ¡Cualquier tonto! Santo Tomás de Cantorbery ¿no aceptó los castillos de Enrique II? Adiós, mi querido maestro, espero filosofar con usted dentro de algunos meses, cada uno en un buen sillón, delante de un pollo asado y una botella de burdeos, more philosophorum. Vale me ama.

FIN

La Perla de Toledo

 

¿Quién me dirá si el Sol es más bello en el amanecer que en el ocaso? ¿Quién me dirá del olivo y el almendro cuál es el más bello árbol? ¿Quién me dirá entre el valenciano y el andaluz cuál es el más bravo? ¿Quién me dirá cuál es la más bella de las mujeres?

-Yo le diré cuál es la más bella de las mujeres: es Aurora de Vargas, la Perla de Toledo.

El Negro Tuzani ha pedido su lanza, ha pedido su escudo: su lanza la coge con la mano derecha; su escudo pende de su codo. Desciende a su caballeriza y considera a sus cuarenta jumentos, uno detrás de otro. Dice:

-Berja es la más vigorosa: sobre su larga grupa traeré a la Perla de Toledo o, por Alá, Córdoba no volverá a verme jamás.

Parte, cabalga, llega a Toledo, y encuentra a un anciano cerca de Zacatín.

-Anciano de la barba blanca, lleva esta carta a don Guttiere, a don Guttiere de Saldaña. Si es hombre vendrá a combatir contra mí cerca de la fuente de Almami. La Perla de Toledo debe pertenecer a uno de nosotros.

Y el anciano ha tomado la carta, la ha tomado y la ha llevado al conde de Saldaña cuando jugaba al ajedrez con la Perla de Toledo. El Conde ha leído la carta, ha leído el desafío, y con su mano ha golpeado la mesa tan fuerte que todas las piezas se han tumbado. Y se levanta y pide su lanza y su buen caballo; y la Perla también se ha levantado toda temblorosa, pues ha comprendido que él iba a un duelo.

-Señor Guttiere, don Guttiere Saldaña, quédese, se lo ruego, y juegue otra vez conmigo.

-No jugaré más al ajedrez; quiero jugar el juego de las lanzas en la fuente de Almami.

Y los lloros de Aurora no pudieron pararlo, pues nada para a un caballero que acude a un duelo. Entonces la Perla de Toledo toma su manto, monta sobre su mula y se dirige a la fuente de Almami.

Alrededor de la fuente la hierba está roja. Roja también está el agua de la fuente; pero no es ni una pizca de sangre de un cristiano la que enrojece la hierba, la que enrojece el agua de la fuente. El Negro Tuzani está acostado sobre su espalda: la lanza de don Guttiere se ha quebrado en su pecho: toda su sangre se pierde poco a poco. Su jumento Berja lo mira llorando, pues ella no puede curar la herida de su amo.

La Perla desciende de su mula:

-Caballero, tenga buen ánimo: vivirá todavía para casarse con una bella mora, mi mano sabe curar las heridas que hace mi caballero.

-Oh Perla tan blanca, oh Perla tan bella, arranca de mi seno este trozo de lanza que lo desgarra; el frío del acero me hiela.

Ella se ha acercado sin desconfianza; pero él ha reanimado sus fuerzas, y con el filo de su cimitarra1 marca ese rostro tan bello.

FIN

 

 

La toma del reducto

 

Un militar amigo mío, muerto de fiebre en Grecia hace unos años, me narró un día la primera acción de guerra en que tomó parte. Su relato me interesó en grado tal que lo reproduje de memoria, en cuanto tuve oportunidad para ello. Helo aquí:

-Me incorporé a mi regimiento el 4 de septiembre por la tarde. Di con el coronel en el cuerpo de guardia: en el primer momento me recibió con cierta hosquedad; pero después de leer la carta de presentación que me había dado el general B., cambió de modales y me dirigió algunas palabras corteses.

Fui presentado por él a mi capitán en el mismo instante en que este último volvía de un reconocimiento. El capitán, a quien no tuve en verdad tiempo de conocer, era un hombre alto, moreno, de fisonomía dura y repulsiva. De soldado raso había ido ganando galones y la cruz en los diversos campos de batalla. La voz, ronca y débil, contrastaba singularmente con su estatura casi gigantesca. Me dijeron que le había quedado esa voz rara después de que un balazo lo atravesara de parte a parte en la batalla de Jena.

Al enterarse de que yo venía de la escuela de Fontainebleau, torció el gesto y dijo:

-Mi teniente murió ayer.

Comprendí que quería decir: «Usted es quien ha de reemplazarlo y no tiene capacidad para ello». Un comentario burlón asomó a mis labios; pero me contuve.

La luna se alzó por detrás del reducto de Cheverino, situado a dos tiros de cañón de nuestro vivac. Era una luna grande y roja, como se presenta siempre al levantarse. Pero esa tarde me pareció de dimensiones extraordinarias. Por un momento, el reducto se destacó, negro, en el disco brillante de la luna. Parecía el cono de un volcán en el instante en que se produce la erupción.

Un viejo soldado junto al que me encontraba advirtió el color de la luna.

-¡Está muy roja -dijo-, eso es señal que ha de costar mucho el famoso reducto!

Siempre he sido supersticioso, y semejante augurio, en un momento tal, sobre todo, me impresionó. Me acosté, pero no pude dormir. Me levanté y caminé algún tiempo, observando la inmensa línea de fuego que cubría las alturas más allá de la aldea de Cheverino.

Cuando supuse que el aire fresco y vivo de la noche me hubiera calmado el ardor de la sangre, me volví junto a la lumbre, me arrebujé cuidadosamente en la capa y entorné los párpados pensando no tener que abrirlos hasta el amanecer. Pero el sueño me fue esquivo. Insensiblemente mis imaginaciones iban tomando un tinte lúgubre. Me decía que no contaba con un solo amigo entre los cien mil hombres que cubrían esa estepa. Si cayera herido, habría de ir a un hospital donde sería tratado sin mimos por ignorantes cirujanos. Lo que había oído referir de las operaciones de emergencia me volvía vivamente a la memoria. El corazón me latía con violencia, y, como movido por instintiva precaución, corría el pañuelo y la cartera, a modo de coraza, sobre el pecho. La fatiga me agobiaba; me adormecía a ratos, pero al instante alguna idea siniestra rebullía en mi mente y me despertaba sobresaltado.

No obstante, el cansancio venció y cuando tocaron diana dormía yo profundamente. Nos colocamos en línea de batalla; se pasó lista; luego volvimos a poner las armas en pabellón, y todo parecía anunciar que la jornada habría de transcurrir tranquila.

Hacia las tres llegó un edecán trayendo una orden. Nos mandaron que recogiéramos las armas; nuestros tiradores se desparramaron por el llano; nosotros los seguimos lentamente, y, veinte minutos después, vimos que todos los puestos avanzados de los rusos se replegaban al amparo del reducto.

Se estableció una batería de campaña a nuestra derecha, otra a la izquierda, pero ambas mucho más adelante que nosotros. Abrieron fuego vivo contra el enemigo, el cual respondió con energía, de manera que pronto el reducto de Cheverino desapareció cubierto por una espesa nube de humo.

Nuestro regimiento se veía casi abrigado del fuego ruso por una ondulación del terreno. Las balas, que rara vez llegaban hasta nuestras líneas (pues tiraban de preferencia a los artilleros), pasaban por sobre nuestras cabezas y, cuando más, nos salpicaban con la tierra que arrancaban o con trocitos de piedras.

En cuanto recibimos orden de avanzar, mi capitán me miró con tal atención que me forzó a pasarme dos o tres veces la mano por el naciente bigote con todo el despejo que pude. Por lo demás, yo no sentía miedo, y el único temor que me asaltaba era el de que creyeran que estaba acobardado. Aquellas balas de cañón inofensivas contribuían no poco a conservar incólume la heroica tranquilidad de mi ánimo. Mi amor propio me aseguraba que estaba en verdadero peligro, puesto que, en fin, me veía bajo el fuego de una batería enemiga. Me encantaba sentirme con espíritu tan libre de toda aprensión y saboreaba de antemano el placer de contar algún día cómo habíamos tomado el reducto de Cheverino, en el salón de la señora de B., en la calle de Provenza.

El coronel pasó por delante de nuestra compañía; me dirigió algunas palabras: «¡Y bien, parece que las va a ver usted duras en su iniciación!». Sonreí con aire enteramente marcial, mientras me sacudía la manga, sobre la que una bala de cañón, al caer a unos treinta pasos de donde yo me hallaba, había salpicado un poco de polvo.

Al parecer, los rusos se dieron cuenta del escaso resultado de su cañoneo, pues comenzaron a arrojarnos obuses, con los que más fácilmente podían alcanzarnos en el hueco en que nos habíamos abrigado. Un trozo bastante grande de casco me quitó el morrión1 y dio muerte a un hombre que estaba a mi lado.

-Lo felicito -me dijo el capitán mientras yo recogía el morrión caído-; ya está usted libre para toda la jornada.

No me era desconocida esta superstición militar según la cual el axioma non bis in ídempuede aplicarse lo mismo en el campo de batalla que ante una corte de justicia. Me cubrí lleno de altivez con mi morrión.

-Esto es obligar a la gente a que salude a pesar suyo -dije lo más alegremente que pude. Y aquel chiste de mala ley, en tales circunstancias, pareció excelente.

-Lo felicito -repitió el capitán- no ha de ocurrirle nada más y esta noche mandará usted una compañía, porque presiento que la cosa arde para mí. Cada vez que he sido herido, lo he sido después que el oficial que me acompañaba fuera alcanzado por alguna bala fría, y -agregó en tono más bajo, como avergonzado-, en todos los casos los nombres de los oficiales empezaban con P.

Yo simulé entera despreocupación; mucha gente lo hubiera hecho como yo; mucha gente, también, habría quedado como yo impresionada por aquellas proféticas palabras. Novicio como era, comprendía que no cabía decir a nadie lo que estaba sintiendo y que debía en todo momento manifestar la más serena intrepidez.

Al cabo de media hora disminuyó sensiblemente el fuego de las baterías rusas y entonces salimos fuera del abrigo para avanzar hacia el reducto.

Tres batallones integraban nuestro regimiento. Al segundo se le encomendó que tomara de franqueo el reducto, por la parte de la gola; los otros dos lo asaltarían de frente. El mío era el tercer batallón.

En cuanto surgimos de aquella suerte de espaldón que nos había protegido, nos recibieron los enemigos con varias descargas de mosquetería que causaron poco daño en nuestras filas. El silbido de las balas me sorprendió; volví a veces la cabeza instintivamente, provocando con ello algunas bromas de mis camaradas familiarizados ya con ese ruido.

-En resumidas cuentas -me dije- no es cosa tan terrible una batalla.

Avanzábamos a la carrera, precedidos por los tiradores; de pronto, los rusos arrojaron tres hurras, tres hurras bien claros, permaneciendo luego silenciosos, sin tirar.

-No me gusta este silencio -dijo mi capitán- no anuncia nada bueno.

A mí me pareció que nuestra gente era en exceso chillona; no pude menos de comparar, en mi fuero interno, el clamor tumultuoso que producía con el imponente silencio del enemigo.

Llegamos con rapidez hasta el pie del reducto; la empalizada aparecía destruida y la tierra abierta por efectos del cañoneo. Los soldados se abalanzaron con ímpetu sobre aquellas recientes ruinas, gritando ¡Viva el Emperador! tan fuertemente como no hubiera sido de esperarse de gente que había ya gritado tanto.

Alcé la mirada: nunca podré olvidar el espectáculo que se me ofreció. Gran parte del humo se había elevado y quedaba suspendido como un dosel a veinte pies por sobre el reducto. A través de la nube azulada, se veía, detrás del parapeto semiderruido, a los granaderos rusos con el arma alzada, inmóviles como estatuas. Me parece ver todavía a cada uno de aquellos soldados, puesta la mirada del ojo izquierdo en nosotros, oculto el ojo derecho tras el fusil levantado. En una tronera, a pocos pies de distancia de nosotros, un hombre con un cohete de guerra en la mano, se erguía junto a un cañón.

Me estremecí, pensando que era llegada mi última hora.

-El baile va a empezar -exclamó mi capitán- ¡buenas noches!

Fueron las últimas palabras que oí de sus labios.

Un redoble de tambores resonó en el reducto. Vi cómo bajaban hacia nosotros los caños de los fusiles. Cerré los ojos y oí un espantoso estruendo, seguido de gritos y gemidos. Abrí los ojos, sorprendido de estar vivo todavía. El reducto se me apareció envuelto en humo nuevamente. Yo estaba rodeado de heridos y de muertos. A mis pies yacía el capitán: una bala de cañón le había destrozado la cabeza y sobre mí habían llovido partículas de sus sesos y gotas de sangre. De toda la compañía no quedábamos en pie más que seis hombres y yo.

Un momento de estupor sucedió a aquella horrenda carnicería. El coronel, alzando el sombrero en la punta de la espada, trepó antes que nadie por el parapeto, al grito de ¡Viva el Emperador! Detrás de él siguieron de inmediato los sobrevivientes.

No tengo casi recuerdos netos de lo que ocurrió después. Entramos en el reducto, no sé cómo. Nos batimos cuerpo a cuerpo entre el humo tan espeso que no podíamos vernos unos a otros. Creo que herí con mi sable, puesto que lo tenía lleno de sangre. En fin, oí gritos de «¡Victoria!» y al disiparse el humo noté que los muertos y la sangre ocultaban la tierra del reducto. Los cañones, sobre todo, desaparecían bajo montones de cadáveres. Alrededor de doscientos hombres, de pie, con uniforme francés, formaban grupos desordenados, unos cargando sus fusiles, enjugando otros las bayonetas. Once prisioneros rusos estaban con ellos.

El coronel yacía ensangrentado sobre un arcón de municiones roto, cerca de la gola del reducto. Algunos soldados lo rodeaban solícitos. Yo me aproximé.

-¿Dónde está el capitán más antiguo? -le preguntó a un sargento.

El sargento se encogió de hombros con gesto muy expresivo.

-¿Y el teniente más antiguo?

-Aquí está el señor, que llegó ayer -dijo el sargento con tono perfectamente tranquilo.

El coronel sonrió amargamente.

-Bien, señor -me dijo-. Tomará usted el mando. Haga fortificar rápidamente la gola del reducto con estos furgones, pues el enemigo tiene muchas tropas; pero el general C... le prestará apoyo.

-Coronel -le dije-, ¿está usted herido de gravedad?

-Yo estoy jo... robado, querido; ¡pero hemos tomado el reducto!

FIN

 

La Venus de Ille

 

Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.

-¿Sabe usted -le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera-, sabe usted, indudablemente, dónde vive el señor De Peyrehorade?

-¡Si lo sabré! -exclamó-. Conozco su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más rico aún que él.

-¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? -le pregunté.

-¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda. ¡Tal vez se celebre esta noche, mañana, pasado mañana, qué sé yo! Es en Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido, sí!

Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P... Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera, estropeaba todos mis planes.

«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P..., era necesario que me presentase.

- Apostemos, señor -me dijo el guía-, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.

-Pero -contesté entregándole un cigarro- eso no es muy difícil de adivinar. Dada la hora que es, y después de haber hecho seis leguas en el Canigó, lo más importante es cenar.

-Sí, pero ¿mañana?... Escúcheme, jugaría a que viene usted a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné cuando lo vi copiar el retrato de los santos de Serrabona.

-¡El ídolo! ¿Qué ídolo?

Esa palabra había despertado mi curiosidad.

-¡Cómo! ¿No le han contado a usted, en Perpiñán, la forma en que el señor De Peyrehorade encontró un ídolo en la tierra?

-¿Quiere decir usted una estatua de tierra cocida, de arcilla?

-Nada de eso. Es de bronce, y con ella hay para hacer gran cantidad de gruesos sueldos. Pesa tanto como una campana de iglesia. La encontramos enterrada al pie de un olivo.

-Entonces ¿estaba usted presente en el momento del hallazgo?

-Sí, caballero. El señor De Peyrehorade nos dijo, hace quince días, a Juan Coll y a mí, que arrancásemos de raíz un viejo olivo que se heló el año pasado, año que, como usted sabe, fue muy malo; estábamos trabajando en eso, pues, cuando Juan Coll, que lo hacía de firme, da un azadonazo y se oyó un sonoro «bimmm»..., como si hubiese golpeado en una campana. «¿Qué es esto?» me pregunté. Seguimos cavando, y he aquí que descubrimos una mano negra, que parecía la mano de un muerto saliendo de la tierra. El miedo se apoderó de mí. Corrí a ver al señor y le dije: «¡Hay muertos, amo, al pie del olivo! Hay que llamar al cura». «¿De qué muertos hablas?» me dijo; vino conmigo hasta el árbol, y no había concluido de examinar la mano, cuando gritó: «¡Una antigüedad! ¡Una antigüedad!» Uno habría creído que acababa de encontrar un tesoro. Y en seguida se puso a cavar con la azada, con las manos mismas a veces, y tan entusiasmado estaba que casi hacía él solo tanto trabajo como Juan y yo.

-¿Qué encontraron por fin?

-Una mujer negra, de gran tamaño, vaciada en bronce, y algo más que vestida a medias, hablando con respeto, caballero. El señor De Peyrehorade nos ha dicho que se trataba de un ídolo del tiempo de los paganos... ¡Qué! Del tiempo de Carlomagno.

-Comprendo... debe ser alguna buena Virgen, un bronce de un templo destruido.

-¡Una buena Virgen! ¡Pues vaya! ... Si fuera una buena Virgen yo lo hubiese adivinado en seguida. Le digo a usted que es un ídolo. Bien se ve por su aspecto. Clava en uno de tal modo sus grandes ojos blancos... Se diría que lo mira de hito en hito. Hay que bajar los ojos, sí, al mirarla.

-¿Los ojos son blancos? Sin duda están incrustados en el bronce. Quizás se trate de alguna estatua romana.

-¡Eso es, romana! El señor De Peyrehorade dijo que es romana. ¡Ah! Ya veo que es usted un sabio como él.

-¿Está intacta la estatua, bien conservada?

-¡Oh, señor, no le falta nada! Y es más hermosa y de mejor factura que el busto de Luis Felipe, de yeso pintado, que se encuentra en la alcaldía. Ella trasunta maldad... y es realmente maligna.

-¡Mala! ¿Qué mal le ha hecho?

-No a mí precisamente, pero ya verá usted. Nos habíamos tomado a pechos el poner la estatua de pie, y hasta el señor De Peyrehorade nos ayudaba a tirar de la cuerda con que pretendíamos levantarla, a pesar de que esa digna persona no tiene más fuerza que un mosquito. Con muchísimo trabajo, por fin, lo conseguimos y mientras yo la calzaba con un poco de tierra ¡zas! el ídolo se desplomó de golpe y aunque atiné a gritar «¡cuidado!» el aviso no fue lo bastante rápido, pues Juan Coll no tuvo tiempo de apartar una pierna...

-¿Y lo lastimó?

-¡Su pobre pierna quedó rota como una estaca! ¡Diantre! Al ver aquello me enfurecí. Quise destrozar el ídolo con mi azada, pero el señor De Peyrehorade se opuso. Después entregó a Juan Coll algún dinero, y éste ya hace quince días que guarda cama, que no más han pasado desde que aquello sucedió. El médico dice que jamás marchará con esa pierna tan bien como con la sana. Es una lástima, ya que era nuestro mejor corredor y, después del hijo de mi amo, el más diestro jugador de pelota. El señor Alfonso de Peyrehorade está apesadumbrado, pues Coll era su compañero de juego. ¡Ah! qué hermoso espectáculo ver cómo ambos se devolvían las pelotas. ¡Paf! ¡Paf! Nunca las hacían tocar el suelo.

Platicando de tal suerte con el guía, entramos en Ille, y pronto me hallé en presencia del señor De Peyrehorade. Era éste un viejo pequeño, vigoroso aún y afable, de nariz colorada y espíritu jovial y chocarrero. Antes de haber abierto la carta del señor De P ... , me hizo sentar ante una mesa bien servida, y me presentó a su esposa y a su hijo, a éste como un arqueólogo ilustre que debía sacar al Rosellón del olvido en que lo dejaban la indiferencia de los sabios.

Mientras comía con buen apetito, ya que nada dispone mejor a ello que el tonificante aire de las montañas, examiné a mis huéspedes. Ya he dicho algunas palabras sobre el señor De Peyrehorade; debo añadir ahora que era la actividad en persona. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca, traía libros, me mostraba estampas, me servía de beber, y nunca estaba más de dos minutos en reposo. Su mujer, un poco gruesa, más bien corno la mayoría de las catalanas que han pasado los cuarenta años, me pareció una provinciana sencilla, que vivía entregada a los quehaceres de su casa. Aunque la cena era suficiente para seis personas por lo menos, la buena mujer corrió a la cocina, ordenó matar varios pollos, hacer unas fritadas y abrir no sé cuántos frascos de dulces. En un instante, la mesa estuvo sembrada de platos y de botellas, y seguramente hubiera muerto de indigestión con sólo haber probado de todo lo que se me ofrecía. No obstante, a cada plato que rehusaba, debía escuchar nuevas disculpas. Se temía que no me encontrase del todo bien en Ille, pues ¡hay tan pocos recursos en provincias y son tan exigentes los parisienses!

En medio de las idas y venidas de sus padres, el señor Alfonso de Peyrehorade no movió un solo dedo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía guapa y regular, pero carente de expresión. Su altura y sus formas atléticas justificaban mucho la reputación de infatigable jugador de pelota de que gozaba en la comarca. Esa noche estaba vestido con elegancia, exactamente corno los figurines del último número delJournal des Modes. Pero me pareció que se encontraba incómodo dentro de sus ropas; estaba tieso como un palo con su cuello de terciopelo, y para mirar a un costado volvía todo el cuerpo. Sus manos, grandes y tostadas por el sol, lo mismo que sus uñas cortas, ofrecían un raro contraste con su ropa. Eran las manos de un trabajador que salían de las mangas de un elegante traje. Por otra parte, aunque me estudiaba de pies a cabeza con suma curiosidad, quizás por mi condición de parisiense, no me dirigió la palabra más que una sola vez en toda la velada, y fue para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.