ÍNDICE

Prólogo
CIENCIA Y FE DESDE UNA PERSPECTIVA GLOBAL: LOS ORÁCULOS DE LA CIENCIA CONTEMPORÁNEA

El libro que el lector tiene en sus manos constituye una aportación de primer nivel al campo de las relaciones entre ciencia y religión, y no sólo ni principalmente por la cuidada, completa y ajustada presentación de los seis científicos cuyo pensamiento expone, sino porque los autores han conseguido dar con una fórmula novedosa para discutir las connotaciones religiosas de la ciencia. En este sentido creo que su trabajo es modélico. Artigas y Giberson, en efecto, han conseguido replantear algo que había quedado obsoleto y desacreditado con el correr de los tiempos, a saber: el género apologético. La misma idea de defender un ideario se ha ido impregnando de resonancias peyorativas, porque se asocia al mundo de la propaganda, el proselitismo y el adoctrinamiento, nociones antaño respetables, pero hoy objeto de rechazo por culpa de algunas instrumentalizaciones abusivas al servicio de intereses económicos, políticos e ideológicos inconfesables. Desconfiamos casi instintivamente de todo lo que se nos presenta como bueno, verdadero y digno de compromiso. Enseguida nos aprestamos a contraatacar apoyándonos en los recursos de la filosofía de la sospecha, y se da la paradoja de que sólo estamos dispuestos a aceptar los mensajes que promueven actitudes contrarias a nuestras más íntimas esperanzas y a los más nobles objetivos. Cualquiera que hoy en día intente comunicar al prójimo un mensaje religioso corre el riesgo de ser confundido y tratado como un político en campaña electoral o un comerciante en periodo de rebajas. La gente está aburrida de ver los anuncios de la televisión y alerta frente al peligro de ser embaucada por quienes promocionan remedios maravillosos, de manera que a todo aplican la misma mirada distraída e idéntica pose evasiva. Los únicos valores considerados «seguros» son los susceptibles de comprobación directa y aplicación inmediata. De ahí que en el mundo de hoy la ciencia siga siendo la única instancia respetada por casi todos, a pesar de sus evidentes limitaciones y los terribles abusos que ha propiciado y propicia. Ya no es tan frecuente como antes encontrar ejemplos de amor desinteresado al saber y consagración altruista a la investigación pura, pero se sigue considerando que la ciencia es la piedra de toque para cualquiera que quiera hablar de la verdad, no importa el tipo de verdad que se trate.

Como resultado de todo ello, Artigas y Giberson detectan y afrontan en Oráculos de la ciencia una curiosa disimetría en la relación entre ciencia y religión: cuando alguien pretende atacar la fe en Dios o la legitimidad de la religión en nombre de la ciencia, sus tesis se juzgan con criterios muy distintos que cuando intenta abogar en pro de una y otra. Reina en este campo el prejuicio de que hay una hostilidad congénita entre la instancia científica y la religiosa, de modo que no se emplea el mismo rigor crítico con quienes quieren confirmar y extender el cliché y con los que tratan de averiguar hasta qué punto está fundado. En ningún momento esconden los autores del libro su postura favorable a una convivencia armoniosa entre ciencia y religión. A lo largo de él examinan la postura de los más destacados representantes contemporáneos de la tesis opuesta. Tienen que pechar por consiguiente con la desventaja que para ellos supone el prejuicio dominante y resulta más que notable el modo en que lo hacen.

A priori hay dos respuestas extremas a la pregunta por las relaciones entre ciencia y religión: la primera se resume en la tesis de que poco o nada tienen en común una y otra; la segunda admite en cambio que existen amplias zonas de solapamiento. En el primer caso no habría posible enfrentamiento ni prácticamente ninguna relación; en el segundo se daría obviamente armonía o conflicto, pero nunca indiferencia. Artigas y Giberson se sitúan en la zona intermedia del espectro, puesto que detectan diferencias netas y al mismo tiempo descubren zonas de encuentro: «...ciencia y religión son dos empresas humanas muy diferentes y, aunque ciertamente hay puntos de contacto, cada una tiene una autonomía considerable que debe ser respetada por la otra. Nuestro principal objetivo en este libro es simplemente presentar seis importantes voces científicas a nuestros lectores».

Importantes y adversas, puesto que Dawkins, Gould, Hawking, Sagan, Weinberg y Wilson son al mismo tiempo destacadas figuras de la ciencia o la divulgación científica y decididos oponentes a aceptar la existencia de Dios y a juzgar favorablemente el papel de la religión. Aquí hay que registrar un rasgo de originalidad: en lugar de recensionar las figuras más «favorables» a la postura que sustentan, Artigas y Giberson buscan las más discrepantes y, lejos de adoptar frente a ellas un tono intransigente e hipercrítico, no regatean los elogios que sus aportaciones merecen. Siguen pues una estrategia diametralmente opuesta a la vieja apologética. Ningún argumento de autoridad, ningún argumento ad hominem. Brillan por su ausencia los trucos retóricos, las pequeñas zancadillas para que el adversario resulte odioso o al menos antipático. Casi se podría decir que procuran buscar sus mejores ángulos, de manera que el lector acaba naturalmente admirando la epopeya personal de cada uno de estos «oráculos». Y no sólo salvan a las personas, sino que procuran reproducir toda la fuerza de sus argumentos para negar o poner en duda la existencia de Dios y la legitimidad de la religión. Todo ello, por otro lado, sin el menor atisbo de «síndrome de Estocolmo», sin ninguna fascinación por la fuerza y talentos del oponente. Lo que distingue la aproximación de Artigas y Giberson es que lleva la polémica al terreno idóneo, que no es otro que la valoración objetiva de pruebas y evidencias. Asumen sin titubeos que el que cree en Dios y practica una religión ha de comportarse cuando discute con sus adversarios menos como abogado que como detective y juez. Al primero que ha de convencer es a sí mismo, absteniéndose de aprovechar cualquier ventaja coyuntural y de tender tipo alguno de trampas para incautos. Si es hombre de fe, no es su fe misma la que está en juego, pues pobre fe es la que necesita apoyarse en argumentos que en ningún caso resultarán incontrovertibles. Lo que se cuestiona son los argumentos mismos, y respecto a ellos el que tiene fe será tan crítico, si no más, que el que carece de ella.

Sucede entonces algo sorprende: el desarme retórico practicado con tanto rigor por el profesor Artigas en el que habría de ser su último libro le otorga una singular fuerza dialéctica. El lector comprende que no se le está vendiendo una «doctrina», sino que se le exponen los resultados de una encuesta perfectamente honesta. Honesta frente a la verdad que se busca y honesta respecto al adversario que la niega. Quien se entretiene en pequeñeces no muestra otra cosa que la pequeñez de su alma. El hombre grande ve ante todo la grandeza, incluso la de aquellos a quienes se enfrenta. En las páginas de Oráculos de la ciencia uno descubre puntos flacos en los autores estudiados que bien podrían haber sido aprovechados en su contra: la fascinación de Sagan por los extraterrestres, el descarado culto a su propia imagen promovido por Hawking, el resentimiento de Weinberg por el holocausto de sus parientes judíos, los resabios marxistas de Gould, el odio antiteológico de Dawkins... Artigas y Giberson detectan con lucidez estas debilidades, pero no basan en ellas sus réplicas. Los que las padecen han adquirido notoriedad por otros motivos y son éstos los que deben ser atendidos.

Sería espléndido que los grandes hombres de ciencia analizados por Artigas y Giberson tuvieran el mismo fair play cuando hablan de Dios y el hecho religioso. Desgraciadamente no ocurre así la mayor parte de las veces. El conocimiento superficial de los hechos, la simplificación histórica, los argumentos sesgados, la ignorancia de algunos presupuestos elementales de la discusión filosófica y teológica, la pura y simple mala fe están a la orden del día cuando abandonan el campo de su especialidad e realizan incursiones en terrenos que lindan con la religión. Artigas y Giberson diagnostican con lucidez estos lamentables extremos y además prevén que su mesurada respuesta difícilmente contrarrestará a corto plazo el efecto producido por los descuidados argumentos que rebaten, a menudo construidos sobre datos erróneos y rematados con sentencias inapelables: «Estas declaraciones oraculares, prominentemente localizadas en libros escritos por eminentes científicos, son más efectivas que cien páginas de densa argumentación, y su tono misterioso y gran ubicuidad les dan un aire de importancia».

Si a pesar de ello Artigas y Giberson no pierden la serenidad ni el equilibrio es porque la suya es una obra de reflexión donde importa menos acallar al adversario que iluminar un paraje donde muchos se extravían. La mayor parte de los filósofos y tal vez de los teólogos no alcanzan a calibrar toda la importancia del asunto. En el siglo XIX una parte significativa de la humanidad, la más dinámica e inquieta, había puesto sus esperanzas en la ciencia, porque veían en ella una promesa de redención para los males del mundo y las limitaciones humanas. De sobra sabemos que el siglo XX ha puesto un final abrupto y macabro a tales esperanzas: lejos de curar los males de la humanidad, la ciencia ha servido para incrementar exponencialmente nuestra capacidad de destrucción. Ya nadie ve en ella una nueva religión. Sin embargo algunos de sus usos e interpretaciones siguen siendo la tumba donde muchos espíritus contemporáneos sepultan el sentimiento religioso. El viejo dogma de que la ciencia ha vaciado el cielo de Dios sigue muy arraigado entre la gente, aunque casi todos acepten que no ha conseguido entronizar nada en su lugar. El cientificismo ha asumido un rostro amargo y desengañado, pero aguanta firme y sigue reprimiendo los anhelos de trascendencia que hay en el corazón del hombre. Artigas y Giberson han tenido la clarividencia de atacar la raíz misma del problema, enfrentándose cara a cara con los máximos exponentes de una concepción que pretende erigirse en portavoz de la ciencia, una ciencia que nada promete salvo lucidez y que no espera otra cosa que asentar para siempre al hombre en su orfandad. El desafío es tan radical que de nada sirve oponerse a él con recetas genéricas. Cada uno de los nuevos oráculos de la ciencia constituye —como enseñan nuestros dos autores— un mundo aparte. Cada cual ensaya una solución diferente para convertir la ciencia en una especie de fondo de saco metafísico. Hay que estudiarlos caso por caso, para no dejar escapar ninguna de las sutiles inflexiones que transforman sin aparente solución de continuidad el discurso científico en ontología de la inmanencia. ¿Tiene sentido este esfuerzo? Lo tiene si tenemos en cuenta que todas las formas más simples de resolver el contencioso ya han sido ensayadas sin éxito. Lo más sencillo hubiera sido negar a la ciencia alcance filosófico y por ende teológico. Curiosamente es lo que uno de los oráculos de la ciencia examinados, Stephen Gould, propone con su principio de magisterios que no se superponen. Es una solución salomónica porque otorga a la ciencia el saber y a la religión el querer, o a la ciencia el mundo sensible y a la filosofía el inteligible. Y no funciona porque fragmenta en pedazos nociones que no pueden ser troceadas sin daño. No es posible confinar la religión en las dimensiones afectivas o prácticas de la persona sin acabar negándola en su totalidad, ni tampoco se hace justicia a la ciencia cuando se le niega cualquier valor filosófico diciendo que sólo sirve intereses pragmáticos o que es incapaz de ir más allá de la epidermis de la realidad. Lo cierto es que el genuino hombre de ciencia es un buscador de verdades, y como la verdad no admite ser distribuida en compartimentos estancos, tampoco cabe negar que la ciencia posee cierto alcance filosófico. Artigas y Giberson subrayan la concepción realista del conocimiento sostenida por los seis autores estudiados, lo cual es un valor que no debe ser sacrificado, ya que una ciencia vuelta de espaldas a la realidad todavía es más contraproducente que una ciencia cerrada a la trascendencia.

Ocurre —y aquí el libro Oráculos de la ciencia alcanza las más altas cotas de finura analítica— que el secreto de los éxitos de la ciencia moderna es haber logrado diseñar metodologías muy bien adaptadas a determinados tipos de objetos. El precio que ha tenido que pagar por ello es dejar fuera de su alcance los asuntos que no se adecuan a tales protocolos de actuación. El científico ha de respetar los límites que él mismo se ha impuesto, pero al mismo tiempo no sería fiel a su vocación si no tratara de superarlos. En este sentido las fronteras de la ciencia no son fijas y el filósofo que hay en todo científico creador reclama permanentemente llegar más y más lejos. Por esa razón tampoco es un capricho ni un vicio epistemológico que los más destacados hombres de ciencia se hagan preguntas que entran de lleno en lo metafísico y hasta en lo teológico, pero cuando llegan a este punto de su indagación tienen que saber relativizar los métodos que antes habían aplicado con éxito. Ahora transitan por un terreno mucho más movedizo, donde no hay fórmulas preestablecidas para despejar las incógnitas. Y aquí precisamente es donde los más recientes oráculos de la ciencia empiezan a cometer errores de principiante. Hawking con su obsesión de cerrar las puertas del tiempo y el espacio a Dios por medio de la idea de un universo autocontenido es quizá quien comete el desliz conceptual más flagrante. Dado que el marco espacio-temporal constituye el horizonte que engloba todo el ámbito de los acontecimientos físicos, piensa el sabio británico que la presencia de Dios en el mundo sólo es posible si hay una «abertura» en dicho horizonte: de no haber un principio absoluto del espacio-tiempo, un instante cero para todos los relojes del cosmos, la acción creadora de Dios sería imposible. Artigas y Giberson deshacen la confusión mostrando que la noción metafísico-teológica de «creación» trasciende el marco espacio-temporal hasta el punto de ser la instancia que explica el establecimiento de ese marco junto con su contenido.

Por su parte, el premio Nobel de física Steven Weinberg repite en sus populares escritos de divulgación que cuanto más comprendemos del universo, menos sentido o propósito manifiesta. Tras una sagaz valoración de estos textos, se nos hace ver que la física emplea una red de detección diseñada para dejar completamente de lado las cuestiones de sentido. Por consiguiente, lo extraordinario hubiera sido que la comprensión de universo otorgada por la física sirviera también para descubrir en ella algún propósito. En general, hay en todos los oráculos de la nueva ciencia una notable confusión en lo concerniente a la relación entre la causa primera y el orden de las causas segundas, como si el progresivo descubrimiento de éstas tuviera que ir en detrimento de aquélla.

Con su paciente labor pionera, Artigas y Giberson han contribuido a levantar puentes derribados y tender algunos que esperaban ser establecidos por primera vez. Así devuelven a la ciencia la relevancia filosófica que a veces se le ha negado, y también restituyen a la metafísica y la teología la capacidad de diálogo con una instancia de conocimiento que con frecuencia —y no sin culpa— han marginado. En el importante campo de las relaciones entre ciencia y religión el profesor Artigas ha demostrado, en este como en muchos otros hitos de su fecunda carrera investigadora, que sólo puede enseñar quien está permanentemente dispuesto a aprender. Su vida ha sido un estímulo para todos los que nos afanamos en alguno de los frentes que se beneficiaron de su incansable labor.

Juan Arana
Universidad de Sevilla
www.juan-arana.net

AGRADECIMIENTOS

La redacción de este libro ha sido un ejercicio de colaboración: dos autores, en dos continentes, con dos lenguas maternas distintas, con diferentes formaciones en religión y ciencia. Pero gracias al correo electrónico, a la universalidad de Microsoft Word y al valor que los europeos dan al multilingüismo hemos podido estar muy cercanos el uno al otro.

Todos estos proyectos de redacción deben su génesis, desarrollo y conclusión a multitud de colaboradores. Queremos dar las gracias a Cynthia Read, editora ejecutiva en Oxford University Press, porque nos ha animado a escribir este libro y porque ha trabajado con entusiasmo para agilizar su publicación por Oxford. Ambos estamos encantados de que esta excelente editorial se haya encargado de poner en venta nuestro libro. El título del libro ha sido una idea de David Gallagher, un buen amigo y filósofo, que nos ha ayudado a conceptualizar este proyecto.

Damos las gracias también a nuestro asistente, Kelsey Towle, que ha llevado a cabo con buen ánimo incontables tareas invisibles que han ayudado al proyecto a llegar más rápidamente a su finalización: encargando libros, localizando detalles, poniendo en orden las notas a pie de página y leyendo cuidadosamente —y corrigiendo— todo lo que hemos escrito. Christi Stanforth, nuestro corrector, ha perfeccionado nuestra prosa en cientos de ocasiones con su cuidadosa atención a nuestro texto.

Agradecemos especialmente a la John Templeton Foundation por concedernos la ayuda financiera para este proyecto. La Universidad de Navarra en Pamplona (España) y el Eastern Nazarene College en Quincy (Massachusetts) nos han animado en nuestro trabajo. Y damos las gracias a muchos de nuestros colegas de estas dos instituciones por estimularnos a pensar detenidamente sobre las cuestiones abordadas en este libro.

El coautor canadiense de ese trabajo quisiera dar las gracias también a su mujer Myrna, por su amoroso apoyo y por su ánimo desde el principio hasta el final.

Tenemos que hacer especial mención al eminente erudito Carlos Pérez, profesor de Física en la Universidad de Navarra y fundador y presidente del Grupo Especializado de Física Estadística y No Lineal en la Real Sociedad Española de Física. Pérez ha jugado un papel importante en la génesis de este libro y comenzó este proyecto como coautor; murió trágicamente a la edad de cincuenta y dos años en un accidente de montañismo.

Finalmente, utilizando un dicho común, cualquier error de hecho, interpretaciones confusas, infracciones del inglés u otros problemas son nuestros y solamente nuestros.

Introducción
ORÁCULOS DE LA CIENCIA

En alguna parte, se lanzó al espacio, a miles de millones de kilómetros de la Tierra, una nave espacial, antigua respecto a todos los estándares relevantes, una insignificante partícula en un cosmos vasto, vacío y, diríamos, hostil. Aunque hay una pequeña posibilidad de que sea reconocida por formas de vida alienígenas, contiene sin embargo un mensaje de la raza humana a cualquier alienígena que lo encuentre, por si acaso. El mensaje —tanto el contenido como la propuesta de enviarlo— fue en gran parte el trabajo de Carl Sagan, un físico que desempeñó brevemente el papel de embajador de la humanidad ante el resto del universo. Sagan fue un dedicado, organizado e incansable entusiasta de la ciencia; pasó toda su vida examinando a través de sus lentes toda experiencia humana y juzgando todo lo que no estaba a su altura, como la religión, con un severo criticismo. Su entusiasta promoción de la ciencia lo convirtió en abanderado de los humanistas seculares que insisten en su causa a favor de la ciencia y en contra de la religión1.

De vuelta a la Tierra, en Inglaterra, una de las mentes más singulares y fecundas de nuestra especie reside en el cuerpo trágicamente debilitado de Stephen Hawking, el físico más conocido del planeta y uno de los pocos miembros famosos de la comunidad científica. Hawking es un cosmólogo que, en un libro muy vendido, envió un mensaje al mundo —en cuarenta lenguas— que, al menos a primera vista, daba a entender que el universo no había tenido un comienzo y, por tanto, Dios no tuvo nada que hacer.

El colega británico de Hawking, el zoólogo Richard Dawkins, alardea de que la evolución darwiniana nos da la libertad para no creer, para rechazar a Dios, para ser un «ateo completo intelectualmente hablando»2. Dawkins, cuyos destacados libros populares de ciencia y la cátedra de Oxford le han dado un formidable púlpito desde el que predicar, hace uso pleno de su popularidad, atacando agresivamente la pseudociencia y la superstición y promoviendo la ciencia como árbitro último de toda verdad. Dawkins, uno de los líderes intelectuales públicos de nuestro tiempo, es especialmente hostil a la religión, considerándola como el más peligroso de los muchos engaños de los que son susceptibles los humanos3.

Al otro lado del océano, en el Nuevo Mundo, un trío de científicos americanos defiende causas similares. Steven Weinberg, laureado con el premio Nobel, uno de los más grandes físicos de partículas del siglo XX, aseguró a sus lectores que el universo parece «sin sentido» en su clásico Los tres primeros minutos del universo, que se vende todavía bien un cuarto de siglo después de su publicación. Buscamos en vano, dice Weinberg, un significado para la existencia humana o algo más y tenemos que consolarnos con el conocimiento de que la ciencia puede elevar la experiencia humana por encima de su natural nivel de «farsa» e imprimirle algo de la «elevación de la tragedia»4.

En la Universidad de Harvard, el prolífico Stephen Jay Gould apoyó la visión pesimista de Weinberg sobre los orígenes del hombre. Gould escribió una serie de libros famosos sobre la evolución, varios de los cuales defendían elocuentemente que la evolución humana debía ser entendida como un proceso aleatorio y sin sentido y es simplemente nuestra arrogancia la que nos lleva a atribuir un sentido a la historia natural. Rebobínese de nuevo la cinta de la vida, dice al final de Vida maravillosa, y la historia será diferente. Los seres humanos no estarían aquí. Nosotros somos el producto de un proceso aleatorio y sin sentido que no volverá nunca al mismo presente si se vuelve a empezar de nuevo. No pensemos, ni por un minuto, que somos especiales5.

También en la Universidad de Harvard, Edward O. Wilson ganó dos premios Pulitzer por su elocuente e interesante libro sobre las hormigas y sobre las bases genéticas de las conductas de todas las cosas desde las hormigas hasta los seres humanos6. Los genes, nos dice, definen la naturaleza humana y modulan profundamente todos los aspectos de la conducta, incluyendo nuestra tendencia natural a ser religiosos. Él espera el día en que esta nueva ciencia de la psicología evolutiva justifique con éxito la religión. De hecho, él especula con placer sobre el día en que toda experiencia humana se explique en términos de leyes de la física7.

Carl Sagan, Richard Dawkins, Stephen Hawking, Stephen Jay Gould, Steven Weinberg y Edward O. Wilson son figuras científicas inconmensurables. Tienen un pedigrí científico impecable, pero es su inusual talento natural para la comunicación lo que les ha dado la plataforma para hablar a millones de personas fuera de la comunidad científica, más allá de la minúscula audiencia de especialistas a la que hablan sus colegas. Sus populares libros de ciencia se han convertido en best sellers y, en el caso de Sagan y Gould, continúan vendiéndose a buen ritmo años después de que ellos hayan desaparecido. Los programas de televisión llevan sus ideas a audiencias muy amplias. Seiscientos millones de espectadores de todo el mundo han visto a Carl Sagan escenificar su idea de la ciencia en los treinta capítulos de la serie Cosmos, producida en 1980, pero todavía disponibles y recientemente aumentados con un nuevo metraje y actualizados por la viuda de Sagan, Ann Druyan.

Éstos son los Oráculos de la ciencia. Como los oráculos tradicionales de la Grecia clásica, Shakespeare, e incluso las películas de éxito sobre Matrix, nos hablan de lo que necesitamos conocer. ¿Estamos solos en el universo? ¿De dónde venimos? ¿Tuvo un comienzo el universo? ¿Tiene sentido nuestra existencia? ¿Somos el producto del azar? ¿Dónde encontramos respuestas a cuestiones profundas e importantes? Somos una cultura que mira a la ciencia porque en ella esperamos encontrar nuestras respuestas. No podemos, sin embargo, encontrar estas respuestas nosotros mismos, porque sólo un especialista puede navegar por el complejo terreno que es la ciencia moderna. Necesitamos guías —Oráculos— que nos muestren el camino.

Formadores de opiniones públicas sobre la ciencia

Estas luminarias científicas —los Oráculos de la ciencia— son embajadores de la comunidad científica ante la cultura en general. El reto de presentar la ciencia a audiencias amplias es, sin embargo, considerable. En su famoso ensayo Las dos culturas y la revolución científica, C. P. Snow lamenta la gran división que ha surgido entre dos tipos diferentes de intelectual: el erudito científico y el literario o humanista8. El primero, sugiere Snow, conoce el cálculo, la termodinámica y la genética, pero poco de literatura; el segundo conoce el latín, Shakespeare, y la crítica literaria, pero nada de ciencia. Ninguno puede hablar con el otro. Teniendo en cuenta la división de Snow, el científico caricaturizado es pueblerino, de miras estrechas, excesivamente pragmático y virtualmente iletrado. El humanista caricaturizado es oscuro, pomposo e irrelevante y lleva su ignorancia de la termodinámica con orgullo. Snow lamenta esta división, reconociendo que esta extendida ignorancia de la ciencia era potencialmente desastrosa para una cultura que busca cada vez más en la ciencia liderazgo y soluciones de importantes problemas.

Snow sabía lo que estaba diciendo, había experimentado las Dos Culturas directamente. Físico por preparación y vocación, Snow, que vivió desde 1905 a 1980, se hizo famoso por una serie de once novelas vagamente autobiográficas conocidas colectivamente como Extraños y hermanos. Este éxito como novelista llevó a Snow a contactar con la cultura literaria británica, y se quedó perplejo y asombrado al descubrir lo totalmente desconectada que estaba de la cultura científica.

En la segunda edición de Las dos culturas9, Snow manifiesta un cierto optimismo de que surjan algunas almas literarias valientes que trabajen para tender un puente entre las dos culturas. Después de todo, esta particular comunidad intelectual estaba llena de personas expertas en comunicación y seguramente habría algunas que querrían plantear el reto de dar a conocer la ciencia a audiencias amplias. Por supuesto, ha habido también quienes se han atrevido a escribir sobre la ciencia para audiencias populares, comenzando por Galileo, que escribió varias de sus obras importantes en italiano, en lugar de en latín, de tal forma que pudieran leerlas más personas. Y el clásico trabajo de Darwin era literario y ampliamente accesible. La generación de Snow en Inglaterra creció leyendo las divulgaciones clásicas de la ciencia de sir Arthur Eddington. Pero éstas son sólo excepciones notables, tal como Snow percibió a medida que se movía entre sus carreras científica y literaria. Había, efectivamente, un gran abismo entre las dos culturas, una división que Snow esperaba que sería superada por algunas almas valientes del ámbito de la literatura. Snow llamó a estos anticipados constructores de puentes la Tercera Cultura.

La Tercera Cultura de Snow no apareció nunca. Salvo alguna que otra anomalía, como Dava Sobel, autor de los sorprendentes best sellers Longitude (Longitud) y Galileo’s Daughter (La hija de Galileo), o Timothy Ferris, autor de un aclamado y perdurable Coming of Age in the Milky Way, hubo sorprendentemente pocos escritores que acercaran con éxito la ciencia a audiencias amplias. Pero el agente literario John Brockman dio a entender que había aparecido una clase diferente de intelectual de la Tercera Cultura: el científico literato10.

Merece la pena tener en cuenta la postura de Brockman. Los principales científicos escriben ahora ampliamente para el público en general, y algunos de ellos elaboran sorprendentemente trabajos populares de calidad considerable. La media docena de nombres que abren esta introducción son ciertamente bien conocidos: Sagan, Hawking, Weinberg, Gould, Wilson, Dawkins. Ellos son «intelectuales públicos» de esta generación, constantemente presentes en los medios de comunicación desde la televisión a las revistas de ciencia, a los libros de divulgación, a las páginas de New York Review of Books y otros periódicos líderes de opinión. Sus libros están a menudo en las listas de los libros más vendidos. Si nos paseamos por las librerías en América los encontramos en la sección de ciencia. Una Breve historia del tiempo de Hawking ha vendido un ejemplar por cada 750 personas en la tierra, en cuarenta lenguas, y lo ha convertido en una figura pública importante, capaz de llenar grandes salas de conferencias; Wilson ganó premios Pulitzer y ha sido clasificado como la decimoséptima persona más importante del siglo por la revista Time; la columna de Gould en la popular revista Natural History se mantuvo ininterrumpidamente durante veintisiete años y fue recopilada en siete colecciones de ensayos; Sagan ganó el premio Pulitzer y fue durante años una de las figuras públicas más conocidas del planeta; Weinberg ganó el premio Nobel de Física y el premio del American Institute of Phisics - U.S. Steel Foundation Science Writing; Dawkins tuvo una cátedra en Oxford, dotada especialmente para él, con el fin de liberarlo de las tareas ordinarias de la universidad y concederle más tiempo para escribir y dar conferencias en público, cosa que hizo de manera prolífica. Llamada «Cátedra Charles Simonyi para la Difusión Pública de la Ciencia», lleva el nombre del millonario de Microsoft que la dotó. Hawking y Gould aparecieron incluso como personajes animados invitados en la popular serie de TV Los Simpsons, otro testimonio de su importante presencia cultural.

Éstos son los líderes de la Tercera Cultura, que hacen exactamente lo que C. P. Snow lamentó que no estaba hecho, y lo están haciendo bien. Están llevando la ciencia al público lector, de una forma comprometida. La percepción pública de la ciencia y de los científicos está configurada por sus escritos, y aspectos de la ciencia y científicos desaparecidos de su presentación han desaparecido también del conocimiento general de lo que es la ciencia y de lo que hacen los científicos.

Y aquí radica el problema. La comunidad científica es una gigantesca red mundial de eruditos especializados en una amplia sección transversal de disciplinas, apoyados por diversas entidades de financiación, y ayudados por una amplia estructura técnica y editora. Cuando un pequeño grupo de líderes da un paso adelante para hablar al público en general, surge la posibilidad de que sus descripciones de la ciencia puedan ser tergiversadas o incluso distorsionadas y la ciencia pueda ser malinterpretada.

Orígenes y religión

Los escritos populares de Sagan, Hawking, Gould, Weinberg, Wilson y Dawkins, considerados en su totalidad como una descripción representativa de la ciencia y de la comunidad científica, sugieren lo siguiente:

La ciencia se ocupa principalmente de los orígenes, y muchos científicos están trabajando en diferentes aspectos de la evolución cósmica o biológica. Weinberg ganó su premio Nobel por su trabajo sobre un evento enigmático en el muy primitivo universo que determinó la fuerza de dos de las cuatro fuerzas en la naturaleza. Su libro más conocido es Los tres primeros minutos del universo. El trabajo mejor conocido de Hawking y el tema de su Breve historia del tiempo está relacionado con la cuestión de si el universo tuvo un comienzo. Wilson ganó un premio Pulitzer por su libro Sobre la naturaleza humana, un análisis de los orígenes genéticos y evolutivos de nuestras predisposiciones psicológicas, como nuestra aversión al matrimonio con nuestros hermanos. Varios de los ensayos de Gould giran en torno a la «historia natural», un eufemismo para hablar de evolución. Su obra de 1.426 páginas lleva por título La estructura de la teoría de la evolución. La prodigiosa producción de Sagan tiene un alcance muy amplio pero está llena de consideraciones sobre los orígenes. Su libro y serie más famosos, Cosmos, comienza con su célebre frase: «El cosmos es todo lo que es o lo que fue o lo que será alguna vez»11. Y cualquiera de los diversos libros de Dawkins habla de la evolución. Como Gould, él publicó una obra sobre la evolución, las 688 páginas de El cuento del antepasado.

Los científicos son agnósticos o ateos. Hemos seleccionado a los seis científicos presentados en este libro sólo sobre la base de su categoría como vanguardia de los portavoces de la ciencia en inglés. Sus perspectivas filosóficas y teológicas no entran en juego. Sin embargo, vemos que ninguno de ellos cree en Dios en ningún sentido convencional. Dawkins ha declarado que Darwin hizo posible que fuera un «ateo intelectualmente satisfecho». El sueño de una teoría final de Weinberg contiene todo un capítulo sobre Dios, en el que afirma: «Pero, por prematura que pueda ser la pregunta, apenas podríamos dejar de maravillarnos si encontráramos una respuesta a nuestras preguntas más profundas, cualquier signo de las obras de un Dios interesado, en una teoría final. Creo que no lo haremos»12. Sagan fue el Humanista del Año 198113, un premio dado por la American Humanist Association, cuya definición del humanismo es: «El humanismo es una filosofía progresista de la vida que, sin lo sobrenatural, proclama nuestra capacidad y nuestra responsabilidad de llevar vidas éticas de desarrollo personal que aspiran al mayor bienestar de la humanidad»14. Hawking, cuyas limitaciones físicas han tenido como resultado un volumen más pequeño de material, afirma sin embargo que su versión «ausencia de límites» del big bang acabó con el principio del universo y con cualquier papel interesante de Dios. El trabajo de Wilson sobre las bases genéticas de la conducta humana le ha llevado a inferir que la creencia de Dios es simplemente algo que la evolución programó dentro de nosotros. Y Gould, que realmente escribió todo un libro intentando hacer la paz entre ciencia y religión, insistió no obstante en que la teología debe limitarse a afirmaciones sobre valores y no debe hacer afirmaciones de hecho sobre el mundo. Sólo E. O. Wilson, que afirma que la racionalidad profunda y la rica complejidad del universo puede no ser autoexplicativa, admite alguna posibilidad de la existencia de Dios, y en este caso sólo un Dios deístico impersonal.

La ciencia es incompatible e incluso hostil con la religión. No sorprende, pues, que las personas que no creen en Dios no estén interesadas por la religión, aunque hay ciertamente ateos que estudian la religión y los diferentes aspectos de la creencia en Dios. Lo que es sorprendente, sin embargo, es la notable hostilidad hacia la religión que caracteriza a tantos de los escritos que examinamos en este libro. La actitud más generosa hacia la religión es la de Gould, que hace un intento valiente, pero en general rechazado, para eliminar el conflicto entre religión y ciencia. Gould asigna a la ciencia la responsabilidad de ocuparse del «carácter factual del mundo natural», limitando la religión a la «esfera de los propósitos, significados, valores humanos»15. Sin embargo, pocos científicos comparten esta visión de la religión. Sagan, por ejemplo, trató la religión como un conjunto de explicaciones sobre realidades empíricas del mundo que podríamos aceptar o rechazar por las mismas razones que sus colegas científicos. Contra los que quieren «explicar» el origen del universo como una obra de Dios, Sagan pregunta «de dónde viene Dios», sugiere que «si decimos que Dios siempre ha existido, ¿por qué no nos ahorramos un paso y concluimos diciendo que el universo ha existido siempre?»16. Como Sagan, Hawking insiste en que Dios sólo puede ser invocado dentro del contexto de una explicación científica. En una entrevista de 1992 él sugirió que Dios podría ser la respuesta a la pregunta: «¿Por qué se molestó el universo en existir?»17. Hawking ha trazado los modelos cosmológicos que él dice que hacen a Dios opcional, un Dios que no tuvo «nada que hacer». Llevando la misma hoja de ruta a su extensión sociológica de la biología evolutiva, Wilson, que abandonó su verdadera fe de la infancia cuando se encontró con la ciencia, busca la ciencia no sólo para sustituir a Dios, sino también para explicar nuestras inclinaciones en esta dirección: «Si es correcta esta interpretación, el momento decisivo final disfrutado por el naturalismo científico vendrá de su capacidad para explicar a la religión tradicional, su principal competidor, como un fenómeno plenamente material»18. En fuerte contraste con Gould, que ve en la religión algo válido, Weinberg ve la religión no como algo meramente falso, sino malo: «Con o sin religión», escribe, «siempre habrá buena gente haciendo cosas buenas y mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión»19. Similares sentimientos han sido expresados repetidamente por Dawkins; poco después del 11 de septiembre, escribió: «Únicamente aquellos que no ven porque no quieren ver pueden seguir sin relacionar la fuerza divisoria de la religión con la mayoría, sino todas, las enemistades violentas del mundo actual»20. Dawkins ha atacado la creencia religiosa con un tono tan agresivo que Alister McGrath, uno de los más importantes teólogos del mundo y profesor en la Universidad de Oxford, ha escrito un libro para responderle21.

La comunidad científica, a través de las miradas de estos seis importantes portavoces, es hostil a la religión, atea, y ante todo comprometida con la investigación de los orígenes.

Ninguna de estas caracterizaciones es verdadera. La ciencia no es hostil a la religión, los científicos no son firmemente ateos y los orígenes no son el foco primario de la investigación científica.

Tomemos cualquier revista científica general —Science, Proceedings of the National Academy of Science, Nature o cualquier revista de disciplinas específicas: Phisical Review, Cell, Chemistry and Biodiversity— y examinemos sus contenidos. Casi ninguno de los artículos trata de los orígenes. Hay una buena razón para esto: la investigación científica es cara y alguien tiene que pagarla, normalmente los contribuyentes, o los departamentos de investigación de grandes sociedades, como Merck, Hewlett-Packard e IBM, que pasan los costes a los clientes. Muy pocas de de las fuentes de financiación para la investigación científica están interesadas en los orígenes. Los fondos de investigación para bioquímica, por ejemplo, están mucho mejor gastados intentando conocer cómo responde el cuerpo humano a ciertas medicinas, que cómo la vida pudo haberse originado en una especie de niebla primordial, o cerca de un océano de ventilación, o en un meteorito, o en Marte.

El Supercolisionador Superconductor que se inició en Texas se canceló debido a las reservas del Congreso sobre el gasto de tantos miles de millones de dólares en una máquina que nos ayude a comprender el universo en sus orígenes, un proyecto que no tenía los beneficios previsibles para los contribuyentes que pagan la factura.

Los científicos no son tampoco, como grupo, sustancialmente más ateos que la población en general. Una investigación sobre las creencias religiosas de los científicos reveló que el 39,6 por ciento de los científicos creían en un Dios «a quien uno puede rezar con la esperanza de recibir una respuesta»22. Estos resultados repiten un estudio anterior que mostraba similares resultados, sugiriendo que la comunidad científica no está «secularizada»23. Una reciente encuesta nos dice que «más de la mitad de los científicos de todas las disciplinas se identifican a sí mismos como religiosos en cierto grado»24.

Y por lo que respecta al hecho de que la comunidad científica sea hostil a la religión, salvo una minúscula minoría de científicos, no hay una oposición generalizada. La comunidad científica, por ejemplo, no siempre ha adoptado una «postura» crítica ante la religión. Simplemente no aparece y es difícil imaginar cómo podría hacerlo. Además, hay líderes importantes en la comunidad científica, como Francis Collins, el líder del Proyecto Genoma Humano, que son profundamente religiosos y sin embargo no encuentra dificultades para coordinar proyectos científicos importantes. Lo mismo se puede decir de Allan Sandage, uno de los más grandes astrónomos del siglo XX; Charles Townes, que ganó el premio Nobel por la invención del láser y, más recientemente, el premiado con el Nobel de Física William Phillips. Lo que es más probable es la experiencia que Sandage narra, en una entrevista25 con el filósofo Philip Clayton, de haber descubierto para su mayor sorpresa que muchos de sus colegas eran profundamente religiosos. La comunidad científica, como la multitud en un partido de béisbol, en el concierto, en el centro comercial, simplemente no tiene motivos para hablar entre sí acerca de la religión y no tiene motivos para preguntarse colectivamente sobre ella.

Declaraciones oraculares

Los Oráculos de la ciencia hablan de las grandes cuestiones de la vida: Dios, creación, destino. Sitúan nuestro universo, nuestro planeta, nuestras especies e incluso nuestras naturalezas humanas en un contexto. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí?

El problema es que éstas no son cuestiones científicas. La ciencia puede ofrecerles información, pero es cierto que no son cuestiones puramente científicas. Cuando Sagan nos asegura que «el cosmos es todo lo que fue o lo que es o lo que será alguna vez» no nos está hablando del más reciente descubrimiento científico, o incluso de la más reciente teoría. ¿Qué posibilidad tiene la ciencia de determinar que este cosmos actual es el que será siempre? Cuando Weinberg lamenta que «cuanto más comprensible parece el universo, tanto más sin sentido parece también»26, está yendo más allá de lo que él —u otra persona, para el caso— escribió en un artículo de una revista científica. Tales expresiones profundamente oraculares —y controvertidas— son las que dan a las divulgaciones científicas gran parte de su entusiasmo, pero tales expresiones no son en ningún caso expresiones científicas. Son afirmaciones filosóficas y teológicas encubiertas con una retórica científica, presentadas en páginas categóricas de libros altamente eruditos que dan a conocer magistralmente la ciencia a un público amplio. Pero estas conclusiones sobre el estado actual de la cuestión articulan las visiones personales del mundo de los científicos que hacen las afirmaciones, pero no muestran las implicaciones del debate que las ha precedido, y ciertamente tampoco muestran el consenso de la comunidad científica.

No hay nada malo en hacer afirmaciones filosóficas y teológicas, por supuesto, y hay disciplinas enteras —filosofía y teología, por ejemplo— dedicadas a enseñar a los especialistas cómo hacerlo. Pero éstas no son disciplinas con las que los científicos se comprometan especialmente. Prácticamente no hay científicos que hagan más de un curso de pregrado en filosofía, y mucho menos cursos de teología. Así que cuando los científicos vagan por el campo de la filosofía y comienzan a pronunciarse sobre las últimas realidades, lo hacen a veces sin los instrumentos requeridos, y a menudo sin conciencia alguna de que existen los instrumentos requeridos.

Curiosamente, muchos científicos son plenamente conscientes de esto pero no lo consideran una limitación. Dawkins, por ejemplo, cuando puso a prueba su ignorancia en teología, respondió que esto «presupone [...] que hay algo en la teología cristiana que uno puede desconocer. La postura que yo defiendo es que la teología cristiana no es una materia. Es algo vacío. Vago. Desprovisto de coherencia o contenido»27. Weinberg dedica todo un capítulo de El sueño de una teoría final a un ataque a la filosofía, titulado, apropiadamente: «Contra la filosofía»28. Hawking habla de Dios y de la creación en Historia del tiempo, olvidándose aparentemente de que utiliza estos términos en sentidos que apenas guardan parecido con los sentidos en que son utilizados por los teólogos. E incluso por la gente religiosa ordinaria.