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Un encuentro tardío con el enemigo

Literatura
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A los lectores

Esta colección está dirigida a aquellos lectores curiosos y atrevidos que anhelen encontrar una historia hermosa, un drama que revele algo de nosotros mismos o una percepción más aguda del misterio del hombre y del universo. Quien abre un libro espera que se le descubra algo más sobre el mundo y sobre su posición en él. De otro modo sería incomprensible que siguiésemos acercándonos a los libros, cuando la lectura es uno de los gestos del hombre más gratuitos e innecesarios. Como decía Flannery O’Connor, una buena pieza literaria lo es porque tras su lectura notamos que nos ha sucedido algo.

La colección Literatura de Ediciones Encuentro ofrece obras que permitan sentir con mayor urgencia el anhelo de un significado y la experiencia de la belleza. Textos en los que la razón se abre y el afecto se conmueve. Piezas teatrales, poemas, narraciones y ensayos en los que andar por otros mundos, abrazar otras vidas, espiar la hermosura de las cosas, y participar en la experiencia dramática que despierta un hecho escandaloso en la historia, el de Dios hecho hombre.

Guadalupe Arbona Abascal
Directora de la colección Literatura

Flannery O’Connor

Un encuentro tardío con el enemigo

Prólogo-coloquio de Guadalupe Arbona con José Jiménez Lozano

Traducción y notas de Gretchen Dobrott

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-994-4

Título original: A good man is hard to find y Everything that rises must converge

Para los relatos de A good man is hard to find:
© 1948, 1953, 1954, 1955, Flannery O’Connor;
© Nuevo: 1976, Mrs. Edward F. O’Connor;
© Nuevo: 1981, 1982, 1983, Regina O’Connor.
Para los relatos de Everything that rises must converge:
© 1956, 1957, 1958, 1960, 1961, Flannery O’Connor;
© 1964, 1965, Mrs. Edward F. O’Connor;
© Nuevo: 1993, The estate of Regina Cline O’Connor.

© 2006, de la presente edición en español para todo el mundo, Ediciones Encuentro, S. A., Madrid.
© 2006, Gretchen Dobrott, por la traducción.
© 2006, José Jiménez Lozano, Guadalupe Arbona y Ediciones Encuentro por el prólogo-coloquio.
© Fotografía de la portada: Gretchen Dobrott

Colección dirigida por Guadalupe Arbona Abascal

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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PRÓLOGO-COLOQUIO
con José Jiménez Lozano

Introducción. El realismo de distancias

En el discurso de recepción del Premio Cervantes1, usted citaba a la escritora norteamericana Flannery O’Connor. Decía: «En la casa levantada con palabras por el señor Miguel de Cervantes, y ahora mismo, podemos nosotros escuchar esas voces que hablaban de nosotros, y de los hombres de cada tiempo, como ocurre siempre con los personajes y las voces de las grandes creaciones literarias, incluso si un tiempo como el nuestro no quiere saber nada de la historia, ni de historias de hombre, y ‘el oficio de novelista es una tarea profundamente misteriosa que molesta al mundo moderno’, como comprobaba, hace ya cuatro décadas, la novelista norteamericana Flannery O’Connor»2. ¿Es esta cita señal de su consideración por la escritora?, ¿la admira?, ¿por qué?

Para decir lo que quería decir ahí, en ese discurso, podría haber citado, pongamos por caso, a Walter Benjamin, que también pensó y repensó que somos pobres en historias memorables, o a Karl Lowith, que mostró muy bien que, frente a Cervantes, Tolstoi y los otros antiguos, la novela moderna ya no narra; pero preferí citar las palabras y el diagnóstico de un narrador, que está dentro del asunto y al que éste afecta directamente. Y, además, mi cita de Flannery O’Connor era ciertamente un guiño no sólo de simpatía, sino de complicidad, como la que siento con otros cuantos narradores; y también de una admiración y amistad especiales. Me parecen magníficas sus historias, y siento una gran simpatía hacia su persona.

En las palabras de Flannery O’Connor que usted recogía en su discurso resaltaba dos aspectos: el valor del oficio de escritor —su misterio— y la incomodidad que produce en nuestra sociedad. ¿Qué es lo que porta el narrador para incomodar al mundo?

La modernidad nace, crece, y morirá, con conciencia y pretensiones adámicas de inaugurar un mundo nuevo, y de nombrarlo, sobre la liquidación del antiguo; y, exactamente como los revolucionarios franceses tiraban contra los relojes públicos para parar el tiempo antiguo o aniquilarlo simbólicamente, el hombre moderno siente miedo ante la historia y las historias de hombre, le incomodan, las desprecia, las odia, y trata de acabar con ellas. Porque son la presencia de lo que él quiere destruir y olvidar. Él no viene de ningún lado ni va a ninguna parte, a él no le ocurre nada que pueda afectarlo como acontecimiento, sino como mero suceso que resbala y no deja huella. El hombre moderno quiere ser feliz y redondo, como decía Nietzsche: sin recuerdo, arruga o trauma, ni siquiera de alegría. No tiene nada que contar, ni ve sentido a que le cuenten; y no soporta la narración de cómo han sido los hombres, y de lo que les pasaba. No le interesan los antiguos rostros pálidos muertos, y la antigua manera de ser hombres y su historia le parecen una situación superada ya para siempre; algo tan primario y terrible como que a los niños nacidos en probeta les parecía una desgracia y un horror la casta inferior e intocable de los que tenían padre y madre, en la novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz.

Cuando estuve en Milledgeville, ciudad donde estudió y murió Flannery O’Connor, los estudiosos americanos de la obra me preguntaban el porqué de la escasa recepción de la obra de esta escritora en España. ¿Cuál cree usted que son las razones de esta poca atención?

Es seguro que hay varias razones para esa falta de atención a la obra de Flannery O’Connor, a comenzar por el hecho fundante en estas recepciones de que los poderes de la industria cultural no decidieron que era un caballo por el que apostar. Porque Flannery O’Connor, desde luego, es una escritora, y naturalmente, incluso maquillada, no da lo exigible según el retrato robot del escritor que se debe leer. Más bien da el perfil policiaco del escritor que no se debe leer. Cuenta historias, no es moderna, por lo tanto; y además es católica, y se permitió declarar que era desde su fe desde donde narraba, y esto, en el mundo intelectual, un poco por todas partes, pero en España desde luego, es como llevar una estrella amarilla. Pero quizás, antes que todo esto, está el asunto de que ya no hay manera de saber lo que es la recepción de un libro por parte de los lectores, porque hay una industria cultural que decide según el espíritu del tiempo, y el espíritu del pueblo, que es decir según intereses políticos por un lado, y comerciales por el otro; y esa industria tiene todo el poder, prestigia y borra de la existencia, y, desde luego, reparte basura y desechos, haciendo creer además a las gentes que se las está descubriendo un mundo. Y naturalmente Flannery O’Connor no tiene las condiciones para una recepción como best-seller, ni tampoco como literatura de pasatiempo, y mucho menos como pienso ideológico, que es en lo que consiste lo de la corrección política y la literatura testimonial y pedagógica o de mixtificación histórica. Es decir, que Flannery O’Connor no lo tiene tan crudo para atraer lectores como Kierkegaard, pongamos por caso, pero casi.

Siempre y en todas partes han sido un poco así las cosas, pero ahora de manera mucho más resuelta, porque las masas están encantadas. Y ni siquiera las minorías culturizadas de ahora quieren saber lo que dicen los libros como los antiguos analfabetos anhelaban.

¿Cuándo y cómo leyó por primera vez a Flannery O’Connor?

Lo primero que leí de Flannery O’Connor fue Sangre sabia, el mismo año que aquí se publicó, que fue en 1966, pero ya tenía idea, y algo más que idea sobre ella; sabía de ella bastantes cosas por mi amigo Juan José Coy, que ha enseñado durante años literatura norteamericana en Salamanca, e incluso me proporcionó la traducción, creo que en una revista argentina, de dos o tres cuentos: «El escalofrío interminable» y «Un hombre bueno es difícil de encontrar». Su nombre y su obra salieron a colación hablando de Hawthorne, y de mujeres novelistas norteamericanas modernas de las que también supe por él mucho antes de poder acercarme a otras traducciones que las francesas por entonces. Y leí luego el epistolario, a mediados de los ochenta, también en la edición francesa de Gallimard, en cuanto se publicó.

La leí con placer y con asombro, y luego la he leído del mismo modo muchas veces; y, por supuesto, me sentí enseguida muy cercano, y así quedó ella integrada o asimilada en la familia de mis cómplices y amigos; espero que sin reluctancias por su parte, y ahí está. Por eso he hablado de ella tantas veces.

Flannery O’Connor es una de sus cómplices, a los que usted ha descrito, en la entrevista que le hizo Gurutze Galparsoro, titulada Una estancia holandesa. Conversación3, así: «Realmente son muchos esos cómplices, esa familia. Muchos y muy diversos. Todos ellos han entrado en mi vida o forzándola per fenestras o por alguna puerta trasera, y me he encontrado tan a gusto de ser así violentado. O me han seducido. Podría decir también que ‘nos hemos reconocido’, y luego establecido esa complicidad en lo más profundo. He visto el mundo por sus ojos, o me parecía que ellos lo veían por los míos. Y esto sigue sucediendo así, y sucederá por siempre, sin duda». Y me dice que ha vuelto a leer a la autora muchas veces. En esta misma entrevista de 1998 hablaba de lo que le revelaba esta complicidad: «De Flannery O’Connor lo que me subyugó en cuanto la conocí fue su inteligencia ‘perversa’, caústica, su admirable modo de contar y ese amor que ofrece a sus personajes más risibles; pero también su tranquila conciencia de escritora y su humor en medio mismo de sus historias negras y de su propia vida, sabiendo como se sabía condenada a morir joven y sintiéndose morir poco a poco. Esas sus historias están escritas desde un yo y a una luz radicales: sub specie aeternitatis , y quizás de ahí ese amor por los seres humanos y el mundo entero. Es una escritura enfrentada en cada una de sus páginas al Gran Crítico: la Muerte. ¿Cómo bajar la guardia en esas condiciones, siquiera en un adjetivo? Me fascinó su amor a la vida, incluso en sus manifestaciones más mediocres y repetitivas de lo cotidiano»4. ¿Le gustaría añadir algo hoy a este comentario?, ¿algo que haya descubierto en sus sucesivas lecturas?

Por lo pronto que la relectura sigue acogiéndome, y sigue uno estando donde el texto me llevó la primera vez, y ahora me encuentro como en casa, pero viendo y oyendo más y mejor, lo que diríamos que es el gran logro de todo texto literario; y como comentario a esas lecturas tendría que abundar en lo que dije entonces en esa conversación con Gurutze Galparsoro. Pero, sí que he tenido una sensación añadida que podría decir que es extraña: la de que su obra completa, dos novelas y un haz de cuentos que hacen un volumen no muy grueso, componen una escritura narrativa armónica y tranquila, como la de una catedral o una montaña. Y también la sensación de una escritura acabada, y esto en dos sentidos: primeramente en el sentido de que en esas narraciones están el mundo y el transmundo, y las más diversas vidas humanas con sus impotencias y miserias, pero también sus grandezas; y que toda esa comedia humana es como en un pañuelo en torno a su casa. Y luego, en un sentido verdaderamente singular, diré así mismo que se tiene la impresión de que para una vida tan corta como la suya, se había previsto sin embargo la plenitud de una obra, y que ella era consciente de que tenía que llenar ese plazo, que a otros se concede más largo, y que vivió para hacer lo que tenía que hacer. Hay como una coincidencia de plenitud entre su obra y su vida que me impresiona. Su confidencia de que cada día se situaba mucho tiempo ante el papel en blanco aunque no consiguiese escribir una palabra, y su tranquila seguridad de que había escrito, y estaba escribiendo algo sólido, creo que tienen mucho que ver con la plena conciencia de que el tren de su vida era como de cercanías, pero que tenía que concluir su tarea. Incluso tomándose a broma a ella misma durante el corto trayecto, y mirando como desde la ventanilla los demonios que con frecuencia liquidan a un escritor.

No escribía, como Bach en sus papeles de música, soli Deo, pero es evidente que por ahí fueron los tiros, y que se puso el mundo por montera. Pietro Citati cuenta en el retrato que la dedica en su libro, Ritratti di donne, que «había sido una muchacha devota y rebelde. Cada día se retiraba a una habitación, cerrada con llave, donde hacía muecas dando vueltas con los puños cerrados, para poner fuera de combate a su Ángel Custodio»; y yo puse esta historia de O’Connor como lema de mi novela, Las señoras, porque del hontanar del universo de Flannery O’Connor, o en su complicidad, había nacido un cierto espíritu de farsa y de lo grotesco, y también de burla de la seriedad del mundo, que hay en esa novela.

Pero lo que me gustaría aclarar ahora, en relación con lo que dije en Una estancia holandesa respecto a la Muerte como Gran Crítico, es que, con esta formulación que ahora no me parece muy afortunada, quería yo decir precisamente que Flannery O’Connor escribió únicamente soli Deo, como Bach hizo su música, y como pintaba Miguel Ángel; o como escribía poesía Höpkins entre la sospecha de sus superiores de la Compañía y el desprecio de los críticos, porque Él resultaba el único crítico atendible; no la Muerte naturalmente. No tenía ningún respeto a la Muerte esta señorita de la granja Andalusia, que ya había dejado fuera de combate a su Ángel de la Guarda. Y su coraje salvó para nosotros carretadas de vida en sus historias.

Flannery O’Connor fue libre, sus cartas así lo proclaman 5. Una libertad que le permitió mirar la realidad histórica de su tiempo. Es significativo cómo pinta el nihilismo contemporáneo de una forma concreta, a través de sus criaturas y con una gama de matices vertiginosa; basta pensar en algunos de sus relatos: «La buena gente del campo», «Un hombre bueno es difícil de encontrar», «El río», etc., ¿cree usted que esta denuncia del nihilismo es acertada o exagerada? ¿Considera que ésta es una visión trágica y oscura?

Usted sabe por su oficio de estudiosa de la literatura que quien escribe narraciones mira a la realidad, y, si puede, por la espalda; y luego cuenta lo que ve; pero no denuncia nada. Hay seres humanos instalados en el nihilismo, están ahí, y la escritora nos cuenta una historia por la que sabemos precisamente que su vida se mueve en ese ámbito; y éste es un hecho trágico y oscuro en sí mismo; pero eso no lo dice la narradora. Sólo nos muestra que esas personas, en ese cuento concretamente, tienen su vida instalada en la banalidad y la nada incluso sin ser conscientes de esa tragicidad; y que otras han elegido esa vida muy conscientemente, como una decisión filosófica y existencial, porque la nada ya no produce pavor en la modernidad, sino que se acepta el sinsentido sin más, o hasta es como una fiesta. Los hombres somos muy capaces de ir al matadero gritando que es por nuestro bien; y, con una buena publicidad, o por la fuerza de la costumbre, puede pensarse y sentirse que esa nada es una plenitud. Sencillamente porque es toda la realidad que nos queda, y la única conciencia, mas o menos resignada que puede aflorar, en una situación así, es como la de los campesinos que Platonov nos pinta en su novela Chevengur, que «iban a Kiev, cuando la fe ya se les había erosionado, y la vida se les había convertido en el tiempo que les quedaba por vivir».

Admitiendo por acertada su sugerencia de que los cuentos no denuncian, la visión que da la autora de estas formas de nihilismo banal adquiere en sus obras una forma paradójica. Por un lado, sus figuras aparecen como personajes ciegos, sordos o con escasa sensibilidad hacia los mundos imaginarios en los que la escritora los sitúa; por otro lado, estos mundos, considerados nada por sus habitantes, revelan su riqueza a través de acontecimientos rotundos e imponentes. Aquí creo que reposa la genialidad de la escritora, pero estas situaciones-límite en las que pone a sus personajes le han costado el calificativo de escritora extraña y exagerada. ¿Qué consideración le merecen a usted estas estructuras paradójicas?

Eso de las situaciones-límite, las paradojas y las exageraciones está ya en la Epístola a los Pisones de Horacio; ése es el lenguaje propio de la literatura para conocer lo que ocurre a los hombres en su existencialidad, que no podría conocerse con el método y el lenguaje especulativo o científico. Esto es precisamente lo que significó el Renacimiento literario español, su enorme aporte a la cultura, aunque el asunto ya está en Dante y en Vico. Un texto literario dice lo que dice y lo que no dice, o lo contrario de lo que dice, es ambiguo como es la vida, y no puede ser apresado en la racionalidad. Lo que ocurre es que el lector que no está avezado a leer literatura, no comprende el lenguaje simbólico; y la crítica literaria moderna, que, dado el prestigio de lo científico, quiere ser científica, se permite enjuiciar la escritura literaria, narrativa o poética con categorías especulativas, confeccionadas al efecto. Y obviamente, entonces, esas personas sin posibilidad de entender el lenguaje simbólico, que siempre es inevitablemente el lenguaje literario, lo perciben como una perturbación y una extrañeza.

Pero lo que sigue aconteciendo en la vida de los seres humanos sigue siendo rico y prodigioso, lógicamente; aunque aparezca como desconcertante e incluso no significativo para un tiempo y unas vidas lisos que se han convertido en el contaje físico de lo que sucede sin acontecer, y del contaje del «tiempo que les queda por vivir». Pero quien escribe cuenta lo que acontece, y del modo y manera en que eso pueda ser también un acontecimiento para quien lee, y esto tiene que resultar extraño y exagerado, absurdo o paradójico, necesariamente. Éste es también el acontecimiento de quien lee, descubrir o tener miedo a descubrir que hay más de lo que sueña su filosofía.

Además esas estructuras paradójicas están presididas por imágenes, enormemente contundentes, sobre esta evidencia y rotundidad de lo real...

Son imágenes singulares, de una gran fuerza, y ligadas íntimamente con el relato, impregnándole y siendo significativas para él. Nada de tropos retóricos. Y son en sí mismas magníficas imágenes; pero es que Flannery O’Connor es una magnífica escritora, también por esto mismo.

Hannah Arendt, en una de sus frases señeras por lo agudas, dice que el problema de nuestra sociedad ideológica es que ha perdido su relación con la realidad6. ¿Cree usted que esta frase dice algo sobre la obra de Flannery O’Connor?

Lo que enseguida resulta obvio es que la escritura de Flannery O’Connor sí se refiere a la realidad tal y como es, y naturalmente sin valorarla ni introducirla en ningún molde ideológico; no es escritura ideológica y no se sujeta a los cánones de que la realidad no es la realidad sino su interpretación y denominación. Para ella lo real es real, y por eso narra. En la sociedad ideológica moderna no hay narración, porque tampoco ocurriría ya nada memorable o como acontecimiento, sino como mera sucesión de hechos sin significado. No hay acontecimiento, no hay nada que contar, y entonces se discursea, se testimonia, se juega con el lenguaje o las figuras retóricas, etc. Se hace cualquier cosa menos contar. Es lógico.

Los personajes de Flannery O’Connor son grotescos. ¿Por qué cree que la autora concede su preferencia a tullidos, desvalidos, torpes o miserables?

Según mi experiencia, el escritor no elige unos personajes, sino que éstos aparecen un día ante él, o se levantan en sus adentros; lo que no sé es por qué a unos escritores les visitan unos personajes sí y otros no. Ni creo que haya nadie que lo sepa, ni que lo pueda saber. El doctor Freud trató de sorprender estos subterráneos de la escritura o de la pintura con Dostoievski y con Leonardo, y concluyó dejando claro que el psicoanálisis no puede hacer nada para dilucidar la naturaleza de lo artístico, ni puede explicar los medios por los que trabaja el artista, la técnica artística. Mucho menos aclarar esta cuestión de los personajes. Ni tampoco puede hacerlo ningún otro método crítico, y ni siquiera el escritor podría afirmar con certeza el origen o manantial y el proceso de construcción de su escritura narrativa, o de dónde y cómo ha llegado un personaje hasta él. Se me ocurre apuntar que quizás hay una especie de parentesco o complicidad entre los personajes y las historias por un lado, y el escritor por el otro, como sin duda los hay entre el escritor y sus lectores.

Por lo demás, no estoy conforme con llamar grotescos a esos seres de desgracia, como los llama Simone Weil, porque todos los hombres somos grotescos, al fin y al cabo, si nos miramos bien; pero los seres de desgracia son realmente seres humanos superiores. Más grandes que Platón, decía ella de los tontos de pueblo. Son el cuerpo público o de irrisión del que ha hablado Michel de Certeau, que no emite signos significativos, y está ahí disponible para el juego de la humillación, y del disfrute o beneficio ajenos. Y también Simone Weil, a la que por cierto Flannery O’Connor no mostraba mucha simpatía, decía que de esos seres de desgracia no podrían hablar sino los verdaderos y contados genios que ella enumera. Habría que añadir a la propia O’Connor a esa lista.

Sería una buena cosa hacer una distinción entre «seres de desgracia» y personajes grotescos y ver cómo funcionan unos y otros... ¿No cree usted que Flannery O’Connor se inscribe en esa rica tradición del realismo occidental, de la que habla Auerbach en su famosa obra Mimesis , pero que al mismo tiempo consigue una forma contemporánea, adecuada a los lectores de hoy? Y, si es así, ¿cuál es esa forma?

Creo que, en principio, el narrador no tiene más contemporaneidad que la del tiempo de lo que está narrando; y que no es el escritor el que tiene que ponerse a dar potitos de su gusto al lector, sino que es el lector el que tiene que entrar en el mundo en el que el escritor le instala con su escritura. Lo propio de la lectura es que el lector deja su cotidianidad y todo lo demás, si quiere entender algo, y que es retenido en el mundo de la historia que se le cuenta; exactamente como el escritor tuvo que abandonarse a sí mismo y hacerse otros cuando contó la historia.

Precisamente una de las pruebas del grosor y de la consistencia de una escritura es esa su capacidad para arrastrar a su mundo a los lectores de distintos tiempos y de distintas sensibilidades. Y la diría, a seguido, una simpleza, y es la de que Flannery O’Connor consigue lo que consigue porque cuenta y cuenta bien.

Pero creo que usted habla del lector normal de hoy que es igual al de ayer y es al que se refiere lo que acabo de decir; me imagino que no habla del lector de la modernidad, ya instruido de que, ante un texto, es él el que decide lo que el texto dice, e introducirá lo que dice en el batidor de lo políticamente correcto para deducir si es un texto que resulta admisible o no. De este lector de la plenitud de los tiempos no hay que temer que se encuentre con la escritura de Flannery O’Connor; de antemano decidirá que no tiene nada que decirle. Le maravillan los textos que no dicen nada, porque no podría soportar mayor peso, ni un átomo de vida.

Se trata de un realismo que, como ella misma declara en sus ensayos, nace de una mirada más aguda, la de la fe, porque atiende a la necesidad y a la gracia: «Los escritores que ven desde su fe tendrán ojos más agudos para lo grotesco, para lo perverso y para lo inaceptable. La Redención no tiene significado si no hay razón para ella y en los últimos tiempos ha estado operando en nuestra cultura el pensamiento secular de que no existe tal razón7. ¿Cree usted que su inconfundible estilo grotesco nace de un pesimismo oscuro del que se le acusa o de un realismo necesario?

Desde luego, una visión cristiana del hombre y del mundo exige realismo; es cosa que va de suyo; y también es obvio que forma parte de ese realismo el hecho del hombre caído; esto es, el reconocimiento del mal en el hombre y en el mundo. Pero es un hecho, igualmente, que el mundo secular no ve así las cosas, y que el roussonianismo, que pervivía en estado algo precario en los tiempos de Flannery O’Connor, ha llegado luego como a su plenitud dieciochesca, a medida que el mundo se ha ido llenando más y más de un horror jamás conocido en su extensión y profundidad. Para este mundo, la realidad no importa, sino la interpretación que se la da, y ésta debe ser siempre una interpretación de plenitud y progreso, o, como diría el primer ministro Gladstone, de conciencia satisfecha de haber liquidado las consecuencias del Pecado Original, o de estar en trance de hacerlo.

Pero Flannery O’Connor era una católica; es decir, no era uno de aquellos cocineros calvinistas del XVII que no se admitían fácilmente en las grandes casas porque podían cortárseles las salsas pensando en la predestinación, ni tampoco era una puritana como el reverendo Cotton Mather de Massachusetts, ni siquiera era especialmente agustiniana; ella se sentiría muy halagada si dijéramos que era una tomista, y aristotélica, por lo tanto, con un plus de realismo cristiano y de esperanza o confianza en los seres humanos y en la historia. Pero el mal está ahí, y lo ve, y lo reconoce como tal. Y, entonces, ese reconocimiento puede parecer pesimismo oscuro o hasta el apocalipsis en un mundo para el que el mal no existe, o es meramente circunstancial y será expulsado con la pedagogía y el progreso.

Ahora bien, el modo o estilo grotesco o cómico de mirar ese mal en el mundo me parece que, más que determinado por una filosofía o teología, podría venir del simple ejercicio de su oficio de escritora, del hecho de que ella vio que esa comicidad estaba en sus personajes y en sus historias, o que fue la comicidad la que la permitió ver todo eso como por el lado de atrás y con una acuidad más profunda. Y, por lo tanto, en la confianza puesta en lo cómico para descubrir y expresar la realidad, e incluso para romper lo que podría entenderse como ley o necesidad de una realidad poseída por el mal. Con la comicidad, la realidad se abre a lo que no es, pero puede ser; es decir, la realidad queda abierta a otra realidad, y esto es la esperanza.

Al hilo de lo que decíamos hace un momento, la autora habla8 de que el buen escritor debe ser profeta y describe la profecía como el doble proceso de ver las cosas «cerca en sus extensiones de significado» al mismo tiempo que «lejos desde un acercamiento». Es decir, en este doble proceso de la mirada que no se agota en el análisis, sino que se abre a su significado y, al mismo tiempo, percibe que los mundos creados por la imaginación son otros, distintos. Es lo que se puede llamar un realismo de distancias. ¿Cree usted que todo realismo en arte requiere una distancia? ¿Está de acuerdo con esta denominación de «realismo de distancias» para la narrativa de la escritora? ¿Qué relación cree usted que vincula la realidad con el carácter profético?

Me parece que estas explicaciones de la novelista pertenecen a ese balbuceo al que obliga precisamente el tratar de decir lo que le ocurre al escritor en el momento de ver las cosas, quizás antes o mucho antes de ponerse a escribir, o en ese mismo instante. No es tan fácil explicar lo que ocurre, y es una manera de hacerlo el barajar ese juego de aproximaciones y distancias de lo real. Aunque quizás no siempre ocurre así; otras veces, las cosas se ven de golpe. En todo caso, no, desde luego, con un método o mecanismo de explicación especulativos, que, como mucho, puede aproximarse a lo que en la escritura sucede, y por lo que luego puede resultar profética.

En los tiempos del leninismo y del estalinismo más terribles, las gentes que leían, clandestinamente, Demonios de Dostoievski se preguntaban: ¿Y cómo lo sabía? Quizás pensaban en una documentación histórico-social excepcional, o quizás en alguna especie de profetismo, adivinación, o talante visionario. Pero hay que responder que lo sabía sencillamente porque era escritor. Y, para aclarar esta afirmación, me gustaría recordar lo que escribe Henry James acerca de lo que podríamos llamar el misterioso o enigmático modo de configurarse una narración. Se lo leo; dice: «Recuerdo a una novelista inglesa, una mujer genial, quien me contó que la alabaron mucho la impresión que había sabido dar en sus relatos sobre la naturaleza y forma de vida de la juventud protestante francesa. La preguntaron dónde había aprendido tanto sobre estos seres recónditos, y ella se había congratulado de sus propias oportunidades. Estas oportunidades consistían en que una vez, en París, cuando subía por una escalera, había pasado frente a una puerta abierta, donde unos jóvenes protestantes, en la casa de un Pastor, estaban sentados alrededor de una mesa, una vez terminada la comida. De un vistazo captó el cuadro; sólo duró un momento, pero ese momento fue una experiencia. Había captado una impresión personal directa, y había formado su modelo... Estaba adornada con la facultad de recoger el ciento por uno, lo que para el artista es una fuente de energía mucho mayor que algo accidental como la residencia o la posición en la escala social. El poder de imaginar lo desconocido por lo conocido, de averiguar la implicación de las cosas, de juzgar el todo por una parte, la cualidad de sentir la vida en general tan intensamente que va bien encaminado para conocer cualquier rincón especial de ella».

Así funciona un escritor, realmente. Éstos fueron toda la documentación y el método para escribir y dar en el corazón del asunto. Y Dostoievski seguro que sólo tenía la conciencia de estar escribiendo una fábula sobre el mal que veía, que luego resultó profética, porque la mirada había sido profunda y por la parte de atrás, sencillamente, que es la que a veces se concede a un escritor. Y se le había concedido, verdaderamente.

En otra ocasión habla de que el arte es hacer justicia al mundo visible; parafrasea así a Conrad:«Conrad dijo que su objetivo como escritor de ficción era rendir la mayor justicia posible al universo visible. Eso suena muy elevado, pero realmente es muy humilde. Esto significa que se sometía siempre a las limitaciones que la realidad le imponía, pero esa realidad para él no era simplemente coextensiva con lo visible. Estaba interesado en rendir justicia al universo visible, porque éste sugería un universo invisible»9. ¿Qué le parece esta relación entre justicia y arte?

Esta afirmación de Conrad suena, ciertamente, como trascendental, aunque quiera significar solamente, según Flannery O’Connor, que Conrad se sometía a los límites de la realidad, pero con eso quería sugerir otra realidad invisible. Yo no lo veo tan claro, y, más bien, me da la impresión contraria de una enfatización con cierta solemnidad de la realidad visible, y una devaluación o eliminación de todo lo que no es ella. Pero seguramente Flannery O’Connor tiene razones para asegurar lo que dice, si se tiene en cuenta, como ella, que lo real es creación de Dios, y por eso, pese a todas sus insuficiencias, la maldad que la habita, lo grotesco, y repetitivo de la vida, y todos los otros etcéteras nada gloriosos, hay que hacerla justicia. Pero es que, además, podemos comprobar que en la totalidad de lo real es precisamente donde está anclada nuestra vida, y que lo real mínimo está transido de valor y significado para nosotros. Las moscas, como decía Pascal, pueden trastornarnos el pensamiento mismo, y un suceso muy pequeño o una cosa —no un objeto sino una cosa— puede dejarnos pendiente de su hilillo, como si no hubiera nada más en el mundo.

Siempre me ha parecido una incomprensión radical o una cursilería que Ortega dijera que la escritura de Azorín es «el primor de lo vulgar». La vulgaridad no tiene primores, sólo nos rebaja; otra cosa es la cotidianidad, lo real de todos los días y nuestra convivencia con las cosas. Esto es muy serio y muy profundo. Flannery O’Connor prestaba, por ejemplo, atención a la cotillería de unas pobres mujeres a la hora del desayuno, porque amaba la vida y sabía muy bien que esa conversación era tan importante por lo menos como la batalla de Salamina; y una chaqueta vieja puede acompañarnos en los adentros como ninguna otra cosa. La manta de viaje de la que habla Newman nos le retrata extraordinariamente, y él nos habla de ella una y otra vez porque tenía que hacer justicia a lo que significaba para él, más allá de su pura materialidad y servicio. Así que seguramente Flannery O’Connor y Conrad están hablando de esa justicia con lo real. Y así debe ser; no primores de nada, justicia primordial.

Pero quizás también puede y debe entenderse ese hacer justicia al mundo visible y de lo real entitativo, como la determinación de hacer frente a la escritura mixtificadora o amplificatoria de la realidad, que es su desprecio o falsificación; esto es, los añadidos interpretativos o sentimentales, y los encubrimientos o estetizaciones, las ventanas pintadas, en suma, de las que hablaba así mismo Pascal; es decir, ofrecer un ens fictum como realidad.

En una de sus cartas, la autora comenta cómo se ríe releyendo sus propios relatos. ¿Cuál es el sentido del humor en la obra de la escritora?

Me parece normal que se riera, porque ella ha sido quien se ha encontrado la primera con la situación grotesca, y sigue siendo arrastrada por su comicidad. Shelley decía de la poesía que, apenas comenzaba su escritura ya se iba decolorando, de tal modo que el poema más maravilloso ya no tiene la viveza del relámpago que el poeta vio cuando lo vio, y esto ocurre con la narración igualmente; de modo que a Flannery O’Connor, al releerse, quizás se la concedió volver a experimentar la comicidad primigenia que la iluminó antes de ponerse a escribir el relato. Y que la iluminará siempre. El sentido de esa comicidad es, creo yo, el de que se constituye en la autora en su propia manera de acercarse a la realidad.

Siempre he pensado que si al leer los cuentos de Flannery O’Connor no nos reímos, es porque hemos perdido la esperanza, es decir, ya no creemos que pueda sucedernos nada nuevo que nos haga ver el horizonte de nuestra ridiculez. Por lo que su escritura, planteando dramáticamente el problema del bien y del mal, es de una imbatible esperanza. ¿Qué piensa usted? ¿Es posible reunir, como creo que hace ella, la extraordinaria comicidad de sus relatos con el vértigo de sus trayectorias? Y ¿por qué cree usted que elige esta forma tan desconcertante?

Probablemente es algo normal que, cuando nos reímos ante una página, si la releemos ya no nos hace ni sonreír; sin embargo, el humor escondido y misericordioso, aunque no nos arranque siempre una sonrisa en las relecturas, ni una risa franca en las primeras lecturas, sí nos pone en su onda, por decirlo así, y nos inunda por dentro. Y es como si nos riéramos por dentro, porque es en el mundo de la libertad y el juego y su alegría en el que nos instalamos. Ahora bien, eso que usted dice acerca de que si no nos reímos es porque hemos perdido la esperanza de que nos acaezca algo que desnude nuestra propia comicidad es un matiz muy fino. La risa está conectada con el mundo que no es, con el mundo al revés, o con el mundo disparatado, y con nuestro rechazo del mundo real histórico por otro mundo que es invisible pero también real, y que habitamos realmente mientras reímos sobre todo. Aunque ni siquiera se nos dibuje una sonrisa, estamos en el ámbito de la risa interior, en ese estado singular que el reír produce.

La comicidad en Flannery O’Connor nos libera realmente y da esperanza a la negrura o ferocidad de la historia que pinta. ¿Es desconcertante el modo como lo hace? Sin duda que la historia que se nos cuenta nos desconcierta, nos hace vacilar o nos deja colgados, porque sitúa precisamente la risa junto a la ferocidad, y es la comicidad la que nos permite conocer y reconocer en toda su dimensión y brutalidad, y es el escudo de que nos eche su aliento siquiera.

Para definir su tarea de escritora utiliza un ejemplo grotesco y dice que ella es como aquella criada ciega que para servir el té caliente a su señor, metía el dedo en la taza»10. Es decir, escribe desde su experiencia. Pero ella no entiende la experiencia de la realidad como una forma de probar, sino que atiende al vértice final al que la experiencia de las cosas mismas envía. ¿Qué experiencia subyace en este recorrido que va desde la experiencia hasta el misterio? ¿Por qué en sus relatos se da una apretada trenza entre experiencia, misterio y realidad?

Me encanta esa parábola de meter el dedo en la taza del té para comprobar si está caliente; explica perfectamente lo que sucede. Porque, obviamente, el escritor ya ha vivido, durante el tiempo de la escritura por lo menos, lo que cuenta; y ya sabe, entonces, si lo que ha escrito, el té que ha hecho, se ha quedado frío, está verdaderamente caliente o quema. El escritor ha tenido su experiencia de la historia que cuenta, incluida la del desconcierto, o la de haberse quemado ya los dedos, o todo él entero. Y ésta es una experiencia interior, por supuesto, la experiencia que otorga la ineludible necesidad de ser los otros de la narración mientras se está contando, pero esta experiencia es real, realísima.

A propósito de la pintura, que para el caso que nos ocupa supone una misma cuestión, hay una carta de hacia 1646 de Nicolás Poussin a Jacques Stella, en la cual el pintor, midiendo sus fuerzas, rechaza un encargo que Stella le ha hecho, y escribe esto que voy a leer despacio: «Ya no tengo suficiente alegría ni salud para comprometerme en temas tristes. La Crucifixión me ha puesto malo, me ha apenado muchísimo, pero el Cristo con la cruz a cuestas acabaría de matarme. No podría resistir los pensamientos aflictivos y serios que deben colmar el espíritu y el corazón para llevar a bien unos temas así, tan tristes y lúgubres ya de por sí. Dispensadme de hacerlo, os lo ruego».

Ya ve. Tal es, en efecto, la empresa de hacerse otro y de soportar su historia, pintando o escribiendo, si las cosas se toman en serio. Así que, a veces, hay que subir hasta el calvario, y otras ir al Edén, y otras entrar en una zona que Flannery O’Connor y usted llaman misterio. Esto es lo que nos ocurre, pongamos por caso, con el príncipe Mischkin de El Idiota, que es un ser normalísimo pero misterioso, en el sentido de que nos remite a algo otro que él mismo y que lo dado ahí en el mundo. Flannery O’Connor ha tenido esa experiencia en sus historias, y ha logrado transmitirla.

La concepción del cuento de Flannery O’Connor

El misterio a través de las formas

El título que los amigos de la escritora dieron a la recopilación de sus ensayos fue Mystery and Manners; en España, el estudio que realizó Broncano sobre sus cuentos es Mundos breves, mundos infinitos. Uno y otro títulos atienden a esta concepción que la autora tenía de su escritura: las formas anuncian el misterio y la brevedad de sus mundos está traspasado de infinitud. Ella define el relato así: «La naturaleza de la ficción está determinada en gran medida por la naturaleza de nuestro sistema perceptivo. El principio del conocimiento humano se da a través de los sentidos, y el novelista empieza donde comienza la percepción humana. El escritor atrae por medio de los sentidos, y no se puede atraer a los sentidos con abstracciones. Para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que está viendo realmente. Pero el mundo del novelista está lleno de materia, y esto es lo que los novelistas que están empezando están poco dispuestos a tratar. Están interesados principalmente en las ideas abstractas y en las emociones. Tienen tendencia a ser reformadores, y a querer escribir porque están obsesionados no por una historia, sino por los huesos sin carne de algún concepto abstracto. Son conscientes de los problemas, no de las personas; de las preguntas y de las cuestiones, no de la estructura de la existencia; de historias y de todo lo que tenga un sabor sociológico, en lugar de todos esos detalles concretos de la vida que hacen real el misterio de nuestra situación en la tierra. Los maniqueos separaban espíritu y materia. Para ellos todas las cosas materiales eran malas. Buscaban el espíritu puro, e intentaban acercarse al infinito directamente, sin ninguna mediación de la materia. Esto es más o menos el espíritu moderno, y a causa de la sensibilidad de la que se está contaminando la ficción, es difícil, si no imposible, escribir, porque la ficción es en gran medida un arte de la encarnación»11. ¿Qué le parece esta definición?, ¿qué supone esta consideración de la unidad entre el misterio y las formas cuando todos tendemos a pensar que son dos mundos irreconciliables?

Kant mismo, pese a todo su racionalismo, habló de que las historias fueron «el primer modo rapsódico del conocimiento», distinto del conocimiento especulativo por lo tanto. Y aquí volvemos a lo que ya comentamos anteriormente; es decir, que la narración no sólo es que reclame para sí la capacidad de conocer la realidad del hombre concreto, sino que es el único medio de conocerle, y el lenguaje narrativo no es ni puede ser especulativo y abstracto o de universales, sino concreto, metafórico y simbólico, carnal verdaderamente; y me parece exactísima esa fórmula de Flannery O’Connor de que «la ficción es en gran medida un arte de la encarnación». Aunque matizaría, por mi parte, que no un arte, sino el arte, el único, porque su esencia es levantar vidas verdaderas y carnales con palabras.

La narración es un invento judaico, bíblico. En la Biblia hay historias, no abstractos filosóficos ni mitos, y su lenguaje es eidético o de imágenes, no especulativo o moral; y cuando el Antiguo Testamento se traduce al griego, los ángeles lloraron, como dice un comentario judío.

Qohélet o el Eclesiastés, por ejemplo, dice en su comienzo, según esa traducción al griego llamada de Los Setenta, y también en la traducción de la Vulgata: «Vanidad de vanidades y todo vanidad»; pero lo que literalmente dice el texto hebreo es: «Humo de humos y todo humo»; o neblina, o vapor de agua; esto es, una materia cercana al humo que no tiene consistencia y enseguida se disipa. Son dos modos de designar una realidad, pero el texto hebreo, que es poético y maneja una imagen, nombra con mayor claridad y fuerza la realidad en su ser verdadero, que es el ser humo o vapor de agua o neblina; mientras que el texto griego y de la Vulgata echa mano de un concepto abstracto, metafísico o moral, más allá de lo físico. Aunque este concepto es el más apropiado para una cultura como la griega y la nuestra, predominantemente especulativas, o hasta exclusivistamente especulativas. Hasta un punto que Spinoza, por ejemplo, que era un judío, pero un racionalista, pensaba que los profetas bíblicos utilizaban un lenguaje poético porque éste era el más apropiado para el pueblo, que no podía entender el espesor del pensamiento especulativo. Y, sin embargo, es el lenguaje poético o literario el que nos enfrenta al quid de lo real.

El mundo del narrador está efectivamente lleno de materia, y no hay lugar en él para los abstractos; pero curiosamente —y para desgracia nuestra— la modernidad está regida por los abstractos. El hombre concreto no cuenta para nada, sino que queda subsumido en las abstracciones en que se le hace vivir. Se supone que es libre, por ejemplo, porque vive en un régimen de libertades públicas, y que el asesinato de una mujer queda conjurado porque ese asesinato se llame violencia de género, o que no hay despido del trabajo porque se racionaliza como reajuste económico, etc.

La ideología, la sociología, la psicología, etc. no tienen que hacer nada en una narración, no sólo serían puro mobiliario, como decía la también excelente novelista norteamericana Willa Cather; sino abominables ectoplasmas para relleno, irrisorias explicaciones especulativas. El material narrativo siempre es concretísimo: el de las pasiones humanas encarnadas en unos personajes vivos y contadas en una historia.

El acontecimiento como categoría central del relato

Usted ha definido el relato como milagro o acontecimiento. Dice así: «En realidad, lo propio de la narración es el milagro. ‘El narrador —dice Walter Benjamin— toma lo que cuenta de la experiencia propia o ajena, y lo convierte nuevamente en experiencia propia de los que escuchaban su historia’. Y podemos iluminar este carácter de acontecimiento de la narración con lo acaecido en un cuento recogido por Martin Buber. Pidieron una vez a un rabino, cuyo abuelo había sido discípulo de Baalschem, que contase una historia. ‘Una historia —dijo él— debe contarse de tal modo que ella misma preste remedio’. Y contó lo siguiente: ‘Mi abuelo era paralítico. Una vez le pidieron que relatase una historia de su maestro. Entonces como el santo Baalschem solía saltar y danzar durante la oración. Mi abuelo se puso en pie y continuó su relato, y el relato le arrebató de tal manera que se vio obligado a mostrar, saltando y danzando, cómo lo había hecho su maestro. Desde aquella hora quedó curado’. Así deben contarse las historias»12. Una definición que coincide en muchos de sus términos con la dada por la escritora sureña cuando dice: «Es probablemente una acción, un gesto del personaje diferente al resto de los gestos y acciones de la historia, el que señala dónde descansa el corazón del relato. Debe ser una acción o un gesto totalmente correcto y, al mismo tiempo, totalmente inesperado; debe atravesar al personaje y estar más allá de él; debe sugerir, a la vez, el mundo y la eternidad (...) Debe ser un gesto que de algún modo esté en contacto con el misterio»13.¿Cree usted que tienen una concepción semejante? ¿En qué coincide? ¿En qué se diferencia?

Sí, coincido totalmente con Flannery O’Connor en que el acontecimiento es la naturaleza misma del relato. Cuando contamos un cuento a un niño, él pregunta constantemente: «¿Y luego qué pasó?». No solamente por curiosidad e intrigado, sino porque, enrolado en la historia como está, todavía no le ha ocurrido nada, y espera que le ocurra; no solamente que ocurra en el cuento, sino también a él, y algo inesperado, porque para eso lo escucha. Y lo que se espera que ocurra, efectivamente, es un acontecimiento desconcertante que se da con ocasión de una historia de hombre y mundo, pero también pueden apuntar ese acontecer y desconcierto a algo otro, enigmático o misterioso, como dice Flannery O’Connor, y como ocurre en la vida misma. Porque la mirada de ella no es co-extensiva de lo inmanente, es cristiana; y por eso dice que escribe desde su fe, y que esta fe es un plus en su mirada de escritora. Pero éste es otro asunto. Pienso que es la historia que se cuente la que está o no está en alguna relación con el misterio o con lo eterno o no; puede moverse en el sinsentido como sucede en historias que ella misma ha contado; pero el narrador creo que no puede hacer nada para sugerir o dejar de sugerir.

Qué le sugiere esta frase de la escritora: «Un relato —‘short story’—debe ser largo en profundidad y debe procurarnos una experiencia de significado»14.

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