Capítulo 3

UNA UTOPÍA CON CONSECUENCIAS

¿El fin de las ideologías?

Hace unos años se puso de moda hablar sobre el «fin de las ideologías». Tras la caída del Muro de Berlín, se suponía que íbamos a entrar en una era postideológica. Sin embargo, usted no parece muy satisfecho con esta explicación. Muerto el marxismo, ¿se acabó la rabia?

Actualmente, existe una confrontación ideológica tan global y omnipresente como la que existió entre el marxismo y la libertad en el siglo XX. Se trata del enfrentamiento entre dos concepciones antropológicas incompatibles entre sí. De un lado, la visión del hombre que hunde sus raíces —aunque sea vagamente— en Jerusalén, Roma y Atenas; lo que podríamos llamar el humanismo cristiano. De otro, la ideología de género; un sistema cerrado de ideas que inspira leyes, partidos políticos, medios de comunicación social, organismos internacionales y llega —como por ósmosis— al ciudadano de a pie.

Muchos debates actuales en torno a la familia, el matrimonio, la educación o el derecho a la vida están provocados por los asaltos de la ideología de género al sistema de valores que, a lo largo de los siglos, ha construido el Occidente cristiano para proteger la dignidad humana.

Como toda ideología, la de género pretende explicar la realidad social a partir de una sola categoría. Para el marxismo, era la lucha de clases. Y para el nazismo, la raza. Ahora la ideología de género dice que el motor que mueve la historia es la lucha sin cuartel entre las mujeres (víctimas) y los hombres (dominadores). Según este planteamiento, el núcleo de la opresión de la mujer se encuentra en su papel de esposa, madre y educadora de los hijos. Por eso, los promotores de la ideología de género atacan el matrimonio y aspiran a sustituirlo —como ha ocurrido en España— por la unión de cualesquiera dos adultos, «sea cual sea su orientación sexual».

También pretenden convertir la educación en un instrumento al servicio de sus intereses: su objetivo es incrustar en la conciencia de los niños y de los adolescentes las categorías propias de la ideología de género («orientación afectivo-sexual», «salud reproductiva y sexual»...). Por último, pretenden reinventar la religión. Ya existen ediciones de la Biblia inspiradas en la ideología de género, donde se evita hablar de Dios con términos que indiquen masculino o femenino.

La confrontación ideológica entre el marxismo y el capitalismo era tan visible que dio origen a dos bloques bien diferenciados: la antigua URSS y Estados Unidos. Ambas potencias se vieron enfrentadas en una tensa y larga Guerra Fría. ¿Por qué no percibimos hoy, con tanta claridad, la confrontación de la que usted habla?

Porque ninguna de estas dos visiones del mundo —ni el humanismo cristiano ni la ideología de género— se traducen en un régimen político. Ninguna de ellas propugna un modelo de Estado; en el fondo, lo que proponen es un modelo de persona. Haciendo una simplificación, se podría decir que durante la Revolución francesa y sus epígonos, en el siglo XIX, la gente luchaba por modelos políticos. En el siglo XX, por modelos económicos. Y en el siglo XXI, por visiones del hombre. Por eso, actualmente los campos de batalla son la educación, la cultura, la familia, la sexualidad, la identidad personal, las conciencias...

La ideología de género está politizando lo privado, dando la vuelta a la modernidad, que en su día intentó sacar la moral de la esfera pública. Ahora es al revés: lo público trata de meterse en los ámbitos más íntimos de las personas. Si en la modernidad parecía que sacar el sexo de las leyes era el camino para liberarse de la supuesta «opresión cristiana», ahora son las propias leyes las que se meten en tu alcoba para decirte cómo debes comportarte.

Además, hay otras dos razones. Primero, porque muchos de los que viven en la tradición cristiana no son conscientes de ello. Y, aunque sociológicamente se mueven dentro de las coordenadas cristianas, ni siquiera lo saben. Y después, porque los simpatizantes de la ideología de género niegan que sus planteamientos sean ideológicos. Se presentan a sí mismos como los salvadores de la humanidad, que luchan por extender los derechos individuales: el derecho de la mujer a abortar, el derecho de los homosexuales a casarse, el derecho de los transexuales a cambiar su sexo biológico... Todas estas reivindicaciones se presentan de manera aislada cuando, en realidad, forman parte de una agenda ideológica muy bien diseñada.

El género se construye

Antes de que nos explique cuál es la «mano negra» que ha diseñado esa agenda, me gustaría saber cuándo nació la ideología de género.

Surgió a finales de los años sesenta del siglo XX, en el seno del movimiento feminista norteamericano. Después, la incorporó el lobby gay. Y más recientemente, a partir de las cumbres sobre la población en El Cairo (1994) y sobre la mujer en Pekín (1995), la ideología de género comenzó a inspirar las políticas de algunas agencias de Naciones Unidas y de otros organismos internacionales. Especialmente visible es el esfuerzo actual de Naciones Unidas por implantar la ideología de género en toda América Latina. En España, más que en otros países occidentales, la ideología de género se ha introducido fuertemente durante los años de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

Así que la ideología de género es un producto del feminismo.

En buena medida, sí. Pero debemos distinguir claramente entre feminismo e ideología de género. El feminismo —al menos, en sus orígenes— es un movimiento social que busca, fundamentalmente, la igualdad de derechos civiles y la supresión de las discriminaciones a las que estaban sometidas injustamente las mujeres. La ideología de género es otra cosa, aunque surja dentro del movimiento feminista.

La expresión «género» —entendida como una construcción cultural radicalmente independiente del sexo— se pone de moda en el ambiente intelectual de Mayo del 68, donde se mezclan el individualismo y la exaltación de la sexualidad con el rechazo a la tradición. En este contexto de ruptura, un grupo de feministas norteamericanas muy influidas por los planteamientos de Simone de Beauvoir —que había anunciado ya en 1949 su conocido aforismo: «¡No naces mujer, te hacen mujer!»— se rebelaron contra el feminismo de finales del siglo XIX y principios del XX, más preocupado por cuestiones prácticas como el derecho al voto, la independencia económica, el acceso a todas las profesiones, igual salario por el mismo trabajo, etc.

Las nuevas feministas, que se autodenominaron «de género», eran muy radicales. Proclamaban el derecho al aborto, la liberación sexual, el rechazo de la maternidad, la contracepción masiva... El viejo feminismo —pensaban— se había equivocado de objetivo, al plantear como algo deseable la igualdad entre mujeres y hombres. Para las feministas radicales, la liberación de la mujer no se consigue igualando en derechos sino borrando del mapa las diferencias entre los sexos.

Pues lo tienen un poco difícil.

Bueno, las feministas de género están convencidas de que no hay nada natural en la distinción entre hombre y mujer. Los roles asociados a la condición masculina y femenina serían puramente convencionales; una mera construcción cultural creada por los hombres para atar a las mujeres a la función reproductiva («hacer hijos para el varón»), mediante esa institución opresora que es el matrimonio.

Para liberar a la mujer, hay que «deconstruir» —término que toman de la filosofía estructuralista— todas las categorías culturales, religiosas, jurídicas y lingüísticas que durante siglos han estado al servicio de la distinción antinatural entre hombre y mujer.

Según estas feministas, no hay dos sexos sino distintas orientaciones sexuales: heterosexualidad, homosexualidad, lesbianismo, transexualidad, bisexualidad... Cada uno puede cambiarlas a su gusto; puede reinventarse a sí mismo sin ataduras de ningún tipo: ni biológicas, ni morales, ni culturales. Todas las orientaciones sexuales son igualmente valiosas, porque todas son expresión de la autonomía personal.

Una revolución cultural

De modo que lo que comenzó siendo un movimiento de liberación de la mujer ha terminado por convertirse en una auténtica revolución cultural.

Exacto. Al igual que el marxismo, la ideología de género pretende sustituir un orden social por otro completamente nuevo. Pero aquí el objetivo no es erradicar la desigualdad de clases, sino la de sexos. Se trata de llegar a un estado de la humanidad donde ya no importen las diferencias entre hombre y mujer, sino sólo las distintas orientaciones sexuales.

La canadiense Shulamith Firestone, autora de culto para estas feministas, dejó claro el camino: «Así como la meta final de la revolución socialista era no sólo acabar con el privilegio de la clase económica, sino con la distinción misma entre clases económicas, la meta definitiva de la revolución feminista debe ser igualmente —a diferencia del primer movimiento feminista— no simplemente acabar con el privilegio masculino, sino con la distinción de sexos misma: las diferencias genitales entre los seres humanos no tendrán ya una importancia cultural».

Para instaurar la sociedad sin sexos, es preciso reescribir la historia. Lo ha dicho abiertamente Judith Butler, feminista radical y lesbiana militante, en su obra Deshacer el género: «La tarea de la política internacional de gays y lesbianas es nada menos que rehacer la realidad, reconstituir lo humano».

Por eso, quieren dar un nuevo significado a la familia, a la educación, al lenguaje, al derecho, a la moral y a la religión. Todas estas realidades son, a su juicio, contrarias a la liberación personal. Quienes defienden el matrimonio —dicen— dan por hecho que la atracción entre hombre y mujer es algo natural, pero en realidad no es más que una construcción histórica al servicio del despotismo del hombre sobre la mujer y de los heterosexuales frente al resto de orientaciones sexuales.

Butler suele afirmar que la verdadera liberación no está sólo en la construcción autónoma de la propia orientación sexual al margen de la biología, sino en que la sociedad te reconozca esa elección. Para ser libre como lesbiana o transexual, los demás deben tratarte y reconocerte como tú has decidido ser. De ahí ese intento de acabar con cualquier juicio que distinga entre mujeres y hombres.

Estos planteamientos aparecen con nitidez en las obras de otras feministas como Kate Millet, Carol Christ, Bella Abzung o Alison Jagger.

Eliminar las diferencias entre hombre y mujer, deconstruir la sexualidad, instaurar la sociedad sin sexos... ¿No le parece una doctrina demasiado radical para el ciudadano de a pie?

Sí, claro que lo es. Es radical y utópica; sería tanto como destruir la constitución natural de los seres humanos. Pero eso no impide que las feministas de género lo propongan como programa ideológico. Cuando alguien se mete en el entramado intelectual y emotivo de una ideología, trabaja ciegamente al servicio de sus creencias. Ahora bien: aunque el objetivo último que persigue la ideología de género es utópico e irrealizable —la sociedad sin sexos— los pasos intermedios para llegar hasta allí ya se están dando, con toda certeza, en muchos países.

Éste es el peligro que yo veo para la gente corriente. La ideología de género introduce en las mentes una visión distorsionada de la sexualidad y, en definitiva, de la persona. Si uno configura su vida sexual conforme a los postulados de la ideología de género, terminará creyendo que nada es verdad ni mentira; que nada es bueno ni malo; que la sexualidad no tiene una finalidad corporal, psíquica ni espiritual.

De aquí se derivan muchas consecuencias concretas: la maternidad se convierte en algo ajeno a la sexualidad e incluso puede llegar a considerarse como un mal que limita la libertad sexual; la complementariedad entre hombre y mujer también se convierte en un obstáculo para la realización personal, porque la sexualidad ha de ser polimorfa, etc. Todo esto conduce a una despersonalización de la sexualidad.

En mi opinión, uno de los peligros más claros de la ideología de género se encuentra en la educación de los niños y de los adolescentes. Basta ver los folletos y las guías educativas que financian algunas Comunidades Autónomas, para imponer esta visión en las escuelas. La sexualidad se presenta a los alumnos como si fuera algo lúdico y sin reglas; una aventura en la que hay que introducirse cuanto antes. Se les invita a explorarlo todo, sin más límites que el de evitar los problemas de salud pública como el sida y otras enfermedades de transmisión sexual, o los embarazos adolescentes. Se les incentiva a la promiscuidad sexual y no se les da ningún criterio ético para vivir la sexualidad de forma responsable y plena. Esta banalización de la sexualidad marca profundamente a las personas; les priva de los recursos intelectuales y emocionales necesarios para entender la sexualidad en el contexto del amor y de la complementariedad entre hombre y mujer.

Otra implicación de la ideología de género es el rechazo a la maternidad. Al exaltar la sexualidad sin consecuencias y desvinculada de la reproducción, la maternidad acaba convirtiéndose en una maldición; una carga insoportable que la sociedad patriarcal impone a las mujeres para recluirlas al ámbito de lo privado. El siguiente paso lógico es considerar, bajo el nombre de «salud sexual y reproductiva», el aborto como un derecho.

La tercera consecuencia de la implantación de la ideología de género en la sociedad es la equiparación de todas las formas de convivencia posibles con la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Y, como consecuencia de ello, se otorga el mismo valor cultural y social a todos los estilos de vida sexual: heterosexual, homosexual, bisexual o transexual.

Estamos hablando de planteamientos teóricos —supuestamente utópicos— pero que, al incidir en cuestiones tan relevantes como la identidad personal, la sexualidad, el matrimonio, la familia o la educación, terminan por tener una trascendencia práctica en las personas y en la sociedad.

Rechazo a ser criatura

Usted lleva varios años dando conferencias sobre la amenaza que supone la ideología de género. De momento, ya ha logrado convencer a muchos obispos.

No sé si he influido en algún obispo. Pero me siento muy satisfecho de haber contribuido a sacar a la luz, junto con otras personas, una visión del mundo que hasta hace pocos años permanecía latente. Ahora mucha gente entiende qué repercusiones tiene la ideología de género o, por lo menos, sabe que existe. Si hemos ayudado a que los obispos reflexionen al respecto, me alegro profundamente.

Vamos, que se los ha ganado.

La Conferencia Episcopal Española es consciente de la importancia antropológica, cultural y social que tiene la ideología de género. En una instrucción pastoral titulada La familia, santuario de la vida y esperanza de sociedad (27-04-2001), los obispos realizaron un análisis muy lúcido sobre la situación del matrimonio en España. Y, entre otras cosas, abordaron la influencia de la ideología de género.

La definieron como una corriente de pensamiento, impulsada tanto por los grupos de presión homosexuales como por un cierto feminismo radical, que llega a presentar la relación hombre-mujer «como una especie de lucha de sexos en una dialéctica de confrontación». Frente a este planteamiento ideológico, los obispos subrayaron la necesidad de «descubrir un auténtico feminismo que reconozca los valores de la mujer en una armonización de los sexos que construya a las personas».

Más tarde, la Conferencia Episcopal publicó la instrucción Orientaciones morales ante la situación actual de España (23-11-2006). En el punto 18, los obispos sitúan a la ideología de género —junto a la transformación de la definición legal de matrimonio, la ley del «divorcio exprés», la tolerancia con el aborto o la producción de seres humanos como material de investigación— como uno de los componentes del proceso de descristianización y deterioro moral que atraviesa la sociedad española en las últimas décadas.

¿Se ha referido alguna vez el papa Benedicto XVI a la ideología de género?

No estoy seguro de que haya utilizado esta expresión, pero conoce perfectamente sus postulados. En su libro La sal de la tierra, el entonces cardenal Joseph Ratzinger advirtió sobre el peligro de pensar que la naturaleza humana es totalmente maleable. Su diagnóstico representa una buena síntesis de lo que pretende la ideología de género: «Ya no se admite que la ‘naturaleza’ tenga algo que decir; es mejor que el hombre pueda modelarse a su gusto, tiene que liberarse de cualquier presupuesto de su ser: el hombre tiene que hacerse a sí mismo según lo que él quiera, sólo de ese modo será ‘libre’ y liberado. Todo esto, en el fondo, disimula una insurrección del hombre contra los límites que lleva consigo en cuanto ser biológico. Se opone, en último extremo, a ser criatura. El hombre tiene que ser su propio creador, versión moderna de aquel ‘seréis como dioses’; tiene que ser como Dios».

En el fondo, ésta es la idea básica que subyace a la ideología de género. Ya no hay nada que nos condicione; nuestra libertad busca desvincularse de una naturaleza que nos impulsa hacia una determinada forma de vivir y de ser. Sólo existe nuestra voluntad, nuestros deseos, sin ninguna referencia a la realidad; es la voluntad la que crea nuestra propia personalidad, la que crea la ética, los valores, las relaciones humanas, etc.

No es género todo lo que reluce

Antes aludía al empeño de las feministas de género por deconstruir el lenguaje. Comencemos por la palabra estrella: ¿qué significa el término «género» tal y como ellas lo emplean?

La distinción entre «sexo» y «género» surge en el contexto de la polémica en torno al peso que tienen la biología y la cultura en la definición de la identidad sexual. Mientras que el término «sexo» hace referencia a lo dado por la naturaleza e implica dos posibilidades (varón y mujer), la expresión «género» se refiere a los roles sociales o a las funciones que la sociedad atribuye a cada sexo.

Como categorías de análisis, ambas son necesarias. Ciertamente, muchos de los roles que la sociedad asigna a mujeres y hombres son culturales y, por eso, pueden cambiar con el tiempo. Hay roles que históricamente se han tenido como femeninos (el cuidado de niños y ancianos, las tareas domésticas...), cuando en realidad no son exclusivos de la mujer. Sin embargo, hay otros roles que sí van unidos a la condición biológica de hombre y mujer; los ejemplos más claros son la paternidad y la maternidad.

En mi opinión, el debate fundamental está en saber si los roles sociales guardan relación o no con la biología; es decir, si el género tiene algo que ver con el sexo biológico. Y aquí es donde aparece la confusión.

De manera que el núcleo del debate no es «la cuestión femenina» —como piensan algunos—, sino el modo de entender las relaciones entre biología y cultura.

Efectivamente. Es un problema que afecta tanto a hombres como a mujeres, si bien históricamente ha nacido ligado a la definición de la identidad femenina. Análogamente a lo que dice María Elósegui, en la actualidad pueden distinguirse tres posturas dominantes. Existe una visión machista que afirma que el sexo determina el género. Según esta mentalidad, a cada sexo le corresponden por necesidades biológicas unos roles sociales: el varón trabaja fuera de casa y la mujer queda relegada a las tareas domésticas. Semejante reparto de tareas sería consecuencia de la desigualdad impuesta por la naturaleza.

La segunda postura es la que sostienen las feministas de género. Para ellas, el género es independiente del sexo biológico y puede no coincidir con éste. Cada uno puede construirse de espaldas a su sexo biológico; cualquier elección es válida y esto no supone una disfuncionalidad. Al revés, es el camino para encontrar la plena satisfacción personal. Así entendido, el género es puramente convencional; depende de la voluntad humana, del deseo.

Su principio básico es que la naturaleza estorba. Por eso, quieren emanciparse de la biología. Así lo entiende, por ejemplo, Shulamith Firestone: «Lo natural no es necesariamente un valor humano. La humanidad ha comenzado a sobrepasar a la naturaleza; ya no podemos justificar la continuación de un sistema discriminatorio de clases por sexos sobre la base de sus orígenes en la naturaleza. De hecho, por la sola razón de pragmatismo empieza a parecer que debemos deshacernos de ella».

La tercera postura —en mi opinión, la más sensata y equilibrada— es la de quienes afirman que el sexo condiciona el género, pero no lo determina. Lo que significa que hay roles convencionales —y, por tanto, variables— y otros que van unidos a la biología. Éste es el núcleo de la cuestión y aquí habría que situar el debate: averiguar qué es lo dado por la naturaleza a cada sexo y qué es lo construido en un determinado contexto social, con más o menos fundamento.

En diversas ocasiones, usted ha denunciado que los promotores de la ideología de género tratan de imponer un «neolenguaje». Aparte del uso ideológico de la expresión «género», ¿qué otras palabras emplean?

Una de las más importantes es la «orientación afectivo-sexual». Frente a la dimensión objetiva y ligada a la naturaleza de los sexos (hombre y mujer), las feministas de género hablan de «preferencias». Su idea es que la sexualidad puede evolucionar a lo largo de toda la vida, por lo que nada debe ser fijo. Nadie debería verse condenado a ser hombre o mujer de por vida. A su juicio, el abanico de posibilidades es amplísimo: homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales... Todas estas «orientaciones afectivo-sexuales» son igualmente valiosas. De manera que no se puede forzar a la gente a pensar que el mundo está dividido en dos sexos que se atraen mutuamente («heterosexualidad obligatoria»).

Esto va unido a la idea de la «sexualidad polimorfa», término que toman de Freud y que hace referencia a la diversidad de prácticas sexuales que cada uno puede escoger libremente. El deseo sexual puede dirigirse a cualquiera, por lo que no cabe establecer condicionamientos ni juicios de valor sobre lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor, lo conveniente y lo inconveniente.

También emplean la palabra «homofobia» para descalificar a todos los que no comparten sus planteamientos sobre la sexualidad, la familia y el matrimonio. Es evidente que los homosexuales merecen el mismo respeto que los demás ciudadanos. Pero de ahí a calificar a alguien de «homófobo» sólo porque desaprueba las prácticas homosexuales hay un trecho. Yo no odio a ningún homosexual; pero me ampara la libertad de expresión para decir que sus uniones no son lo mismo que un matrimonio. ¿Y por eso soy un «homófobo»? Eso, sencillamente, es una estrategia para evitar los debates públicos y, lo que es más grave, para silenciar al discrepante. Lo cual es peligrosísimo en una democracia.

El término «hegemónico» lo utilizan para descalificar a todo lo que, hasta ahora, la humanidad ha considerado natural. Según las feministas de género, el que un niño tenga un padre y una madre no es algo natural. Eso ha sido lo que se ha impuesto a lo largo de la historia, pero ahora puede y debe cambiar. Aquí entra en juego también la palabra «patriarcado»; o sea, el empeño histórico que, según esta ideología, ha tenido el hombre por someter a la mujer a través del matrimonio.

Con la expresión «derechos sexuales y reproductivos» pretenden liberar a la mujer de la esclavitud que supone la maternidad. Para escapar de la sociedad patriarcal, es preciso que la clase oprimida —las mujeres— se rebele y tome el control de la función reproductiva. Por eso, las feministas de género reivindican la liberalización del aborto. Desde hace varios años, por ejemplo, diversas agencias de Naciones Unidas utilizan el concepto de «salud reproductiva» para llevar a cabo un ataque contra la vida en los países pobres.

Algunas personas oyen hablar de «violencia de género» o de cualquier otra expresión que contenga la palabra «género» y enseguida imaginan una confabulación mundial orquestada por la ideología de género. ¿No le parece un poco exagerado?

Como en todo, puede haber mucha o poca exageración. Ahora bien: si nos referimos al ejemplo que citas, no me cabe duda de que la expresión «violencia de género» tiene una carga ideológica en determinados contextos. Con esta expresión algunos quieren introducir una visión dialéctica del matrimonio, como si fuera una estructura de poder y de clases. Se aprovecha un fenómeno real —el de la violencia contra la mujer— para difundir en la opinión pública la idea de que el matrimonio es necesariamente conflictivo y se basa en relaciones de dominación.

Cuando se llevó la ley contra la violencia de género al Congreso español, algunos expertos alegaron que el concepto de «violencia de género» era reduccionista; entre otras cosas, porque la violencia en el hogar puede darse también sobre los ancianos, los discapacitados, los menores o los hombres. En este sentido, hubiera sido preferible hablar de «violencia doméstica». Pero Gregorio Peces-Barba y algunas feministas se negaron en rotundo a quitar la palabra «género», porque —a su juicio— esta expresión contribuía a desarrollar la función pedagógica que tiene toda ley.

Por tanto, no es cierto que siempre que se utiliza la palabra «género» estemos ante una confabulación mundial. Pero tampoco podemos ser ingenuos y pensar que se trata de una expresión neutra. En su uso habitual, tiene fuertes connotaciones ideológicas.

¿Perspectiva o ideología de género?

Cuando un organismo internacional o un gobierno piden que se incorpore la «perspectiva de género» a las leyes o al mundo laboral, ¿a qué se refieren?