Ensayos
301

Filosofía
Serie dirigida por
Agustín Serrano de Haro

HANNAH ARENDT

Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental

seguido de
Reflexiones sobre la Revolución húngara

Presentación y edición de Agustín Serrano de Haro

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-753-7

Título original
Karl Marx and the Tradition of Western Political Thought
and
Reflections on the Hungarian Revolution

© 2007
Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Traducción de Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental:
Marina López y Agustín Serrano de Haro
Traducción de Reflexiones sobre la Revolución húngara:
Agustín Serrano de Haro

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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PRESENTACIÓN

Los dos escritos de Arendt que se han reunido en este volumen tienen un origen editorial tan dispar como el que separa una selección de textos inéditos no publicada hasta el año 2002, de un ensayo que en su momento formó parte de la segunda edición en lengua inglesa de Los orígenes del totalitarismo. La proximidad en las fechas de composición —apenas un lustro de diferencia en la década de los cincuenta—, ciertas conexiones muy significativas entre los asuntos analizados en cada uno de los textos y el notable interés que ambos escritos conservan —también el compuesto al calor de la revolución aplastada en Hungría—, nos han parecido, sin embargo, justificación suficiente para su maridaje en esta peculiar edición española. La disparidad editorial en origen no es, por lo demás, tan marcada como a primera vista ha de parecer y bajo ella se ocultan asimismo claras líneas de continuidad.

Pues «Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental» es el título que Arendt fue prefiriendo para el estudio en que ella se volcó inmediatamente a continuación de Los orígenes del totalitarismo y con la intención explícita de subsanar lo que entendía como «la laguna más seria» de la obra, a saber: la «falta de un análisis histórico y conceptual adecuado del trasfondo ideológico del bolchevismo»1; así se expresaba de hecho la pensadora en la petición formal de financiación de su estudio ante la Fundación Guggenheim. El proyecto inicial de Arendt era examinar en profundidad el marxismo como el único elemento ideológico que, a su parecer, conectaba la terrible novedad totalitaria con el cauce de la tradición de pensamiento político de Occidente. A lo largo del otoño de 1952, la Fundación neoyorquina contestó afirmativamente a la solicitud y aceptó becar la investigación sobre «Elementos totalitarios del marxismo» —tal era el título inicial—. Pero el enfoque de partida de la pensadora se vio pronto desbordado por la exigencia inevitable de aclarar el lugar preciso del pensamiento de Marx en el seno de esta tradición occidental y, con ello, por la necesidad también de aclarar qué principios teóricos y qué experiencias históricas habían articulado la «Gran tradición» y cómo y por qué ciertas experiencias nuevas habían puesto en crisis irreversible esos principios ya antes de la doble monstruosidad política del siglo XX. La enormidad de la tarea, que es patente con sólo enunciarla, hizo que la empresa no llegara a concluirse jamás, o mejor, que no llegara a sustanciarse en una obra, pues sí cabe afirmar con Elisabeth Young-Bruehl que los grandes libros de Arendt de finales de los 50 y principios de los 60: La condición humana, Entre pasado y futuro y Sobre la revolución, «salieron todos ellos de sus estudios para el proyectado y nunca escrito libro sobre el marxismo»2.

Los manuscritos de Arendt acerca de Marx y del marxismo que proceden de estos años de intenso trabajo y que custodia la Biblioteca del Congreso de Washington forman por sí solos un depósito específico de casi mil páginas de muy distinta condición. A modo de anticipo de la prevista publicación íntegra de estos materiales, Jerome Kohn dio a conocer en 2002 y en la revista Social Research una selección significativa de ellos, que es la que aquí se ha traducido al castellano3. Articulada en dos secciones: «El hilo roto de la tradición» y «El desafío moderno a la tradición», la vivísima sucesión de grandes asuntos da una idea cabal de las líneas maestras del pensamiento de Arendt in statu nascendi y en su poderoso entrecruzamiento. Se parte de la apariencia de que el marxismo como la ideología oficial de una superpotencia mundial habría situado a la filosofía, en la segunda posguerra del siglo XX, en una situación nunca antes conocida: Marx habría logrado «a título póstumo» hacer realidad «el sueño platónico» de someter la abrupta realidad política a dogmas estrictos del pensar filosófico. Claro que las rupturas de los movimientos políticos y sindicales decimonónicos respecto del pensamiento marxiano original, las de Lenin respecto de aquéllos, y finalmente las del estalinismo totalitario respecto del leninismo, imponen más bien la sorprendente conclusión de que «la línea que va de Aristóteles a Marx muestra a la vez menos rupturas y mucho menos decisivas que la línea que va de Marx a Stalin». De este modo, la cara del pensamiento marxista que mira hacia el totalitarismo soviético, aun siendo en sí misma relevante pues no existe ningún análogo de esta situación a propósito del totalitarismo nazi —tesis habitual de Arendt—, es menos significativa que la cara por la que el pensamiento marxista cierra el gran ciclo de la tradición de pensamiento político occidental, la tradición platónico-aristotélica y medieval-moderna.

Claro que, en realidad —habría que matizar de nuevo—, fue la Revolución industrial, y sólo en segundo lugar las Revoluciones políticas norteamericana y francesa, las que cambiaron de tal modo el paisaje de la coexistencia social y política en Occidente, que Marx emerge más bien como el gran pensador que toma nota de las mutaciones ocurridas y trata de hacerse cargo de su extraordinario alcance. La emancipación, ya en proceso, de la clase trabajadora en el seno de una sociedad igualitaria en la que todos los seres humanos son (sólo) laborantes-consumidores está a la base de la glorificación marxiana de la labor, y con ella a la base de la exaltación de la necesidad como fuente y motor de la libertad. Lo no planteable en el marco de la tradición, ya que en ella la labor física equivalía a la nuda compulsión, es decir a la forzosidad natural apolítica, es decir a la esclavitud, ha venido a ocurrir, y Marx se esfuerza en pensar esta novedad inaudita de la liberación de la labor —ya no el librarse de ella (en alguna medida) como precondición de la ciudadanía, sino, al contrario, el liberarla a ella como realización de la desnuda humanidad—. Pero Marx afronta el desafío a la tradición justamente con las categorías de la propia tradición, que, aun invertidas, reconvertidas o subvertidas, siguen siendo las mismas y provocan entonces esas formidables paradojas de que el fin anhelado de la Historia consista en acabar con la Historia, el de la violencia en instaurar la paz y el de la labor organizada en crear una sociedad de laborantes desocupados4.

Basta quizá este somero e imposible resumen para hacerse una idea introductoria del poderoso aliento y notable intensidad que desprenden estos esbozos. La «larga duración» histórica pasa aquí, a la vez, a través de ciertas encrucijadas cruciales y se nutre de acontecimientos singulares imprevisibles. Y así, la propia continuidad de la tradición no alcanza nunca una compacidad completa (al uso y abuso posmoderno), una solidez segura que permita subsumir en ella, sin resto, los hitos que la jalonan y las tensiones que la constituyen. Los esbozos pero de una gran pensadora rezuman justamente pensamiento.

«Reflexiones sobre la Revolución húngara» apareció, en cambio, en febrero de 1958 en el Journal of Politics (XX/1), poco más de un año después de los extraordinarios acontecimientos del otoño de 1956 en Hungría. El escrito analizaba la génesis, el desarrollo y el sentido de la efímera revolución, al propio tiempo que honraba con indisimulada y vibrante admiración a los protagonistas de aquellas jornadas: el pueblo húngaro. En su primera forma, el ensayo de Arendt llevaba más bien por título completo «Imperialismo totalitario: Reflexiones sobre la Revolución húngara», y en este mismo año de 1958 vio ya la luz una traducción alemana, utilizada para una emisión radiofónica en Baviera y que corregía y ampliaba la versión inglesa. Pero, andando el año, el escrito, de nuevo ampliado, repensado y reelaborado, se incorporó a la segunda edición norteamericana e inglesa de Los orígenes del totalitarismo como el capítulo decimocuarto que cerraba la obra. En la riquísima unidad del libro, este capítulo añadido adquiría además el valor de un epílogo5. Las posteriores ediciones de Los orígenes del totalitarismo, a partir ya de la tercera de 1966, no tardaron, sin embargo, en suprimir el capítulo-epílogo. En tal decisión debió de influir el criterio de Arendt de que la prolongación del examen del totalitarismo más allá de la muerte de Stalin afectaba a la unidad básica de análisis de la obra y planteaba problemas de comprensión más amplios y difíciles. Este capítulo singular, que entró tardíamente en la magna obra para pronto salir de ella, nunca tuvo sitio tampoco en la versión española de Los orígenes del totalitarismo. La traducción que aquí se ofrece a los lectores castellanoparlantes sí se basa en la que yo mismo firmé en la revista valenciana Debats 60 (1997) e introduce correcciones en ella.

La conveniencia de que el lector español disponga en integridad del análisis arendtiano del totalitarismo, al que pertenece el «vasto paisaje del totalitarismo de posguerra», no es el único motivo que ha aconsejado recuperar las «Reflexiones sobre la Revolución húngara». La singular lucidez de la autora acerca del sentido de la Rusia postestalinista se entrelaza en el ensayo con su clara valoración acerca de lo que estaba en juego en la confrontación mundial de bloques; para uno de los cuales ella sí se permitía hablar, sin miedo, sin retóricas, de «el mundo libre». Es también importante el que «las llamas de la Revolución húngara» lleven a Arendt a exponer con cierto detalle, por vez primera en su obra, la idea del sistema de consejos populares como ámbito señalado de acción política, como referente olvidado pero reiterativo de las pocas «revoluciones espontáneas» que en el mundo han sido, e incluso como la alternativa democrática «en las condiciones de la Modernidad» al desprestigiado sistema europeo-continental de partidos políticos. Y apenas hace falta añadir que los felices acontecimientos de 1989 en lo que torpemente llamábamos Europa del Este concedieron al estudio de Arendt una segunda y relevante actualidad. La rara precisión con que la conclusión de estas páginas anticipaba que el sistema soviético de satélites podía colapsar, antes que reformarse, diríase una irónica confirmación póstuma del desdén arendtiano por las filosofías de la Historia y por los politólogos más o menos profesionales, y un aval añadido a un pensamiento político que, afirmando desconocer el porvenir, veía bastante más que quienes abogaban por procesos graduales de normalización y de síntesis. Lo difícil y admirable es, en efecto, acertar a ver el presente.

Agustín Serrano de Haro
(Instituto de Filosofía, CSIC)

NOTAS

1 Apud la introducción del editor invitado, Jerome Kohn, a Social Research 69 (verano 2002), p. V.

2 Elisabeth Young-Bruehl, Hannah Arendt. Una biografía —trad. de Manuel Lloris—, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2006, p. 361.

3 La referencia completa es: Social Research, vol. 69 (2), verano 2002, p. 273379. El título al que Kohn recurre proviene de dos conferencias pronunciadas por Arendt en Princeton en 1953. En realidad, estos textos fueron primeramente conocidos en la traducción italiana de Simona Forti aparecida en Micromega 5 (1995), pp. 35-108.

4 Acerca de este dédalo de cuestiones y del vínculo entre marxismo y totalitarismo puede consultarse con mucho provecho: Simona Forti, Vida del espíritu y tiempo de la polis. Hannah Arendt entre filosofía y política. Valencia, Cátedra/Universitat de Valencia/Instituto de la Mujer, 2001, Segunda Parte.

5 El título sufría un nuevo cambio y quedaba ahora como «Epílogo: Reflexiones sobre la revolución húngara».

REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN HÚNGARA

Cuando escribo estas líneas ha pasado más de un año desde que las llamas de la Revolución húngara iluminaran durante doce largos días el vasto paisaje del totalitarismo de posguerra. Fue éste un verdadero acontecimiento, cuya envergadura no dependerá de la victoria o la derrota; su grandeza está asegurada por la tragedia que los hechos representaron. Pues ¿quién puede olvidar el gesto político postrero de la Revolución: la procesión silenciosa de las mujeres enlutadas, que en público lloraban a sus muertos por las calles de la Budapest ocupada por los rusos? Y ¿quién podrá dudar del vigor del recuerdo cuando, un año después de la Revolución, el pueblo derrotado y aterrorizado conservaba aún valor suficiente para conmemorar, en público una vez más, la muerte de su libertad, abandonando de forma espontánea y unánime todos los lugares de entretenimiento público: teatros, cines, cafés y restaurantes?

El contexto de circunstancias en cuyo seno ocurrió la Revolución tuvo gran significación, pero no fue lo bastante determinante como para desencadenar uno de esos procesos automáticos que parecen casi siempre aprisionar la Historia, y que en realidad no son siquiera históricos si entendemos por tal todo lo que es digno de ser recordado. Lo ocurrido en Hungría no ocurrió en ninguna otra parte, y los doce días de la Revolución encierran más historia que los doce años anteriores desde que el Ejército Rojo «liberó» el país de la dominación nazi.

Durante doce años todo había sucedido como era de esperar; la larga y penosa historia de engaños y promesas rotas, de esperanza contra toda esperanza y de decepción final. Así fue desde un comienzo, con las tácticas frentepopulistas y de un simulado parlamentarismo, pasando luego por el franco establecimiento de una dictadura de partido único, que rápidamente liquidó a los líderes y miembros de los partidos antes tolerados, hasta el último escalón en que los líderes de los partidos comunistas nacionales, de los cuales Moscú desconfiaba con o sin motivo, fueron encausados no menos brutalmente bajo acusaciones falsas, humillados en procesos ficticios, torturados y asesinados, mientras pasaban a gobernar el país los elementos más despreciables y corruptos del partido, ya no comunistas sino agentes de Moscú. Todo esto y mucho más era predecible, no ya por la ausencia de fuerzas sociales o históricas que presionaran en otra dirección, sino porque era el resultado automático de la hegemonía rusa. Fue como si los gobernantes rusos repitieran a toda prisa todos los pasos de la Revolución de Octubre hasta el surgimiento de la dictadura totalitaria. Por ello esta historia, aun siendo inenarrablemente terrible, carece de suyo de demasiado interés y difiere muy poco de un lugar a otro; lo que ocurrió en un país satélite ocurría casi al mismo tiempo en todos los demás, desde el Báltico hasta el Adriático.

Las únicas excepciones a la regla fueron los Estados bálticos, de un lado, y la Alemania del Este, del otro. La desafección de los primeros aconsejó su incorporación directa a la Unión Soviética, lo cual dispensó de la ceremonial repetición de todo el proceso y el estatuto de las naciones bálticas se asimiló de modo inmediato al que disfrutaban otras nacionalidades soviéticas. Con la deportación de hasta un cincuenta por ciento de la población y la compensación de la pérdida demográfica con inmigraciones forzadas y arbitrarias, quedó claro que su estatuto se había asimilado al de los tártaros, los calmucos o los germanos del Volga, esto es, al de aquellos que en la guerra contra Hitler se habían revelado no-dignos de confianza. El caso de la Alemania del Este es también una excepción, pero en la dirección opuesta; nunca se convirtió siquiera en nación satélite, sino que siguió siendo territorio ocupado y con un gobierno títere pese al celo de los agentes alemanes de Moscú. El resultado fue que el país, aun cuando en un estado bastante miserable si se lo compara con la Bundesrepublik [República Federal de Alemania], se las arregló económica y políticamente mucho mejor que los países satélites. Pero estos territorios son excepciones sólo en la medida en que también ellos cayeron en la órbita de poder ruso; no lo son al sistema de satélites porque no formaron parte de él.

Ni siquiera las dificultades que comenzaron a manifestarse poco después de la muerte de Stalin pueden considerarse inesperadas, dado lo fielmente que reflejaban los problemas, o mejor, las controversias en la cúpula del liderazgo ruso. También aquí pareció haber una repetición de las condiciones de los años veinte, antes de que se hubiera completado la configuración del movimiento internacional comunista en su forma finalmente totalitaria; entonces todos los partidos comunistas se dividieron en facciones que reflejaban cabalmente las del partido ruso, y cada grupo o facción miraba a su respectivo protector ruso como a su santo patrón —cosa que sin duda era, ya que el destino de todos los protegidos a lo largo y ancho del mundo dependía por entero de la suerte que él corriese—. Ciertamente revistió interés, y alimentó la idea de que hay determinadas estructuras inalterables en el movimiento comunista, el hecho no sólo de que a la muerte de Stalin siguió la misma crisis sucesoria que a la de Lenin treinta años antes (cosa que, después de todo, es bastante natural en ausencia de toda ley de sucesión), sino el que la crisis se afrontase de nuevo mediante la solución temporal de una «dirección colectiva», término acuñado por Stalin en 1925, y el que el resultado en los partidos comunistas extranjeros fuera de nuevo una lucha desesperada por alinearse con uno de los líderes y por formar facción en torno a él. Así, Kadar era un protegido de Kruschev tanto como Nagy lo era de Malenkov. Tal repetición rozó con frecuencia la comicidad, incluso en la atmósfera de profunda y a veces sublime tragedia que la Revolución húngara creó; como cuando una de las últimas emisiones de la Radio Comunista Libre Rajk urgía a «los camaradas a sumarse al partido pseudocomunista de Kadar» y a convertirlo en «un verdadero partido comunista húngaro». Pues, en esta misma vena, la temprana oposición a Stalin había urgido a los camaradas a no abandonar el partido y a aplicar la táctica del Caballo de Troya, hasta que Stalin en persona ordenó después la misma táctica a los comunistas alemanes respecto del movimiento nazi. En todos estos casos el resultado fue el mismo: los que se quedaron dentro se convirtieron en sinceros y buenos estalinistas o nazis a todos los efectos prácticos.

La Revolución húngara interrumpió estas formas de sucesos automáticos y de conscientes o inconscientes repeticiones justo cuando el estudioso del totalitarismo se había acostumbrado a ellas y la opinión pública las seguía ya con apatía. Lo ocurrido en Hungría en absoluto vino preparado por cómo se desarrollaron los hechos en Polonia; fue algo totalmente inesperado y pilló por sorpresa a todo el mundo —a quienes lo promovieron y sufrieron, no menos que a quienes lo observaban desde el exterior con furiosa impotencia, o a quienes en Moscú se aprestaron a invadir y conquistar el país cual territorio enemigo—1. Pues lo que aquí ocurrió fue algo en lo que ya nadie creía, si es que alguna vez alguien creyó en ello; ni los comunistas ni los anticomunistas, y menos que nadie quienes hablaban de las posibilidades y obligaciones del pueblo de rebelarse contra el terror totalitario sin saber o sin importarles el precio que otros pueblos tendrían que pagar por ello. Si alguna vez hubo una cosa tal como la «revolución espontánea» de Rosa Luxemburgo —ese súbito alzarse de un pueblo oprimido por mor de su libertad, y apenas por nada más, sin que el caos desmoralizador de una derrota militar lo preceda, sin técnicas de coup d’etat, sin un aparato bien ajustado de organizadores y conspiradores, sin la propaganda socavadora de un partido revolucionario—; es decir, si alguna vez hubo lo que todo el mundo, conservadores y liberales, radicales y revolucionarios, había desechado como un noble sueño, entonces nosotros hemos tenido el privilegio de ser sus testigos. Quizá el profesor húngaro que informó ante la Comisión de Naciones Unidas estaba en lo cierto: «La carencia de líderes de la Revolución húngara es algo único en la Historia; no estuvo organizada; no fue dirigida centralmente. El afán de libertad fue la fuerza motriz de todas y cada una de las acciones».

Los acontecimientos, pasados y presentes, no las fuerzas sociales ni las tendencias históricas, no las encuestas ni la indagación de motivos ni cualquier otro artilugio del arsenal de las ciencias sociales, son los verdaderos maestros de los científicos de la política, los únicos dignos de confianza, como son también la fuente de información más fiable para quienes se dedican a la política. Una vez que ha ocurrido un acontecimiento como el levantamiento espontáneo en Hungría, toda política, toda teoría y previsión de potencialidades futuras precisan de re-examen. A la luz de lo acontecido hemos de poner a prueba y ampliar nuestra comprensión de la forma totalitaria de gobierno, así como de la naturaleza de la versión totalitaria de imperialismo.

NOTAS

1 El análisis más comprensivo y sólido de los sucesos en Rusia tras la muerte de Stalin es el de Boris I. Nicolaevsky. «Batalla en el Kremlin», serie de seis artículos publicados en The New Leader XL (29 de julio-3 de septiembre, 1957), que sostiene que «el informe de Naciones Unidas sobre la Revolución húngara ha establecido que el estallido de la violencia en Budapest fue resultado de una provocación deliberada«. No estoy convencida de ello, pero, aun si él tuviese razón, el resultado de la provocación rusa fue ciertamente inesperado y fue mucho más allá de las intenciones originales.

1. RUSIA TRAS LA MUERTE DE STALIN