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Ensayos

465

A José Ramón Busto, SJ,

con mucho afecto y gratitud

Julio L. Martínez, SJ

Religión en público:

debate con los liberales

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© 2012

Julio L. Martínez

y

Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Isbn libro electrónico: 978-84-9920-774-2

Isbn libro en papel: 978-84-9920-142-9

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INTRODUCCIÓN

Vivimos tiempos recios y difíciles para muchas cosas, también para la presencia pública de la religión, es decir, para la actuación y participación de las personas, a través de comunidades, instituciones e ideas, para las cuales la fe religiosa es una señal de su identidad y misión. Desde luego no estamos ante una cuestión recién planteada o hasta ahora inédita. Al contrario, se trata de una inquietud que recorre buena parte de la historia y que en algunas épocas incluso ha adquirido formas trágicas. Es cierto que hoy tiene rasgos novedosos y especiales en una sociedad que, habiendo sobrepasado la Modernidad, a duras penas tiene idea de adónde va y a qué. Una sociedad muy interconectada e interdependiente, donde arrecian las preguntas por la identidad o el pluralismo (moral, cultural, religioso…), y donde las múltiples vías de búsqueda de la verdad y el bien pugnan por abrirse camino, pero, eso sí, por sendas plagadas de amenazas y dificultades. El sentimiento de microvulnerabilidad no ha decrecido, pero sí se ha agudizado la conciencia, intensa como nunca, de macrovulnerabilidad, alentada por la hiperinformación existente y una profunda crisis económica cuyas raíces son morales. No es de extrañar, pues, que la religión —desafiando los pronósticos secularizadores— no sólo no haya desaparecido sino que siga viva y coleando. El sociólogo de la religión Peter Berger ha hablado de «momento de religiosidad exuberante, que a menudo se manifiesta en movimientos exacerbados de alcance global»1. Tampoco sorprende que laicistas y fundamentalistas aprovechen la coyuntura para echar redes y cadenas.

La reciente Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) celebrada en Madrid en agosto de 2011 ha sido un buen laboratorio para percibir las tensiones, como también lo han sido las batallas en España y otros países de Europa a favor y en contra de los símbolos religiosos en espacios públicos. En la JMJ, una millonada de jóvenes católicos venidos de los cinco continentes se hizo públicamente presente, en torno al papa Benedicto XVI, con un sentido del orden y del decoro realmente admirables. A la presencia masiva de la «juventud del Papa» que contó con el apoyo institucional, se opuso una manifestación convocada por unas ciento cincuenta organizaciones (así se decía machaconamente en los informativos de RTVE como tratando de darle legitimidad a una protesta difícil de justificar). Los organizadores de las protestas buscaron con ahínco la presencia pública y mediática, hasta poner en peligro el orden público al exigir el paso por la Puerta del Sol. Detrás de argumentos de apariencia profunda como el del respeto debido a la Constitución de 1978, el de la separación Iglesia-Estado, el de la defensa del Estado laico o de la libertad religiosa, a mi juicio, se confundía la irrenunciable laicidad del Estado con la pretensión ilegítima de la sociedad laica. Al final me parece que no pasaron de realizar una torpe reacción visceral a una potente presencia pública católica, a la que catalogaron de «provocación». Buena parte de la torpeza estuvo en que, queriéndolo o sin querer, dieron cobertura a grupos de personas violentas a las que lo que les interesa es armar follón. Incluso me atrevo a decir que la torpeza estuvo también en que, sin desearlo, activaron a muchos a expresar sus sentimientos de cariño al Papa y convirtieron en mucho más multitudinaria la participación de los católicos en las calles del centro de Madrid y del aeródromo de Cuatro Vientos.

Benedicto XVI, en su discurso de llegada a España para la JMJ el 18 de agosto, les dijo a los jóvenes: «No os avergoncéis del Señor»; dad «un testimonio valiente y lleno de amor…, sin ocultar la propia identidad cristiana, en un clima de respetuosa convivencia con otras legítimas opciones y exigiendo al mismo tiempo el debido respeto a las propias». Estas peticiones se sustentan en la convicción de que la religión es una fuerza positiva y promotora de la construcción de la sociedad civil y política, y en que su exclusión de la vida pública priva a ésta de un espacio vital que abre a la trascendencia y, por consiguiente, daña gravemente a las personas y sus posibilidades de desarrollo humano. Son ideas que acompañan todo su pontificado y que ha reiterado en muchos foros con energía y consistencia. Por ejemplo, en la Asamblea de Naciones Unidas, el 18 de abril de 2008: «Es inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos —su fe— para ser ciudadanos activos… El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto —expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas— privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona». Desde ahí, la misma determinación con la que se condenan todas las formas de fanatismo y fundamentalismo religioso anima a oponerse a todas las formas de hostilidad contra la religión, que limitan el papel público de los creyentes en la vida civil y política.

En España, desde distintos ámbitos (político, académico, científico, mediático, etc.) se ha ido haciendo cultura el poner en tela de juicio el derecho de participar en el debate público de una sociedad pluralista por parte de los católicos sobre cuestiones de moral social o personal, aduciendo que la doctrina moral católica exige, para su comprensión y aceptación, un «acto de fe», unas «creencias» particulares; por tanto, las «razones» de la moral católica no son razonables y, por consiguiente, no compartibles por los no católicos. Subyace a estas consideraciones la idea tan arraigada en el ethos liberal de nuestras sociedades de que cada uno es libre para adherirse o no a una confesión religiosa, pero lo importante es que tal profesión de fe no tenga repercusión en los espacios públicos, en los debates y comportamientos sociales, políticos, económicos y culturales. Eso sí, siempre y cuando tal participación no le interese directamente a los poderes públicos y sociales principales.

Yo busco conocer y dar a conocer cómo ve el liberalismo clásico y contemporáneo la presencia y participación de la religión en la vida pública y cómo influye y qué problemas plantea esa visión. Esta pregunta-guía se puede desplegar en otras preguntas complementarias: ¿Cómo se puede relacionar la ciudadanía política y la «ciudadanía eclesial»? ¿Pueden los creyentes ser ciudadanos, sin renunciar a ser creyentes en el foro público? ¿Puede un creyente apostar en serio por una ética cívica, participar abiertamente en un proceso de diálogo que busca lo más justo para el conjunto de la sociedad, o más bien tiene que ser la suya una tarea apologética? Son cuestiones sobre el rol de la religión en público que evocan aquella osada pregunta de Tertuliano, en el siglo III, de si Jerusalén tenía algo que ver con Atenas. La ciudad griega representaba todos los tesoros de la cultura secular, proveniente de las grandes figuras paganas. La capital de la Tierra Santa, sagrada para los judíos y cristianos, y santa y anhelada para los musulmanes, era símbolo de la fe bíblica y la piedad religiosa, cuyas calles recorrió Jesús de Nazaret.

Mutatis mutandis, ahí hay una certera interpelación para nosotros, aun cuando las entidades representadas ya no sean las mismas ni tampoco sus ingredientes, afectados por las transformaciones históricas asociadas al modelo epistemológico, antropológico y moral de la segunda modernidad, que inciden decisivamente en la situación de la fe religiosa y sus modos de estar presente en la sociedad. Una sociedad que se mantiene en una acelerada y continua transformación, con lo que se hacen muy difíciles las experiencias de continuidad y de formación de la tradición. Una sociedad marcada por la interdependencia y la capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real y a escala planetaria —con ubicuidad, instantaneidad e inmediatez—, de las cuales forma parte constitutiva la experiencia global y repercuten en cómo está presente la religión.

Culturalmente hay que contar con nuevos escenarios como la cultura de la virtualidad real y la lucha entre las fuerzas disgregadoras y las uniformadoras. En medio de ellas es donde se da la experiencia viva no sólo de microvulnerabilidad sino de macrovulnerabilidad, de la cual la crisis económica y financiera es una de sus manifestaciones más aparentes aunque probablemente no más profundas. El pluralismo cultural y de concepciones del mundo que se experimenta en todos los niveles y que se nos ha metido en medio de nuestra vida, ponen al individuo ante la necesidad de elegir continuamente sus valores y sus prioridades. En las áreas más prósperas de la tierra el individuo moralmente autónomo se tiene por instancia básica capaz de elegir (y consumir) entre las distintas ofertas de salvación, de vida buena, y de crear sus valores, pero ni la autonomía es de tanta libertad como se nos quiere hacer creer ni la mayor parte de las ofertas de sentido pasan la prueba de calidad.

Desde luego que uno de los temas de nuestro tiempo es el de la búsqueda de la identidad y su poder. Han perdido casi toda la eficacia de antaño las instancias de legitimación y, por el contrario, hay una fuerte tentación de dirigirse a los refugios favorecedores de la identidad de resistencia, cuando no sucede una suerte de disolución de la identidad en las formas más variopintas. Parece agotada la época en que la religión era el cemento principal de una sociedad, pero no así —ni mucho menos— la fuerza de la religión generando cultura y sentido vital. La cuestión sobre el lugar y papel de la religión en el espacio público de la sociedad resuena hoy con nuevos ecos (no todos constructivos de convivencia) y se amplifica traspasando todo tipo de fronteras, en la medida en que lo social se desterritorializa y la vida pública ya sobrepasa los territorios locales de las ciudades e incluso nacionales de la democracia liberal del Estado moderno. En ese escenario fuerzas laicistas y fundamentalistas encuentran el terreno preparado para tirar de la cuerda en sentidos opuestos aprovechando cualquier ocasión.

Este libro hace una aportación a la cuestión de la presencia pública de la religión estudiando una tradición —la liberal— que ha sido determinante en los últimos siglos del pensamiento occidental y que, si entre los siglos XVII a XIX tuvo sus principales representantes en el continente europeo, en los siglos XX y XXI sus principales exponentes han sido y son liberales norteamericanos, por eso lo que predomina aquí es liberalismo made in USA, lo cual significa algo muy diferente de liberalismo económico o neoliberalismo. El liberalismo del que vamos hablar es en EEUU de tendencia progresista y, en algunos de sus representantes, lo que en Europa sería tenido por de izquierdas o de centro izquierda. Obama es liberal, en el sentido norteamericano, a la vez que es mucho menos neoliberal que Bush.

Sobre la materia de este libro Obama es liberal, pero con un interesante punto autocrítico. Cuando era senador Obama, antes de postularse para la nominación del Partido Demócrata, pronunció un discurso sobre la religión y la política, que para muchos es uno de los mejores sobre este tema en EEUU en las últimas décadas. Dijo, entre otras cosas, que los no creyentes se equivocan cuando piden a los creyentes que dejen fuera su religión del ámbito público. Y recordó que la mayoría de los grandes reformistas de la historia de EEUU, sin estar únicamente motivados por su fe, con frecuencia usaron lenguaje religioso para argumentar sus posturas. Desde luego, no se trata de usos fingidos o artificiales de la religión por parte de quien quisiera sacar provecho de ello, cayendo en la cuenta de que los problemas de pobreza, racismo, seguro médico o desempleo no son sólo problemas técnicos, sino que implican las mentes y el corazón de las personas.

El libro trata justamente sobre eso de lo que en aquel discurso habló Obama. Y lo hace en diez capítulos organizados en tres partes. La primera y la segunda partes son fundamentalmente expositivas y analíticas del pensamiento liberal clásico, una, y del liberalismo político contemporáneo tal como se ha desarrollado en Estados Unidos, la otra. La tercera parte es de crítica constructiva entre el liberalismo y el catolicismo.

La primera parte consta de tres capítulos, dedicados a presentar primero el liberalismo y después a tratar sobre las ideas de Locke y Rousseau, dos de los autores que marcaron época por sus teorías sobre la religión. Alguien podrá echar en falta, entre los clásicos, a Kant, sin embargo, aunque la importancia de su pensamiento está en la médula de este estudio, no creemos que su contribución al núcleo de la cuestión de la religión en público sea comparable a la de los otros pensadores.

La segunda parte consta de tres capítulos consagrados a los liberales contemporáneos que han afrontado la materia, todos ellos son norteamericanos, empezando por el más destacado, John Rawls, y siguiendo por otros menos conocidos como Bruce Ackerman, Thomas Nagel, Richard Rorty, Robert Audi o Kent Greenawalt. Todos estos autores han entrado en diálogo con Rawls, que es el interlocutor obligado. Son autores, desde luego, poco conocidos en nuestro contexto europeo, pero significativos en el debate liberal sobre el tema.

La tercera parte supone un cambio de tercio a través de cuatro capítulos dedicados al debate con el liberalismo desde un modelo antropológico y moral elaborado a partir de señeras líneas del catolicismo contemporáneo. Iremos desde un capítulo en el que el foco será la libertad religiosa en algunas de las más importantes y enfrentadas interpretaciones que la Primera Enmienda de la Constitución de los EEUU ha recibido, hasta un capítulo en el que el centro será la participación de los católicos en la vida pública en relación al delicadísimo tema del aborto. Eso sí, pasando por otros dos capítulos: uno en el que presento mi propia interpretación de la crítica a los liberales ayudado por varios autores como John Courtney Murray, el gran pensador católico del siglo XX en Norteamérica, que estará muy presente en este libro tanto para realizar la crítica del los liberales como para elaborar las propuestas alternativas, y también ayudado por otros que han seguido la estela de Murray como David Hollenbach, John Coleman, Leo Hooper, David Tracy, Michael Perry, Robert Weithman o Nicholas Wolterstorf, que han debatido críticamente con los liberales sobre la religión. Y otro capítulo donde abordo la cuestión de la religión, la política y la verdad tomando como referencia los cruces dialécticos entre tres de los grandes intelectuales de nuestro convulso tiempo, a saber, Ratzinger, Habermas y Rawls.

A partir de la consideración de esos debates espigaremos una forma dialogante de presencia católica en la polifonía de voces públicas en el campo de la ética, que personalmente veo muy claramente presente en las enseñanzas del papa Benedicto XVI, y que toma una cierta distancia de otros usos que el Magisterio católico hace de la ley natural en relación a la sexualidad o a la bioética. La pluralidad de interpretaciones de esa y otras categorías dentro de la teología moral católica es patente y este libro no pretende entrar en ella y hacerla centro de estudio, pero tampoco quiere negar la evidencia. Acaso alguno dirá que en este libro habría que hacer el estudio crítico de la categoría ley natural al interior del pensamiento moral católico para complementar el estudio de la religión en el universo liberal. Por mi parte no dudo de que ésa sea una tarea que aún requiere mucho esfuerzo, pero no es el que he acometido en este libro. En el futuro me gustaría afrontarla, dándole continuidad a los análisis que ya he realizado en libros anteriores, sobre todo en Consenso público y moral social: Las relaciones entre catolicismo y liberalismo en la obra de John Courtney Murray, SJ (2002), cuyo capítulo 5 estuvo enteramente dedicado a la ley natural como teoría del consenso público, aunque ésta, en realidad, recorre todo el libro.

Comparto con la Comisión Teológica Internacional la idea de que hace falta «una comprensión más profunda de las relaciones entre el sujeto moral, la naturaleza y Dios, así como una mayor conciencia de la historicidad que afecta a las aplicaciones concretas de la ley natural, que permita disipar malentendidos» 2. Tenemos por delante una interesante e ingente labor de proponer la enseñanza tradicional de la ley natural en términos que manifiesten mejor la dimensión personal y existencial de la vida moral, en apertura a las perspectivas transcultural y cosmopolita que en el mundo de nuestro tiempo se han hecho tan acuciantes. De momento a cada libro le basta su afán y éste que aquí arranca tiene abundante.

1 P. Berger, «globalización y religión», Iglesia Viva 218 (2004) 69-78, en p. 71.

2 Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: Nueva perspectiva sobre la ley natural, BAC, Madrid 2009, n. 10.

PARTE I:

EL ENCUADRE Y LOS CLÁSICOS