Como, en resumidas cuentas, no es absolutamente imposible que esta obra llegue a representarse algún día, de aquí a diez o veinte años, en todo o en parte, ¿por qué no comenzar con las usuales indicaciones escénicas? Es esencial que los cuadros se sucedan sin la menor interrupción. Como telón de fondo bastará una tela pintada al buen tuntún, o nada incluso. Los tramoyistas efectuarán cuantos arreglos sean menester a la vista del público y mientras la acción sigue su curso. Si hace falta, no habrá inconveniente ninguno en que los actores les echen una mano. Los de cada escena entrarán antes de que hayan acabado de hablar los de la escena anterior, y al punto se pondrán a ultimar los pequeños detalles. Las indicaciones escénicas —cuando parezca oportuno darlas, y siempre que el hacerlo no entorpezca la continuidad— se fijarán en un tablón o serán leídas por el regidor o los propios actores, que se sacarán del bolsillo o se pasarán unos a otros los papeles precisos. No importará si se equivocan. Un trozo de cuerda colgando, un telón de fondo mal tendido y que deje ver la pared blanca por donde pasa una y otra vez el personal, vendrán al pelo. Todo debe tener un aire provisional, sobre la marcha, hilvanado, incoherente, entusiásticamente improvisado. Con aciertos de cuando en cuando, si es posible, porque aun en el desorden hay que evitar la monotonía. El orden es el placer de la razón; pero la imaginación se deleita con el desorden.

Imagino que mi obra se representa, por ejemplo, un martes de carnaval, a eso de las cuatro de la tarde. Desearía para ella una gran sala caldeada por otro espectáculo anterior, repleta de público y de conversaciones. A través de las puertas batientes de la entrada llega el rumor sordo de una nutrida orquesta que está tocando en el salón de descanso. Dentro de la sala otra orquesta, pequeña, gangosa, se divierte imitando los ruidos del respetable, dirigiéndolos y dándoles poco a poco ciertos visos de ritmo y melodía.

En el proscenio, ante el telón bajado, aparece EL ANUNCIADOR. Es éste un hombretón barbudo que parece salido de un cuadro de Velázquez y que ha tomado en préstamo de alguno de los lienzos más conocidos el sombrero con plumas, la vara que lleva bajo el brazo y ese cinto que se le ha quedado pequeño y que apenas puede abrocharse. Trata de hablar, pero cada vez que abre la boca, y en tanto que el público está en pleno tumulto preparatorio, lo interrumpe un golpe de platillos, una campanilla despistada, un trino estridente del pífano, una reflexión socarrona del contrabajo, una diablura de la ocarina, un eructo del saxo... Poco a poco todo se sosiega y se hace el silencio. Ya sólo se escucha el rítmico golpeteo del gran bombo que repite pacientemente pum pum pum, cual dedo resignado de Madame Bartet tamborileando cadenciosamente en la mesa mientras aguanta los reproches del señor conde. Como fondo un redoble pianissimo de tambor, con algún forte de cuando en cuando, hasta que el respetable guarde relativo silencio.

EL ANUNCIADOR, que lleva un papel en la mano, golpea fuertemente el suelo con su vara y anuncia:

EL ZAPATO DE RASO

o

NO SIEMPRE HAY QUE ESPERAR LO PEOR

Acción española en cuatro Jornadas

ESCENA XIII

DON BALTASAR, EL ALFÉREZ.

La hostería.
En un ángulo, el porche fortificado y defendido por una pesada puerta guarnecida de herrajes y cerrojos y atrancada barrotes de hierro. Al fondo de la escena, en un marco de pinos, la línea del mar. Por la tarde.

DON BALTASAR. ¿Lo habéis entendido? En cuanto esos canallas ataquen, orden de reagruparse todos inmediatamente y defender las barricadas y trincheras que he dispuesto a ambos lados de la puerta. Y que ninguno dispare un solo tiro hasta que yo dé la señal con el sombrero.

EL ALFÉREZ. ¿Dejo algún centinela por la parte del barranco?

DON BALTASAR (Jugueteando con su barba). Mejor que no dividamos nuestras fuerzas. De esa parte la posada está perfectamente defendida por una hondonada impracticable. Lo he comprobado por mí mismo.

EL ALFÉREZ (Midiendo de un vistazo la corpulencia de su jefe). ¡Hum!

DON BALTASAR. ¿Decíais algo, señor alférez?

EL ALFÉREZ. Me pregunto si dais crédito a todo lo que cuenta el chino ese.

DON BALTASAR. Le conozco, y su presencia aquí ya es significativa. ¡Fue una suerte que yo hiciera anoche la ronda y oyera los gritos de nuestra pobre Jobárbara! Se aferraba a él con uñas y dientes pero, si yo no hubiera acudido en su socorro, pienso que el chino la partía en dos como a un higo.

EL ALFÉREZ. Contad conmigo para defender el dinero del rey contra esos bandidos.

DON BALTASAR. Hemos de defender algo más que dinero. EL ALFÉREZ. Doña Proeza...

DON BALTASAR. Yo no he dicho nada. Pero, a juzgar por las palabras del chino, pronto veréis revolotear entre el humo de vuestros arcabuces al dios del Amor, no precisamente al de los ladrones.

EL ALFÉREZ (Haciendo ademán de apuntar). Sea cual sea el pájaro, ¡pum!

DON BALTASAR. Exactamente, señor alférez. Derribadlo y nos haréis un gran servicio a todos. No es que me queje, pero... ¿por qué tendré que verme mezclado siempre en los asuntos amorosos de los demás, siendo así que nadie se ha interesado jamás por los míos?

Supongamos que os han confiado la custodia de alguien...; de un gran criminal, eso es... Y que entonces ella se entera de que la persona que ama se está muriendo, y pide verla... ¿Os divertiría ver sus lágrimas, escuchar sus súplicas?... ¿Y de qué pueden servir? ¿Es justo atormentarme de esta manera, como si estuviera en mi mano hacer caso omiso de las órdenes que se me han dado por escrito?

EL ALFÉREZ. ¿Estáis hablando de un hombre o de una mujer?

DON BALTASAR. De un hombre, por supuesto. ¿A qué viene esa pregunta? Me refería, ya os lo he dicho, a cierto prisionero que me ordenaron custodiar.

EL ALFÉREZ. Os habéis puesto colorado y os turbáis como si acabarais de sostener una violenta discusión...

DON BALTASAR. ¡Pues de eso hace ya veinte años, señor alférez! Veinte años..., ¡como quien dice ayer!

Y me besó las manos... ¡Como si eso sirviera de algo! Aún la veo diciéndome:

«—¿Qué mal hay en que vaya a verle, ahora que va a morir?

»—Ninguno, salvo que lo tenéis prohibido.

»—¡Pero os digo que me llama!

»—Yo no lo oigo.

»—¡Por la Virgen os juro que volveré!

»—¡No!»

¿Qué hubierais hecho vos en mi lugar?

EL ALFÉREZ. Lo mismo que vuestra señoría.

DON BALTASAR. Sois discreto y juicioso. Vuestro único defecto es lucir ese bigote contrario a las ordenanzas. Quien, puesto en mi lugar, hubiera actuado de otro modo... , quien se hubiera dejado enternecer por una estúpida compasión, o quien hubiera trapicheado a espaldas de su deber, sería un hombre sin honor, sí. Lo único que puede hacer es buscar que le maten. No es gran cosa la vida para un hombre ya viejo, ¿verdad?

EL ALFÉREZ. Pero vos no sois viejo...

DON BALTASAR. Lo que me ha hecho más mella no han sido las quejas y las súplicas —gritos no hubo—, sino esas palabras dichas en voz baja y contenida, que traspasan el corazón. «¡No!». Y, cuando se dio cuenta de que todo era inútil, el silencio y una mueca de sonrisa en su rostro. Ya conocéis esa especie de mortal alivio que nos invade cuando vemos que nada puede hacerse; como cuando las madres se ponen a cantar junto al cuerpo sin vida del hijo. Pero lo que jamás hubiera esperado fue su beso en mi mano y esa palabra suya: «Gracias».

Entra un Soldado.

EL SOLDADO. Mi capitán: un grupo de jinetes ha hecho alto allá abajo, junto al peñasco. Y uno de ellos se destaca y viene hacia nosotros agitando un pañuelo.

DON BALTASAR. Muy bien. Dad la orden de que todos se reagrupen hacia el puente.

EL ALFÉREZ. ¿Incluso el centinela que vigila el barranco?

DON BALTASAR. También él. Y traedme aquí al chino.

ESCENA XV

DON BALTASAR, EL ALFÉREZ, EL CHINO, UN SARGENTO, SOLDADOS, CRIADOS.

El mismo lugar.

UN SOLDADO (Que entra empujando al Chino). Aquí está el pájaro.

DON BALTASAR. ¡Hombre, señor chino! Estoy muy disgustado por las nuevas que nos traéis de don Rodrigo.

EL CHINO. Don Rodrigo no tiene nada que ver en todo esto.

DON BALTASAR. ¿No erais vos su criado?

EL CHINO. Soy el hombre puesto a su lado por la Providencia para darle la oportunidad de salvar su alma.

DON BALTASAR. ¿De qué manera?

EL CHINO. Procurándome el santo bautismo. ¿No será esto motivo de inmenso gozo en el Cielo, donde un chino catequizado cuenta más que noventa y nueve españoles que perseveren?

DON BALTASAR. Sin duda.

EL CHINO. Y un mérito tan grande, que sólo yo puedo facilitarle cuando me plazca, bien merece de su parte muchos desvelos y mimos. No voy a cederle mi alma así como así, de baratillo. O sea que, hablando con propiedad, más es él mi criado que yo el suyo. Y esto es otro cantar.

DON BALTASAR. A pesar de todo, hijo mío, me parece que le prestáis muy buenos servicios... Pero ahora no importa. Habéis hablado de cantar, y eso es precisamente lo que más estoy deseando: averiguar si sabéis cantar.

EL CHINO. ¿Cantar? ¡Cómo! ¿Cantar?...

DON BALTASAR. Exactamente, sí. (Tararea como incitándole a seguir) Tralará... ¡Cantar lo que sea!... No tengo guitarra... Pero podéis coger ese plato y marcar el compás golpeándolo con un cuchillo. Lo que queráis... ¡Pero algo bonito!

EL CHINO (Temblando como un flan). ¿No queréis saber lo que hacía yo anoche charlando con esa endiablada negra?

DON BALTASAR. Todo cuanto deseo en el mundo es escuchar tu linda voz.

EL CHINO (Cayendo de rodillas). ¡Perdón, señor! ¡Os lo contaré todo!

DON BALTASAR (Al Alférez). No hay nada que asuste tanto a la gente como lo que no entiende.

(Al Chino) ¡Anda!

Cantar que a la boca sube es como gota de miel que desborda el corazón.

EL CHINO. La verdad es que, mientras rondaba este castillo en interés de don Rodrigo, me tropecé con una partida de jinetes armados que me preguntaron si había oído hablar de una tal doña Música...

DON BALTASAR. ¿Música, dices?

EL CHINO. Me dijeron que vos la conocíais... Sí, de una tal doña Música que se ha escapado con un sargento italiano, y a la que andan buscando. Entonces se me ocurrió encaminarlos a este castillo diciéndoles que lo habían ocupado unos piratas... Con la idea de que, aprovechándome de su ataque y del barullo que se armaría, me resultara fácil llevarme a las personas que vos custodiáis.

DON BALTASAR. Más te valdría dejarte de músicas y cantar como te ordeno.

Desenvaina la espada.

EL CHINO. ¡Misericordia, señor!

Entra un Sargento.

EL SARGENTO. Capitán: a la puerta hay un hombre que, sin quitarse el sombrero y en términos perentorios, exige que le dejemos llevarse a la doña Música que aquí retenemos.

DON BALTASAR. Pues, sin quitarte el sombrero y en términos perentorios, le respondes que nos guardamos nuestra música para nosotros.

EL CHINO. Ya veis que no he mentido.

DON BALTASAR. Esté donde esté, doña Música no contará con mejor custodia que la que hoy va a tener en mí doña Proeza.

EL CHINO. ¡Ahora caigo! Creéis que estamos todos compinchados y que vamos detrás de doña Proeza... ¡Oh! ¡Oh!

DON BALTASAR (Cantando). ¡Oh! ¡Oh!

Soñé que estaba en el cielo,
y al despertarme en tus brazos...

(Pincha al Chino, que se pone en pie chillando) ¡Vamos, por favor, continúa!

Entran los Criados, trayendo fuentes con todo lo necesario para la cena.

¿Qué es todo esto?

LOS CRIADOS. Vuestra cena. Habíais ordenado que os la sirviéramos.

DON BALTASAR. ¡Estupendo! Estaremos muy bien cenando aquí, al resguardo, mientras estos señores se encargan de ofrecernos un espectáculo.

EL ALFÉREZ. Es un sitio pésimo. Todos los tiros que se disparen a través de la puerta harán blanco en vos.

DON BALTASAR. Ni hablar: los recibirá el chino. Cuidadito, chino: si tus amigos disparan, morirás tú.

EL CHINO. No me da ningún miedo. Mientras no esté bautizado, no habrá bala capaz de hacerme daño.

DON BALTASAR. Pues, entre tanto, fíjate en la mesa que han dispuesto para nosotros, llenándola con los más hermosos frutos de la tierra y del mar... Lo dulce y lo salado: mejillones azules como la noche, esta linda trucha rosada bajo su piel de plata cual una ninfa comestible, la langosta escarlata, este panal de miel, esas uvas translúcidas, higos tan dulces que se abren por sí solos, melocotones como globos de néctar...

Entra un Soldado.

EL SOLDADO. Mi capitán, un grupo de gente armada se dirige a la puerta con escala y hachas. ¿Qué hacemos?

DON BALTASAR. Pues dejar que se acerquen. Ya di mis órdenes.

Se va el Soldado.

¿Por dónde iba?... Esos melocotones como globos de néctar...

Por el montante de la puerta aparece un individuo con capa negra y gran sombrero de fieltro adornado con plumas, que apunta con su escopeta a Don Baltasar. Éste le lanza un melocotón que le da en pleno rostro y lo derriba.

... estos tacos de jamón, este vino de delicioso aroma contenido en reluciente garrafa, este fiambre que es como un sepulcro de carnes embalsamadas por la acción de poderosas especias y destinadas a resucitar en nuestro estómago con un calorcillo bienhechor... No podía la tierra reunir para nosotros sobre un mantel nada más agradable. ¡Recreemos por última vez la vista, camarada, porque jamás volveremos a saborear nada de esto!

Llaman violentamente a la puerta.

¿Qué queréis?

VOZ FUERA. ¡Que nos entreguéis a doña Música!

DON BALTASAR. ¿Conque queréis música?... ¡Canta, chino, canta!

EL CHINO. No sé cantar.

DON BALTASAR (Amenazándolo). ¡Te digo que cantes!

EL CHINO. (Cantando)

No creas que porque canto
tengo el corazón alegre:
que soy como el pajarillo
que canta cuando se muere.

VOZ FUERA. ¡Queremos a doña Música!

DON BALTASAR. ¡Imposible! Acaba de embarcarse para Berbería. Canta, chino; esto los consolará.

EL CHINO (Cantando)

Me embarqué en una avellana
y me marché a Berbería
a buscar pelos de rana
porque en España no había.

VOZ FUERA. Si no abrís, disparamos.

DON BALTASAR. ¡Canta, chino!

EL CHINO (Cantando)

A los campos me llegué
preguntando a la violeta
si para el mal del amor
existe alguna receta.
Y me respondió la flor...

Por una rendija de la puerta pasan el cañón de un mosquete, que apunta alternativamente a derecha e izquierda. El Chino da saltos de un lado a otro para salir de tiro.

Y me respondió la flor...
Y me respondió la flor...

DON BALTASAR. Bueno, ¡sepamos de una vez qué te dijo!

En el mar, al fondo de la escena, aparece una barca con vela roja en la que viajan Música, la Negra y el Sargento napolitano.
Retiran el mosquete.

LA NEGRA (Cantando con voz chillona)

¡Males de amor no tuvieron
ni tendrán jamás remedio!

EL CHINO (Mirando al mar). ¡Cielos! ¡Qué veo!

DON BALTASAR. ¿Qué ves?

EL CHINO. Mirad vos mismo.

DON BALTASAR (Cantando)

¡Ay, no me mires, que miran
que nos estamos mirando!

Hachazos en la puerta.

UN SOLDADO. ¡Capitán! ¡Capitán! ¿Abrimos fuego ya?

DON BALTASAR. No hasta que yo lo ordene. ¿Qué ves, chino?

EL CHINO. Veo un barco que se hace a la mar. ¡Y dentro va esa maldita negra con su diablo rubio! Vedlo vos mismo.

DON BALTASAR. Es demasiado fatigoso volverse.

EL CHINO. Haceos a un lado, señor. Esos tipos se disponen a disparar.

DON BALTASAR. No.

De nuevo aparece por el agujero de la puerta el cañón del mosquete, que ahora apunta a Don Baltasar. La barca ha desaparecido.

VOZ DE MÚSICA (Fuera)

Quisiera ser en tus ojos
una lágrima, y quisiera...

DON BALTASAR. ¡Qué encantadora voz! Jamás oí ninguna más bella.

LA VOZ (Coreada ahora por las de la Negra y el Sargento)

Deslizarme por tu cara
y alcanzar tu corazón,
y alcanzar tu corazón.

Disparan. Don Baltasar cae muerto con el rostro entre las frutas, abrazando la mesa.

LA VOZ (Cada vez más lejana)

Quisiera ser en tus ojos
una lágrima...


FIN DE LA PRIMERA JORNADA

ESCENA XIV

LA LUNA.

Desaparece la Sombra, y durante toda esta escena en la pantalla sólo hay una palmera que se cimbrea débilmente y va difuminándose cada vez más.

LA LUNA. La Doble Sombra se ha escindido sobre el muro que en el fondo de esta prisión corresponde a mi presencia en lo alto del cielo; y en lugar de aquel brazo desnudo de mujer que se veía destacar de ella como única rama, moviendo en el extremo débil y lentamente la mano, queda tan sólo esta palmera que la brisa del mar hace temblar y mece a bocanadas tras largos intervalos de quietud. Libre y, sin embargo, cautiva; real e ingrávida... ¡Pobre planta! ¿No ha tenido bastante con defenderse del sol durante todo el día? Ya era hora de que yo llegara. Así está bien. ¡Cuán dulce es dormir conmigo! Estoy fuera de ella, envolviéndola, pero la criatura a la que amo sabe muy bien que mi luz sólo puede bañarla en su oscuridad. Y entonces nada le resta por hacer; no ha de ocuparse ya en remplazar incesantemente lo que la vida le arrebata: cede —no le importa porque sabe que yo la sostengo—, cree, se repliega en sí misma, se siente llena, flota, duerme...

Todas las criaturas a la vez, todos los seres —los buenos y los malos— están inmersos en la misericordia de Adonai, el Señor. ¿Cómo podrían desconocer esta luz que no está hecha para los ojos del cuerpo? Una luz cuyo destino no es ser vista, sino bebida: para que de ella beba todo ser viviente, para que todas las almas, a la hora del reposo, beban y se bañen en ella.

¡Qué silencio! Un débil grito apenas, de cuando en cuando: el del pajarillo que en vano trata de despertar. Nuestra es la hora del Mar de Leche; si se me ve tan blanca es porque soy la Medianoche, el Lago de Leche, las Aguas.

Mis manos inefables acarician a los que lloran.

¿Por qué lloras, hermana? ¿No es ésta tu noche nupcial? ¡Mira el cielo y la tierra iluminados! ¿Dónde, si no en la cruz, pensabas pasarla con Rodrigo?

Vedla los que me escucháis... Pero no como un cuerpo proyectado sobre esa pantalla interrumpiendo mi luz, ni como la prueba monocroma que por momentos pudiera yo imprimir de su alma en esa superficie mágica. ¡No se trata de su cuerpo! Lo que yo manifiesto es el sagrado latido por el que las almas, una dentro de otra, se conocen sin intermediario, como el padre y la madre en el instante de concebir un hijo. Para eso sirve mi luz.

La dibujo con mis aguas mientras se baña en ellas.

Esta crisis, esta salida repentina y desesperada... Y luego, de súbito, el horrible venirse abajo, el abismo, el vacío en que se hunde y que me deja.

¡Vedla de rodillas, ved ese dolor de mujer que mi luz amortaja! Nada de esto habría comenzado si no le hubiera yo besado el corazón. Fueron primero las lágrimas, semejantes a las náuseas de la agonía; esas lágrimas gruesas que brotan de debajo del pensamiento, de lo profundo de un ser herido en lo más íntimo, de un alma que quiere vomitar al traspasarla el hierro. Y quizá habría sucumbido entre mis brazos a este primer asalto —mientras brilla a lo lejos el vasto mar, con una diminuta vela blanca en ruta hacia la Laguna de la Muerte—, si al dejar de latir su corazón no le hubiera yo dicho esta palabra: «¡Nunca! ¡Nunca, Proeza!»

Oídla hablar:

«¡Nunca —dice—. He ahí al menos una realidad que podemos compartir él y yo: eso fue lo que aprendió de mi boca en el beso que un instante hizo de ambos uno solo. ¡Nunca! Una forma de eternidad con nosotros que puede empezar ya: nunca podré dejar de estar sin él; nunca podrá él dejar de estar sin mí.

»Alguien, en nombre de Dios, le niega para siempre la presencia de mi cuerpo, que él amó en demasía. ¡Pero yo quiero darle mucho más! Poco sería en realidad mi cuerpo aun si pudiera dárselo. Porque leo en sus ojos que me pide algo que jamás pueda tener fin. ¡Y lo tengo, y está en mi mano darle lo que pide! Por eso no es bastante mi ausencia: por eso quiero traicionarlo. Y él lo leyó en mis labios, en ese beso en el que se juntaron nuestras almas.

»¿Por qué negarle lo que su corazón desea? ¿Por qué suavizar nada de esa muerte que es lo único que tengo para él, puesto que no espera de mí la alegría? ¿Tuvo él contemplaciones conmigo? ¿Por qué voy a tenerlas yo con lo más profundo de él, por qué regatearle ese golpe que sus ojos me dicen que espera, que puedo ver en su mirada de desesperanza?

»Sí: sé que sólo en la cruz me desposará, que nuestras almas se unirán solamente en la muerte y en la noche, más allá de lo humano. Y, si no puedo ser su paraíso, ¡está a mi alcance al menos ser su cruz! Valgo perfectamente para ser esos dos maderos atravesados en que su alma y su cuerpo se desgarren. No puedo darle el cielo, pero sí arrancarlo de la tierra. ¡Sólo yo puedo hacerle sentir un vacío a la medida de su deseo! Sólo yo era capaz de privarlo de sí mismo.

»No hay ni un repligue de su alma ni una fibra de su cuerpo que yo no sienta hechos para ser clavados en mí; y no hay nada en su cuerpo, ni en ese alma que lo hizo, que yo no sea capaz de guardar para siempre conmigo en el sueño del dolor, como Adán, en el suyo, a la primera mujer.

»Y cuando lo tenga bien sujeto —sus miembros, la textura de su carne, su persona entera— por medio de esos clavos profundamente hundidos en mí, cuando no tenga forma de escapar, cuando se halle unido a mí para siempre en un imposible himeneo, cuando no pueda sustraerse a la poderosa atracción de mi carne ni al vacío implacable, cuando mi nada le haya servido para verificar su propia nada, y cuando ya no quede ningún secreto entre ambas, entonces se lo entegaré a Dios, desnudo y desgarrado, para que en un relámpago lo colme: ¡entonces tendré un esposo y un dios entre mis brazos!

»¡Dios mío, veré su dicha! ¡La veré con Vos, y yo seré su causa! Demandó Dios de una mujer, y ella podía dárselo ¡porque no hay nada en el cielo ni en la tierra que no sea capaz de dar el amor!»

Tales con las cosas que en su delirio dice, sin darse cuenta de que ya han pasado y que ella misma pasa al instante para siempre en el lugar en que pasaron... —sólo queda la paz, es medianoche—. ¡Cuán llena hasta los bordes de delicias está esta copa que Dios ofrece a todas sus criaturas!

Ella habla, y yo beso su corazón.

En cuanto al navegante cuya tenaz navecilla, empeñada en tender cual lanzadera un hilo entre dos mundos, no han podido doblegar los repetidos y confusos embates del huracán, duerme ahora con las velas recogidas, dando vueltas en el lugar más profundo y remoto que baña mi luz, sumido en el sueño sin fronteras de Adán, de Noé... Pues, como Adán dormía cuando le fue sacada del corazón la mujer, ¿no es justo que de nuevo se duerma en este día de sus nupcias, cuando se la devuelven, cediendo así a la sensación de plenitud?

¿Y por qué salir de ese sueño? ¿O, más exactamente que sueño, de esa libación previa a otro estado de cosas? Si llenaron su copa —¿y acaso no fui yo quien lo hizo?—, ¿cómo no va a estar ebrio? Y una bastó; ya no hacen falta más.

No es posible morir sin rozar con la punta de los dedos el otro lado de la vida. Y cuando su alma se separó de él en aquel beso, para unirse con otra dejando atrás el cuerpo, ¿quién podría decir que él siguió vivo?

Ahora ya no sabe cuándo ni cómo ocurrió todo aquello: delante, detrás, el pasado y el futuro han sido destruidos por un igual. Todo lo que podía darse se dio. Ha desaparecido uno de los costados que limitan el ser. En un lugar de donde ya no cabía el retorno.

Y ahora, Rodrigo, ¿puedes oír esa voz que te llama: «Rodrigo»? ¿Has aprendido ya que el hombre y la mujer no podían amarse más que en el paraíso?

«El paraíso que Dios no me ha abierto y que tus brazos recrearon para mí un breve instante, tan sólo me lo muestras, mujer, para decirme que de él se me excluye. Cada uno de tus besos me ofrece un paraíso que me está vedado. Donde tú estás se abre en mí en adelante la impotencia de escapar de ese paraíso de tortura, de esa patria sin límites que cada vez siento más mía y más prohibida.

»Tú, mujer, con los ojos cerrados, has descubierto en mí esa fibra adonde solamente tú podías llegar. ¡Y ahí está, en lo más íntimo de mí, la herida que solamente a ciegas podías abrir! Eres tú quien me abre el paraíso, y tú también quien no consientes que me quede en él. Mas... ¿cómo podré estar con cosa alguna, si tú me impides estar en otro sitio que contigo? Cada latido de tu corazón con el mío renueva mi suplicio: la impotencia para alejarme del paraíso que tú misma me cierras.

»¡Pero en esta herida te encuentro! Por ella me alimento de ti como la lamparilla del aceite. Y de ti arderá eternamente mi lámpara, aunque apenas dé luz.»

Él habla, y yo beso su corazón.


FIN DE LA SEGUNDA JORNADA

ESCENA X

DON CAMILO, DOÑA PROEZA.

En Mogador, una tienda a la orilla del mar.
Alfombras extendidas una encima de otra. Impresión de intensa luz y mucho calor fuera.

Don Camilo viste un gran albornoz árabe y tiene en la mano el pequeño rosario de los mahometanos. Doña Proeza, también con ropas árabes, está recostada en un diván.

DON CAMILO. (Los ojos bajos, a media voz). Nada me costaría tomar ese pequeño pie desnudo.

DOÑA PROEZA. Vuestro es, como lo demás. ¿Acaso no tengo el honor de ser vuestra esposa?

DON CAMILO. He jurado no volver a tocaros. Al final he cedido a vuestra insultante indiferencia. Tengo mujeres de sobra en ese gallinero que África y el mar abastecen.

DOÑA PROEZA. Me halaga la preferencia de que me hacéis objeto por ahora.

DON CAMILO. Reconoced que me echaríais de menos si no estuviera contemplándoos.

DOÑA PROEZA. Reconozco que me he habituado a esos ojos burlones e hirientes que pasan de mi rostro a mis manos, y a su devoradora tortura. ¡Cuántas agradables tardes hemos pasado así los dos, sin decir palabra!

DON CAMILO. ¿Por qué os casasteis conmigo?

DOÑA PROEZA. Me habían traicionado las tropas... ¿No me teníais ya en vuestras manos? Muerto mi marido, ¿cómo no íbamos a aprovechar la ocasión que nos brindaba aquel buen franciscano que acabábamos de capturar?

DON CAMILO. (Sonriendo para sí). Soy yo quien está en vuestras manos.

DOÑA PROEZA. ¡De nuevo esa sonrisa zalamera y falsa en vuestro rostro atezado! Esa sonrisa que vuestra señora madre amaba y detestaba a un tiempo y que a mí también, sí, me hace un poco de daño en el corazón.

DON CAMILO. Pero es verdad que me tenéis en vuestro poder.

DOÑA PROEZA. Una verdad a medias. Porque, naturalmente, ¿qué me iba a impulsar a casarme con vos, sino la seguridad de ejercer sobre vos cierto dominio? El rey, don Camilo, no me ha relevado de la tarea que me confió en esta costa de África. Y aquí sigo, impidiéndoos hacer todo el mal que quisierais.

DON CAMILO. ¿Ah, sí?... ¿Tan a menudo solicito vuestro valioso consejo, señora?

DOÑA PROEZA. ¿Iba yo a dároslo? Entre nosotros no hacen falta palabras: vos lo adivináis todo. No hay ni uno solo de vuestros actos del que yo esté ausente: que no obedezca a un deseo vuestro de agradarme —solapadamente, como acostumbráis— o de entristecerme. ¡Y qué segura estoy entonces de que al punto vendréis con la mirada ávida! ¿Os he fallado alguna vez? Leo en vos como en un libro abierto y no obtenéis de mí ninguna respuesta.

DON CAMILO. Algo puedo hacer, por lo menos: mandar que os azoten.

DOÑA PROEZA. Mi cuerpo está en vuestro poder, ¡pero vuestra alma en el mío!

DON CAMILO. Puesto que vos me atormentáis el alma, ¿no tengo derecho a torturar un poco vuestro cuerpo?

DOÑA PROEZA. Lo importante es que hagáis lo que quiero. Y la verdad es que, en estos diez años —si prescindimos de algunas ridículas pataletas de cuando en cuando, fruto de vuestro temperamento salvaje—, no me habéis dado motivos para graves reproches. Pienso que el rey está contento.

DON CAMILO. ¡Qué bien! O sea, que para servirle ha bastado con que dejara de obedecerle...

DOÑA PROEZA. No era tan fácil dejar de obedecerme a mí. No se olvida con facilidad a quien se tiene siempre presente.

DON CAMILO. (Con suavidad). A lo mejor muy pronto ni siquiera os será posible esta burda presencia corporal...

DOÑA PROEZA. Si es la muerte lo que me anunciáis con palabras tan elegantes, no hacen falta rodeos. Estoy dispuesta. Gracias a vos, esa idea jamás ha estado tan alejada de mi espíritu que no bastaran para recordármela el grito de un pájaro, el ruido de un cubierto de plata al caer, la palabra sin sentido que se escribe con el dedo en la arena, el grano de incienso que se consume...

DON CAMILO. Recibid, pues, de mi boca la noticia.

DOÑA PROEZA. De otro la he recibido ya esta noche.

DON CAMILO. De vuestro habitual visitante, sin duda, el padre de mi hija.

DOÑA PROEZA. ¿Quién va a venir a visitarme a mi solitaria prisión?

DON CAMILO. Rodrigo, de noche, cada noche, sin que ni los muros ni el mar basten para impedirlo.

DOÑA PROEZA. Sólo vos, Ochiali, lo sabéis, me habéis infligido vuestra grosera presencia física.

DON CAMILO. Pero yo sé que él y sólo él es el padre de la hija que he engendrado en vos y que a nadie más que a él se parece.

DOÑA PROEZA. ¿Es cierto eso? ¡Que sobre ti, hija mía, desciendan los dones de nuestra triple herencia!

DON CAMILO. ¿También de la mía? ¿Creéis, Proeza, que voy a acompañaros en ese viaje vuestro de que hablábamos?

DOÑA PROEZA. ¿Qué pensáis vos mismo?

DON CAMILO. Pienso que la carta a Rodrigo no va a estar dando eternamente vueltas sin que algún día llegue a manos de su destinatario.

DOÑA PROEZA. ¿La petición de ayuda que en un instante de desesperación arrojé al mar con los ojos cerrados?

DON CAMILO. Hace diez años que va de Flandes a la China, de Polonia a Etiopía; incluso me consta que ha vuelto a pasar varias veces por Mogador... Pero tengo motivos para creer que Rodrigo la ha recibido por fin y que se dispone a darle respuesta.

DOÑA PROEZA. ¡Se acabó Cachadiablo y su pequeño reino en África!

DON CAMILO. ¡Se acabó Proeza y su pequeña capitanía en el infierno!

DOÑA PROEZA. Puede ya darse por concluido todo este arbitraje sutil, todo este delicado equilibrio entre el rey y el sultán, entre la cristiandad y África... Y, aquí mismo, entre los príncipes, caídes, santones, roguis, bastardos y renegados, con vos en medio como banquero y suministrador de pólvora, recurso aleatorio y común para todos los bandos, buscado por unos y temido por otros, para, por último, en el momento elegido, entrar súbitamente en liza como un rayo... Todos los grandes proyectos que me explicabais...

DON CAMILO. Ya antes de que me hicierais el honor de concederme esta entrevista esos proyectos habían empezado a perder interés para mí. Y mejor que no me lleguen noticias de esa línea de cocoteros, arena blanca y espuma que, más allá del mar, opone a España una frontera invisible, porque aquella sensibilidad para el equilibrio que fue siempre mi pequeño don —una cabeza clara que vale lo que una buena suspensión Cardán para las brújulas de las naves, ojos que saben ver arriba y abajo, orejas que oyen a derecha e izquierda... — ya no me sirve para desencadenar en mí en el instante crítico el imperceptible engranaje del acto: la decisión entre fuerzas opuestas, donde la celeridad debe suplir la carencia de masa.

Poco a poco el deseo está cediendo dentro de mí su puesto la curiosidad, una curiosidad que, a su vez, se ve solapadamente comprometida. La gente desconfía de mí. Han dejado de comprenderme. Incluso hay un montón de imbéciles que han empezado a conspirar contra mí de la forma más chapucera, dentro y fuera de estas puertas. De cuando en cuando me llegan noticias de sus tejemanejes. Pero nada puede romper el hechizo de este breve compás de espera. Todos esos turcos alzando amenazadoramente sus alfanjes, y yo aquí, a vuestros pies, desgranando mi rosario a la sombra de las palmeras: ¿no os parece algo así como un cuadro vivo puesto fuera del tiempo por la varita de un mago para disfrute de los espectadores?

DOÑA PROEZA. Entonces... , todas estas cosas que nos rodean y que dan la impresión de ocurrir ahora mismo, ¿son, en realidad, el pasado?

DON CAMILO. ¿No sientes hasta qué punto tú y yo estamos ya misteriosamente disociados de ellas?

PROEZA. No me hace mucha gracia la familiaridad de ese tuteo.

DON CAMILO. Por el mar llega a nosotros una ola que pronto va a curarme para siempre de esta mala costumbre.

DOÑA PROEZA. Si me mirarais al hablarme, leería en vuestros ojos palabras bien distintas de las que decís.

DON CAMILO. ¿Y para qué miraros, si de antemano sé lo que voy a leer en los vuestros?

DOÑA PROEZA. Quizá porque aún vale la pena mirar esta única porción del universo que todavía es capaz de interesaros.

DON CAMILO. Me basta ese pequeño pie desnudo.

DOÑA PROEZA. ¡Adiós, señor! Retiro mi pie. Alguien ha venido a buscarme y soy ya libre.

DON CAMILO. Yo soy libre también.

DOÑA PROEZA. Estoy contenta de ser libre, pero no me hace mucha gracia la idea de que vos lo seáis igualmente. Mientras he vivido he tenido siempre la sensación de que vos no teníais derecho a la libertad.

DON CAMILO. La muerte viene a quitaros semejante preocupación.

DOÑA PROEZA. No sé... Me inquieta dejaros. ¿Quién sabe si mi cuerpo no os habrá comunicado algún secreto mío que mi propia alma desconozca?

DON CAMILO. Es verdad. No habéis podido evitar que entre nosotros dos se estableciera una cierta alianza y que continuemos manteniéndola sordamente a pesar de vos misma.

DOÑA PROEZA. Pronto no tendré cuerpo.

DON CAMILO. Pero vuestra religión dice que conservaréis con vos todo cuanto hace falta para que reflorezca.

DOÑA PROEZA. Ahí ya no llega vuestro poder.

DON CAMILO. ¿Tan segura estáis? ¿No cuenta que desde hace diez años os esté obligando a vivir en la intimidad que mi oposición os imponía?

DOÑA PROEZA. ¿Tenéis la impertinencia de pensar que había en mí algo especialmente hecho para vos?

DON CAMILO. ¿De dónde, si no, el poder que me retiene a vuestros pies y que desde hace diez años me fuerza a estar atento a los latidos de vuestro corazón?

DOÑA PROEZA. Otro lo ocupa.

DON CAMILO. Ocupará vuestros pensamientos, pero no ese corazón que segundo a segundo os da vida. El corazón que os hace no es obra de Rodrigo.

DOÑA PROEZA. Para él fue hecho.

DON CAMILO. Por más que escucho, no es eso lo que me dice ese pedazo de carne palpitante en vos, más viejo que vos misma: ese latido que arranca desde la creación del mundo y que vos heredasteis de otro. No pronuncia ningún nombre mortal.

DOÑA PROEZA. Sé que comienza en mí un Nombre que Rodrigo conmigo, del otro lado de la mar, concluye.

DON CAMILO. Más bien pienso que os ayuda a asfixiar el espíritu que suspira dentro de vos.

DOÑA PROEZA. ¿No estoy aquí con vos por causa de Rodrigo? ¿No es él quien me ha enseñado a sacrificar el mundo entero?

DON CAMILO. Él sustituye a lo sacrificado.

DOÑA PROEZA. ¿Y no he renunciado incluso a él en este mundo?

DON CAMILO. Para mejor poseerlo en el otro.

DOÑA PROEZA. ¿Va a faltarme esa recompensa?

DON CAMILO. ¡Ya está! ¡Estaba esperando esa palabra! Los cristianos siempre la tienen a flor de labios.

DOÑA PROEZA. ¡Bienvenida sea, si me sirve para tapar la boca de un renegado!

DON CAMILO. (Confidencial). Decidme, pues, señora, vos que habéis permanecido en la casa del padre... Siempre he tenido curiosidad por saber el efecto producido por mi brillante escapada y si realmente conseguí afligir al viejo propietario.

DOÑA PROEZA. Al que es principio de toda alegría no se le puede causar ninguna tristeza.

DON CAMILO. ¡Bla, bla, bla! Habláis como un chorlito repitiendo las notas que se le silban. Mi opinión es muy otra. Tratad de seguir mi razonamiento. ¡No me falléis, recuerdos escolares! ¡El agente...! Sí, ésta es la palabra que buscaba...

(Pedante). Todo lo que se opone a la voluntad del agente inflige a dicho agente un sufrimiento conforme a la naturaleza del agente en cuestión. Por ejemplo, si golpeo en un muro, me hago daño; y si golpeo con mucha fuerza, me hago mucho daño.

DOÑA PROEZA. En efecto.

DON CAMILO. (Dándose un puñetazo en la palma de la mano). Y si golpeo con fuerza infinita, me hago infinito daño. O sea que yo, un ser finito, si me resisto con firmeza, freno la Omnipotencia: el Ser Infinito encuentra en mí límite y resistencia, que le impongo contra su naturaleza, y yo puedo ser en él la causa de un mal y de un sufrimiento infinitos. ¡De un sufrimiento tal que fue capaz de arrancar al Hijo del seno del Padre! ¿No es eso lo que nos decís los cristianos?

DOÑA PROEZA. Decimos que fue un don gratuito, no arrancado; bondad, no sufrimiento.

DON CAMILO. Llamadlo como gustéis. ¿Y qué hará Él si yo no quiero saber nada de esa bondad?

DOÑA PROEZA. Dios no se preocupa del apóstata. Está perdido. Es como si no existiera.

DON CAMILO. Pues yo os digo, en cambio, que el Creador no puede desentenderse de su criatura. Que, si ella sufre, sufre Él también al mismo tiempo. Es Él quien crea en ella el sufrimiento.

Está a mi alcance frustrar lo que Él quería hacer de mí. Y sé que eso es algo irremplazable para Él. Y si pensáis que no hay ninguna criatura que pueda ser sustituida por otra, comprenderéis que sólo de nosotros depende privar al simpático Artista de una obra insustituible, de una parcela de sí mismo.

¡Ah! ¡Estoy seguro de que siempre tendrá esta espina clavada en su corazón! He dado con un pasadizo hasta lo más íntimo de su Ser. Soy la oveja cuya pérdida jamás podrá compensar el centenar restante. Sufro por causa de Él en lo finito, pero Él sufre por mi causa en el infinito y para toda la eternidad. Esta idea me sirve de consuelo en la condena que ya padezco en África.

DOÑA PROEZA. ¡Qué espantosa maldad!

DON CAMILO. Maldad o no, tengo que vérmelas con alguien duro de pelar, menos simple de lo que a vos os parece. No debo desperdiciar mis triunfos. Y mi posición es sólida: tengo algo esencial; me necesitan, y aquí estoy. Aquí estoy en situación de privarlo de algo esencial para Él.

(Burlón). Muchos admiradores ignorantes que sólo saben decir «amén» a todo no valen lo que un crítico entendido.

DOÑA PROEZA. Admitiendo que Dios os necesite, ¿no se os ocurre que también vos tenéis necesidad de Él?

DON CAMILO. Sí, en efecto: durante cierto tiempo he vivido imbuido de esa prudente y sana idea. ¿Por qué no estar a bien con ese peligroso Viejo de que nos hablan los curas? No es difícil. ¡Ocupa tan poco espacio y da tan poca guerra! Una reverencia, un sombrerazo de cuando en cuando, y ya lo tenemos contento. Ciertas muestras externas de respeto, unas cuantas lisonjas a las que jamás son insensibles los viejos... En nuestro fuero interno lo sabemos ciego y algo chocho. Es de lo más sencillo ponerlo de nuestra parte y utilizarlo como sostén de nuestros confortables arreglillos: patria, familia, propiedad riqueza para los ricos, sarna para los sarnosos, poco para los apocados y nada en absoluto para quienes nada cuentan. Para nosotros el provecho y para Él el honor, un honor que con Él compartimos.

DOÑA PROEZA. Me horroriza oíros blasfemar así.

DON CAMILO. ¡Ah! ¡Lo olvidaba! Y para las mujeres enamoradizas, un lindo amante en este mundo, o en el otro. Porque la eternidad dichosa de que nos hablan los curas no tiene otro objetivo que colmar en el otro mundo a las mujeres virtuosas con los placeres que las que no lo son se han agenciado en éste.

¿Todavía pensáis que soy yo quien blasfema?

DOÑA PROEZA. Os mofáis de realidades bien burdas, pero incluso éstas son susceptibles de arder en el corazón del hombre convirtiéndose en oración. ¿Con qué queréis que ore? Eso es lo que nos sirve para pedir lo que no tenemos. El santo ora con su esperanza, el pecador con su pecado.

DON CAMILO. Pues yo no tengo absolutamente nada que pedir. Creo, con África y Mahoma, que Dios existe. Para eso vino el profeta Mahoma, para decirnos que Dios existe eternamente, y punto. Yo deseo que siga siendo Dios, que no asuma ningún disfraz. ¿Por qué tener tan mal concepto de nosotros? ¿Por qué creer que sólo puede ganarnos con regalos? ¿Será preciso que mude su rostro para hacerse reconocer por nosotros? ¡Me da grima verlo humillarse así, solicitarnos...! ¿Os acordáis de la anécdota de aquel ministro al que se le metió entre ceja y ceja asistir a la boda del botones de su ministerio, y cuya presencia en ella no hizo más que provocar la consternación general? ¡Que siga siendo Dios y que nos deje a nosotros nuestra nada! Porque, si cesáramos de ser enteramente la Nada, ¿quién ocuparía nuestro puesto para atestiguar íntegramente que Dios existe? ¡Él en su sitio, y nosotros para siempre en el nuestro!

DOÑA PROEZA. El amor quiere que esos dos sitios sean uno solo.

DON CAMILO. No puede darnos aquello por lo cual es lo que es... ¡Que nos deje, pues, donde estamos! Todo lo demás no lo necesito. No puedo transformarme en Dios y Él, por su parte, no puede hacerse hombre. ¡Y no me agrada verlo bajo nuestra apariencia corporal! Nuestro cuerpo es poca cosa, sí... Pero ¿quién no se sentiría humillado al ver que su honrado traje de faena va luciéndolo otro como disfraz?

DOÑA PROEZA. No se clavó en la cruz un disfraz. La unión que contrajo con la mujer era verdadera: auténtico el anonadamiento que fue a buscar en el seno de la mujer.

DON CAMILO. O sea, ¿que fue la nada lo que Dios deseó en el seno de la mujer?

DOÑA PROEZA. ¿Qué otra cosa podía faltarle?

DON CAMILO. ¿Y decís que desde entonces ni siquiera esa nada es algo nuestro, que no nos pertenece?

DOÑA PROEZA. Sólo es nuestra en la medida en que, reconociéndola, proclamamos la existencia de Aquel que es.

DON CAMILO. La oración, pues, viene a ser un reconocimiento de nuestra nada, ¿no?

DOÑA PROEZA. No sólo de palabra, sino un anonadamiento de hecho.

DON CAMILO. Así que cuando yo hace un instante os decía: «soy la nada», ¿estaba orando?

DOÑA PROEZA. Hacíais exactamente lo contrario, porque queríais guardar para vos la única cosa que a Él le falta, prefiriéndola al ser, contentándoos con vuestra diferencia esencial.

DON CAMILO. Muy bien: poco a poco, como un pescador hábil, os he llevado adonde quería.

DOÑA PROEZA. (Turbada, como si recordara algo). ¿Por qué empleáis esa palabra? Un pescador..., un pescador de hombres... ¿Cuándo conocí a uno?

DON CAMILO. Decidme, Proeza: cuando oráis, ¿sois toda de Dios? Y cuando le ofrecéis ese corazón completamente lleno de Rodrigo, ¿qué lugar queda en él para Dios?

DOÑA PROEZA. (Sordamente). Basta no obrar el mal. ¿Puede pedirnos Dios que renunciemos por Él a todos nuestros afectos?

DON CAMILO. ¡Una pobre respuesta! Hay afectos que Dios permite, que son parte de su Voluntad. Pero la presencia de Rodrigo en vuestro corazón no es en modo alguno una obra de su Voluntad, sino de la vuestra. Es vuestra pasión.

DOÑA PROEZA. La pasión va unida a la cruz.

DON CAMILO. ¿A qué cruz?

DOÑA PROEZA. Rodrigo es para siempre la cruz a la que estoy clavada.

DON CAMILO. ¿Por qué no dejarle, pues, que remate su obra?

DOÑA PROEZA. ¿No regresa precisamente para eso desde el otro extremo del mundo?

DON CAMILO. Pero vos aceptáis la muerte de su mano sólo como un medio para que vuestra alma esté más cerca de él...

DOÑA PROEZA. ¿Acaso no le he entregado ya todo cuanto podía ser crucificado en mí?

DON CAMILO. La obra de la cruz no quedará completa hasta que no haya destruido en vos todo lo que no sea la voluntad de Dios.

DOÑA PROEZA. ¡Terrible pensamiento! ¡No, no renunciaré a Rodrigo!

DON CAMILO. ¡Yo me condeno, pues! Porque mi alma sólo puede ser rescatada por la vuestra y no os la daré si no es con esa condición.

DOÑA PROEZA. ¡Jamás renunciaré a Rodrigo!

DON CAMILO. ¡Morid, pues, por ese Cristo ahogado en vos que me llama a gritos y que os negáis a darme!

DOÑA PROEZA. ¡Jamás renunciaré a Rodrigo!

DON CAMILO. ¡Proeza, creo en vos! ¡Muero de sed, Proeza! Dejad de ser tan sólo una mujer y permitidme descubrir por fin en vuestro rostro ese Dios que os rebosa. ¡Permitid que alcance en el fondo de vuestro corazón ese agua de la que Dios os ha hecho vaso!

DOÑA PROEZA. ¡Jamás renunciaré a Rodrigo!

DON CAMILO. Mas, si no habéis renunciado ya, ¿de dónde viene esta luz que ilumina vuestro rostro?

ESCENA XIII

EL VIRREY, DOÑA PROEZA, OFICIALES.

El puente de la nave capitana, cerrado por toldos que forman una especie de amplia tienda.
Un farolón encendido ante una pintura del apóstol Santiago en la pared del castillo de popa.

El Virrey se halla sentado en un gran sillón dorado. De pie detrás de él, en semicírculo, los comandantes de las naves y los oficiales de mayor graduación.

UN OFICIAL. (Entrando). Ha llegado el enviado del comandante de Mogador.

EL VIRREY. Hacedle pasar.

Entra Doña Proeza llevando de la mano a una niñita.
Silencio.

¿Sois vos la enviada del señor Ochiali?

DOÑA PROEZA. Su esposa y su enviada. Éstos son mis poderes.

Le entrega un papel que él pasar sin leerlo a un oficial situado detrás.

EL VIRREY. Os escucho.

DOÑA PROEZA. ¿Debo hablar ante toda esta asamblea?

EL VIRREY. Quiero que se entere toda la flota.

DOÑA PROEZA. Marchad de aquí, y que don Camilo conserve Mogador. Ya habéis podido ver hace un rato que aún somos capaces de defendernos. Además, contamos con aliados secretos entre los propios asaltantes.

EL VIRREY. Me importa muy poco que don Camilo, como vos lo llamáis, Ochiali, o como se llame ese renegado, conserve Mogador.

DOÑA PROEZA. ¡Gentileshombres todos! Os ruego que oigáis bien la respuesta de vuestro general a la pregunta que voy a hacerle. Decidme, señor: ¿estáis aquí por voluntad del rey de España?

EL VIRREY. (Con sonrisa sardónica). Una carta me ha hecho venir; un llamamiento, una voluntad a la que no podía oponerme.

DOÑA PROEZA. Mucho habéis tardado en oírlo.

EL VIRREY. En cuanto me llegó lo dejé todo, y aquí estoy.

DOÑA PROEZA. ¿Anteponéis, pues, la llamada de una mujer al servicio de vuestro soberano?

EL VIRREY. ¿Por qué no guerrear también un poco bajo mi propia bandera? Tal hizo otro Rodrigo, mi dechado, a quien llamaron el Cid.

DOÑA PROEZA. Es decir, que habéis dejado las Indias sólo con el objeto de llevar adelante vuestra guerra particular contra nosotros.

EL VIRREY. ¿Hay razón para que no quisiera introducir Marruecos en esta nueva configuración de los acontecimientos que vuestra llamada me invitaba a determinar mediante mi partida, cual completando el aspecto y momento global del universo en una carta astral?

DOÑA PROEZA. Ya no hay nadie aquí que os llame. Idos.

EL VIRREY. ¿Que nadie me llama, decís? No es eso lo que me dice mi corazón atento. Un mar coagulado retiene frente a Mogador esta nave mía, que se ha vuelto más pesada que el plomo.

DOÑA PROEZA. ¡Oídme todos, señores! Si el rey hubiera querido destruir a Ochiali, ¿no creéis que le sobraban medios para hacerlo? Y si nos ha tolerado durante tanto tiempo, ¿no será porque tiene alguna razón? ¿Pensáis que podía dejar sin vigilancia esta África a las puertas de su reino, este inmenso hervidero de langostas que por tres veces han cubierto como una plaga nuestra patria en tiempos de Tariq, de Yusuf y de los almohades? ¿O que no cuidaba de reservarse algún medio interno para seguir su evolución e intervenir en ella? Ochiali, el renegado, ha prestado más servicios al rey de España que el oficial don Camilo.

EL VIRREY. Jamás permitiré que se diga que el rey de España necesita los servicios de un renegado.

DOÑA PROEZA. Pues yo, que sé que contra el mal siempre puede hacerse humildemente algo, yo digo que si el pastor real no hubiera confiado en el mastín que yo he sido aquí durante diez años, el lobo le habría devorado muchos más corderos.

EL VIRREY. Un perro no: una fiel y admirable esposa.

DOÑA PROEZA. ¡Su esposa, sí! Acepté ser su esposa. Y lo hice porque carecía de tropas y porque no tenía otro medio para mantener en Mogador la capitanía que el rey me había encomendado: la sujeción y el gobierno durante diez años de este animal feroz.

UN OFICIAL. Es verdad, y yo debo testimoniarlo. Son muchos los cautivos liberados, los barcos que por su orden fueron socorridos contra los piratas, los náufragos devueltos sin rescate que hablan de lo que doña Proeza ha hecho aquí por el reino en estos diez años.

EL VIRREY. Más larga aún sería la relación de las tropelías de Ochiali. Su botín preferido era todo cuanto venía de mí.

DOÑA PROEZA. No estaba en mi mano evitarlo todo, pero era la más fuerte. Me ha azotado y torturado varias veces. Pero después de haberme obedecido.