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El caso del martillo blanco

1

El calabozo olía mal.

Eso era lo peor.

Porque si cerraba los ojos, dejaba de ver, y si me tapaba los oídos, dejaba de escuchar, pero de ningún modo podía dejar de respirar.

Sudor, un vómito en un rincón, alguien que se había orinado encima con la primera bofetada o el primer golpe de porra.

Cómo dolían las malditas porras...

Me restregué el trasero.

Por lo menos era la parte más blanda de mi cuerpo.

Miré a la chica que estaba sentada a mi lado en el suelo. Una de las afortunadas, como yo, porque el hacinamiento obligaba a que muchos permanecieran de pie. Tendría unos dieciséis años, quizás menos, así que lo más probable era que su padre le diese otra tunda al salir. Por eso no paraba de llorar, con los puños apretados y toda la rabia de su impotencia asomando por cada poro de su piel.

–Hijos de puta, hijos de puta... –repetía una y otra vez.

A la chica un golpe le había estropeado un poco su bonito rostro. El hematoma ya se coloreaba con todo su esplendor en la mejilla derecha. Llevaba el cabello corto y una camiseta en la que podía leerse el lema: «¿Quién dice que no tengo futuro?».

La generación sin futuro.

Mi generación.

Quise animarla, pero no tuve fuerzas.

¿Quién me animaba a mí?

Me tropecé con la mirada de uno de los chicos que permanecía de pie, aunque apoyado en la desconchada pared, que más parecía una comisaría del tercer o el cuarto mundo que una del primero. Una mirada de secreta lujuria, porque no escondía nada. Sus ojos iban de una a otra, pechos, boca, manos...

Un estupendo lugar para hacer amigos.

La mezcla era heterogénea. Cabellos largos, cabellos cortos, pieles limpias, tatuajes, ropas cómodas, ropas de asalto, barbas cortas, maquillajes invisibles, sudaderas con capuchas para ocultarse... Algunos probablemente formaban parte de cualquier guerrilla urbana. Otros simplemente estaban allí por incautos.

Como yo.

La más incauta de todas.

–Eres tonta del culo –me había dicho ya un par de veces.

El chico de la mirada me sonrió con descaro.

Estuve a punto de responderle con el dedo medio de mi mano derecha disparado hacia arriba y fuego en los ojos.

Me abstuve.

Una nunca sabe lo que puede encontrarse en un lugar como ese.

Llené los pulmones de aire venciendo la repugnancia que sentía y en ese instante escuché aquella voz.

–¡Berta Mir!

Se me disparó la adrenalina y me puse en pie de un salto. La atención general se concentró en mi persona.

–¡Berta Mir! –repitió la voz, impaciente.

–¡Aquí!

Me abrí paso en dirección a la puerta. El policía de uniforme esperaba al otro lado de los barrotes. Algunas voces se agitaron a mi alrededor.

–A esta se le va a caer el pelo ya mismo.

–Qué va, la sacan y punto.

–¿Nos interrogan uno a uno?

–Será hija de alguien.

–Tendrá abogado.

Intenté hacer oídos sordos a los rumores, a favor y en contra. La puerta ya estaba abriéndose. La cara del agente, impertérrita, no mostró emoción alguna. Chica o no, atractiva o no, para ellos no éramos más que carne de cañón, los pringados que habían podido atrapar en medio del caos y el tumulto organizado por las guerrillas urbanas y los grupos revienta-manifestaciones. Si formábamos parte de ellos o no era otra cosa. Estábamos allí, en la cárcel, así que por algo sería.

Ningún policía detenía a un inocente.

Ese era su argumento.

–Vamos –me soltó, igual que si me disparara, nada más cerrar la puerta del calabozo.

No miré hacia atrás.

Acompañé al agente por un pasillo, una escalera, otro pasillo y, finalmente, una especie de recepción, aunque desde luego era cualquier cosa menos eso. Allí me entregaron lo que me habían quitado al encerrarme: el reloj, el móvil, la documentación y hasta los cordones de las zapatillas deportivas, no fuera a ser que me diera por ahorcarme. Lo primero que hice fue comprobar la hora.

Suspiré, porque aún estaba a tiempo.

Luego comprobé si tenía alguna llamada.

Ninguna.

Ningún cliente con el que recuperar el pulso del trabajo.

No tuve mucho tiempo para ponerme el reloj, y menos para colocarme los cordones de las zapatillas. Me guardé la cartera y el móvil y seguí al agente a la fuerza, porque me tomó del brazo hasta conducirme a otra puerta.

La última.

Al otro lado me esperaba Alfredo Sanllehí.

–Toda suya, inspector –dijo el policía.

–Gracias.

Luego nos quedamos solos, nos miramos un breve, muy breve instante, y él echó a andar.

Tuve que dar tres pasos rápidos para ponerme a su altura, todavía con los cordones de las zapatillas en la mano.

No le veía desde poco antes del verano, cuando el caso del chantajista pelirrojo, y estaba como siempre, igual, elegante, serio, como si cada noche se congelara para descongelarse al día siguiente, o durmiera en una cámara hiperbárica. Parecía cualquier cosa menos un inspector de policía. Un tenista o un ejecutivo. Su atractivo residía en ello. Era parte de un mundo cerrado. Su mundo.

Impenetrable.

–Gracias –me rendí a los pocos pasos.

–Menos mal –suspiró Alfredo.

–Lo siento.

El silencio se mantuvo unos metros más, casi hasta llegar a la calle.

–No sabía a quién llamar –me excusé.

–No te preocupes. –Mi compañero se detuvo y miró a su alrededor–. Solo van a estar haciendo comentarios un par de semanas, hasta que se les pase.

–¿Tan malos son?

–Peor.

–Vaya. –Me sentí abatida.

–Bueno, por lo menos dirán que tengo buen gusto, porque lo de que eres mi prima no cuela.

Me ruboricé un poco.

Era la primera vez que me decía algo agradable, de hombre a mujer.

Y para alguien como yo, que no se siente atractiva, que se ve del montón, eso es importante.

Nos miramos el uno al otro, sin saber qué más decir.

–¿Vuelves adentro? –pregunté.

–No, es tarde. Me has pillado de milagro.

–¿No hay ningún asesino a quien perseguir? –quise bromear.

–¿No se te ha ocurrido pensar que estando tú en la cárcel hay menos riesgo de que pase algo?

–¡Lo sabía! –Me crucé de brazos, súbitamente seria y tensa.

–¿Qué sabías?

–Estás mosca.

–Una sutil forma de decirlo.

–¿Qué querías que hiciese, pudrirme ahí dentro en vez de llamarte?

–Sabes que no se trata de eso.

–¿Y de qué se trata? Ni que fuera un peligro público.

–Mira, Berta. –Se colocó delante y me taladró con ojos pálidamente agotados no exentos de dulzura–. Ya tiré la toalla con lo del loro y el tráfico de animales exóticos, y con lo del chantajista pelirrojo. Sé que no voy a poder contigo.

–Así que soy tu peck in the neck.

–¿Qué es eso?

–Tu grano en el cogote.

Alfredo Sanllehí soltó una bocanada de aire.

En sus ojos se acentuó el desasosiego que sentía.

–Un día te meterás en un lío de los gordos, te pasará algo, y entonces me sentiré culpable por no haberte impedido esta locura de jugar a detectives sin licencia y sin un mínimo de cordura profesional.

–Alfredo, sabes muy bien que o hago esto o me quedo sin nada, con mi padre metido Dios sabe dónde y la abuela y yo viviendo de beneficencia.

–Conseguirás que te maten.

–¡No seas melodramático!

–¡Esto no es un juego, maldita sea! ¡Ahí afuera –señaló la calle– hay gente que asesina sin pestañear!

–¡No te enfades! –Me desesperé.

–No me enfado –arrastró la penúltima vocal con un deje de impotencia–. Te respeto por lo que haces, sé que eres valiente y desde luego, nada tonta, pero soy inspector de policía.

–Eres mi único amigo.

Era casi una declaración de principios.

Otra larga mirada más.

–Adulto.

–¿Qué?

–Tu único amigo adulto.

–Sí, vale.

–Algo es algo. Aunque no sabía nada de ti desde hace un par de meses o más, ¿no?

–Estuvimos actuando en Cadaqués, y trabajo, en la agencia, ha habido poco.

–¿Por eso te dedicas a manifestarte y a pegarle a la policía?

–No es eso.

–Déjalo estar. –Levantó la mano para impedir que se lo contara–. ¿Dónde tienes la moto?

–En casa.

–Entonces te llevo, vamos. –Reanudó el paso.

–¿En serio? No pude creerlo.

–Sí, ¿qué pasa?

–No, no, nada. Es que...

–¿Prefieres coger el metro, o un autobús? Si te molesta que te vean con un trajeao... –usó el argot a posta.

–Que no, que no. –Troté a su lado en dirección al aparcamiento deseando ponerme los cordones de las zapatillas de una vez–. Es que me has pillado por sorpresa.

–He de ir por tu barrio, eso es todo.

–Ya.

Las miradas de algunos agentes de policía uniformados y de otros vestidos de paisano seguían convergiendo en nosotros. Alfredo las resistió estoico. Me di cuenta de que pasaba mucho de todo aquello.

Por primera vez me pregunté cuál sería el papel y la situación de Alfredo Sanllehí en el cuerpo de policía.

Era un buen inspector, de eso no cabía la menor duda.

Pero su hermetismo...

–Debes de estar pensando «menuda joya me ha caído encima».

–Menuda joya me ha caído encima.

–Venga, en serio.

–Todo te lo dices tú.

–¡Si es que me han trincado por...!

–Cállate y sube al coche. –Se detuvo junto a su vehículo oficial.

Me callé y subí al coche.

Treinta segundos después salíamos de la comisaría.

2

Esta vez aguardé a que fuera él quien rompiera el silencio, y mientras, me pasé los cordones por los agujeros de las zapatillas y me las anudé.

Lo hizo al detener el vehículo en el primer semáforo.

–He hablado con el agente al que golpeaste.

–¡Yo no le golpeé! –salté furiosa.

–Berta...

–¡Te digo que no lo hice! ¡Fue él!

–¿Brutalidad policial y todo eso?

–Llámalo como quieras, pero yo no hice nada.

–Pasabas por allí.

–Ay, Alfredo, no seas simple.

–¿Yo soy simple? –dijo incrédulo–. Lo que faltaba.

–¡Las cosas no son blancas o negras!

–Por lo general sí.

–¡Eres poli! ¿No sabes que todo tiene dos caras y que no puedes juzgar sin escuchar a las dos partes?

–Cuando una de las partes también es poli y la otra eres tú...

–Eso no es justo.

–Vaya por Dios, la inocente.

Arrancó el coche de nuevo.

–Vale. –Me crucé de brazos con los ojos encendidos–. ¿Y qué ha dicho Rambo?

–Ha dicho que dejaba el tema en mis manos y que no va a hacer nada.

–O sea que si le veo, he de darle las gracias.

–Exactamente.

–Joder... –gemí mirando por la ventanilla.

–Berta, la mayoría de personas se manifiesta pacíficamente. Solo al final quedan cuatro gatos que se dedican a romper cosas. Si estás ahí, estás ahí.

–No pudo ser una casualidad, ¿verdad?

–No –fue categórico–. Y sinceramente, no te veía a ti en esos líos.

–¿No puedo manifestarme cuando todo va mal? ¡Jo, que se trata del futuro de todos nosotros!

–Me refiero a que no te veía en plan guerrillera.

–¡Yo no rompía nada! –me enfurecí por enésima vez–. ¡Estaba en medio del caos cuando apareció ese...! –Me mordí la lengua pero acabé soltándolo–: ¡Ese gorila antidisturbios repartiendo golpes de porra a diestro y siniestro! –Estuve a punto de subirme la camiseta y bajarme el pantalón–. ¿Te enseño el morado que debo de tener en el culo? ¿O crees que yo misma me he tirado sobre la porra?

–Le has agredido.

–¿Y qué querías que hiciese, que le dejara volver a darme en otra parte menos carnosa? Solo recuerdo que le he visto venir hacia mí y que he levantado la pierna. ¡Ha sido instintivo!

–Muy femenino –se puso sarcástico.

–Hombre, es que kárate no sé.

–Si llegas a darle de lleno...

–¿No los llevan forrados con placas de metal?

Alfredo volvió la cabeza hacia mí.

Llegó a esbozar una sonrisa.

–¡Encima ríete! –aluciné.

Mi compañero pareció rendirse. Olvidó el enfado, la seriedad, y se relajó de una forma gradual.

–De acuerdo, ahora en serio, ¿por qué estabas en mitad de ese tumulto? Según él rompíais escaparates, robabais cosas...

–¿Tengo pinta yo de robar algo?

–¿Y de romper un escaparate?

–Nunca he sido violenta, deberías saberlo.

–Perfecto, no hacías nada, te has visto envuelta en el lío y te ha pillado de improviso. ¿Por qué no has echado a correr al aparecer las fuerzas de asalto?

–No he podido –traté de ser convincente.

–¿Por qué será que no te creo?

–Otra vez no te llamaré –eludí el tema.

–No seas cría.

–Eres de los que piensa que los polis siempre tenéis razón.

–Soy poli –recordó–. Y formamos un cuerpo muy corporativista.

Me mordí el labio inferior.

–Mira, si hubiera podido llamar a casa para decirle a la abuela que tenía trabajo y no iba a verme el pelo, no te habría molestado a ti. Pero sin móvil... Creía que a los detenidos se les dejaba hacer una llamada.

–Erais demasiados.

–¿Qué quieres? Si estoy haciendo algo y la aviso, a ella no le importa, aunque lo pase mal y todo eso. Ya sabes que tampoco asimila muy bien esta nueva realidad, la situación en la que estamos, lo de papá, que yo le suplante...

Alfredo me miró de soslayo en el siguiente semáforo.

Me había quedado seria y triste.

–¿Tienes trabajo? –me preguntó.

Me encogí de hombros.

–¿Y el grupo?

–Vamos a grabar un disco.

–¿En serio? –Abrió los ojos, expectante.

–Autoproducido, no creas. Ahorramos parte de lo que ganamos en verano, aunque aún nos falta. Estos días tenemos un par de reuniones para hablar de ello. No es más que un primer paso.

–Me gustaría oírte.

–Pues ya sabes.

De nuevo puso la primera y aceleró. Ya no estábamos lejos de mi casa.

Quedaba muy poca conversación.

–¿Tu padre?

–Igual.

–¿Tu abuela?

–Igual.

–¿Tu madre?

–Igual.

–Tenía cáncer.

–Fui a verla después de lo del chantajista pelirrojo. No es que hayamos hecho las paces ni la haya perdonado, pero al menos trato de no odiarla por lo que hizo. Estamos en un... impasse, ¿se dice así?

–La mayoría de las personas solo quiere vivir y ser feliz.

–Ya, pero si eso implica hacer daño a los demás, qué quieres que te diga...

–¿Y tú? –formuló la pregunta que, seguramente, más le interesaba.

–Yo también estoy igual, supongo –me resigné–. A ti ya no te lo pregunto.

–¿Por qué?

–Te veo bien, como siempre.

–Son tiempos duros, hay más delincuencia a causa de la crisis.

–¿Asesinatos?

–No, eso no. Ahora la moda es la corrupción, el dinero que mueve el narcotráfico, lo que se paga por las influencias.

–Delitos de alto standing.

–Sí.

–¿Te fuiste de vacaciones? –pregunté de pronto.

–Sí –admitió Alfredo.

–¿A algún sitio bonito?

–A la India.

–¿En serio? –Le miré expectante–. Siempre he deseado ir allí. Tiene que ser... mágico.

–Lo es. Olores, colores, sensaciones... Todo es distinto, fuerte, intenso. Subí desde Bombay... bueno, ahora lo llaman Mumbai, y pasé por Adanta, Ellora, Jodpur, Udaipur, hasta Nueva Delhi, Benarés, que ahora lo llaman Varanasi, Amritsar, en el Punyab, Katmandú, en Nepal y, finalmente, el Tíbet, Lhasa, el Himalaya...

–Qué pasada.

–Sí.

–¿Tienes fotos?

–Claro.

–Pero no las llevarás encima.

–No.

–¿Ni en el móvil?

–Nunca hago fotos con el móvil. Para eso tengo una buena cámara.

En las fotos quizás le habría visto con alguien.

Pero no le pregunté con quién había viajado.

El hombre misterioso.

Llegábamos a mi calle. Ya era tarde para iniciar cualquier otra conversación. Contemplé la familiaridad de las casas, mi ambiente cotidiano, el barrio, las tiendas, los lugares comunes de mi niñez y mi adolescencia.

A veces una experiencia cambiaba a las personas. Por ejemplo, haber estado en un calabozo.

Alfredo Sanllehí detuvo el coche.

Pensé que si alguna vecina me veía bajar de él, en unas horas todo serían rumores.

–Gracias. –Puse una mano en el tirador de la puerta.

–Oye.

–¿Qué?

–Si no me hubieras llamado, me habría enfadado.

–Vale –me sentí aliviada.

–No te metas...

–En líos, lo sé. –Acabé de abrir aquella puerta.

Nunca sabía si darle la mano, un beso en la mejilla...

¿Qué hacían los amigos?

Aunque uno tuviera quince años más.

Un minuto después, cuando el coche de Alfredo ya no estaba a la vista, yo seguía de pie, en la acera, mirando el lugar por donde había desaparecido.

Me llevé una mano al trasero.

Caray, cómo me dolía.

3

La abuela apareció en el pasillo antes de que pudiera dar tres pasos y se me quedó mirando con ojo crítico.

–Hola, abuela. –No pude evitarla.

Primera pregunta:

–¿Has cenado?

–No.

Segunda pregunta:

–¿De dónde vienes? Hueles fatal.

Yo ya ni me acordaba, y Alfredo, en el coche, no lo había mencionado.

Tan educado y correcto.

–Hay lugares que apestan, ya lo sabes –me excusé.

Tercera pregunta, esta múltiple:

–¿Has estado por el centro? ¿Has visto la manifestación? En el telediario han dicho que ha habido muchos disturbios.

Tuve ganas de meterme en el baño, pero ella me cortaba el paso.

–No he estado en el centro –mentí–. Los del grupo nos hemos reunido en un bareto. Y hasta ahora.

El nuevo ataque fue más habitual, y remitió a la primera de las preguntas.

–¿Qué te hago?

–Ya me prepararé un bocadillo yo misma, deja.

–¿Qué te hago?

–Una sopa y una tortilla con harina –me rendí.

–Seca.

–Sí.

–Cinco minutos.

Se metió en la cocina y acabó el bombardeo.

A veces, más que agobiarme conseguía aturdirme.

Me sentí culpable y me refugié en el cuarto de baño. Gracias a Alfredo, me había evitado un buen marrón. Imaginarme a la abuela en comisaría tratando de sacarme del calabozo era peor que cualquier pesadilla. Para ella, la ley era sacrosanta. Si uno acababa en la cárcel, era por algo. No había medias tintas.

Sí, la abuela y Alfredo serían muy buenos amigos si un día intimaban.

Algo impensable.

Me quité la ropa que, desde luego, olía fatal, y la puse en el cesto de la ropa sucia. Luego me desnudé del todo y examiné el golpe de mi trasero. La carne ya se estaba poniendo cárdena. Luego pasaría por diversas coloraciones, violácea, amarilla, morada y marronosa, antes de acabar siendo tan solo un mal recuerdo.

Me pregunté cómo tendría la entrepierna mi amigo el antidisturbios.

Porque le había cazado bien, eso sí.

Me puse el albornoz y salí del baño para meterme en mi habitación. Todavía hacía calor, así que me limité a vestir con una camiseta y unos pantalones cortos. Salí descalza y lo primero que me dijo la abuela al verme fue:

–Vas a pillar un resfriado. ¿Cuántas veces he de decirte que los pies hay que tenerlos calientes, que por ahí se va todo?

Estuve a punto de dar media vuelta, volver a entrar en la habitación, calzar las zapatillas de estar por casa y resignarme.

Pero no lo hice.

Seguía combativa.

Así que continué mi camino y me colé en la habitación de papá, tal y como tenía pensado, sin siquiera ponerme a discutir. A veces comprendía que la abuela no tenía la culpa de cómo se habían torcido las cosas y que difícilmente iba a cambiar a sus años.

La convivencia era tan básica como necesaria, y yo, por mí misma y sola, estaba obligada a sacar adelante la casa.

Aunque me metiera en líos, como decía Alfredo.

Me senté junto a papá y me incliné sobre él. Lo primero, por estúpido que pareciera, ver si respiraba. No siempre me daba esa impresión. Que pudiera hacerlo por sí mismo en lugar de tener respiración asistida ya era un milagro. Una vez comprobado esto, le cogí la mano por si quería comunicarse.

A lo largo de todo el verano, el intercambio había sido mínimo.

–Papá.

Primero le rocé la palma, después el dorso. Por último se la golpeé con el dedo, como si llamara a una puerta que jamás se abría, pero de la que, desde el otro lado, a veces obtenía respuestas.

–Papá, estoy aquí.

Un pequeño roce.

Nada más.

Esperé unos segundos, hasta que comprendí que eso era todo. En casos así, no insistía. Entonces me incorporé, le besé en la frente, le acaricié las mejillas y me retiré.

En días como aquel, hubiera necesitado hablar con él.

A veces lo hacía, yo sola, sabiendo que, a pesar de su estado, estuviera donde estuviera, me escuchaba.

Pero no esa noche.

No quise ir ya a la cocina y soportar nuevas quejas del repertorio de la abuela, así que regresé a mi habitación a la espera de que ella me llamase. Cerré la puerta y cogí el móvil.

De pronto, tenía dos llamadas perdidas.

El tiempo de ir al baño y estar con papá y tenía dos llamadas perdidas.

Una era de Lucas. La otra de un número desconocido.

Pensé en telefonear a mi cliente para informarle de lo sucedido, pero cambié de idea. Tampoco hice caso, de momento, del número desconocido. Lo primero era atender a mi compañero y amigo del grupo, que debía de estar enfadado por mi ausencia del ensayo.

Cuando se estableció la comunicación, lo primero que escuché fue un gruñido.

–Jo, tía, ¿qué ha pasado?

–No he podido avisar, lo siento.

–Estos días son importantes.

–Ya lo sé –mantuve el tono de voz lo más bajo que pude–. He estado en la cárcel.

–¿Qué dices? ¿Por qué hablas casi en susurros?

–Digo que he estado en la cárcel, por lo de la mani, y no puedo hablar más alto, que estoy en casa.

A Lucas se le pasó el enfado. A fin de cuentas, estaba enamorado de mí y podía perdonármelo todo.

–¿Te han detenido? ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? ¿Qué has hecho? –Se alarmó disparándome todas las preguntas de golpe.

–Ha sido un marrón, pero estoy bien, tranquilo. Me he visto metida en el lío, un antidisturbios me ha dado con la porra y yo me he rebotado.

–¿Cómo que te has rebotado?

–Le he dado a él.

–¿Estás loca? ¡Podía haberte matado!

–No ha pasado nada, Lucas. –Me arrepentí de habérselo dicho–. Me han detenido y me han soltado en un par de horas, eso es todo.

–¿Y qué hacías tú en la mani?

¿Le decía que estaba trabajando? No, nunca contaba a los del grupo lo que hacía ejerciendo de detective. Cada cosa en su lugar. De alguna forma éramos compañeros con un proyecto más que amigos con un sueño. Y además, Lucas era Lucas, el mismo que me proponía formar un dúo electro-acústico y mantenía aquella secreta esperanza de que, un día, me decidiera por él.

Extraña cosa, el amor.

Sobre todo cuando era unidireccional.

–Pasaba por allí –dije escuetamente.

–Yo también quería ir –confesó el teclista–, y mi hermano, pero el ensayo... Berta –se puso serio–, si vamos a grabar ese disco tenemos que ensayar más, lo sabes, ¿no?

–Ya lo hemos hablado, sí, lo sé. Eso y la pasta –suspiré abatida.

–Tranquila.

–Todos habéis puesto vuestra parte menos yo, ¿crees que no lo sé?

–Puedo...

–Lucas, no.

–Vale.

–Oye, tengo que colgar. Hazme un favor, no se lo cuentes a los demás. Ya hablaremos luego. Tampoco quiero ponerme a hablar de mis cosas por teléfono estando en casa y con la abuela aguzando el oído, que será mayor, pero lo que es sorda... de eso nada.

–Mañana no faltes o habrá cabreo general.

–No faltaré.

–Recuerda que nos vemos con DJ.

–Lo recuerdo muy bien, descuida.

El último silencio.

–Gracias, Lucas –me despedí.

–¿Te duele?

–Solo cuando me siento.

–Vale, hasta mañana.

Colgamos al unísono y me quedé pensativa unos segundos.

La puerta se abrió en ese momento, sin que la abuela se molestara en avisar.

–La cena –dijo.

Y se retiró antes de que pudiera reprocharle la intromisión.

Había días en los que era mejor callar.

Ni siquiera comprobé el buzón de voz antes de salir tras sus pasos.

Llegué a la cocina y me senté en mi silla. La sopa estaba humeante y la tortilla como me gustaba, seca, con harina, de forma que más que una tortilla parecía una torta, la base de un burrito mexicano. La abuela le había puesto unas pintitas de chorizo para darle más sabor.

–Sé que no has tenido mucho trabajo últimamente –se arrancó de pronto.

Casi me atraganté. Si me había oído hablar con Lucas de dinero, también habría oído lo de mi detención. Opté por no meterme en problemas y divagué la respuesta.

–En verano la gente está de vacaciones. Ahora empezarán a llamarme, ya verás.

–No sé si es mejor eso o que no te metas en esas investigaciones atroces.

–No lo hago mal, y total, suelen ser casos poco complicados.

–Eso es lo que me cuentas tú, que hablar, lo que se dice hablar, hablas poco.

–¿Y qué quieres que te cuente, abuela?

–Por ejemplo lo de ese disco que vais a grabar.

–Te dije que lo resolveríamos en estos días, ¿no?

–¿Pero tú has puesto ya tu parte? –metió el dedo en la llaga.

–Me falta muy poco, y ya te digo que ahora habrá más trabajo. Papá siempre decía que al acabar el verano había más cuernos, más seguimientos, como si se terminara la tregua estival o lo que hubiera pasado en esos meses y las nuevas relaciones empezaran a dejar huella en lo bueno y en lo malo.

–¿No me dijiste que en verano habías seguido a un par de rodríguez?

–Sí, también.

–Escucha, Berta. –La abuela se sentó frente a mí y unió las dos manos sobre la mesa–. Si un día lo necesitamos... yo tengo cosas que empeñar o vender, mi anillo de casada, la gargantilla, las medallitas de mi madre, que son de oro...

–¡No seas tonta!

–Berta, que llevo ya muchos años años viuda. Un anillo no es gran cosa mientras los recuerdos los lleves en el corazón. Y no seré menos viuda por eso.

–Eres una roca.

–Has visto pocas rocas, tú.

–No te preocupes, ¿vale?

–Vale –asintió–, pero tú no hagas tonterías.

–Ya sabes que no las hago, que me sé cuidar.

No había mucha fe en la mirada final.

Luego la abuela se levantó y continuó haciendo cosas, limpiar esto, ordenar aquello, dejarlo todo a punto para el día siguiente. Una vez cumplido el ritual, puso la televisión.

Lo primero que apareció en pantalla fueron los disturbios derivados de la manifestación.

Grupos de jóvenes con las caras tapadas o los embozos de las capuchas calados hasta los ojos, policías con escudos y cascos cargando con las porras en alto. Los primeros tiraban piedras, cócteles molotov o movían contenedores de basura. Los segundos disparaban balas de goma o lanzaban botes de gas.

Se me paró el corazón.

¿Y si salía por la tele?

Yo había ido a cara descubierto.

–¡Qué bestias! –exclamó ella.

No supe si lo decía por unos, que rompían escaparates y saqueaban una tienda de ropa, o por los otros, que descargaban sus porras con toda violencia sin mirar mucho dónde lo hacían.

Instintivamente, me llevé una mano al trasero.

Las imágenes mostraron otra tienda.

La misma en cuyo exterior había sido detenida.

Tragué saliva.

–¿Por qué hacen estas cosas? –insistió la abuela–. ¡Si lo que piden es justo! No necesitan poner su rabia al servicio de la violencia. Así no consiguen nada, al contrario, se desautorizan ellos mismos.

Una chica más o menos de mi edad era arrastrada por dos antidisturbios. Uno la tiraba del pelo. Otro evitaba sus puntapiés agarrándola por un brazo. La joven se debatía con denuedo y los escupía. Quizás sin la manifestación de por medio, sin el equipo policial que les tapaba el rostro y los hacía invisibles y habiéndose conocido en otra parte, ella y uno de ellos se hubieran enamorado.

Un pensamiento estúpido.

Acabó la información y respiré aliviada.

–Voy a mi habitación –me despedí de la abuela.

No me preguntó si iba a trabajar con el ordenador, a leer, a escribir alguna canción, tocar la guitarra o dormir. Solo dijo:

–Buenas noches.

Me sentí a salvo al cerrar la puerta y aislarme, bañada por el silencio y la paz de mi pequeño universo. No es que una simple hoja de madera fuera una barrera insalvable para mi contumaz abuela, pero al menos estaba segura de que ya no me molestaría, salvo que me dieran las dos o las tres de la madrugada haciendo algo, ella se levantara y viera luz por debajo de la puerta y entrase para ver si me encontraba bien o me había quedado dormida sin apagarla.

Recogí el móvil y miré el número desconocido.

Ojalá tuviera suerte.

Marqué el 123 y esperé.

–Tiene un mensaje nuevo –dijo la voz pregrabada de la mujer de la telefónica–. Mensaje número uno, recibido hoy, a las... –Crucé los dedos y esperé. Otra voz, esta de hombre, ocupó mi horizonte auditivo y casi me hizo gritar de alegría a las primeras de cambio–: ¿Agencia de detectives Mir? Mi nombre es Javier Salas. ¿Podrían llamarme lo antes posible a este número? Necesito sus servicios y... Bueno, a este número o al fijo, 931 111 111, aunque en ese caso mejor que sea a la hora de comer o a la hora de cenar. Es urgente, gracias.

Trabajo.

Aunque faltaba que el cliente aceptara las condiciones, la invisibilidad de Cristóbal Mir.

Comprobé la hora.

Demasiado tarde ya.

Así que eso sería lo primero que haría al día siguiente.

4

Por la mañana, al abrir los ojos, sentí por un momento que el mundo se me venía encima.

Con todo su peso.

Papá inmóvil, mamá luchando contra el cáncer, la severidad de la abuela, los pocos casos de los que vivía la agencia, la futura grabación del disco que no podía financiar...

A veces tenía que ser muy fuerte.

A veces.

Y esa mañana no era precisamente una de ellas.

Me incorporé y lo primero que sentí, a traición, fue un ramalazo de dolor que, procedente de mi trasero, me inundó el cuerpo y aterrizó como un gigantesco avión en mi cerebro. El calambre me dejó tiesa.

–Espero que a ti te duelan tanto los huevos como a mí tu porrazo, cerdo –rezongué con rabia.

Conseguí bajar de la cama y ponerme en pie. Necesitaba un buen masaje, y no tenía a nadie a quien pedírselo. Ni siquiera a Alejandra, que estaba allí para cuidar a papá, no a mí, aunque seguro que me lo daría sin problemas.

La ducha bajo la cual me pasé diez minutos me alivió considerablemente. El resto lo hizo el calor de mis músculos entrando en acción. Para cuando me hube vestido y salí al mundo, ya no caminaba encogida ni vacilaba sometida a las punzadas de dolor. Pensé en llamar de inmediato a mi futuro cliente, pero opté por hacerlo desde la calle, a solas, para mayor seguridad.

Alejandra todavía no había llegado, así que me senté al lado de papá y le tomé la mano a solas y en silencio.

–Papá.

El roce, esta vez, fue inmediato.

–Buenos días. –Me animé por completo.

El dedo índice de la mano, con el cual me hablaba, dibujó dos letras en mi palma abierta.

«B.D.»

Buenos días.

–¿Qué tal estás? –susurré, sabiendo que era la más absurda de las preguntas.

«C.N.S.D.»

Cansado.

El dedo siguió trenzando signos.

«H.C.S.L?»

Ya habíamos conseguido sintetizar al máximo, como si habláramos en clave.

–Sí, hace sol –dije sin saber si era cierto o no.

«B.N.»

Bien. Mejor sol que lluvia.

Le acaricié la mano y se la besé. Después hice lo mismo con su frente y su mejilla. Mientras le hacía sentir mi amor a través de aquel contacto, escuché el ruido de la puerta del piso al abrirse y cerrarse.

Alejandra ya estaba allí.

Había tenido mucha suerte al encontrarla.

–Llega tu cuidadora –le dije a él.

No hubo respuesta, así que dejé su mano.

No quería que el tal Javier Salas se buscara otra agencia por no devolverle la llamada a tiempo.

Encontré a la asistenta cambiándose de ropa en el pequeño trastero que utilizábamos como desahogo casero. La colombiana ya se estaba abotonando la bata.

–Buenos días –la saludé.

–Buenos días, señorita. ¿Cómo amaneció?

Siempre el mismo ritual, las frases hechas, tan llenas de encanto y sencillez.

–Bien –respondí.

–Ah, me alegro.

–Papá está comunicativo hoy.

–¿Sí? Voy enseguida.

–Gracias.

La dejé rápidamente y pasé por la cocina, para desayunar algo y marcharme cuanto antes. La abuela ya estaba allí, de guardia, dispuesta a controlar que no me fuera con el estómago vacío.

–¿Te preparo...?

–Tomaré cereales y leche –la detuve–. Y no me digas que eso no es sano porque tienen fibra y es lo más sano que hay.

–No digo nada. –Se hizo la ofendida.

Yo misma cogí la caja de los cereales y la botella de leche. Llené el plato con lo primero y luego lo rocié profusamente con lo segundo. La leche se tiñó de color chocolate. No estaba bien que me lo zampara de pie, así que hice la última concesión, aunque masticando rápido y tragando con fiereza.

Cuando la abuela se me sentó delante, supe que iba a comunicarme una idea de las suyas.

Ella también seguía rituales, las manos sobre la mesa, el rostro serio, la mirada directa.

–Berta.

–¿Qué?

–Podrías trabajar en la tienda de la señora Amalia.

–¿Yo? –Casi me atraganté con la idea.

–Ella misma me lo ha dicho, y como no tiene hijos, algún día...

–Abuela, ¿qué pinto yo en una tienda?

–Es más seguro que lo que haces.

–Y da mucho menos.

–Cariño, no siempre podremos tenerle aquí. –Dulcificó su gesto.

–Mientras yo pueda, sí. Papá no irá a un hospital.

La abuela acabó por venirse abajo.

Durante unos segundos, fue la anciana venerable que cualquiera espera, dulce, cariñosa, tierna y adornada con una amorosa sonrisa.

Me tocó la mejilla con una de sus manos arrugadas.

–Te pareces tanto a él –dijo.

–De tal palo, tal astilla.

–Es más que eso –convino.

–Soy buena haciendo de detective, ¿sabes? Quizás no emplee métodos muy ortodoxos, puede que me pase y me comprometa demasiado, pero soy buena. –Me aferré a la cuchara mientras me la llevaba a la boca–. Así que confía en mí, tranquila. No pasará nada.

–Ya lo sé, pero...

–Anoche llamó un cliente. –Ataqué los restos del plato–. Hoy estaré liada, ¿vale?

–Vale.

–Venga. –Me puse en pie–. Y sal, que te dé el aire. Estás blanca.

–Es mi color de piel, ¿cuántas veces he de decírtelo?

–Desde luego...

–¿Qué? –se mosqueó.

–Si yo me parezco a papá, también debo de parecerme a ti, que para algo eres su madre, ¿no?

–De mí no tienes nada –afirmó llena de templanza.

–A veces, la mala leche –sonreí.

No me acompañó.

Le guiñé un ojo, le di un beso en la mejilla y salí disparada antes de que me liara con otra de sus ideas geniales o lanzara una de sus protestas llenas de buen juicio.

La tienda de la señora Amalia.

Yo vendiendo electrodomésticos.

Bajé a la calle y ya no esperé más. Tenía el móvil en la mano y, al salir del portal, no hubo nadie que me parara para preguntarme por papá. Un milagro. Devolví la llamada al número del tal Javier Salas y esperé.

La voz del hombre contestó antes de que se extinguiera el segundo zumbido.

–¿Sí?

–¿Señor Salas?

–El mismo.

–Me llamo Berta. Trabajo en la agencia de detectives a la que usted llamó ayer.

–¡Oh, sí, gracias! –El tono de ansiedad reapareció, igual que al dejar su mensaje en el buzón de voz–. ¿Cuándo podríamos vernos?

–Esta misma mañana si lo desea.

–¿En un par de horas? He de terminar un trabajo.

–Por mí está bien. ¿Sabe las señas?

–Sí, calle Madrazo, con Vía Augusta. ¿Estará el señor Mir?