Portada: El tercer chimpancé para jóvenes. Jared Diamond
Portadilla: El tercer chimpancé para jóvenes. Jared Diamond

Créditos

Edición en formato digital: octubre de 2015

 

Título original: The Third Chimpanzee for Young People

En cubierta: ilustración de © Jorgen mcleman/Shutterstock.com

Colección dirigida por Michi Strausfeld

Diseño de la colección: Ediciones Siruela

© 2014 by Jared Diamond. All rights reserved

Originally published in 2014 by Seven Stories Press, Inc., New York, N.Y., U.S.A.

© De la traducción, María Corniero

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16465-74-3

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

INTRODUCCIÓN

¿QUÉ NOS HACE HUMANOS?

 

PRIMERA PARTE

UNA ESPECIE MÁS DE GRANDES MAMÍFEROS

CAPÍTULO 1

LA HISTORIA DE LOS TRES CHIMPANCÉS

CAPÍTULO 2


EL GRAN SALTO ADELANTE

 

SEGUNDA PARTE


UN EXTRAÑO CICLO VITAL

CAPÍTULO 3


LA SEXUALIDAD HUMANA

CAPÍTULO 4


EL ORIGEN DE LAS RAZAS HUMANAS

CAPÍTULO 5


¿POR QUÉ ENVEJECEMOS Y MORIMOS?

 

TERCERA PARTE


SINGULARMENTE HUMANOS

CAPÍTULO 6


EL MISTERIO DEL LENGUAJE

CAPÍTULO 7


LOS ORÍGENES DEL ARTE EN EL MUNDO ANIMAL

CAPÍTULO 8


LA AGRICULTURA: NO TODO FUERON VENTAJAS

CAPÍTULO 9


¿POR QUÉ FUMAMOS, BEBEMOS Y CONSUMIMOS DROGAS PELIGROSAS?

CAPÍTULO 10


SOLOS EN UN UNIVERSO SUPERPOBLADO

 

CUARTA PARTE


CONQUISTADORES DEL MUNDO

CAPÍTULO 11


LOS ÚLTIMOS PRIMEROS CONTACTOS

CAPÍTULO 12


CONQUISTADORES ACCIDENTALES

CAPÍTULO 13


EN BLANCO Y NEGRO

 

QUINTA PARTE


INVERTIR EL PROGRESO DE LA NOCHE A LA MAÑANA

CAPÍTULO 14


LA EDAD DORADA QUE NUNCA EXISTIÓ

CAPÍTULO 15


LA GUERRA RELÁMPAGO Y EL DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS EN EL NUEVO MUNDO

CAPÍTULO 16


LA SEGUNDA NUBE

 

Epílogo
¿NADA APRENDIDO Y TODO OLVIDADO?

 

Glosario

Créditos de fotografías e ilustraciones

Los autores

INTRODUCCIÓN
¿QUÉ NOS HACE HUMANOS?

Los seres humanos somos distintos de cualquier animal pero, al mismo tiempo, somos animales: una especie más de grandes mamíferos. Esta contradicción es nuestra característica más fascinante. Todavía nos cuesta comprender cómo ha llegado a producirse y qué significa.

Por una parte, existe un abismo entre las demás especies y la nuestra que nos lleva a llamar a sus miembros «animales» y a considerarlos distintos de nosotros. Desde nuestro punto de vista, los ciempiés, los chimpancés y las almejas comparten una serie de rasgos que los definen como animales y que nosotros no tenemos; y, a la vez, nosotros poseemos otros rasgos específicamente humanos de los que ellos carecen. Entre estos figuran la comunicación mediante el lenguaje, el disfrute del arte, la fabricación de herramientas complejas, la costumbre de cubrirnos con ropa y otras características más siniestras como el asesinato en masa de miembros de nuestra propia especie y de otras.

Por otra parte, tenemos en común con algunos animales las partes del cuerpo, las moléculas y los genes. E incluso está claro qué tipo de animal somos. Ya en el siglo XVIII, los científicos que estudiaban la anatomía (la estructura del cuerpo) comprendieron que los seres humanos somos muy similares a los chimpancés que habitan en África. De estos conocemos dos especies: los chimpancés comunes y los bonobos, también llamados chimpancés pigmeos. Un científico llegado del espacio clasificaría de inmediato a los seres humanos como una tercera especie de chimpancés. Y los científicos de la Tierra han descubierto que compartimos más del 98% de nuestros genes con las otras dos especies.

La diferencia entre nuestros genes y los de los chimpancés es pequeña y, sin embargo, tiene que ser responsable de los rasgos que convierten en única a nuestra especie. Los cambios que produjeron esa diferenciación ocurrieron en tiempos recientes de nuestra historia genética. En unas cuantas decenas de miles de años, empezamos a mostrar las características que hacen a los seres humanos únicos y frágiles. Este libro examina en detalle cómo y por qué desarrollamos esos rasgos, algunos positivos y otros negativos: desde el lenguaje, el arte y el ciclo vital, hasta la capacidad de destruir otras especies y la nuestra.

Cómo surgió este libro

Mis intereses personales y mi formación profesional han ido configurando estas páginas. De niño quería ser médico. En mi último curso universitario, ese objetivo cambió ligeramente porque comencé a interesarme por la investigación médica. Hice prácticas de fisiología, que es el estudio del funcionamiento de los sistemas vivos, desde las células hasta los animales. Más adelante empecé a dar clases y a realizar investigaciones en la Facultad de Medicina de la Universidad de California, en Los Ángeles.

Pero también tenía otros intereses. La observación de las aves me atrajo desde que tenía siete años y, además, tuve la suerte de asistir a un colegio donde pude profundizar en el estudio de las lenguas y la historia. No me gustaba la idea de dedicar toda mi vida solo a la fisiología. Entonces se me presentó la oportunidad de pasar un verano en la zona montañosa de Nueva Guinea, una gran isla tropical situada al norte de Australia. El propósito del viaje era investigar las costumbres de nidificación de las aves. El proyecto se vino abajo porque fui incapaz de localizar un solo nido en la selva, pero aquel viaje espoleó mis ansias de aventura y de observar a las aves en una de las zonas del mundo que se conservaban en estado más salvaje.

A raíz de mi primer viaje a Nueva Guinea, emprendí una trayectoria profesional paralela, centrada en las aves, la evolución y la biogeografía. He regresado a Nueva Guinea y a otras islas de esa zona del Pacífico en numerosas ocasiones para proseguir con mis investigaciones sobre las aves. Al ver cómo las actividades humanas destruían las selvas y las aves que amaba, me impliqué en la conservación de la naturaleza y ayudé a algunos gobiernos a planificar parques nacionales para proteger los ecosistemas y las especies vegetales y animales.

Por último, el estudio de la evolución y la extinción de las aves me llevó de forma natural a querer comprender la evolución y posible extinción de la especie más interesante de todas, esa a la que pertenecemos tú y yo y todos los seres humanos actuales: el Homo sapiens. El resultado de esa investigación es este libro, que empieza con un breve repaso a nuestros orígenes, hace varios millones de años, y termina con algunas reflexiones sobre nuestro futuro y las lecciones que podemos aprender de nuestro pasado.

Una visión de conjunto

La historia de cómo nos convertimos en seres humanos abarca millones de años y reúne información e ideas de muchas ramas de la ciencia. Para escribir este libro me he basado en mis propias experiencias y en las ciencias que he estudiado, así como en el trabajo de numerosos científicos de otros campos, desde la arqueología a la zoología. Las distintas piezas que componen esta visión de conjunto son muy diversas y proceden, por ejemplo, de la paleopatología, que estudia las enfermedades de la antigüedad; o la paleobotánica, la ciencia de las plantas fósiles.

Como ya he explicado, comencé mi trayectoria estudiando anatomía y fisiología, y más tarde me interesé por las aves, en especial por su ecología, es decir, por cómo interactúan con otras especies y con su entorno. Como biogeógrafo, me interesan las relaciones entre la geografía y los seres vivos. En esta rama del saber nos hacemos preguntas como por qué algunas especies se encuentran repartidas por casi todo el mundo mientras otras viven en un solo árbol. Como verás en este libro, la biogeografía ha desempeñado un papel muy importante en la historia de nuestra especie.

Además, soy biólogo evolutivo. Esto significa que observo a los animales y las plantas desde el punto de vista de la evolución, el proceso por el que la vida en la Tierra va cambiando con el tiempo, se desarrollan nuevas especies y otras se extinguen. (En el capítulo 4 veremos cómo sucede). Por eso empleo los métodos de la biología evolutiva para examinar los rasgos y comportamientos humanos.

Vernos desde una nueva perspectiva

Cuando examinamos las cosas desde una perspectiva científica suelen mostrarse distintas a como las vemos en la vida cotidiana. Pensemos, por ejemplo, en los motivos por los que unas personas se sienten atraídas por otras. ¿Qué te atrae de otra persona? Hay tantas respuestas a esta pregunta como personas en el mundo.

Sin embargo, la pregunta adquiere otra dimensión cuando se la plantea un biólogo evolutivo. Vemos a la especie humana como parte del mundo natural y, por ello, partimos de la base de que las personas son modeladas por los mismos factores que actúan sobre otras especies. Al estudiar las pautas que siguen las aves, los ratones o los simios cuando escogen pareja, como veremos en el capítulo 3, aprenderemos también algo sobre nuestra propia conducta.

En términos evolutivos, las características o rasgos favorables son los que permiten que los padres tengan el mayor número posible de hijos, quienes a su vez continuarán con la descendencia y transmitirán así sus genes a las nuevas generaciones. Esto no significa que la biología evolutiva explique por completo la conducta humana o sea la única forma de comprenderla, pero sí amplía los conocimientos sobre nuestra especie al afirmar que formamos parte de la historia evolutiva de la vida.

Observar nuestra propia especie tal y como observamos a las demás puede mejorar nuestra comprensión sobre comportamientos humanos que, de otra modo, nos parecen confusos o misteriosos o nos hacen sentir incómodos. Es una forma de llegar a conocernos mejor, y la necesidad de conocerse a uno mismo es una característica inherente al ser humano.

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De izquierda a derecha: gibón, ser humano, chimpancé, gorila y orangután. Cinco miembros de la familia de los primates: el Homo sapiens y cuatro tipos de simios. Las semejanzas anatómicas de los esqueletos de los seres humanos y de los simios se reconocieron hace siglos. Más recientemente, estudios de ADN han confirmado que los chimpancés son nuestros parientes más próximos.

 

¿Cuándo, por qué y cómo dejamos de ser una especie más de grandes mamíferos? Las claves para entenderlo derivan de tres tipos de evidencias, a cuyo examen dedicaremos los dos capítulos siguientes. Los huesos fósiles y las herramientas antiguas conservadas hasta hoy son los datos tradicionales de la arqueología, que es el estudio del pasado a través de los restos materiales. La biología molecular, que estudia la herencia genética y el origen del ser humano a partir de un antepasado muy parecido a los simios, nos proporciona otro tipo de pruebas más novedosas.

Una de las cuestiones fundamentales es averiguar qué características nos distinguen de los chimpancés. La simple observación de estos y de los seres humanos para contar las diferencias visibles no sirve de gran cosa, puesto que los efectos de muchos cambios genéticos no son visibles, en tanto que los de otros cambios de menor importancia saltan a la vista. Un gran danés y un chihuahua se parecen mucho menos entre sí que un chimpancé y un ser humano. Sin embargo, todos los perros pertenecen a la misma especie, mientras que los chimpancés y los seres humanos son especies distintas.

Así las cosas, ¿cómo podemos averiguar la distancia genética que nos separa de los chimpancés? Los biólogos moleculares han resuelto este problema. Han descubierto que las diferencias genéticas entre seres humanos y chimpancés son mayores que las existentes entre dos poblaciones humanas actuales o dos razas de perros; y, sin embargo, son pequeñas si se comparan con las que hay entre muchos otros pares de especies emparentadas entre sí. Esto significa que una modificación pequeña en los genes del chimpancé produjo cambios gigantescos en la conducta humana.

A continuación veremos qué nos pueden enseñar los restos de huesos y herramientas de los seres que vivieron en etapas intermedias entre nuestro antepasado simiesco y la humanidad tal como es hoy día. Los huesos fósiles muestran cómo pasamos de andar a cuatro patas a caminar erguidos y también cómo nuestro cerebro fue aumentando de tamaño. Un cerebro grande era a buen seguro necesario para que se desarrollasen el lenguaje y la inventiva. De hecho, cabría esperar que el registro fósil demostrase que nuestras herramientas fueron perfeccionándose a medida que nos crecía el cerebro. Pero no fue así: una de las grandes sorpresas e incógnitas de la evolución humana es precisamente que las herramientas de piedra continuaron siendo muy toscas durante centenares de miles de años después de que el cerebro humano hubiera alcanzado un tamaño casi como el actual.

El cerebro de los neandertales de hace sesenta mil años eran incluso mayor que el de una persona actual y, sin embargo, sus herramientas no revelan signos de inventiva ni de capacidad artística. El hombre de Neandertal era una especie más entre los grandes mamíferos. Otras poblaciones humanas antiguas también desarrollaron esqueletos como los de la humanidad actual, pero sus herramientas continuaron siendo tan poco imaginativas como las de los neandertales durante decenas de miles de años.

Dentro de ese pequeño porcentaje de diferencias genéticas que nos separan de los chimpancés, debe de haber un porcentaje aún menor que no es responsable de la modificación de nuestros huesos, sino del desarrollo de las características peculiares del ser humano: la capacidad de innovación, la creatividad artística y el uso de herramientas complejas. En Europa, al menos, esas características aparecieron repentinamente en la época en que los primeros seres humanos realmente evolucionados, llamados cromañones, reemplazaron a los neandertales. Fue entonces cuando por fin dejamos de ser una especie más de grandes mamíferos. Al final de la primera parte del libro, hablaré de lo que desencadenó este súbito ascenso a la condición humana.

CAPÍTULO 1
LA HISTORIA DE LOS TRES CHIMPANCÉS

La próxima vez que vayas al zoo, acércate a ver las jaulas de los simios. Imagina que han perdido casi todo el pelo y que en una jaula vecina hay unos cuantos desgraciados seres humanos a los que les han quitado la ropa y no saben hablar, aunque por lo demás sean normales. A continuación intenta adivinar en qué medida se diferencian los genes de simios y humanos. ¿Dirías que comparten el 10%, el 50% o el 99%?

La ciencia ha respondido a esta pregunta en las últimas décadas. Nunca habíamos sabido tanto sobre nuestros orígenes como ahora, aunque todavía queden muchas incógnitas por despejar. Todas las sociedades humanas han sentido una profunda necesidad de comprender de dónde proceden y, para satisfacerla, cada una ha construido su propia historia de la creación. La historia de los tres chimpancés es el relato de la creación de nuestra época.

Tres preguntas

El lugar que ocupamos en el reino animal se definió con bastante claridad hace siglos. Somos mamíferos, es decir, animales que tienen pelo y amamantan a sus crías; pertenecemos al grupo de los primates, en el que también están incluidos los monos y los simios. Compartimos con todos ellos una serie de rasgos que no tiene casi ningún otro animal, como por ejemplo las uñas planas de los dedos de manos y pies (en lugar de garras), manos que sirven para agarrar y pulgares que se mueven en dirección opuesta a los otros dedos.

Entre los primates, los simios (gorilas, chimpancés, orangutanes y gibones) son más parecidos a nosotros que los monos. Estos, por ejemplo, tienen rabo, mientras que los simios y los seres humanos no. Los gibones se distinguen de otros simios por ser pequeños y de brazos muy largos. De hecho, los gorilas, los chimpancés, los orangutanes y los seres humanos están unidos por un parentesco más próximo que el existente entre cualquiera de esos grupos y los gibones.

Los científicos se han topado con grandes dificultades al investigar en profundidad nuestra relación con los primates. De esos estudios ha surgido un intenso debate centrado en tres preguntas:

 

* ¿Cuál es el árbol genealógico detallado del parentesco entre los seres humanos, las especies de simios que viven en la actualidad y los simios de especies ya extintas que fueron nuestros antepasados? Si conociéramos la respuesta a esta pregunta, sabríamos qué simio actual es nuestro pariente más próximo.

* ¿Hasta cuándo compartimos un antepasado común con el simio que en la actualidad es nuestro pariente más próximo? Si lo descubriéramos, sabríamos hace cuánto tiempo se separó la rama de los seres humanos del tronco común del árbol genealógico.

* ¿Qué proporción de nuestra composición genética compartimos con el simio con el que tenemos un parentesco más cercano? La respuesta nos diría qué porcentaje de genes es exclusivamente humano.

 

La evidencia fósil podría resolver las dos primeras preguntas, pero lamentablemente hay algo que lo impide. Apenas se han encontrado restos óseos de simios correspondientes al periodo crucial comprendido entre los últimos catorce y cinco millones de años en África. Sin embargo, la respuesta a las preguntas vino de una fuente inesperada: un proyecto dedicado a clasificar las relaciones entre las distintas especies de aves.

La clave que nos dio el mundo de las aves

En la década de 1960, los biólogos moleculares empezaron a comprender que los componentes químicos de las plantas y los animales podían servir como «relojes» con los que medir la distancia genética entre las especies y, de esa forma, descubrir hace cuánto tiempo divergieron evolutivamente. Pensemos, por ejemplo, en los leones y los tigres.

Supongamos que supiéramos que las líneas evolutivas de los leones y los tigres se separaron hace cinco millones de años. Imaginemos que una molécula determinada de los leones se diferencia en un 1% de la misma molécula de los tigres. Esto significaría que un 1% de diferencias genéticas equivaldría a cinco millones de años de evolución independiente de cada una de estas dos especies. Por lo tanto, si los científicos quisieran comparar dos especies vivas sin restos fósiles que muestren su historia evolutiva, podrían recurrir a examinar una misma molécula en ambas especies. Si las dos moléculas tuvieran un 3% de diferencias entre sí, los científicos sabrían que las especies se separaron de su antepasado común hace unos quince millones de años; es decir, tres veces cinco millones.

En la década de 1970, dos científicos llamados Charles Sibley y Jon Ahlquist aplicaron la idea del reloj molecular basado en los cambios del ADN al estudio de la relación evolutiva entre unas mil setecientas especies de aves, casi la quinta parte de las existentes. Una década después, usaron las mismas técnicas para estudiar la evolución de los primates. En este proyecto analizaron el ADN del ser humano y de nuestros parientes más cercanos: el chimpancé común, el bonobo (o chimpancé pigmeo), el gorila, el orangután, dos especies de gibones y dos especies de monos. Sus resultados nos permitieron comprender mejor el árbol genealógico de los primates.

 

 

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UN RELOJ HECHO DE ADN

El reloj molecular funciona así: supongamos que todas las especies comparten un tipo de molécula, pero con una estructura distinta. Supongamos también que esa estructura va transformándose lentamente a lo largo de millones de años debido a las mutaciones genéticas y que el ritmo de cambio es el mismo en todas las especies.

Dos especies que desciendan de un mismo antepasado habrían iniciado su evolución con una molécula de estructura idéntica. Ahora bien, con el tiempo, las mutaciones se habrían producido de forma independiente en cada línea de descendencia. Con ello, la estructura de la molécula en cuestión se habría modificado en las dos especies y la diferencia existente ahora mismo entre la estructura de ambas moléculas se podría medir. Por otro lado, si supiéramos cuál es el promedio de cambios estructurales ocurridos cada millón de años, podríamos utilizar la diferencia actual entre la estructura molecular de ese par de especies como un reloj y calcular el tiempo transcurrido desde que ambas especies compartieron un antepasado común.

Hacia 1970, los biólogos moleculares ya habían descubierto que el mejor reloj molecular era el ácido desoxirribonucleico o ADN. Todos los seres vivos tienen ADN y este es diferente en cada especie. El ADN está compuesto por dos largas cadenas de moléculas. Cada una de ellas consta de cuatro tipos de pequeñas moléculas. La secuencia u orden de estas pequeñas moléculas transporta toda la información genética que se transmite de padres a hijos.

Los científicos emplean un método llamado hibridación del ADN para medir los cambios de la estructura del ADN. Mezclan este material de dos especies, a continuación miden el punto de fusión del ADN mezclado o híbrido y después comparan el resultado con los puntos de fusión del ADN puro de cada especie. Una diferencia de alrededor de un grado centígrado entre ambos significa que las dos especies difieren aproximadamente en un 1% de su ADN.

La última etapa de este método consiste en calibrar o ajustar el reloj al que hacíamos referencia. Para ello, hay que relacionar los cambios del ADN con el paso del tiempo. Aunque sepamos que el material genético de dos especies difiere en un 1%, hasta que no averigüemos cómo se transforma en el transcurso del tiempo no podremos saber cuánto tiempo llevan evolucionando por separado esas dos especies. Para calibrar el reloj de ADN, los científicos comparan especies cuya historia evolutiva se conoce a través de fósiles datados con precisión. En el caso de las aves, los estudios combinados de fósiles y del ADN de especies actuales han revelado que un gen, denominado citocromo b, se modifica en un 1% en el transcurso de un millón de años. Utilizando esta información, los científicos pueden medir las diferencias entre los citocromos de dos especies actuales de aves y calcular hace cuánto tiempo se separaron de su antepasado común.

 

 

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La clave para comprender las relaciones entre los seres vivos está en el ADN, el material genético que contienen nuestras células. Se compone de dos largas tiras de moléculas unidas entre sí por pares más cortos de moléculas, como una escalera de muchos peldaños que se hubiera retorcido para formar una espiral. Esta recibe el nombre de doble hélice.

 

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FIGURA 1

Árbol genealógico de las relaciones evolutivas de los primates, incluidos los seres humanos. Los puntos negros representan el último momento en que dos grupos compartieron el mismo antepasado. La escala de la derecha mide el tiempo transcurrido y la escala de la izquierda mide las diferencias de ADN entre las especies vivas. Empecemos por el punto de abajo a la derecha: representa el momento, hace más de treinta millones de años, en que los primates se separaron de los monos en Eurasia y África. Los monos continuaron evolucionando por su cuenta hasta el presente. Mientras los simios evolucionaban, los gibones se separaron creando una rama propia hace unos veinte millones de años. El punto negro que señala esa separación corresponde a un 5% en la escala de ADN, porque los gibones difieren en un 5% de su ADN de los demás simios y de los seres humanos. El segundo punto negro empezando por la izquierda representa la separación de los seres humanos y los chimpancés hace unos siete millones de años, con una diferencia inferior al 2% entre el ADN de unos y otros en la actualidad.

 

El árbol genealógico de los primates

Al aplicar el reloj molecular al estudio del ADN de los primates, los científicos descubrieron que la diferencia genética mayor es la que existe entre los monos, por una parte, y los simios y los seres humanos, por otra. Lo cual no fue ninguna sorpresa. Desde que la ciencia se interesó por los simios, todo el mundo ha estado de acuerdo en que estos y los seres humanos tienen entre sí un parentesco más cercano que con los monos. El reloj molecular demostró que los monos difieren de los seres humanos y los simios en un 7% de la estructura de su ADN.

El reloj molecular confirmó asimismo que los gibones son los simios más distanciados de los demás. Difieren de los otros simios y de los seres humanos en un 5% de la estructura de su ADN. Por su parte, los orangutanes difieren en un 3,6% de los gorilas, los chimpancés y los seres humanos. Estos datos demuestran que los gibones y los orangutanes se separaron del resto de la familia de los simios hace mucho tiempo. Hoy día, solo se encuentran en el sudeste de Asia. Por el contrario, los gorilas y los chimpancés solo habitan en África, que fue también la cuna de los primeros seres humanos. Las dos especies de primates actuales más estrechamente relacionadas entre sí son los dos tipos de chimpancés, el común y el bonobo. Su ADN es idéntico en un 99,3%.

¿Y qué se sabe de los seres humanos? Diferimos de los gorilas en alrededor de un 2,3% de nuestro ADN y de los chimpancés de ambas especies en aproximadamente un 1,6%. Esto significa que compartimos el 98,4% de nuestro ADN con los chimpancés, nuestros parientes vivos más próximos. Dicho de otro modo: el pariente más cercano del chimpancé no es el gorila, sino el ser humano.

Una vez calibrado para las especies de primates, el reloj de ADN nos indica que los gorilas se separaron de la línea evolutiva de los chimpancés y los seres humanos hace unos diez millones de años. Nuestros ancestros divergieron de los chimpancés hace aproximadamente siete millones de años. En otras palabras, los seres humanos llevan algo así como siete millones de años evolucionando por su cuenta.

La distancia genética que nos separa de los chimpancés es menor que la existente entre las dos especies de gibones (2,2%). Tomemos un ejemplo del mundo de las aves: la oropéndola de ojos rojos y la de ojos blancos, dos especies de aves canoras. Ambas pertenecen al mismo género o conjunto de especies muy relacionadas entre sí. Sin embargo, difieren en un 2,9% de su ADN, mucho más de lo que diferimos los seres humanos de los chimpancés. Según el criterio de la distancia genética, los seres humanos, los chimpancés comunes y los bonobos deberían agruparse en un mismo género. Desde este punto de vista, los seres humanos son la tercera especie de chimpancés.

 

 

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¿CÓMO DEBEMOS TRATAR A LOS SIMIOS?

Ahora que ya sabemos que la distancia genética que nos separa de los chimpancés es muy pequeña, es posible que la idea que nos hemos formado sobre el lugar que ocupan los seres humanos y los simios vaya transformándose poco a poco. Nuestra forma de tratar a los simios es una de las cosas que probablemente cambiará. Lo que está en juego son cuestiones éticas, es decir, relacionadas con lo que está bien y lo que está mal.

Exhibir a simios enjaulados en los zoológicos se considera aceptable, pero hacer lo mismo con los seres humanos nos parece inaceptable. Claro está que el apoyo económico a los esfuerzos para proteger a los simios en su hábitat natural probablemente sería mucho menor si no fuera por el interés que despiertan en muchas personas cuando los ven en los zoos. Pero, sabiendo que somos parientes tan cercanos de los chimpancés, ¿cómo se justifica nuestro deseo de encerrarlos a ellos y a otros simios en los zoológicos?

Otra cuestión controvertida es la experimentación médica con chimpancés. Realizar experimentos con seres humanos sin su conocimiento ni su consentimiento no es ético, está mal. ¿Por qué, entonces, está bien realizar experimentos con chimpancés? Porque los chimpancés son animales, podríamos decir, pero estaremos diciendo que podemos hacer con ellos lo mismo que con los insectos y las bacterias, ya que también son animales. Ahora bien, si tenemos en cuenta la inteligencia, la organización social y la capacidad de sentir dolor, resulta difícil defender una división radical entre todos los seres humanos y todos los animales. En lugar de eso, deberíamos aplicar diferentes normas éticas a la experimentación con las distintas especies animales. Y si entre las que hoy día se utilizan en la investigación médica hay alguna para la que sea justificable prohibir incondicionalmente todo experimento, esa especie es sin la menor duda la de los chimpancés.

Hay algo que empeora aún más el problema: los chimpancés destinados a la experimentación suelen ser enjaulados en condiciones crueles. Al primer chimpancé utilizado con ese fin que tuve ocasión de ver se le había inoculado un virus letal de acción muy lenta. Iba a pasar solo varios años, en una pequeña jaula guardada en el interior de un edificio, sin ningún objeto para jugar, hasta que muriera. Por otro lado, la captura de chimpancés salvajes para experimentos suele implicar que varios mueran con objeto de capturar a uno solo, que a menudo es una cría a la que transporta su madre.

Sin embargo, la razón de que los investigadores médicos empleen a chimpancés es precisamente que se parecen mucho a nosotros en términos genéticos. Los experimentos con simios son mucho más valiosos para mejorar los tratamientos médicos que los que se llevan a cabo con cualquier otro animal. Actualmente, los investigadores están estudiando cómo actúan algunas enfermedades en chimpancés que viven en cautividad. ¿Cómo explicaríamos a los padres cuyos hijos corren el riesgo de morir a consecuencia de esas enfermedades que sus hijos son menos importantes que los chimpancés? En definitiva, estas dolorosas elecciones serán responsabilidad del conjunto de la ciudadanía y no solo de los científicos. Y nuestra visión del ser humano y de los simios determinará la decisión que adoptemos.

 

Diferencias entre los chimpancés y los seres humanos

¿Cómo es posible que solo un 1,6% de diferencias genéticas transformara a los chimpancés en seres humanos? ¿Qué genes concretos cambiaron? Para responder a estas preguntas, primero debemos comprender cómo funciona el ADN, el material genético.

La función de gran parte de nuestro ADN se desconoce. Del resto, cuyas funciones nos son conocidas, sabemos que se relaciona con las proteínas, que son largas cadenas de aminoácidos, algo que resulta de gran importancia. Algunos elementos del ADN funcional rigen la creación de proteínas. El proceso es el siguiente: las secuencias de pequeñas moléculas del ADN codifican o dirigen la forma en que se ordenan los aminoácidos de las proteínas. El cabello y los tejidos del cuerpo, por ejemplo, están constituidos por determinadas proteínas, mientras que otras proteínas son enzimas que crean y destruyen las demás moléculas del cuerpo.

Los rasgos genéticos más fáciles de comprender son los que derivan de una sola proteína y un solo gen o fragmento de ADN. Por ejemplo, la hemoglobina, la proteína que transporta el oxígeno en la sangre, está compuesta por dos cadenas de aminoácidos, cada una codificada por un solo gen. No obstante, hay genes que influyen en más de un rasgo. La letal enfermedad genética de Tay-Sachs, por ejemplo, se manifiesta en muchos rasgos visibles: excesiva secreción de saliva, crecimiento anormal de la cabeza, piel amarillenta y otros. Sabemos que todos estos efectos derivan de los cambios ocurridos en una única enzima regida por el gen de Tay-Sachs, pero desconocemos cómo se producen los cambios.

Los científicos comprenden las funciones de numerosos genes individuales que codifican proteínas individuales, pero sobre los genes que determinan rasgos complejos, como la conducta, sabemos mucho menos. Los rasgos distintivos del ser humano, como su capacidad artística, el lenguaje o la agresividad, probablemente no dependen de un solo gen. Hay que tener en cuenta, además, que nuestra conducta está influenciada por otros factores del medio en el que vive la persona, como la familia, la cultura o la alimentación. El papel que desempeñan los genes en la determinación de las diferencias individuales entre las personas es un asunto muy controvertido. Ahora bien, las diferencias de conducta entre todos los chimpancés y todos los seres humanos probablemente sí dependen en alguna medida de las diferencias genéticas.

Por ejemplo, la facultad del habla de los seres humanos, de la que carecen los chimpancés, debe de estar relacionada con las diferencias genéticas que determinan la estructura de la caja de voz (laringe) y las conexiones cerebrales. Un pequeño chimpancé que se crio en casa de un psicólogo junto con la hija de este, de la misma edad, no aprendió a hablar ni a caminar erguido, mientras que ella sí lo hizo. Sin duda alguna, es la programación genética de los seres humanos la que hace que los niños empiecen a hablar. Sin embargo, que un ser humano llegue a hablar inglés o coreano no tiene nada que ver con los genes. Depende de las lenguas que oiga el niño al ir creciendo.

No sabemos qué fragmentos de nuestro ADN son responsables de las diferencias significativas entre los seres humanos y los chimpancés que se examinan en los cuatro capítulos siguientes. Lo único que podemos afirmar con seguridad es que dichas diferencias tienen que derivar de una parte del 1,6% de los genes que nos distinguen de los chimpancés. Sí sabemos que un solo gen o unos cuantos pueden tener enormes consecuencias. Las grandes diferencias visibles entre los afectados por la enfermedad de Tay-Sachs y quienes no la padecen derivan de un cambio en una sola enzima.

Los cíclidos, unos peces muy apreciados para los acuarios, son otro buen ejemplo de los grandes efectos producidos por pequeños cambios genéticos. En el lago Victoria de África habitan unas doscientas especies de cíclidos. Todas ellas evolucionaron a partir de un único antepasado común en el transcurso de unos doscientos mil años. Estas especies difieren en sus hábitos alimentarios tanto como los tigres y las vacas. Algunos cíclidos se nutren de algas, otros capturan insectos, otros trituran caracoles y algunos se alimentan de los embriones de otros peces, arrebatándoselos a sus madres. A pesar de estas diferencias, las distintas especies de cíclidos difieren entre sí en menos de la mitad de un 1% de su ADN. Así pues, las mutaciones genéticas necesarias para transformar a un pez que trituraba caracoles en un asesino de bebés fueron menores que las requeridas para que el ser humano surgiera del simio.

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Caballos, toros, ciervos y otros animales saltan y corren por las paredes de un conjunto de cuevas en Lascaux, en el sur de Francia. Creadas por los seres humanos del final de la era de las glaciaciones, hace unos diecisiete mil años, las pinturas prehistóricas de Lascaux no llegaron a conocerse en los tiempos modernos hasta 1940, cuando cuatro adolescentes descubrieron y exploraron las cuevas.