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El libro tachado. Prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura

© Patricio Pron, 2014

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2014

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: mayo de 2014

ISBN: 978-84-16142-78-1

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Enric Jardí

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ÍNDICE

I. Introducción

II. Azarosa / Combinatoria / Restringida / Colectiva / Borrada / Suspendida / Apropiada

III. Censurados / Quemados / Destruidos / Perdidos / Desaparecidos / Represaliados

IV. Mutilados / Empleados / Recluidos / Bloqueados

V. Suicidas / Colaboradores

VI. Falsificadores

VII. Anónimos

VIII. Desaparecidos / Silenciados

IX. ‘Crisis’

X. Conclusiones

Bibliografía

Índice onomástico

Agradecimientos

Usted comprenderá mi deseo tantas veces repetido

de desaparecer detrás de mi trabajo, de permanecer

en el anonimato […]. Quiero ser eliminada

por completo: sólo una voz, un suspiro para aquellos

que deseen escuchar atentamente.

NELLY SACHS

[…] ser un animal blanco, en el invierno,

cuando está nevando, entonces subirse a un árbol,

sabiendo que tus pasos son cubiertos por la nieve nueva,

¡de manera que nadie sabe dónde estás! […] Ese es uno

de los ideales. Otro ideal es encontrar… ¡el vacío! Buscar

el buey y, habiéndolo encontrado, darse cuenta

de que en realidad no has encontrado nada.

JOHN CAGE en conversación con Joan Retallack

Páginas manoseadas: leídas una y otra vez.

¿Quién pasó por aquí antes que yo?

DAVID MARKSON

I
INTRODUCCIÓN

A mediados del siglo XVIII el relojero francés Absalón Amet inventó una máquina capaz de escribir sentencias poéticas y filosóficas de manera automática; su “filósofo universal” consistía en cinco grandes cilindros accionados por un mecanismo de relojería sobre los que Amet había pegado una serie de palabras: el primer cilindro contenía sustantivos con su correspondiente artículo, el segundo estaba dedicado a los verbos, el tercero reunía preposiciones, el cuarto adjetivos y el quinto presentaba otra vez sustantivos. Al accionar el mecanismo, los cilindros giraban hasta detenerse conformando una frase no necesariamente carente de sentido. A pesar de que Amet aspiraba a la automatización total del procedimiento, este requería intervención humana, más específicamente de su hija, Marie Plaisance, que seleccionaba las frases que creyese de valor y descartaba las que le parecían insensatas. Al comienzo, el “filósofo universal” ocupaba la mitad de una mesa; al final –su creador le había agregado negaciones, conjunciones, adverbios y estructuras subordinadas–, toda una habitación. En 1774, Amet y su hija publicaron una antología de frases “escritas” por el autómata con el título de Pensées et mots choisis du Philosophe Mécanique Universel [Pensamientos y sentencias escogidas del Filósofo Mecánico Universal]. Juan Rodolfo Wilcock afirma en La sinagoga de los iconoclastas (1972) que el libro contenía, por ejemplo, “una frase de Lautréamont: ‘Los peces que alimentas no se juran fraternidad’, otra de Rimbaud: ‘La música sapiente falta a nuestro deseo’, una de Laforgue: ‘El sol depone la estola papal’; también, ‘Todo lo real es racional’; ‘El hervido es la vida, el asado es la muerte’; ‘El infierno son los demás’; ‘El arte es sentimiento’; ‘El ser es devenir para la muerte’” (55).

Aunque la historia de Absalón Amet y su “filósofo universal” es ficticia, la aspiración a producir una literatura mecánica que no requiera la intervención del autor –y, con ella, sus veleidades y su pretensión de autoridad– no lo es.1 Friedrich von Knaus, un relojero alemán, presentó en 1760 en la corte del emperador austríaco Franz I una “maravilla mecánica que todo lo escribe”; el aparato contaba con sesenta y ocho caracteres y durante su presentación compuso una carta en francés (Wirth 163). Por su parte, también el relojero –convenientemente– suizo Pierre Jaquet-Droz confeccionó en 1774 un autómata denominado “Der Schreiber” [El escritor] que, tras ser puesto en acción, sumergía la pluma en un tintero, la sacudía suavemente y escribía una frase registrada previamente en un disco; el autómata –que era parte de una serie de tres que incluía también una organista y un dibujante– aún está en exhibición y ocasionalmente en funcionamiento: la última vez, en presencia del presidente francés François Mitterrand (véase Söring y Sorg).2 Ambos autómatas no solo son el resultado de un momento histórico específico en el que la adquisición de una serie de herramientas técnicas llevó a creer erróneamente que estas podían reemplazar a su creador, sino también, y sobre todo, el antecedente de un puñado de escritores que, paradójicamente, apostó por una literatura que no los necesitase: el alemán Theo Lutz, el italiano Nanni Balestrini y otros.3

Al igual que las contraintes del OuLiPo y los procedimientos de Raymond Roussel que les sirven de antecedente, los doublets de Lewis Carroll y el “golf language” de Vladímir Nabókov –en ambos casos se parte de una palabra para formar una segunda palabra con la misma cantidad de letras y cambiando una letra por vez–, las obras de los autores antes mencionados son el resultado de lo que el escritor Jean-Pierre Balpe y el compositor Jacopo Baboni Schilingi han denominado una “aleatoriedad controlada” (Gache 199), de acuerdo con la cual es el ordenador el que produce el texto a partir de una serie de instrucciones o de un marco. De este modo, la producción de sentido no recae en el autor ni en el lector o receptor de la obra sino en el procedimiento mismo, con la consiguiente pérdida de control por parte del escritor individual. Que esta pérdida de control –esta “borradura” de la figura del autor– tenga lugar en un contexto en el cual, según se dice, este “ha muerto” no debería sorprender si no proviniera de ciertos autores, cuya condición de tales se deriva –paradójicamente– de la renuncia a ejercer la autoría de un texto, cosa que corresponde a la máquina.4

Como sostiene Félix de Azúa,

En las últimas décadas, la filosofía del Arte se ha abierto a unos artefactos cuyo carácter distintivo es el de querer escapar a la definición de ‘objeto artístico’ mediante la subversión ontológica. Desde los precursores ready-made de 1913 hasta las instalaciones y objetos ya propiamente reflexivos (conceptuales, arte povera, land art, minimalistas, performances, body y carnal art, etcétera), se ha producido una avalancha de objetos conscientemente extra-artísticos en busca de una nueva definición. La definición llegó como una no-definición (o ‘concepto abierto’, cuando no simplemente ‘muerte del Arte’) […] (322).

Aun cuando los procedimientos de apropiación y su popularidad en nuestros días podrían hacer pensar que el arte en general y la literatura en particular estarían viviendo un periodo de especial negatividad vinculado con su presunta “muerte”,5 esta negatividad no es nueva ni señala nada. Más bien existe como línea de sombra de la literatura prácticamente desde sus orígenes. Autómatas como los de von Knaus y Jaquet-Droz son apenas una de las manifestaciones –si acaso, la más material– de la ficción de una literatura que se escriba a sí misma, particularmente presente en nuestros días a raíz del surgimiento de nuevas formas de producción y circulación de los textos tras la aparición de internet; es decir, de una literatura que no requiera de los autores. Así, Jonathan Swift presentó en la tercera parte de Los viajes de Gulliver (1726) una máquina de escritura creada por los científicos de la Gran Academia de la ciudad de Lagado6 y René Daumal concibió una “máquina poética” fijada al cerebro de su portador que podría escribir poemas de forma mecánica prestando atención a las señales vitales de su dueño pero sin su intervención (Gache 201); Brion Gysin también pensó en aparatos similares.7

Quizá una literatura sin escritores –es decir, sin personalismos y sin veleidades pero también sin heroísmos y sin conciencia de sí misma– no sea lo peor que pueda sucederle a la literatura. Más interesante que especular sobre su existencia es, sin embargo, el concebir una historia de la literatura cuyo tema no sea lo que la literatura es y ha deseado ser, sino lo que no es y no ha querido ser nunca. Una historia, pues, que –partiendo del diagnóstico tan habitual en nuestros días según el cual “las humanidades retroceden, la modernidad no ha hecho más que asestarle golpes bajos al prestigio de la razón no científica, y aquella cultura humanística que engendró los más altos logros del saber literario y de las artes se bate en retirada ante la mirada quizá nostálgica, pero en realidad anhelante, de escasos intelectuales” (Llovet)– concibiese su objeto de estudio como una literatura caracterizada por la interrupción, la inexistencia, la borradura, el silencio y la negación de sí misma; es decir, como una literatura que, pensada en términos de lo que no desea ser, cuente también la historia de lo que es y, tal vez, de lo que será en días futuros, si el final del arte se revela como algo más que la nostalgia de épocas mejores que, sin embargo, también se imaginaron en retroceso.

Esta es una contribución a esa historia, la de la literatura de los últimos dos siglos, producida “en contra” del siempre inminente “fin de la literatura” y de la “muerte del autor” varias veces anunciados ya8 que no claudica ante ese fin y esa muerte, puesto que parte de la premisa de que el hecho de que la literatura pueda acabar y sus autores morir algún día es su condición de posibilidad y su mayor aliciente; como tal puede ser leída de manera consecutiva y lineal o de modo aleatorio, centrándose el lector en el texto principal o leyendo tan solo las notas a pie de página, que constituyen las digresiones y los desvíos de la larga conversación que este libro pretende ser. El mismo lector está invitado a completar las lagunas de esta obra –por lo demás, inevitables cuando se habla de escritores suicidados, de escritores empleados, de escritores represaliados, de escritores anónimos–, ya que El libro tachado no pretende agotar un asunto o paralizar a sus lectores en sus asientos hasta que la lección haya concluido: este libro aspira a ser una larga conversación, y las conversaciones tienden a mejorar con la intervención de sus participantes. Los autores que aparecen en este libro y sus historias pueden parecer reunidos aquí de forma caprichosa; me alegraría de que fuera entendido así, ya que no hay nada más bello que el capricho, pero lo cierto es que todos ellos han sido víctimas de una forma u otra de muerte y desaparición: mencionarlos no tiene como finalidad devolverles la vida, ya que ningún libro puede hacerlo, sino recordar el hecho de que alguna vez estuvieron entre nosotros y ya no lo están, y advertir del hecho de que buena parte de lo que conocimos como literatura desaparece estos días de un modo u otro y de que tenemos el penoso privilegio de ser testigos de esa desaparición, así como la obligación de pensar nuevos juegos y nuevas conversaciones.

II
AZAROSA / COMBINATORIA / RESTRINGIDA / COLECTIVA / BORRADA / SUSPENDIDA / APROPIADA

Artefactos del silencio. No meros aislantes del ruido
sino dispositivos de producción de silencio,
transformadores del mundo en silencio.
Libros, tratados de metafísica, hojas de poesía:
máquinas de silenciar. Quien sube por la escalera
llega al silencio.
FERNANDO BRONCANO
“Doce caras de un poliedro de silencio”

Roland Barthes observó en su famoso ensayo de 1972 acerca de la “muerte del autor” que “aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las bibliografías de escritores, las entrevistas en revistas, y hasta en la conciencia misma de los literatos” y que nuestra cultura literaria “tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus pasiones” (1).1 Algo más de cuarenta años después, el diagnóstico es más pertinente que nunca, puesto que la participación activa del escritor en la difusión de la obra propia mediante la administración de las influencias, la construcción de la figura autoral y la promoción de esa figura, ha desdibujado en las últimas décadas los límites entre la creación literaria y su comercialización, entre la lectura y su consumo y entre la concepción de una obra artística y su transformación en un producto que se vende sin cuestionar la figura del autor, reforzada por estas prácticas, ya que el escritor ha comenzado a funcionar a la manera de ciertas fábricas que periódicamente necesitan sacar al mercado un nuevo electrodoméstico o un nuevo coche para no devaluar su “valor de marca”, incluso aunque el nuevo electrodoméstico o el nuevo coche sean inferiores a los productos que vienen a reemplazar o solo cuenten con mejoras mínimas. Al igual que las franquicias económicas –de las que parecen haber aprendido tanto en los últimos tiempos–, los escritores ceden su nombre a performances, lecturas públicas, book tráileres, actividades de escritura colectiva y otros productos marginalmente literarios con la finalidad de ampliar su capital mediante la inversión mínima de su nombre y de una presencia que otorgaría legitimidad al producto en cuestión.

A pesar de ello, y como recuerda Barthes, hace ya tiempo que la historia de la literatura –o al menos de una parte de ella– puede ser contada también como la de un puñado de escritores “tentados por [el] derrumbamiento” del mito del autor (2): Stéphane Mallarmé, Paul Valéry, Marcel Proust y los surrealistas contribuyeron a “desacralizar la imagen del Autor” (Barthes 2) al rechazar una visión romántica –a la que contribuyeran Johann Wolfgang von Goethe, Novalis (pseudónimo de Georg Friedrich Philipp Freiherr von Hardenberg), Friedrich Schiller y otros– que veía en él un demiurgo, un alquimista o un iluminado, al tiempo que la lingüística demostraba que “la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores” (2-3).2 Para Barthes,

En Francia ha sido, sin duda, Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad […] ese punto en el cual solo el lenguaje actúa (2).

No deja de ser paradójico que el “derrumbamiento” del autor sea promovido por los propios autores. Al parecer, Barthes no explicó en ninguna ocasión por qué esto sucedería de este modo, y puede que haya cuestiones sociales y económicas –al tiempo que psicológicas, pero sería absurdo fundamentar la “muerte” o la “pulsión de muerte” del autor en su propia psicología– que hayan contribuido en su momento al surgimiento de esta especie de tradición negativa en la literatura moderna.3 A pesar de ello, parece ineludible pensar en el abandono de la concepción romántica de la literatura y la autoría como en un seísmo. Al tiempo que un cierto sistema de interpretación de la producción literaria cuyo centro era la figura del autor individual –y cuyo presupuesto era la capacidad de ese autor para crear obras dotadas de sentido en el marco de un mundo principalmente legible y mensurable– era reemplazado por otro en el cual “la voz narrativa del escritor se borraba, cediendo […] la iniciativa a las mismas palabras” (Gache 37), un puñado de procedimientos y tendencias desplazaban al autor del centro mismo de la producción literaria, debilitando la autoridad de la que surge su nombre.4 Así, Lewis Carroll, Edward Lear y Christian Morgenstern produjeron una literatura del nonsense en la que la intención del autor y la legibilidad del mundo eran constreñidas por las derivas del lenguaje –en particular, por la métrica y la rima, como en los limericks– y por los procedimientos concebidos para que este diga su “verdad” con la menor intervención posible por parte del autor: los dobles sentidos, las paradojas lógicas, las homofonías –como en el caso tan singular de Raymond Roussel– y las superposiciones: piénsese en las “palabras-bisagra” de Carroll.5

Aun cuando Stéphane Mallarmé no fue el primero en introducir el azar en la producción literaria, su célebre poema “Un coup de dés jamais n’abolira le hasard” [Un golpe de dados jamás abolirá el azar] (1897) abrió un camino recorrido más tarde por el dadaísmo y el surrealismo al utilizar el azar como método y privilegiar el procedimiento y la combinatoria lingüística sobre la manifestación de una cierta “interioridad del escritor [que] le parecía pura superstición” (Barthes 2). “Un golpe de dados […]” abrió una puerta por la que se colaría algo de lo más interesante de la literatura del siglo XX: los procedimientos aleatorios y los textos “encontrados” de Tristan Tzara, la escritura automática de los surrealistas, el letrismo y la “novela hipergráfica” de Isidore Isou, Maurice Lemaître y Gabriel Pomerand, entre otros (véase Gache 53). Al igual que todas las demás puertas, la que abrió Mallarmé permitía tanto entrar como salir: al entrar una literatura consistente en “suprimir al autor en beneficio de la escritura” (Barthes 2), lo que salía por aquella puerta era la autoridad atribuida hasta entonces al escritor individual y una concepción de la literatura que, como he dicho anteriormente, veía en esta un sistema de interpretación privilegiado para la comprensión de un mundo legible y dotado de sentido. Así que, contra lo que se cree habitualmente, podría decirse que el autor ya estaba herido cuando Barthes decretó su muerte en 1972; a partir de entonces, comenzaba un vacío, pero ese vacío estaba lleno de palabras.

Ninguno de los emprendimientos literarios destinados a producir una literatura que no requiera del autor –al menos tal como lo concebía el romanticismo– ha llevado tan lejos el proyecto de una literatura sin escritores como el OuLiPo, el Ouvroir de Littérature Potentiele que contó entre sus miembros a Raymond Queneau, François Le Lionnais, Noël Arnaud, Marcel Bénabou, André Blavier, Jacques Roubaud, Marcel Duchamp, Georges Perec, Italo Calvino y otros. Al profundizar en la naturaleza de los procedimientos narrativos tradicionales, y con la invención de otros nuevos, el OuLiPo propuso una literatura concebida casi exclusivamente como una disciplina combinatoria cuyos textos no reflejaban un gusto estético o una intencionalidad –es decir, un autor– sino la naturaleza del lenguaje;6 para Queneau –uno de los diez autores que fundaron el OuLiPo en diciembre de 1960–, el autor oulipiano era “una rata que construye ella mismo el laberinto del que se propone salir” (Oulipo 2002: 6), pero es difícil no recordar que ese laberinto no era construido por la rata, sino por el lenguaje mismo: si acaso, la rata escogía en qué laberinto se metería, pero no podía modificar su recorrido ni sortear ningún obstáculo, le gustase o no. A esos obstáculos los oulipianos los llamaban contraintes (literalmente, “restricciones”)7 y, al igual que los procedimientos combinatorios de Raymond Roussel que les servían de antecedente, tenían una doble naturaleza: por una parte, limitaban las posibilidades creativas del autor, que debía limitarse a producir su texto en el estrecho marco que le ofrecían las restricciones formales que había escogido o le habían sido impuestas de antemano; por otra, las restricciones tenían que servir de estímulo a esa producción, lo que posiblemente quede más claro si se piensa en uno de los textos más famosos de su autor y del OuLiPo: los Cent millards de poèmes [Cien mil millones de poemas] de Queneau (1961).8

Al igual que otras obras producidas por el OuLiPo, Cent millards de poèmes no es exactamente un texto sino más bien una “máquina textual”, una selección de diez sonetos escritos por Queneau que, al estar sus versos impresos en lengüetas o tiras de papel individuales, pueden combinarse de tal manera que el lector “componga” sus propios sonetos con fragmentos de cada uno de los poemas originales. Aquí Queneau renuncia a fijar el texto en una única versión “autorizada” y se inclina más bien por ofrecer un marco, una serie de instrucciones para que el lector juegue el juego que se le propone; con ello incorpora la indeterminación a la composición de la obra bajo la apariencia de la participación del lector y de ese modo continúa la larga tradición de cadáveres exquisitos, escrituras automáticas y combinatorias y variantes de la escritura colectiva que caracteriza la poesía experimental de la primera mitad del siglo XX,9 pero también propone una nueva economía de la literatura en la cual el autor es –contra lo que se considera habitualmente– la parte menos activa: de hecho, Queneau solo ha compuesto diez sonetos, pero el lector puede componer cien mil millones. Al limitar su participación a la propuesta de unas reglas específicas –el aparato combinatorio compuesto por las lengüetas– y un puñado de elementos –los diez sonetos–, Queneau sugiere también un nuevo tipo de relación entre autores y lectores en el marco de la cual el primero pierde toda autoridad sobre la producción de sentido de su obra; en ese marco, cuestiones como la intencionalidad del autor y sus preferencias resultan irrelevantes y pasan a un segundo plano en relación a las del lector.

Los Cent millards de poèmes de Queneau son un cierto tipo de juego similar a las barajas de Max Aub y George Brecht, los tableros de Xul Solar y Julio Cortázar y los puzles de Jorge Luis Borges y Georges Perec, cuya finalidad es recordarnos que la literatura es un repertorio de combinaciones “que sigue las posibilidades implícitas en el propio lenguaje” (Gache 167), emancipando a este último de la voluntad del escritor. Su desdén radical por la “autoridad” del autor y por la obra como monumento inalterable de sí misma no deberían sino hacernos recordar que su antecedente más directo son los libros de transformaciones de Ernest Nister que muchos de nosotros hemos utilizado de niños. En ellos, la imagen –por lo general, un rostro o figuras de animales– es repartida en cuatro lengüetas que pueden combinarse libremente pasando las páginas; el resultado del juego puede ser una criatura con patas de pollo, tronco de elefante, hombros de mono y cabeza de mosquito pero también un león hecho y derecho, y su enseñanza es que las posibilidades combinatorias de la imaginación no son finitas y que la existencia del león es tan absurda como la de la nueva criatura; también, que aquello que un texto significa no concierne tanto al autor como al lector, que adquiere así el papel activo que tradicionalmente se le ha negado. A esto es a lo que Barthes llamó “devolver su sitio al lector” y la teoría de la recepción seguiría sus pasos, aunque a veces de forma titubeante.

Aun cuando el tipo de arte combinatorio de Cent millards de poèmes sea posiblemente el aporte a la literatura más popular que haya realizado el OuLiPo, no es el único. Uno de los más singulares es la recuperación del lipograma, un tipo de texto en el cual el autor se impone la exigencia de no utilizar una y en ocasiones varias letras. La utilización del lipograma –y sus variantes: la lipossible, la contrainte du prisonnier, el beau présent, el épithalame oulipien y, particularmente, el monovocalismo (véase Oulipo 2002:11)– ha dado textos de Georges Perec como Les Revenentes (1972), “What a man!” (1980), Morton’s ob (1981) y, notablemente, El secuestro (1969), en el que la omisión de una vocal –la más frecuente en el idioma francés, la “e”; los traductores de la edición española han escogido, bajo el mismo criterio, la omisión de la “a”– no es solo un detalle circunstancial sino el auténtico crimen del relato.10

Aunque el OuLiPo ha desarrollado también procedimientos ampliatorios –por ejemplo la littérature définitionnelle, en la que sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios son reemplazados por su definición en el diccionario, los términos de la cual también son reemplazados por su definición, y así indefinidamente–, sus procedimientos más singulares son los de supresión y borrado,11 como el lipograma, en el que –como ya se ha visto– se renuncia a una o a varias letras del alfabeto;12 las quimeras, textos vaciados de sus sustantivos, adjetivos y verbos en los que los espacios vacíos dejados por estos son reemplazados por sustantivos, adjetivos y verbos de otros textos; las filigranas, en las que se compone un pequeño poema con locuciones extraídas del diccionario caracterizadas por compartir un término, que es borrado; los inventarios, en los que un poema dado de antemano se descompone en sus sustantivos, verbos o adjetivos, dispuestos a modo de listado; el “poema tipo bola de nieve fundida”, en el que el poema se compone de palabras cada vez más breves hasta reducirse a monosílabos; la “asfixia”, en el que a una frase se le quita alguna consonante –habitualmente la “r”– para producir un texto con un sentido diferente, y la “haikuisación”, en la que el poema de partida es adaptado a una forma breve como el haiku. El sentido mismo del término escogido para caracterizar de forma general estos procedimientos –contrainte o restricción– apunta en el mismo sentido: el de una destrucción paradójicamente productiva.

Con su trayectoria, el Ouvroir de Littérature Potenttiele llamó una vez más la atención sobre el hecho de que toda literatura se construye con la ayuda de procedimientos y mediante la adhesión a formas que determinan qué se puede decir y cómo, evitando así la dispersión y la proliferación que se producirían si el autor careciera de un marco. A su vez, al sistematizar las restricciones pasadas y crear otras nuevas, el OuLiPo se acercó quizá de manera involuntaria a la consecución de un objetivo largamente acariciado por algunos: el de trazar un mapa topográfico de la literatura y acotar un repertorio de posibilidades que permitiera seguir escribiéndola incluso tras la “muerte del autor” y de la literatura como productora de sentido.13 En los hechos, el proyecto del OuLiPo es el agotamiento de la literatura mediante la sistematización de unas reglas en las que toda la producción ya estaría potencialmente incluida, una literatura futura vuelta sobre sí misma –ya que todo texto escrito a partir de una restricción tiene forzosamente que hablar de esa restricción–, sin inspiración, sin autor, sin propósito y sin importancia, que fuese escrita en el paisaje después de la batalla en el que cayó el autor, como si –para recurrir una vez más a la metáfora bélica– la de la literatura fuese una potencia vencida que realiza el inventario de sus arsenales antes de entregárselos al enemigo que la ha derrotado.

Ninguno de los miembros del OuLiPo parece haber tenido nunca interés en este tipo de implicaciones filosóficas de su trabajo; tampoco ha especificado nunca si la investigación de los métodos de producción literaria a la que estaba abocado el grupo respondía a una cierta crítica de la cuestión literaria, aunque es probable que fueran conscientes de que su escritura suponía un desafío evidente a la literatura tal como la conocemos y, potencialmente, contribuía a su final.

Al trabajar con procedimientos combinatorios similares a los del OuLiPo, el escritor estadounidense William S. Burroughs sí hizo explícitas sus intenciones: para él, el cut-up –un método compositivo consistente en la yuxtaposición de forma aleatoria de textos propios y de otros autores– era una forma de “atenerse al silencio interior y resistirse a ser inoculado por el virus del sistema; según él, el arte debía evitar a toda costa el contagio por parte del “‘virus del control’ y dedicarse a crear armas imaginarias para resistirse a los poderes establecidos” (Gache 187).

Burroughs desarrolló su peculiar método compositivo en colaboración con el artista inglés Brion Gysin, a quien se atribuye el redescubrimiento de un procedimiento que ya había sido desarrollado por Tzara y las vanguardias históricas; como los autores del denominado cubismo literario –Guillaume Apollinaire, Blaise Cendrars y Max Jacob, entre otros–, Gysin y Burroughs utilizaron el collage en sus modalidades de recorte y plegado como una “máquina textual” con la que componer sus obras mediante procedimientos que redujesen a mínimos su intervención como autores en el sentido tradicional. Al presentarse como un texto realizado mediante la reunión de textos preliminares, el collage literario procura generar la ilusión de que no hay un autor; es decir, que el texto ha sido generado mediante una combinatoria azarosa en la que son la simultaneidad, la yuxtaposición y el montaje los que dan forma al texto.14 Esto se ve tanto en sus versiones más tímidas como en los textos explícitamente compuestos por elementos no solo narrativos sino también visuales: Mobile, Étude pour une représentation des États-Unis (Mobile, estudio para una representación de los Estados Unidos, 1962) y Descripción de San Marcos (1963) de Michel Butor y La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969) de Julio Cortázar.

Algo similar sucede con aquellos textos que no utilizan el collage como procedimiento de escritura pero se articulan a partir de una matriz de producción –es decir, una máquina textual– que incorpora la combinatoria y el azar para socavar la autoridad del narrador. Un listado forzosamente incompleto de estas obras debería incluir los acrósticos de John Cage que él denominaba “mesósticos”;15 la novela Juego de cartas (1964) de Max Aub, compuesta por ciento cuatro naipes ilustrados por el supuesto pintor cubista Jusep Torres Campalans, al que Aub le había dedicado una biografía también ficticia en 1958, y otras tantas cartas acerca de un cierto Máximo Ballesteros; Composition N1 de Marc Saporta (1962), cuyas hojas sueltas permiten al lector que este lea la obra aleatoriamente tras barajar las páginas como si fuesen naipes, y las Piezas para barajas del integrante de Fluxus George Brecht. También aquellos textos que no se presentan como barajas sino como tableros: Rayuela y Los autonautas de la cosmopista de Julio Cortázar (1963 y 1982), Alicia a través del espejo de Lewis Carroll (1871), La vida: instrucciones de uso de Georges Perec (1978) –que se presenta como la deriva de un caballo de ajedrez sobre el tablero que conforman las viviendas de un edificio–, E de Jacques Rouabaud –que adopta las reglas de una partida de go– y el “Panajedrez” o ajedrez universal del argentino Xul Solar, concebido para la producción de textos sin la intervención del autor.16

Quizá pueda decirse que, en su radical heterogeneidad, todos estos textos tienen como elemento en común la determinación de restringir las posibilidades del autor, obligándolo a constreñirse a un cierto procedimiento dado de antemano. Años antes del OuLiPo y de la supuesta muerte del autor, las escrituras colectivas proponían una borradura similar de esa figura; en su caso, no mediante el cuestionamiento a través de la yuxtaposición y la exacerbación del procedimiento –es decir, no cuestionando la unicidad y la autoridad del autor sobre su texto–, sino, paradójicamente, mediante la multiplicación de este. Es lo que sucedía en el caso de los cadáveres exquisitos de los surrealistas, un método de composición colectiva de poemas desarrollado por André Breton y Paul Éluard en torno a 1925:17 al impedir que los autores pudieran leer lo que ya había sido escrito previamente, con excepción de la última línea del texto, los practicantes del cadáver exquisito creían liberarse de la búsqueda involuntaria de coherencia textual y de la censura crítica, pero también ponían en cuestión la concepción del texto literario como expresión íntima y personal de un individuo, y solo de uno. Textos como Los campos magnéticos de André Breton y Philippe Soupault (1920), Ralentir travaux de René Char, Paul Élouard y Breton [Precaución, obras] (1930) y La inmaculada concepción de Breton y Éluard (1930) tenían como finalidad la borradura del autor o de los autores y su reemplazo por una entidad al menos parcialmente independiente de su voluntad, algo que regresará –con los múltiples interrogantes que propone– en la escritura en colaboración.18

Al igual que las otras prácticas literarias que ya he presentado aquí, la de la escritura colectiva socava la figura del autor y pretende quitarle la autoridad de la que surge esa importancia que –de forma involuntaria y a pesar de haber tenido ya noticias de su presunta muerte– los lectores crédulos o apresurados siguen otorgándole cuando preguntan, precipitadamente, acerca de “la última novela de A” o hablan sobre la “obra de B” como si hubiese un sujeto único e individual en cada uno de los textos de un autor, escritos posiblemente en circunstancias muy diferentes unas de otras y con intereses y finalidades distintos. La borradura del autor no es solo el aspecto más manifiesto de un descontento históricamente determinado con el sujeto surgido del Romanticismo, sino también la constatación de que no hay “un” autor –algo puesto explícitamente de manifiesto por aquellos escritores que recurrieron a heterónimos–19 sino una forma de leer “como si” hubiese “un” autor. Dicho esto, la “muerte del autor” no parece tanto el cuestionamiento de un aspecto sustancial de la producción literaria como el desencanto de cierta ilusión infantil cuyos antecedentes son los procedimientos literarios que dieron lugar a la modernidad.20

Piénsese en el palimpsesto,21 que Gérard Genette ha llamado una “literatura en segundo grado”; la “floración” de procedimientos intertextuales, de apropiación,22 plagio23 y reescritura –a menudo bajo las denominaciones de “remake”, “sampleo” o “smashing” por parte de los autores poco familiarizados con la teoría literaria– parece ser el resultado del peso casi asfixiante que la tradición ejercería sobre algunos escritores: visto de esta manera, el exceso de archivo, y la consiguiente percepción por parte de los escritores de un cierto agotamiento de los temas y las formas serían la razón por la que la aspiración romántica a la originalidad habría sido reemplazada en los últimos años por estas prácticas que ponen en entredicho al autor tal como lo concebíamos y son, por consiguiente, procedimientos de borrado como los mencionados a lo largo de este capítulo, en la medida en que sustraen la voz de un autor específico y la reemplazan por la de otro, conformando un texto inestable y que solo puede ser atribuido con dificultad.

No es una práctica que carezca de inconvenientes, sin embargo. Aunque existen ejemplos notables de un uso productivo de la apropiación y el plagio en la literatura del siglo XX,24 buena parte de los textos que resultan de estas prácticas carecen de valor literario, como los romances lorquianos que pueden componerse en un cierto “generador de romances gitanos” “de” Federico García Lorca disponible en la red: un simple ejercicio combinatorio antes que “una suerte de suma y plusvalía” de los textos originales (De la Flor 2012: 93). Al igual que estos “romances gitanos” y los textos producidos por autómatas (véase la Introducción), los que resultan de la práctica del apropiacionismo son el resultado de una concepción de la literatura de acuerdo a la cual la finalidad última de la producción textual no es el texto sino la exhibición del procedimiento combinatorio que lo ha hecho posible y en la que el autor –entendido por los apropiacionistas como “organizador”, “montajista” o “administrador” de la tradición literaria– es borrado o desplazado en nombre de la preponderancia del archivo que este manipula, lo que hace risible su demanda por ser reconocido como “autor” de sus textos, puesto que una apropiación lograda es aquella que opera como un procedimiento sin autor, algo que “estaba allí” de antemano y no requirió esfuerzo alguno para ser sacado a la luz. La práctica de la apropiación y del palimpsesto gira obsesivamente en torno a la contradicción existente entre el deseo de sus autores de que sus procedimientos sean considerados “novedosos y originales” y su rechazo implícito a toda novedad y originalidad. No es el único de sus inconvenientes, ya que ni siquiera el escaso interés que despierta la mayoría de sus productos constituye una amenaza tan importante a esta práctica como su persecución legal.

Aunque parece evidente que el plagio y la apropiación “se ha[n] sacudido el estigma” que pesaba sobre ellos y ahora son considerados formas legítimas de “desestabilización creadora” (De la Flor 2012: 78, cursivas del autor)25 especialmente en el ámbito de las artes plásticas –donde las prácticas de apropiación y reutilización de obras previas patrocinadas inicialmente por dadaístas y surrealistas y abanderadas por Tristan Tzara y sus collages y los ready mades de Marcel Duchamp se han estabilizado y han arrojado frutos singularmente valiosos–, la noción de autoría y el dispositivo legal y económico articulado sobre ella siguen siendo –pese a todo– lo suficientemente fuertes como para que la persecución del plagio no haya decaído por completo, como lo muestran los casos de apropiacionismo que tuvieron recientemente como protagonistas al español Agustín Fernández Mallo y al argentino Pablo Katchadjian.

En el primero, el escritor español y su editorial fueron conminados a retirar el libro del mercado debido al desacuerdo manifestado por María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, cuyo libro El hacedor (1960) había sido reescrito por Fernández Mallo (véase Rodríguez Marcos). En el del argentino, Kodama y sus abogados reclamaron una compensación económica por parte del autor de El Aleph engordado; un tribunal argentino exculpó en junio de 2012 a Katchadjian del supuesto delito de haber defraudado la propiedad intelectual, pero, al momento de escribir este libro, su fallo aún está pendiente de recurso por parte de la querella y podría dar paso a un juicio civil.26

Ambos casos –así como los de las acusaciones de plagio de las que han sido objeto en los últimos años autores como los argentinos Sergio di Nucci y Federico Andahazi,27 el peruano Alfredo Bryce Echenique,28 la alemana Helene Hegemann29 y el mexicano Sealtiel Alatriste–30 ponen de manifiesto el enfrentamiento que se produce actualmente, no solo en el ámbito literario, entre dos concepciones de la literatura:31 la primera, remanente, se articula en torno a la figura del autor y a la idea de que el sujeto individual tiene también algo personal y “nuevo” que comunicar y que esto constituye algún tipo de propiedad de la que es usufructuario;32 la segunda, relativamente nueva, gira alrededor de la noción de “archivo” –que otros denominan “memex”, siguiendo el término acuñado en 1945 por Vannebar Bush– y de las manipulaciones a las que se lo puede someter gracias a las nuevas tecnologías, que permiten copiar y modificar los textos de tal modo que, tras sucesivas intervenciones, la autoría es prácticamente imposible de determinar,33 produciéndose una “radical desjerarquización de la literatura como institución, cuyos modelos se pierden y oscurecen a propósito entre la nueva floración de lo que son las réplicas, las serializaciones y los reenvíos” (De la Flor 2012: 75).

No parece necesario decir mucho sobre la primera de estas concepciones; a la segunda se refiere Jason Lanier en su brillante Contra el rebaño digital (2012), donde observa que, al tiempo que la eliminación de la autoría y del contexto de producción de los textos que circulan por la red por la propia naturaleza de esa circulación privilegia los “fragmentos en lugar de expresiones o argumentos completos” (69), el interés y la popularidad que pueda generar un texto quedan indisolublemente asociados a su semejanza con otros textos anteriores, con la consiguiente estandarización de la expresión y la uniformización de los contenidos.34 Como sostiene el autor, “es imposible trabajar con tecnología de la información sin involucrarse al mismo tiempo con la ingeniería social” (16), y el tipo de ingeniería social que alienta tras buena parte de las redes sociales y de los emprendimientos digitales más populares del momento entraña la supresión del individuo, que es reducido a cientos o miles de fragmentos de información principalmente anónima acumulada en la red con la finalidad de que algún día alguien pueda comercializar algún producto, y el surgimiento de una cierta “mente colmena” –Lanier la llama también “totalitarismo cibernético” (115)– cuya expresión es el anonimato y el linchamiento35 y un punto de vista según el cual “una masa arbitraria de humanos es un organismo con un punto de vista legítimo” (17).

Según el autor, en Silicon Valley está extendida la idea de que “el ‘contenido’ procedente de [seres] humanos identificables ya no importa, y que la cháchara de la multitud es una mejor opción comercial que pagar a personas para que hagan películas, libros y música” (129), lo que para muchos artistas tiene por resultado la reducción de la ya de por sí limitada posibilidad de profesionalizarse, con el consiguiente perjuicio para la calidad de sus obras y la capacidad de estos de producirlas a mediano plazo. Acerca de esta cuestión, Lanier tiene una visión al menos singular: “el problema” no es “que hayas robado a una determinada persona, sino que has menoscabado la escasez artificial que permite el funcionamiento de la economía” de la obra artística (135); la solución que propone es establecer “un contrato social que imponga un modesto grado de escasez artificial a la información” (135).36

A pesar de la contundencia de sus argumentos, Lanier y los otros críticos de la apropiación y el derrumbamiento del autor parecen estar perdiendo la guerra que han decidido pelear,37 ya que las nuevas tecnologías, en particular las vinculadas con lo que es denominado la “web 2.0”, han comenzado a condicionar los hábitos de sus usuarios, y no al contrario; de hecho, hace ya varios años que en el ámbito académico se discute la necesidad de despenalizar el plagio, ya que no se dispone de los recursos humanos y tecnológicos para perseguir una práctica que las nuevas tecnologías han facilitado, y por consiguiente naturalizado, hasta tal punto que los alumnos son incapaces de reconocer en ocasiones la diferencia entre la cita y el plagio.38 Despenalizar este tipo de prácticas en el ámbito de la producción de textos no sería, pues, sino la solución más pragmática a un problema para el que no parece existir solución simple, pero supondría el final de esa producción tal como la concebíamos, en particular el reemplazo de la figura del autor por la de una especie de proceso de acumulación anónimo del tipo del que ya opera en proyectos como Wikipedia.39

Todas estas prácticas –y particularmente aquellas resultantes de la borradura de la autoría en el ámbito de la red, que Terry Eagleton resumió visionariamente en su vertiente crítica como un “movimiento de las relaciones textuales dominantes puras a formas incorporativas, participativas y socialdemócratas” (4) de relación entre autores y lectores como producto de “la guerra intestina de interpretaciones dentro de la sociedad de mercado, el profundo resentimiento edípico de algunos pequeños emprendedores contra los patriarcas que monopolizan la producción de textos, la lucha para derrocar a los linajes de autores que forman la clase dirigente y la práctica de piratear obras de su propiedad” (5)– contribuyen a lo que De la Flor denomina

[…] la deconstrucción de esa tensión agonista entre lo verdadero y lo falso, que parece ser la tarea de nuestro tiempo […] que juega a desestabilizar todo lo firme, atacando la idea misma de valor del unnicum por encima de sus réplicas, y constituyendo al simulacro como el patrón a partir del cual no se puede, ni es siquiera necesario ya, deducir algún sustrato referencial, ninguna verdad originaria (2012:74, cursivas del autor).

El resultado más problemático de ello –es decir, del hecho de que una “cultura de lo facsimilar y una lógica de la copia se imponen por doquier” (De la Flor 2012: 75)– es la peligrosa desarticulación de la oposición entre lo verdadero y lo falso que preside buena parte de los progresos políticos y culturales realizados en los últimos trescientos años. Aunque no es difícil sentir simpatía por procedimientos que, al concebir el texto como “un ‘juego de citas’ y de referencias laberínticas y disimuladas entretejidas” (De la Flor 2012: 75),40 contribuyen “a que no se cierren [los archivos], a que no resulten sagrados e intocables” (De la Flor 2012: 77), también parece difícil no considerar las implicaciones que puede tener una concepción de este tipo, en el marco de la cual lo original no se distingue de lo falso y la producción individual es subsidiaria de la colectiva, ya no para nuestro juicio literario ni para nuestro modo de concebir la propiedad privada, sino para nuestras formas de organización social y para la relación que mantenemos con las instituciones a las que confiamos la administración de la verdad en nuestra época: el Estado, las organizaciones no gubernamentales y la prensa, entre otros.

Cada nuevo escándalo de plagio pone en escena, no la propiedad intelectual de una obra en concreto, sino la posibilidad misma de que esa propiedad exista, una idea que, en sustancia, viene siendo cuestionada desde hace casi medio siglo por la crítica literaria, para la cual la inexistencia de un sujeto detrás de las obras literarias –lo que Philipp Theisohn llama la “despersonalización del texto” (470)– hace que sea imposible hablar de una propiedad de las mismas y lleva por consiguiente a la desaparición del plagio en la discusión literaria “seria” (véase Theisohn 480-481). A pesar de esto, el sistema literario sigue valiéndose del concepto de propiedad para legitimar una industria que se beneficia de ella, ya estableciendo contratos con los autores con la finalidad de limitar la circulación de las obras, ya constriñendo esa circulación y la producción de los textos de tal forma que se produzca la escasez que está en el origen de su valor.

En su seminal Stolen words. Forays into the origins and ravages of plagiarism [Palabras robadas. Incursiones en los orígenes y estragos del plagio], Thomas Mallon afirma que el impulso que conduce a los autores al plagio es el deseo patológico de ser descubiertos y castigados por algo que saben incorrecto.41 Naturalmente, lo incorrecto debe entenderse aquí como los límites impuestos a los autores por las ideas de su época acerca de la literatura, cuya historia puede ser narrada como la del enfrentamiento entre las demandas simultáneas y contradictorias por parte de los escritores de fijar reglas de juego y el deseo de ir más allá de ellas.42 Mallon hace un diagnóstico complementario al comparar a quienes persiguen a los plagiarios con “alguien que pasó frente a los espejos deformantes y se sintió defraudado en lugar de entretenido” (17). Quizá la comparación sea pertinente; quizá no. Pero alrededor de ella orbitan cuestiones centrales de la literatura como el engaño y la ficción, la verdad y la verosimilitud, lo propio y lo ajeno, el pasado y el presente, el sujeto y la comunidad, la propiedad y el robo. Una literatura sin ellos sería indudablemente más pobre; también lo sería sin las vacilaciones y las contradicciones a las que conduce la reflexión sobre la apropiación y el plagio, que quizá sea una cierta forma de explicar la naturaleza de la literatura y tal vez su espejo deformado.43

III
CENSURADOS / QUEMADOS / DESTRUIDOS /
PERDIDOS / DESAPARECIDOS / REPRESALIADOS

Porque yo creo que el modo mejor para ir al Paraíso
sería este: conocer cuál es el camino del Infierno
a fin de evitarlo.
NICOLÁS MAQUIAVELO a Francesco Guicciardini
en carta del 17 de mayo de 1521