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Politics

© David Runciman, 2014

Ilustraciones de cubierta e interior:

© Cognitive Media LTD, 2014

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2014

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

De la traducción:

© Marta Alcaraz

Diseño de cubierta:

Estudi Miquel Puig

Maquetación:

David Anglès

Primera edición: octubre de 2014

ISBN: 978-84-16142-26-2

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN: POLÍTICA

CAPÍTULO 1: VIOLENCIA

Consenso y coacción

La invención del estado

El dilema de las manos sucias

Los peligros de la paz

CAPÍTULO 2: TECNOLOGÍA

La revolución tecnológica

Google frente al gobierno

La tecnocracia frente a la democracia

La nueva aristocracia

CAPÍTULO 3: JUSTICIA

Peor imposible

Éste no es el fin de la historia

Niños que se ahogan

Un gobierno para el mundo

EPÍLOGO: CATÁSTROFE

Referencias bibliográficas

Lecturas complementarias

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INTRODUCCIÓN
POLÍTICA

La política importa.

Vivir hoy en Siria significa estar atrapado en una especie de infierno: una vida aterradora, violenta, impredecible, miserable y, para demasiados sirios, muy corta. Mientras escribo estas líneas, el número de fallecidos en la guerra civil se sitúa entre los ochenta mil y los doscientos mil. (La brecha entre estas cifras da la medida de la gravedad de la situación: los muertos han desaparecido en una nube de desinformación.) El número de desplazados asciende a varios millones, y casi todos los habitantes del país han visto su calidad de vida drásticamente reducida por culpa de la violencia (se calcula que en 2014 el desempleo afectará al sesenta por ciento de la población). En estos momentos, nadie en su sano juicio elegiría vivir en Siria.

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Quien tenga la suerte de vivir en Dinamarca disfrutará de lo que, según cualquier parámetro histórico, parece una versión del paraíso: en ese país la vida es cómoda, próspera, segura y civilizada. Y muy larga. Los magníficos restaurantes de Dinamarca, sus programas de televisión, su refinada tradición del diseño, sus generosas prestaciones sociales y su estilo de vida, tan ecológico, despiertan la envidia del mundo entero. Dinamarca se sitúa a la cabeza de las clasificaciones internacionales en lo que a calidad de vida y satisfacción de los ciudadanos se refiere; según ellos mismos anuncian con cierta regularidad, los daneses son más felices que nadie. Tal vez no todo el mundo elegiría vivir en Dinamarca: como tantas otras versiones del paraíso, tiene la desventaja de ser un lugar un poquito aburrido. Pero sin tener en cuenta otras consideraciones, seguro que, entre Dinamarca y Siria, nos decantaríamos por la primera sin pensárnoslo dos veces.

No es que los daneses sean mejores personas que los sirios. No son intrínsecamente más amables ni más inteligentes: la gente, a grandes rasgos, es igual en todas partes. A los daneses tampoco les han tocado en suerte más recursos naturales que a los demás. Al contrario: Siria forma parte del creciente fértil que fuera cuna de la civilización; Dinamarca, en cambio, es un inhóspito enclave nórdico con pocos recursos naturales propios. En Dinamarca abundan las cosas bonitas, pero muy pocas crecen en su suelo. (Los restaurantes que le han dado a Dinamarca su fama gastronómica están especializados en productos locales, pero los transforman mediante la tecnología; a nadie se le ocurriría pagar semejantes precios por lo que da la tierra del país.)

Lo que distingue a Dinamarca de Siria es la política. La política ha contribuido a que Dinamarca sea lo que es. Y también ha contribuido a que Siria sea lo que es.

La afirmación de que la política cambia las cosas no significa que se le pueda atribuir todo lo bueno de un lugar y todo lo malo de otro. Los daneses no son felices porque la política los haga felices: en Dinamarca, por lo visto, los políticos suscitan tantas molestias y preocupaciones como en cualquier otro lugar del mundo. Los políticos daneses pueden adjudicarse parte del mérito de su sistema de transporte o de su seguridad social, pero no pueden presumir como artífices de la reputación de los restaurantes de su país o de la pasión que despierta su diseño. Asimismo, aunque los políticos sirios actuales son los culpables de buena parte de la miseria que azota el país, no son ellos quienes inventaron los enfrentamientos religiosos y étnicos que instigan la violencia. La guerra civil que enfrenta a sunitas y chiitas se alimenta de profundas diferencias históricas y culturales, y su desencadenante han sido los efectos imprevistos de la recesión y la sequía. La política no crea las pasiones y los odios humanos, y tampoco tiene la culpa de las catástrofes naturales o de las recesiones económicas, pero puede agudizarlas o mitigarlas. Ahí sí que la política cambia las cosas.

La Dinamarca de hoy parece disfrutar de estabilidad política porque sus habitantes no tienen nada importante por lo que pelearse. Puede que, como muchos europeos, los daneses le pongan reparos a la inmigración, pero si la comparamos con Siria, veremos que Dinamarca carece de las brechas étnicas o culturales que podrían desatar una guerra civil. Además de pacífica y próspera, la danesa es una sociedad esencialmente laica: aunque de vez en cuando la religión interfiere en la vida pública, nunca la eclipsa. Pero Dinamarca no siempre fue así. Hace quinientos años el país recordaba a la Siria de hoy: un lugar convulso, pobre y precario, azotado por conflictos religiosos y enfrentamientos violentos. Durante los siglos XVI y XVII, cuando Dinamarca, como el resto de Europa, sufría desmembramientos periódicos, la elección entre Dinamarca o Siria no habría sido nada fácil: la vida no valía gran cosa en ningún lado, y en todo caso, el lugar auténticamente peligroso era Dinamarca, debido a sus interminables escaramuzas con los vecinos escandinavos. Durante buena parte de su historia, Dinamarca estuvo en una encrucijada de guerras europeas. Las actuales fronteras de Siria son un constructo arbitrario que potencias rivales ganadoras le impusieron al país. Igual que las de Dinamarca.

Con todo, Dinamarca realizó la transición de la guerra a la paz y de una economía de subsistencia a otra próspera, y lo consiguió gracias a la creación de instituciones sociales y políticas que permitieron a sus habitantes convivir pacíficamente, tanto entre ellos como con sus vecinos. La explicación del proceso no es sencilla, y la clave está en que una buena política es a la vez causa y consecuencia de esa transición. La política funciona en Dinamarca porque ha vuelto a los daneses más tolerantes, pero también porque los daneses han aprendido a tolerarla. Las configuraciones políticas que mejor funcionan siempre tienen dos caras: por un lado, una política fruto de unas instituciones estables, esto es, discusiones y enfrentamientos que no acaban en guerra; por otro lado, una política que da lugar a unas instituciones estables, esto es, debates y pactos que impiden la guerra. La política no puede reducirse a un conjunto de instituciones; la política precede a las instituciones y también surge de ellas.

Lo que estas dos caras de la vida política tienen en común es que en ambas están presentes la elección y la restricción. La política se define tanto por las elecciones colectivas que llevan a grupos de personas a vivir de una determinada manera, como por las obligaciones colectivas que permiten a los ciudadanos elegir la vida que quieren llevar. Sin verdadera capacidad de elección no hay política. Si las instituciones políticas que de verdad funcionan no fueran más que el producto automático de unas circunstancias históricas particulares −dadme el clima, la cultura, la economía, la religión y la demografía convenientes, y yo os daré la democracia−, la vida sería mucho más sencilla. Pero no lo es tanto. Las instituciones políticas dependen de elecciones humanas, y los seres humanos jamás perderán la capacidad de meter la pata. Si, por otra parte, unas instituciones políticas adecuadas acabaran con la necesidad de elegir −dadme la democracia y yo os daré paz, prosperidad, restaurantes elegantes y una vida tranquila−, la vida también sería más sencilla y mucho más aburrida. Pero incluso en Dinamarca el correcto funcionamiento de las instituciones políticas depende de las elecciones de la gente: de las elecciones que hacen los políticos y los votantes, de las elecciones sobre las leyes que se adoptan y sobre si hay que obedecerlas. Algunas de estas elecciones pueden resultar dificilísimas: hasta en los países prósperos y felices algunas decisiones políticas son cuestión de vida o muerte. En política nada sucede de forma automática; todo depende de la interacción contingente entre elección y restricción: restricción en un marco de elección, elección en un marco de restricción.

Se podría decir, entonces, que lo que distingue a Siria de Dinamarca es sencillo: la política. También se podría decir que lo que distingue a Siria de Dinamarca es complejo: la política. En este libro pretendo salvar la distancia entre la sencillez y la complejidad respondiendo a tres grandes preguntas. En primer lugar: ¿cómo puede una misma palabra −política− aplicarse a sociedades tan distintas como la segura y aburrida Dinamarca y la caótica y miserable Siria? ¿Qué tienen en común el infierno y el paraíso? La idea de que un país representa la ausencia de la política (el paraíso) y el otro su fracaso (el infierno) resulta tentadora, pero en realidad los dos países ponen de manifiesto las dos caras de la política. En el primer capítulo me propongo mostrar lo que tienen en común: el control de la violencia, la característica que define cualquier sociedad política. Reflexionar sobre la violencia es un punto de partida para preguntarse cuál es el origen de la política, qué la distingue de otras actividades y por qué todavía tiene la capacidad de cambiar las cosas.

En segundo lugar: ¿cómo puede la política cambiar las cosas en estos tiempos de vertiginoso progreso tecnológico que vivimos? Dinamarca es un actor minúsculo en la economía globalizada, pero hasta los grandes −China, Estados Unidos− parecen en manos de fuerzas mucho más poderosas: el mercado, internet, el medio ambiente. Muchísimas cosas parecen fuera del control de los políticos. ¿Qué papel le queda reservado a la política, entonces, ante una revolución tecnológica global? El segundo capítulo explora la relación entre la política y la tecnología al examinar el impacto que ejercen la una sobre la otra. La tecnología suele aparecer a la cabeza, con la política intentando darle alcance. La tecnología es muy difícil de controlar, pero, y eso no ha cambiado, los únicos que pueden controlarla son los políticos.

En tercer lugar: si de verdad la política puede cambiar las cosas, ¿por qué toleramos esas diferencias tan abismales entre estados, entre los mejores y los peores? ¿Por qué no nos esforzamos por lograr que Siria se parezca más a Dinamarca? Existen dificultades de índole práctica, por supuesto. Pero no solo se trata de una cuestión práctica: también es una cuestión básica de justicia. En sus esperanzas, en sus metas y en lo que necesitan para alcanzarlas, los seres humanos no son tan distintos. Y sin embargo, la brecha mundial entre los más ricos y los más pobres es mayor que nunca. ¿Por qué no se esfuerzan los políticos por rescatar a los dos mil millones de personas que todavía viven (y mueren) con menos de dos dólares al día? El tercer capítulo examina la cuestión moral que debemos plantearnos sobre nuestros políticos y también sobre nosotros mismos: ¿por qué toleramos tanta injusticia? La política y la ética no son lo mismo, pero la ética incide en la política tanto como en el resto de nuestras actividades. Al fin y al cabo, la ética pone en evidencia los límites de la política: no puede haber justicia sin política, pero la política todavía no satisface las exigencias de la justicia a gran escala.

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El primer capítulo examina la naturaleza de la política (con todo lo que tiene de bueno y de malo), el segundo capítulo explica por qué sigue siendo importante hoy en día (incluso en la era de Google), el tercer capítulo explora sus límites (ante la inmensa desigualdad mundial) y el epílogo aborda los riesgos que se avecinan. El mundo sigue siendo un lugar tremendamente peligroso, aunque en muchos lugares lo es mucho menos que antes. Algunos de los peligros a los que nos enfrentamos no tienen precedentes. ¿Es realista pensar que, en última instancia, la política nos salvará?

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VIOLENCIA

CONSENSO Y COACCIÓN

El control de la violencia constituye el núcleo de la política. Eso no significa que toda la política sea intrínsecamente violenta. Muchas formas de política están desprovistas de violencia: las discusiones, los debates y los pactos suelen ser actividades pacíficas llevadas a cabo por personas a las que la idea de agredirse físicamente jamás se les pasaría por la cabeza. A veces estallan peleas en los parlamentos, situación tan cómica como vergonzosa. Pero eso no debería ocurrir, y existen muchísimas normas para intentar evitarlo. (En el parlamento británico ni siquiera se puede acusar al adversario de mentir, para no provocarlo.) Tampoco es cierto que toda violencia sea intrínsecamente política. En caso de atraco, no se establece una relación política con el atracador (aunque si el enfado que suscitara diese lugar a presiones para imponer cambios en la legislación, ese atraco podría tener consecuencias políticas.) La clave de la política no es la violencia en sí, sino su control.

Existen dos visiones distintas sobre la política en cuanto violencia con fines de control. Según una de ellas, la violencia puede usarse como instrumento de control, para imponer relaciones de autoridad y obediencia; en este caso se trataría del control mediante la violencia. Si yo sé que tú tienes la capacidad sistemática de hacerme daño, regularé mi comportamiento en consecuencia hasta que ya no tengas que amenazarme para que obre según tu voluntad; eso lo haré de todos modos, porque soy consciente del poder que tienes. La posibilidad de la violencia puede determinar el comportamiento de la gente sin que nadie tenga que sufrir daños. Toda política contiene un elemento de presión de este tipo: cumplimos la ley por la amenaza implícita de lo que nos pasaría si no la cumpliéramos. Pero la otra cara de la política es la del control de la violencia: la política permite llegar a pactos sobre cómo manejar la violencia, sobre quién debería tener acceso a ella y sobre qué circunstancias permiten su uso. Todos los sistemas políticos contienen pactos de este tipo: quienes nos controlan mediante la violencia son los beneficiarios de un acuerdo sobre el control del uso de la violencia. Cumplimos las leyes porque aceptamos que los encargados de hacerlas y los encargados de aplicarlas tienen derecho a decirnos cómo debemos comportarnos. Sin ese acuerdo no habría política. Lo único que habría sería una sucesión interminable de atracos.

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Decía en la introducción que la política se define por la elección en un marco de restricción y la restricción en un marco de elección. Aún convendría que concretásemos más, pues muchas actividades humanas corresponden a esa descripción: el matrimonio, por ejemplo. Podemos elegir con quién queremos casarnos, pero si la persona escogida no nos corresponde, no hay nada que hacer: las restricciones existen. De igual modo, y suponiendo que demos con quien nos corresponda y el matrimonio se celebre, éste conllevará cargas para ambos cónyuges, cargas impuestas por la fuerza de la ley. Podría aducirse, como aducen muchas feministas, que todo matrimonio es fundamentalmente un asunto político. Lo es, claro está, cuando un miembro de la pareja recurre a la amenaza de la violencia para condicionar el comportamiento del otro. Los matrimonios en los que hay malos tratos son formas crueles y sumamente desagradables de la política del poder. Pero no todos los matrimonios son así. Los seres humanos pueden relacionarse con sus semejantes mediante el amor, incluso cuando sus elecciones son limitadas. Pensar que todas las relaciones humanas son susceptibles de reducirse a la política sería un gran error.

La particularidad de la política radica en la relación duradera que se establece entre consenso y coacción. La política presupone un pacto colectivo sobre el empleo de la fuerza. La existencia del pacto hace que la fuerza no siempre resulte necesaria, pero la existencia de la fuerza hace que el pacto no siempre baste. La política requiere ambos elementos. Éste es el nexo entre Dinamarca y Siria. Dinamarca se nos aparece como una sociedad en la que impera el consenso, pero incluso Dinamarca tiene ejército, cuerpo de policía y sistema penitenciario; incluso en Dinamarca el estado tiene la facultad de obligar a sus ciudadanos a actuar en contra de su voluntad: puede hacerles pagar impuestos o, en caso de que no los paguen, obligarlos a enfrentarse a las consecuencias. Siria, en cambio, se nos aparece como una sociedad en la que impera la coacción, pero incluso en Siria debe haber un pacto sobre el empleo de la fuerza para que las instituciones políticas del país funcionen. Aunque actualmente no existe consenso entre los diversos bandos que se enfrentan en la guerra civil siria, algún tipo de consenso tiene que haber en el seno de las dos facciones para que la guerra continúe. Los partidarios de Assad reconocen la legitimidad del régimen y aceptan su derecho a defenderse; sus adversarios rechazan ese derecho y, a la vez, aceptan el de la oposición a emplear la fuerza para combatir al régimen. Si en la sociedad siria solo hubiera lugar para la coacción, no habría guerra civil, sino únicamente anarquía, es decir, ausencia absoluta de política. Pero se trata de un conflicto político entre opiniones enfrentadas sobre quién tiene derecho a emplear la fuerza contra el adversario.

Dinamarca y Siria se sitúan en un espectro en el que consenso y coacción conviven. Éste es el único espectro que la política conoce, pero cada uno de los dos paises ocupa un extremo. En Dinamarca el consenso se impone a la coacción: el grado de acuerdo es tal que permite que el empleo de la fuerza sea mínimo. En Siria la coacción se impone al consenso: el grado de violencia es tal que el acuerdo puede quedar reducido al mínimo. Un espectro, dos extremos: eso es lo que permite comparar ambas sociedades tanto como distinguirlas en lo fundamental.

También existen opiniones más cínicas. La excepción (2006), una novela de Christian Jungersen, está ambientada en una organización humanitaria cuyos empleados tienen la misión de investigar crímenes de guerra en la antigua Yugoslavia. ¿Qué podría haber más distinto que un cómodo despacho en Copenhague y un campo de exterminio bosnio? Los daneses de esta novela son mujeres con vidas seguras y confortables; los criminales a los que deben encontrar viven al margen de la sociedad y son muy peligrosos. Pero Jungersen nos muestra que esos dos mundos se reflejan el uno en el otro. En los despachos, esas mujeres se acosan, se amenazan y se persiguen; pequeñas agresiones −un portazo, una mirada hostil− que se intensifican hasta convertirse en una violencia que amenaza sus vidas. En este relato, las sociedades en las que impera el consenso se limitan a ocultar los terribles impulsos coactivos que enturbian toda relación humana. La encantadora Dinamarca esconde tanto juego sucio como cualquier otro país. Su carácter encantador, en todo caso, dificulta el control de ese juego sucio, pues los agresores niegan la verdadera naturaleza de sus actos. La política benefactora bien podría ser una fachada que dé carta blanca justo a aquello que debería evitar.

El cinismo siempre cabe en política, pero esto ya pasa de la raya. Es cierto que cualquier forma de consenso puede ocultar la violencia en vez de constreñirla. La BBC, una de las instituciones más respetables y benefactoras de la vida pública británica, resultó ser un lugar excelente para que los pedófilos llevaran a cabo sus actividades: nadie los buscaría allí. También es cierto que en las sociedades donde la violencia lo invade todo, como la Siria de nuestros días, el sinfín de actos de bondad que tienen lugar en la esfera privada y entre amigos puede quedar oculto. En los lugares buenos pueden pasar cosas malas y en los lugares malos pueden pasar cosas buenas. Pero eso no significa que cueste distinguir entre unos lugares y otros. Entre Dinamarca y Siria hay una diferencia fundamental: en las sociedades en las que la violencia está sometida a un control político se vive mejor que en las que carecen de ese control.

El consenso político no suprime la violencia: las bolsas de horror existen en todo el mundo. En algunas circunstancias, el consenso político fomenta la violencia, sobre todo la que ejercen las personas encargadas precisamente de controlarla. En el seno de la policía todavía suceden cosas terribles. Ésos son los temas oscuros de la novela negra escandinava y la razón de su popularidad en todo el mundo; sin embargo, el telón de fondo de la novela negra escandinava lo conforman sociedades en las que, al contrario que en Siria, la violencia no ha quedado fuera de control. Ésa es la diferencia.

LA INVENCIÓN DEL ESTADO

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El filósofo que más contribuyó a situar la violencia en el centro de la teoría política fue un inglés del siglo XVII llamado Thomas Hobbes. Y al hacerlo, explicó qué constituye la base de la vida política moderna y qué la distingue del sistema que la había precedido. En el mundo de Hobbes, la violencia estaba fuera de control. En menos de una década, Hobbes redactó tres versiones de su filosofía política: una en 1640 (Los elementos de la ley), justo antes de que estallara la guerra civil inglesa; otra en 1642 (De Cive), publicada de nuevo en 1647, en plena contienda, y otra en 1651 (Leviatán), cuando la guerra ya había terminado. A la tercera de esas versiones debe Hobbes su fama. El Leviatán es su obra maestra, y tal vez sea el mejor tratado de filosofía política que se haya escrito en lengua inglesa.

Hobbes pasó buena parte de esa época en París, tras haber abandonado Inglaterra para escapar de la violencia. Su empeño por mantenerse bien lejos del peligro permitió que su vida se prolongara durante prácticamente un siglo: nació en 1588, el año del desastre de la Armada Invencible, y murió en 1679, cuando la política inglesa se preparaba para su siguiente revolución (la «Gloriosa» de 1688, que dio inicio a la etapa de gobierno parlamentario). Eran tiempos convulsos y aterradores para vivir: Inglaterra estaba mal, pero gran parte de Europa estaba todavía peor. La guerra de los Treinta Años, que consumió al continente desde 1618 hasta 1648, fue un auténtico baño de sangre: una vorágine de conflictos religiosos, étnicos y dinásticos que devoró comunidades enteras (ésa es una de las razones por las que más valdría no estar en Dinamarca con la historia en contra). La brutalidad de la guerra que hoy azota a Siria se considera a veces un reflejo de la típica mentalidad del mundo islámico, tan proclive a la violencia. Eso no es cierto. Al lado de lo que ocurrió a principios del siglo XVII en la Europa cristiana, donde la tecnología del exterminio no era ni por asomo la de nuestros días, la guerra de Siria se queda en nada. Sin ayuda de armas químicas o bombas de precisión, millones de cristianos se masacraron entre sí.

Aunque Hobbes escribió su tratado tres veces y en tres circunstancias distintas −una vez con un rey a la cabeza de Inglaterra, una vez en ausencia de un gobierno consensuado y una vez cuando el poder residía en el parlamento−, la filosofía política esencial de Hobbes nunca cambió. La guerra civil había sido un desastre, y evitarla era la tarea más urgente en materia de pensamiento político. Para ello, Hobbes llevó a cabo un experimento mental: imaginar un mundo sin política. Los seres humanos, pensaba Hobbes, son competitivos por naturaleza: quieren parecer mejores, más fuertes, más poderosos que los demás. También son vulnerables por naturaleza: hasta el más fuerte de los individuos puede sucumbir a manos del más débil con solo darle la espalda. Por eso, la condición natural de la humanidad es el estado de guerra. Los seres humanos, competitivos y vulnerables, siempre acaban intentando matarse.

Esto no se debe a que las personas sean despiadadas por naturaleza o a que disfruten con la violencia (aunque algunas tal vez sí). Se debe a que no pueden confiar las unas en las otras: son suspicaces por naturaleza. «El modo más razonable −escribió Hobbes− de protegerse contra esa desconfianza que los hombres se inspiran mutuamente es la previsión, esto es, controlar, ya sea por la fuerza, ya con estratagemas, a tantas personas como sea posible.» Aun sabiendo que se vive mejor en paz, aun sabiendo que eso lo sabe todo el mundo, estar seguro de que los demás no nos ven como una amenaza es imposible. Y todos aquellos que nos consideran una amenaza suponen, a su vez, una amenaza por lo que pueda llegar a pasar en cuanto les demos la espalda. Así que más vale ser uno quien los elimine primero. Un mundo sin política es un mundo en el que la violencia está condenada a salirse de madre: una sucesión interminable de atracos.

Suele darse por sentado que el «estado de naturaleza» de Hobbes (donde, según sus célebres palabras, la vida es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta») corresponde