Narrativa izana

Colección dirigida por Justo Sotelo

 

© JUSTO SOTELO, 2012

© Diseño de portada, MARTA GIL ALCALDE

© Fotografía de portada, ANTONIO ZABALLOS

 

© AMBAMAR DEVELOPMENT S.L., 2012
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28043 MADRID

Tel.: 91 388 00 40
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Diseño: Antonio Ramos

Preimpresión: Origen Gráfico, S.L.

ISBN: 978-84-945221-5-4

 

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Para mis amigos de las Cuevas de Sésamo, 

con los que compartí tantas noches 

de vino y rosas 


narrativa izana

JUSTO SOTELO

Las mentiras inexactas

 

87393

PRIMERA PARTE

1

Empujó la puerta y entró con curiosidad. La librería era de una altura considerable y estaba llena de estanterías y objetos insólitos: un libro de rock and roll situado sobre un mueble del siglo XVIII, otro de matemáticas junto a una guitarra eléctrica apoyada en una silla, una mesa camilla donde se juntaban el último ensayo sobre la Vita Nuova, una vieja edición del Tristram Shandy y la versión francesa de Not fade away. En otra mesa se veían libros de Kurt Vonnegut, Richard Brautigan y Colin McInnes. Se fijó en un piano de pared con velas construido en París a principios del siglo XX, un tocadiscos con cientos de discos de vinilo y varias esculturas de personajes mitológicos. En las paredes colgaban cuadros con planetas y estrellas, en un rincón había dos ordenadores y una impresora, y en otro un pequeño escenario con sillas. El joven librero le estrechó la mano y le pidió que se sentara y lo acompañara. Se llamaba Sergio Barrios y estaba leyendo una novela sobre la isla de la Tortuga, donde encerraban a los gatos en cajas con piedras y los tiraban al océano, frente a Port-de-Paix o la loma de Tina. Era una diversión inocente cuyo origen se desconocía, que practicaban para endurecer a las mujeres y aplacarlas más tarde de la manera más antigua, con el mayor deleite. La isla estaba recorrida por fantasmas, repleta de tesoros ocultos, de cuando los filibusteros conocían los secretos de la alquimia y convertían la pólvora en oro.

A mi padre le encantaba esta historia, dijo mostrándole la portada como si se tratase de algo singular, pero a mí no me convence. Prefiero la novela de Rabo Karabekian, un pintor tuerto, que mezcla las anfetaminas y las infinitas posibilidades de vivir en las nubes, añadió cogiendo otro libro.

Nora lo observó en silencio, mientras pensaba en la isla de la Tortuga y aquel mundo de piratas y tesoros escondidos con el que tanto había disfrutado en su juventud, hasta que se vio obligada a leer cosas más serias. La universidad era un mundo difícil para una mujer con sus gustos, y empezó a mentir a sus compañeros hasta conseguir el puesto de profesora titular. Aun así, recordaba la leyenda de los Hermanos de la Costa, dispuestos a abrir fuego a la menor oportunidad.

Estoy haciendo un estudio sobre el futuro de la novela, dijo más relajada tras comprobar que aquel librero no se comía a nadie, pero soy incapaz de ir más allá de la novela posmoderna, una especie de agujero negro que lo devora todo. Entonces no te has equivocado de lugar, dijo el joven encendiéndose un cigarro. Aquí podrás vivir historias más próximas a la ficción que a la realidad. ¿Aunque las novelas ya no se impriman en papel?, sonrió ella tímidamente. Aunque las novelas ya no se impriman en papel…, repitió él, y añadió: Lo importante es vivir esas historias y luego llevarlas al papel o a la pantalla del ordenador. Hay gente afortunada que todavía no ha leído algunos libros imprescindibles, y desconoce la suerte que tiene. Yo no soy más que un intermediario, pero no cambiaría este trabajo por ningún otro. No creo que exista nada más divertido.

¿Sólo por eso? No llegó a hacerle esa pregunta, así que no se arriesgó a que le contestara que también quería ganar dinero o que los jóvenes se imaginan que el dinero lo es todo y cuando maduran comprueban que es cierto. Había conocido libreros que consideraban la literatura como un negocio, y ni siquiera leían sus propios libros.

Tampoco sé hacer otra cosa, dijo Sergio sin tragarse el humo, y quizá sea culpa de mi padre.

Lo primero que vio al abrir los ojos fueron libros, sobre las mesas, en el suelo, debajo de la cama, dentro del cuarto de baño, y cuadros rarísimos, un piano con velas siempre encendidas, los discos de una banda de rock que tardó en deletrear y una bañera que odiaba desde que su madre le metía en ella cada mañana, hiciera frío o calor. Qué obsesión tenía con que estuviera limpio. A los niños les encanta la suciedad; parecía mentira que su madre no lo supiera. Quizá por ello a partir de cierta edad decidió ducharse sólo una vez a la semana.

Inclinó la silla y miró de nuevo hacia las estanterías, como si buscara algo que se le hubiera perdido. Nora separó la silla de la mesa, cruzó las piernas y se fijó en la suciedad del tragaluz. Aquel joven no era el típico librero que te desnuda con la mirada nada más abrir la puerta. Le gustaban sus gafas de diseño, y el pelo corto y en punta, incluso su reloj, que debía de tener más de veinte años. Llevaba un traje oscuro de Adolfo Domínguez (o un modista de ese estilo), una camisa de cuello afilado y una corbata lisa. Ella también se había puesto un traje de chaqueta, pero más tradicional, la inconfundible ropa de trabajo que impedía que nadie la intentase desnudar.

El joven se colocó las gafas, se levantó, volvió a sentarse, se quitó los zapatos, los miró, se los puso.

La plaza era como un mar de cerveza y cocaína, dijo rascándose la cabeza, y el hotel y el teatro le otorgaban un aire entre bohemio y aristocrático. Para encontrar el origen de la librería había que retroceder a finales del siglo XVIII, cuando la libertad y la igualdad eran desconocidas, la democracia nacía lejos y en España se ajusticiaba a garrote vil a putas y maricones. Según su padre, siempre había pertenecido a su familia, aunque él no había encontrado ningún documento que lo acreditara. La abrió un desertor del ejército español en Nápoles que no quería matar a gente que no conocía; sus grandes pasiones eran los libros y las mujeres, y durante varios años aquel lugar sirvió tanto de librería como de prostíbulo. El mismo rey fue uno de sus clientes habituales (del prostíbulo, no de la librería), y llegó a enamorarse de una de aquellas mujeres; quizá por eso muchos libros de esa primera época pertenecían a la biblioteca del Palacio Real. Con el tiempo acabaron en la Nacional, pero todavía conservaban algunos ejemplares. Más de un anticuario les había hecho suculentas ofertas, pero su padre siempre decía que era mejor pasar hambre que desprenderse de ellos. Aun así, tres o cuatro incunables habían terminado en las mesas de Sothebys para ser subastados, sobre todo en los momentos en que la librería pasaba por problemas de liquidez. El primer Barrios del que tenía noticia se hizo cargo de la librería en tiempos de la Segunda República, y lo fusilaron en las vallas del cementerio civil de la Almudena en 1936. Lo peor ocurrió tras la guerra; el escaparate aparecía roto casi cada mañana, y hasta la policía entró en varias ocasiones para llevarse los libros que consideraban peligrosos para la moral pública. Una noche unos salvajes rompieron la cerradura, tiraron las estanterías y quemaron parte de los libros en medio de la plaza. La escena debió de ser tan delirante como surrealista.

Ahí tienes un buen argumento para una novela posmoderna, añadió con otro cigarro entre los dedos, mientras Nora llegaba a la conclusión de que había entrado en la librería más antigua de Madrid. Lo que no conseguía era desviar la mirada de sus ojos azules. El joven no le resultaba desconocido, pero en más de veinte años habría tenido miles de alumnos y no podía recordarlos a todos.

Sergio se levantó para atender a un cliente que llevaba un paraguas en una mano y un sombrero en la otra. Estaba calvo, cojeaba visiblemente de una pierna y el chaquetón de cuero le quedaba corto.

Lo que Nora no lograba quitarse de encima era su olor. Le gustaba lo que decía, pero su olor era más fuerte que sus palabras. Además empezaban a dolerle los ovarios; solía pasársele con una buscapina, aunque no sería la primera vez que terminaba en urgencias. En el último mes la habían atendido varias veces en la Clínica Moncloa, cerca del Puente de los Franceses, aunque por otro motivo. Su médico le dijo que tenía piedras en la vesícula, y había que quitársela. Las piedras no se formaban de un día para otro, y tal vez estuvieran allí desde hacía tiempo. La operación no entrañaba riesgos, pero tuvo que permanecer una semana sin comer. Las enfermeras la trataron de maravilla; se acercaban todas las mañanas para darle ánimos mientras seguía atada al cordón umbilical del suero. Las radiografías y el escáner descartaron más complicaciones.

¡Falsa alarma!, exclamó Sergio, cogiendo el cigarrillo que había dejado en el cenicero. Ese buen hombre buscaba una tienda de fotocopias. El otro día le robaron el dinero de la pensión al salir de la Caja de Ahorros, y teme que le quiten el carné de identidad en cualquier momento. Le he enviado al estanco, al otro lado de la plaza, aunque no sé si Mari Carmen continuará haciendo fotocopias.

Se sentó en el mismo sitio.

Lo cierto es que no le va bien el negocio…, dijo frunciendo las cejas. Un día de estos el gobierno va a prohibir que se fume, y lo mejor será apurar las existencias. La estanquera sueña con jubilarse y marcharse a su pueblo. Abrió el local tras la Guerra Civil, aunque nunca ha fumado.

¿Tienes seguro contra incendios?, le preguntó Nora estableciendo una sencilla asociación de ideas. No lo sé, dijo Sergio encogiéndose de hombros. Supongo que mi padre lo haría hace años.

Apuró el cigarro y aplastó la colilla en el cenicero. El humo tardó en difuminarse entre las estanterías.

Lo que me extraña es que el vigilante no lo impidiera, recuperó el incidente del viejo. Lo conozco desde hace tiempo, y es un valiente. Y lo mismo puede decirse del director de la oficina y el resto de empleados. Eso no significa que los robos sean infrecuentes en el barrio, porque te mentiría.

La profesora seguía dando vueltas a los libros que se consumían lentamente en medio de la plaza. El humo llegaba hasta los tejados, y la noticia aparecía en los principales periódicos del país.

Aquí mismo han entrado varias veces, añadió Sergio. Los ladrones suelen llevarse el poco dinero que encuentran en la caja y dejan los libros tranquilos. De alguna forma respetan el negocio.

El especial patrimonio de las librerías…, pensó Nora, deteniendo la mirada en el libro de rock.

Es posible que la novela no tenga futuro, no lo discuto, dijo Sergio poco después, aunque conozco a más de uno que mataría por una buena historia, como Justo Sotelo, uno de mis clientes habituales, que se ha empeñado en estudiar literatura en la universidad con cuarenta y tantos años. Es profesor de economía en una universidad privada, pero parece ser que no tiene bastante. Me gustaría conocerlo, dijo Nora, quizá le haya visto por la facultad. Cuando quieras te lo presento, dijo él, pero te advierto que es un tipo testarudo, sobre todo cuando divaga sobre los mundos paralelos. Asegura que vivimos en varios mundos a la vez sin saberlo; cada uno tiene sus normas y están conectados por pasadizos interiores que permiten traspasar paredes, personas y épocas. Internet ha contribuido a la formación del nuevo laberinto; es un terremoto que no deja nada igual. La sociedad también cambió con la imprenta, y sus críticos tuvieron que aceptarlo. Mi padre quiso mantener abierta la librería más bohemia de Madrid olvidándose de Internet, y fue un error.

Quizá la Red estuviese cambiando la forma de leer, se dijo Nora tras coger una guía de Samarcanda que estaba sobre la mesa. Sus alumnos sólo la obedecían cuando los amenazaba con suspenderlos si entraban en Internet. Gracias a la Red podían usar Wikipedia, el Rincón del Vago y otras páginas parecidas para hacer los trabajos de clase. No hacía falta leer libros y profundizar en las cosas más complicadas, estúpidas o arbitrarias. Todo cabía en Internet, hasta lo que no debería estar. Desde alguna parte alguien se encargaba de escribir lo que había que saber, y los demás lo aceptaban. Pero, ¿qué ocurría con el derecho al olvido? ¿Ya no se conseguiría borrar esa parte del pasado que no se quería recordar? ¿Hasta cuándo habría que obedecer a los golpes del destino? Tragó saliva e intentó seguir la conversación. Había entrado en aquella librería para trabajar, y era absurdo que se enredara en sus frecuentes obsesiones sobre la dependencia de la tecnología.

Justo Sotelo y él se hicieron grandes amigos durante un curso de pilotos en el aeródromo de Cuatro Vientos, continuó Sergio. A ambos les apetecía subirse a una avioneta, y ver el mundo desde arriba. La percepción de las cosas cambiaba a cierta distancia de la tierra. No era sólo que todo pareciera más pequeño, evidentemente, sino que nacía algo indescriptible en su interior. A veces las palabras estaban de más, se convertían en un obstáculo para describir un estado de ánimo concreto, próximo a la alucinación. Su padre le había insistido en esa idea; hasta que no la comprendiera, no sería un buen librero.

¿Has pilotado avionetas alguna vez?, le preguntó mirando hacia el tragaluz sin perder la sonrisa. No he tenido el gusto, le respondió ella divertida. Pues te has perdido una experiencia mágica, aseguró el joven. Es como una borrachera donde todo estuviera a punto de saltar por los aires, el pasadizo secreto a uno de esos mundos posibles. Es revivir la leyenda del simorgh, de cómo el rey de los pájaros perdió una pluma en China y los pájaros decidieron encontrarla. Mi padre era un enamorado de los cuentos orientales. Durante un tiempo la librería se especializó en literatura juvenil, hasta que comprendió que sus clientes buscaban otro tipo de libros. A mi padre le costó aceptarlo; yo era un crío, pero todavía recuerdo su mal humor al retirar del escaparate las novelas de Salgari, Wells o Kipling. Para compensarlo decidió pegar en la puerta la carátula del disco con forma de periódico. Esa música le había acompañado toda su vida, y era una forma de congraciarse con su pasado.

Nora recordó la foto del niño que había ganado un premio de la BBC y la joven ingenua que enseñaba el pico de las bragas, y se estiró instintivamente la falda. La mente se le fue hacia la ropa interior que se había puesto ese día. El sujetador y las bragas no hacían juego, y estaban un poco viejos. Eran bonitos, eso sí, y se sentía bien con ellos, pero los habría lavado decenas de veces. Tenía que comprarse ropa nueva, acababa de decidirlo; así no podía seguir, por mucho que le gustara la que llevaba puesta. Su barrio estaba lleno de tiendas de ropa, desde luego; era cuestión de prestar más atención al mundo real y olvidarse de sus habituales rarezas, por mucho que el joven librero le hubiese prometido más ficción que realidad dentro de aquella librería. En cierta forma empezaba a necesitar más realidad en su vida.

La primera vez que me bajé de una avioneta, insistió Sergio en el mismo asunto, estuve vomitando todo el día y prometí que no volvería a subirme, pero no tardé en contradecirme. Mis enemigos dicen que soy un impulsivo nato, aunque pensándolo bien no recuerdo a ninguno que lo haya dicho. Y, si quieres que te sea sincero, tampoco tengo enemigos. Mi padre aseguraba que no es malo tenerlos, ya que definen los límites de nuestra personalidad, pero tampoco me convence esa idea.

Nora dejó la guía en su sitio.

El joven aprovechó el breve silencio que se produjo entre ellos para invitarla a comer en un restaurante italiano de dueños argentinos, una excusa para seguir hablando sobre el futuro de la novela. Clara Cardone y Daniela Echeveste hacían la mejor pasta del barrio, y la gente se peleaba por comer allí. Los aparcamientos se llenaban desde primeras horas, y los coches debían permanecer sobre las aceras. Nora no estaba acostumbrada a que la invitaran a comer, salvo el pesado de Amorós –un compañero de la facultad que andaba detrás de ella desde hacía tiempo–, y menos aún un absoluto desconocido, pero no supo negarse. Aparte del olor, eran sus manos, su voz, la intensidad con la que hablaba. En el ordenador había exámenes que corregir sobre teoría de la literatura, pero podían esperar. La insistencia del Plan Bolonia para que los profesores evaluaran semanalmente a los alumnos le parecía una estupidez.

¿Una estupidez?, repitió entre dientes. ¿Desde cuándo le había parecido que la reforma universitaria fuese una estupidez? Tras su aprobación por la Unión Europea, había defendido el plan como la solución a los problemas de la universidad española. Las discusiones con otros miembros del departamento llegaron a oídos del Rector, que los amenazó con abrirles expediente. Las tensiones no habían desaparecido por completo, y continuaban viéndose caras largas por los pasillos.

Antes de salir, Sergio se dirigió a uno de los ordenadores para comprobar si tenía correos. Últimamente recibía publicidad de editoriales digitales empeñadas en venderle sus productos a cualquier precio. ¿Qué debería hacer con los libros cuando no existieran más que editoriales de ese tipo, otra hoguera en la plaza? La librería se convertiría pronto en un museo si alguien no lo remediaba. Sólo conocía a una persona que lo hubiera intentado, pero había muerto. Su padre le había dejado cuando más lo necesitaba.

Este correo no tiene ninguna gracia…, dijo moviendo la cabeza, mientras Nora se dirigía al lavabo agobiada por su dolor intermitente. Acababa de leer la factura del último pedido, que ascendía a 20 000 euros. Anselmo Xiles llevaba la contabilidad; su padre lo había contratado unos años atrás. Era nieto de un viejo amigo, de esos que también defendían otro tipo de sociedad en los últimos tiempos del franquismo. Había corrido con él delante de los grises por la Avenida de la Ciudad Universitaria, pero a diferencia de otros nunca quiso romper el carné del partido comunista.

El dichoso dolor la estaba matando y casi no le dejaba caminar. Los médicos le decían que era más psicológico que físico, pero ella empezaba a estar harta. A veces el dolor se concentraba en la cabeza; en esos momentos se quedaba tumbada en la cama. El dolor la martilleaba en cuanto hacía el más mínimo movimiento o había demasiada luz. Mientras permanecía en la cama ni siquiera se levantaba a tomar una pastilla, y pensaba en las veces en que se había comportado así en su vida, y preferido un dolor constante y soportable a hacer un esfuerzo por cambiar nada de lo que le ocurría.

En la parte interior había otros cuartos de igual altura que la librería, pero menor profundidad. Uno de ellos era una cocina con los muebles tradicionales, donde destacaban un enorme frigorífico, una cocina de vitrocerámica, una cafetera italiana de cristal y varias teteras de diversas formas y colores. También había dos fuentes repletas de fruta, con aguacates, papayas, manzanas y peras. Los platos y los vasos sucios se acumulaban en los dos fregaderos. Nora se detuvo unos instantes frente a la habitación grande; la cama estaba sin hacer, y había varios retratos en blanco y negro sobre un mueble antiguo, similar al de la entrada. En todos ellos la mujer intentaba sonreír, pero se quedaba a medias, como si algo inaudito nublara su voluntad; el hombre poseía una mirada enérgica, directa, demostrando la fuerza de su personalidad. También había fotos de Sergio jugando con una pelota, pedaleando en un triciclo o sentado a una mesa en el colegio. En todas ellas su mirada era triste, impropia de un niño de su edad.

Su sonrisa no tenía nada que ver con la actual, pensó Nora. Era como si hubiera aprendido a sonreír.

Tras poner papel higiénico en la taza del váter, se sentó en ella, respiró hondo y se encontró mejor. La orina tenía sangre, y quizá las heces, aunque no quiso preocuparse. Hacía tiempo que no le ocurría, y trató de pensar en otras cosas, por ejemplo, en el lavabo, un lugar tan original como el resto, y no sólo por la gran bañera de porcelana. Las paredes estaban llenas de fotos de ciudades de medio mundo. Se lavó las manos con jabón y se las secó con unas toallas de papel; después se remarcó los labios frente al espejo. Sergio culpaba a su padre de todo lo que no le convencía, pero él también tendría algo que ver en la construcción de ese mundo. Recordó el cinismo de Gil de Biedma cuando escribió que quería llevarse la vida por delante, como todos los jóvenes. Aquel muchacho podía llevarse su vida por delante, y debía tener cuidado. No le apetecía tontear con el dueño de una librería del que le separaban más de veinte años.

2

El restaurante se llenó en seguida. La gente hablaba a voces, y dificultaba la conversación. En cierto momento aparecieron unos niños corriendo, bebieron agua en la barra de la entrada, se metieron en el comedor de las máquinas de coser y después en la cocina, y salieron con las manos llenas de comida, patatas fritas, trozos de pizza. En la calle apenas tenían sitio para jugar, pero se las habían ingeniado para dibujar en la acera con una tiza el recinto mágico de la rayuela. Lo demás consistía en golpear la piedra suavemente y llegar al paraíso.

Mientras brindaban con un vaso de vino y esperaban a que les sirvieran la comida, Sergio le habló de un disco célebre. Aqualung era un vagabundo que estaba sentado en un banco del parque (como cualquiera de los de la plaza), miraba a las chicas con malas intenciones y le salía un moco por la nariz. El grupo de rock había tomado el nombre de un agricultor escocés del siglo XVIII que se hizo famoso al inventar un sistema revolucionario para la siembra. Los setenta fueron sus años de gloria, aunque todavía ofrecían conciertos y los nostálgicos seguían babeando con la flauta de Ian Anderson. Su padre lo había invitado a la librería varias veces, e incluso se había quedado a dormir allí en alguna ocasión. La primera vez que lo vio tardó en reconocerlo; no era el mismo de las portadas y las fotos de los discos. La arrogancia de los veintitantos años se había convertido en una máscara antipática, llena de arrugas. Su voz se había agrietado tanto como su rostro, aunque continuaba siendo un buen tipo.

¡El rock tampoco tiene futuro!, exclamó Sergio antes de llevarse la mano a la boca para ocultar un eructo.

Lo de la música había sido el preludio, tal vez elegido a propósito –pensó Nora en seguida– para que surgieran nuevos detalles sobre la librería, un lugar sin horario porque no cerraba nunca. Su padre regaló una llave a sus amigos, y les dijo que podían pasarse cuando quisieran para leer, quedarse a dormir o vender libros. No sería la primera vez que sus amigos convencían a los clientes para que cambiaran de opinión. La gran mayoría seguía la moda, aunque esto implicase no salir de las novelas históricas, policíacas y de ciencia ficción.

Los crepes rellenos de espinacas están exquisitos, ¿no te parece?, dijo satisfecho. Clara Cardone suele decir que el secreto está en la forma de cuajar la masa, pero yo creo que es el queso mascarpone.

Y las gotas de jerez…, se dijo Nora relamiéndose al tiempo que pensaba en la banalización de la cultura, uno de los factores que más podía influir en el futuro de la novela, junto a los cambios en la capacidad de atención de la gente debido a la dependencia de Internet y las redes sociales.

Un tipo alto y delgado, de unos sesenta años, se acercó a ellos tras esquivar a los camareros (Magda Rubio y Dominic Yanes, dos jóvenes que estudiaban económicas y que también eran amigos de Sergio) y les pidió permiso para sentarse. Miguel Ángel Andés vestía vaqueros y una chaqueta vieja, y al verlo Nora creyó que se le había aparecido Jesucristo. No tardaría en saber que era el pintor de los cuadros de la librería.

En uno de sus paseos por las librerías del centro de Madrid, dijo el pintor observando las manos de Nora, tan pequeñas como las de una niña, tropezó con Sergio y cayó rendido a sus pies. No recordaba qué le sedujo exactamente, si su inteligencia o su entusiasmo por la vida. No le importaba reconocer que le había chupado la sangre, y no le quedaba una gota en las venas, como a los demás.

No le hagas caso, dijo Sergio a Nora. Miguel Ángel era el mejor amigo de mi padre, quizá el amigo más exagerado de mi padre… Y tu librería es mi segunda casa, dijo aquel tosiendo con tanta fuerza que la gente se volvió hacia ellos. Luego añadió: También me gusta pasear por la Cuesta Moyano, y pasarme las horas muertas en el Museo del Prado y el Reina Sofía, por si me llega la iluminación.

¿Has comido?, le preguntó Sergio. Hace más de una hora, le respondió el otro mirando la botella de vino. Ya sabes que a mi madre le gusta comer pronto y echarse la siesta, sobre todo después de su caída. No se puede llegar a viejo, y empeñarse en llevar a cuestas tal cantidad de huesos rotos.

El joven le sirvió un vaso.

La librería de Sergio es diferente de las demás, dijo Miguel Ángel dirigiéndose a Nora. Cuando uno entra en ese lugar, ya no vuelve a salir, o al menos no lo hace de la misma forma. Allí se venden libros, por supuesto, pero también se defienden las causas perdidas, como la del mismo Tarancón. Daniel se declaraba ateo, pero algunos de sus mejores amigos eran curas. La manifestación de apoyo a Tarancón de los setenta marcó una época. Las relaciones de Franco y la Iglesia no eran buenas y los políticos del régimen se burlaban del cardenal (algunos llegaron a retirarle el saludo y otros lo injuriaron). Tarancón era un tipo socarrón, con una ironía que jamás llegaba al sarcasmo, pero que le permitía contar chistes graciosísimos, y que ayudó a que la transición fuese pacífica. La Iglesia española siempre echará en falta a gente como él, estoy seguro.

Lo que peor llevaba tu padre eran las pintadas, dijo saboreando el vino. Recuerdo las de “Tarancón, al paredón” y “El cerdo de Carrillo”. Las borrábamos cada mañana, pero al día siguiente volvían a aparecer. ¡Tarancón al paredón!, exclamó Sergio estirando las piernas. La estupidez puede llegar a ser peligrosa, añadió antes de golpearse en el tobillo con los pedales de la mesa.

Miguel Ángel se bebió la mitad de su vaso, y Sergio aprovechó para decirle que Nora Acosta era profesora de literatura comparada en la Complutense y estaba haciendo un estudio sobre el futuro de la novela.

¿El futuro de la novela?, se preguntó el pintor sorprendido. El futuro de la novela somos nosotros… dijo reaccionando en seguida.

Se puso a mover los pedales mientras soltaba una risa infantil. Al cabo de unos segundos se encontraba exhausto.

Ahí tienes una primera conclusión para tu estudio, dijo Sergio a Nora, que empezaba a sospechar que el joven librero era peligroso para su estabilidad emocional. Creía que lo tenía todo controlado, pero tal vez se equivocase. Sólo faltaba que también viera a Sergio como un pirata valiente y atractivo, de esos que salían en las películas en blanco y negro de la televisión de su infancia.

En realidad el futuro son esos niños…, insistió el pintor señalando a la calle y recuperando las fuerzas. No lo saben, pero están jugando a algo extremadamente complicado, y no lo digo sólo por la novela de Cortázar y todas las interpretaciones que se han hecho de ella. Desde que somos pequeños, queremos llegar a ese cielo que nos han prometido sin explicarnos las reglas. El tiempo corre muy despacio en la infancia, incluso en la juventud, y cuando empiezas a darte cuenta desaparece. Sólo conozco la eternidad de los libros, que es cuando el tiempo se detiene y vives el de los demás. Es una forma de convertirse en inmortales, aunque sea a través de unas simples páginas de papel.

La profesora buscaba algo de coherencia y verosimilitud en las palabras de un tipo que se parecía a Jesucristo y otro que, por lo visto, prefería estar en las nubes. Tal vez le sirvieran para su investigación. Amorós y los becarios creían que la novela no desaparecería nunca, pero no aportaban soluciones a su crisis. Los libreros con los que había hablado no pasaban de llevarse las manos a la cabeza y decir que todo era un desastre; el problema era tanto de creación de novelas como de soporte. En cuanto triunfara el mercado literario sin papel, su librería tendría que cerrar, le dijo el último antes de ponerle el ejemplo de Obabak, un espacio de Internet donde cualquiera podía publicar gratis sus libros, y al precio que quisiera. En tres años Obabak había publicado más de cincuenta mil títulos. Ante todo ello, ¿quién sería el guapo que querría seguir vendiendo novelas? Con la posible eliminación de la cadena de distribución, tanto los derechos de autor como el modelo de negocio estaban en peligro. ¿Existiría alguna forma de luchar contra la cultura de lo gratuito?

El hombre siempre ha pretendido ser dios…, dijo el pintor, y tanto Sergio como Nora se echaron a reír. Ninguno de los tres somos escritores, balbuceó Sergio. Pero sabemos convertirnos en inmortales, se encogió Miguel Ángel de hombros. Aunque al despertar comprobemos nuestra insignificancia, digo Nora jugando con una miga de pan. Y terminemos con los pies por delante, añadió Sergio.

Ante ellos se presentó un sujeto maduro de gran bigote, cicatrices a cada lado de la cara y pelo fino, negro y brillante como la tinta, que le daban aspecto de personaje de tebeo. Su familia no podía salir de Cuba, y a él no le dejaban regresar. Eso sí que era surrealismo latinoamericano, aseguró Miguel Ángel con ironía, y no las obras de los pobres pintores que, como él, se morían de hambre.

Sergio le sirvió un vino. Raúl Torres se acercó el vaso a los labios y bebió con ganas, y hasta derramó unas gotas.

Su vida estaba vacía, dijo con un tono que a Nora le pareció excesivamente teatral. En su país no existía libertad. Era su tierra, y la amaba, pero desde hacía muchos años Cuba había perdido la magia, la música, la sensualidad. Era un cementerio…, y todos lo sabían tan bien como él.

Miró a Nora de arriba abajo, como si dudara de su presencia entre ellos.