Índice

  1. Advertencia
  2. Prefacio
  3. Introducción
  4. I. A propósito de la «idea de Europa» y del «hombre europeo»
  5. II. La mentalidad especulativa de Grecia como primer fundamento de Europa
  6. III. Las primeras formas de ciencia en Grecia
  7. IV. El descubrimiento del hombre y el «cuidado del alma»
  8. V. Del cosmocentrismo al antropocentrismo: el concepto de hombre
  9. VI. El Cristianismo como base de la espiritualidad europea
  10. VII. La revolución científico-técnica y sus perversas consecuencias
  11. VIII. Reflexiones finales
  12. Índice de nombres
  13. Notas
  14. Información adicional

Cubierta

Giovanni Reale

RAÍCES CULTURALES
Y ESPIRITUALES DE EUROPA

Por un renacimiento del «hombre europeo»

Traducción de: María Pons Irazazábal

Herder

La virgen Europa. Un mapa simbólico

La figura de la joven representa una personificación de Europa. Se trata de la reproducción de una xilografía bohemia del siglo XVI, cuyo título es Europa. Prima pars Terrae in forma virginis, que encontré en Praga en la biblioteca del monasterio de Strabov. También puede verse en una elegante reproducción, e incluso en tarjeta postal.

La xilografía aparece en la obra de Henrik Bünting, Itinerarium Sacrae Scripturae, Praga 1592, en las páginas 18-19.

En el reverso de la página sobre Bohemia se lee: «El reino bohemio en su conjunto parece una moneda de oro, o un collar redondo o una medalla unida al collar de oro o a la cinta de seda del río Rhin y de la Selva Negra unida a la región renana».

Las investigaciones llevadas a cabo por los bibliotecarios han permitido llegar a la conclusión de que esta figura reproduce la creada por Johannes Putsch (Bucius 1516-1542), nacido en Innsbruck, e impresa por vez primera en París en 1537.

Esa figura fue reproducida posteriormente muchas veces, no sólo en la reedición de la obra de Bünting sino también en la obra Cosmographia de Sebastian Münster.

Los autores que se han encargado de la publicación de la reproducción de la xilografía observan un hecho curioso: entre 1516 y 1628, a lo largo de las distintas reproducciones, «la virgen Europa envejece; en efecto, se parece cada vez más a una reina majestuosa y cada vez menos a una virgen».

Para comprender plenamente la belleza y el carácter alusivo de la imagen, hay que darle un giro a la izquierda de noventa grados (es decir, de un ángulo recto). De este modo se verá cómo la virgen recuerda realmente la forma de Europa: el brazo izquierdo se convierte en la bota de Italia, la cabeza ocupa la posición geográfica de España, el brazo derecho señala los países nórdicos, mientras que Bohemia siempre se mantiene en el centro.

ADVERTENCIA

En el momento en que entregaba este volumen, listo ya para la imprenta, se dio a conocer el borrador de la Constitución europea, con el «preámbulo» del que todos los periódicos del 29 de mayo de 2003 dieron amplia información, acompañado de vivas discusiones que se prolongaron durante varios días.

Mientras estaba redactando este libro tuve conocimiento previo de la totalidad del material contenido en los distintos títulos del borrador, pero no del preámbulo que, en su redacción actual, constituye una novedad. Y precisamente sobre el contenido de dicho preámbulo creo necesario hacer algunas breves consideraciones en esta «Advertencia», puesto que sorprendentemente ese preámbulo contiene notables lagunas, y revela además una inspiración puramente «burocrática» y «aséptica», con un fondo estructuralmente «relativista» y, por tanto, esencialmente «nihilista», oculta por una engañosa máscara, dorada en apariencia, pero en realidad de baja ley.

Ese preámbulo confirma, a mi entender, la necesidad de llamar la atención de los lectores acerca de los puntos clave a los que el presente volumen está dedicado, ya que parece que son ampliamente desconocidos, o poco entendidos desde el punto de vista históricohermenéutico: 1) para entender qué es Europa hay que comprender a fondo cuáles han sido sus raíces culturales y espirituales; 2) además de la necesidad de crear una «Constitución europea», se impone la necesidad de re-crear un nuevo «hombre europeo», con las consecuencias que todo esto implica; 3) una Constitución se puede y se debe renovar y reconstruir, pero sólo podrá hacerse de forma provechosa si se prepara espiritualmente al «constructor»; 4) no es la Constitución la que crea al ciudadano sino al revés, es el espíritu del ciudadano (y el espíritu de sus representantes) el que crea la Constitución y la hace eficiente; la recuperación del valor del hombre como «persona» es imposible si se separa al hombre de un Valor supremo del que depende.

No pretendo entrar aquí en cuestiones de carácter político o técnico, sino que prefiero concentrarme en los conceptos expresados en el «preámbulo», a fin de poner de relieve los considerables «agujeros negros» que presentan.

Al comienzo se cita el siguiente texto de Tucídides: «Nuestra constitución es llamada democracia porque está en manos no de una minoría sino de todo el pueblo». Si se considera aisladamente, suena bien; pero en el contexto originario no tiene el mismo significado universal y fuerte («democracia», en la acepción que tiene en el libro II de las Historias de Tucídides, no equivale a «libertad»), y por tanto habría sido mejor elegir otra frase epigráfica (como ha destacado Luciano Canfora en una nota publicada en el Corriere della Sera del 29 de mayo de 2003).

También resulta desconcertante lo que se dice acerca de los valores de referencia, cuya enumeración parece seguir un procedimiento «fragmentario»: «Europa es un continente de civilización; sus habitantes han desarrollado en él los valores del Humanismo: la igualdad, la libertad, el respeto de la razón, inspirándose en la herencia cultural, religiosa y humanística de Europa, alimentada ante todo por la civilización grecorromana y más tarde por la filosofía de la Ilustración, que fijaron en la sociedad la percepción del papel central de la persona humana y del respeto al derecho».

Como muchos han destacado inmediatamente, no hay ninguna referencia al cristianismo, que –como veremos a lo largo de la presente obra basándonos en una documentación precisa– ha sido el eje de sostén espiritual del que nació y a partir del cual se desarrolló Europa.

Se alude a una «herencia religiosa», aunque se inserta entre la apelación a la herencia «cultural» y «humanística», por un lado, y la afirmación de que ha sido alimentada por la civilización grecorromana y por la «filosofía de las luces», por el otro. Mediante este procedimiento «fragmentario» se efectúa una «fusión» de elementos muy diferentes entre sí y se crea, por consiguiente, una notable «con-fusión».

En L’incidente del futuro, Paul Virilio llama la atención acerca de un hecho muy significativo: «Tenemos también muy presentes las maniobras del primer ministro francés, Lionel Jospin, que telefoneaba al presidente de la Convención europea, Roman Herzog, para declarar inaceptable la referencia a la herencia religiosa de Europa en la Carta de los derechos fundamentales (nota de la Agencia europea del 14 de septiembre de 2000)».

A esta noticia, suficientemente elocuente por sí misma, Virilio añade un comentario mordaz: «[…] la víspera de la celebración cristiana de Todos los Santos, en nuestras escuelas [scil. francesas] se celebra Halloween, con su cortejo de espectros, diablos y brujas… y algunos llegan al punto de proponer la supresión de la fiesta y de las celebraciones de Navidad a cambio de esta mascarada comercial de la que Satan is the only God!».

En una entrevista publicada por el Corriere della Sera el 13 de mayo de 2003, Giscard d’Estaing, para justificar la falta de referencia al cristianismo, precisa que en el preámbulo «se alude a la religión» y añade que «muchos rechazaban incluso esa alusión».

¡De modo que la referencia a la religión –por otra parte, mal ubicada– incluso había sido rechada por muchos! ¿Acaso lo que deseaban éstos era proponer un refinado ateísmo de Estado?

Ni siquiera se sostiene la posterior precisión de Giscard d’Estaing. En efecto, Giscard afirma que no podía hacerse una mención expresa del cristianismo «porque en ese caso también deberíamos mencionar las otras religiones presentes en el continente, desde el judaísmo al islam». Ahora bien –al margen de que la tradición cristiana es en muchos aspectos judeocristiana– el mensaje sobre el que se ha construido y desarrollado espiritualmente Europa es precisamente el mensaje cristiano: el papel que pueda y deba tener el islam en la futura Europa exigiría un discurso diferente y una alusión diferente.

A lo largo de la presente obra veremos en qué sentido y en qué medida se puede y hasta se debe decir que, sin el cristianismo, Europa no habría nacido y no sería ni siquiera imaginable. Veremos cómo T. S. Eliot demuestra que incluso las obras de Voltaire y de Nietzsche serían impensables e incomprensibles en el ámbito de una cultura que no fuera la cristiana.

La falta de este reconocimiento es uno de los mayores «agujeros negros» del preámbulo del borrador de la Constitución de la Unión Europea; puede decirse, por tanto, que ese silencio equivale en cierto modo a la orden: «Europa, ¡desconócete a ti misma!».

En el borrador de la Constitución tampoco aparece el nombre de Dios, aunque no cabe pensar que pudieran surgir objeciones ni oposiciones categóricas a la mención de Dios por parte judía o islámica, puesto que ambas religiones son monoteístas, al igual que la cristiana.

Gaspare Barbiellini Amidei –en un artículo de fondo publicado en el Corriere della Sera el 31 de mayo de 2003– escribe con una fina ironía de inspiración claramente socrática: «No pronunciarás el nombre de Dios en vano. Tal vez el débil ensayo de Constitución de la Unión Europea hace suyo el mandamiento de Moisés y del Nuevo Testamento y silencia las raíces judías y cristianas de nuestro continente. O al menos al final de una triste y larga polémica podrá parecer incluso que creemos que así ha sido, si finalmente el padre constituyente puede superar la frialdad de su tardía Ilustración».

Precisamente es significativa la alusión a la «Ilustración», que aparece al final del pasaje citado y en el preámbulo. En efecto, afirmar, como se hace en el borrador de la introducción de la Constitución, que «la herencia cultural, religiosa y humanística de Europa» ha sido «alimentada ante todo por la civilización grecorromana» y más tarde por la «filosofía de la Ilustración, que fijaron en la sociedad la percepción del papel central de la persona humana y del respeto al derecho…», significa caer en esa «con-fusión» de la que hablaba antes, que revela ese «relativismo» nihilista subyacente. Reunir y fundir el componente «religioso-(cristiano)» con la «filosofía de la Ilustración» significa confundir las diferencias estructurales que existen entre dichos componentes, cuyo encuentro fue en muchos aspectos positivo, pero sólo sobre la base de vínculos dinámico-relacionales, de antítesis dialécticas bastante complejas.

En efecto, la imposición de la Diosa Razón como auténtica «Divinidad del futuro» por parte de la Ilustración tuvo consecuencias engañosas de gran alcance. Todo el mundo debería haber entendido ya –y lo veremos varias veces a lo largo de la presente obra– cómo y hasta qué punto la Razón al «autodivinizarse» llega en muchas ocasiones hasta el límite de la locura. El «fundamentalismo racionalista» es tan peligroso como los «fundamentalismos fideístico-religiosos».

En concreto, cuando el redactor del prólogo del borrador de la Constitución alude al concepto de «persona» y lo presenta en esos términos, demuestra ignorar que dicho concepto es una creación del pensamiento judeocristiano, tal como podrá deducirse de la abundante documentación que presento a continuación. Para los griegos, como veremos, el hombre no era la realidad natural más importante (la concepción más común de los griegos era «cosmocéntrica» y no «antropocéntrica»; los elementos de «antropocentrismo» que aparecen en los estoicos, según Max Pohlenz, eran de inspiración judía, introducidos por el fundador Zenón, que era justamente de origen judío). Con el racionalismo se pasa paulatinamente del concepto de «persona» al concepto de «individuo», mucho más restringido; y esto explica por qué hoy en día el auténtico concepto de persona ha caído en el olvido y predomina una forma de «individualismo» llevada hasta el extremo, con una serie de consecuencias que comentaremos.

De modo que no se puede afirmar que la «filosofía de la Ilustración» haya sido un elemento significativo y determinante a la hora de fijar en la sociedad «la percepción del papel central de la persona humana»; en cambio, sí ha contribuido a introducir y fijar en la sociedad el concepto de «individuo» y, por tanto, el «individualismo».

Es sorprendente observar también que no existe ni la más mínima referencia a la «revolución científico-técnica», que constituye la característica más importante de la Europa moderna y contemporánea, y que en ciertos aspectos puede ser considerada con razón «la única revolución que realmente merece ese nombre», según palabras de Hans-Georg Gadamer.

Gadamer observó también, en un pasaje que comentaremos más adelante, pero que conviene anticipar ahora porque demuestra todas las limitaciones del preámbulo: «Si nos preguntamos por el papel de la ciencia en el futuro de Europa, habrá que partir de un presupuesto cuya evidencia es para mí incontestable, es decir, que es precisamente la ciencia la que define la identidad europea como tal. La ciencia ha dado forma a Europa en su devenir histórico y en su extensión geográfica. Eso no quiere decir obviamente que otras culturas no hayan obtenido resultados importantes y sólidos en determinados sectores del conocimiento científico […]. No obstante, puede decirse que sólo en Europa la ciencia ha creado un modelo cultural autónomo y hegemónico, y de forma muy evidente a partir de la Edad Moderna. Desde que el camino de la revolución científico-técnica se extendió a todo el planeta, el papel de guía de la ciencia a decir verdad no se ha limitado estrictamente a Europa, pero en todas partes la investigación científica, la enseñanza escolar y la universitaria se remiten siempre al modelo europeo. Se trata de una afirmación totalmente independiente (téngase bien presente) de cualquier juicio de valor acerca de las perspectivas de una humanidad expuesta al dominio de la ciencia y de sus aplicaciones tecnológicas».

Esta «revolución» produjo, en efecto, resultados positivos asombrosos, pero también efectos colaterales negativos, de los que deriva hoy en día toda una serie de problemas y dificultades que no pueden ser ignorados, ya que son determinantes para la futura Europa. Y es precisamente de los efectos (positivos y negativos) derivados de esa «revolución» de donde nacen los problemas más complejos, sobre todo para la formación de los jóvenes de hoy, ya que el hombre, gracias a la nueva ciencia y a la nueva técnica, cada vez es más capaz de producir «cosas» y cada vez es más incapaz de conocerse y ocuparse de «sí mismo».

En sintonía con la «filosofía de la Ilustración», el hombre, hijo de la «revolución» de la ciencia y de la técnica, tiende de forma indiscriminada al «progreso» y al «futuro», y olvida el presente, o intenta huir de él como huye de sí mismo.

Veamos un pasaje de Virilio procedente de la obra mencionada L’incidente del futuro que, bajo las expresiones violentas y provocadoras, oculta una verdad incuestionable:

Si, como se dice, el futuro atormenta al hombre, la ideología de un Progreso totalitario ha pretendido liberar preventivamente a la Humanidad de este fardo congénito. Para el totalitarismo científico el futuro es propaganda, porque la propaganda es propaganda fidei –la difusión de la fe– y el progreso no es más que una desorientación mística, la desenfrenada activación de una fuerza de repulsión y de expulsión física del hombre fuera de aquella Creación divina que antes, y en todas las latitudes, había representado para él el inicio de toda realidad. ¡AVANZAR equivaldría a ACELERAR! Tras la superación del geocentrismo tolemaico y la deslocalización copernicana de las «verdades eternas» llegaría el incremento exponencial de arsenales técnico-industriales que privilegian la artillería y los explosivos, pero también la relojería, la óptica, la mecánica… Cosas todas ellas necesarias para la eliminación del mundo presente. Aceleración de una Historia dromológica y de su carrera ya no hacia la UTOPÍA sino hacia la UCRONÍA del tiempo humano. Tras el siglo de las Luces, vendría por tanto el de la velocidad de la luz, y luego, el de la luz de la velocidad, el nuestro.

El hecho de que no se mencione para nada la «revolución científica» en el prólogo de la Constitución representa, por tanto, un «agujero negro» realmente notable.

Los periódicos del 14 de junio de 2003 publicaron el texto del borrador de la Constitución con las correcciones que entretanto se habían ido introduciendo. Se había suprimido la alusión a la filosofía de la Ilustración, que había sido objeto de muchas críticas, pero en su conjunto el preámbulo no había sido mejorado y seguía sin incluir referencia alguna al cristianismo. La nueva redacción del preámbulo es la siguiente:

Conscientes de que Europa es un continente portador de civilización, de que sus habitantes, llegados en oleadas sucesivas desde los albores de la humanidad, en ella han desarrollado progresivamente los valores que constituyen la base del humanismo: igualdad de los seres humanos, respeto a la razón; Inspirándose en los legados culturales, religiosos y humanísticos de Europa que, con su presencia constante en su patrimonio, han fijado en la vida de la sociedad su percepción del papel central de la persona humana, de sus derechos inviolables e inalienables y del respeto al derecho; Convencidos de que Europa, unificada ya, pretende seguir este camino de civilización, de progreso y de prosperidad para el bienestar de todos sus habitantes, incluidos los más débiles y necesitados, de que desea seguir siendo un continente abierto a la cultura, al conocimiento y al progreso social, de que desea profundizar en el carácter democrático y transparente de su vida pública y trabajar a favor de la paz, de la justicia y de la solidaridad en el mundo; Convencidos de que los pueblos de Europa, aun sintiéndose orgullosos de su identidad y de su historia nacional, están decididos a superar las antiguas divisiones y, unidos cada vez más estrechamente, a forjar su destino común; Seguros de que, «unida en su diversidad», Europa les ofrece las mejores posibilidades de continuar, respetando los derechos de cada uno y con la conciencia de su responsabilidad frente a las generaciones futuras y frente a la Tierra, la gran aventura que la convierte en un espacio privilegiado de la esperanza humana […].

En mi opinión, las observaciones de Romano Prodi acerca de la falta de referencias al cristianismo son totalmente compartibles: «Supone negar 1500 años de civilización. Mejor ningún texto que éste. Es preferible el silencio sobre todo nuestro pasado que una mentira» (texto publicado en La Repubblica del 14 de junio de 2003).

En general, la impresión que se obtiene de la lectura del borrador del preámbulo de la Constitución en sus dos primeras redacciones, es que los redactores se han movido en el interior de la «caverna» platónica como «funcionarios» y «euro-tecno-burócratas», y que sólo han percibido débiles reflejos de la luz que se filtra desde fuera. Lo que en dicho preámbulo se presenta e incluso la forma en que se presenta recuerdan lo que escribe Ionesco en un pasaje que leeremos en su totalidad en el capítulo octavo: «Los hombres giran alrededor de su jaula que es la tierra, porque han olvidado que se puede mirar el cielo».

Pero existe además otro tipo de «jaula», perfectamente definida por María Zambrano: los hombres occidentales han hecho lo imposible por conseguir esa ilusoria «seguridad» que nace de la transformación del racionalismo poscartesiano en una «fe». Se trata de ese tipo de seguridad «en la que ha vivido el europeo culto como en un sueño sostenido por la razón, del que puede despertarlo no la tragedia sino la catástrofe».

Evidentemente, se podrán hacer posteriores correcciones e introducir añadidos al borrador de la Constitución y a su desafortunado prólogo; pero lo que hasta ahora se ha examinado sigue siendo en todo caso muy significativo. De hecho, las correcciones añadidas al preámbulo y las que puedan introducirse en adelante a modo de conclusión del trabajo corren el riesgo de no ser más que «piezas» colocadas en el último momento para tapar los «agujeros negros» que han aparecido. Todo esto indica la necesidad, en la que insistiré a lo largo de toda la obra, de hacer que renazca un nuevo «hombre europeo» y, por tanto, la «Idea de Europa» espiritual que está ausente en el borrador de la Constitución.

En un artículo titulado «La Europa débil en salsa francesa», publicado en La Repubblica el 1 de junio de 2003, Eugenio Scalfari, aunque hace algunas consideraciones sobre el preámbulo que no comparto, llega a conclusiones que me parecen muy sabias: «Dicho esto, estas menciones pueden mantenerse incluso implícitas, porque los grandes acontecimientos culturales están escritos en la historia de los pueblos y no necesariamente en las cartas constitucionales. A nosotros, europeos modernos, nos basta con que estén escritos en esa carta los derechos del hombre y del ciudadano europeo. De dónde vienen lo sabemos todos y aunque se niegue puede seguir sosteniéndose sin reparos porque son precisamente esos derechos los que lo garantizan».

Es por eso por lo que considero necesario el renacimiento de un nuevo «hombre europeo», y estoy convencido de que este renacimiento podrá producirse, no en la carta constitucional sino sólo en el espíritu y en el corazón del hombre, mediante la «anamnesis» de los fundamentos culturales y espirituales de los que surgió Europa, y que poco a poco han ido cayendo en el olvido. Sólo así el hombre europeo adquirirá de nuevo esa «densidad espiritual» que puede sostener y mejorar la Constitución.

De no ser así, deberemos decir realmente que Europa «se desconoce a sí misma», y que aquello hacia lo que nos dirigimos resultará ser otra cosa, porque se habrá perdido el pasado «espíritu de Europa».

Mi postura es claramente opuesta no sólo a la de los «euroescépticos» y «eurocínicos» sino también a la de los europeístas muy dudosos, que ponen entre paréntesis y en suspenso su asentimiento y su compromiso. No obstante, estoy convencido de que en este momento nos encontramos en una posición que entraña muchos peligros, graves y amenazadores. Ahora bien, tal como veremos al final de la obra, también estoy profundamente convencido, con Hölderlin, de que precisamente en una situación de peligro surge «lo que salva».

En una Exhortación apostólica promulgada el 28 de junio de 2003, que lleva por título Ecclesia in Europa, Juan Pablo II escribe: «Europa tiene necesidad de un salto cualitativo en la toma de conciencia de la nueva herencia espiritual. Ese impulso sólo puede proceder de una atención renovada al Evangelio de Cristo. Corresponde a todos los cristianos trabajar para satisfacer esta hambre y sed de vida».

Retomando una antigua frase, me parece que puede y hasta debe decirse: «¡Europeos, podréis llegar a la meta que os habéis propuesto, sed longa vobis manet via!». Todas las realidades naturales nacen, crecen y finalmente perecen, incluso las más grandes. La propia Europa llegará un día al fin de su historia. Sin embargo, los «agujeros negros» del preámbulo de la Constitución me parece que son síntomas de crisis, más que de muerte. Retocando apenas un verso de Virgilio, estoy dispuesto a hacer este pronóstico: Europa, tibi tum longe maneat pars ultimae vitae, al menos hasta que hayas convertido en realidad todas las potencialidades de la gran idea que has creado.

Giovanni Reale

Milán, junio de 2003

El problema de querer ser europeo está planteado. ¿Dónde hallar la voluntad de tener esta voluntad, si no es en el querer vivir frente a la Nada? Jaspers tenía la esperanza de «que Europa buscara la salvación en su impotencia». Digamos más bien que habría que poder cambiar lo que provoca impotencia en lo que provoca voluntad. Paradójicamente, es la amenaza infinita, susceptible de causar la muerte de Europa antes de que nazca, la que le da tal vez su primera ocasión de existir.

Edgar Morin

Europa no está muerta, Europa no puede morir del todo; agoniza. Porque Europa es tal vez la única cosa en la historia que no puede morir del todo, la única cosa que puede resucitar. Este principio de resurrección será también el de su vida y de su transitoria muerte.

María Zambrano

PREFACIO

Nunca y en ningún lugar los simples tratados han creado una comunidad, a lo sumo la reflejan.

Max Scheler

No se puede construir una casa común europea sin tener una idea de Europa acorde con sus identidades.

Paul Michael Lützeler

Este libro nace a partir del informe presentado, junto con el cardenal Paul Poupard y el filósofo Vittorio Mathieu, el 20 de junio de 2002 en la Sala Protometeca en el Campidoglio, en presencia del Presidente de la República Carlo Azeglio Ciampi, en la ceremonia inaugural del congreso europeo titulado «¿Hacia una Constitución europea?».1

En el informe, publicado en las actas del congreso,2 forzosamente tenía que proceder de forma braquilógica, con alusiones, remisiones y muchos sobreentendidos. En la obra que ahora presento explico in extenso esas alusiones y remisiones, y desarrollo los conceptos sobreentendidos, con una serie de añadidos, nuevas argumentaciones y profundizaciones.

Al redactar estas páginas no he podido evitar hacer referencia a la exposición de muchas cuestiones presentadas en otros trabajos míos y reproducir algunos fragmentos ad litteram, aunque planteados en función de otro objetivo, con una nueva mirada desde la perspectiva de la finalidad específica que se persigue aquí. El lector que ya conoce esos pasajes podrá pasarlos rápidamente, aunque en cualquier caso habrá que repensarlos en función de la consideración exigida por el objetivo que persigue el presente volumen.3

La finalidad del congreso era plantear los problemas que la preparación de una Constitución europea necesariamente implica. La presente obra aspira a un objetivo más amplio, y pretende llamar la atención no tanto sobre la «Constitución europea» en particular, que está ya prácticamente terminada, como sobre la reconstrucción de la identidad del ciudadano europeo en general, teniendo siempre presente la que fue y debería seguir siendo la «idea de Europa». En otras palabras, pretendo esbozar los rasgos espirituales que debería poseer un ciudadano que viva y actúe al amparo de dicha Constitución, prescindiendo de la estructura y del alcance ontológico y ético que los redactores le han otorgado.

Estoy profundamente convencido de la verdad de las palabras de Max Scheler: «Nunca y en ningún lugar los simples tratados crean por sí solos una verdadera comunidad [Nie und nirgends stiften blosse Rechtsverträge allein wahre Gemeinschaft]»; en efecto, «a lo sumo la reflejan [sie drücken sie höchstens aus]».4 Una comunidad tiene raíces culturales y espirituales que van más allá de los principios racionales puramente abstractos y de la dimensión de las leyes jurídicas y económicas. Una Constitución corre el peligro de no ser más que una construcción «geométrica» artificial si no hace referencia a un sujeto que, más allá de todas las diversidades, posea una unidad espiritual de fondo.

La afirmación de Scheler podría ser interpretada en el sentido de que la Constitución europea, al tener características predominantemente funcionales y poseer, por tanto, un alcance cultural, espiritual y moral limitado, sería la prueba de que la «idea de Europa» en el sentido originario se ha desvanecido y que Europa apenas es un nombre vacío sin concepto. También podría pensarse que, junto con «la idea de Europa», se ha desvanecido asimismo la figura del «hombre europeo», en la medida en que la Constitución no refleja su identidad precisa.

Éste es el auténtico problema de fondo: prescindiendo de la Constitución, ¿puede hablarse de un «hombre europeo» y, por tanto, de su posible renacimiento? La nueva Europa (que hoy contempla veinticinco países y que en un futuro está destinada a ampliarse aún más) ¿no corre el riego de reducirse a un «mosaico», compuesto de «piezas» yuxtapuestas, sin un diseño unitario preciso?

Ya en 1918 Hermann Broch escribía en la tercera parte de Los sonámbulos: «Pero el hombre, el hombre, en otro tiempo imagen de Dios, espejo del valor universal del que era portador, ya no es tal; y aunque tiene todavía una vaga idea del antiguo refugio, y se pregunta qué lógica se le impone y le trastorna el juicio, el hombre, expulsado al horror del infinito, aunque se estremece y, lleno de romanticismo y de sentimentalismo, añora nostálgicamente la protección de la fe, se encuentra perdido en el engranaje de valores que se han vuelto independientes, y no le queda más remedio que someterse al valor singular que se ha convertido en su profesión, no le queda más remedio que convertirse en una función, profesional devorado por la lógica radical en cuyas garras ha caído».5 Como todos sabemos, a lo largo del siglo XX las cosas empeoraron notablemente.

Aunque considero cierta la opinión de Broch, comparto las afirmaciones de Walter Lippmann a propósito de los tiempos inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial: «Hubo corruptos e incorruptibles. Hubo alucinaciones y hubo milagros. Se dijeron enormes mentiras; pero hubo hombres dispuestos a desenmascararlas. Es un estado de ánimo, y no un juicio, afirmar que lo que es cierto de algunos no pueda ser verdadero de un número mayor y suficiente de hombres. Se puede perder la esperanza en aquello que nunca ha existido; se puede perder la esperanza de tener tres cabezas, aunque Shaw se negara a perder la esperanza incluso en eso. Pero no se puede perder la esperanza en la posibilidad de que podrían existir gracias a una cualidad humana cualquiera de las manifestadas ya por los seres humanos. Y si en medio de todos los males de este decenio no hemos visto a hombres y mujeres, ni hemos pasado por momentos que quisiéramos ver multiplicados, ni siquiera el Señor puede ayudarnos».6

Y veamos lo que escribe Ernst Jünger al final de la Segunda guerra mundial: «Pues bien, ha llegado la hora de la unificación, y con ella también la hora en que Europa se funde a sí misma en el matrimonio de sus pueblos, se dote de soberanía y de Constitución. La aspiración a esta unidad es más antigua que la corona de Carlo Magno, y sin embargo nunca fue tan ardiente y tan apremiante como en nuestros días. Estaba viva en los sueños de los césares y en las grandes teorías con que el espíritu anhelaba plasmar su propio futuro, sin embargo para su realización no sólo se requieren voluntad e inteligencia. Solamente la experiencia puede obligar al hombre a realizar lo que es necesario».7

Creo que hoy en día es precisamente la experiencia la que nos obliga a realizar lo que por muchas razones se impone ya como necesario: construir la nueva Europa, como preveía Jünger proféticamente hace medio siglo. Pero estoy convencido de que la «unidad de Europa» es necesaria no sólo en sentido jurídico, económico y político, sino también y sobre todo en sentido espiritual.

«No se puede construir una casa común europea sin tener una idea de Europa acorde con sus identidades»,8 se lee en el pasaje de Lützeler que he elegido como segundo epígrafe de este prefacio. Podríamos reformularlo de la siguiente manera: «No se puede construir una casa común europea sin reconstruir no sólo la idea de Europa, sino también y sobre todo la idea del hombre europeo acorde con sus identidades».

Hoy más que nunca emerge la profundidad de la intuición platónica: el Estado no es más que una imagen reflejada y agrandada del alma del hombre, puesto que el verdadero Estado se construye in primis et ante omnia en el interior del hombre, en su alma.9 Así pues, la «casa europea» no puede construirse de forma adecuada si no se construye en el alma misma del «hombre europeo». En otras palabras, la «casa europea» no puede subsistir si no es y no se siente «europeo» quien debe habitarla.

De ahí la necesidad de una reflexión de carácter filosófico sobre la «idea de Europa» y del «hombre europeo», de un análisis «político» no en la acepción restringida del término, sino en la acepción más amplia, griega, «platónica», que revela una naturaleza predominantemente cognoscitiva.

Como ya se ha dicho, el objetivo de estas páginas es aclarar cómo nació y se constituyó Europa, a fin de ayudar al «hombre europeo» a «conocerse a sí mismo» y, por tanto, a «renacer». A tal efecto, he intentado sacar a la luz algunos elementos esenciales a menudo tan sólo aludidos, cuando no ignorados, o en cualquier caso minimizados en su alcance. En concreto, he intentado dar la importancia justa no sólo a los grandes fundamentos culturales y espirituales que han dado vida a la «idea de Europa», sino también a los motivos que han determinado su «olvido». Además, he pretendido trazar un cuadro global de las «contraindicaciones», o más bien de los efectos colaterales negativos, que acompañan a los efectos evidentemente positivos derivados de la gran «revolución científico-técnica» de la Edad Moderna y Contemporánea, que constituye una de las características más significativas de Europa, y que desde Europa se extendió al mundo entero. Veremos que estos efectos colaterales han contribuido de modo diverso a encerrar a los hombres de hoy en la «caverna» platónica.

A fin de distinguir esa «compleja identidad» de la «idea de Europa» y del «hombre europeo» que se esconde bajo un espíritu que puede parecer en muchos aspectos «evanescente y aséptico»,10 he creído oportuno llamar la atención sobre algunos textos clásicos fundamentales, que se refieren a esas «raíces culturales y espirituales» que constituyen los rasgos esenciales de esa «compleja identidad». Reproduzco esos textos en letra más pequeña para diferenciarlos gráficamente, con objeto de invitar al lector a leerlos con atención, y hasta a releerlos y a meditarlos a fondo para recuperar su sentido originario.

Ya a partir de la «Introducción», donde trazo un cuadro completo de los problemas que trataré de forma analítica en los capítulos posteriores, apuntando anticipadamente posibles soluciones, reproduzco también numerosos textos modernos y contemporáneos, e in extenso, cuando las ideas expresadas por sus autores se imponen, a mi juicio, como un punto de referencia sólido para la discusión. Estos textos, a diferencia de los de los autores antiguos, están reproducidos en tamaño normal, porque están estrechamente relacionados con la tesis que defiendo, o coinciden con ella o la refuerzan dialécticamente. Esos textos fueron escritos mucho antes de que surgiera cualquier debate sobre una Constitución europea, pero hoy en día se imponen por su valor intrínseco. En efecto, no sólo pueden servir para interpretar críticamente la naciente Constitución europea, sino que pueden mostrar de qué modo podrá ser mejorada en el futuro. Con este procedimiento he pretendido dar a mi discurso un alcance «polifónico» o, mejor dicho, una dimensión de muchas voces, es decir, «coral». Para ello he intentado que surja la idea de fondo de la presente obra, esto es, dar a entender cómo lo que hasta ahora se ha alcanzado desde un punto de vista pragmático y legislativo con el objeto de construir la «nueva Europa» sólo podrá sostenerse y dar frutos si nace un nuevo «hombre europeo».

La Constitución europea podrá y hasta deberá ser modificada en cuanto se ponga de manifiesto su fragilidad. Tiene razón Jürgen Habermas cuando afirma que una Constitución puede entenderse de forma dinámica, esto es, como «un proyecto histórico que cada generación hace avanzar».11 Y también tiene razón Hermann Glaser cuando observa que la integración europea y, por tanto, la Constitución que la regula, ha de entenderse como una «obra»,12 como «una casa en continua construcción». Pero para esa «construcción» debe formarse, in primis et ante omnia, el «constructor», «el hombre europeo», y construir al constructor es la tarea más difícil, pero también hoy en día la más urgente.