Antonio Ortuño

 

 

El jardín japonés

 

 

 

 

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Antonio Ortuño, El jardín japonés

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-553-8

 

© Antonio Ortuño, 2007

© De la fotografía de cubierta: Raúl Jiménez, 2007

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2015

 

 

Voces / Literatura 79

 

 

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A Olivia

 

Ars cadáver

 

Para Juan C. Idígoras

 

Es una pieza notable –dice Ugo con vocecita arrogante de connossieur–. Míralo: es un zapato que encontré en el metro Partenón. Pertenecía a una chica que se arrojó al paso de los vagones cuando supo que no había conseguido plaza en la Universidad. ¿Notas la mancha púrpura en la suela? No, por supuesto que no es sangre, la sangre estaría negra a estas alturas y apestaría. Es acrílico rojo para figurar sangre, es mi toque, ese toque que Éctor no agrega, porque él exhibe las cosas tal como las encuentra, ¿verdad?

Éctor está cruzado de brazos y ofrece un gesto mínimo de fastidio. Es tan delgado como Ugo y resulta arduo diferenciarlos debajo de sus sombras de rimel y sus estrechos ropajes color cobre. Debería distinguirlos, Ugo es mi hermano y Éctor sólo su socio y hace pocos meses que vive en el Taller. Pero no suelo distinguir a los habitantes del Taller en más categoría que quién tiene senos y quién no.

–En cambio –refuta Éctor, y me doy cuenta que lo hace como un nuevo movimiento en el ajedrez de una discusión que antecede mi llegada–, esta calzaleta la encontré en un lugar no especificado. No sé a quién pertenece ni me interesa si fue usada por un pie femenino o uno infantil. Es un objeto en sí mismo, un orbe cerrado al que sólo podemos espiar por la ranura de un compartimento.

–¿Decidiste ponerla en el compartimento? –inquiere Ugo, trabados los dientes y alarmada la voz.

–¿Un lugar no especificado? –digo yo, que soy un poco lento de reacciones.

–No especificado. Jamás diré dónde encontré la calzaleta, porque la estaría cargando de anécdota y despojándola de su individualidad en cuanto a objeto. Y sí, la meteré en el compartimento y tendrán que verla por medio de un telescopio.

–¿Telescopio? ¿Cómo puedes…?

Alguien abre la puerta de madera con violencia, y su cuerpo esquelético anuncia que es Hana, actriz consumada, y su ropa color cobre agrega que es administradora del Taller y novia de Éctor.

–Éctor va a meter la calzaleta al compartimento. Y además va a usar el telescopio –denuncia Ugo en cuanto la ve, con premeditado acento bélico.

Pero a Hana le estremece los hombros un ligero temblor y curva una de sus manos hacia el rostro con ademán desolado.

–Vengan al congelador, vengan, por favor vengan. Húrsula está muerta.

Hana se abraza a sí misma y aprieta los ojos como si fuera a llorar. Éctor y Ugo intercambian una mirada de fatiga. Hana contempla a los dos sujetos vestidos de color cobre que la miran sin aprobación.

–Convicción –dice Ugo–. Te falta convicción. No te creí nunca, ni por un momento.

–No –corrige Éctor–. El problema es que fuiste excesivamente melodramática. Si Húrsula apareciera muerta no podrías llorar ni te pondrías así. Quizá te daría un ataque de risa o quizá escupirías. El subconsciente es materia totalmente impredecible.

Hana se recompone en un instante, enciende un cigarro y cuando se da cuenta de que le estoy ofreciendo un vaso de agua, sonríe durante un largo instante. Su mano es tibia. Ingiere el líquido de un trago.

–No me interesa el realismo –susurra, con la voz ya serena–. Me interesa comprobar las reacciones ante el episodio estético del anuncio de la desgracia. Uno no tiembla ante el hecho mismo, sino ante su narración. Si veo morir a mi madre, me encojo de hombros. Pero si me dicen que ha muerto, me derrumbaré…

Recorro el oscuro pasillo de madera que lleva al sótano donde se encuentra el congelador. Húrsula yace, sin parpadear, bajo las compuertas transparentes de plástico, los brazos cruzados sobre los desparramados pechos, enfundada como una longaniza en sus ropas de color cobre. Húrsula no es bella, pero mi hermano asegura que es buena en la cama.

–No le creyeron a Hana –aviso.

No hace un solo gesto, pero una vena inmensa le salta en la sien y una lágrima cae desde su ojo derecho, descendiendo a lo largo de su fofa mejilla hasta perderse cerca del nacimiento del cuello. Su rostro comienza a descomponerse. Está furiosa.

–¿No vendrán? ¿No vendrán? ¡Pero si llevo todo el día metida en Ars cadáver! –tal es su protesta.

–Lo siento.

–Puedes irte –dice sin abrir los labios.

El Taller es la casa en la que vivíamos cuando éramos chicos, una anticuada mansión que nuestro padre olvidó vender y nuestra madre nunca decidió redecorar. Cuando Ugo entró a la escuela de arte –en la época en que era simplemente Hugo, y Éctor era sólo Héctor y Ana y Úrsula no habían agregado aún las haches iniciales a su nombre–, nuestros padres le propusieron que la utilizara como estudio. Ugo se negó, porque la casa se encontraba en el centro y el centro era una zona devaluada entonces, pero un par de años después volvió a resultar aceptable, y Ugo recapacitó.

Sacamos del desván alfombras, lámparas, muebles y aparatos pasados de moda y decoramos el caserón, necesariamente, en el estilo de la época en que nacimos: cortinas estampadas, tapetes floridos, fotografías enmarcadas sobre las mesas, libros de arte editados por los bancos en los libreros. Ugo invitó a sus amigos para que se instalaran en la casa y, pronto, el Taller contó con una buena cantidad de abonados: artistas, actores, músicos, un hombre de unos cuarenta años que terminó por confesar que era veterinario y no tenía dinero para un alquiler, y un tipo de enmarañada barba que pintaba acuarelas y hacía confusos experimentos con electricidad.

El acuarelista desapareció luego de unos meses –nadie en el Taller lo tenía en la menor estima–, pero dejó como herencia el congelador, una amplia nevera horizontal en la que cabía un cuerpo humano recostado como en un ataúd, que fue bautizada por la comuna como Ars cadáver. Cuando alguno de los habitantes del Taller se cansaba de la tumultuosa vida de la casa, se introducía en Ars cadáver, cerraba la compuerta y meditaba a placer sobre las inco­modidades de la muerte.

La mayoría de los abonados del Taller vivía en la planta baja, aunque se les permitía subir a los salones principales los fines de semana o las noches en que la discusión sobre alguna pieza particular causaba que las frecuentes pugnas entre Éctor y Ugo alcanzaran niveles de violencia notables –verbigracia, la ocasión en que Éctor le arrojó a Ugo un vaso de cocacola e intentó luego hacer que metiera los dedos a un contacto de electricidad.

Formados en dos líneas opuestas de contemplativos (aquellos que no sabían dibujar ni querían aprender) e hipotéticos (aquellos que sabían, pero no les daba la gana ponerlo en evidencia) los habitantes del Taller votaban a favor o en contra de las posiciones de sus líderes. Los hipotéticos, encabezados por Éctor, eran más numerosos, y generalmente salían triunfantes en las votaciones.

Por la mañana, Ugo hace bromas sobre el aspecto desvelado de Éctor y Hana, pero ellos confiesan que no, que anoche estaban tan cansados que no hicieron nada.

–Además, el bote de lubricante estaba vacío. No puedo creer que compráramos un bote de lubricante el sábado y ya no quede nada. Eran tres litros de lubricante –refunfuña Éctor.

Nos reímos de su tacañería: en una casa con media docena de parejas fijas y otras tantas ocasionales, un bote de lubricante tiene tantas posibilidades de sobrevivir como un perro en mitad de un boulevard.

Húrsula aparece un rato después, se niega a compartir el café y engulle uno tras otro cinco panes dulces. No habla sobre su permanencia en el congelador, pero sigue cabizbaja.

–Anoche escuché pasos junto a Ars cadáver –dice al fin–. Tuve miedo.

Éctor masca el cereal con leche con la boca abierta, y Ugo le dirige sin éxito alguna mirada de reproche. Hana ensaya muecas en un espejo de mano.

–Pasos pesados, pasos de hombre –insiste Húrsula.

–¿Estamos interesados? –le susurra Éctor a la caja de cereal–. No, no estamos –agrega, con voz chillante y untuosa de caja de cereal.

Húrsula frunce el ceño cuando le son escupidas las risotadas de toda la plana mayor del Taller.

Por la noche, revolcándome en mitad de dos pesadillas, recibo en la cabeza la imagen de una silueta pesada, torpe, que pisotea la moqueta alrededor de la nevera mientras alguien, refugiado en su interior, suda y se estremece. Abro los ojos. Un rayo parte el cielo nocturno. Escucho crujir la compuerta de Ars cadáver.

El desayuno es una compota gris, que Ugo ha cocinado sólo con ingredientes naturales, y que hemos bautizado como «Menú andrógino». Parece ser que el «Menú andrógino» contiene tapioca y arroz, pero sus vapores marinos, según asegura el puntilloso Éctor, evocan el bajo vientre de una sirvienta no muy aseada.

–El cuerpo no requiere los sabores, sino las sustancias –sostiene mi hermano, sacándose de la boca con toda discreción un imprudente bocado de «Menú» y envolviéndolo en una servilleta de papel.

–Por el contrario, el cuerpo sólo requiere los sabores. Si algo sabe bien, es bueno para el cuerpo. El veneno debe tener un gusto horrible. Como esto –Éctor clava su cuchara en el plato rebosante de «Menú andrógino» y se marcha.

Los gritos de Húrsula llenan la noche. No son gritos de dama en apuros, sino de osa preparándose para morder.

–Juro que oí pasos. Pasos de hombre, zapatos claveteados.

Hana bosteza con la boca muy abierta. Éctor se frota los ojos enrojecidos, y su mano rasca de tanto en tanto su entrepierna. Ugo reconforta a Húrsula llevándosela a la cama.

Sueño que recorro el Taller con una lámpara, en busca de rendijas por donde pudiera entrar el gigante de los zapatos claveteados. Descubro una ventana abierta, en el centro de una habitación blanca e indistinta, por la que fluye el hedor característico de la mierda fresca, el hedor de un sanitario público o de un niño de la calle. Cuando quiero cerrar la ventana, descubro que el monstruo acaba de regresar a la habitación.

–Los sueños son un desequilibrio equilibrado –me dice mi hermano–. Satisfacen las curiosidades de la mente, la llevan a donde quiere ir y uno no la deja.

–Por favor –se queja Éctor, acariciando sus nuevos y aparatosos tirantes rojos con los pulgares–. Darle sentido a un sueño es como acostarse con un pediatra.

Húrsula se come tres panes dulces y Hana practica sus mohínes en el espejo de mano. El gigante no es tal. Sus zapatos son unos mocasiones baratos, con suelas de baqueta que resuenan en la cocina. Es de noche y estamos reunidos, en mitad de un debate sobre el sazón de Éctor para el pescado. El tipo es gordo y no demasiado alto, con una barba enredada que se le mete a las comisuras de la boca. Muestra unos inquietantes colmillos y es obvio que le falta más de un diente. Tiene un revólver en la mano.

–Pero si es el acuarelista, el que hacía los experimentos eléctricos –descubre Hana, quien se ha metido el espejo cuidadosamente por el escote y ha puesto los brazos en jarras en torno a su linda cadera.

–¿El acuarelista? –El gesto de Húrsula demuestra el esfuerzo supremo por recordar algo que preceda a su tratamiento con pastillas.

–Viene por su nevera –maldice Éctor, quien ha perdido el color de la cara y desgarra la carne de su pescado sobre el plato sin llevársela a la boca.

–Pero Ars cadáver es nuestra –opone débilmente Ugo.

El acuarelista es, según toda evidencia, preverbal. Sólo muestra el revólver –símbolo fálico– y los dientes –amago de furia– y se apoya en un pie y en otro alternativamente, como si estuviera por decidir a quién disparar primero.

–La épica no es una opción. La autoironía la ha hecho imposible –reconoce Éctor, un poco sombrío–. No podemos simplemente atacarlo. Ah, si tan sólo mis hipotéticos estuvieran aquí

–El voluntarismo no puede con las pistolas –mi hermano trata de interponer algún otro cuerpo entre el cañón del arma y él mismo y añora de paso a sus contemplativos.

Hana ya ensaya sus últimos gestos, ya acomoda la boca en la mueca final que desea en sus belfos. Húrsula, digna como una ninfa –una ninfa celulítica y rotunda–, alcanza el cuchillo de la mantequilla y se pone de pie y enfrenta al monstruo figurativo que nos ha dado caza. Éctor y Ugo, idénticos en sus ropas color cobre, están rezando a dioses inimaginables. Húrsula levanta el cuchillo y embiste. El acuarelista dispara.

¿Un disparo es un disparo?