Astronautas

adorno

 

Stanisław Lem





Traducción de Abel Murcia 

y Katarzyna Mołoniewicz

 


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La tripulación

Me despertó una fuerte luz. Sobre mi cabeza brillaba un foco espejado. Yo estaba tumbado sobre algo frío y blando. Quise protegerme los ojos con la mano, pero algo me la bloqueaba.

—Calma —dijo una voz.

La cabeza se me iba despejando. Miré a un lado. Tarland, con una bata blanca, se inclinó sobre un carrito. Había en él unos cilindros de cristal y unos aparatos. La luz brillaba en los tubos. Mi brazo izquierdo estaba sobre una almohadilla de goma, en el antebrazo se veía una aguja a la que llegaba un tubito. A través del conducto de cristal que lo unía con el aparato corría un líquido de color rojo pálido. Sentí cómo penetraba en mis venas una corriente cálida.

—¿Qué es? —me sorprendí—, ¿una transfusión?

Sentía un calorcito cada vez mayor. Todo a mi alrededor estaba extrañamente en calma y resultaba irreal. Tarland apartó el aparato, retiró rápidamente la aguja y me puso en el brazo, presionando, un pedazo de gasa.

—¿Quién canta ahí? —pregunté. Oía una melodía alta y serena. Me encontraba a gusto. Los pensamientos fluían lentamente. Aparecieron unas imágenes oscuras: la peregrinación a través de unos cañones muertos e iluminados, descascarilladas paredes de cristal, pasillos oscuros, galerías… ¿De dónde era todo aquello? ¿Del glaciar? ¿Del Himalaya o de los sueños? De repente, la memoria se detuvo en la última arista de la realidad vivida conscientemente: una gruta, unas rocas oscuras apenas iluminadas, un sordo silencio y dos cables sobre los que me incliné para…

Cerré los ojos. Cuando los abrí, mi mirada cayó sobre la pantalla del televisor de la pared de enfrente. Sobre el fondo negro se veían unos minúsculos brillos.

—¿Estrellas?

El canto era la voz de los motores. Estábamos volando. Entraron dos personas en el camarote. Eran Rainer y Arseniev.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó el astrónomo.

—Bien.

No sabría decir por qué se me pasó por la cabeza una pregunta que le hice inmediatamente.

—¿Por qué brillaba esa ciudad? ¿Era lucita?

Los dos, de pie frente a la cama, se miraron.

—No, se trataba de un tipo de compuesto vítreo de bario y sodio que no tiene nada que ver con la lucita. Brillaba porque fue expuesto a radiación en el momento de la explosión —dijo Rainer, visiblemente satisfecho de poder responderme de manera tan precisa.

—¿La explosión? Ah, es verdad… Ese cráter —dije—, escuchad…

Tarland me interrumpió.

—Tiene usted prohibido hablar. Ya habrá tiempo, ya se enterará usted de todo.

Pidió a ambos investigadores que abandonaran el camarote. Oí cómo les comentaba algo de mi conmoción cerebral y de que no me estaba permitido sufrir ningún tipo de emociones.

¿Se puede saber qué pasó después? —protesté sin convencimiento cuando regresó—. ¿Se abrió el paso?

Tarland me tomó el pulso.

—El profesor Arseniev lo arrancó a usted de la oscuridad y lo sacó a la luz, y yo lo volví a crear.

Sonrió. Yo quería preguntar algo más, pero todo se confundía, se entremezclaba, se desvanecía en la lejanía. Vi el cielo azul…, los pájaros cantaban… Me quedé dormido.

* * *

Pasó mucho tiempo antes de que los fragmentos de las conversaciones que Tarland, pendiente de mí en todo momento, interrumpía sin cesar, me permitieran enterarme de cómo Arseniev me había sacado de debajo de la tierra cuando la galería quedó abierta de par en par, de cómo había intentado sellar el desgarrón de mi traje espacial, de cómo en cierto instante había tenido la sensación de que yo estaba agonizando, de cómo después había aparecido el vehículo oruga alarmado por las bengalas y nos había llevado al Cosmocrátor.

El biólogo me había metido en el quirófano así como estaba, inconsciente, intoxicado por la atmósfera venenosa que había penetrado a través de la rasgadura del traje espacial, con varias costillas rotas… Treinta horas más tarde, abrí los ojos por primera vez. Después fui recuperando fuerzas con rapidez; dormía prácticamente todo el día y me despertaba con un hambre canina cuando se acercaban las horas de las comidas. Cuando empecé a levantarme, Tarland me prescribió sesiones de oxigenación con aire artificial de las montañas y fototerapia con la lámpara de cuarzo. Seguía teniendo prohibido preguntar por la ciudad muerta y por los habitantes de Venus. El biólogo lo justificaba diciendo que había sufrido una conmoción cerebral y que tenía que evitar todo tipo de emociones. Intenté explicarle que la curiosidad no satisfecha era una emoción muy fuerte, pero todo fue en vano. Como respuesta, me recomendó pasar largos ratos en la Central de Mando, frente a los monitores, ya que consideraba que no había nada más tranquilizador durante los períodos de convalecencia que la imagen del cielo estrellado. Tras mi accidente, el Cosmocrátor estuvo sobrevolando el planeta aún durante seis días; después, nos fuimos alejando de él trazando una espiral de amplia curvatura, y finalmente nos dirigimos hacia la Tierra.

Evidentemente, la visión de las estrellas no me calmó en absoluto y mucho menos fue capaz de apagar mi sed de información. Tanto estuve insistiéndole a Tarland que, al final, al tercer día de viaje, cuando me estaba quitando los puntos de las heridas que ya se habían cerrado, lo acorralé de tal manera que decidió que podían ponerme al tanto de todo.

Los científicos trabajaban en la cabina de Márax. Estuve un rato dando vueltas por los pasillos. Aquel día, por la mañana, habían apagado los motores y el cohete se desplazaba gracias a la fuerza de gravedad del Sol. Reinaba un silencio tan absoluto que parecía haber sido arrancado de la eternidad. Cuando pasé al interior, los científicos se encontraban junto al cuadro de mandos central de Márax. Las luces cenitales estaban medio apagadas, las siluetas de las personas se recortaban sobre el brillo verde que emitían las pantallas. Los electromotores producían un rumor uniforme. Desde las profundidades de Márax salían marañas de cable metálico, corrían por las baldosas estriadas hacia los electroimanes y se enrollaban de nuevo en las bobinas que colgaban de los trípodes. Chandrasécar pulsó la palanca. El extremo del último cable caracoleó un instante en la resbaladiza placa del cuadro de mandos como si fuera un gusano metálico, vibró y desapareció en la bobina. El ronroneo de la corriente remitió. Todas las pantallas se cubrieron de un gris en el que fue sucumbiendo el hervidero de verdes jeroglíficos. Se iluminó el tubo circular bajo el falso techo.

Arseniev dio un par de vueltas por la cabina, se enjugó el sudor con el dorso de la mano, se detuvo y me miró a los ojos.

—¿Quieres saber?

Asentí con la cabeza.

—No es fácil reconstruir con fragmentos recuperados la historia de una especie extraña…, y menos todavía cuando se trata de la historia de su aniquilación…

Desapareció el último reflejo que centelleaba en las pantallas, que en aquel momento formaban un círculo gris y muerto.

—Las crónicas que tenemos abarcan, de manera intermitente, un período de ciento ochenta años. El primer fragmento inteligible recoge el plan de invasión de la Tierra. Al principio, creí que dominar la Tierra suponía para ellos la culminación de un mito religioso cuyo símbolo era la figura de dos círculos tachados por una línea, tal y como habíamos visto en las ruinas, pero las crónicas mostrarían una imagen completamente distinta. El planeta estaba habitado por una especie de seres calculadores. Ciento cincuenta años antes, cuando comenzaron a poner en marcha su plan, estuvieron considerando si los seres humanos les podían ser de utilidad para algo. Tras concluir que no, decidieron eliminarnos. La solución que se iba a utilizar para ello no iba a producir ningún daño a nuestras ciudades, nuestras vías de comunicación, nuestras fábricas…, para poder así utilizarlas posteriormente. La presión de radiación tenía que arrojar una nube radioactiva en dirección a la Tierra. Después, tras la disminución de la ionización, la Esfera Blanca empezaría a lanzar miles de vehículos que aterrizarían en una superficie lista para recibirlos, puesto que se trataría de una Tierra muerta. Querían acabar con la vida y conservar todo aquello que careciera de ella…, pero a pesar de haber realizado cálculos con tantísimo cuidado, a pesar de haber tomado en consideración todas las variantes, olvidaron introducir en aquella ecuación un factor: ellos mismos. Cuando las enormes lanzaderas y la Esfera Blanca estaban a punto de ser finalizadas, en la última fase de realización del plan, empezaron a luchar entre sí. Consiguieron el fin que perseguían…, solo que en su propio planeta.

Todo lo que rodeaba a Arseniev se difuminó y desapareció.

Con la mirada clavada en él, veía su cara como si fuera una mancha blanca sobre un fondo oscuro e impreciso. Con una tranquilidad implacable, prosiguió:

—No nos queda claro cuál era su relación con las máquinas. Igual eran algo así como los más altos poderes del Estado. En todo caso, fueron ellas las que elaboraron hasta en sus últimos detalles el plan de ataque a la Tierra. Y también fueron ellas las que crearon el plan de sus enfrentamientos.

—¿Por qué luchaban?

Arseniev agarró un manojo de cables que se encontraba sobre la placa como si estuviera comprobando cuál era su peso.

—Eso no está claro. Quizá por el derecho a colonizar la Tierra. Se trataba de una civilización altamente desarrollada, una raza de perfectos constructores y edificadores que alimentaba grandes planes de destrucción y de dominación. Una sociedad así tenía que acabar enfrentándose a sí misma más tarde o más temprano. La guerra duró decenas de años y acabó con un verdadero cataclismo. Algunas de sus fases son absolutamente incomprensibles para nosotros, independientemente de los grandes vacíos temporales que recorren las crónicas de ese archivo subterráneo. Ocultos en el subsuelo, se infligían duros golpes con cargas de energía condensada, se arrojaban nubes de partículas tóxicas, provocaban desplazamientos artificiales del terreno y deslizamientos tectónicos. Emplearon en aquellas luchas una cantidad de energía tal que habría podido transformar su planeta en un jardín floreciente.

»Entre los habitantes del planeta, destacaba un grupo de seres de una gran inteligencia. Su misión era crear máquinas inteligentes y ocuparse de ellas. Esos seres, durante cierto tiempo, parecieron mantener una posición neutral, ya que servían al mismo tiempo a las dos partes contendientes.

—¡Pero eso es absurdo!

—Pues así era. A medida que la guerra se fue prolongando en el tiempo, el nivel de aquella civilización fue derrumbándose. Se trató de un proceso desigual, con altibajos y nuevos períodos de esplendor, gracias, al parecer, a épocas de paz tras las que se reanudaba la lucha cada vez con mayor saña. Fruto del resultado de esas luchas, las grandes centrales energéticas cambiaron en más de una ocasión de dueño y hubo temporadas en las que permanecieron inactivas, porque los momentáneos vencedores fueron incapaces de ponerlas en marcha ya que carecían de los conocimientos técnicos necesarios. Probablemente, en aquellos tiempos, un grupo de seres «neutrales» intentó salvaguardar las obras de aquella civilización, las crónicas y los documentos, en refugios construidos en las montañas y en parajes deshabitados. Nos topamos con las ruinas de uno de esos refugios durante la expedición que realizamos en busca de la Esfera Blanca. Después, una de las partes en litigio empezó a cobrar ventaja. Estaba tan segura de su victoria que envió un cohete a la Tierra cuyo viaje acabó de forma catastrófica. En ese lugar, las crónicas se interrumpen. Qué sucedió después es algo que solo podemos conjeturar. Es posible que el cataclismo tuviera lugar durante las luchas por conseguir apoderarse de todo el sistema energético. Es posible que los seres que lo provocaron ignoraran cómo funcionaban exactamente aquellos aparatos. También es posible que todo sucediera de una manera diferente, y quién sabe si no es lo más probable. Es posible que bajo la amenaza de ser derrotados, utilizaran la solución final: la carga de deuterones destinada a destruir la Tierra…

—¿Cuándo sucedió?

—En abril de 1915, un joven investigador belga publicó un trabajo en el que comparaba la temperatura anual de Venus en un período de catorce años. Siempre oscilaba en torno a los cuarenta grados centígrados y solo el último año de ese período de tiempo había aumentado hasta los doscientos noventa grados centígrados. Aquel aumento de temperatura había durado apenas un mes. Pero, como el cambio se había producido durante la gran guerra…, nadie se dedicaba por aquel entonces a quimeras astronómicas… Y todo aquello fue olvidado y considerado un error de un investigador primerizo…

Sonó el teléfono. Osvatich llamaba al astrónomo a la Central de Mando, ya que desde la Tierra querían hablar con él. Arseniev salió.

—¿Y todos murieron? —Me dirigí al físico, que seguía inclinado sobre el panel de control y que, con una gran lupa, analizaba los gráficos de las fotografías.

—¿Todos? ¿Cómo es posible? ¿Por qué no sobrevivió nadie ni siquiera en los más profundos y recónditos lugares del subsuelo, allí donde estaba aquel negro plasma…? ¿O habría todavía en alguna parte remota del planeta…?

—Es cierto, no podemos afirmar con seguridad que alguno de esos seres no esté vivo —contestó el chino—, y si estamos convencidos es porque tenemos en muy alta consideración su sabiduría. Suena cínico, pero así es.

Callé.

—Destruirse a uno mismo y considerar que de esa manera se destruye todo el mundo es una gran y extraña tentación…

El chino me miró entre sus entornados párpados. Poco después Arseniev entró en la cabina. Estaba excitado.

—Escuchen —dijo—, ¿recuerdan la parte del «informe» que tanto nos sorprendió y donde se hablaba de la búsqueda de algo o de alguien al margen de los habitantes de la Tierra? Creímos que los viajeros de la nave interplanetaria no prestaban atención a la gente porque buscaban a otros «creadores» de la civilización, a los verdaderos… ¡Se ha aclarado todo! En la Tierra han estado trabajando de nuevo en la traducción del «informe» con ayuda de los materiales que nosotros les entregamos y el resultado ha sido el siguiente: ellos no buscaban a «los creadores de la civilización», ni mucho menos, ni tampoco a otros seres… ¡Buscaban instalaciones capaces de capturar su carga destructora y lanzársela de vuelta!

—Sí, es posible —dijo Lao Chu mientras se levantaba—. ¿Han enviado todo el texto?

—Aún no. Dubois me prometió mandarlo dentro de media hora. Ven conmigo, Lao, y usted, amigo Chandrasécar, haga también el favor de venir, así podrán transmitir ustedes el resto de los cálculos.

El matemático, que hasta aquel momento había estado trabajando en las profundidades de Márax, al otro lado del muro de aislamiento, apareció en medio de los cuadros de distribución que se encontraban entreabiertos como si de puertas se tratara. Yo seguía en el mismo lugar. Los investigadores estaban conversando y sus voces llegaban hasta mí desde una gran distancia.

—Así que ese fue su final… —dije—. Querían aniquilarnos… Hay algo incomprensible en todo eso. No puedo entenderlo… ¿De verdad eran la encarnación del mal?

Tras aquellas palabras, se hizo el silencio. Chandrasécar, que estaba trabajando frente al panel de control, bajó la mano con la herramienta que sostenía en ella.

—No puedo creerlo —dijo.

—¿Es decir?

Chandrasécar arrojó de repente el extremo del cable sobre la placa de Márax.

—¿Qué sabemos de los habitantes del planeta? Nada. No sabemos qué aspecto tenían, ni siquiera somos capaces de imaginarlo, no sabemos qué llenaba sus vidas…, y de las miles de cosas que conformaban la riqueza de esas vidas, de hecho, solo conocemos una: el plan que tenía que aniquilarnos. —Calló unos segundos—. Sabemos que la materia es ciega y que no la rige ninguna Providencia que enderece el camino de los que yerran. El ser humano lleva el orden a los confines del Universo porque crea valores. Unos seres que se consagran a la destrucción, por muy poderosos que sean, llevan en sí su propia destrucción. ¿Qué tenemos que pensar de ellos? La imaginación desconcierta, el pensamiento da marcha atrás frente a la cantidad de sufrimiento y de muerte que encierran las palabras «aniquilación del planeta». ¿Tenemos que condenar a sus habitantes? ¿Eran unos monstruos los seres que habitaban Venus? Yo no lo creo. ¿No es cierto que las guerras más horrorosas en la Tierra fueron las que se produjeron entre sociedades compuestas por alfareros, campesinos, empleados, carpinteros, pescadores, pintores? ¿Eran acaso peores que nosotros los millones y millones de personas que cayeron en esas guerras? ¿Hicieron algo para merecer la muerte más que nosotros? El profesor Arseniev presume que fueron las máquinas las que enviaron a la lucha a los habitantes de Venus. No está nada claro, pero imaginemos que fue así. ¿No fue una máquina la que mandó a la gente a la guerra, la desquiciada y caótica máquina de ese sistema social que es el capitalismo? ¿Podemos saber cuántos Beethóvenes, Mozarts o Newtons murieron bajo sus ciegos golpes sin llegar a crear obras inmortales? ¿No existieron en la Tierra seres que hicieron lo que a usted, piloto, le pareció una locura? ¿No existieron mercaderes de la muerte que sirvieron a dos partes beligerantes vendiéndoles a ambas armamento?

»Podemos encontrar más de una analogía en todo esto. Y no es casualidad, porque tiene que haber leyes generales a las que se ciñe la historia de los seres racionales. Racionales… ¡Qué amarga suena esa palabra en estos momentos! Hay, sin embargo, una diferencia entre nosotros tan grande como la que hay entre la vida y la muerte. La energía que tenía que caer sobre la Tierra se abalanzó sobre todas las ciudades de este globo en forma de soles atómicos, soles que brillaron no por tiempos inmemoriales para crear y mantener la vida, sino para destruirla en un abrir y cerrar de ojos. Sus fabulosos edificios se cocieron y se deshicieron a millones de grados de temperatura, se resquebrajaron y se fundieron los mástiles de los emisores radioactivos, explotaron las tuberías subterráneas por las que empezó a salirse el plasma negro. Así se conformó el paisaje que vimos al llegar decenas de años después de la catástrofe: ruinas, cenizas, desiertos, bosques de cristales coagulados, ríos de plasma fermentando en barrancos salvajes, y esa Blanca Esfera, el último testigo del cataclismo, cuyos desajustados puestos de mando siguen funcionando y repartiendo de forma absurda y caótica la energía acumulada… Y seguirán así mientras en los depósitos subterráneos continúen latiendo las reservas de plasma negro… Es algo que puede durar cientos de años… ¡si en este planeta no aparece el ser humano!

—Terrible herencia… —susurré.

—Sí —dijo Arseniev—, pero tenemos derecho a echar mano de ella. Cuando las gentes empezaron a tomar conciencia de que compartían un mismo destino y de que era una misma estrella la que los hacía surcar el espacio, de que eran la tripulación, como nosotros, de una nave y de que sus vidas estaban unidas como las nuestras porque iban en la misma dirección, se encontraron al borde del abismo. Frente a la aniquilación a la que lo abocaba la historia, el imperialismo intentó arrastrar tras él a toda la humanidad. Luchando contra él, luchábamos por algo superior a la mera existencia. Solo reflejándose en los ojos que las observan, las formas de la materia cobran su belleza y significado. Solo la vida da sentido al mundo. Por eso tendremos el valor necesario para regresar a este planeta. Conservaremos para siempre en la memoria su tragedia: la tragedia de la vida que se alzó contra la vida y fue destruida.

Arseniev fue hacia el televisor.

—Amigos, Venus es solo una etapa. Nuestra expedición es el primer paso en un camino cuyo final ninguno de nosotros puede ni siquiera imaginar. Creo firmemente que iremos más allá de los límites del sistema solar, que caminaremos por miles de cuerpos celestes que giran alrededor de otros soles, y que llegará el día (dentro de un millón de años o dentro de mil millones de años) en el que el ser humano poblará toda la Galaxia y en el que las luces del cielo nocturno le resultarán tan familiares como lo son ahora las luces de las casas lejanas. Y, a pesar de que no podamos entender esos tiempos, sé que el amor también llegará hasta ellos, porque el amor es la confirmación de la belleza del mundo a los ojos de otra persona.

El astrónomo dijo esas palabras de pie frente a la pantalla. En la oscuridad ardía un torbellino de estrellas. Me pareció que su tenue reflejo iluminaba su cara. Permanecimos un buen rato en silencio, como escuchando la llamada de unos mundos separados por el abismo.

Se escuchó el teléfono. Lao Chu alzó el auricular. Colgó y miró a Arseniev.

—Nos llama la Tierra.

 

 

Cracovia,

noviembre de 1950 - mayo de 1951

Créditos


 

Título original: Astronauci


Primera edición en Impedimenta: marzo de 2016


Copyright © Barbara Lem and Tomasz Lem, 2015

Copyright de la traducción © Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, 2016

Copyright de la introducción © Jerzy Jarzębski, 2016

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2016

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid


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La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.


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La publicación de esta obra ha recibido una ayuda del Programa de Traducción del Instituto Polaco del Libro, The © Poland Translation Program.

 

 

ISBN: 978-84-16542-41-3

IBIC: FA


 




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Prefacio

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El debut astronáutico de Lem

por Jerzy Jarzębski

 

 

Finales de los años cuarenta, principios de los cincuenta: Stanisław Lem se encuentra en medio de una batalla en torno a su novela contemporánea El hospital de la transfiguración. La editorial sale a cada paso con nuevas objeciones de carácter ideológico. Que si no se ha mostrado el papel positivo del Partido Comunista a lo largo de la historia, que si el mensaje del libro no es suficientemente optimista… El autor se ve obligado a satisfacer las continuas peticiones de la editorial, y empieza a estar verdaderamente harto. En aquellos días, en una estancia suya en la Casa de Escritores de Zakopane, conoce a un tal Jerzy Pański, presidente de la Cooperativa Editorial Czytelnik, que, durante un paseo por las montañas de los Tatra, le convence de que escriba una novela de ficción científica polaca. ¿Y por qué no? En aquella época Lem tiene ya en su haber una novela fantástica de suspense, El hombre de Marte, publicada en la revista Nowy Świat Przygód (Un Nuevo Mundo de Aventuras), y una serie de relatos en los que se ocupa de temas de las más recientes técnicas militares (El hombre de Hiroshima, La ciudad atómica, V sobre Londres). Además, el escritor está atravesando un período lleno de problemas económicos y personales: ha renunciado a defender su tesis de licenciatura en la Facultad de Medicina por temor a ser enviado forzosamente a una de las guarniciones militares de provincias. El así llamado Conversatorio Científico, en el que trabaja, acaba de ser cerrado por los guardianes de las buenas costumbres políticas. En esa situación, dedicarse a la ciencia ficción puede parecer simplemente una forma de resolver problemas más inmediatos. Por eso, Lem escribe Astronautas con cierta prisa y (al menos, al principio) sin preocuparse demasiado por el aspecto artístico. Desde ese punto de vista, Czas nieutracony (Tiempo no derrochado) fue un texto infinitamente mejor. Astronautas podría haber resultado una fantochada ocasional sin mayor repercusión, si no hubiera sido por su inesperado éxito. La novela arrasa entre el público, es traducida a varias lenguas extranjeras y, finalmente, adaptada al cine con el título El astro silente, película realizada conjuntamente por Polonia y Alemania Oriental. ¡Los editores y el público quieren más! En breve, sale a la luz la antología de relatos Sésamo, con los primeros episodios de Diarios de las estrellas y, después, el grueso volumen de La nebulosa de Magallanes, novela sobre el primer viaje transgaláctico del ser humano, publicada primero por entregas en la revista Przekrój. Así, Lem se convierte en el autor de ciencia ficción más leído de Polonia.

¿Qué fue entonces lo que tanto gustó a los lectores en Astronautas en 1951? Hoy es difícil entenderlo si no se conoce el contexto literario y cultural de aquellos años. El realismo socialista estaba en su apogeo, predominaban las llamadas «novelas de producción», que repetían hasta la saciedad el mismo esquema de la trama y los mismos recursos narrativos. Al hablar siempre de temas que tenían que ver con la puesta en marcha de plantas industriales, la construcción de edificios o de vías de ferrocarril, la creación de colectivos obreros socialistas y de «enemigos» desenmascarados, esas novelas estaban desprovistas por definición de cualquier fantasía, su mundo se diferenciaba de la cotidianeidad de los lectores solo porque en él todo ocurría de acuerdo con los planteamientos ideológicos del sistema. Por lo demás, era un mundo en el que la monotonía y la pedagogía iban de la mano. La situación del cine de la época del realismo socialista tampoco era mejor: una tras otra, se producían películas que con su mensaje didáctico parecían cuentos para niños. La película Sprawa do załatwienia (Asunto por resolver), realizada entonces y repuesta hace poco en la televisión polaca, es una obra tan ingenua e infantil que cuesta creer que en aquellos mismos días en las cárceles se quebraran huesos y voluntades.

Una cierta porción de esa ingenuidad exigida por los cánones de la época está también, sin duda, en la novela de Lem, que cae cada dos por tres en el didacticismo de declaraciones «positivas» sobre la misión de la humanidad, los rasgos de carácter deseables en los individuos, los comportamientos sociales adecuados, etc. También la primera mitad del libro está constituida por un tratado de divulgación científica que ocupa más de cien páginas. El contenido de ese tratado, sin embargo, aunque hoy puede parecer banal, en el momento de su publicación introducía al lector en un mundo nuevo e insólito. ¡Qué no habría allí: el meteorito de Tunguska, la historia de la construcción de cohetes, los principios de la cosmonáutica y, en ese ámbito, la detectivesca trama del descubrimiento de la «carta de las estrellas», que los investigadores consiguen descifrar con sospechosa facilidad (en La voz de su amo, escrita más de una década después, ya no se les dará tan bien)! A continuación, el autor describe con todo lujo de detalles un cohete espacial sirviéndose para ello del recurso de una charla divulgativa para colegiales, incorporada en el texto. De paso, como no podía ser de otra manera, aparecerán diseminados a lo largo de los capítulos iniciales comentarios sobre la felicidad universal que trajo a la Tierra la victoria del comunismo, y se hará especial hincapié en las grandes transformaciones de la superficie del planeta, que, tal como les encantaba hacer a los líderes soviéticos, consistían en revertir el curso de los grandes ríos, fundir el hielo de los polos, etc. Sin eso, el libro no habría tenido ninguna posibilidad de ser publicado y, además, las grandes construcciones del socialismo eran capaces de despertar la imaginación por sí mismas. Así pues, incluso el didacticismo de Astronautas era mucho más digerible que aquellas dichosas instrucciones para los mineros sobre cómo tenían que extraer el carbón, para los albañiles sobre cómo tenían que colocar los ladrillos y para todos sin excepción sobre cómo reconocer y delatar a enemigos, tema favorito de la «novela de producción».

Digámoslo sin tapujos: el principio de la novela resulta hoy totalmente ilegible, y no es solo por el hecho de que las revelaciones técnicas que describe el autor suenen en nuestros días algo anticuadas. La ilegibilidad es más bien resultado de un tono insoportablemente pedagógico, de grandilocuentes sentencias morales y de las entonces obligatorias declaraciones a favor del régimen político. Seguramente ese fue el motivo por el que el autor se negó durante años a las propuestas de reedición del libro. Eso sí, a los revisionistas les aconsejaría controlar sus impulsos de denunciar al escritor. Al fin y al cabo, cosa habitual en las obras de Lem de aquella época, no encontraremos en Astronautas palabras de admiración hacia la Unión Soviética, no hay ni una sola mención al Partido Comunista y los capitalistas estadounidenses son criticados únicamente por su racismo y militarismo. Es más: en un país en el que un pequeño diccionario soviético de filosofía que llamaba a la cibernética «pseudociencia burguesa» era considerado fuente de sabiduría, Lem consiguió introducir subrepticiamente una gran cantidad de información sobre los ordenadores, que en el libro aparecen como la principal herramienta de trabajo de los científicos.

Astronautas, por lo tanto, da al César lo que es del César (en aquellos tiempos resultaba imposible escribir de otra manera), pero al mismo tiempo filtra, de manera disimulada, importantes conocimientos totalmente prohibidos en la época. Esto permite al lector aguantar hasta la mitad de la novela, cuando la narración cambia por completo. Las descripciones de la superficie de Venus, aunque desacertadas desde la perspectiva actual, son muy plásticas y originales, y los relatos de las expediciones de los astronautas resultan emocionantes, especialmente en los fragmentos en los que el autor hace alarde de su conocimiento de las consecuencias prácticas de la curvatura del espacio y las paradojas topológicas. Astronautas es, de hecho, el primer libro de Lem en el cual los protagonistas viajan realmente al espacio e intentan conocer lo Diferente. El autor sale con nota de esa gran prueba de imaginación. Creo que aquellos para quienes la lectura de la novela fue el primer encuentro con la ciencia ficción «cósmica» debieron de seguir la historia con la respiración contenida.

En Astronautas Lem se sirve de un recurso narrativo que empleará con frecuencia en sus obras posteriores. Para contar la historia utiliza a un narrador algo ingenuo, pero al mismo tiempo inteligente y valiente. Ese protagonista ideal de los relatos de Lem es o un médico o un piloto (el Robert Smith de Astronautas, el Pirx y el Hal Bregg de Retorno de las estrellas, el protagonista de La fiebre del heno y el Marek Tempe de Fiasco). Al lector le resulta más fácil identificarse con un piloto que con un investigador especializado; al mismo tiempo, esa identificación puede aportarle satisfacción personal de diversa índole (porque un protagonista así es, por naturaleza, un hombre de facultades físicas por encima de la media al que se le atribuye con frecuencia cierta afición al alpinismo). Robert Smith es, por tanto, el prototipo de una serie de personajes de Lem.

La segunda de las soluciones que adquirirán carácter prototípico es la imagen de la realidad de otro planeta. Esa realidad presenta una serie de características esenciales y repetitivas. Sobre todo, es un laberinto de estructura enigmática. Se puede vagar por él, pero sin llegar a conocer nunca sus límites (como sucederá después en Edén, El invencible, Paz en la Tierra, Fiasco). La segunda característica de esa realidad será la práctica imposibilidad de diferenciar, al menos en un primer momento, entre aquello que está vivo y aquello que es un producto sin vida de la civilización en cuestión. Su tercera característica es el estado de crisis en que se encuentra el planeta, la descomposición de la civilización allí existente, por lo que las construcciones que encuentran los cosmonautas han sido pasto de la corrosión, o están prácticamente derruidas, y las investigaciones que se llevan a cabo tienen un carácter más bien arqueológico. Esa situación afecta decididamente al estilo de la descripción, que mezcla los lenguajes de la arquitectura, la biología, la geología o la mineralogía. Por otra parte, la vacilación de la fraseología y del vocabulario que usan el narrador y los protagonistas para intentar describir la realidad que están viendo refleja perfectamente una confusión de carácter cognitivo: los cosmonautas vagan por un lugar que puede ser una obra de ingeniería, una «ciudad», una fábrica, un hábitat de seres parecidos a hormigas u otros insectos terrestres, un gran organismo, etc., si bien las reglas de construcción de aquella gran estructura por la que se mueven no están claras: en las hipótesis (al igual que en el lenguaje de la descripción) se alternan asignaciones de funcionalidades tomadas de diversas áreas del conocimiento humano. Lo que resulta más importante para los viajeros cósmicos es descubrir algún sentido en los fenómenos observados y la trampa en la que a veces caen suele ser que ese sentido (funcional) realmente no existe.

Al final, claro está, en Astronautas todo tiene que encontrar su explicación conforme a los principios del realismo socialista, es decir: resulta que los venusianos eran unos imperialistas y como tales se habían dedicado a almacenar una peligrosa fuerza de destrucción masiva acumulada en forma de una curiosa masa plasmática y a construir un gigantesco lanzador de energía preparado para atacar la Tierra. Pero los imperialistas no solo han de ser malos, sino que esa maldad tiene que ser tan ciega que los lleve a su perdición. De ahí el cataclismo de esa siniestra civilización que los habitantes de la Tierra presencian post factum, una vez esta ya ha alcanzado a destruirse a sí misma. Eso es todo en cuanto al esquema del mensaje político que el autor remata al final con algunas sentencias redondas sobre las funestas consecuencias del capitalismo y el glorioso futuro de las gentes que han conseguido liberarse de él. Es mucho más interesante, sin embargo, la visualización de aquella civilización destruida. Al crearla, Lem utiliza, por un lado, sin duda, la información sobre lo ocurrido en Hiroshima, que en aquella época impresionaba y aterraba a todo el mundo, y por otro lado, su experiencia como persona que había visto con sus propios ojos las ciudades arrasadas durante la Segunda Guerra Mundial. La visión de las ruinas de una gran metrópoli venusiana es extraordinariamente sugestiva, tanto más porque los terrícolas las visitan de noche (como ocurrirá posteriormente en Edén). Gracias a ello, aumenta la sensación del carácter fragmentario, inabarcable y críptico de una civilización extraña que no se puede entender en absoluto. Esa descripción se aproxima ya a lo que encontraremos en los posteriores libros de Lem, mucho más maduros. Lo interesante de la novela es también el afán de conocimiento que el autor proyecta en su protagonista.

Es en los últimos capítulos del libro donde más se nota el abismo construido por Lem entre los conocimientos del piloto y de los estudiosos que forman parte del equipo. En un primer momento, el ingenuo Smith no entiende nada de la complejidad del «espacio esférico» que se tragó a su compañero, y sus superiores tardan en explicárselo, comportamiento absurdo desde el punto de vista del piloto. Ocurre lo mismo con la información sobre los venusianos, que el protagonista recibe solo al final del todo, una vez ha superado la prueba del valor. Hay en ello algo de ostentación. Claro está que lo justificaremos argumentando que se trata de un recurso salvador en la dramaturgia del discurso para que vaya aumentando gradualmente el suspense. Es más: la fe en las casi ilimitadas competencias de la «jefatura» se corresponde con la ideología del momento. Cierto, pero también puede haber otra justificación. Los verdaderos héroes de Astronautas son los científicos: Chandrasécar, Lao Chu, Arseniev. El autor les atribuye no solamente la sabiduría y la bondad, sino también una extraordinaria fuerza de voluntad y la capacidad de sacrificio por la causa y por los demás. Los capítulos del libro que llevan como título sus nombres constituyen un homenaje a cada uno de esos sabios. Es evidente que Lem intenta crear nuevos héroes positivos para los tiempos que se acercan. Héroes que no serán gente de la política, sino gente de la ciencia, santos modernos gracias a los cuales el mundo puede seguir existiendo, libre de la amenaza del mal que tiene su origen en la sed de poder y de riqueza. Astronautas es un libro terriblemente grandilocuente hoy en lo que a declaraciones morales se refiere, pero su proyecto de futuro habría que tomárselo muy en serio. El autor, en pleno auge del realismo socialista, se opone al canon literario de la época y confiesa desesperadamente su admiración y su fe en hombres ilustrados, y no en funcionarios del partido o activistas ideológicos. Si nos limitamos a citar determinados fragmentos del libro fuera de contexto, fácilmente podemos acusar a Lem de «colaboracionismo con el sistema», pero una lectura más profunda del texto nos permite ver la obstinada lucha del autor por conseguir que se valoren los auténticos conocimientos como factor que conduce al bien. En los tiempos del estalinismo, Lem intentó creer en ello, aunque las experiencias de los decenios posteriores debilitarían fuertemente aquellas creencias. Pero esa es ya otra historia.

 

 

Jerzy Jarzębski 

Prólogo del autor

Escribí este libro hace veintidós años y cuando me propusieron reeditarlo pensé en retocarlo ligeramente, en realizar una especie de actualización, pero entonces le eché un vistazo y me di cuenta de que resultaba imposible hacerlo. Lo escribí en una época en la que el término «astronautas» apenas si existía, de manera que mucha gente, incluso gente con estudios, lo confundía con el de «argonautas», mucho más familiar. Además, el planeta Venus, en el que situé la acción, ya no es una mancha blanca y misteriosa en el firmamento, porque sabemos bastantes cosas sobre él, especialmente gracias a las sondas soviéticas que lo exploraron. Así que tenemos suficientes datos como para darnos cuenta de que las condiciones y paisajes de Venus descritos en la novela resultan absolutamente ficticios. Al margen de información a la que no tenía acceso nadie, había otras cuestiones de las que no me preocupé como autor, porque está claro que sobre la construcción de cohetes, e incluso sobre la parte técnica de la cosmonáutica, podría haberme documentado mejor de lo que lo hice ya hace veinticinco años. Y, por otra parte, el año 2000, que desde la perspectiva de los años cincuenta me parecía un futuro tan lejano que permitía situar en él visiones optimistas de un mundo unido pacíficamente, en la actualidad se encuentra en el punto de mira de un sinfín de sabios futurólogos y obliga a ser comedidos en eso del optimismo y a refrenar las ingenuas esperanzas de aquellos otros tiempos. Si me hubiera puesto seriamente a actualizar Astronautas tendría que haber escrito una novela totalmente distinta, ya que ni en la Tierra ni en el cohete ni en el cielo me habría podido permitir conservar multitud de detalles, esos pequeños ladrillos con los que construí toda la obra. Y ¿qué habría pasado en ese caso con Astronautas? ¿Merece realmente la pena volver a escribir libros ya escritos con anterioridad? Creo que no. Hay que escribir, mientras sea posible, nuevos libros, y dejar que los ya escritos sigan su camino natural: que se defiendan por sí mismos, en la medida de sus posibilidades. Hoy, esa historia de ficción no solo está llena de errores técnicos y de predicciones que el tiempo se ha encargado de desbaratar, sino que además resulta extremadamente ingenua, prácticamente un cuento para niños. El lector también, especialmente el más joven, se dará cuenta rápidamente de que sus conocimientos de la cosmonáutica como fenómeno real, sacados aunque sea de la prensa diaria, superan los conocimientos del autor hace veintidós años. Pero si ya no es posible considerar que el libro es un atrevido pronóstico futurista, que al menos sea considerado un documento de cierto valor histórico. O, por así decirlo, de un esbozo de documento que el tiempo ha puesto en su lugar, y que muestra sus carencias y sus defectos tanto científicos o técnicos como literarios. En cuanto a las ingenuidades narrativas, nunca se pueden justificar de ninguna manera y siempre son fruto de la falta de horas de trabajo. Por otro lado, aquellos párrafos, ciertamente numerosos, cuyos fallos objetivos el tiempo ha puesto en evidencia y ha delatado quizá no carezcan de valor en la misma medida, ya que permiten, a fin de cuentas, hacer una interesante comparación entre la fuerza de la imaginación —proyectada hacia el futuro—, y su rival y enemigo natural: la realidad. Esa comparación demuestra que en el ámbito del progreso técnico todo sucede de forma más rápida y más revolucionaria de lo que podamos imaginar, y en lo que se refiere a las cuestiones sociales de carácter global los cambios son lentos y dolorosos. No es mi intención en absoluto hacer de estos comentarios un examen de conciencia sistemático de Astronautas, una especie de balance de sus «pros» y sus «contras». El libro intenta en algunos lugares instruir con sus ficticias clases magistrales sobre cosas que ahora ya existen en la realidad (no solo en el caso de la cosmonáutica, sino también, por ejemplo, en el de los parámetros técnicos de mi Márax, superados por las máquinas matemáticas de última generación de los años setenta). El libro trata también una cuestión que fue el principal estímulo para escribirlo: la cuestión de la amenaza nuclear, porque la historia de la aniquilación de la vida en el planeta Venus es solo una alegoría de los asuntos terrestres. Esa amenaza, un cuarto de siglo después, sigue existiendo y pende sobre nosotros. Quizá ese hecho permita que la novela no pierda actualidad. O quizá aquellos que aún quieran leer Astronautas encuentren simplemente en sus páginas una historia llena de aventuras por inverosímil que esta resulte. Me resulta imposible decir nada sensato al respecto. Confieso que me sorprendería que Astronautas pasara a ser una de las obras de referencia de mi bibliografía. Creo que si alguien echa mano de este libro dentro de otros veinte años no será para adentrarse en una atrevida visión del futuro, sino más bien para esbozar durante la lectura alguna sonrisa de la misma manera que lo hacemos nosotros cuando leemos las obras de Julio Verne. Serán unos tiempos en los que el Cosmocrátor y Márax se habrán convertido en verdaderas antigüedades. Otra cosa es que lleguen a formar parte de esa singular categoría. Una gran cuestión.

 

 

Stanisław Lem

Cracovia, 1972

Primera parte 

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El Cosmocrátor

El bólido siberiano

El 30 de junio de 1908, miles de habitantes de la Siberia central pudieron observar un extraordinario fenómeno de la naturaleza. Aquel día, a primera hora de la mañana, apareció una cegadora bola blanca que atravesó el cielo de sureste a noroeste a una velocidad impresionante. Fue vista en toda la gubernatura general de Yeniséi, que se extiende a lo largo de una superficie superior a los quinientos kilómetros. La tierra tembló a su paso, los cristales se pusieron a tintinear, el enfoscado cayó de los muros, mientras que en las localidades más alejadas, en las que no se llegó a ver el bólido, se oyó un potente estruendo que causó el pánico general. Mucha gente imaginó que se avecinaba el fin del mundo; los obreros de las minas de oro abandonaron el trabajo e incluso a los animales domésticos se les contagió el miedo. Pocos instantes después de que desapareciera la masa ígnea, se levantó más allá del horizonte una columna de fuego y se produjo una cuádruple detonación que se escuchó en un radio de setecientos cincuenta kilómetros.

La sacudida de la corteza terrestre fue registrada por los sismógrafos de todas las estaciones de Europa y América, y la onda expansiva fruto de la explosión, que se desplazaba a la velocidad del sonido, llegó a Irkutsk, a novecientos setenta kilómetros de distancia, en una hora; a Potsdam, a cinco mil kilómetros de distancia, cuatro horas y cuarenta y un minutos después; a Washington, ocho horas más tarde, y finalmente, fue percibida de nuevo en Potsdam pasadas treinta horas y veintiocho minutos, tras haber dado la vuelta alrededor del mundo y haber regresado después de haber recorrido treinta y cuatro mil novecientos veinte kilómetros.

Durante las siguientes noches, en las latitudes medias de Europa, aparecieron unas nubes luminiscentes con un extraordinario brillo plateado de tal intensidad que impidió al astrónomo alemán Wolf, en Heidelberg, fotografiar los planetas. Las gigantescas masas de partículas diseminadas a causa de la explosión en las más altas capas de la atmósfera llegaron unos días después al hemisferio sur. Justo por aquellas fechas, el astrónomo americano Abbot estaba analizando la transparencia de la atmósfera y había observado que esta había empeorado considerablemente desde finales de junio. La causa de aquel fenómeno en aquellos momentos le resultaba desconocida.

A pesar de sus dimensiones, aquella catástrofe en la Siberia central no llamó la atención del mundo científico. Durante cierto tiempo, en las tierras de la gubernatura general de Yeniséi, corrieron fantásticos rumores sobre el bólido: se le atribuía desde el tamaño de una casa hasta el tamaño de una montaña, se afirmaba que existían testigos que lo habían visto después de la caída, pero el lugar del avistamiento solía ser situado en esas historias lejos de los límites de la comarca en la que cada uno de los hablantes se encontraba. Fue mucho también lo que se escribió en la prensa, pero nadie emprendió búsquedas más serias y poco a poco toda aquella historia empezó a caer en el olvido.

Las menciones posteriores datan del año 1921, cuando el geofísico soviético Kulik leyó por casualidad en una hoja arrancada de un calendario de pared la descripción de una gigantesca estrella fugaz. Recorriendo poco después una gran extensión de terreno de la Siberia central, Kulik se convenció de que entre los habitantes de aquel lugar seguía estando vivo el recuerdo del extraordinario fenómeno de 1908. Tras preguntar a varios testigos presenciales, Kulik llegó a la conclusión de que el meteoro, que irrumpió en Siberia desde la parte de Mongolia, había sobrevolado las grandes llanuras y había caído en algún lugar del norte, en la infranqueable taiga, lejos de cualquier camino y de cualquier asentamiento humano.