Portada: El ritual. Mo Hayder
Portadilla: El ritual. Mo Hayder

 

Edición en formato digital: junio de 2016

 

Título original: Ritual

En cubierta: fotografía de © Luis Louro / Shutterstock.com

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Mo Hayder, 2008

© De la traducción, Rubén Martín Giráldez

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16749-81-2

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Adam

 

En algún punto del remoto desierto del Kalahari, en Sudáfrica, incrustado en el ocre y seco veld, hay un pequeño pozo cubierto de algas en el fondo de un cráter. Un pozo de lo más común, salvo por su inmovilidad; el observador ocasional no le prestaría mucha atención, no le haría sospechar nada. A menos que pretendiese bañarse allí. O meter un pie. Entonces se daría cuenta de que algo no encaja. Hay algo raro.

Para empezar, se daría cuenta de que el agua está fría. Helada, de hecho. Un frío que no pertenece a este planeta. Un frío proveniente de siglos y siglos de silencio, de los más antiguos recovecos del universo. Y, a continuación, advertiría que aquello está casi vacío de vida, habitado únicamente por un puñado de pececillos descoloridos. Por último, si alguien fuese lo bastante estúpido como para meterse a nadar, descubriría el funesto secreto: este pozo no tiene márgenes ni fondo, no es más que una línea que lleva directamente al corazón de la tierra. Tal vez entonces le asaltaría un pensamiento susurrado una y otra vez en la lengua ancestral de la gente del Kalahari: «Este es el camino que lleva al infierno».

Es la Sima del Bosquimano. El Boesmansgat.

1
13 de mayo

Un martes de mayo, justo después de almorzar y a más de dos metros y medio de profundidad bajo el «puerto flotante» de Bristol, los dedos enguantados de la sargento Pulga Marley, del equipo de buzos de la Policía, tropezaron con una mano humana. La pilló un poco desprevenida encontrarla con tanta facilidad, así que agitó las piernas sorprendida y del fondo se levantó una nube de cieno y combustible de motores que hizo bascular el peso de su cuerpo hacia atrás y tiró de su chaleco compensador de manera que comenzó a ascender. Tuvo que doblarse hacia abajo y meter la mano izquierda bajo los tanques flotantes, soltar un poco de aire del traje a fin de estabilizarse lo suficiente como para alcanzar el fondo y tomarse su tiempo palpando el objeto.

Allí la oscuridad era absoluta, como si le hubiesen tapado la cara con barro, y no podía ver lo que tenía cogido. El buceo de ríos y puertos generalmente había que hacerlo a tientas, así que le tocaba ser paciente, dejar que la cosa fuese revelando su forma al tacto, descargar una imagen mental de aquello. La palpó con suavidad, con los ojos cerrados, contó los dedos para confirmar que era humana, a continuación se concentró en distinguir cada uno de los dígitos: primero el anular, doblado a la inversa del suyo, y gracias a eso pudo deducir cómo estaba colocada la mano, con la palma hacia arriba. Hizo cábalas a toda velocidad para imaginarse la postura del cuerpo..., probablemente de costado. Dio un tirón de prueba. En lugar de encontrarse con un peso conectado a la extremidad, la mano flotó sin ofrecer resistencia fuera del cieno. En el punto en el que debería estar la muñeca no había más que hueso pelado y cartílago.

—¿Sargento? —dijo el agente Rich Dundas a través del auricular. En medio de aquella oscuridad claustrofóbica, la voz pareció tan cercana que le hizo dar un respingo. Su compañero estaba arriba, en el muelle, haciendo el seguimiento junto al auxiliar de superficie, que iba soltando cabo y controlaba el panel de comunicaciones—. ¿Cómo va? Estás justo en el punto indicado. ¿Ves algo?

El testigo declaraba haber visto una mano, solo una mano, nada del cuerpo, y aquello había preocupado a todo el equipo. Nadie había oído hablar jamás de un cadáver que flotase bocarriba, de eso se encargaba la descomposición, que los hacía flotar bocabajo, con los brazos y las piernas colgando. Una mano era lo último que tendría que verse. Pero ahora el planteamiento empezaba a ser distinto: aquella mano estaba cortada por la zona más delgada, la muñeca. Era solo una mano, no un cuerpo. De modo que no se había tratado de un cadáver flotando, contra todas las leyes de la física, bocarriba. Aun así, seguía habiendo algo extraño en la declaración del testigo. Volvió a colocar la mano para hacerse una idea del lugar en el que estaba depositada (pequeños detalles que necesitaría para su propio informe como testigo). No la habían enterrado. Ni siquiera podía decir que la hubiesen metido en el barro. Estaba ahí tirada.

—¿Sargento? ¿Me oyes?

—Sí, te oigo.

Recogió la mano con cuidado y fue hundiéndose lentamente para moverse sobre el cieno del fondo del puerto.

—¿Sargento?

—Sí, Dundas. Ya. Sigo aquí.

—¿Has encontrado algo?

Tragó saliva. Giró la mano de manera que los dedos quedasen sobre los suyos. Debería responderle a Dundas que aquello eran «cinco campanas». Objetivo localizado.

Pero no lo hizo.

—No. Todavía nada. Nada aún —dijo, por el contrario.

—¿Qué sucede?

—Nada. Voy a echar un vistazo por los alrededores. Cuando tenga algo te aviso.

—Muy bien.

Hundió un brazo en el fango y se obligó a pensar con lucidez. Primero dio un tirón suave al cabo para que bajase y lo palpó hasta tocar la etiqueta que señalaba los siguientes tres metros. En la superficie parecería que cogía cuerda de manera natural, daría la impresión de que estaba nadando por el fondo. Cuando llegó a la etiqueta se metió el cabo entre las rodillas para mantener la presión y se tumbó en el cieno como le había enseñado a su equipo que debían hacer si sufrían una sobrecarga de dióxido de carbono, bocabajo para que la máscara no se les despegase de la cara, las rodillas tocando casi el barro. La mano cerca de la frente, como si estuviese rezando. Dentro de su casco de comunicaciones todo era silencio, solo se oía el siseo de la estática. Ahora que había encontrado el objetivo tenía tiempo. Desenchufó el micrófono de la máscara, se tomó un respiro para cerrar los ojos y comprobar su equilibrio. Se concentró en un punto rojo de su mente y aguardó a que comenzase el baile. Pero no lo hizo. Se quedó fijo. Siguió muy, muy quieta, esperando, como siempre hacía, a que se le ocurriese algo.

—¿Mamá? —susurró, irritada por lo esperanzada y susurrante que sonó su voz dentro del casco—. ¿Mamá?

Esperó. Nada. Como siempre. Se concentró más, presionando ligeramente los huesos de la mano para conseguir familiarizarse con aquel trozo de carne de un desconocido.

—¿Mamá?

Algo surgió ante sus ojos, que empezaban a picarle. Los abrió, pero nada: solo la acostumbrada negrura sofocante de la máscara, la vaga luz pardusca del cieno culebreando delante del cristal y el sonido envolvente de su propia respiración. Se esforzó por no llorar, deseando decir en voz alta: «Ayuda, mamá, por favor. Te vi anoche. Te vi seguro. Y sé que estás intentando decirme algo... Lo que pasa es que no logro oírte bien. Por favor, cuéntame lo que intentabas decirme».

—¿Mamá? —susurró, y, al poco, avergonzada—: ¿Mami?

Su voz rebotó provocando ecos en su cabeza, aunque al volver, en lugar de «Mami», sonó como «Idiota, más que idiota». Echó hacia atrás la cabeza y respiró hondo, luchando con todas sus fuerzas por no derramar una sola lágrima. ¿Qué esperaba? ¿Por qué era siempre aquí, debajo del agua, donde le entraban ganas de llorar? Era el peor lugar posible: llorar dentro de una máscara que no podía quitarse, a diferencia de los buceadores deportivos. Igual era obvio que se sentía más cerca de su madre en sitios así, pero no era solo eso. Desde que tenía uso de razón el agua había sido el lugar donde podía concentrarse, experimentar una especie de paz mientras flotaba, como si allí abajo pudiese abrir canales imposibles de abrir en la superficie.

Esperó unos minutos más, hasta que las lágrimas estuvieron a buen recaudo y tuvo la seguridad de que no la cegarían ni la pondrían en evidencia cuando emergiese. Entonces suspiró y sostuvo en alto la mano amputada. Tenía que acercarla a la máscara, que rozase la visera de metacrilato, porque así de cerca tienes que tener las cosas para conseguir un mínimo de visibilidad. Y entonces, al observar de cerca la mano, se dio cuenta de qué era lo que no encajaba.

Enchufó el cable del comunicador.

—¿Dundas? ¿Estás ahí?

—¿Qué hay?

Le dio la vuelta a la mano a menos de un centímetro de la visera, examinó la carne grisácea, los bordes destrozados. El que había visto la mano era un viejo. La vio un segundo. Iba de paseo con su nietecita, que quería poner a prueba sus botas rosas nuevas en plena tormenta. Terminaron acurrucados bajo el paraguas y estaban contemplando cómo caía la lluvia sobre el agua cuando vio la mano. Y allí estaba, en la punto exacto donde le había dicho al equipo que la encontraría, encallada bajo el puente flotante. Con aquella visibilidad era imposible que la hubiera distinguido donde estaba ella ahora. Desde el pontón era imposible ver a diez centímetros bajo el agua.

—¿Pulga?

—Sí, estaba pensando... ¿alguno de vosotros sabía que aquí abajo la visibilidad es nula?

Una pausa mientras Dundas consultaba al equipo del muelle. Acto seguido volvió.

—Negativo, sargento. Nadie.

—Entonces, ¿seguro?, ¿visibilidad nula al cien por cien todo el tiempo?

—Diría que con toda probabilidad, sargento. ¿Por qué?

Ella colocó la mano de nuevo donde estaba. Volvería a recogerla con un kit para restos mortales (ni en broma podía nadar hasta la superficie llevándola consigo, se arriesgaba a echar a perder pruebas forenses), pero ahora se ciñó a la búsqueda e intentó pensar. Intentó dar con una clave que explicase cómo el testigo había sido capaz de ver la mano, intentó ceñirse a aquella idea y darle vueltas, pero no sacó nada en claro. Tal vez tenía algo que ver con el motivo por el que había estado despierta hasta las tantas la noche anterior. O eso, o se estaba haciendo mayor. Veintinueve el mes siguiente. «¿Qué te parece, eh, mamá? Tengo casi veintinueve. No pensé que duraría tanto, ¿y tú?».

—¿Sargento?

Recogió cabo lentamente, contra la fuerza del auxiliar de superficie, fingiendo que regresaba por la base del muelle. Ajustó los cables del comunicador para que la conexión fuese correcta.

—Sí, perdón. Me he quedado un poco atontada. Cinco campanas, Rich. He localizado el objetivo. Ahora subo.

 

Estaba plantada en el muelle, en medio de un frío terrible, con la máscara en la mano, soltando vaho por la boca, y tiritaba mientras Dundas la regaba con la manguera. Había vuelto al fondo para recuperar la mano con un kit de restos mortales, el buceo había concluido y ahora tocaba la parte que más detestaba: la conmoción al salir del agua, la conmoción de estar de vuelta entre los sonidos, la luz y la gente... y el aire, como una bofetada en plena cara. Le hacía castañetear los dientes. Y el puerto tenía una pinta lúgubre, por más que fuese primavera. Había dejado de llover y ahora el débil sol del atardecer hacía resplandecer algunas ventanas, las angulosas grúas de enfrente en la dársena de la Great Western y los arcoíris aceitosos que flotaban en el agua. Habían establecido una zona privada en una plataforma de madera de pino tratada en la parte de atrás de un restaurante de la costa, El Foso, de modo que el equipo, todos con sus chubasqueros amarillo fluorescente, despejó las mesas de fuera y organizó su material: bombonas de oxígeno, sistema de comunicaciones, balsa de espera, tabla (todo diseminado entre los charcos de agua de lluvia que se formaban en la plataforma).

—Cree que estás en lo cierto.

Dundas cerró la manguera e hizo un gesto con la cabeza en dirección al ventanal del restaurante donde se veía el reflejo borroso e impreciso del coordinador de la Policía Científica, que miraba la bolsa amarilla que Pulga tenía a sus pies con la mano dentro.

—Lo sé —contestó Pulga con un suspiro mientras aflojaba la máscara y se sacaba los guantes de protección reglamentarios—. Pero a simple vista, quién lo diría, ¿eh?

No era ni el primero ni el último miembro amputado que sacaba de los barrizales que rodeaban Bristol, y salvo por lo que evidenciaba sobre la tristeza y la soledad de la muerte, una mano cortada tampoco era nada del otro mundo. Habría una explicación para ello, algo deprimente y prosaico, probablemente un suicidio. Con frecuencia, la prensa vigilaba la operación policial a través de sus zooms desde el otro lado del puerto, pero ese día no había nadie en el embarcadero de Redcliffe. El asunto estaba demasiado manido incluso para ellos. Pero el caso es que el coordinador de la Policía Científica, Dundas y ella sabían que aquella mano no tenía nada de normal, que cuando los periodistas se enterasen de lo que se habían perdido se matarían por conseguir una entrevista.

No estaba descompuesta. De hecho, aparte de la herida que había ocasionado la separación, estaba completamente intacta. De modo que todas las alarmas habían saltado de golpe por algo. Así se lo había señalado al de la Científica, cómo diantres la habían separado de su dueño cuando, a juzgar por su aspecto, no parecía que pudiese haberse desprendido simplemente, no sin infligir una herida muy particular, y ella diría que a todas luces las señales en los huesos no parecían mordiscos de peces, sino marcas de una cuchilla. Y el otro le había respondido que no había manera de pronunciarse antes de la autopsia, pero ¿no era una observación a tener en cuenta? Sí, lo era, sobre todo si lo dice alguien que se ha pasado media vida bajo el agua.

—¿Alguien ha hablado con la Capitanía del puerto? ¿Habéis preguntado qué clase de mareas hemos tenido hoy? —preguntó Pulga, mientras su auxiliar de superficie la ayudaba a quitarse el arnés y las bombonas.

—Sí —dijo Dundas, agachándose para enrollar la pistola de la manguera.

Ella observó desde arriba la boina de un rojo vivo que siempre llevaba (de lo contrario, según él, podría calentarse un estadio entero con el calor acumulado en su calva). Sabía que el chubasquero fluorescente ocultaba una constitución robusta y de gran estatura. A veces era difícil ser mujer, tomar decisiones que afectaban a nueve hombres, la mitad de ellos mayores que ella, pero de Dundas no dudaba nunca. Estaba de su lado pasase lo que pasase. Técnico bien preparado, su trato con el personal y el equipo era paternal, y en ocasiones podía ser pero que muy malhablado. En aquel instante se estaba concentrando, y cuando lo hacía era tan bueno que le daban ganas de darle un beso.

—Hoy ha habido marea, pero no hasta después del avistamiento —informó.

—¿Y las esclusas?

—Sí. Se abrieron esta tarde durante veinte minutos, a las 14:00. El capitán del puerto bajó la draga del canal alimentador para descargarlo un poco.

—¿Y la llamada nos llegó a las...?

—A las 13:55. Justo antes de abrir las esclusas. De haberlo sabido, el capitán habría esperado. De hecho, estoy seguro de que hubiese esperado, teniendo en cuenta cuánto nos quieren por estos lares. Siempre dispuestos a desvivirse por nosotros.

Pulga enganchó los dedos bajo la capucha de neopreno y la fue enrollando sobre su nuca hasta sacársela con suavidad sobre la cara sin pegar demasiados tirones, porque cada vez que examinaba sus capuchas se las encontraba llenas de pelos arrancados de raíz, con perlillas de piel todavía adheridas en los extremos. A veces se preguntaba por qué no estaba tan calva como Dundas. Dejó caer la capucha, se restregó la nariz y miró de soslayo hacia el agua, hacia el Puente de Pero, donde la luz del sol bañaba de oro las trompas gemelas, con St. Augustine’s Reach al fondo, donde el río Frome emergía y penetraba en el puerto.

—No sé —masculló Pulga—. Yo más bien diría lo contrario.

—¿A qué viene eso?

Ella se encogió de hombros, miró el trozo de carne gris dentro de la bolsa abierta, entre los pies de ambos, y trató de imaginarse cómo pudo ver la mano el testigo. Pero no hubo manera. Su cabeza continuaba balanceándose, intentando arrastrarla con ella. Pulga se sobrepuso y se dejó caer en una silla con una mano en la frente, consciente de que se había quedado pálida.

—¿Todo bien, Pulga? Dios mío, la verdad es que no tienes muy buena pinta.

Pulga se rio y se pasó los dedos por la cara.

—Pues sí, mira, muy boyante no estoy.

Dundas se acuclilló enfrente de ella.

—¿Qué te pasa?

Ella negó con la cabeza, clavó la mirada en sus piernas embutidas en el traje negro de neopreno, en los charcos de agua que se formaban alrededor de las botas de buceo. Llevaba más horas de buceo a sus espaldas que cualquier otro miembro del equipo, y se suponía que estaba al mando, de modo que lo que había hecho la noche anterior estaba mal, muy mal.

—Ah, nada —dijo tratando de quitarle importancia—. Nada, de verdad. Lo habitual... Es que no duermo bien.

—La mierda sigue, ¿no?

Ella le sonrió y sintió que las gotas de lluvia impactaban en sus ojos. Como jefa de la unidad, también era instructora, y eso a veces suponía meterse en el agua, en lo más bajo de la cadena de mando, para darles a los demás la oportunidad de hacer de supervisor en la inmersión. En el fondo aquello no le gustaba. En el fondo, solo estaba contenta de verdad en días como aquel, en los que ponía a Dundas de supervisor. Dundas tenía un hijo —Jonah—, un hijo ya crecidito que le robaba dinero a él y a su exmujer para costearse una adicción, pero provocaba en su padre los mismos sentimientos de culpabilidad que siempre le provocaba a Pulga su hermano Thom. Dundas y ella tenían mucho en común.

—Pues sí. Mierda sin parar. Aun después de tanto tiempo.

—Dos años no es mucho tiempo —comentó él pasándole una mano bajo la axila y ayudándola a levantarse—. Pero te diré una cosa que puede ayudarte.

—¿Qué?

—Come algo, para variar. Una chorrada, lo sé, pero igual te ayuda a dormir.

Ella le devolvió una leve sonrisa, apoyó una mano en su hombro y dejó que la alzase.

—Tienes razón. Mejor que coma. ¿Hay algo en la furgoneta?

2

El restaurante La Estación había sido el cobertizo de botes de la policía hasta que se vendió y lo renovaron, y por eso el nuevo dueño decía que lo suyo era devolverles el favor y dejar que lo usasen siempre que lo necesitaran. Les había cedido un cuarto en la parte de atrás, junto a las cocinas, y allí se estaba más a gusto que en la furgoneta. En su día fue el vestuario de la policía; ahora era donde el personal se cambiaba. Su ropa de calle colgaba de ganchos, y bajo el banco pegado a la pared había botas y mochilas embutidas.

Pulga dejó caer su bolsa de deporte negra y comenzó a desvestirse mientras Dundas iba a fisgonear en las cocinas. Se desabrochó el traje de buceo y se bajó las prendas térmicas reglamentarias hasta la cintura. Con el conjunto térmico aún puesto, se bajó el traje hasta los tobillos y se sacó las botas de una sacudida. Se detuvo y se miró los pies porque estaba sola y se lo podía permitir. Los flexionó e inspeccionó la carnecilla entre los dedos, y la frotó hasta que se le puso roja. Membranas. Membranas como las de una rana. Deberían llamarla «Mujer rana». Se cogió el trozo de piel entre el dedo gordo y el siguiente y clavó las uñas. El dolor le invadió por completo y le provocó un estallido blanco en el cerebro, pero siguió apretando. Cerró los ojos y se concentró en ello, dejando que el calor circulase por sus venas. El consejero del cuerpo de Policía, en su cita semestral, le había dicho que tenía que hacer que un médico le examinase aquel pie y charlar de cómo se había desarrollado el problema... ¿pero recordarlo ahora? ¿Cuándo había aparecido aquel pellejo? ¿Fue en la época del accidente?

Pero no había ido a que se lo mirasen, así que rebuscó los calcetines en la bolsa y se los puso rápidamente. Dundas entró con una chapata envuelta en una servilleta de papel con estampado de flores y levantó una ceja cuando la sorprendió sentada en sujetador y con el conjunto térmico bajado, protegiéndose el pie con las manos.

—Eh, mejor ponte algo de ropa. El subinspector jefe viene de camino para terminar de atar cabos. Le he indicado dónde podía encontrarnos.

Pulga se puso una camiseta, cogió una toalla y empezó a secarse el pelo enérgicamente.

—¿Y dónde está el inspector jefe?

—Tenía una reunión a propósito de la Operación Atrio... No tiene interés en vernos enredar con una mano aquí en el puerto. No cree que la Unidad de Delitos Graves deba perder el tiempo con nosotros. Se ha marchado hace veinte minutos.

—Me alegro. No me cae bien —respondió ella pensando en el informe que había presentado pocos minutos antes.

El inspector jefe de guardia había estado más o menos cortés, pero nunca olvidaría su expresión cuando la vio por primera vez durante un informe de buceo tres años atrás: exactamente igual que el resto de inspectores jefe, como deprimido porque esperaba a alguien con un poco de autoridad, alguien que respondiese a sus preguntas sobre el agua y lo tranquilizase, y lo que se encontraba de repente era a Pulga: una chica delgaducha de veintiséis años, con una melena espesa y unos ojos azules infantiles tan separados que parecía que no fuese capaz ni de abrir una cuenta corriente, por no hablar de sacar un cadáver del barro a cuatro metros de profundidad. Pero así la trataban la mayoría de sus superiores. Al principio había supuesto un reto. Ahora simplemente la cabreaba.

—¿Y bien? —Dejó caer la toalla—. Entonces, ¿quién es el subinspector? ¿Alguno de Kingswood?

—Uno nuevo. No había oído hablar de él.

—¿Cómo se llama?

—No me acuerdo. Uno de esos apellidos que suenan a viejo borrachuzo irlandés echado a perder. De la vieja escuela... de cerveza y comida para llevar. Con la tensión alta. De los que envían cada año a alguien más joven con una identificación falsa para que le pase la prueba de resistencia cardiorrespiratoria.

Pulga sonrió y se echó un vistazo a los brazos mientras flexionaba los bíceps.

—No me hables de cardiorrespiratorias, que dentro de dos semanas me toca el examen médico anual.

—¿Te toca subir a Napier Miles, sargento? Pues entonces vas a tener que empezar a comer. —Le tendió la chapata—. Batidos de proteínas, helados, McDonald’s... Mírate. El peso insuficiente es el nuevo sobrepeso, ¿no lo sabías?

Pulga cogió el bocadillo y empezó a comérselo. Dundas no dejaba de mirarla. Tenía gracia aquella actitud protectora suya, teniendo en cuenta que era su subordinado. Él jamás perdía el tiempo sermoneando a su hijo, eso se lo reservaba para Pulga. Masticó mientras reflexionaba que Dundas era alguien a quien podría contarle... explicarle lo que de verdad le sucedía, lo que le había ocurrido la noche anterior.

Estaba intentando escoger las palabras adecuadas, organizarlas, cuando una voz tras ellos preguntó:

—¿Son ustedes los buzos? ¿Los que han sacado la mano?

Un hombre entrado en la treintena, de mediana altura, vestido con un traje gris, estaba en la puerta sosteniendo un vaso de café de la máquina. La expresión de su rostro era de determinación y tenía una espesa mata de pelo oscuro, aunque lo llevaba corto.

—¿Dónde la tienen? No hay nadie en el muelle aparte de su equipo —dijo asomándose con una mano apoyada en el marco mientras echaba un vistazo al vestuario.

Ninguno de los dos abrió la boca.

—¿Hola?

Pulga volvió en sí de golpe. Tragó el bocado y se limpió apresuradamente las migas de la boca con el dorso de la mano.

—Sí, disculpe. ¿Quién es usted?

—Inspector Jack Caffery. Subinspector jefe. ¿Quién es usted?

—Ella es Pulga. La sargento Pulga Marley —respondió Dundas.

Caffery le devolvió una mirada de extrañeza. A continuación observó a Pulga y ella tuvo claro que disimulaba algo bajo su expresión. Pensó que sabía qué era. A los hombres no les gustaba trabajar codo con codo con una chica que se pasaba de lunes a viernes chapoteando con sus botas de buceo. O eso, o tenía migas en la camiseta.

—¿Pulga?

—Es un apodo. —Se puso en pie y le tendió la mano—. Me llamo Phoebe Marley. Sargento Phoebe Marley.

Él contempló la mano como si se tratase de un objeto ajeno. Acto seguido, como si acabase de recordar lo que era, se la estrechó con firmeza. La soltó al instante y Pulga retrocedió de vuelta a su sitio. Se sentó y se sacudió cohibida la parte delantera de la camiseta, aturdida de nuevo. No se le daban demasiado bien los hombres. Al menos no aquella clase de hombres. La hacían pensar en cosas que había dejado atrás.

—Entonces, Pulga, ¿dónde está esa mano que ha sacado usted del agua?

—El forense dejó que se la llevasen. ¿No se lo ha dicho nadie? —contestó Dundas.

—No.

—Vaya, pues así es. Alguien de la Unidad de Gestión de Delitos se ha llevado la mano a Southmeads, pero no tendrán nada hasta mañana.

—Entonces, ¿sacan muchas manos del agua por estos parajes?

—Y tanto. En Southmeads tenemos toda una colección. Pies, manos, una o dos piernas...

—¿Y de dónde salen?

—La mayoría son de suicidas. En el Avon, el noventa por ciento de las veces son de suicidas. Hay unos rápidos como se ven pocos... lo que cae allí acaba golpeado, empotrado contra los árboles, hecho trizas. Zarandea los fragmentos de un lado a otro, a derecha, a izquierda, un montón.

Caffery estiró la muñeca fuera de la manga de la americana y miró la hora.

—Muy bien. No tengo nada más que hacer aquí.

Ya tenía la puerta abierta y estaba prácticamente fuera cuando ralentizó el paso, de espaldas a ellos, con una mano en la puerta, de cara al pasillo de la cocina, tal vez percibiendo que los otros dos lo miraban en silencio.

Dio un par de pasos, luego se giró.

—¿Y...? —dijo, paseando la mirada entre Dundas y Pulga—. Pongamos que es un suicidio. ¿Qué es lo que se hace generalmente en caso de suicidio?

—¿Si no tenemos unas coordenadas? ¿Si no contamos con testigos?

—Eso es.

—Pues, eh... esperamos a que salga a flote. —Pulga bajó un poco la voz al pronunciar la palabra «flote»: con el equipo la usaban tan a menudo que se habían acostumbrado, a veces se les olvidaba lo que significaba: que un cadáver estaba tan lleno de gases fruto de la descomposición que emergía a la superficie—. Esperamos a que salga a flote, luego efectuamos una recogida en superficie. Con este tiempo, hubiese supuesto un par de semanas.

—Eso pensaba. Así lo hacen en Londres. —Iba a salir de nuevo, pero esta vez debió de percibir la mirada que Dundas le echaba a Pulga porque se detuvo. Cerró la puerta y se quedó en el cuarto—. Muy bien —dijo lentamente—. Están ustedes intentando decirme algo. El único problema es que no tengo ni idea de qué se trata.

Pulga respiró hondo. Le dio la vuelta a su silla, se sentó, apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia delante, con la mirada clavada en los ojos del subinspector.

—¿No se lo han dicho los de la Unidad de Gestión de Delitos? ¿No le han contado que no creemos que se trate de un suicidio?

—Ustedes me acaban de decir que aquí se las ven con un montón de suicidios.

—Sí..., en el Avon. Si estuviésemos en el Avon sería lo más probable. Pero no es así. Esto ha sido en el puerto.

Pulga se levantó y se quedó inmóvil, sosteniendo todavía la silla como si le sirviese de protección. No lo demostró, pero era consciente de la altura y la delgadez de Caffery bajo el traje. Supo que si se le acercaba se quedaría mirando embobada o algo peor, porque ya había tomado notas de algunos detalles del hombre (como el punto por encima del cuello de la camisa por donde comenzaba a despuntarle la barba).

—Nosotros no somos patólogos. No deberíamos estar diciéndole nada, pero hay algo que no encaja. —Se humedeció los labios y miró de soslayo a Dundas—. Me refiero a que, para empezar, lleva en el agua menos de un día. Un cuerpo no empieza a romperse en trozos en aguas turbulentas hasta mucho después de haber salido a flote. Esa mano está demasiado fresca para eso.

Caffery ladeó la cabeza, alzó las cejas.

—Sí. Y si lo hubiese despedazado la fauna (los peces, las ratas del puerto quizá) estaría llena de mordiscos. No hay ni uno. La única herida la encontramos aquí. —Levantó una mano y trazó un círculo con el pulgar y el índice alrededor de la muñeca—. Justo por el sitio por el que se separó del brazo. La Unidad de Gestión de Delitos está de acuerdo conmigo en esto.

Caffery se quedó quieto observando su melena y sus brazos delgados embutidos en el conjunto térmico. Pulga detestaba aquello. Nunca se sentía cómoda en la superficie, donde otros se relacionaban con sofisticación, y por eso siempre estaría mejor bajo el agua. «Mamá —pensó—. Mamá: tú sabes cómo hacerlo. Tú sabes aparentar normalidad, a ti no te sale esta brusquedad que yo transmito».

—¿Y bien? —le preguntó el otro examinándola pensativo—. ¿Qué puede haber provocado una herida como esa?

—Podría deberse a un accidente de barco. Pero eso sucede más adentro, en el estuario. Luego está la gente que viene del puente Clifton. El puente de los suicidas, como lo llamamos. Si alguien se tira de aquí, el noventa por ciento de las veces acaba allí. Es posible que la corriente se los trague y los arrastre hacia el interior del río y a veces, solo a veces, según la corriente, terminan río arriba. —Se encogió de hombros—. Supongo que, en teoría, si alguien cae desde el puente y se corta con un barco que navega en el río, una mano suelta podría atravesar las compuertas y acabar en el puerto. O emerger a través del Cut. —Se colocó el pelo tras las orejas—. Pero no, eso es imposible.

—Imposible —concluyó Dundas—. Hablamos de una posibilidad entre un millón. Y aun en el caso de que llegase desde el Frome o desde más arriba del Avon, a través de la esclusa de Netham hasta el canal alimentador...

—... si hubiésemos tenido marea en el puerto, que es cuando generalmente están abiertas las esclusas.

—Cosa que ha sucedido únicamente una vez en los últimos dos días. Después de que nos avisasen del avistamiento. Lo hemos comprobado.

—¿Lo que están diciendo es que alguien tiró la mano al agua?

—No estamos diciendo nada. No es nuestro trabajo.

—¿Pero la tiraron?

Intercambiaron miradas.

—No es competencia nuestra —dijeron a una.

Caffery paseó la mirada de Pulga a Dundas y de nuevo a la buceadora.

—De acuerdo. La tiraron. —Volvió a consultar el reloj—. Bien..., ¿qué turno tienen ustedes hoy? ¿Qué tengo que hacer para que se queden en el agua?

—Ah, yo de usted no me preocuparía por eso —dijo Dundas con una sonrisa mientras cogía del gancho su chubasquero y se lo ponía—. Todavía no hemos fichado la salida en la Capitanía del puerto. Y, de todas formas, siempre estamos interesados en hacer horas extra. ¿Verdad, sargento?

3
25 de noviembre

Siempre quiso dejar el caballo. A cualquiera que lo hubiese visto dedicar el cien por cien de su tiempo y energías a meterse le parecería absurdo oírle decir que lo que en realidad quiere, lo que de verdad desea por encima de todas las cosas, es encontrar una manera de salir de eso y desengancharse. Es noviembre y está al lado de Hombre Bolsa, al que llaman HB, a la sombra del bloque de pisos, junto a los contenedores donde se suelen llevar a cabo la mayoría de los trapicheos. Un viento gris de otoño azota la basura y las bolsas de plástico. HB lleva una sudadera gris con capucha con la leyenda MALCOLM X estampada en el bolsillo superior, a pesar de ser blanco, y Mossy está furioso porque el otro le acaba de decir que no le fía más.

—¿Qué? Pero ¿qué coño me estás contando? —dice Mossy, porque HB y él han vivido mucho juntos y no hay motivos para que, de repente, lo trate con tanto desapego.

—Lo siento —le replica HB sosteniéndole la mirada—, pero es que la cosa ha ido demasiado lejos. Esta vez no te puedo echar una mano, tío, ya no. Esto se ha acabado. —Agarra a Mossy por un brazo y lo atrae hacia él—. Es hora de que te apuntes a orientación.

—¿Terapia? ¿A qué te refieres con orientación?

—No me agobies, colega. Te estoy dando un consejo. Deja de agobiar.

No obstante, Mossy todavía sigue insistiendo un poco más, trata de convencer a HB de que le dé algo, solo un poco. Pero HB está decidido y sigue erre que erre, de modo que al final a Mossy no le queda otra que marcharse con el rabo entre las piernas, con el pensamiento saltando entre la idea de matar al camello y lo que ha dicho sobre la terapia. Hacia la tarde, resulta que está en la zona este de la ciudad, entrando en una sesión de terapia de una pequeña clínica en la que hay una recepcionista que, para ser sinceros, da un pavor tremendo. Este simple acto, el acto de entrar en esta clínica, será suficiente para que un día Mossy culpe de todo a HB.

La sesión resulta chocante. Todos desperdigados por la sala sin mirarse a los ojos. Hay uno que lleva una botella de agua de dos litros y está todo el rato amorrado a ella como si fuese a salvarle la vida. Mossy se sienta con los codos apoyados en las rodillas y finge que se interesa por ellos, que charlan monótonamente sobre lo injusto de la vida, porque eso es lo que ha aprendido de la gente que se mete caballo: siempre se autocompadecen, de modo que espera no sonar como ellos. Pero durante todo el tiempo que se pasa observándolos, lo único que se pregunta es si alguno llevará encima algo de mierda y si alguien se apiadará lo suficiente de él como para compartir un poco. Así que empieza a soltar su rollo: lo de que su tío abusó de él, cómo aprendió a picarse a los trece y toda la matraca de la metadona, los análisis a que se ha sometido y la prostitución, lo pronto que se metió en eso, cuando no tenía ni quince años; y continúa largando, aunque nota que el moderador (un tío cachas que lleva limpio desde hace años y le debe algo a la sociedad) lo mira fijamente, le clava los ojos, y Mossy piensa que se está ganando su simpatía, piensa que tal vez es el único en esa sala que tiene una buena razón para estar tan enganchado. Pero entonces, una vez ha terminado, el moderador suelta:

—¿Mossy? ¿Mossy? ¿De dónde se sacaron ese nombre?

Mossy hace un gesto indolente.

—No sé. Se lo inventaron los colegas. Como estoy en los huesos, igual que aquella modelo, Kate Moss.

Se hace un breve silencio y nadie lo mira, salvo el moderador, que mantiene un poco más el contacto visual.

—¿No te parece que se podría considerar algo ofensivo? —comienza, y entonces se deja oír una especie de nota falsa en su voz que Mossy sabe que significa que todo anda chungo, una especie de aviso. Así que es hora de largarse, y masculla algo sobre que se lo pusieron sin ánimo de ofender y tal, y espera a que cambien de tema. Entonces se levanta lo más silenciosamente que puede, apoya la silla de plástico contra la pared y sale. Se aleja un poco de la clínica y se enciende un porro. Se detiene en un lugar desde el que puede ver la puerta de la clínica y a todos los que salen, y espera mientras nota los calambres que le atraviesan lentamente desde el pecho a la espalda. Los calambres son la peor de las agonías, los primeros en aparecer y los últimos en marcharse. Se sienta y se abraza el estómago preguntándose si habrá un meadero por allí cerca. Es un día caluroso, y eso ayuda; si continúa canturreando, al final logrará quitárselo de la cabeza.

Al rato, la puerta se abre. Percibe la mirada fija del moderador sobre él, pero no va a sentirse intimidado, de modo que espera mientras los demás salen. Mossy se comporta como una hiena, escoge a los que tienen pinta de ser más blandos, los que andan a unos pasos de la manada, los que se tragarán una historia bien contada: es fácil identificarlos, hay algo en la esperanza que reflejan sus ojos, como si de verdad creyesen que las personas pueden redimirse. Mossy aguarda hasta que pasan, luego echa a andar a zancadas junto a ellos, con las manos en los bolsillos, la cabeza un poco gacha para poder ladearla en el balanceo y murmurar: «¿Llevas algo que me puedas dar? ¿Eh? Lo que sea. Te pago. Te lo prometo». Pero ellos mascullan que no y cruzan la carretera cabizbajos, como si no quisieran ser vistos en su compañía. Lo dejan allí plantado, con los primeros sudores y el picor, y cuando vuelve caminando hacia su rincón siente el roce de las rótulas contra los cartílagos. ¿Es porque está demasiado delgado o es otra cosa? ¿Es por algo raro que le está pasando a su piel?

Una vez han desaparecido, intenta sacarle algo de dinero a una transeúnte, pero la mujer pasa de largo con la mirada perdida en la distancia, así que después de un rato decide bajar a los muelles, ver qué se cuece por allí. A lo mejor hay alguno de la urbanización de Barton Hill de buen humor. Si no, ya pensará otra cosa.

Se acaba de poner de pie y ha echado a andar cuando sucede. En un momento dado está dándole vueltas a sus malos rollos y al instante tiene a su lado a un tío negro y muy delgado con el pelo pegadísimo al cráneo y bigotito. Lleva tejanos con las perneras descoloridas de fábrica y una chaqueta Kappa color verde oliva con la capucha como pegada a la cabeza, y Mossy lo reconoce de la sesión de orientación (estaba sentado en un rincón). Pero en lo que se fija sobre todo es en su manera de andar: como si estuviese lubricado. Como si no hubiese nacido aquí, en las mustias calles de Bristol, sino en un lugar mejor. Como si estuviese acostumbrado a andar por el campo.

—¿Buscas algo? —le suelta—. ¿Buscas algo?

Mossy se para.

—Sí, pero estoy pelado.

Y lo raro es que, en lugar del porrazo en la cabeza que se esperaba, el tío flacucho mira a Mossy a los ojos y le dice:

—No te preocupes por el dinero. No te preocupes. Conozco a alguien que puede ayudarte.

Y así, claro está, es como empieza todo.

4
13 de mayo

El sol de última hora de la tarde había salido por detrás de las nubes, rojo y un poco hinchado, pero en el restaurante La Estación las lámparas de las mesas ya estaban encendidas. El lugar empezaba a llenarse, la gente entraba, se iba quitando los abrigos, pedía algo de beber. Hacía demasiado frío para sentarse fuera y la plataforma de madera estaba desierta, de modo que Caffery se fue a otra parte a hacer sus llamadas. Había que presionar un poco al jefe, convencerlo de que se tomase en serio lo que la Unidad de Búsqueda Subacuática y la Unidad de Gestión de Delitos decía, asignar un nivel al caso antes de la autopsia (porque iban a hacerle una autopsia a la mano), y luego tocaba darles un poco de caña a los del Servicio de Seguridad Diplomática de Kingswood. Se habían ofrecido a trabajar con él en un caso de robo a mano armada, así que ahora añadiría un pequeño extra: que buscaran en hospitales y servicios funerarios. ¿Algún cadáver masculino al que le faltase la mano derecha?

Después de tocarles las narices a sus compañeros de Bristol, se metió el teléfono en el bolsillo y se dirigió hacia un punto de la plataforma desde donde podía contemplar las mamparas policiales del equipo de buzos, que se preparaba delante del restaurante contiguo. El Foso, se llamaba. Le gustaba: El Foso. Como si fuera algo medieval en lugar de una casa flotante con cuatro bichos disecados colgados de las paredes. Alguien había convencido al encargado de no abrir por la noche, así que el equipo había desparramado sus aparejos por la plataforma. El material aparecía diseminado entre charcos. Andando por allí, tratando de no pisar nada, estaba la sargento Marley, que se agachó para coger una máscara de buzo y se paró para hablar con su auxiliar de superficie y comprobar el arnés.

Caffery se apoyó en la balaustrada, se lio un cigarrillo —un hábito que todavía no había sido capaz de abandonar, a pesar de lo pesado que se ponía el Gobierno con el asunto cada vez que veía la tele— y se lo encendió mientras vigilaba atentamente. Pulga, un apodo estúpido, aunque comprendía más o menos de dónde había salido. Incluso con el traje térmico puesto, había en ella algo de kinético, algo en su rostro sugería que sus pensamientos no permanecían invariables por mucho tiempo. Detestaba cómo había percibido dichos detalles en la persona de Pulga. Detestaba que, al entrar en la sala de personal y encontrársela sentada allí con el traje térmico medio bajado y los esbeltos brazos morenos al aire, con la rebelde mata de pelo rubio crespo como si acabase de lavárselo con agua de mar... detestaba haber sentido el impulso de marcharse, porque de repente lo único que era capaz de sentir era su propio cuerpo. La manera en que entraba en contacto con la ropa, los pantalones rozando sus muslos, la presión del cinturón contra su estómago y los puntos en los que la camisa le tocaba el cuello. Tuvo que frenarse. Aquello era para otro. Para otra persona en un lugar distinto, mucho tiempo atrás.

—¿Disculpe?

Echó un vistazo por encima del hombro. Tenía detrás a una mujer bajita. Era pelirroja y su cabeza estaba llena de moñitos atados con cintas multicolores. Una camarera de La Estación, a juzgar por el delantal que llevaba atado a la cintura.

—¿Sí?

—Eh... —La chica se frotó la nariz y echó un ojo hacia el restaurante para asegurarse de que no la estaban vigilando—. ¿Me permite preguntarle qué sucede?

—Se le permite.

Ella cruzó los brazos y tembló, aunque tampoco hacía tanto frío, desde luego no como para ponerse a tiritar.

—Bueno, entonces..., ¿han encontrado algo?

Algo en su voz hizo que Caffery se volviese a mirarla con mayor detenimiento. Era pequeña y delgada, debajo del delantal llevaba unos pantalones cargo negros y una camiseta que decía: «Cuanto más te pareces a mí, más te quiero».

—Sí. Algo han encontrado.

—¿Bajo el pontón?

—Sí.

Retiró una silla, se sentó y apoyó las manos sobre la mesa. Caffery la observó. Llevaba dos pendientes en la nariz y, por la inflamación de los agujeros, supuso que debía de juguetear con ellos cuando estaba nerviosa.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó. Apagó el cigarrillo, cogió una silla y se sentó frente a ella, de espaldas a El Foso—. ¿Le preocupa algo?

—Si se lo contase no me creería. O sea, por su cara ya veo que no me creería.

—Pruebe a ver.

Ella torció la boca y lo miró pensativa. Tenía muy blancas las líneas de las pestañas, signo de anemia. Se había tapado con maquillaje los puntos negros de la nariz.

—Dios. —Se tapó la cara con las manos, súbitamente avergonzada—. Bueno..., hasta yo sé que suena a chaladura.

—Pero me lo quiere contar, ¿verdad?

Se hizo un silencio. Acto seguido, tal y como había esperado, la chica alzó una mano y comenzó a darle vueltas a uno de los pendientes de la nariz, venga a dar vueltas y vueltas hasta que pensó que se iba a hacer sangre. Solo se oía el romper de las olas contra el muelle y al equipo de buzos cerrando arneses y bombonas. Tras un buen rato, dejó caer la mano y levantó la barbilla en dirección al pontón delante de El Foso.

—Vi algo. Una noche, era muy tarde. Yo estaba delante de El Foso. Justo donde ahora están esos buzos.

—¿Algo?

—Bueno, a alguien. Supongo que usted diría «alguien», aunque no estoy segura. —Volvió a sufrir un escalofrío—. Es decir: estaba muy oscuro. No como ahora. Era más tarde. Me refiero a muy tarde. Habíamos cerrado y alguien había vomitado por todo el lavabo de señoras, ¿y quién cree que limpia cuando sucede algo así? Estaba atravesando el restaurante con un cubo, de camino al armario de las escobas, y cruzaba justo por ahí, por delante de la ventana... —Señaló hacia La Estación, donde unos pocos comensales habían visto las mamparas policiales y estiraban el cuello tratando de enterarse de qué pasaba. El sol casi tocaba el horizonte y Caffery veía el reflejo de la chica y el suyo por encima, silueteados en un rojo incandescente—. Y cuando llego a aquella mesa algo me hace pararme. Y entonces voy y lo veo.

Caffery oía el chasquido espeso de la respiración encallada en la garganta de la chica.

—Iba desnudo... De eso me di cuenta enseguida.

—¿Desnudo?

—Mi novio cree que era el hijo de algún nómada. A veces encuentran la manera de llegar hasta las orillas del Cut. Se los ve desde la carretera, acampados tras los almacenes con la colada tendida. Mi novio dice que era un niño por lo pequeño que era. No más alto que esto. —Sostuvo una mano en el aire para indicar una altura de poco más de un metro—. Y era negro. Pero de verdad, negro azabache, y por eso no lo tengo claro. No creo que fuese un gitano.

—¿De qué edad, entonces? ¿Cinco? ¿Seis años?

Pero la camarera ya estaba negando con la cabeza.

—No. Eso es lo que le dije a mi novio. Pero no era joven. Ni mucho menos. O sea, era pequeño, como un niño, pero no era un niño. Le vi la cara. De refilón, pero me bastó para darme cuenta de que no era un niño. Era un hombre. Un hombre grotesco, con una pinta grotesca. Eso es lo puñeteramente singular del caso... Por eso sé que no va a creerme. Por eso y...

—¿Por eso y por...?

—Y por lo que estaba haciendo.

—¿Qué estaba haciendo?

—Ah... —Volvió a juguetear con el aro. Movió la cabeza de un lado a otro sin mirarle—. Ah, bueno, ya sabe...

—No.

—Lo habitual... ya sabe... lo que hacen los hombres. La tenía sacada... ya sabe. —Ahuecó una mano sobre la mesa—. Se la sostenía así. —Soltó una risa avergonzada—. Pero no es que estuviese simplemente... ya sabe, no era un viejo pajillero y punto. O sea, debía de ser alguna clase de truco, porque lo que sostenía entre las manos... debía de ser algo que se había colocado, porque era... ridículamente grande. —Ahora lo miró con un gesto de enfado, como si él le hubiese dicho que no la creía—. No estoy de coña, ¿sabe? Y me di cuenta de que quería que cualquiera que estuviera en El Foso lo viese. Como si estuviera tratando de dejar a alguien pasmado.

—¿Y había alguien más allí? ¿Alguna luz encendida?

—No. Eran como las dos de la mañana. Más tarde estaba dándole vueltas y pensé que tal vez se estaba contemplando en el reflejo. Ya sabe... ¿en el ventanal? Con las luces apagadas podía verse a sí mismo.

—Tal vez.