Cubierta

Thomas Buergenthal

Un niño afortunado

De prisionero en Auschwitz a juez de la Corte Internacional de Justicia

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Prefacio de Miquel Roca i Junyent
    2. Prólogo
  2.  
    1. Capítulo 1: De Lubochna a Polonia
    2. Capítulo 2: Katowice
    3. Capítulo 3: El gueto de Kielce
    4. Capítulo 4: Auschwitz
    5. Capítulo 5: La Marcha de la Muerte de Auschwitz
    6. Capítulo 6: Liberación
    7. Capítulo 7: En el ejército polaco
    8. Capítulo 8: De Otwock a Göttingen
    9. Capítulo 9: Un nuevo comienzo
    10. Capítulo 10: La vida en Göttingen
    11. Capítulo 11: Rumbo a Estados Unidos
    12. Capítulo 12: Reflexiones sobre la supervivencia
  3.  
    1. Epílogo: Mi segunda vida (un breve esbozo)
    2. Nuevas revelaciones
    3. Notas históricas
    4. Agradecimientos

Prefacio

No es la primera vez que me toca presentar un libro. Pero éste es el libro de la gran emoción, es el libro de la historia de la condición humana. Lo más importante de este libro es la sonrisa de Thomas Buergenthal en la portada y en el día de hoy.

Tenía un interés casi malsano en conocerle personalmente, porque quería saber cómo se puede escribir este libro desde la confianza, desde la ilusión, desde la esperanza. ¿Quién es este personaje tan curioso que es capaz de relatarnos lo que vivió y decir «he sido un niño afortunado»? Y lo que es más importante, es que al final me lo creo. Creo que ha sido un niño afortunado. Porque ¿para qué pararnos en la historia? Él la describe maravillosamente bien, sin adjetivos, sin concesiones al revanchismo o al rencor; no hay nada que descalifique que no sea el propio hecho, no hay que subjetivar ni poner voluntad detrás del hecho que se califica por sí mismo. Y esto es lo que hace que una descripción te llegue al corazón, que te agota, pero vas viendo como aquel personaje se construye desde la capacidad de proyectar un futuro de esperanza.

Es la historia de la condición humana, porque aquí no se trata de coloraciones; se trata de que realmente hemos de ser muy conscientes que la frontera entre la cordura y la locura colectiva es muy tenue, muy débil y puede romperse fácilmente.

Es un libro que nos pone ante la evidencia de que la bondad es posible incluso en el terreno de la locura más irracional. La describe en su libro; en un momento de un trayecto dramático desde Auschwitz hacia otro campo, el de Sachsenhausen, las condiciones, nos las podemos imaginar, él las detalla asépticamente: en unos vagones, al aire libre, frío, penurias, miseria, poca fuerza... Alguien, desde un puente, les tira pan. Él lo describe muy bien: «el pan se repartió como se pudo; la ilusión nos la quedamos todos». Había alguien en el bando enemigo que todavía tenía capacidad de querer, de respetar, de comprender el sufrimiento mutuo. Impresionante. Ésta es la historia de alguien que se ha comprometido con la causa de los derechos humanos y quizás sólo por eso escribe este libro cincuenta años después, cuando ha visto que su causa le ha dado la suficiente capacidad para escribir y poner su testimonio al servicio de un esperanza, pues si la ponemos al servicio de la desesperanza, ésta nos la podemos fabricar nosotros mismos, no necesitamos testigos.

Hay un momento del libro en el que el niño que vivió y superó todo aquello, que recuperó a su madre y revivió de nuevo con ella todo el trauma de su pasado, se asoma de repente al balcón y ve a padres alemanes paseando tranquilamente con sus niños. La tentación es la ametralladora. Y él se asusta. No se rebela contra ellos, sino contra su tentación. Y ésta es una contribución importantísima porque hubiera sido, no justificable, pero sí muy explicable que hubiera ganado la tentación.

Cuando Thomas va al colegio, en una escuela normal, el raro es él; los demás le miran y le aislan. Él es una cosa rara: ha estado en un campo de exterminio y es judío. ¿Cómo superar todo esto y al final dedicarte a defender los derechos humanos en las causas más difíciles y en unas causas en las que, a veces, tendrá que buscar el equilibrio entre intereses y derechos que si fueran simplemente desde el testimonio de su historia, serían sesgados?

Hemos leído todos bastantes libros sobre el tema. No tengo ninguna duda que éste es el libro más positivo de todos, porque es el testimonio de lo más injusto que pueda darse: un niño en un campo de exterminio. Ahí el niño sobrevive, por fortuna, crea amigos que él, incluso, casi ignora o no recuerda, pero que recupera, y siente de repente que forma parte de una comunidad de hombres y mujeres libres al que su testimonio puede servir para que no pierdan jamás la libertad. Esto es memoria histórica; ésta es la memoria que se pone al servicio de olvidar las barbaridades que somos capaces de hacer a base de comprometernos a no hacerlas y vigilar donde se cruza la frontera, pues se puede cruzar imperceptiblemente cada día.

No digo nada más. Para mí ha sido un honor conocer a Thomas Buergenthal y estar aquí. Este libro debería formar parte de eso que hoy llamamos educación cívica; este libro debería leerse en las escuelas. Y habrá alguien que diga «es muy duro». Pero, el que no sepa que podemos ser muy animales, no comprenderá dónde empieza su propia animalidad. Porque hay un día en que empieza la suya, o puede empezar, y debe saber a dónde conduce el final.

Hay un momento del libro que tuve que pararme y serenarme, porque era una emoción muy fuerte. En un momento determinado él descubre que un compañero de concentración, vivo, un noruego, también ha superado la muerte, y Buergenthal se entera de que, además, ha escrito un libro que lleva por título Tommy, haciendo referencia a aquel niño de un campo de concentración que aquel resistente noruego había conocido. Es emocionante descubrir que en otro país hay niños que lo han leído y lo conocen.

Otro momento fantástico: Thomas se va de la universidad a la que ha prestado sus servicios y entonces los alumnos le sorprenden regalándole la traducción de su libro, por primera vez en inglés. «Tommy» estaba en noruego y él no lo había leído. Y el profesor solemne se rompe en la tribuna y queda emocionado.

Lean este libro, y les pido a los presentes que lo hagan leer. De este libro no saldrá nadie con dudas; lo que adquirirá será una enorme precaución y miedo ante una nueva caída en la irracionalidad por parte de la condición humana.

Muchas gracias por tu testimonio; nos has hecho un gran bien Yo sólo desearía que vuestra editorial se viese ahogada por los pedidos de este libro. Y que los jóvenes lo leyesen; Harry Potter es la magia del futuro; éste es el seguro contra el pasado. Aprender el futuro está muy bien (entrar en la innovación y la creatividad), pero, además, aprender del pasado es una lección que un país no puede perdonar. A leer: dentro de veinte años lo agradecerán; y si no lo hacen, al menos nosotros tendremos la conciencia tranquila.

Muchas gracias.

MIQUEL ROCA I JUNYENT

Barcelona, 27 de febrero de 2008

Este libro está dedicado
a la memoria de mis padres Mundek y Gerda Buergenthal,
cuyo amor, fuerza de carácter e integridad inspiraron este libro

Prólogo

Quizá debí escribir este libro hace muchos años, cuando los sucesos que narro estaban aún frescos en mi mente. Pero mi otra vida se interpuso: la vida que he vivido desde mi llegada a Estados Unidos en 1951, una vida colmada de responsabilidades educativas, profesionales y familiares que dejó poco tiempo para el pasado. También es posible que, sin ser consciente de ello, necesitase la distancia de más de medio siglo para reflexionar sobre mi vida anterior, pues ello me ha permitido observar las experiencias de mi infancia con mayor objetividad, sin detenerme en numerosos detalles que no son en verdad centrales para la historia que ahora creo importante narrar. Esa historia, al fin y al cabo, sigue ejerciendo un efecto duradero sobre la persona que soy en la actualidad.

Por supuesto, siempre supe que algún día contaría mi historia. Era mi obligación contársela a mis hijos, y luego a mis nietos. Me parece importante que ellos sepan cómo fue ser niño durante el Holocausto y haber sobrevivido a los campos de concentración. Mis hijos han oído fragmentos de mi historia en las cenas y reuniones familiares, pero nunca la historia en su totalidad. Al fin y al cabo, no es una historia que se preste a una narración casual. Pero es una historia que debe ser contada y transmitida, sobre todo por tratarse de una familia que fue prácticamente aniquilada en el Holocausto. Sólo así podremos restablecer el nexo entre el pasado y el futuro. Por ejemplo, nunca he conseguido realmente explicarles a mis hijos, en un contexto adecuado, el modo en que se comportaron mis padres durante la guerra y la entereza de carácter que exhibieron en momentos en que otra gente, ante idénticas circunstancias, había perdido todo escrúpulo moral. El relato de su coraje e integridad enriquece la historia de nuestra familia, y sería imperdonable que ese relato muriera conmigo.

También deseo narrarle mi historia a un público más amplio, no porque piense que mi vida temprana fuera tan extraordinaria desde una perspectiva general, sino porque siempre he creído que el Holocausto no puede ser comprendido de forma cabal a menos que se vea a través de los ojos de quienes lo vivieron. Referirse al Holocausto por medio de cifras (seis millones), como se hace con frecuencia, implica deshumanizar de modo involuntario a las víctimas y trivializar lo profundamente humano de dicha tragedia. Los números transforman a las víctimas en una masa fungible de cuerpos anónimos y despojados de alma, en lugar de verlas como los seres humanos individuales que alguna vez fueron. Todos los que hemos vivido el Holocausto tenemos una historia personal digna de ser narrada, aunque sea por el mero hecho de ponerle un rostro humano a la experiencia. Al igual que todas las tragedias, el Holocausto ha producido sus héroes y sus villanos: seres humanos corrientes que nunca perdieron su integridad moral y seres que, bien para salvarse, bien sólo para conseguir un trozo de pan, contribuyeron a enviar a sus semejantes a las cámaras de gas. También es ésta la historia de algunos alemanes que, en medio de la carnicería, mantuvieron firmes sus principios de humanidad.

Este libro contiene mis recuerdos sobre sucesos que tuvieron lugar hace más de sesenta años. No dudo de que dichos recuerdos han sido modificados por las triquiñuelas que el paso del tiempo y la edad avanzada juegan sobre la memoria: nombres olvidados o confundidos de gente que menciono; hechos y fechas distorsionados de sucesos que se produjeron antes o después de la época en que los sitúo; referencias a cosas que no sucedieron exactamente como yo las describo, o de las cuales me parece haber sido testigo cuando, quizá, sólo me fueron contadas por terceros. Puesto que no escribí este libro en fecha más temprana, ya no me es posible consultar a aquellos que estuvieron conmigo en los campos y comparar mis recuerdos sobre hechos específicos con los suyos. Es algo que lamento profundamente. Por supuesto, lo que más lamento de todo es ya no poder discutir muchos de los detalles con mi madre. También, que pese a mis mejores esfuerzos me ha resultado difícil (si no imposible, en especial en los primeros dos capítulos) distinguir con claridad entre algunos sucesos que recuerdo haber vivido y otros que me fueron narrados por mis padres o que escuché durante sus conversaciones. Todo cuanto puedo decir es que, si me he referido a los mismos, es porque se aparecían en mi mente como experiencias de primera mano.

Aunque los capítulos de este libro están estructurados en orden cronológico, no siempre los sucesos o episodios específicos aparecen con un orden demasiado claro dentro de los propios capítulos. Transcurridos tantos años, con frecuencia recuerdo sucesos o episodios específicos con enorme claridad, pero no sé con exactitud cuándo se produjeron. Para el niño que yo era, las fechas y el tiempo carecían de importancia. En el proceso de forzarme a recordar ese período de mi vida, comprendo que, a diferencia de ahora, en aquel entonces no pensaba en función de días o meses, ni siquiera de años. Crecí en los campos, no conocía otra vida. Mi único objetivo era mantenerme vivo, de hora en hora, día tras día. Ésa era mi perspectiva. Medía el tiempo sólo en función de las horas que debíamos esperar para recibir nuestra siguiente ración de alimentos, o de los días que probablemente restaban para que el doctor Mengele se presentase para llevar a cabo otra de sus mortíferas selecciones. Así, por ejemplo, cuando comencé a escribir este libro ignoraba por completo en qué momento de 1944 habíamos llegado a Auschwitz. Obtuve la información sólo tras consultar los archivos de Auschwitz. Internet me proporcionó la fecha en que fui liberado de Sachsenhausen, así como la de la liquidación del gueto de Kielce. Tal es el alcance de mis investigaciones para el volumen que tenéis en las manos. El resto de la historia se basa sólo en mis propios recuerdos.

Si hubiera escrito este libro a mediados de la década de los cincuenta, cuando conté por primera vez parte de mi historia en una descripción de la Marcha de la Muerte de Auschwitz que apareció en una publicación literaria universitaria, todo el relato estaría impregnado de una mayor sensación de inmediatez respecto de los sucesos narrados. En aquel entonces, libre de la progresiva erosión que el paso del tiempo impone sobre los recuerdos (y en especial sobre los recuerdos dolorosos), aún conseguía traer a mi mente el miedo a morir, el hambre que experimenté, la sensación de pérdida e inseguridad que se apoderó de mí al ser separado de mis padres y mis reacciones ante los horrores de los que era testigo. El paso del tiempo y la vida que he llevado desde el Holocausto han anestesiado esos sentimientos y emociones. En mi condición de autor de este libro, lo lamento, pues no dudo de que el lector podría haberse interesado también por ese aspecto de la historia. Pero estoy convencido de que si tales sentimientos y emociones me hubiesen acompañado durante todos estos años, habría resultado muy arduo para mí superar mi pasado del Holocausto sin graves secuelas psicológicas. Quizá el hecho de que los recuerdos se hayan ido diluyendo con los años haya sido mi salvación.

Mi experiencia durante el Holocausto ha resultado decisiva para llegar a ser la persona que soy: profesor de derecho internacional, abogado especializado en derechos humanos y juez internacional. Podría parecer obvio que mi pasado me condujese a los derechos humanos y al derecho internacional, aunque no fuera entonces consciente de ello. En todo caso, me ha provisto de una buena base para ser un mejor defensor de los derechos humanos, aunque más no sea, porque he comprendido (no sólo de modo intelectual sino también emocional) qué implica ser víctima de violaciones de los derechos humanos. Al fin y al cabo, lo he sentido en carne propia.

Capítulo 1 De Lubochna a Polonia

Era enero de 1945. Nuestros vagones de ferrocarril desprovistos de techo ofrecían escasa protección contra el frío, el viento y la nieve tan típicos de los duros inviernos de Europa del Este. Estábamos cruzando Checoslovaquia en nuestra ruta desde Auschwitz, en Polonia, hasta al campo de concentración de Sachsenhausen, en Alemania. A medida que nuestro tren se aproximaba a un puente, vi a gente que nos hacía señas desde lo alto y luego, inesperadamente, panes que llovían sobre nosotros. El pan siguió cayendo cuando pasamos bajo uno o dos puentes más. Con excepción de la nieve, no había comido nada desde que nos hicieran abordar el tren tras una marcha forzada de tres días desde Auschwitz, apenas unos días antes de la llegada de las tropas soviéticas. Ese pan probablemente me salvó la vida, así como la de muchos de mis compañeros de lo que hoy se conoce como la Marcha de la Muerte de Auschwitz.

En aquel entonces no se me ocurrió relacionar el pan de los puentes con Checoslovaquia, mi tierra natal. Eso sólo me sucedió años después de la guerra, en aquellas ocasiones en que, por uno u otro motivo, se me pedía que presentase un acta de nacimiento. Como carecía de ella, me exigían una declaración jurada afirmando que, «según la información con la que cuento y de la que doy fe», nací en Lubochna, Checoslovaquia, el 11 de mayo de 1934. Cada vez que firmaba uno de esos documentos, mi memoria me devolvía por un instante la imagen de los puentes checos.

Poco después de la caída del régimen comunista de Checoslovaquia, logré por fin obtener mi acta de nacimiento. El documento confirmaba la información de la que yo había dado fe en tantas declaraciones juradas, y generó en mí el impulso de visitar Lubochna con mi esposa Peggy. Ella sentía curiosidad por conocer el sitio donde yo había nacido, mientras que a mí me movía el deseo de entrar en contacto con esa porción de tierra de nuestro planeta en la que había abierto los ojos por primera vez.

Tras conducir desde Bratislava, capital de la actual Eslovaquia, recorriendo durante varias horas sinuosos caminos a la par de serpenteantes ríos y ruidosos arroyos, llegamos a Lubochna, pequeña ciudad vacacional al pie de las montañas del Bajo Tatra. Sin haberlo planeado así, arribamos allí en mayo de 1991, casi cincuenta y siete años después de mi nacimiento en ese mismo lugar. Un día bellamente soleado nos dio la bienvenida a medida que nos adentrábamos en el pequeño pueblo rodeado de los atractivos y redondeados montes del Bajo Tatra, claramente distinguibles de las escarpadas cumbres del Alto Tatra.

Entonces comprendí por qué mi padre soñaba con regresar algún día a Lubochna, y el motivo por el que mi madre adoraba el lugar. Parecía un sitio por completo idílico. Mientras Peggy y yo recorrimos el poblado con la esperanza de encontrar el que había sido el hotel de mis padres, tomé conciencia de que, con excepción de aquel trozo de papel de aspecto oficial que me conectaba a Lubochna de por vida, no existía para mí ningún otro vínculo con ese lugar. Nunca hallamos el hotel (luego me enteré de que había sido demolido durante la década de los sesenta). Si bien la visita confirmó que Lubochna era en verdad el lugar hermoso del que mis padres hablaban con frecuencia, me percaté con gran tristeza de que para mi familia ese pueblo representaba poco más que una nota al pie en una historia que había comenzado con la alegría de traer un niño al mundo, alegría que poco a poco se había ido ensombreciendo para dar paso a un relato muy diferente.

Mi padre, Mundek Buergenthal, se había mudado a Lubochna desde Alemania poco antes de que Hitler llegase al poder en 1933. Junto a su amigo Erich Godal, un caricaturista político antinazi que trabajaba para un importante periódico de Berlín, decidió abrir un pequeño hotel en Lubochna, donde Godal tenía algunas propiedades. La situación política en Alemania se estaba volviendo cada vez más peligrosa para los judíos y para quienes se opusiesen a Hitler y a la ideología del partido nazi. Al parecer, mi padre y Godal creían como tantos otros que el entusiasmo de Alemania por Hitler se desvanecería en pocos años y que pronto podrían regresar a Berlín. Entretanto, la proximidad entre Checoslovaquia y Alemania les permitiría seguir de cerca el desarrollo de los acontecimientos, y también proporcionar refugio temporal a cualquiera de sus amigos que tuviese necesidad de huir con urgencia de Alemania.

Nacido en 1901 en Galitzia (una región de Polonia que pertenecía al Imperio austrohúngaro antes de la Primera Guerra Mundial), mi padre recibió la educación primaria y buena parte de la secundaria tanto en idioma alemán como en polaco. Sus padres vivían en un poblado de una hacienda perteneciente a un rico terrateniente polaco cuyas cuantiosas propiedades agrícolas eran administradas por mi abuelo paterno, ocupación poco usual para un judío en aquella época y en esa parte del mundo. El terrateniente polaco había sido oficial superior de mi abuelo en el ejército austríaco y lo tomó a su servicio cuando ambos volvieron a la vida civil. A la larga, puso a mi abuelo a cargo de sus múltiples fincas.

La escuela secundaria más cercana a la que podía acceder mi padre estaba en un pueblo algo distante. Según la leyenda familiar, para poder asistir a dicha escuela, mi padre se alojó durante un tiempo en casa de un empleado del ferrocarril encargado de un cruce de vías situado en un punto estratégico. Los trenes hacia y desde dicho pueblo debían pasar por el cruce unas cuantas veces al día. Como no había ninguna estación en los alrededores, el hombre desaceleraba el paso del tren una vez por la mañana y otra por la tarde, a fin de permitirle a mi padre subir y bajar de los vagones. Con posterioridad se buscó una solución menos arriesgada para permitirle ir a clase.

Tras su graduación en la escuela secundaria y un breve paso por el ejército polaco durante la guerra polaco-soviética que comenzó en 1919, mi padre se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Cracovia. Antes de terminar sus estudios, sin embargo, se marchó de Polonia y se mudó a Berlín. Allí se unió a su hermana mayor, casada con un conocido modisto berlinés, y obtuvo empleo en un banco privado judío. No tardó en escalar posiciones, y se convirtió en funcionario a una edad relativamente temprana gracias a su éxito ayudando a administrar la cartera de inversiones del banco. Su puesto en dicha institución y los contactos sociales de su cuñado le permitieron codearse con muchos escritores, periodistas y actores residentes por entonces en Berlín. El ascenso de Hitler y el número cada vez mayor de ataques de sus seguidores contra los judíos y los intelectuales antinazis, muchos de los cuales eran amigos de mi padre, lo llevaron a abandonar Alemania e instalarse en Lubochna.

Mi madre, Gerda Silbergleit, llegó al hotel de mi padre en 1933. Venía de Göttingen, la ciudad universitaria alemana donde había nacido y donde sus padres poseían una tienda de calzado. Aún no había cumplido los veintiún años (nació en 1912) cuando sus padres la enviaron a Lubochna con la esperanza de que unas vacaciones en Checoslovaquia la ayudasen a olvidar al novio no-judío que pretendía casarse con ella. También pensaban que sería bueno para su hija marcharse de Göttingen por un tiempo. Allí, el hostigamiento contra los judíos (y en particular contra las jóvenes judías) por parte de las juventudes nazis que patrullaban las calles, volvía la vida cada vez más incómoda para mi madre.

Al hacer los preparativos para su estadía en el hotel, sus padres acordaron que fuese recogida en la frontera germano-checa. En lugar de enviar a su chófer, mi padre decidió conducir solo hasta la frontera, por lo que ella lo confundió con el chófer del hotel. Se sintió bastante avergonzada cuando, durante la cena, la sentaron en la mesa del dueño del albergue, quien resultó ser el chófer al que ella había agobiado durante todo el trayecto con preguntas sobre el señor Buergenthal (parece ser que su madre lo había descrito como muy buen partido). Años más tarde, cada vez que yo escuchaba a mi madre contar esta historia, me preguntaba si la visita a Lubochna no habría sido urdida por sus padres, al menos en parte, con la intención de concertar un eventual casamiento con mi padre, y si de existir un plan semejante, mi padre no habría sido parte del mismo. ¿Era tan sólo una coincidencia que su hotel le fuese recomendado a mis abuelos por un amigo que también conocía muy bien a mi padre? Nunca conseguí averiguarlo del todo, suponiendo que hubiese algo que averiguar. Para mi madre, siempre fue amor a primera vista. ¡Y que no se dijera nada más!

Tres días después de conocerse en la frontera germano-checa, mis padres se comprometieron. Contrajeron matrimonio pocas semanas más tarde, pero no hasta que mi abuelo materno, Paul Silbergleit, y luego mi abuela, Rosa Silbergleit (nacida Blum) viajasen a Lubochna para aprobar al novio. Parece ser que la rapidez del compromiso y la precipitada boda los tomaron un poco por sorpresa, pero era el año 1933 y había poco tiempo para cortejos. Yo nací unos once meses después. En el año 1939 ya éramos refugiados en plena huida, apenas unos pasos por delante de los alemanes: daba la impresión de que todo un país le había declarado la guerra a una pequeña familia por el mero hecho de ser judíos.

Cuando busco en mi memoria algunos trazos de mi fugaz vida en Lubochna, me cuesta mucho distinguir entre lo que mis padres me contaron y lo que realmente recuerdo. Tengo la impresión de que mucho de lo que creo recordar sobre ese período se lo escuché decir con posterioridad, bien a mi padre, bien a mi madre. Ella solía contar que yo le servía como intérprete a la edad de tres o cuatro años, cuando iba de compras en Eslovaquia. Mi madre sólo hablaba alemán, y los dependientes en su mayor parte sólo sabían eslovaco. Al parecer, yo me defendía en ambas lenguas. En casa hablábamos alemán cuando estábamos los tres juntos, y yo debí de aprender algo de eslovaco gracias a mis niñeras eslovacas.

El único recuerdo nítido que tengo de la vida en Lubochna se remonta a un día de fines de 1938 o principios de 1939, cuando mis padres me comunicaron que tendríamos que irnos de nuestro hotel. No bien empezaron a hacer las maletas, comprendí que llevaban mucha prisa. Años más tarde supe que la Guardia de Hlinka, un partido fascista eslovaco apoyado por la Alemania nazi que controlaba Eslovaquia, afirmaba tener una orden judicial según la cual una de sus organizaciones pantalla era dueña de nuestro hotel (mis padres habían comprado la parte de Erich Godal unos años antes). No había modo alguno de impedir semejante confiscación. Para entonces, la Guardia Hlinka y sus seguidores controlaban los juzgados, y su policía amenazaba con expulsarnos del país si nos resistíamos a que se apoderaran de nuestra propiedad y nos negábamos a marcharnos de Lubochna de inmediato.

Como consecuencia, sólo cogimos unas cuantas maletas, y dejamos todo lo demás, incluido por cierto el propio hotel, en manos de sus nuevos «dueños». ¡Pero yo quería llevarme mi coche! Era un pequeño coche rojo a pedales. Mis padres me dijeron que eso era imposible, pero que pronto volveríamos y allí estaría el coche esperando a nuestro regreso. Ese coche era mi bien más preciado. Debí de sospechar entonces que nunca volvería a verlo, pues corrí hacia el desván para echarle una ojeada. Allí estaba, apoyado contra un poste sobre sus ruedas traseras, rodeado de cajas y maletas. Parecía estar tan triste como yo. Hasta el día de hoy, cuando pienso en aquel instante, se me viene a la mente la imagen de mi pequeño coche rojo.

Tras dejar Lubochna, vivimos durante un tiempo en Zilina, también en Eslovaquia. Al principio residimos con unos amigos que eran dueños del Grand Hotel de dicha ciudad. Recuerdo el nombre porque me lo pasaba muy bien en la entrada principal junto a uno de los porteros, gritándole «¡Grand Hotel!» a los transeúntes, como se acostumbraba por entonces. Con frecuencia la gente se detenía a conversar conmigo y a veces, para gran alegría mía, incluso me arrojaban alguna moneda.

Desde el hotel, nos trasladamos a un pequeño piso en Zilina. Allí, mi madre y yo pasamos bastante tiempo solos. Mi padre había encontrado empleo como agente comercial en una empresa de instrumental médico y dedicaba gran parte de su tiempo a visitar a sus clientes en distintos puntos del país. Al parecer, mis padres habían gastado gran parte de sus ahorros (incluyendo el dinero que mi madre había recibido de sus padres en calidad de dote) en ampliar el hotel y comprarle su parte a su antiguo socio. Ahora el hotel era cosa del pasado, y con él habían desaparecido todos los ingresos que generaba.

Cuando vivíamos en Lubochna, mi madre nunca había tenido que cocinar. Esa tarea le correspondía a la chef del hotel, una corpulenta y amenazante matrona eslovaca, que le había hecho saber a mi padre sin rodeo alguno que su joven esposa no era bienvenida en la cocina. Ahora, en Zilina, todo era diferente, y no tardé en comprender que mi madre no cocinaba demasiado bien. En una ocasión puso a asar un pollo sin acabar de limpiarle el interior. Cuando mi padre probó el primer bocado se topó con un trozo de maíz, que debía de ser parte de la última comida del pollo. De más está decir que mi padre lo escupió todo y dio comienzo a una monumental pelea con mi madre. «¡Daba por supuesto que habías aprendido algo en ese colegio de Göttingen!» gritaba mi padre. Ella contraatacaba recordándole algún incidente semiolvidado por el cual él teóricamente debía sentirse culpable. Y cuando él replicaba que aquello nada tenía que ver con lo mala que ella era cocinando, mi madre lo acusaba de cambiar de tema. Pronto me di cuenta de que ella siempre ganaba esas discusiones, mientras que él acababa negando con la cabeza con aspecto de profunda incredulidad. En ocasiones mi madre me convertía además en su aliado cuando ella hacía alguna cosa y no deseaba que mi padre se enterase. Una vez descubrió que el trapo de la cocina que ella había estado buscando había caído dentro de la olla donde preparaba la cena. Me suplicó que guardase silencio asegurándome: «Papá no notará nada si no se lo decimos».

Otro día, mientras mi padre estaba fuera de la ciudad, la policía entró a nuestro piso y le ordenó a mi madre que hiciera las maletas y se asegurase de que estuviésemos listos para marcharnos con ellos en el plazo de una hora. Nos dijeron que éramos judíos y extranjeros indeseables, y que seríamos expulsados del país. Mi madre protestó argumentando que no podíamos irnos sin mi padre, pero no hubo modo de que entraran en razón. Nos llevaron a la comisaría. El edificio y su patio estaban ya colmados de otros extranjeros. Mi madre reconoció entre ellos a algunos de nuestros amigos. La gente se sentaba sobre sus maletas, los niños lloraban, y percibí que todos estaban muy asustados, tanto como yo.

No bien llegamos a la comisaría, mi madre exigió en su alemán preciso y pulido ver sin demora al jefe de policía o a la persona a cargo. Armó un gran escándalo al tiempo que agitaba un documento repleto de sellos y encuadernado en piel. Tras unos minutos, fuimos conducidos a una oficina. Allí un hombre uniformado, corpulento y con aspecto de pocos amigos, le preguntó a mi madre en tono amenazador a qué se debía tanto revuelo y quién se creía que era. Ella, que en aquel instante me pareció muy alta pero no medía más que metro y medio, arrojó el documento sobre el escritorio del hombre y le ladró en alemán: «¡Somos alemanes!». Mi madre apuntó al documento, que ella llamaba «su pasaporte», y añadió en el mismo tono: «¡Se supone que somos vuestros aliados! ¡Es indignante que nos estéis tratando como a delincuentes comunes!». Solicitó que la condujeran de inmediato ante el cónsul alemán para protestar por un trato tan escandaloso y le advirtió al agente de policía que él y sus superiores se meterían en serios problemas con las autoridades alemanas por acosar a los alemanes que vivían pacíficamente en Eslovaquia. «¡Esperad y veréis lo que sucederá cuando mi marido regrese y no nos encuentre en casa!»

Tras conversar en voz baja con otro hombre y revisar nuevamente el pasaporte, el agente de pronto nos sonrió, se levantó de detrás de su escritorio, cogió a mi madre de la mano y en un alemán entrecortado le pidió efusivamente que lo disculpase. Se trataba de un gran error; desde luego que ellos no estaban deportando a los alemanes residentes en Eslovaquia, sino sólo a los judíos y a otros indeseables a quienes desde el principio jamás tendrían que haberles permitido ingresar en el país. Volvió a estrecharle la mano a mi madre, la saludó y le ordenó al policía que nos escoltase de regreso a casa.

Años más tarde supe que el «pasaporte» de mi madre era en realidad una licencia de conducir alemana, cuyo aspecto era muy similar al de un pasaporte. Su verdadero pasaporte alemán había sido confiscado después de que ella intentase renovarlo, pues, al igual que los demás judíos que vivían en el extranjero, mi madre había sido despojada de su nacionalidad alemana. Todavía hoy me pregunto qué habría hecho ella si se hubiera dado el caso de que el agente de policía hubiera sabido leer alemán y descubierto el engaño. La última persona con la que mi madre habría deseado hablar en esas circunstancias era el cónsul alemán.

No dejo de maravillarme ante el coraje, el ingenio y la inteligencia exhibidos por mi madre aquel día, rasgos de carácter que ella evidenciaría muchas veces más en el futuro y en situaciones todavía más complejas. Al fin y al cabo, no era más que una joven mujer proveniente de una familia judía de clase media, con un digno nivel económico y los conocimientos básicos que podía aportar una educación secundaria. ¿De dónde había sacado la astucia y el casi audaz descaro con los que había calculado la reacción de quienes representaban una terrible amenaza tanto para ella como para su familia, consiguiendo al fin no sólo sacar ventaja sino salir victoriosa? De niño me parecía natural que mi madre siempre supiera qué hacer en cada circunstancia. Pero lo que en aquel entonces yo consideraba «natural» ha acabado, con el paso de los años, inspirando en mí una profunda admiración y también un gran desconcierto. No sólo porque mi madre repetidamente logró superar con éxito la adversidad haciendo frente a la maquinaria de la muerte nazi, sino porque lo hacía con una espontaneidad y rapidez dignas de un mago. ¿De dónde provenía esa magia? Aunque lo he intentado, nunca he sido capaz de identificar la fuente intelectual y emocional del singular don de mi madre. Todo cuanto sé es que ella poseía ese don.

A poco de regresar a nuestro piso desde la comisaría, mi madre exclamó: «¡Hemos tenido suerte esta vez!». Pero añadió: «No tardarán en volver», y empezó a buscar la pistola de mi padre. Él había adquirido el arma en Lubochna, con la intención de ahuyentar zorros y otros animales salvajes que en ocasiones intentaban entrar al corral de los pollos situado tras el almacén de leña del hotel. Cuando mi madre halló el arma, me dijo que debíamos deshacernos de ella sin despertar sospechas, para que la policía no la encontrara en su siguiente visita. Manejó la pistola con extremada cautela, la deslizó dentro de una bolsa de papel y me dijo que no la tocase. Al día siguiente caminamos hacia el río y arrojamos la bolsa al agua desde uno de los puentes. No alcancé a comprender del todo lo que estaba sucediendo, pero me sentí bastante adulto por el hecho de participar en semejante operación ultrasecreta. Cuando mi padre regresó, se enfureció al enterarse de que mi madre había tirado su pistola, pero era demasiado tarde para remediarlo.

A los pocos días, mis padres decidieron que Eslovaquia ya no era un sitio seguro para nosotros y que había llegado la hora de partir. Daban por sentado que el hostigamiento contra los judíos, y en particular contra los judíos extranjeros, se volvería más duro en esa región de Checoslovaquia. Mi padre también temía que lo hubieran incluido en alguna lista de personas «buscadas» por la Gestapo, y que si la policía volviese podrían arrestarlo y entregarlo a los alemanes. Pero, ¿hacia dónde podíamos ir? Mis padres pasaron horas interminables debatiendo esta cuestión, en general entre murmullos y por las noches, cuando pensaban que yo ya me había dormido. Finalmente se decidieron por Polonia, concluyendo que aquel era el único país en el que nos permitirían ingresar. Además, allí mi padre podría conseguir los visados que le habían prometido las autoridades británicas en Checoslovaquia, y gracias a los cuales se nos permitiría viajar a Inglaterra en calidad de refugiados políticos.

No tardamos en iniciar la marcha hacia Polonia. Al principio, sin embargo, no llegamos muy lejos, pues nos vimos atrapados en la tierra de nadie entre Polonia y Checoslovaquia. Esa franja de tierra medía unos cincuenta metros entre uno y otro puesto fronterizo. Las fronteras estaban conectadas por un camino de tierra en medio de la campiña. A cada lado del camino corría una profunda cuneta de desagüe. La frontera polaca estaba en un extremo del camino; la checa, en el otro. No bien alcanzamos el lado polaco de la frontera, los guardias polacos nos ordenaron volver al lado checo. Los checos, por su parte, no nos permitieron reingresar. Y así estuvimos varados durante varios días. Teniendo en cuenta el incontable número de veces que nos trasladamos de un extremo al otro, cargando o empujando nuestras maletas, esa franja de camino me pareció mucho más extensa de lo que debía de serlo en realidad. Sin piedad, los guardias de ambos puestos nos gritaban que nos marchásemos y no volviésemos a aparecer por allí nunca más.

Carecíamos de nación y no teníamos ningún documento válido de viaje. Mi padre debía de haber perdido en algún momento la nacionalidad polaca, probablemente al adquirir la nacionalidad alemana que a la larga acabaría perdiendo del mismo modo que mi madre, cuando los nazis desnaturalizaron a todos los judíos residentes en el extranjero. Siendo apátridas, una vez en tierra de nadie carecíamos de derechos tanto para entrar en Polonia como para regresar a Checoslovaquia. Día tras día, noche tras noche, mi padre esperaba un cambio de guardia en la frontera polaca. No bien veía allí nuevos guardias polacos, nos conducía al puesto fronterizo y solicitaba ser admitido, afirmando que era polaco. Pero como no poseía la documentación necesaria para demostrarlo, los guardias le ordenaban regresar al lado checo. Pasamos jornadas enteras yendo y viniendo. Dormíamos en la campiña adyacente al camino, entre los dos puestos, o bien en alguna de las cunetas. En raras ocasiones se nos permitía dormir en la sala de espera de alguno de los puestos de guardia. Si bien pasábamos frío la mayor parte del tiempo, no teníamos hambre, pues podíamos comprarles comida a los granjeros checos y polacos, que nos vendían pan y embutidos. Pero no estábamos yendo a ninguna parte. Me sentía fatigado y no comprendía por qué motivo nadie nos permitía ingresar en su país.

Algo más de una semana después de llegar a la frontera, un día en que de nuevo los polacos nos habían ordenado regresar al lado checo y estábamos empezando a trasladar nuestras pertenencias otra vez hacia allí, nos topamos con un grupo de soldados alemanes fuertemente armados. Al parecer, entretanto Alemania había ocupado Checoslovaquia, y allí estábamos, bajo las garras de aquellas mismas personas de las que estábamos intentando escapar. Noté que mis padres estaban muy asustados. Uno de los alemanes, que parecía ser el oficial superior, exigió saber quiénes éramos y qué estábamos haciendo en medio de la nada. Mi padre, que de repente empezó a hablar un muy mal alemán, respondió que éramos polacos, que llevábamos allí más de una semana, y que los polacos no nos permitían regresar a nuestro país. «Eso ya lo veremos», gruñó el oficial alemán. Y tras esas palabras, le ordenó a dos de sus soldados que se acercasen y cogiesen nuestras maletas. Pensé que iban a hacernos algo terrible, pues mi madre de pronto me cogió de la mano con firmeza y me hizo señas de que no hablase. Pero los soldados alemanes se limitaron a acompañarnos de regreso a la frontera polaca. Una vez allí, le ordenaron a los guardias de frontera polacos que nos permitiesen pasar. «¡Esta gente es polaca!», gritó uno de los soldados. «Os ordeno que los dejéis entrar. ¡Y os aconsejo que no los enviéis de regreso a nuestro lado. Las cosas serán muy diferentes de ahora en adelante!» Mi padre tradujo lo que decía el alemán y los polacos asintieron obedientes.

Así fue como entramos en Polonia. Debía de ser marzo de 1939, pues en ese mes Alemania invadió Checoslovaquia. Yo aún no había cumplido los cinco años.