Acerca de la autora


Inés Arredondo nació en 1928 en Culiacán, Sinaloa. En 1947 se inscribe en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM para seguir la licenciatura en filosofía; sin embargo, en 1948 empieza la carrera de letras hispánicas. Entre 1952 y 1955 trabaja en la Biblioteca Nacional; después sustituye a Emilio Carballido en una cátedra de la Escuela de Teatro de Bellas Artes. En 1957 publica “El membrillo”, su primer cuento, en la Revista de la Universidad, y por esos años colabora en la Revista Mexicana de Literatura, donde se publican varios de sus cuentos. En 1961 recibe una beca del Centro Mexicano de Escritores. Al año siguiente viaja a Montevideo, donde trabaja en la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio. En 1962 vuelve a México y trabaja como miembro de la mesa de redacción de la Revista Mexicana de Literatura hasta su fin en 1965. Después se desempeña como investigadora de la Coordinación de Humanidades y como profesora de literatura en la UNAM. También colabora en México en la Cultura, suplemento de la revista Siempre! En 1965 publica su primer tomo de cuentos, La señal. En 1972 escribe su tesis de maestría sobre el ensayista y poeta mexicano Jorge Cuesta. En 1979 se publica su segundo libro, Río subterráneo, que le vale el Premio Xavier Villaurrutia. En 1983 publica Opus 123, novela corta, y en 1988 su último tomo de cuentos, Los espejos. Muere el 2 de noviembre de 1989 en la Ciudad de México.

Cuentos

Cuentos no publicados en libro

“Sonata a Quatro” (fragmento), en La Semana de Bellas Artes, núm. 182, 27 de mayo de 1981, p. 5.

“El hombre en la noche”, en Sábado (suplemento del periódico Unomásuno), núm. 409, 17 de agosto de 1985, p. 9.

“La cruz escondida”, en Los Universitarios, núm. 68-69, 15 al 31 de marzo de 1976, pp. 2-3, y en Blanco Móvil, núm. 46, diciembre de 1990-enero de 1991, pp. 8-14.

Libros de cuentos

Opus 123, Oasis, México, 1983 (Los Libros del Fakir, 23).

Historia verdadera de una princesa (cuento para niños con ilustraciones de Enrique Rosquillas), SEP/CIDCLI, México, 1984 (Reloj de Cuentos).

Los espejos, Joaquín Mortiz, México, 1988 (Serie del Volador), y en Obras completas, Siglo XXI Editores/DIFOCUR, México, 1989 (Serie Los Once Ríos).

Obras completas (incluye “La verdad o el presentimiento de la verdad”, La señal, Río subterráneo, Los espejos y Acercamiento a Jorge Cuesta), Siglo XXI Editores/DIFOCUR, México, 1989 (Serie Los Once Ríos).

La señal, 1ª edición, Era, México, 1965 (Alacena); 2a edición, UNAM, México, 1980. (Textos de Humanidades, 15), y en Obras completas, Siglo XXI Editores/DIFOCUR, México, 1989 (Serie Los Once Ríos).

Río subterráneo, 1ª edición, Joaquín Mortiz, México, 1979 (Nueva Narrativa Hispánica); 2a edición, Joaquín Mortiz/SEP, México, 1986, y en Obras completas, Siglo XXI Editores/DIFOCUR, México, 1989 (Serie Los Once Ríos).

Antologías de sus cuentos

Mariana, UNAM, México, s. f. (Material de Lectura, Serie El Cuento, 2).

La sunamita y otros cuentos, SEP/Conasupo, s. f. (Cuadernos Mexicanos, 98).

Inés Arredondo para jóvenes, selección y prólogo de Ignacio Trejo Fuentes, Conaculta/INBA/Gobierno del Estado de Sinaloa/Socicultur/UAS, México, 1990.

Las palabras silenciosas, selección y prólogo de Eloy Urroz, Editorial Algaida, Cádiz, 2007 (Col. Calembé).

Traducciones de los cuentos

Al inglés

The Underground River and Other Stories, traducción de Cynthia Steelle y prólogo de Elena Poniatowska, University of Nebraska Press, Lincoln, Londres, 1996.

Al alemán

“Die Sunemiterin”, traducción de Barbara Kinter, en Marco Alcántar (ed.), Frauen in Lateinamerika 2. Erzählungen und Berichte, Deutscher Taschenbuch Verlag, Múnich, 1986, pp. 80-91.

“Sommer”, traducción de Erna Pfeiffer, en Erna Pfeiffer (ed.), América Latina, Wiener Frauenverlag, Viena, 1991, pp. 55-64.

Al italiano

Farfalle notturne e altri racconti, introducción de Furio Lippi, Ibis, Italia, 2000 (Serie Tusitalia).

Estío

Estaba sentada en una silla de extensión a la sombra del amate, mirando a Román y Julio practicar el volley-ball a poca distancia. Empezaba a hacer bastante calor y la calma se extendía por la huerta.

—Ya, muchachos. Si no, se va a calentar el refresco.

Con un acuerdo perfecto y silencioso, dejaron de jugar. Julio atrapó la bola en el aire y se la puso bajo el brazo. El crujir de la grava bajo sus pies se fue acercando mientras yo llenaba los vasos. Ahí estaban ahora ante mí y daba gusto verlos, Román rubio, Julio moreno.

—Mientras jugaban estaba pensando en qué había empleado mi tiempo desde que Román tenía cuatro años… No lo he sentido pasar, ¿no es raro?

—Nada tiene de raro, puesto que estabas conmigo —dijo riendo Román, y me dio un beso.

—Además, yo creo que esos años realmente no han pasado. No podría usted estar tan joven.

Román y yo nos reímos al mismo tiempo. El muchacho bajó los ojos, la cara roja, y se aplicó a presionarse un lado de la nariz con el índice doblado, en aquel gesto que le era tan propio.

—Déjate en paz esa nariz.

—No lo hago por ganas, tengo el tabique desviado.

—Ya lo sé, pero te vas a lastimar.

Román hablaba con impaciencia, como si el otro lo estuviera molestando a él. Julio repitió todavía una vez o dos el gesto, con la cabeza baja, y luego sin decir nada se dirigió a la casa.

A la hora de cenar ya se habían bañado y se presentaron frescos y alegres.

—¿Qué han hecho?

—Descansar y preparar luego la tarea de cálculo diferencial. Le tuve que explicar a este animal A por B, hasta que entendió.

Comieron con su habitual apetito. Cuando bebían la leche Román fingió ponerse grave y me dijo.

—Necesito hablar seriamente contigo.

Julio se ruborizó y se levantó sin mirarlos.

—Ya me voy.

—Nada de que te vas. Ahora aguantas aquí a pie firme —y volviéndose hacia mí continuó—: Es que se trata de él, por eso quiere escabullirse. Resulta que le avisaron de su casa que ya no le pueden mandar dinero y quiere dejar la carrera para ponerse a trabajar. Dice que al fin apenas vamos en primer año…

Los nudillos de las manos de Julio estaban amarillos de lo que apretaba el respaldo de la silla. Parecía hacer un gran esfuerzo para contenerse; incluso levantó la cabeza como si fuera a hablar, pero la dejó caer otra vez sin haber dicho palabra.

—… yo quería preguntarte si no podría vivir aquí, con nosotros. Sobra lugar y…

—Por supuesto; es lo más natural. Vayan ahora mismo a recoger sus cosas: llévate el auto para traerlas.

Julio no despegó los labios, siguió en la misma actitud de antes y sólo me dedicó una mirada que no traía nada de agradecimiento, que era más bien un reproche. Román lo cogió de un brazo y le dio un tirón fuerte. Julio soltó la silla y se dejó jalar sin oponer resistencia, como un cuerpo inerte.

—Tiende la cama mientras volvemos —me gritó Román al tiempo de dar a Julio un empellón que lo sacó por la puerta de la calle…

Abrí por completo las ventanas del cuarto de Román. El aire estaba húmedo y hacia el oriente se veían relámpagos que iluminaban el cielo encapotado; los truenos lejanos hacían más tierno el canto de los grillos. De sobre la repisa quité el payaso de trapo al que Román durmiera abrazado durante tantos años, y lo guardé en la parte alta del clóset. Las camas gemelas, el restirador, los compases, el mapamundi y las reglas, todo estaba en orden. Únicamente habría que comprar una cómoda para Julio. Puse en la repisa el despertador, donde estaba antes el payaso, y me senté en el alféizar de la ventana.

—Si no la va a ver nadie.

—Ya lo sé, pero…

—¿Pero qué?

—Está bien. Vamos.

Nunca se me hubiera ocurrido bajar a bañarme al río, aunque mi propia huerta era un pedazo de margen. Nos pasamos la mañana dentro del agua, y allí, metidos hasta la cintura, comimos nuestra sandía y escupimos las pepitas hacia la corriente. No dejábamos que el agua se nos secara completamente en el cuerpo. Estábamos continuamente húmedos, y de ese modo el viento ardiente era casi agradable. A medio día, subí a la casa en traje de baño y regresé con sándwiches, galletas y un gran termo con té helado. Muy cerca del agua y a la sombra de los mangos nos tiramos para dormir la siesta.

Abrí los ojos cuando estaba cayendo la tarde. Me encontré con la mirada de indefinible reproche de Julio. Román seguía durmiendo.

—¿Qué te pasa? —dije en voz baja.

—¿De qué?

—De nada —sentí un poco de vergüenza.

Julio se incorporó y vino a sentarse a mi lado. Sin alzar los ojos me dijo:

—Quisiera irme de la casa.

Me turbé, no supe por qué, y sólo pude responderle con una frase convencional.

—¿No estás contento con nosotros?

—No se trata de eso, es que…

Román se movió y Julio me susurró apresurado.

—Por favor, no le diga nada de esto.

—Mamá, no seas, ¿para qué quieres que te roguemos tanto? Péinate y vamos.

—Puede que la película no esté muy buena, pero siempre se entretiene uno.

—No, ya les dije que no.

—¿Qué va a hacer usted sola en este caserón toda la tarde?

—Tengo ganas de estar sola.

—Déjala, Julio, cuando se pone así no hay quién la soporte. Ya me extrañaba que hubiera pasado tanto tiempo sin que le diera uno de esos arrechuchos. Pero ahora no es nada, dicen que recién muerto mi padre…

Cuando salieron todavía le iba contando la vieja historia.

El calor se metía al cuerpo por cada poro; la humedad era un vapor quemante que envolvía y aprisionaba, uniendo y aislando a la vez cada objeto sobre la tierra, una tierra que no se podía pisar con el pie desnudo. Aun las baldosas entre el baño y mi recámara estaban tibias. Llegué a mi cuarto y dejé caer la toalla; frente al espejo me desaté los cabellos y dejé que se deslizaran libres sobre los hombros, húmedos por la espalda húmeda. Me sonreí en la imagen. Luego me tendí boca abajo sobre el centeno helado y me apreté contra él: la sien, la mejilla, los pechos, el vientre, los muslos. Me estiré con un suspiro y me quedé adormilada, oyendo como fondo a mi entresueño el bordoneo vibrante y perezoso de los insectos en la huerta.

Más tarde me levanté, me eché encima una bata corta, y sin calzarme ni recogerme el pelo fui a la cocina, abrí el refrigerador y saqué tres mangos gordos, duros. Me senté a comerlos en las gradas que están al fondo de la casa, de cara a la huerta. Cogí uno y lo pelé con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla, después por entre los dedos y a lo largo de los antebrazos. Con impaciencia pelé el segundo. Y más calmada, casi satisfecha ya, empecé a comer el tercero.

Un chancleteo me hizo levantar la cabeza. Era la Toña que se acercaba. Me quedé con el mango entre las manos, torpe, inmóvil, y el jugo sobre la piel empezó a secarse rápidamente y a ser incómodo, a ser una porquería.

—Volví porque se me olvidó el dinero —me miró largamente con sus ojos brillantes, sonriendo. Nunca la había visto comer así, ¿verdad que es rico?

—Sí, es rico —y me reí levantando más la cabeza y dejando que las últimas gotas pesadas resbalaran un poco por mi cuello. Muy rico —y sin saber por qué comencé a reírme alto, francamente. La Toña se rió también y entró en la cocina. Cuando pasó de nuevo junto a mí me dijo con sencillez:

—Hasta mañana.

Y la vi alejarse, plas, plas, con el chasquido de sus sandalias y el ritmo seguro de sus caderas.

Me tendí en el escalón y miré por entre las ramas al ciclo cambiar lentamente, hasta que fue de noche.

Un sábado fuimos los tres al mar. Escogí una playa desierta porque me daba vergüenza que me vieran ir de paseo con los muchachos como si tuviéramos la misma edad. Por el camino cantamos hasta quedarnos con las gargantas lastimadas, y cuando la brecha desembocó en la playa y en el horizonte vimos reverberar el mar, nos quedamos los tres callados.

En el macizo de palmeras dejamos el bastimento y luego cada uno eligió una duna para desvestirse.

El retumbo del mar caía sordo en el aire pesado de sol.

Untándome con el aceite me acerqué hasta la línea húmeda que la marea deja en la arena. Me senté sobre la costra dura, casi seca, que las olas no tocan.

Lejos, oí los gritos de los muchachos; me volví para verlos: no estaban separados de mí más que por unos metros, pero el mar y el sol dan otro sentido a las distancias.

Vinieron corriendo hacia donde yo estaba y pareció que iban a atropellarme, pero un momento antes de hacerlo Román frenó con los pies echados hacia delante levantando una gran cantidad de arena y cayendo de espaldas, mientras Julio se dejaba ir de bruces a mi lado, con toda la fuerza y la total confianza que hubiera puesto en un clavado a una piscina. Se quedaron quietos, con los ojos cerrados; los flancos de ambos palpitaban, brillantes por el sudor. A pesar del mar podía escuchar el jadeo de sus respiraciones. Sin dejar de mirarlos me fui sacudiendo la arena que habían echado sobre mí.

Román levantó la cabeza.

—¡Qué bruto eres, mano, por poco le caes encima!

Julio ni se movió.

—¿Y tú? Mira cómo la dejaste de arena.

Seguía con los ojos cerrados, o eso parecía; tal vez me observaba así siempre, sin que me diera cuenta.

—Te vamos a enseñar unos ejercicios del pentatlón ¿eh? —Román se levantó y al pasar junto a Julio le puso un pie en las costillas y brincó por encima de él. Vi aquel pie desmesurado y tosco sobre el torso delgado.

Corrieron, lucharon, los miembros esbeltos confundidos en un haz nervioso y lleno de gracia. Luego Julio se arrodilló y se dobló sobre sí mismo haciendo un obstáculo compacto mientras Román se alejaba.

—Ahora vas a ver el salto del tigre —me gritó Román antes de iniciar la carrera tendida hacia donde estábamos Julio y yo.

Lo vi contraerse y lanzarse al aire vibrante, con las manos extendidas hacia adelante y la cara oculta entre los brazos. Su cuerpo se estiró infinitamente y quedó suspendido en el salto que era un vuelo. Dorado en el sol, tersa su sombra sobre la arena. El cuerpo como un río fluía junto a mí, pero yo no podía tocarlo. No se entendía para qué estaba Julio ahí, abajo, porque no había necesidad alguna de salvar nada, no se trataba de un ejercicio: volar, tenderse en el tiempo de la armonía como en el propio lecho, estar en el ambiente de la plenitud, eso era todo.

No sé cuándo, cuando Román cayó al fin sobre la arena, me levanté sin decir nada, me encaminé hacia el mar, fui entrando en él paso a paso, segura contra la resaca.

El agua estaba tan fría que de momento me hizo tiritar; pasé el reventadero y me tiré a mi vez de bruces, con fuerza. Luego comencé a nadar. El mar copiaba la redondez de mi brazo, respondía al ritmo de mis movimientos, respiraba. Me abandoné de espaldas y el sol quemó mi cara mientras el mar helado me sostenía entre la tierra y el cielo. Las auras planeaban lentas en el mediodía; una gran dignidad aplastaba cualquier pensamiento; lejos, algún grito de pájaro y el retumbar de las olas.

Salí del agua aturdida. Me gustó no ver a nadie. Encontré mis sandalias, las calcé y caminé sobre la playa que quemaba como si fuera un rescoldo. Otra vez mi cuerpo, mi caminar pesado que deja huella.

Bajo las palmeras recogí la toalla y comencé a secarme. Al quedar descalza, el contacto con la arena fría de la sombra me produjo una sensación discordante; me volví a mirar el mar; pero de todas maneras un enojo pequeño, casi un destello de angustia, me siguió molestando.

Llevaba un gran rato tirada boca abajo, medio dormida, cuando sentí su voz enronquecida rozar mi oreja. No me tocó, solamente dijo:

—Nunca he estado con una mujer.

Permanecí sin moverme. Escuchaba al viento al ras de la arena, lijándola.

Cuando recogíamos nuestras cosas para regresar, Román comentó.

—Está loco, se ha pasado la tarde acostado, dejando que las olas lo bañaran. Ni siquiera se movió cuando le dije que viniera a comer. Me impresionó porque parecía un ahogado.

Después de la cena se fueron a dar una vuelta, a hacer una visita, a mirar pasar a las muchachas o a hablar con ellas y reírse sin saber por qué. Sola, salí de la casa. Caminé sin prisa por el baldío vecino, pisando con cuidado las piedras y los retoños crujientes de las verdolagas. Desde el río subía el canto entrecortado y extenso de las ranas, cientos, miles tal vez. El cielo, bajo como un techo, claro y obvio. Me sentí contenta cuando vi que el cintilar de las estrellas correspondía exactamente al croar de las ranas.

Seguí hasta encontrar un recodo en donde los árboles permitían ver el río, abajo, blanco. En la penumbra de la huerta ajena me quedé como en un refugio, mirándolo fluir. Bajo mis pies la espesa capa de hojas, y más abajo la tierra húmeda, olorosa a ese fermento saludable tan cercano sin embargo a la putrefacción. Me apoyé en un árbol mirando abajo el cauce que era como el día. Sin que lo pensara, mis manos recorrieron la línea esbelta, voluptuosa y fina, y el áspero ardor de la corteza. Las ranas y la nota sostenida de un grillo, el río y mis manos conociendo el árbol. Caminos todos de la sangre ajena y mía, común y agolpada aquí, a esta hora, en esta margen oscura.

Los pasos sobre la hojarasca, el murmullo, las risas ahogadas, todo era natural, pero me sobresalté y me alejé de ahí apresurada. Fue inútil, tropecé de manos a boca con las dos siluetas negras que se apoyaban contra una tapia y se estremecían débilmente en un abrazo convulso. De pronto habían dejado de hablar, de reír, y entrado en el silencio.

No pude evitar hacer ruido y cuando huía avergonzada y rápida, oí clara la voz pastosa de la Toña que decía:

—No te preocupes, es la señora.

Las mejillas me ardían, y el contacto de aquella voz me persiguió en sueños esa noche, sueños extraños y espesos.

Los días se parecían unos a otros; exteriormente eran iguales, pero se sentía cómo nos internábamos paso a paso en el verano.

Aquella noche el aire era mucho más cargado y completamente diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Ahora, en el recuerdo, vuelvo a respirarlo hondamente.

No tuve fuerzas para salir a pasear, ni siquiera para ponerme el camisón; me quedé desnuda sobre la cama, mirando por la ventana un punto fijo del cielo, tal vez una estrella entre las ramas. No me quejaba, únicamente estaba echada ahí, igual que un animal enfermo que se abandona a la naturaleza. No pensaba, y casi podría decir que no sentía. La única realidad era que mi cuerpo pesaba de una manera terrible; no, lo que sucedía era nada más que no podía moverme, aunque no sé por qué. Y sin embargo eso era todo: estuve inmóvil durante horas, sin ningún pensamiento, exactamente como si flotara en el mar bajo ese cielo tan claro. Pero no tenía miedo. Nada me llegaba; los ruidos, las sombras, los rumores, todo era lejano, y lo único que subsistía era mi propio peso sobre la tierra o sobre el agua; eso era lo que centraba todo aquella noche.

Creo que casi no respiraba, al menos no lo recuerdo; tampoco tenía necesidad alguna. Estar así no puede describirse porque casi no se está, ni medirse en el tiempo porque es a otra profundidad a la que pertenece.

Recuerdo que oí cuando los muchachos entraron, cerraron el zaguán con llave y cuchicheando se dirigieron a su cuarto. Oí muy claros sus pasos, pero tampoco entonces me moví. Era una trampa dulce aquella extraña gravidez.

Cuando el levísimo ruido se escuchó, toda yo me puse tensa, crispada, como si aquello hubiera sido lo que había estado esperando durante aquel tiempo interminable. Un roce y un como temblor, la vibración que deja en el aire una palabra, sin que nadie hubiera pronunciado una sílaba, y me puse de pie de un salto. Afuera, en el pasillo, alguien respiraba, no era posible oírlo, pero estaba ahí, y su pecho agitado subía y bajaba al mismo ritmo que el mío: eso nos igualaba, acortaba cualquier distancia. De pie a la orilla de la cama levanté los brazos anhelantes y cerré los ojos. Ahora sabía quién estaba del otro lado de la puerta. No caminé para abrirla; cuando puse la mano en la perilla no había dado un paso. Tampoco lo di hacia él, simplemente nos encontramos, del otro lado de la puerta. En la oscuridad era imposible mirarlo, pero tampoco hacía falta, sentía su piel muy cerca de la mía. Nos quedamos frente a frente, como dos ciegos que pretenden mirarse a los ojos. Luego puso sus manos en mi espalda y se estremeció. Lentamente me atrajo hacia él y me envolvió en su gran ansiedad refrenada. Me empezó a besar, primero apenas, como distraído, y luego su beso se fue haciendo uno solo. Lo abracé con todas mis fuerzas, y fue entonces cuando sentí contra mis brazos y en mis manos latir los flancos, estremecerse la espalda. En medio de aquel beso único en mi soledad, de aquel vértigo blando, mis dedos tantearon el torso como árbol, y aquel cuerpo joven me pareció un río fluyendo igualmente secreto bajo el sol dorado y en la ceguera de la noche. Y pronuncié el nombre sagrado.

Julio se fue de nuestra casa muy pronto, seguramente odiándome, al menos eso espero. La humillación de haber sido aceptado en el lugar de otro, y el horror de saber quién era ese otro dentro de mí, lo hicieron rechazarme con violencia en el momento de oír el nombre, y golpearme con los puños cerrados en la oscuridad en tanto yo oía sus sollozos. Pero en los días que siguieron rehusó mirarme y estuvo tan abatido que parecía tener vergüenza de sí. La tarde anterior a su partida hablé con él por primera vez a solas después de la noche del beso, y se lo expliqué todo lo mejor que pude; le dije que yo ignoraba absolutamente que me sucediera aquello, pero que no creía que mi ignorancia me hiciera inocente.

—Lo nuestro era mentira porque aunque se hubiera realizado estaríamos separados. Y sin embargo, en medio de la angustia y del vacío, siento una gran alegría: me alegro de que sea yo la culpable y de que lo seas tú. Me alegra que tú pagues la inocencia de mi hijo aunque eso sea injusto.

Después mandé a Román a estudiar a México y me quedé sola.

El membrillo

—¿Qué sentencia le das al dueño de esta prenda?

—Que bese a uno del sexo contrario.

Elisa se horrorizó al ver en las manos de Laura su anillo de colegio. Lo miró otra vez con la esperanza de haberse equivocado, pero a la luz de la hoguera el anillo brilló inconfundiblemente. Laura y Marta la observaban divertidas, los demás esperaban con una leve tensión que la lastimaba, y tras ella el mar indiferente la hacía sentirse más abandonada. No se atrevió a mirar a Miguel.

—Besar al novio no es tan desagradable, ¿no les parece?

La voz de Marta, la risa de Laura. Tenía ganas de gritarlo: “Nunca me han besado”, pero que ellas lo supieran hubiera sido en ese momento la peor humillación.

Se levantó con una valentía torpe y lastimosa, le temblaban las comisuras y se creía que sonreía; cerró los ojos sin darse cuenta al rozar con su boca los cabellos de Miguel. Marta y Laura soltaron una carcajada superior y un poco artificial.

—¿Eso es todo? ¡Pobre Miguel!

Era Laura. Miguel se la quedó mirando fijamente.

Tomó con ternura una mano de Elisa y la sentó a su lado. Hubo un silencio pesado.

Luego el juego continuó inocente como de costumbre, pero Elisa no podía evitar sentir una vaga vergüenza de sí misma, una pequeña angustia que le dejaba un hueco en el pecho y la hacía rehuir las miradas.

Cuando fue hora de irse, Elisa y Miguel se retrasaron. Caminaron un rato en silencio por la playa.

—Debes de perdonarlas, realmente no lo hicieron con mala intención, simplemente estaban aburridas de la ingenuidad con que se jugaba. Piensa que son ya mayores y se divierten de otra manera.

—Tú eres de la edad de ellas. ¿Te aburres, Miguel? —al hacer la pregunta su voz era tímida, casi derrotada.

Él se paró para mirarla: su rostro frágil estaba angustiado, tenía los ojos húmedos. La abrazó con fuerza, apretando la cabeza contra su pecho para protegerla de aquel pensamiento injusto; la separó lentamente y la besó en los labios. La ternura lo llenó todo, inmensa, sin fondo, y cuando se miraron quedaron deslumbrados al encontrarla reunida, presente, en los ojos del otro. Elisa sonrió en la plenitud de su felicidad y su pureza, dueña inconsciente de un mundo perfecto.

Alrededor de ese momento central fue viviendo los días siguientes, hacia adentro, cubriéndolo y recubriéndolo de sueños. La vida tranquila y perezosa de aquel pequeño lugar de veraneo era roca propicia, y ella se cerró sobre sí misma como una madreperla.

—¡Elisa! ¡Elisa, la pelota!

Se levantó con desgana, recogió la pelota y la devolvió al grupo gritando:

—Ya no juego.

Laura y Miguel todavía estaban dentro del mar, salpicándose y tratando de hundirse mutuamente; apenas oía sus risas. La vitalidad de Miguel; se acostó de nuevo sobre la arena, con esa especie de suavidad mimosa que había en sus movimientos cuando pensaba en él. Al sol, abandonada a sí misma, se quedó adormilada hasta que la voz de Laura la vino a sacar de su modorra. Abrió los ojos incorporándose un poco y la miró caminar hacia ella con lentitud, moviendo acompasadamente su hermoso cuerpo. Traía las manos en la nuca, atándose sobre el cuello los dos tirantes de su breve traje de dos piezas.

—Caramba, niña, qué clase de novio tienes. Estábamos jugando en el agua cuando se me desató el nudo de los tirantes y él, en lugar de voltearse, se me quedó mirando. No tiene importancia, pero te lo digo para que no creas que es tan caballeroso como aparenta.

Lo dijo casi si detenerse, al pasar. Elisa, anonadada, desentendida aún de su herida nueva, vio alejarse a Laura y se dio cuenta de que no sentía rabia hacia ella, sino una especie de respeto y tal vez un poco de envidia. Envidia… ¿porque Miguel la había mirado de aquella manera?… ¿Era ése Miguel?… No comprendía. No sabía nada de nada, nada de nadie. Estaba sola.

Sentada, dobló las piernas sujetándolas con los brazos, apoyó la barbilla en las rodillas y se quedó mirando el mar, indefensa.

Seguía así cuando Miguel llegó.

—¿Qué tal?

Estaba triste, era culpable. Se sentó a su lado, un poco encogido, también mirando el mar.

Por primera vez estaban en silencio sin compartirlo, cada uno condenado a su propia debilidad, desamparados.

La madre de Elisa los llamó a comer. Se levantaron pesadamente y se acercaron a los demás. La madre los miró divertida.

—¡Qué caras! ¿Se pelearon?

—Es el sol, no nos pasa nada, mamá.

—Entonces vístanse porque ya van a servir la sopa.

Siguieron caminando en silencio por entre las casetas, pero antes de separarse se sonrieron con la misma sonrisa de siempre. Nada había cambiado.

Eso pensaba Elisa bajo la regadera: nada había cambiado. Cuando junto a las casetas se había vuelto, encontró en los ojos de Miguel la misma ternura de aquella noche, acentuada ahora por la humildad y la angustia, y sintió una piedad alegre y satisfecha, un poco cruel, que la hizo sonreírle sin reservas, redimiéndolo. Desde ese momento todo había vuelto a ser como antes, y ahora no podía encontrar los pensamientos confusos y dolorosos de hacía unos minutos. Era un pequeño milagro, imperfecto y humano, pero no se dio cuenta ni pensó más en ello mientras se vestía de prisa tarareando una canción.

Cuando se volvieron a encontrar él estaba fresco y resplandeciente, más que nunca.

Se sentaron a comer en la mesa larga que, en el jacalón que servía de restaurante, se reservaba para las cuatro familias que formaban el grupo más unido. De las otras mesas venía un alboroto confortante y contagioso.

Laura entró tarde con aquel vestido azul que le sentaba tan bien y que tenía un escote generoso. Sin duda era diferente a las otras muchachas, daba la sensación de que iba cortando, separando el ambiente ajeno con disimulo intencionado.

Mientras saludaba se sentó junto a Marta que empezó a contarle algo. Laura no la escuchaba, comía lentamente mirando a Miguel con su sorna aguda y altanera. Él fingía disimulo, pero estaba profundamente turbado; se había olvidado de Elisa. Marta tocó a Laura en el brazo para obligarla a contestarle, pero Laura siguió su juego durante toda la comida. A los postres dijo Miguel con un tono de descaro que no le conocían.

—Oye, dame un cigarrillo.

Él se lo ofreció.

—¿Y la lumbre?

Miguel se levantó encorvándose sobre la mesa. Su mano tembló un poco al ofrecérsela. Ella lo sujetó por la muñeca con fiereza y lo retuvo así, muy cerca, hasta que dejó salir la primera bocanada de humo, lenta, acariciante, que rozó la cara de los dos con su tenue misterio moroso. Lo miraba a los ojos, fijamente, con una seriedad extraña y animal. Se dio cuenta de que los observaban y soltó una carcajada victoriosa.

—Qué buena actriz sería yo, ¿verdad? Pero Miguel no tiene sentido de la actuación.

Se echó un poco sobre la mesa adelantando un hombro y entornó los ojos exageradamente, imitando a las actrices del cine mudo. Pareció que sólo acentuaba el juego. Todos rieron menos Marta y la madre de Elisa. Laura miraba desafiante, desde un plano de una superioridad desconocida, a Miguel. Él bajó los ojos, derrotado. Elisa, empequeñecida y tensa, los observaba.

Mientras, los demás se fueron levantando para ir a dormir la siesta. Marta se llevó a Elisa. El mar dormitaba.

—Marta, ¿tú crees que Miguel me quiere? —no lo hubiera querido preguntar nunca, a nadie, ni a él mismo. Rompía lo sagrado. Se sentía cobarde.

—Sí, te quiere, y mucho, sólo que…

—¿Qué?

—No lo sé.

Pero lo sabía.

—¿Es culpa mía?

—¿El qué? No, tú eres una niña. Y Miguel te quiere más que a nadie, más que a nada, pero no me preguntes ya. Miguel es un idiota; aunque sea mi hermano, es un idiota.

Estaba furiosa, pero mientras gesticulaba y manoteaba se veía que era rabia de impotencia la suya. ¿Por qué estaba furiosa? ¿Qué era lo que sucedía?

Había nubes en el horizonte y entre ellas el sol se ponía despacio. El mar lento, pesado, brillaba en la superficie con una luz plateada, hiriente, pero debajo su cuerpo terroso estaba aterido.

Elisa sentía dentro de su pecho esa marejada turbia. Hacía un momento había ido al centro del pueblecito a traer café para la cena y había visto a Miguel y a Laura salir de la nevería. Estaban radiantes, como dos contendientes que luchasen por vanidad, seguros de una victoria común. Miguel era diferente de como ella lo conocía: agresivo y levemente fatuo, con una voluntad de mando sobre Laura, con una desenvoltura gallarda y un poco vulgar que ella no le había visto nunca. Era diferente, pero atractivo, mucho más atractivo de lo que había creído.

Eso, no haberlo visto bien, no haberlo descubierto, la humillaba más que el haberlo perdido. Porque ahora sí estaba claro: Miguel prefería a Laura, y ella, Elisa, no podía oponer nada a lo definitivo. Lo único que supo hacer fue aplanarse, escurrirse, y después correr, correr hasta estar en la playa de su casa, frente al mar, sola.

El mar se retorcía en la resaca final, lodoso, resentido. Elisa tenía frío. La agotaban el dolor y el asco, un asco injustificado, un dolor brutal. Temblaba, pero no podía llorar. Algo la endurecía: la injusticia, la terrible injusticia de ser quien era, de no ser Laura, y la derrota monstruosa de estar inerme, de ser solamente una víctima.

Ahora que todo había terminado veía que no quedaba casi nada de sí misma: ella era, había sido su amor, ese amor que ya no servía más. No era nada, nadie, sentía su aniquilamiento, pero no podía compadecerse, se odiaba por ser ella, solamente ella, esa que Miguel había dejado de querer. “Por tu culpa, por tu culpa”; se repetía. “Por ser una niña”… tal vez, pero en todo caso por ser como era.

Pensó que su madre debía de estar planchando su disfraz para el baile de esa noche… Ya nada tenía sentido; el futuro, próximo o lejano, estaba hueco, ostentosamente vacío y ridículo. La borrachera de la desesperación la aliviaba: dejaba de pensar, aunque no pudiera llorar.

Oyó a su espalda la voz de su madre.

—Elisa, ¿has traído el café?… ¿Qué haces ahí? Ya es de noche.

Era verdad.

Se levantó con dificultad. La voz de su madre había apaciguado su desesperación. Tal vez había sido mentira. Lo que era verdad, lo que estaba presente, sin ceder, era la tristeza.

Entró en la casa suavemente iluminada. Su padre, con el cigarro en la boca, arreglaba los avíos de pesca y escuchaba distraído a la madre que hablaba desde la cocina. La miró con picardía, con aquella mirada de complicidad alegre que entre ellos era como una contraseña. Elisa se sintió indigna, extraña.

Puso la mesa maquinalmente.

—¿No viene Miguel a cenar? —preguntó su padre acercándose.

—No.

El padre se extrañó pero no preguntó nada, solamente se le quedó mirando, luego le sonrió y le hizo una caricia en la mejilla. El dolor la hirió más profundamente al pensar en la pena que tendría viéndola sufrir sin poder remediarlo.

—Tienes que darte prisa, ya deberías estar vestida —dijo la madre sentándose a la mesa.

—No voy a ir, mamá.

—¿Cómo que no vas a ir? Tu traje está listo —la miró a los ojos y calló—. Sírvete —le dijo con dulzura.

El padre y la madre hablaban entre sí simulando ignorar que ella estaba triste, pero sin darse cuenta bajaban el tono de la voz.

Cuando se oyeron los pasos de Miguel en el vestíbulo, Elisa se quedó quieta, sin respiración casi. Miguel entró vestido de Pierrot; estaba alegre. A Elisa le parecía estar viviendo una escena de otro momento, de un acto ya pasado. Él hizo un saludo teatral hasta el suelo y los padres rieron contentos y aliviados.

—¿No te has vestido? Apúrate. Pierrot no puede vivir sin su Colombina. ¿No ves cuánta falta le hace al pobre?

Aun vestido así resultaba raro oír a Miguel emplear ese tono falso. Quería estar simpático para hacerse perdonar una culpa que él creía secreta. Pero quería hacerse perdonar, eso era lo importante. Y estaba ahí, mirándola. Algo comenzó a zumbar en la cabeza de Elisa. No entendía nada, pero no le importaba. Fue corriendo a su cuarto, tenía la garganta apretada; la emoción martirizaba su cuerpo. Empezó a vestirse, de prisa, en un frenesí que poco a poco se le fue haciendo de alegría, de una alegría tan loca que la hizo reír por lo bajo a borbotones, con un poco de malignidad, con un mucho de liberación; daba vueltas por el cuarto, bailaba, se paraba, no sabía qué hacer con sus manos, con su dicha. Se contuvo: “Me espera, espera por mí, por mí”. Tan natural y tan extraordinario. Se miró al espejo, agradecida, cariñosa consigo misma. Confiaba plenamente otra vez.

Cuando volvió a la sala estaba resplandeciente. No sabía cómo, pero había vencido, era ciegamente feliz.

—¡Qué guapa eres!

Ronca, insegura, la voz de Miguel era completamente sincera, enteramente suya.

Cuando llegaron a la fiesta, la música, el calor y las luces los aturdieron. A Elisa le parecía un sueño todo, el estar ahí, con Miguel, el que todos les saludaban joviales, como si nada hubiese sucedido. En efecto, nada había sucedido. Algo cálido la inundó como un vino tibio bebido de golpe. Bailaban. Ella volvía a estar en el centro de ese mundo increíblemente equilibrado que había supuesto perdido para siempre.

De pronto, vestida de pirata, con sus claros ojos hirientes, apareció Laura entre las parejas; se acercó a ellos. Traía un membrillo en la mano. Miraba directamente a Miguel, ignorándola por completo. Miguel titubeó, se detuvo. La cara de Laura estaba casi pegada a la suya, sólo las separaba el membrillo que Laura interponía con coquetería.

—¿Quieres? —le dijo al tiempo que mordía la fruta, invitándolo, obligándolo casi a morder, también él, en el mismo sitio, casi con la misma boca. En sus ojos había un reto vencido; en su voz el mismo sabor agrio e incitante del membrillo. Miguel se estremeció. Pero Elisa había comprendido. Aquel olor, aquella proximidad de Laura y Miguel, anhelosamente enemiga, la habían hecho comprender. Suavemente acercó su cuerpo al de Miguel y eso tuvo la virtud de deshacer el hechizo. Bailando se alejaron de Laura. Elisa se dio cuenta vagamente de que el amor no tiene un solo rostro, y de que había entrado en un mundo imperfecto y sabio, difícil; pero se alegró con una alegría nueva, una alegría dolorosa, de mujer.