portada

El eterno
femenino

Rosario Castellanos


Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 1975
   Vigésima reimpresión, 2012
Primera edición electrónica, 2012

D. R. © 1975, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008

www.fondodeculturaeconomica.com

Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen, tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1082-9

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca de la autora


Rosario Castellanos (México, D. F., 1925-Tel Aviv, Israel, 1974) estudió la licenciatura y la maestría en la Facultad de Filosofía de la UNAM, donde fue profesora de 1961 a 1971. Ejerció también el magisterio en las universidades de Wisconsin y Bloomington, y en la Hebrea de Jerusalén desde su nombramiento como embajadora de Israel, en 1971. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializados en México y en el extranjero. El FCE ha publicado también de su autoría Poesía no eres tú: obra poética 1948-1971 (1972), Mujer que sabe latín (1984) y Meditación en el umbral: antología poética (1985), entre otros títulos.

Índice

Presentación

Personajes

Primer acto

Segundo acto

Tercer acto

Corridos

Presentación

En Poemas ya vaticinaba Rosario Castellanos la esencia misma de su propia perennidad al concluir en la Lamentación:

“…Porque yo sé que para mí no hay muerte. Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que dolor?— me ha hecho eterna”

Más tarde, nueva Dido que retorna al mundo de los vivos, afirma en Meditación en el umbral:

“Debe haber otro modo…

Otro modo de ser humano y libre.

Otro modo de ser.”

Después de renacer al mundo de las formas —que en esta segunda etapa creativa asumirían significados ricos en nuevas dimensiones— se lanza la escritora en busca de nuevos derroteros. A partir de esta época su prosa presenta facetas donde alternan un humorismo e ingenio que fueron, más que ornamento, virtudes primordiales de la mujer. La alegría campea a lo largo de sus ensayos y artículos periodísticos, a los que sólo en ocasiones ensombrece el recuerdo de aquella vida anterior donde imperaran la soledad y la eterna presencia de la muerte. Su mirada, siempre ávida y lúcida, se aleja del ámbito melancólico de la propia desdicha para volcarse enternecida en la contemplación de sus semejantes.

Desde Álbum de familia va a trasladar la asfixiante atmósfera de la irredenta provincia a los ámbitos “liberados” de la gran ciudad, pero vuelve a reconocer allí las mismas llagas que abre la injusticia organizada con su huella implacable.

Más tarde, en vísperas de iniciar sus triunfos como mujer de carrera, ha de definir sus recónditas afinidades con la literatura teatral. Ya dos intentos anteriores en que había ejercitado su pluma en este campo, Salomé y Judith, se habían traducido en un mero logro de poesía dialogada que, no obstante la belleza intrínseca del texto, carecía de funcionalidad y dimensiones dramáticas.

Así, en el otoño de 1970, cuando su agitada existencia transcurría entre la crítica, la cátedra universitaria, las conferencias y el “arduo aprendizaje de ser madre”, recibió un llamado telefónico de la actriz Emma Teresa Armendáriz y su esposo, el director teatral Rafael López Miarnau. Ambos habían seguido con regularidad la producción periodística de la escritora y creyeron descubrir en sus artículos semanales un trasfondo ideológico, una vena humorística y un lenguaje que se antojaban más idóneos para las tablas que para las líneas ágata.

“Segregando adrenalina como perro de Pávlov” (según ella misma lo afirmaba, sufría esta reacción cada vez que palpaba la menor manifestación de afecto), Rosario Castellanos aceptó asistir con los López Miarnau a una serie de entrevistas en las cuales habrían de discutir sobre una posible obra teatral que planteara los problemas de ser mujer en un mundo condicionado por varones. Y si bien al principio no aceptó el encargo que le proponían sus nuevos amigos por considerarse incapaz de cumplirlo, prometió proporcionarles toda la información en torno al tema, siempre y cuando fuera otro el que diera la forma dramática.

A pesar de esta reserva inicial, las perspectivas críticas que desde ese instante quedaban abiertas a su imaginación deben haberle parecido ilimitadas. Frente a semejante proyecto, podría volver a dar pruebas de su inteligencia e integridad como escritora y manifestar con valentía su apego a la verdad —sin duda el rasgo sobresaliente en toda su narrativa— a la vez que argumentar racionalmente sobre el aspecto femenino, elemento constante en toda su lírica. Además, como a la sazón proliferaban por todas las latitudes brotes “feministas” que fatalmente acababan desfeminizando a la mujer, el reto se antojaba, amén de atractivo, rico en posibilidades de definición.

Desde luego se organizaron las reuniones que semana a semana se repitieron durante varios meses. En las tertulias la poetisa departía con gente de teatro, y sólo dejó de asistir a ellas al marcharse a Israel para desempeñar el cargo de embajadora de México. Pero en las charlas que precedieron su partida, mientras analizaba los problemas de la mujer y prodigaba con pleno conocimiento de causa los datos que poseía, en su ánimo había surgido el secreto anhelo de dominar el lenguaje dramático como medio de expresión.

A principios de 1971, ninguno de los varios esbozos que los demás presentaran había resultado del todo satisfactorio, y así el proyecto no llegó a cristalizar antes de su viaje.

Muchas fueron las ocupaciones que durante los primeros meses agobiaron a la embajadora al llegar a Tel Aviv. Pero al cabo de una adaptación inicial, pronto halló en su nueva existencia el clima favorable para dar forma a un propósito que había quedado rezagado e inconcluso. Luego, la solución surgió de repente, y de la idea fundamental brotó la escritura sin ningún esfuerzo. Así, para la Pascua de 1973, terminó Rosario Castellanos esta farsa, que le pareció literariamente aceptable. Aprovechando la solemnidad e importancia de las fiestas en Israel, decidió quedarse sola en su casa de Tel Aviv durante aquellas cortas vacaciones para pasar a máquina su manuscrito, que concluyó entre el 19 y el 23 de abril.

Había ya dado pruebas incontables de maestría y naturalidad en su lírica: con sus poemas había trascendido recónditas zozobras, se había liberado de las angustias más personales, había moldeado la delicada imagen del sufrimiento individual y proferido el éxtasis de la belleza interior al descender hasta los más profundos abismos de la desesperanza. En la narrativa, su índice iracundo desenmascaraba la injusticia cuando narraba con ternura la sordidez en que se debaten las víctimas del atropello y el oprobio atávicos. Ahora, en esta comedia, inauguraba una nueva veta; desbrozando un campo virgen dejaba caer el grano del que brotaría el fruto acaso más jovial y ameno de su creación literaria; prolongaba su personalísima posición ante el feminismo, donde siempre se manifestó abierta y categóricamente como mujer que en ninguna circunstancia estaba dispuesta a dejar de serlo.

En El eterno femenino Rosario Castellanos arranca las máscaras, combate mitos y, ante un conflicto que no por dramático resultaba menos ambiguo e impreciso en el planteamiento, apunta con idioma ágil, jocoso y dúctil, contra la hipócrita complicidad de hombres y mujeres que se arrellanan en un statu quo del que ambos sexos pretenden obtener ventajas y provechos. Rosario Castellanos había vuelto a la vida para resuscitar esta vez el símbolo perenne de toda su obra anterior. Sólo que no iban a escucharse en la frescura de estas páginas los plañideros acentos de Dido que llora resignada la pérdida irreversible, como tampoco resonarían aquí el grito arrogante de Salomé ni la ríspida ternura de Judith dolorida. No más “esas mujeres despeinadas por la desesperación. El dolor es otra cosa mucho más tranquila y perdurable. Y no se expresa, de allí su fuerza”.

Aquí la mirada de la poetisa escudriña el mundo a través de una nueva lente, bajo un prisma distinto, para resumir desde esa nueva atalaya la amplia visión que logró integrar durante su multifacética existencia. En el transcurso de la obra replantea la misma interrogante que estuvo presente en su lírica, en la novela y en el cuento, pero la ilumina con nuevos matices y dentro de los marcos más diversos. La historia entreteje su imagen en la trama de la sociología contemporánea; las protagonistas rechazan a través de la acción dramática todo comportamiento acartonado y convencional. Desde Lupita hasta la Corregidora, las mujeres establecen tácita o expresamente la necesidad de hallar ese “otro modo de ser humano y libre” .

La autora decapita a sus marionetas en el tinglado mismo para que cada personaje, despojado de falsos oropeles, se lance en pos de otro rostro. Pero esta vez han de ser nuevos rasgos que correspondan a una realidad individual, familiar, social y nacional, que Rosario Castellanos propone para erigir un mundo congruente y auténtico después de haber desintegrado artificiosos esquemas que sólo satisfacen las exigencias de la mala fe a la manera de Sartre. Ni falsos heroísmos ni simulada abnegación han de hallar cabida en el nuevo orden que nos propone la escritura. Jocosa, su verdad se pavonea en cada escena señalando las consecuencias y mostrando los inconvenientes; y es tal la comicidad que destilan el diálogo y las situaciones, que apuramos gustosos el trago amargo saboreando a cada instante los agridulces resabios. Cada personaje proyecta su dimensión actual a la vez que encarna el símbolo de ancestrales mentiras; se despejan las incógnitas con la advertencia de que un mundo basado en flaquezas ajenas, en pretendidas sumisiones y compromisos hipócritas, es frágil castillo de arena que es preciso reconstruir a partir de cimientos de mayor solidez.

Responsables del embuste son tirios y troyanos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fuertes y débiles. Los unos —quienes bogan a bordo de una barca que se desliza impávida sobre aguas cristalinas— por no enturbiar la diafanidad con el limo que se adivina bajo la aparente calma; los otros, por no decidirse a derribar el ídolo en que han logrado acumular sobre la “esclava venerada” la cómoda proyección de madre, esposa y amante; los más, por no atreverse a alterar el orden indiscutible en la “tierra de Dios y María Santísima”; el poderoso por arbitrario y el débil por inerme, pero todos son cómplices al fin de una culpígena conjura en la que hasta el héroe histórico se ve forzado a tornarse en monumento nacional cuya arcilla diluye fatalmente una dimensión otrora humana.

En los protagonistas de El eterno femenino reconoceremos el mismo sedimento que diera vida a vírgenes inocentes, a cónyuges pasivas, a analíticas esposas o a “abnegadas” madres y a verdugos implacables. En los tres actos de esta farsa, los maridos, hijos, amantes —¡hasta el cinturita de “Flor de Fango”!—, todos manipulan idénticas artimañas para medrar en el sistema armónico del bienestar consuetudinario que, desde Ciudad Real, se ha instalado en un ambiente que hemos de modificar para hacernos merecedores de un mundo mejor, más sano y honesto.

La sátira de estas páginas es ante todo constructiva, y si la autora a veces se ensaña en alguna figura aislada, lo hace recordando la determinación de Hamlet: “I must be cruel, only to be kind”. Pero la misericordia y el amor por los personajes prevalecen sobre cualquier forma de crueldad destructora. Ante nosotros marchan hombres y mujeres cuyo aspecto grotesco no los vuelve menos amables. Y la carpa donde se desarrolla la fina comedia del segundo acto da una pincelada de circo que, sin duda, evocará en el recuerdo de muchos los fastuosos desfiles fellinianos.

En repetidas ocasiones expresó Rosario Castellanos un entusiasta deseo porque su obra de teatro llegara a todo público a fin de que pobres y ricos, cultos e ignorantes, hombres y mujeres —todos sin excepción— cobraran conciencia de las situaciones que en ella se plantean. Por ende, el carácter festivo de esta celebración escénica se reviste de un lenguaje que estalla a cada instante en los matices variados de un inagotable fuego de artificio. En ciertas escenas —piénsese en el delicado episodio de Sor Juana, en la conmovedora meditación de la solterona— la inspiración se funde con un virtuosismo del que sólo podía hacer gala quien ya había dominado todas las gamas de la lírica; en otras, brota el acento capitalino proyectando no sólo el habla que constantemente renueva el pueblo con feroz imaginación, sino también las costumbres, tradiciones, ritos, creencias y supersticiones que, como atavismo, incorpora el mexicano en su vida cotidiana para soslayar un enfrentamiento con la verdad. Recurren a veces los personajes a frases hechas bajo las que se encubre el conflicto, y en sus labios la palabra cobra nueva vida. La aristocracia trasnochada se codea aquí con una insípida clase media de tranquila conciencia, y la prostituta plantea desde su propio ámbito las mismas premisas que asedian a la revolucionaria ferviente —también engañada—. Pero el denominador común que reviste el lenguaje al fluir de la pluma de Rosario Castellanos en esta obra es el ingenio, la luminosidad, la chispa que detona la carcajada donde se ahoga el sollozo impotente.

No pasarán inadvertidas la gracia y agilidad de las acotaciones escénicas en que, además, resuenan ecos de aquellos artículos que semana a semana se recibían de Tel Aviv; en ellas parece escucharse a la escritora que, con comentarios proferidos en un tono de voz que repentinamente transitaba de los matices agudos a los bajos más aterciopelados, fascinaba a su interlocutor desatando a la vez hilaridad incontenible y deliciosa serenidad.

Raúl Ortiz

A
Emma Teresa Armendáriz
y a
Rafael López Miarnau,
con gratitud

Personajes

Los que aparezcan. Pero serán suficientes diez actores —siete mujeres y tres hombres— siempre y cuando sean versátiles y comprendan que se trata de un texto no de caracteres sino de situaciones.

Esto quiere decir que los protagonistas han de definirse por las acciones (que, a veces, serán únicas), por las palabras (que no serán muy abundantes) y, fundamentalmente, por su vestuario y por el ambiente en que se mueven.

La resolución de este problema recae sobre el encargado de la decoración. No tratará, en ningún momento, de ser realista, sino de captar la esencia, el rasgo definitivo de una persona, de una moda, de una época. Es aconsejable la exageración, de la misma manera que la usan los caricaturistas, a quienes les bastan unas cuantas líneas para que el público identifique a los modelos en los que se inspiraron sus figuras.

El texto, como se avisa desde el principio, es el de una farsa que, en ciertos momentos, se enternece, se intelectualiza o, por el contrario, se torna grotesca. El equilibrio de estos elementos, el mantenimiento de un tono general y, sobre todo, el ritmo en el desarrollo de la trama, ha de lograrlos el director.

Y yo agradecería que el equipo entero de trabajo no olvidara la frase de Cortázar que bien podía haberme servido de epígrafe y que afirma que la risa ha cavado siempre más túneles que las lágrimas.