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LETRAS MEXICANAS

Obras completas I

Francisco Tario (Ciudad de México, 1911- Madrid, 1977), seudónimo de Francisco Peláez Vega, fue por muchos años un escritor poco conocido y difundido, pues se mantuvo alejado de los círculos literarios. Cultivó varios géneros: el cuento, la novela y el teatro. En 1943, Tario dio a conocer dos libros insólitos para su época: La noche y Aquí abajo. Posteriormente, también publicó Tapioca Inn. Mansión para fantasmas (FCE, 1952), Una violeta de más (1968) y, de forma póstuma, El caballo asesinado y otras piezas teatrales (1988), Jardín secreto (1993) y Algunas noches, algunos fantasmas (FCE, 2004).

 

FRANCISCO TARIO

Obras completas

I

CUENTO / VARIA INVENCIÓN

Edición y prólogo de
ALEJANDRO TOLEDO

Primera edición, 2015
Primera edición electrónica, 2015

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SUMARIO

Prólogo, por ALEJANDRO TOLEDO

Cuento

Varia invención

PRÓLOGO

por ALEJANDRO TOLEDO

Al cumplirse el primer centenario del nacimiento de un autor, es usual el impulso de calibrar la vigencia de su obra. Se cruza entonces una frontera en la que el medio donde se desarrolló, que lo reconoció o lo mantuvo al margen, se desvanece, y con la llegada de nuevos lectores los textos deben empezar a valerse por sí mismos. Importa ya menos la fama pública, haya sido ésta positiva o negativa (en ese espinoso camino hacia la consagración o el olvido que somete al artista a muchísimos equívocos), que el valor de sus libros ante las miradas frescas. Porque al final sólo queda eso: el diálogo con quienes han tenido o tendrán, algún día, las páginas de ese escritor frente a ellos.

Francisco Tario (nacido Francisco Peláez Vega, 1911-1977), o su fantasma, cruzó con buena fortuna esa aduana de los cien años. En los alrededores de 2011 se reeditó la novela Aquí abajo (Conaculta) y apareció en España una amplia antología de sus relatos bajo el título de La noche (Atalanta); se montó además una muy completa exposición fotográfica en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia de la Ciudad de México con imágenes obtenidas de su archivo personal, y surgieron textos nuevos, algunos de ellos inéditos y otros rescatados (como los dos cuentos que publicó en los años cincuenta en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades). La Fonoteca Nacional recibió en donación y digitalizó un juego de acetatos de manufactura casera, constancia de las tertulias que se registraban en la calle de Etla, y donde se escuchan las voces de Octavio Paz y Elena Garro, entre otros invitados a esas fiestas, además de fragmentos de los radioteatros de obras clásicas de terror como Drácula o interpretaciones al piano del propio Francisco Tario, sobre todo de los nocturnos de Chopin. Fueron hallados una partitura inconclusa y al parecer de complicada ejecución: Fantasía del amor, y una serie de dibujos eróticos de trazo fino (especie de tiras cómicas con escenas de seducción). Incluso algunos fragmentos de su autoría, tomados de Equinoccio, circularon en las redes sociales de internet en algo que se denominó el TuiTario.

El espectro fue adquiriendo contornos más o menos fijos. Se diría que sólo hasta entonces, al llegar a los cien años, se tuvo un panorama casi completo de su vida y de su obra.

Un hecho significativo fue, sin duda, el descubrimiento en España de la obra de Francisco Tario. El origen de su familia (asentada en Llanes, al oriente de Asturias), la vaguedad geográfica de sus cuentos (con recurrencia hacia el paisaje europeo) y el hecho de que haya elegido Madrid como estancia final hacían más o menos esperado su arribo a la península ibérica. En su última década de vida recibió algunas propuestas por parte de las grandes editoriales españolas, que su melancolía desatendió. Ahora, al toparse los críticos sorpresivamente con él —gracias al entusiasmo del editor Jacobo Siruela—, fue ubicado (por Juan Malpartida en el ABC) en la tradición de Horace Walpole, cierto Edgar Allan Poe, Villiers de L’Isle-Adam, Barbey d’Aurevilly, Huysmans, Arthur Machen, Kafka y Borges; o también (por Alberto Manguel en El País) como compañero de viaje de Felisberto Hernández, Max Aub, Armonía Somers, Silvina Ocampo, Virgilio Piñera y Salvador Garmendia. La voz de Asturias lo bautizó, en el encabezado de un largo reportaje, como El indiano fantástico.

El asombro en España fue eco de los caminos diversos que ha recorrido en México la escritura de este personaje singular. Suele suceder que de pronto, un día, alguien descubre a Francisco Tario, porque se encuentra en una librería de viejo con una edición original o se topa con un texto suyo incluido en alguna antología. Seducen sus palabras, de una rudeza sensual, y también lo extraño de sus historias, protagonizadas sobre todo por objetos, animales o fantasmas. A esta fascinación sigue otra, la del personaje Tario, y no sus oficios —porque lo más constante en él fue la escritura—, sino aquello que lo entretenía: el piano, el futbol (al desempeñarse como arquero en el Club Asturias), los viajes a Europa (en cruceros glamorosos a los que llevaba a toda la familia), la fotografía (con el Llanes de sus padres como principal obsesión), las tertulias en casa para unos cuantos elegidos, la astronomía... Completa el cuadro su fortaleza física, que presumía en el puerto de Acapulco (donde fue copropietario de un par de salas cinematográficas) al fotografiarse en traje de baño, y la costumbre de raparse la cabeza.

Todo esto, junto, crea en quien se topa con Francisco Tario el paisaje de alguien que vivió para ser descubierto. Y una cosa, el apropiarse de Tario (de su singular rareza en persona y en obra), deriva en otra casi inmediata: el afán de compartirlo. Hay una lista larga de quienes aseguran haber visitado por vez primera esas tierras inhóspitas y luego divulgado su existencia. Más de veinte habrán dicho: “Si no fuera por mí, la obra de Francisco Tario no se conocería”. Su condición de autor secreto viene, pues, de esa sensación de diálogo tête-à-tête que provoca su lectura, y la complicidad que genera encontrarse con un hombre de letras con una existencia atípica, casi del todo ajena a los círculos sociales que se consideran propios de los escritores.

Si vamos a los inicios, su primer y más constante lector fue José Luis Martínez, que en 1943 recibió La noche como obra de un autor misterioso que probablemente se ocultaba bajo el nombre común “Francisco” y el metálico apellido “Tario”, obtenido de un pueblo tarasco. Por tratarse de un primer libro (en la reseña inaugural de una ya amplia bibliografía) el crítico lo aborda como catálogo de posibilidades, work in progress aún titubeante; percibe “vigorosos y originales aciertos al lado de repeticiones y notables desmayos”. Prefiere, por ejemplo, “La noche del féretro” y “La noche del loco” a “La noche del perro” o “La noche del muñeco”. Cree que su mejor tónica no parece encontrarla Tario en la ternura ni en la delicadeza sino fatalmente en la danza macabra, y considera que en su fidelidad a ella podría residir el secreto de su éxito.*

Tres años más tarde, al prologar La puerta en el muro (1946), matizará José Luis Martínez esa valoración al decir que, en efecto, “en esa exploración de la infamia y de los túneles del espanto y la angustia” es donde extrae Tario sus más ricas creaciones, aunque distingue ya, como algo que orienta secretamente los pasos de su pluma, un afán de pureza y de libertad visible en ciertos símbolos existentes. Se lo representa como una mezcla del Jules Renard de los Diarios y el Conde de Lautréamont de Los cantos de Maldoror. “Un Jules Renard al que le sobrara aún cierta dosis de humor negro para encontrar su conmovedor equilibrio de ternura y de crueldad —dice—, y un Lautréamont afortunadamente menos tumultuoso y repelente.”

En la nota necrológica, publicada en la revista Vuelta a comienzos de 1978, Martínez valora que la imaginación de Tario se haya vuelto al fin más intrincada y fascinante y que el tiempo le haya dado una segura y cálida densidad. Entre los cuentos de Una violeta de más (1968), de humor negro, fantasía grotesca y ternura “para los desvalidos y desolados”, destaca el último relato, “Entre tus dedos helados”, de turbadora belleza.

Aunque con líneas gruesas, en esas notas críticas traza José Luis Martínez el trayecto de Francisco Tario, por lo menos el que se refiere a su labor como cuentista, con tres estaciones básicas: La noche, Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952) y Una violeta de más. En esa percepción dual de la obra de Tario coincide Esther Seligson (que lo trató en Madrid en los años setenta y prologó en 1988 la antología Entre tus dedos helados y otros cuentos), quien por un lado lo encuentra burlón, impertinente y corrosivo, alguien que se ríe incluso del misterio mismo (sustento de su obra), y que por otro se expresa “en un lenguaje que también sabe ser bello, seductor, femeninamente seductor”.

Lo que José Luis Martínez describe como afán de pureza y de libertad, en la vislumbre de una suerte de río profundo del corpus tariano, en Esther Seligson se transforma en una atmósfera de aguas primigenias, matriciales, andróginas. Para ella Tario se mueve en la esfera del ánima, en el ámbito de la ensoñación, que es, según Gaston Bachelard (recuerda Seligson), de esencia femenina; el escritor es “un soñador de palabras escritas, llenas de locuras, quimeras, onirismos, memorias de infancia, de imágenes móviles, imaginantes”.

Resume Seligson:

La escritura de Tario atrapa al lector en una red de invisibles hilos muy elásticos —de tan lírica— pero fatalmente reales y férreos a la postre, como si en el transcurso de las lecturas no se hubiese percatado de una muy fina lluvia, y, al final, se encontrara empapado. Y esa fina lluvia es una bien dosificada mezcla de humor negro, nihilismo, sentido de lo grotesco, de irrupción de lo insólito, desenfado irónico y mordaz desencanto. Hay, detrás del “inefable rumor”, un gusto anticipado de muerte, el grito sordo —como un par de pantuflas raídas que se arrastrara sigilosamente en un espeso lecho de hojas secas— que caracteriza al vivir humano.

José Luis Martínez subraya en su nota necrológica el carácter amateur de Francisco Tario, lo que debe llevarnos a reflexionar, por contraste, en qué es lo que define a un escritor profesional. ¿Lo fueron, por ejemplo, Juan Rulfo o Josefina Vicens, con sólo un par de títulos en su haber? ¿Cómo se marca la diferencia?, ¿será por la participación constante en la sociedad literaria?, ¿o la distinción se establece al ser, uno, requerido por una editorial y tener que pagar, otro, para que se impriman sus libros? Equinoccio (1946), colección de fragmentos, no tiene pie de imprenta, por lo que es probable que se trate de una edición de autor; lo mismo ocurre con Tapioca Inn: aunque aparece como parte de una colección institucional, Tezontle, no se muestra el crédito de la empresa editorial porque existía entonces en el Fondo de Cultura Económica esa modalidad de que el escritor pagara por imprimir su libro, con lo que se eludían el dictamen y el rechazo posible. ¿Qué es lo que define, pues, a un escritor profesional?

Aunque tuvo trato con José Luis Martínez, Octavio Paz, Alí Chumacero y Carlos Fuentes, entre otros, no se asumió Tario como figura protagónica de la República de las Letras. Su exilio final en Madrid terminó por aislarlo del todo. No obstante, su pluma nunca descansó y se movió de forma dúctil en el relato de tinte fantástico, la novela, el aforismo y el prosemario, e intentó además, con gran audacia, la dramaturgia. Fue un escritor de tiempo completo, y construyó, al fin, una obra. Por uno de sus álbumes, en donde coleccionaba recortes periodísticos sobre sus libros, se le percibe como alguien involucrado en el medio literario. Estaba ahí; pero no estaba ahí. Era un fantasma activo, presente; aunque visible sólo a ratos. Su amateurismo, si realmente puede calificarse de esa forma, consiste en un espacio de libertad creado por él, una capacidad para marginarse que le permitió trazar, en su disfraz de solitario, los caminos por los que le gustaba deambular, ajeno a las modas establecidas que acaso le hubieran dado, de haber participado en ese juego, un sitio de honor en la pirámide social. Lo dijo en 1946 el propio José Luis Martínez: “Las obras de Tario —y con él las de muy pocos escritores más— prefieren, antes que continuar una tradición, crearla por sí mismas, aunque tal atrevimiento implique múltiples tanteos y no pocas dificultades”.

Esta aparente desubicación de ciertas escrituras es explicada por José de la Colina a partir de Julien Gracq, al decir que toda literatura posee al menos dos vías: un camino real, “central, nodal, permanentemente visible, constitucional, institucional, reglamentado, vigilado, a veces incluso dictaminado por historiadores, académicos, profesores, críticos y otros guardianes de la Regla, además de frecuentado, admirado, reconocido por una mayoría de lectores”, y una vía excéntrica o enteramente marginal, “secreta a veces, sólo frecuentada por minorías de lectores y discípulos devotos (y también de no pocos esnobs); una vía que en realidad es muchas vías no paralelas, recorridas a su cuenta y riesgo por aventurados solitarios: escritores extravagantes, malditos o simplemente extraños a los códigos explícitos o implícitos de una tradición”.

Es la estirpe de los raros, como los llamó Rubén Darío, o cronopios, que diría Julio Cortázar. De la Colina arma, a bote pronto, su lista de excéntricos mexicanos, en la que incluye, además de Francisco Tario, a Julio Torri, Pedro F. Miret, Gerardo Deniz y Salvador Elizondo. Hay otros, porque cada quien tiene su lista personal de autores secretos según sus códigos de lectura (y de vida); aceptando en principio a quienes nombra De la Colina, yo sumaría (como otro raro indiscutible de nuestras letras) a Efrén Hernández.

Como ha ocurrido con Tario, con el paso del tiempo la corriente subterránea a veces se obstina en salir a la superficie e instalarse ahí por el impulso de sus lectores, y, a la vez, aquello que se pensaba principal o canónico (fijo en el mármol de la historia) se desgasta o desaparece.

Muchos críticos han especulado acerca del origen de la singularidad tariana. Fue un atento lector de la Antología de la literatura fantástica (1940), compilada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, aunque el encuentro con ese tomo legendario —gran impulso para lo fantástico en Latinoamérica— seguramente ocurrió con posterioridad a la aparición de La noche. Y podría pensarse en el escritor alemán E. T. A. Hoffmann (1776-1822), como si se estuviera ante el descubrimiento de una fuente original (o una fraternidad perdida y olvidada). Cotéjense, si no, este par de citas que podrían estar relacionadas. Una pertenece a un cuento de Hoffmann, “La casa vacía”, y dice: “Todos estaban de acuerdo en que las manifestaciones reales de la vida eran con frecuencia más maravillosas que todo lo que la más excitada fantasía tratara de imaginar”. La otra es de Tario (del relato “Contraluz”, que aparecerá en el tomo segundo de estas obras completas, en la sección de textos recuperados): “Y mirando ahora los árboles que cruzaban velozmente ante mis ojos, procuraba reafirmar aquella idea de que no todo lo visible es solamente nuestra realidad, sino que la auténtica realidad se esconde detrás de esa formal apariencia que nosotros, precipitada y gratuitamente, llamamos única realidad”.

En ambos casos se apuesta por una idea profunda de lo real. El relato de Hoffmann, incluido en sus célebres Nocturnos (Nachtstücke, 1817), propone la revisión de una historia para sopesar qué de ella puede ser considerado como fantástico o maravilloso, entendiendo por fantástico la exteriorización del conocimiento o del deseo que no se puede justificar por una causa racional, y por maravilloso aquello que es considerado imposible, inconcebible, que parece superar las fuerzas conocidas de la Naturaleza u oponerse a sus procesos habituales. El cuento de Tario, cuyo punto de partida es un trastorno depresivo que avanza hacia ciertos ámbitos de ardua comprensión (al enlazarse con otros destinos), roza esas mismas fronteras.

Una vez puestos juntos los nombres de Hoffmann y Tario, resalta la evidencia de considerarlos como figuras afines. En 1943, José Luis Martínez propuso la relación de Tario, entre otros, con Villiers de L’Isle-Adam y Barbey d’Aurevilly, influencias que aquél no aceptó, mas podría haberse remitido directamente al autor alemán, uno de cuyos títulos iniciales, el que contiene “La casa vacía”, es una exploración de lo nocturno, así como Tario arranca su carrera literaria con La noche y permanecerá unido, lo harán los dos, a ese ámbito poblado por sueños y pesadillas.

Sin embargo, en la biblioteca de Tario (en lo que se ha salvado de diversos naufragios) no hay rastros de sus lecturas del alemán, por lo que la propuesta de considerar a uno como sucesor consciente del otro no deja de ser una mera hipótesis. Aun así no resulta desatinado imaginarlos en la interpretación conjunta al piano de algunos nocturnos, ya que sucumbían (como ejecutantes) a una forma musical que representaba para ellos, a la vez, un temperamento.

La nocturnidad, dice Juan Tébar, es un estado de ánimo, un modo de entender la vida. Hoffmann tenía como libro de cabecera Aspectos del lado nocturno de la ciencia natural, del filósofo Gotthilf Heinrich Schubert, que fue, junto con el Novalis de los Himnos a la noche, fuente de inspiración de los Nocturnos.

En los Nachtstücke —escribe el mismo Tébar en el prólogo español a esa obra— estamos ya dentro del mundo fantástico más impresionante de la obra hoffmaniana. El dulce lirismo fantasmal ha quedado como una bebida de juventud. Se trata ahora del vino fuerte y trágico del escalofrío y la pesadilla. Las visiones de nuestro hombre orquesta no se resuelven sólo en danzas de salón. Tiempo y lugar habrá para el humor y el galanteo de otras veces, pero con la presencia constante de la noche, y sobre ella, vigilante, la Muerte, que dirige un baile frenético.

¿No se bebe igualmente en Tario el vino fuerte y trágico del escalofrío y la pesadilla? Los territorios de la noche son también un aspecto central en ese arte que Wolfgang Kayser califica como grotesco, en donde ubica a Hoffmann y en el que podría también incluirse a Tario: “El mundo grotesco es nuestro propio mundo... y no lo es. La sonrisa que se mezcla con el horror tiene su razón de ser en la experiencia de que el mundo en que confiamos y que aparentemente descansa sobre los pilares de un orden necesario se extravía ante la irrupción de fuerzas abismales, se desarticula, pierde sus formas, ve disolverse sus ordenaciones...”

Si se recordó “La casa vacía” de Hoffmann podrían hallarse ecos de ese cuento en “La banca vacía” de Tario, con puntos de partida similares: un edificio en ruinas y una mujer fantasmal que en él habita. En Hoffmann el relato va de lo maravilloso a lo fantástico, proponiendo el narrador un movimiento pendular entre uno y otro territorios; en Tario la muerte es el comienzo y el fin de la historia, pues se camina del asesinato al olvido, que es visto como una segunda y definitiva muerte: el fantasma se desvanece cuando se pierde su recuerdo.

Habría otro posible antecedente: Bernardo Couto Castillo (1880-1901), con una vida breve y un solo libro publicado, Asfódelos (1897), exploración también nocturna consagrada a la muerte. Como figura mítica del decadentismo mexicano, tiene Couto el aura del escritor maldito, fiel, éste sí (hasta la agonía), al espíritu de D’Aurevilly, Poe y Baudelaire. En el relato “Blanco y rojo” está ya el tono de espanto que alimentará textos como “La noche del loco” o “La noche de los cincuenta libros”. Se lee en Couto:

Nací inquieto, de una inquietud alarmante, con avidez por ver todo, conocer todo y de todo saciarme. Crecí solo, entregado a las fantasías de mi capricho que en mis primeros años me llevó a la lectura, entregándome a ella golosamente; devoraba hojas, rellenaba mi cerebro de ideas opuestas, verdaderas o falsas, razonables o absurdas, dejando que dentro de mí se fundieran a su antojo tan opuestos manjares. Me complacían, sin embargo, los libros extraños, los enfermizos, libros que me turbaban y que helando mi corazón, marchitando mis sentimientos, halagaban mi imaginación despertando mis sentidos a goces raras veces naturales...

Líneas que podrían enlazarse, sin sobresalto alguno (o con todos los sobresaltos posibles), con el Francisco Tario de La noche:

Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito [...] Mas no conforme con eso, daré vida a los objetos, devolveré la razón a los muertos, y haré bullir en torno a los vivos una heterogénea muchedumbre de monstruos, carroñas e incongruencias...

Hoffmann y Couto Castillo, acaso desconocidos por Francisco Tario, moran en los sótanos de su mansión para fantasmas.

La columna vertebral del corpus tariano es el cuento (y más específicamente, el cuento fantástico), con los tres títulos ya referidos: La noche, Tapioca Inn y Una violeta de más. Su persistencia en ese género y los fulgores ahí conseguidos acaso no han facilitado la comprensión del resto de su obra, que suele confundirse o confrontarse con su labor como cuentista, cuando se trata de búsquedas distintas (y a la vez complementarias). Nada menos fijo que la escritura en Francisco Tario.

Esa movilidad se muestra en el apartado de “varia invención”. Ésta arranca con Equinoccio (1946), reunión de fragmentos que va del aforismo al cuento breve, título considerado por Humberto Rivas como las Iluminaciones de la literatura mexicana; publica ese mismo año La puerta en el muro, con el perfil de una novela corta, lo mismo que Breve diario de un amor perdido (1951), que puede a la vez ser definido como prosemario; entre uno y otro está la plaqueta Yo de amores qué sabía (1950), en donde se indaga, a lo Proust, en la percepción infantil de un triángulo amoroso, y restan los textos de Acapulco en el sueño (1951), que dialogan con las fotografías de Lola Álvarez Bravo. Ese libro también fragmentario incluye un inquietante retrato del Tario de los años cincuenta, estampa de un ser y de una obra: se le mira de traje y con sombrero, de lentes oscuros, de pie, impertérrito, sosteniendo una maleta de viaje, en un buque náufrago, como encarnación misma del misterio. Cierra ese volumen una ficción delicada, una carta apócrifa de D. H. Lawrence, que es una de las islas centrales de su escritura. Este Tario del fragmento o el poema en prosa convive, entre nosotros, con otros practicantes como Julio Torri y Juan José Arreola.

El resto, lo que aparecerá en el tomo II de estas obras completas, no precisa por ahora de mayores explicaciones: estarán ahí sus dos novelas (en donde va del realismo goyesco a la fantasmagoría), sus tres piezas de teatro (con la habilidad de reproducir situaciones absurdas o delirantes, en ocasiones en el entorno de algunos de sus cuentos), más aquellos materiales que han aparecido con el paso de los años como resultado de diversas inmersiones en sus papeles personales y que develan otras facetas del personaje o formas distintas de abordar los mismos temas: en los relatos para sus hijos, por ejemplo, vuelven los objetos a ser protagonistas de una historia, y en los textos no coleccionados se deambula de nuevo por el ámbito nocturno.

¿Qué pensaba Francisco Tario de su obra? Algo de su credo literario está en las conversaciones con el periodista español José Luis Chiverto, realizadas en España a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, material de primera mano para quien busca entender al escritor. En la primera de ellas se detiene a reflexionar sobre lo onírico: “Da qué pensar, en efecto, si estos sueños no constituirán una segunda naturaleza nuestra, oculta, inasible, pero latente, o, en el mejor de los casos, el puente que nos mantiene en contacto con zonas extraterrenas, que de algún modo también nos pertenecen”. Propone Tario cuatro elementos como base de sus trabajos: poesía y muerte, amor y locura, ecuación con la que ha pretendido establecer una unidad. Y se confiesa heredero del humor de Llanes (del que se nutre directamente “La Vuelta a Francia”), un humor llanisco que tiene para él “algo de surrealismo, de disparate casi genial, de cataclismo”.

En la segunda conversación cifra de esta manera su ars poetica en el terreno de la literatura fantástica:

Ante todo convendría hacer notar que lo verdaderamente fantástico, para que nos convenza, nunca debe perder contacto con la llamada realidad, pues es dentro de esta diaria realidad nuestra donde suele tener lugar lo inverosímil, lo maravilloso. Por tanto, hacer literatura fantástica es probar a descubrir en el hombre la capacidad que éste tiene para ser fabuloso o inmensamente grotesco. No se trata aquí, como verás, de arrancar lágrimas al lector porque el niño pobre no tuvo juguetes en la noche de Reyes, sino porque su padre —un hombre perfectamente honorable— quedó convertido en seta mientras regaba el jardín de su casa. Lograr que lo inverosímil resulte verosímil, ésa es la tarea. Y a mayor simplicidad y audacia, mayor mérito.

Y describe, al fin, a los personajes de sus libros, de los que dice: “Es una compleja y nutrida familia cuyos miembros oscilan entre la locura, el candor, el espanto, la fatalidad y lo puramente ridículo. Seres que, por una u otra razón, nos ponen en comunicación con lo insólito”.

Considera Levin L. Schücking que la estimación de una obra da alas al talento; la indiferencia y el desconocimiento, asegura, “impiden con frecuencia un vuelo elevado”. La obra de Tario fue creada un poco al margen de la fama social, que lo trató discretamente, como un amateur en un torneo de profesionales (para decirlo con una metáfora futbolística), con apariciones fugaces en el arco literario; el exilio en España terminó por cerrar un círculo de silencio, aunque desde ahí envió esa señal última, acaso su más grande atajada, que fue Una violeta de más. En las décadas que siguieron a su muerte se dio un resurgimiento paulatino de esa escritura, que ha encontrado en el arranque del siglo XXI el mejor contexto para su lectura, con antologías, nuevas ediciones y el rescate de lo que había guardado. Ahora los jóvenes consideran a Tario como un contemporáneo. Se trata de un autor marginal en su tiempo que adquirió poco a poco el aura de lo clásico, para convertirse en un fantasma ineludible de las letras mexicanas. Su presencia es móvil: se le mira volar en la portería a la caza de un esférico de captura improbable; con no se sabe qué artes, Tario casi siempre logra atrapar el balón.

ALEJANDRO TOLEDO
Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte

CUENTO

La noche

(1943)

La noche del féretro

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:

—Necesito un féretro.

Oí distintamente su voz ronca y amarga, seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.

El empleado dijo:

—Pase usted.

Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros, que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.

Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:

—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.

La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.

El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.

De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:

—El finado es robusto, ¿sabe?

Fue entonces cuando pensé: “Me llevará sin duda”.

En efecto, prorrumpió:

—Creo que me convenga éste.

Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante...

Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente...

En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso: “¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?”

Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos, y otros, femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo. Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte.

Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguardaba, un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma:

—Que el destino te conceda buena hembra y buena casa...

Yo, que soy hombre, le respondí tristemente:

—Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno.

¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas, encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo!

Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas de:

—¡El féretro! ¡El féretro!

Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.

Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que habría deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al verme:

—¡Es tan terrible y tan negro!

Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y la línea de su vientre suave, bajo la tela infame.

Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente:

—¡Y las manijas son de plata!

Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y pregunta:

—¿Es para enterrar a papá?

Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo.

“¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?”

Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores...

No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso.

Yo grité y no me oyó nadie:

—¡No quiero! ¡No quiero!

Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis instintos.

“¡Lograr poseerla!”, pensé con angustia.

Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga.

Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.

Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel... con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres... Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una óptima noche de continuos placeres.

La noche del buque náufrago

Peregrino de todos los mares; marinero de todos los puertos; noctámbulo de todas las noches... decidí sucumbir para siempre.

Nada sobre la Tierra permanecía oculto para mí: la inmensidad azul o negra de los océanos; la bienvenida alegre de las ciudades blancas; la línea recta y excitante de las costas tropicales; los acantilados con sus cavernas de monstruos; las bahías aceitosas y grises de los mares africanos; las cordilleras más altas —peladas unas, otras azules de misterio—; los amaneceres radiantes; los crepúsculos lánguidos; las tempestades, la inercia, el estruendo; la piedad y la gula, la lujuria y las auroras boreales.

De día, como un meteoro, he surcado los mares, arrullando a los hombres. De noche, como un palacio iluminado, he velado su sueño. He transportado de extremo a extremo del planeta las mercancías más exóticas: del trópico, vainilla, azúcar y piedras preciosas; de los climas templados, aceite, nueces y vinos; de las crestas heladas, maderas sólidas y pieles. Conozco el uranio, la seda, la morfina y la dinamita; el champaña, el plomo y el éter. He tenido entre mis brazos a hombres de todas las razas; he escuchado lenguas de todas las latitudes. He sido testigo de los ritos más paganos, de los más oscuros raptos. Innúmeras veces llevé conmigo al amor, a la muerte y a la esperanza.

Ancianos de barba plateada se apoyaban junto a mi borda, mirando al mar con ojos ahítos; niños de mejillas frescas y triunfales animaban mi ruta; músicas de genios ausentes retumbaban en mis entrañas; visionarios de mil ideales ocultos se tendían sobre mi proa, pretendiendo descifrar cada cual su enigma; amantes, de carnes febriles o yertas, consumaban el acto genésico; científicos, aventureros, cortesanas ricas y toxicómanos envilecidos recorrieron sin cesar mis cubiertas; caballos de pura sangre, reptiles, y bacilos destinados al laboratorio compartieron mis inquietudes. Transporté una locomotora y un ramo de orquídeas; un niño recién nacido y un moribundo; un banquero y un poeta; una reina y un prófugo. Conozco todos los vicios del hombre; las brumas de la justicia; el orden de los astros. Lo conozco todo, y decidí sucumbir.

Fue una noche clara, muy tibia.

Ha tiempo me asediaba el terror, la congoja, todos esos sentimientos pestilentes que agitan al hombre en cuanto la vejez se acerca. Una sensación inexplicable —mezcla de tedio y nostalgia por la juventud extinguida— me oprimía, rumbo a las playas de Asia. Navegaba yo, pues, ausente, extraño a mí mismo, como un carricoche cualquiera que rueda a merced del caballito que tira de él. No ansié nunca ser inmortal, porque ello presupone el hastío. Tampoco temí jamás a la muerte. En cambio, me llenó siempre de cruel espanto la vejez. La decrepitud de un barco es el espectáculo más monstruoso que pueda darse. La decrepitud de un ser triunfante de la Naturaleza sólo tiene un paralelo: el río, que, al secarse, muestra sin pudor alguno su ridícula osamenta. En un tiempo, sus aguas profundas y verdes contenían el secreto de toda belleza; hoy, sobre sus piedras ardientes cantan los grillos feos, los sapos, y millones de moscas ventrudas olfatean y engullen el excremento de los asnos.

Mi terror, por consiguiente, era justificado.

No deseaba yo —viajero de lunas y soles— verme arrumbado en un muelle de fuego, bajo una luz extenuante, retorcidos mis músculos en siniestras contorsiones, como un epiléptico en el desierto inútil. No deseaba ser ruina, guarida de aves y teatro de experimentos marinos. Pronto el metal de mis herrajes se cubriría de moho; mis mástiles se inclinarían como árboles sin savia; se crisparían mis maderas finas, y mis tres chimeneas paralelas serían igual que tres cruces gigantes sobre la tumba de un millonario. Deshabitado, absurdo, no tendría más valor que una reminiscencia. Imitaría, imperfectamente, sobre el fondo olivo del mar, uno de esos esqueletos antediluvianos que despiertan en los museos la ansiedad de las criaturas. Pertenecería a lo que fue. Y un día no muy lejano, una de esas tempestades colosales y frenéticas, que tanto he admirado, rompería mis amarras, golpearía mi casco contra las paredes del muelle, y, lentamente, tristemente, sin ningún espasmo, me iría sumergiendo allí, allí mismo, junto a las barquichuelas de los pescadores, entre el griterío de la multitud enardecida, cerca de los comercios, de los bártulos, de los retretes de los hombres. Ningún prodigioso abismo me acogería: sólo diez, quince metros de agua turbia, pesada, multicolor por la abundancia de desperdicios.

Así, pues, deseé fenecer en la inmensidad de la noche, del mar abierto, bajo las estrellas chispeantes y la luna roja.

Ocurrió bien simplemente.

Sonaba la orquesta adentro. Se bebía champaña, cerveza helada y kirsch. Se comía caviar, cerezas en compota y galletas sodas. Bailaban los pasajeros, uno que otro tripulante y el capitán. Los marineros cantaban sobre la popa, acompañados de un acordeón. Un hombre solitario, junto a una grúa, limpiaba nerviosamente sus gafas. Otro, más viejo que éste, miraba pensativamente a la oscuridad. En la cabina de un multimillonario yanqui se redactaba este telegrama:

Happy New Year

Dos jovencitos núbiles, con las mejillas encendidas de deseo, tejían un sueño imposible de azahares, virginidad e incienso.

No sentí la menor inquietud o temor, el más leve remordimiento. ¡Era tan pueril todo aquello! ¡Es tan pueril realmente la vida de los hombres!

Miré por última vez al cielo alto, negro; a la luna mórbida, sangrante; a la espuma inquieta; a la concavidad profunda del horizonte. Una sed abrasadora —sed de agua salada— me quemó la garganta, cual si un fuego repentino hubiera estallado en mi pecho y se propagara a través de mis arterias. Abrí la boca y bebí. El agua penetró a borbotones, se precipitó en mi vientre, inundándome las entrañas. Cesó la orquesta. Se apagaron las luces. Tronó la sirena barriendo la llanura...

Y me hundí. Me hundí cruelmente con un mundo a cuestas: con el hombre que limpiaba sus gafas; con la compota de cerezas; con el acordeón de los marineros; con el uniforme del capitán; con las gemas y los metales de las señoras; con mil botellas de champaña sin descorchar...

Y otro mundo más noble, infinitamente más bello, salió a mi encuentro. Un mundo húmedo, susurrante y pleno. Un mundo de fosforescencias extrañas, de monstruos casi divinos, de sombras gráciles que se deslizan sin ningún ruido, de mujeres azules y hombres con escamas rojas, de copas cargadas de sal. Un mundo de floraciones perpetuas; de miradas inalterables; de paz y regocijo continuos.

Cuando caí al fondo escuché el canto triunfal de todos los buques muertos. Y me eché a dormir así, un poco fatigado, otro poco orgulloso, pensando con angustia en esos muelles infames donde los barcos decrépitos se retuercen vencidos, cobardes, enfermos...