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FRANCISCO ENTRE LOS LOBOS

TEZONTLE

MARCO POLITI

FRANCISCO
ENTRE LOS LOBOS

El secreto de una revolución

Fondo de Cultura Económica

MÉXICO - ARGENTINA - BRASIL - COLOMBIA - CHILE - ESPAÑA
ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA - GUATEMALA - PERÚ - VENEZUELA

Primera edición en italiano, 2014
Primera edición en español, 2015
Primera edición electrónica, 2015

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contraportada

Marco Politi (Roma, 1947) es escritor y periodista y uno de los más destacados expertos a nivel internacional en cuestiones vaticanas. En la actualidad, se desempeña como editorialista en II Fatto Quotidiano y colabora regularmente con distintos medios internacionales, entre ellos, la ABC, la CNN, la BBC, la Rai y France 2. Trabajó como cronista en el periódico italiano II Messaggero y entre 1993 y 2009 desarrolló su tarea periodística como vaticanista en La Repubblica.

Han sido traducidos al español los libros Su Santidad. Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo (1996), escrito junto con Carl Bernstein y éxito de ventas en numerosos países de Europa y América, y El adiós del papa Wojtyla (2007). Asimismo, es autor de los siguientes títulos: La confessione. Un prete gay racconta la sua storia (2000); II ritorno di Dio. Viaggio tra i cattolici d'Italia (2004); Io, prete gay (2006); La chiesa del no. Indagine sugli italiani e la libertà di coscienza (2009) y Joseph Ratzinger. Crisi di un papato (2011).

Traducción de
MARÍA JULIA DE RUSCHI

ÍNDICE

Agradecimientos

Prólogo

 

I. El olor de las ovejas

II. El miedo de Francisco

III. El golpe de Estado de Benedicto XVI

IV. Los secretos del cónclave antiitaliano

V. El fin de la Iglesia imperial

VI. Cara de párroco

VII. Caminar con quien no cree

VIII. Las párrocas escondidas

IX. Muerte frente al Vaticano

X. La autocrítica de un papa

XI. El programa de la revolución

XII. San Pedro no tenía un banco

XIII. Los enemigos de Francisco

XIV. La guerra de los cardenales

XV. La cuestión italiana

XVI. Un papado con un término

 

Índice de nombres

 

A Riccardo

 

El cardenal no entra en una corte.

Evitemos las intrigas, habladurías,

camarillas, favoritismos.

FRANCISCO

Agradecimientos

AGRADEZCO en especial a los colegas que me han permitido penetrar mejor en la realidad argentina de la que surgió Jorge Mario Bergoglio: E. Piqué, M. de Vedia, M. Varela, J. M. Poirier, G. Valente, P. Loriga y C. Martini Grimaldi me han orientado bien.

Ha sido invalorable la colaboración de M. Rust.

H. Fitzwilliam hizo aportes esclarecedores. En Roma siempre pude contar con la amistad de S. Izzo y de I. Scaramuzzi, el único en intuir con un día de anticipación la elección del nuevo papa.

Ha sido constante la asistencia de A. Szula, S. Garpol y P. Trico.

En el momento de la elección de Francisco se desataron polémicas en relación con el papel que desempeñó el futuro pontífice durante la represión en Argentina. Al respecto resulta indispensable la lectura de La lista de Bergoglio de Nello Scavo.

I. El olor de las ovejas

JORGE MARIO BERGOGLIO desciende por las escaleras de la estación Bolívar, a dos pasos de la Catedral, y se sumerge en las entrañas de la línea E con destino a Plaza de los Virreyes. El tren se acerca lentamente con ruido a hierros viejos, los vagones cubiertos de grafitis. El arzobispo encuentra un lugar libre cerca de la salida y se sienta con una expresión seria, un poco melancólica, su expresión habitual. Nadie lo reconoce con su clergyman negro; no aparece con frecuencia en la televisión y evita las recepciones oficiales. El Gran Buenos Aires tiene 13 millones de habitantes, el centro urbano casi tres.

Hace calor en medio de la multitud oscilante que se hacina en el vagón. Alrededor de Jorge está quien rumia sus pensamientos, quien mira fijamente las paredes del túnel donde se alternan las luces de neón, quien, somnoliento, bambolea la cabeza, quien fija en el vacío una mirada resignada. Alguien –a pesar de su juventud– tiene en los ojos una expresión dura, feroz. Jorge está rodeado de madres con niños bien arrebujados, viejos de pie que el tren zarandea, muchos jóvenes que manipulan celulares.

En cada parada una sacudida y el chirrido ensordecedor de los frenos. Cuarenta minutos de metro en esa mezcla de razas, orígenes e historias que es Buenos Aires. Hijos y descendientes de españoles, italianos, rusos, chinos, sudafricanos, alemanes, franceses, nativos de América Central, inmigrantes sudamericanos de todas las nacionalidades. En los vagones se cruzan una clase media atenta al presupuesto familiar, jóvenes que sobreviven con una ocupación cualquiera y masas al borde de la indigencia.

El arzobispo Jorge Mario Bergoglio no utiliza auto ni chofer. También ha rechazado la elegante residencia arzobispal, y prefiere dos habitaciones en un tercer piso de la curia diocesana. El arzobispo sabe manejar; cuando era superior provincial de los jesuitas –en la década de 1970, en la época de la dictadura de Videla–, en más de una ocasión acompañó en auto a perseguidos políticos en busca de refugio o una vía de escape. Ahora no usa el auto. Desde que fue nombrado arzobispo auxiliar en 1992 y luego primado de Argentina, se sumerge en el flujo cotidiano de la gente en los medios de transporte públicos. Metro o colectivo* el autobús urbano. Incluso puede llegar a suceder que una mujer sentada a su lado, al ver su hábito negro, le pregunte: “Padrecito, ¿me confiesa?”. “Sí, claro” es la respuesta. Una vez en un colectivo una fiel devota no dejaba de contarle sus pecados, hasta que él la interrumpió cortésmente: “Bueno, dos paradas más y me bajo”.1

Plaza de los Virreyes, 35 escalones que tiene que subir con sus pies planos y su pierna dolorida. En lo alto de la escalera hay una virgencita de Fátima, adornada con flores frescas. Ahora Jorge se encuentra bajo un gran tinglado. Allí la atmósfera es sofocante en verano, fría y húmeda en invierno. Pacientemente todos esperan el Premetro, un destartalado trencito que se interna en los suburbios. No existe un prelado de la curia en el Vaticano, ni un cardenal presidente de una conferencia episcopal, ni un obispo de una de las tantas naciones en las cuales se ha establecido la Iglesia católica que esté acostumbrado a esta rutina exasperante.

Todavía dos paradas más y llega a la Villa Ramón Carrillo. Se llaman villas miseria los asentamientos instalados en condiciones precarias, o más púdicamente, villas de emergencia. En la estación, las vías están cubiertas de papeles y envases tirados a la buena de Dios. A pocos pasos empieza la barriada. Edificaciones ilegales dejadas a medio construir o ampliadas por sucesivos agregados. A pocos metros se interrumpe la calle asfaltada y se entra en tierra de nadie, caminos de barro y arroyuelos perpetuos con olor a cloaca. Allí se acaba la ley. Algún grupo de casas, más prolijas, embellecidas con macetas con flores en las ventanas, nos recuerda los suburbios pasolinianos. Más frecuente es el panorama de una urbanización primitiva e indiscriminada, en la que domina la sensación de que nos encontramos en un espacio más allá de todos los parámetros. “Aquí el Estado no existe”, dicen los curas del lugar, a pesar de que en la Villa Ramón Carrillo hay una escuela primaria y una sala de primeros auxilios.

A menudo las parroquias se ubican en los límites de los asentamientos, casi como para conservar una puerta de salida hacia la ciudad “normal”. En las orillas de otra barriada, la Villa 21, hay incluso un puesto de guardia presidido por jóvenes con el uniforme color caqui de la Prefectura Naval. Muchachones altos con chalecos antibalas. Paradójicamente su presencia acentúa la sensación de inseguridad. Muchos taxistas no quieren entrar en las villas. “Roban, asaltan” son las palabras que pasan de boca en boca. Pedro Baya, el párroco de la Virgen Inmaculada en la Villa Ramón Carrillo, no lo niega: “En ocasiones sentí las balas silbando a mi lado”, afirma con calma.

Jorge, porque así llaman los sacerdotes a su arzobispo, visita el barrio, todas las parroquias del barrio, año tras año. Varias veces por año. Para las fiestas patronales, para la procesión de Nuestra Señora, para un retiro espiritual, con motivo de alguna ocasión especial, para la reunión anual de los sacerdotes o de los docentes de las escuelas católicas de la zona. Participa de las procesiones, se detiene a hablar con la gente, en gran parte inmigrantes de Paraguay, Bolivia, Perú y del interior de Argentina. Está tan lejos de la imagen tradicional de un arzobispo-autoridad que al verlo por primera vez los fieles de la comunidad peruana se sintieron mal porque, relata el párroco Pedro, “no llegó en una limusina y acompañado de fanfarrias”.2

Bergoglio conoce uno a uno a los sacerdotes de su diócesis. Desde el comienzo de su tarea como arzobispo apuntala y refuerza la presencia de los sacerdotes en las villas. Las parroquias allí tienen dos o tres años. Cuando llegó para conducir la diócesis, eran 11; ahora son 23. Para ellos cuenta con una línea telefónica directa. Los sigue de cerca, los escucha, los ayuda y los asiste en los momentos de crisis personales. Acompaña, no juzga. Sabe que sus sacerdotes –como lo atestigua el padre Pepe Di Paola, durante años su vicario para los asentamientos– tienen confianza en él, se confían a él como no lo harían con otros obispos, le cuentan con sinceridad lo que viven y a menudo lo visitan en la Catedral, “no por obligación, sino para escuchar sus palabras espirituales”.3

Antes eran los sacerdotes quienes iban a la curia a ver al arzobispo, ahora es el arzobispo quien los va a ver a ellos. En esto radica la diferencia. Bergoglio, como dicen los sacerdotes, está “cerca”. Sean cuales sean los problemas o “el” problema. El momento en que un sacerdote enfrenta la encrucijada de su vida y se pregunta si vale la pena vivir su amor con una mujer de cara al mundo. En Buenos Aires circula la historia de un sacerdote que visita a Jorge y le confiesa su decisión de unirse a una compañera. De acuerdo, le responde el arzobispo, prepararemos los papeles para que abandones el estado clerical: “Pero espera un par de años antes de tener niños”. Pasados dos años, la relación se deshace, el exsacerdote regresa y confiesa haber entendido que su verdadera vocación es el sacerdocio. De acuerdo, le responde el arzobispo. Iniciaremos los procedimientos para la readmisión: “Pero primero vive como laico en castidad durante cinco años”. Hoy aseguran que es uno de los sacerdotes más estimados de la capital.

Jorge conoce las calles polvorientas de las barriadas, los árboles raquíticos, las miradas de los habitantes tanto afectuosas y alegres como desconfiadas y herméticas. Conoce las calles llenas de baches donde estacionan autos fuera de circulación, reparados mil veces. Reconoce a los niños que juegan junto a riachos, a una madre que espulga a su hija mientras los perros vagabundos deambulan perezosamente. Cada tanto un cuchitril con la ventana protegida con barrotes ostenta un cartel pretencioso: “Bebidas, helados, pan, detergente”. Más allá, sobre una puerta cerrada, una mano ha trazado la palabra “Internet”.

Jorge conoce las rejas que cubren obsesivamente puertas y ventanas, las galerías e incluso el minúsculo vestíbulo del verdulero. En la Villa Ramón Carrillo incluso la hornacina con la imagen de san Cayetano, patrono del pan y del trabajo, está cubierta por una red de metal tan tupida que la imagen casi no se ve. Lo mismo ocurre en las demás villas. Jorge está acostumbrado a ese sucederse desordenado de casas mal construidas, en las cuales, sobre un primer piso revocado, se ha edificado un segundo hecho de ladrillos, y encima un tercero. Balcones improvisados, habitaciones sin terminar y sin techo que por un año o dos quedan a cielo abierto y sirven de terraza para colgar la ropa. Bidones, pedazos de hierro, esqueletos de mesas y camas tirados en las calles. Más allá de un paso elevado se apiña una barriada aún más precaria llamada Villa Esperanza. Pasillos estrechos donde apenas pasa una persona. Sobre una celda de cemento se destaca un cartel: “Se vende”.

Durante siglos, en Buenos Aires el arzobispo siempre ha representado al “poder”. Simbólicamente la Plaza de Mayo reúne los poderes de la capital de la nación: la Casa Rosada (sede del gobierno nacional), la Catedral, el Palacio Municipal, el Ministerio de Economía. “Bergoglio –señala el padre Di Paola– nunca ha mirado la realidad desde la perspectiva de la Plaza de Mayo, sino desde los lugares del dolor, de la miseria, de la pobreza. Desde abajo, desde una villa o un hospital.”

Jorge les inculca a sus sacerdotes la idea de que no deben comportarse como funcionarios, sino ocuparse de las conciencias partiendo de su situación concreta, ejercitando “mucha misericordia en el confesionario”, facilitando el acceso a los sacramentos, “dando de inmediato las cosas de Dios a quien las pide”.4 Y dándolas gratis, porque el sacerdote no es el propietario de las cosas de Dios, sino su intermediario. Los sacerdotes lo saben, Jorge es duro con quien vuelve pesadas las relaciones con los fieles en base a reglas, obstáculos y burocracia eclesiástica.

Personalmente el arzobispo, que se confunde en la ciudad con un sacerdote cualquiera, está convencido de que el vínculo con los pobres constituye una riqueza espiritual y que entre ellos se puede encontrar una autenticidad y una sensibilidad particulares frente a Dios. La opción por los pobres –sancionada por las grandes asambleas episcopales latinoamericanas de los últimos cincuenta años, es decir, Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida– para él es fundamental. No por razones ideológicas, sino por motivos profundamente religiosos. Ser pastores con “olor a oveja” es su fórmula.5 Esta idea no lo abandonará nunca a lo largo de su vida.

Jorge sabe que las villas son también un mundo violento, donde la brutalidad parece suspendida en el aire a pesar de la calma aparente de las mujeres sentadas frente a sus puertas, a los hombres repantigados en sillas bebiendo y charlando, a los niños que en Navidad –cuando en Buenos Aires es verano– chapotean alegres en pequeñas tinas de plástico. Jorge lo sabe bien, pero no se retrae, no tiene miedo.

En la Villa Ramón Carrillo, a pocos pasos de la parroquia, el zaguán ennegrecido de una casa es señal de la expedición punitiva de la familia de un niño que murió por una bala perdida en un enfrentamiento entre bandas. En otras partes pasan cosas peores. Una familia burguesa de Buenos Aires adopta una niña de una villa y descubre a través de sus dibujos y con la ayuda de una psicóloga que la pequeña fue testigo de un aborto y del feto arrojado como alimento para los perros.6

El párroco Pedro Baya lleva grabado en la memoria un día en que estaba bautizando. Justamente mientras administraba el sacramento junto al altar, de improviso se detiene frente a la puerta del cobertizo de la iglesia un ladronzuelo perseguido. La persona a quien le había robado lo tenía aferrado y lo molía a golpes en la cabeza con la culata de su revólver. “El muchacho estaba de rodillas y gritaba y su perseguidor, en cierto momento, le apuntó tomando el revólver con las dos manos y gritando: '¡Te mato, te mato!'. Dejé al bebé y corrí aterrorizado a detenerlo.” El muchacho, con la cabeza ensangrentada, se salvó, al borde de la muerte, y fue llevado al hospital. En el umbral de la iglesia quedó un gran charco de sangre. “Sangre infectada con sida –recuerda el párroco–, nos pusimos los guantes y empezamos a limpiar.”

Por esa puerta de hierro forjado, pintada de verde, Jorge ha pasado más de una vez. El párroco no tuvo el coraje de contarle lo sucedido. Pero el arzobispo ha escuchado tantas de estas historias, en lugares que conoce perfectamente. No es un mundo que descubre en los noticieros; conoce su olor, los rostros, forma parte de su vida.

Además de la violencia, la droga se ha arraigado en las villas. Los capos de la mafia viven en otra parte, en ambientes de lujo. Pero los peones del narcotráfico están aquí. Es el reino del paco, la droga de precio ínfimo –5 pesos o un poco más– que se obtiene de un derivado de la cocaína y que “te parte el cerebro”, dicen en Buenos Aires. Crea dependencia en muy poco tiempo y lo consumen sobre todo los más jóvenes. Muchachos de 13, 14 años, a veces menos. Los mismos que en un funeral abrazan afectuosamente al párroco, que siente bajo sus ropas el bulto duro de una pistola. Son adolescentes que para conseguir su dosis empiezan robando en sus propias casas y después, psicóticos, agreden al que pasa sea donde sea.

La droga es un problema básico, porque favorece la difusión de las armas entre los menores de edad. En 2009, los curas villeros intervinieron desafiantes en el debate nacional acerca de la despenalización de las drogas, con un duro documento de denuncia. Afirman que “en las villas existe una liberación y una despenalización de hecho”. El problema no son las villas miseria, explica el texto, sino el narcotráfico que las utiliza y se enriquece. El documento tuvo un gran impacto en la opinión pública. La reacción de los señores de la droga fue inmediata. “Desaparecé o SOS hombre muerto”, le grita al padre Pepe Di Paola un delincuente con la cara tapada que lo detiene en un callejón de la Villa 21 una noche de abril.7

El arzobispo no vacila y hace su denuncia y la reitera. Dos días más tarde, durante una misa celebrada en el pórtico de la Catedral, ataca públicamente a los “poderosos mercaderes de las tinieblas”, refiriéndose a las amenazas a su sacerdote. Pepe, de quien partió la iniciativa del documento, se siente protegido junto con los demás sacerdotes de la villa. “Prefiero morir yo antes de que te maten a vos”, le dice el arzobispo. Los narcotraficantes renuncian al asesinato, si bien poco después Pepe se verá obligado a irse de la Villa 21.

Jorge, descendiendo a las profundidades del metro o trepando a los colectivos con su portafolio negro en la mano, lleva consigo el recuerdo de todo. No es inconsciente, no es fatalista. Solo está convencido de que si quiere ejercer su función de “pastor que va detrás de sus ovejas”, no puede elegir los palacios, los autos, los choferes y las escoltas. Es consciente de que los narcotraficantes no se detienen ante nada, ni siquiera ante los príncipes de la Iglesia. En 1993, el cardenal mexicano Juan Posadas Ocampo fue acribillado en el aeropuerto de Guadalajara en un ataque cuyos protagonistas fueron los despiadados sicarios del cártel de Tijuana. La investigación oficial etiquetó el asesinato de trágica fatalidad, como si el purpurado se hubiera encontrado en medio de los disparos cruzados de dos bandas rivales. A continuación salió a la luz el hecho de que funcionarios gubernamentales le habían advertido a Ocampo que mantuviera la boca cerrada y que no trascendiera la información con que contaba acerca de la connivencia entre narcotraficantes y políticos locales.

También el arzobispo Bergoglio recibe advertencias. Algunos sindicalistas le hacen saber, en el curso de 2012, que debe estar atento porque hay grupos que le desean la muerte y que quizá sea mejor no andar por la ciudad sin escolta. “Nunca dejaré la calle”, fue su respuesta.8 Idéntica reacción tuvo cuando sus curas villeros le advirtieron que podían secuestrarlo.

Jorge experimentó las dos caras de los suburbios. Violencia desenfrenada y profunda humanidad. Vio que en las aglomeraciones abusivas se encuentran personas simples, hambrientas de esperanza. Animadas por la solidaridad, imbuidas de una intensa devoción popular, felices a la hora de los festejos. Crear un comedor comunitario en una villa, sostuvo siempre el padre Pepe, es mucho más fácil que en un barrio acomodado. “Las mujeres cocinan, los hombres traen la materia prima, los jóvenes ayudan voluntariamente.” Entre las casas destartaladas, eternamente a medio construir, donde el Estado es una abstracción y del registro civil se dirigen siempre a los sacerdotes para saber el domicilio de las personas, las parroquias son centros de asistencia y de promoción de la ciudadanía.

En la Villa 21, al mediodía, la gente se acerca para retirar un poco de comida: pan, algo para acompañarlo, alguna fruta, todo ya preparado en pequeñas bolsas. Toto de Vedia, el párroco que sucedió a Pepe, los recibe a todos en una minúscula pieza tapizada de fotos, recuerdos, avisos manuscritos. Dos celulares, un perpetuo mate –la bebida nacional aromática y amarga–, una agenda colmada de anotaciones. Es una procesión sin fin. La madre que viene por la merienda escolar de su hijo, la madre asustada porque su hijo se ha entregado a la droga y a la calle, la madre que busca un trabajo para su hija, el muchacho al que hay que encontrarle una ocupación, la fiesta que hay que organizar en el centro de ancianos, las visitas a familias y enfermos, el aprovisionamiento de alimentos para situaciones de especial necesidad, la invitación a celebrar misa en el hospital psiquiátrico vecino, la construcción de una escuela en la villa, la mujer que necesita una silla de ruedas, las confesiones, más misas.

En la metrópolis que es Buenos Aires las villas, para las cuales el arzobispo ha instituido un vicariato exprofeso, no son barrios, son pequeñas ciudades. La Villa 21 tiene cuarenta mil habitantes, “60, 70 hectáreas –precisa Toto de Vedia– al margen del control de las instituciones”. Bajo los ojos del arzobispo han surgido en los asentamientos institutos para la finalización de la escuela secundaria, un centro para ancianos, centros antidroga, centros de formación profesional. Se organizan actividades deportivas para sacar de la calle a los drogadictos, se brinda ayuda escolar después del horario de clases de modo que los niños no queden librados a sí mismos. La creación del vicariato subraya la importancia estratégica que el arzobispo les atribuye a las tareas pastorales en esta zona.

Cada vez que llega a los suburbios, Jorge asiste al nacimiento de una nueva iniciativa. Cuando se baja del trencito urbano y a paso lento se dirige hacia la parroquia de la Villa Ramón Carrillo, la última que ha creado, ve cómo lentamente surge junto a la iglesia un anexo destinado a convertirse en un lugar para reuniones, ayuda escolar, cursos de formación profesional e incluso una pequeña farmacia. Lo construye, bajo la guía de un maestro mayor de obras, un grupo de treinta universitarios que cada sábado se acercan desde el centro de la ciudad. “También colabora un grupo de muchachos judíos con su rabino”, explica la voluntaria Mechi Guinle. Contribuye con su camión incluso un vecino de la villa de fe evangélica. Los fieles de la comunidad evangélica, que cuentan con un templo y un par de casas de oración en el asentamiento, conviven con el párroco católico sin problemas. Frente a la iglesia, una pancarta azul proclama: “María, ayúdanos a creer que lo imposible es posible”.

Jorge se siente cómodo en estas parroquias de los suburbios desesperados. Son casas de Dios que ha visto crecer o ha contribuido a crear. Para los inmigrantes de regiones todavía más abandonadas la iglesia se convierte en un rincón de esperanza. En la Villa 21, donde es importante la presencia de los inmigrantes paraguayos, la parroquia toma el nombre de su Virgen de Caacupé. La iglesia parece un garaje de cemento y rebosa de imágenes de Nuestra Señora. Cada una tiene su historia y su poder de intercesión, empezando por la de Guadalupe. En el fondo de la iglesia, un gran mural muestra una multitud festiva en peregrinaje hacia el santuario de Caacupé. Más allá hay un nicho vidriado con una imagen de Jesús. Y un gran crucifijo. Y una estatua de Cristo que muestra su corazón misericordioso. Y un cuadro de don Bosco. Y una imagen del padre Carlos Mugica, el sacerdote intelectual de la Villa 31 de Retiro, comprometido con el movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, asesinado en 1974 por las brigadas anticomunistas de la Triple A. Y una estatua de san Roque y su perro. Y en un rincón detrás del altar, una especie de gruta rodeada de flores de papel de todos los colores que alberga a un Niño Jesús de pie frente a la cruz y a su alrededor fotos de los fieles de la parroquia.

Jorge siente la calidez de estas explosiones de fe popular, sonríe al ver la placa de madera que testimonia “el bautismo [de la iglesia llevado a cabo] el 8 de octubre de 2009 por el obispo monseñor Jorge Mario Bergoglio”. Jorge se siente feliz al ver a las mujeres que rezan en silencio en los bancos de la iglesia, mientras los niños corretean en el cobertizo adyacente. A sus sacerdotes les repite sin cesar: “La Iglesia no está para controlar a la gente, sino para acompañarla allí donde está”. Antes de su llegada, los sacerdotes que tenían una parroquia en la ciudad se ocupaban también de una porción de suburbio. Ahora sucede lo opuesto: a los párrocos de los asentamientos se les confía también una parroquia en un barrio de clase media.

Jorge, que ya tiene edad para jubilarse, ignora que su vida enfrentará un cambio radical. Cada uno “nace” en un momento particular. Karol Wojtyla se templó en el teatro clandestino contra la ocupación nazi y trabajando en las canteras de piedra y en la fábrica Solvay. Benedicto XVI se formó en las aulas universitarias. Pío XII y Pablo VI crecieron en las habitaciones de la Secretaría de Estado del Vaticano. Juan XXIII maduró entre los ortodoxos de Bulgaria y los musulmanes de Turquía.

Jorge Mario Bergoglio renace en sus viajes en metro, observando la ciudad desde sus vísceras, midiendo a pie el espacio entre las precarias casillas.