Portada: Azul marino. Rosa Ribas y Sabine Hofmann
Portadilla: Azul marino. Rosa Ribas y Sabine Hofmann

 

Edición en formato digital: agosto de 2016

 

En cubierta: fotografía de F. Català-Roca,

Marines en el Grill-Room, Barcelona, 1953.

© Fondo fotográfico F. Català-Roca-

Arxiu Històric del Col·legi d’Arquitectes de Catalunya

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Rosa Ribas y Sabine Hofmann, 2016

Autoras representadas por The Ella Sher Literary Agency

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16854-32-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A Juan Ribas, por los recuerdos, por las historias.

Por todo.

1

—Hay que joderse.

Un exabrupto no sería la mejor manera de empezar el día, pero en los últimos tiempos era tan habitual para el inspector de primera Isidro Castro como el café cargado que tomaba antes de salir de casa o el saludo mudo a los dos policías que flanqueaban la entrada del edificio de la Jefatura de Policía.

Ese lunes necesitó repetirlo al volver a su despacho. Abrió la ventana. El tráfico en la Vía Layetana llenó la pequeña estancia de ruidos de motores y voces. Isidro contempló los vehículos y a las personas que subían y bajaban la calle. El azul incierto de la mañana había cedido al contundente gris de las nubes que cubrían el cielo. Isidro las miró con suficiencia. Es que ni llover sabía allí. Tantos años y aún no había visto una lluvia como las de Galicia. Eso era llover y no lo que ofrecía Barcelona, o trombas de agua o un goteo feo, indeciso; pusilánime, como la gente que habitaba una ciudad a la que se negaba a querer por más que sus dos hijos hubieran nacido en ella. Encendió otro cigarrillo y lanzó una densa humareda a la calle, como si quisiera perderla de vista. A pesar de que a su mujer le disgustaba el aliento a tabaco, volvía a fumar desde hacía varios meses. Tampoco es que se besaran mucho, a decir verdad.

—Hay que joderse.

El comisario Goyanes, su jefe, acababa de encomendarle un nuevo caso. Eso, en principio, estaba bien, si no fuera por dos inconvenientes. En primer lugar, que en ese momento estaba ocupado en otra investigación; modesta, tal vez, pero inconclusa, y si algo le fastidiaba a Isidro era dejar las cosas a medias. Más incluso que la probabilidad de que otros se llevaran ahora los frutos de su trabajo en el caso del falso nieto. Lo peor, sin embargo, era que el asunto del que acababa de hablarle el comisario Goyanes era con extranjeros, con americanos. Desde el momento en que los barcos de la Sexta Flota empezaron a atracar en el puerto de Barcelona, allá por el 51, le desagradaron esas hordas de marineros grandullones irrumpiendo en las calles de la ciudad, con el paso zambo, las voces altas y esas ridículas gorritas ladeadas. No le gustaban los americanos. No era tanto el que fueran protestantes, allá ellos, sino las ínfulas que se daban de ser los paladines de la libertad, como si eso fuera algo importante o necesario. Era esa soberbia con la que miraban a los españoles, como si fueran medio pigmeos. Era su manera de andar tirando dólares para que la gente los recogiera como las focas en el circo. Era su idioma, era su música, era esa maldita goma de mascar que los hacía parecer rumiantes. Eso sí, el tabaco era excelente. Pero él seguía fumando picadura española. Dio una larga calada al cigarrillo.

Y ahora un americano muerto. Un marinero de uno de los barcos de la Sexta Flota anclados en el puerto. Un marinero americano muerto. Acuchillado.

—¡Hay que joderse! —dijo una vez más al recordar su conversación con el comisario Goyanes.

 

 

—Se dieron cuenta de que había un muerto en el local cuando se presentó la Policía Militar.

Aunque atendía al relato de Goyanes, los ojos de Isidro estaban pendientes del temblor nervioso de la comisura derecha en la boca del comisario. Su jefe llevaba varias semanas especialmente tenso. Quedaba sumido durante horas en un estado de murria letárgica de la que despertaba con frenéticos ataques de actividad en los que bramaba, daba puñetazos en la mesa, se repetían los portazos y sus intromisiones más bien entorpecían el trabajo de sus subordinados. A Isidro nunca le interesaron los politiqueos y se había mantenido siempre apartado de los corrillos, pero era imposible sustraerse por completo a los rumores, sobre todo cuando algo había detrás de ellos.

—Las aguas están turbias arriba —le había comentado un compañero, señalando hacia el techo con el pulgar, tras la última diatriba furibunda del comisario.

Isidro le había recordado que el barro siempre viene de abajo; el otro, a despecho del patente desinterés que denotaba esa corrección metafórica, había añadido además que soplaban nuevos vientos en el país, que la vieja guardia estaba perdiendo cada vez más terreno y con ella sus acólitos, como Goyanes, falangista acérrimo.

A ello suponía Isidro que se debía el permanente tic de Goyanes y cierta urgencia histérica en su presentación del caso.

—El marinero estaba en un reservado, caído boca abajo sobre una mesa. Al incorporarlo vieron que tenía un tajo en la garganta. Parece ser que hubo una pelea de órdago. Todavía no se sabe ni cuántos participaron...

—Pero eso es cosa de la Policía Militar de los americanos. Son ellos los que se encargan de sus peleas. —Isidro se recostó en el respaldo de la silla frente a su superior. Desde hacía varias semanas una punzada en las lumbares profetizaba un ataque de ciática. «Los años», se dijo. En agosto había cumplido los cincuenta y siete. Sabía, con todo, que ese dolor en los riñones se debía seguramente a las tribulaciones que le causaban los hijos, sobre todo Cristóbal, el mayor.

—Sí, pero ahora tenemos un muerto en suelo español y, por lo visto, no solo hubo norteamericanos en la pelea, por lo que los militares americanos han pedido nuestra colaboración y al Gobierno Militar y al Civil les ha faltado el tiempo para decir que sí. —Goyanes hizo una pausa y fijó la vista en algún punto detrás de Isidro—. Si tenían que matarse, ya podrían haberlo hecho en sus barcos, la madre que los parió. No traen más que problemas. Les vendimos el país, Isidro. Asesoraron mal al Generalísimo. Por muy anticomunistas que sean, no pueden ser nuestros aliados, no comparten nuestros principios, no comparten nuestra moral... Y ahora esto.

Se quedó callado.

Los falangistas como Goyanes eran los que más oposición habían presentado a los pactos con los norteamericanos. Isidro esperó en silencio. Aunque compartiera con Goyanes la antipatía por los americanos, no iba a tener con él ningún gesto de connivencia. La cabeza de Goyanes, un cuadrado casi perfecto partido en dos por un fino bigotito, quedaba enmarcada entre los retratos de Franco y de José Antonio; el rostro, casi tan inmóvil como el de los retratados, de no ser por el leve tic. Finalmente, un parpadeo pareció devolverlo a la realidad desde donde fuera que hubiera estado.

—Arriba dicen que es una excelente oportunidad para demostrar la buena relación entre nuestras naciones. Curiosamente, el que más interesado está es el gobernador civil. Bien pensado, tan curioso no es, creo que su silla cojea bastante y le conviene hacer algunos méritos. Más ahora que, por lo visto, en diciembre va a venir el presidente de los Estados Unidos, ese Eisenhower, a visitar al Caudillo. Bueno, da igual. Lo que cuenta es que ahora es asunto nuestro, Isidro. Concretamente tuyo.

—Tengo otra cosa en este momento...

El comisario lo ignoró. Hablaba con la mirada perdida.

—Es un caso envenenado, Isidro. Es un caso con evidentes implicaciones políticas. Mis enemigos están al acecho para pedir mi cabeza. Este asunto les puede dar la ocasión, porque cualquier error puede pagarse muy caro. Por eso me lo han dado a mí. Tratan de hacerme caer.

«Así que tu silla también cojea lo suyo», pensó Isidro, y preguntó:

—¿Y por qué me lo pasa a mí?

El comisario dio un puñetazo en la mesa, algo rutinario, le pareció.

—¿Qué? Te gusta que te digan que tienes que ser tú porque eres el mejor de la brigada, ¿no? —La voz de Goyanes sonaba, en cambio, tan irritada que perfectamente podría haberlo insultado.

—Hombre...

—Mira, Isidro, tenemos que trabajar con ellos, tenemos que hacerlo más que bien y demostrarles que no somos los patanes por los que nos tienen. Tenemos que...

Goyanes todavía enumeró dos cosas más que «tenían que», hasta que necesitó tomar aire.

—Está bien, comisario. Solo que pensé que...

—No me pienses tanto, Isidro, y obedece más.

El comentario de su superior lo molestó, pero no se lo dejó notar. Se levantó.

—Bueno, pues entonces me pongo a ello.

—Te toca esperar un poco. Ya te he dicho que tenemos que coordinarnos con los americanos. Mañana tendrás todo el material y podrás empezar a trabajar.

A Goyanes no debió de escapársele su mirada de extrañeza.

—Sí, ya lo sé, el muerto estará más que frío, pero así lo ordena la superioridad. De modo que hoy nos quedamos quietecitos. Mañana te esperan a las diez de la mañana en el consulado americano. No tendrás que caminar mucho, subes la calle hasta Junqueras y ya está. Te da el tiempo justo para un cigarrillo. Allí conocerás al policía americano que trabajará contigo.

—Pues vaya. —Isidro se quedó en el centro de la habitación con los brazos pegados al cuerpo, tan inexpresivo como su voz al preguntar—: ¿Y cómo se supone que vamos a trabajar el americano y yo?

—Juntos.

—Juntos.

El «juntos» de Goyanes había sido un imperativo, el suyo, una pregunta sin entonación.

—Ya sabes lo que quiero decir, hacéis todas las pesquisas juntos, colaborando el uno con el otro. Ellos te pasarán la información que tienen sobre el muerto, sobre la pelea y lo que necesites.

—Yo no hablo inglés.

El comisario se encogió de hombros.

—Ni falta que te hace. Habrá traductor.

Como Isidro no mostró reacción alguna, Goyanes pareció sentirse impelido a ofrecerle algo parecido a un consuelo:

—No te preocupes, ya verás que al final será un asunto más bien trivial. Con tantas peleas que arman los marineros era de esperar que alguna vez pasara algo así.

Le habría replicado que, si tan claro lo veía, por qué lo apartaba a él de su trabajo por una nimiedad, pero sabía que le habría dado la misma respuesta que a su primera objeción. No valía la pena perder el tiempo.

Se disponía a abrir la puerta, cuando la voz de su superior lo detuvo.

—Una última cosa: ni una palabra a nadie de momento, sobre todo no lo hables con Segura ni con Rovira. Puedes irte.

Salió. El recordatorio no habría sido necesario. Segura y Rovira eran hombres del comisario Montesdeoca, un nuevo mando recién llegado de Madrid que venía pisando fuerte y del que se hablaba como futuro jefe de la Brigada de Investigación Criminal. En otro momento había sido precisamente Goyanes quien, tras ascender de manera fulminante, había desbancado a su predecesor. Había salvado el puesto con astucia, incluso cuando algunos de sus protectores políticos cayeron víctimas de luchas de poder de las que Isidro, para su gusto, sabía demasiado. Ahora Goyanes temía que hubiera llegado su turno.

—Hay que joderse.

 

 

Se sentó frente a su escritorio. Dio un vistazo a las notas del asunto del falso nieto. Un tipo que se presentaba en casas de ancianas que vivían solas pero tenían parientes rojos que habían salido huyendo del país durante la guerra y se hacía pasar por el nieto retornado del exilio, que ahora, después de años en América y una larga búsqueda de familiares, había logrado por fin dar con ellas. «Querida abuelita, por fin se cumple mi sueño». Con acento argentino o mexicano, seguramente fingido, engañaba a esas mujeres, que le entregaban su confianza, las llaves de su casa y su dinero, y quedaban después de nuevo solas y, encima, esquilmadas. Estaban muy cerca de atraparlo. Era cuestión de días, de pocos días. Y justo en ese punto le venía Goyanes con ese otro asunto. Se levantó, abrió la puerta del despacho y gritó en el pasillo:

—¡Sevilla!

Su subordinado, su único hombre de confianza, apareció casi al momento.

—¿Has hablado ya con la última víctima?

—A eso iba.

—¡Qué casualidad! No me digas que te interrumpí.

Sevilla se limitó a pestañear. Llevaban bastantes años trabajando juntos y sabía cuándo era mejor callar. Ante ese comportamiento, Isidro sentía a veces el orgullo del domador que controla a la fiera solo con la voz y amagando el látigo. También un conato de algo parecido a la tristeza, porque nunca podrían ser amigos a pesar de cuánto lo apreciaba en el fondo. Pero las jerarquías obligaban a mantener la distancia. Y las jerarquías, como la columna vertebral, no podían quebrarse; las consecuencias eran la parálisis o la muerte.

Sevilla seguía de pie frente a él con el cuerpo enjuto muy rígido, las manos a los costados golpeaban levemente los muslos con impaciencia. Castro lo invitó a sentarse y le contó su conversación con Goyanes.

—¿En qué local lo encontraron? —preguntó Sevilla al final.

—En el Metropolitano, en la calle Conde del Asalto.

—De lo más fino —ironizó Sevilla—. ¿Me voy para allá?

—No. Tenemos que esperar a los americanos.

—Entonces, ¿a qué venía toda esta prisa? Ya le dije que estaba a punto de...

—Sevilla, no te pongas farruco. Cuando yo te pido que vengas, vienes. Y punto.

—Lo que usted mande, jefe, pero no es razonable.

—Razonable, razonable —rezongó Isidro mientras buscaba otro cigarrillo—. No me pienses tanto y obedece más.

Le desagradó sorprenderse a sí mismo repitiéndole a Sevilla la frase del comisario. En nada quería parecerse a Goyanes. Era su superior, acataba sus órdenes y punto. Varias veces había tanteado la posibilidad de pedir el traslado a otro departamento, pero temía que le preguntasen por qué quería abandonar el equipo más prestigioso de la BIC, y que entonces el rencor y la repulsión hacia las maniobras sucias de su jefe, que llevaba tragándose desde hacía años, se le escapasen a borbotones, como un forúnculo de pus y odio al contacto con un bisturí. Prefería seguir callando, no por Goyanes, sino por la institución a la que servía con orgullo y devoción. «Que hablen los otros». Él prefería escuchar y lanzar el anzuelo en bocas ya abiertas.

Ahora, a su pesar, había citado a Goyanes y, aunque Sevilla no podía saberlo, su desliz lo aplacó, y le contó en tono cómplice que trabajarían con un policía militar americano.

—Pues a ver cómo vamos a entendernos.

—Nos pondrán un traductor.

—¿Y usted se va a fiar de lo que le traduzca uno de ellos? —Sevilla cruzó los largos y flacos brazos sobre el pecho.

—A ver, qué remedio.

Sus palabras ocultaron el desasosiego que le había despertado esa objeción. En el consulado jugaba en campo contrario. Además, dependería de una persona que traduciría lo que dijera, mientras que él no podría entender lo que los americanos hablaran entre ellos, si, por ejemplo, se burlaban de él o trataban de engañarlo. No le gustaba imaginarse tan desvalido, no era su posición natural y habitual. No solo era, pues, jugar en campo contrario, sino con un árbitro del otro equipo.

Sevilla esperaba instrucciones.

—Pero bueno, vamos a la cosa por la que te he llamado. Si no he entendido mal, trabajaré yo solo con los americanos y un par de agentes nuestros para las minucias. De todos modos, como no me acabo de fiar tampoco, tú vas a investigar paralelamente para mí, aunque no de manera oficial. Así que ni una palabra de esto a nadie, ¿entiendes?

—Por supuesto.

—A nadie significa a nadie.

—Jefe, me está usted ofendiendo. —Giró la cara en señal de enojo.

—Disculpa, Sevilla. Nuestro caso del falso nieto se lo tenemos que pasar a otros. —Como su subordinado se volvió a mirarlo con expresión atónita, añadió—: ¿Te crees que a mí me gusta tener que hacerlo? El asunto lo hemos resuelto nosotros y ahora se lo regalamos. Solo faltaría ponerle un lacito. Pero... órdenes son órdenes. Prepara la documentación del caso.

—¿Para quién lo envuelvo?

Isidro reflexionó unos segundos. Recordó entonces la advertencia de Goyanes:

—Para Rovira y Segura.

—¡Jefe! ¡Que esos son de Montesdeoca!

—Sevilla, no me cuentes lo que ya sé.

—Entonces explíqueme usted por qué precisamente a esos dos.

Isidro lo miró con fijeza, hasta que logró que se echara algo hacia atrás en la silla. Después, sin levantar la voz, sin siquiera cambiar de expresión, le respondió:

—Yo a ti no tengo que explicarte nada.

Bajo ningún concepto iba a reconocer que detrás de ese gesto se ocultaba un intento de aproximarse al comisario Montesdeoca. Si Sevilla lo hubiera adivinado, y se hubiera atrevido a formularlo, Isidro lo habría echado del despacho con cajas destempladas. De modo que quedaron ambos unos segundos en silencio hasta que Isidro vio aparecer un brillo de astucia en los ojos de su subordinado.

—Segura y Rovira, un regalo, entiendo. Como cuando te traían un juguete usado y faltaba una pieza, ¿no? —preguntó, bajando la voz conspirativo.

—¿Por qué no? —concedió el inspector más displicente que magnánimo.

Lo que Sevilla no se podía imaginar era que en ese momento Isidro acababa de recordar que hacía un par de meses, cuando había necesitado que alguien le tradujera una carta escrita en inglés, la casualidad, la buena suerte o el destino, o quien fuera que gobernara el azar, había hecho que se encontrara por allí cubriendo un asunto la periodista Ana Martí de El Caso. Ella le tradujo sin dificultades esa carta. Los americanos ponían un traductor, pues él llevaría una traductora. Si ella accedía. Y estaba casi seguro de que Ana Martí aceptaría, ya que él le brindaba algo que solía resultarle irresistible: una buena historia. Sí, seguramente aceptaría.

En su cara apareció una expresión poco habitual, una sonrisa.

—¿Se encuentra bien, jefe?

 

2

Mientras subía las escaleras hasta su piso, Beatriz Noguer pensaba que ese tiempo que vivían, en que los cotilleos derivaban pronto en delaciones, representaba una edad de oro para los porteros de los edificios.

—¡Qué buen paso lleva hoy, doña Beatriz! —le había dicho Jesús al verla acercarse, y había detenido el movimiento de la escoba que justificaba su presencia en la calle para apoyar ambas manos en el mango a la espera de conversación.

Retiró lo de la edad de oro: los de ahora eran correveidiles sin lustre, mezquinos, usufructuarios de un nimio poder. Nada que ver con la grandeza de los mentideros madrileños del Siglo de Oro. Hasta para el chismorreo hay que tener categoría, algo de lo que carecía Jesús. Esa frasecilla pronunciada con una sonrisa de cabeza ladeada, buitresca, quería decirle que se había dado cuenta de que, tras semanas sin apenas abandonar la casa, ella había vuelto a salir.

Lo había saludado con un movimiento de la cabeza y había pasado de largo.

Tal vez creyera que ella no sabía que, a pesar de los años transcurridos, el portero aún explicaba a quien se le pusiera a tiro que en esa casa mataron a una criada, «la muchacha de la señora Beatriz Noguer, muerta en la cocina. A-se-si-na-da». Ese espía de astracanada, de vodevil de teatrucho del Paralelo se lo había contado también a las chicas que se habían presentado para servir en su casa y seguramente más de una no se habría atrevido ni a pisar el primer escalón, y menos aún a subir al espacioso principal en la parte alta de la rambla de Cataluña.

Entró. La recibieron el olor a café y el sonido de la radio de Luisa en la cocina.

Luisa, la muchacha que no se dejó amedrentar por las historias del portero y que se había presentado en su casa con el anuncio del periódico perfectamente recortado y doblado. Luisa, más sonido que presencia física. Su voz cantando mientras acompañaba a Joselito, a Sara Montiel, a Concha Piquer, su risa y sus exclamaciones cuando escuchaba los seriales y los concursos. Luisa era golpecitos en la puerta y avisos para desayunar, comer o cenar, una voz lejana que contestaba al teléfono y se acercaba para dar los recados.

Pero la voz que le dio la bienvenida no fue la de Luisa, sino la de su prima Ana, que salía a su encuentro desde la biblioteca.

—¡Perfecto! Llegas a tiempo. It’s tea time.

Su prima Ana vivía con ella desde hacía algo más de un año. Beatriz se lo había ofrecido después de que se hubiera quedado dos semanas cuidándola cuando una bronquitis mal curada amenazó con convertirse en una pulmonía. Su piso, el viejo piso familiar de los Noguer, tenía espacio más que suficiente para que cada una de ellas pudiera vivir con comodidad, incluso con independencia. Para alegría de Beatriz, a quien a veces le pesaba la soledad, Ana había aceptado su propuesta y se había mudado allí. Ahora ocupaba la parte trasera de la vivienda y había hecho suyo el dormitorio de los padres de Beatriz. La amplia galería acristalada que daba al patio interior de la manzana se había convertido en su estudio. A ella, que cultivaba un orden de bibliotecaria en sus estanterías, le divertía y horrorizaba el desorden de Ana. Los libros llenaban las baldas en una distribución entre casual y circunstancial, los periódicos se apilaban en el suelo y sobre las mesitas, había notitas esparcidas por la mesa de trabajo, como un puzle desbaratado por un niño rabioso.

Luisa hacía valer su condición etérea al hacer la limpieza allí. Era capaz de pasar el plumero y barrer sin que uno solo de los papeles cambiara de posición.

—Cierra bien la puerta —le recordaba cada vez Beatriz. No fuera a escaparse el desorden hacia su despacho al otro lado de la casa, con vistas a la bulliciosa rambla de Cataluña. De haberlo querido, habrían podido pasar días sin verse. Ana, más amiga de los rituales que ella, insistía en que, si el trabajo lo permitía, a las cinco se reunieran en el estudio de Beatriz para tomar el café, si bien Ana se había pasado al té desde que participaba en un club de conversación en inglés en una academia. A veces traía paquetes de té inglés que le regalaba su profesor, un tal Lawrence, por el que su prima parecía especialmente interesada.

Se puso cómoda. En la biblioteca la esperaba Ana ante la mesita baja sobre la que había una tetera y para ella, por más que su prima insistiera en las bondades de la infusión inglesa, una cafetera. Al lado, una pequeña bandeja con pastas.

—¿Qué tal en casa de los Palau? —le preguntó Ana.

—Los herederos no entienden qué es lo que ha llegado a sus manos, pero el instinto depredador, mejor dicho carroñero, les hace oler que hay piezas valiosas. Y para eso me necesitan, para desbrozar.

—¿Te pagan?

—Me pagan bien y puedo quedarme los papeles que no tengan valor económico pero tal vez sí científico.

Esperaba que su prima le preguntara cuánto para poder darle la jugosa cifra con un deje de displicencia. Pero Ana parecía entender esa conversación como una charla de café. En realidad, se dijo sin poder evitar una punzada de amargura, la escuchaba con la sonrisa de alivio que se dirige a los convalecientes, contenta de verla ocupada en algo que la sacara de casa. De modo que no pudo reprimir un comentario irónico:

—Bien mirado, soy la asesora de las hienas, el último escalón en la jerarquía.

—¡Bah! Esas jerarquías son meras convenciones. ¿Por qué el león es el rey? ¿Solo porque tiene una melena?

—No me perdones la vida, Aneta.

—No lo hago, si no, te hubiera dejado a ti la última pasta de mantequilla. —Se la llevó a la boca y cerró los ojos con fruición—. ¡Qué cicateros son con ellas en la pastelería! ¿Y? ¿Has encontrado buenas piezas en la biblioteca del viejo Palau?

—Un par de incunables por los que me imagino que les van a pagar bien. También bastantes libros dedicados por sus autores. Estos quizá se puedan vender a algún coleccionista. En realidad, toda su biblioteca es un pequeño tesoro. ¡Qué lástima que sus hijos no sepan apreciarla! No tienen ni idea de que esos libros son la biografía de su padre.

Del mismo modo los libros que las rodeaban contaban la vida de Beatriz. Desde los que le habían regalado sus padres o los que había heredado de ellos, hasta los libros que había leído y estudiado con pasión, los que había compartido, los que ella misma había escrito, incluso los que faltaban, los que había tenido que vender en tiempos de penurias. Su historia estaba en esa biblioteca, sus filias y fobias. También sus amores, pensó mirando con tristeza cinco libros que había hecho encuadernar en piel granate.

En ese momento sonó el teléfono desde el recibidor. Se oyeron los pasos de la muchacha y su voz al responder. Después el roce de sus zapatillas acercándose a la biblioteca.

—Señorita Ana, es para usted. El señor Rubio.

 

 

Si el jefe la llamaba solía ser por dos razones: o bien había que arreglar algún texto para que pasara la censura o bien tenía un nuevo encargo. El día anterior Ana le había hecho llegar el último artículo a su casa, que era a la vez la redacción barcelonesa del semanario El Caso.

Llevaba casi cinco años trabajando para él. Al principio le había avergonzado escribir para una publicación popular de sucesos. Ella, hija y nieta de periodistas de renombre vinculados al prestigio de La Vanguardia, redactando notas sobre asesinatos, accidentes y estafas de todo tipo. Empezó publicando bajo seudónimo. Pero hacía dos años había aceptado quitarse la careta, lo que le había deparado cierta fama. Era «la chica de El Caso» en Barcelona. En Madrid estaba Margarita Landi. Eran muy distintas: Landi cultivaba la extravagancia, conducía un descapotable y fumaba en pipa; Ana prefería la discreción, aunque, como su colega madrileña, había empezado a llevar pantalones cuando tenía que investigar en lugares de difícil acceso, por más que algunos la miraran mal.

Cogió el pesado auricular.

—Muy bien el artículo sobre el taxista asesino. En cuanto nos revelen las fotos, lo dejo preparado para mandarlo a Madrid.

—¿Tienes alguna cosa más? Este mes parece que la ciudad está demasiado tranquila.

Y su monedero, demasiado vacío. Pocos encargos tanto de El Caso como de Mujer Actual, la otra publicación para la que trabajaba.

—¡Qué va! Lo que pasa es que hay historias a las que no vale la pena que ni nos acerquemos. Es gastar tinta para nada. Pero haberlas, las hay.

La pausa de su jefe, por más que se tratara de un truco simplón y manido, no dejaba de ser efectiva:

—Me vas a contar alguna, ¿verdad?

—Es bastante desagradable. Pero es que fui a la morgue para ver si había alguna novedad sobre la identidad del ahogado que apareció en los Baños San Sebastián y dio la casualidad de que tenían allí el cuerpo del industrial Rodrigálvarez y de que el forense tenía ganas de hablar.

Él también, pero se refrenaba. Ana creyó entender la razón.

—¿Se trata de algo escabroso, quizá?

Rubio carraspeó. A su jefe, a pesar de los años, de todo lo visto y de todo lo escrito, aún le costaba hablar de determinados temas con una mujer.

—Parece ser que el señor Rodrigálvarez era... bueno, que le gustaban los... los señores. La autopsia dice que el asesino lo estranguló desde atrás.

—¿En plena faena?

—Sí. —Al otro lado de la línea un breve silencio antes de que Rubio volviera a hablar—: Le encontraron todavía la goma en... en... el pompis.

Ana lo repitió y se rio del eufemismo infantil al que había recurrido su jefe.

Sabía que Beatriz podía oírla desde la biblioteca y se preguntó qué cara estaría poniendo.

—Y en la esquela pusieron que Rodrigálvarez murió cristianamente —respondió Ana riendo.

—¿Qué iban a poner, Aneta?

—¿Se sabe algo de quién fue?

—No. Pero dadas las influencias de la familia Rodrigálvarez, si los pillan les harán como a los que mataron a Masana.

Masana... Masana. Sí, recordaba el asunto del constructor Antonio Masana, al que asesinaron hacía unos años unos maquis, liderados por Facerías, en un asalto al famoso meublé de Pedralbes La Casita Blanca, donde por lo visto estaba en la cama con una menor. Detuvieron a tres, si no recordaba mal, y se les hizo un juicio militar en el que en ningún momento se citó el nombre de la víctima...

Rubio lo resumió aún más rápido:

—Juicio, garrote y fosa común. Mejor cambiemos de tema. Tengo una noticia para una nota breve y te agradecería mucho que fueras a cubrir la información.

—¿De qué se trata?

—Algo triste.

—Ya me dirás cuándo hemos escrito algo alegre.

—Es verdad, pero esto es especialmente lamentable, un caso de suicidio. Una joven costurera que se ha ahorcado en su casa.

—¿Un suicidio? —le interrumpió Ana de nuevo—. No nos lo dejarán pasar... ¿No tienes nada más sólido?

Los artículos escritos pero no publicados no se pagaban. Últimamente la censura le estaba saliendo cara.

—Depende de cómo pillemos al censor. La historia tiene moral, parece que la chica se quedó en estado y que por eso lo hizo. Ya sé que no es gran cosa, pero igual nos sirve para cubrir un hueco. Te paso la dirección.

Apretó el pesado auricular entre la oreja y el hombro izquierdos y cogió la libreta de notas que tenía siempre al lado del teléfono. Rubio parecía estar viéndola, porque esperó el tiempo justo para que encontrara la primera página en blanco.

—Es una obra benéfica que patrocinan las señoras de la Congregación de las Adoratrices de María Magdalena.

Reprimió cualquier comentario sobre el nombre, se limitó a un «sí» para indicarle que podía seguir.

—Esta institución acoge a jóvenes caídas.

—¿Y de dónde se cayeron?

—Ana, no seas cáustica, ya sabes. —Rubio prosiguió, si bien menos solemne—: Lo que decía, jóvenes caídas que no tienen adónde ir y a las que les ofrecen cobijo, no solo a ellas, sino también a sus hijos...

—¡Ah! Esa fue la caída.

Rubio ignoró la interrupción.

—... también les dan un oficio para que puedan salir adelante. Concretamente aprenden costura.

No quería irritar a Rubio. Trabajo es trabajo, de modo que le preguntó:

—Entonces, se trata de ir al taller y no a la casa de la muerta, ¿no?

—Es lo mismo. Las chicas viven en el piso que queda justo encima del taller de costura.

—¿La dirección?

—Valencia, entre las calles Bailén y Gerona.

—Eso está tocando el paseo de San Juan. Buena zona. —Lo sabía perfectamente. Allí había vivido con su familia antes de que su padre fuera depurado y tuvieran que mudarse a barrios bastante más humildes.

—Y, además, te queda cerquita. Te esperan hacia las once. La señora que se ocupa del taller se llama Aurora Peiró.

—Peiró... Peiró. No me suena.

—No pertenece a los círculos en los que te sueles mover para Mujer Actual. Sus benefactoras, sí.

Conversaron todavía un par de minutos, más del caso escabroso impublicable que de la notita trivial que Rubio acababa de encomendarle. Después volvió a la biblioteca, donde la esperaba Beatriz.

—Por lo que he captado de tu llamada, creo que en este momento necesito limpiar un poco mi mente.

Se levantó y se dirigió con paso decidido hacia una estantería. Regresó con un volumen de poemas de Quevedo.

—Pero ese también tiene poemas bien cochinos. ¿No tenía una oda al pedo?

Beatriz levantó el libro como si fuera un escudo que pudiera repeler sus palabras y empezó a recitar entre risas uno de los sonetos de amor:

—Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día, y podrá desatar esta alma mía...

3

El taller de costura Aurora Boreal ocupaba los bajos de un edificio modernista de la calle Valencia. La amplia puerta acristalada estaba cubierta por visillos blancos que dejaban entrar luz a la vez que garantizaban discreción. Desde la calle se oía el ritmo frenético de las máquinas de coser. La puerta quedaba enmarcada entre dos escaparates ocupados por sendos maniquíes de medio cuerpo, sin brazos ni cabeza. El de la derecha era un torso de hombre vestido con una camisa blanca de historiadas chorreras y una elegante chaqueta de frac; el de la izquierda, una figura femenina cubierta por una blusa de raso en la que las mangas acuchilladas, los encajes en el cuello y los fruncidos en el talle daban como resultado, a ojos de Ana, un despropósito de pieza que, sin embargo, exhibía con orgullo las habilidades de las costureras.

Cerró el paraguas y entró. Una campanilla en el quicio de la puerta anunció su presencia y enmudeció el sonido de las máquinas de coser. Tras un mostradorcito de madera oscura, perfectamente dispuestas como en un aula, una fila de tres máquinas de coser a la izquierda, y dos a la derecha. Detrás de las máquinas, cuatro cabezas que se habían levantado para mirarla y que después, como tiradas por un hilo invisible, se dirigieron hacia la primera máquina de la fila izquierda, abandonada y desnuda.

Con las máquinas calladas y la campanilla de la entrada de nuevo en reposo, Ana se enfrentó al silencio de las cuatro muchachas de luto riguroso. También iba vestida por completo de negro la mujer que en ese momento abría la puerta de lo que debía de ser la trastienda. Su taconeo decidido era el eco tardío de las máquinas que seguían inmóviles. Con la cabeza aureolada por una densa cabellera castaña peinada en ondas, la mujer pasó entre las muchachas. Rozó con suavidad el hombro de la que estaba sentada justo detrás de la plaza vacía, una joven de pómulos altos y ojos oscuros, quien al notar el tacto de la mano ya no pudo contener las lágrimas.

—Es que... —la muchacha pareció querer disculparse.

—No pasa nada, Mila —le respondió la mujer enlutada, sin detener el paso. Llegó al otro lado del mostrador y le tendió a Ana una mano suave y fuerte.

—Soy Aurora Peiró, la directora de este taller de costura. Usted es Ana Martí, ¿verdad? —Tenía una voz grave y cálida, que le recordó el timbre reconfortante, algo maternal, de la locutora de Radio Barcelona que leía los consejos del consultorio sentimental de doña Elena Francis—. La conozco por sus artículos en Mujer Actual.

—Pero hoy vengo para El Caso —rectificó Ana.

—Lo sé, lo sé. —Aurora Peiró sonrió cómplice y bajó la voz—: También la leo ahí.

Ana recordó el dicho popular, «El Caso lo compran las criadas y lo leen las señoras».

—Lamento que tengamos que conocernos en estas circunstancias.

—Más lo lamento yo. Queríamos mucho a Elenita. —La mención del nombre de la muerta provocó varios gemidos, como en los velatorios—. No solo tenía muy buenas manos para la costura, es que era tan dócil, tan buena...

Aurora Peiró hablaba mientras la conducía entre las máquinas de coser de las que colgaban lacias las piezas en las que estaban trabajando las muchachas. Todas las cabezas la seguían. La muchacha pelirroja que ocupaba la máquina de coser más próxima al mostrador cubría la tela con los brazos, como si temiera ensuciarla con las lágrimas que le resbalaban por la cara.

—Venga, chicas, a la tarea. No hay nada mejor contra el dolor que el trabajo.

Las máquinas se pusieron de nuevo en movimiento una tras otra, excepto la de Mila, que lloraba con la cara oculta entre las manos. Aurora sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se agachó y se lo tendió.

—A las doce, rosario. —Mientras la muchacha cogía el pañuelo con manos temblorosas, Aurora se volvió hacia Ana—. Es que eran muy amigas.

—Yo no sabía nada, doña Aurora, no sabía nada —dijo Mila secándose los ojos. Se irguió y empezó a mover el pedal de la máquina.

A la izquierda, sobre una repisa, vio un gran aparato de radio. El duelo lo mantendría mudo varios días. Entraron en lo que resultó no ser la trastienda, sino una sala destinada a los clientes del taller. A un lado, dos espaciosos probadores con espejos de cuerpo entero; enfrente, a la izquierda de la puerta, tres silloncitos azules, de patas cónicas, alrededor de una mesita de cristal sobre la que vio varias revistas francesas de moda; en las paredes, bocetos enmarcados de modistos famosos. Sus años en Mujer Actual le permitieron reconocer un vestido de Balenciaga y un modelo de Coco Chanel para Marlene Dietrich. Aurora Peiró regentaba, pues, un taller de costura de cierto nivel. La dueña abrió otra puerta y pasaron al almacén. En los estantes de madera se apilaban las piezas de tela ordenadas por colores y estampados; a su derecha, un órgano multicolor de tubos llenos de botones, flanqueados por cajones con cremalleras y cajoncitos con remaches, agujas, imperdibles y alfileres, jaboncillos, cintas, hilos y varias cajas de retales. Al fondo, a través de la cristalera podía ver un patio interior con varias sillas de enea alineadas contra las paredes blancas. En el centro y en las esquinas, grandes macetas con relucientes aspidistras.

—Aquí las muchachas toman el aire y descansan la vista en los recreos.

Aunque los ojos se le habían iluminado ante la opulencia del almacén, Ana recordó que estaba allí para escribir la crónica de un suceso.

—¿Qué es lo que esa muchacha, Mila, no sabía?

El rostro de Aurora se ensombreció. Pareció buscar las palabras.

—Que había tenido una recaída. —Ana no se habría atrevido a manifestar ni por asomo la ironía que había mostrado en su conversación con Rubio—. Estaba embarazada. La recogimos de una casa para chicas descarriadas, un reformatorio, en realidad. Aquí le ofrecimos la oportunidad de rehacer su vida y, por desgracia, la desaprovechó. Volvió a caer. Como si no hubiera aprendido la lección. Y ahora ha dejado un hijo huérfano.

Aunque Rubio ya le había proporcionado alguna información, Ana quería que Aurora se la diera de primera mano.

—¿Cómo fue?

—Se ahorcó. En su cuarto. Con una bufanda. De una viga —la descripción salía a trompicones de su boca, mientras cambiaba los retales de una pila a otra—. Antes, por lo visto, se emborrachó. Para darse valor, supongo.

—¿Podría ver su habitación?

—¿Por qué? —Detuvo el movimiento y se quedó sosteniendo en el aire un trozo de tela en el que el fondo negro daba a las rosas del estampado un halo luctuoso.

—Para que mi nota tenga un carácter más personal. Aunque no demos el nombre completo de la persona, solo las iniciales de los apellidos, un pequeño detalle deja algo parecido a una constancia de su existencia, discúlpeme el patetismo.

Aurora devolvió la tela a su lugar y empezó a juguetear con una cinta métrica enrollada sobre sí misma como una cochinilla dormida.

—Por supuesto, solo si a usted le parece bien —añadió Ana.

—Pues si quiere, vamos ahora mismo. —Metió la cinta métrica en el bolsillo de la chaqueta y sacó unas llaves. Le indicó a Ana que la acompañara al final del almacén—. Se puede acceder al piso desde la calle o desde el mismo taller.

Al lado de la puerta, en el nicho que quedaba debajo de la escalera, había un velador con un panzudo teléfono negro en el centro de un mantelito de encaje de bolillos. Siguió a Aurora por la angosta escalera y entraron en una vivienda de techos altos, un largo pasillo y muchas puertas, como es habitual en el Ensanche barcelonés. Apenas llegó a ver más del piso, porque la habitación de Elena era la primera.

Ana había entrado ya en muchas ocasiones en los cuartos en los que se había encontrado a alguien muerto. A pesar de los años en la profesión, era algo a lo que no acababa de acostumbrarse; más que las imágenes que pudieran esperarla detrás de la puerta cerrada, le costaba estar preparada para los olores. Parecía que su mente estaba más desamparada ante los choques que sufría el sentido más simple y primitivo del olfato.

Esta vez no hubo choque de ningún tipo. La habitación, en realidad una especie de cuarto trastero sin ventana, estaba amueblada con sencillez de celda monacal, perfectamente ordenada y limpia; olía a jabón para suelos, olía también, como tantos pisos de Barcelona en otoño, ligeramente a humedad. La cama, estrecha, estaba cubierta solo por una sábana blanca. Encima, apoyada en la almohada, una muñeca vieja de tirabuzones rubios con un vestidito de volantes. «Tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú», empezó a canturrear la mente de Ana.

—Por si nos dejan velarla aquí —le explicó Aurora, invitándola a entrar.

—¿Duermen en habitaciones individuales?

—Sí. Es importante que por la noche estén a solas con sus pensamientos y reflexionen sobre su vida.

Ana pensó que Elena Sánchez, por desgracia, había pensado demasiado en ello. «La saqué a paseo se me constipó, la tengo en la cama con mucho dolor», seguía la vocecita en su cabeza.

—¿Tenía familia?

—Como si no la hubiera tenido. Era de un pueblo de Extremadura, de Madroñera. —Aurora hablaba con la mirada puesta en la foto del niño—. Los padres la mandaron muy jovencita a servir, primero en Cáceres y después aquí. El dueño de la casa en la que servía la preñó y, cuando ya se le empezó a notar el embarazo, la dueña la metió en una casa de descarriadas porque los padres la repudiaron, no la quisieron de vuelta. De allí la recogimos, como le dije. Y ya ve.

Aurora se frotó las manos como si tuviera frío y miró por primera vez a un punto en el techo. Ana siguió su mirada hasta una viga de madera que con los años se había deformado y en el centro de la estancia se separaba del techo dejando un hueco.

—¿Quién la encontró?

—Fue Mila, porque tardaba en aparecer por el comedor a la hora del desayuno. Después bajó a llamarme a mí, que ya estaba en el taller. —La cabeza de Aurora se movía como si estuviera viendo las diferentes escenas—. Hicimos algo que tal vez no fuera muy correcto, por lo menos el policía que vino estaba muy enfadado: la descolgamos. Y Mila le cambió el camisón, porque se lo había hecho todo encima.

La mujer estaba tan compungida que Ana sintió una fuerte necesidad de confortarla.

—Es muy comprensible, aunque las fuerzas del orden lo vean de otro modo.

La voz de Aurora recuperó la firmeza:

—Ya que no se podía hacer nada más por ella, por lo menos salvaguardamos un poco su dignidad.

El asunto la acongojaba menos por la historia que le contaba que porque se daba cuenta de que con los años de trabajo como periodista de sucesos se había habituado a ese tipo de dramas.

La periodista de sucesos no olvidaba el motivo por el que estaba allí.

—¿Dejó alguna nota?

—No. ¿Qué iba a dejar, la pobrecilla? Si saben leer y escribir lo justito y las cuatro reglas.

Ana echó un último vistazo a la habitación: el pequeño ropero, la cajonera con la imagen de una virgen y la foto enmarcada de un niño mostrando orgulloso a la cámara una medallita rectangular, la mesita de noche con una lamparita de pantalla amarillenta y un librito de oraciones al lado, la cama de madera esperando a la muerta. Y la muñeca de tirabuzones y vestido azul sobre la cama. «Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis. Ya me sé la tabla de multiplicar y el año que viene me podré casar».

—Es todo. No necesito más.

Volvieron al taller sin cruzar palabra. Las máquinas de coser trabajaban acompañadas del silencio de las costureras. Aurora, que seguía a Ana, se detuvo un momento para controlar la labor de una muchacha cuyo pelo rubio rizado recogido en un moño suelto le recordó al de la muñeca de Elena.

—Ten cuidado, María Jesús, ese dobladillo te está quedando un poco torcido.

La campanilla de la puerta distrajo la atención de Aurora. Una mujer de la edad de Ana, envuelta en un abrigo Loden, entró sacudiendo el paraguas.

—Señora Pladevall —la saludó Aurora, y salió a su encuentro—. ¿Viene a probarse el vestido? Pase a los probadores. ¿Un café? —La acompañó por el pasillo hasta la sala con los silloncitos.

En ese momento Ana notó que alguien le cogía la mano izquierda. Era la chica pelirroja.

—Señorita... quería decirle que los niños... —dijo en susurros.

—¿Qué niños? —preguntó ella, agachándose para poder oírla mejor.

—Nuestros niños. Están en un internado y...

La voz de Aurora la interrumpió:

—Jacinta, no molestes a la señorita Martí.

—No, si no... —empezó Ana.

—Sí, doña Aurora. —Con los ojos enrojecidos por el llanto, quiso volver a la labor.

—Jacinta, ¿por qué no le sirves un cafetito a la señora Pladevall mientras despido a la señorita Martí?

La muchacha se levantó y pasó por su lado sin mirarla. El pelo flameaba sobre la ropa negra de luto. Jacinta la Pelirroja. «Oh, Jacinta, pelirroja, peli-peli-roja, pel-pel-peli-pelirrojiza». Le vinieron a la mente los versos de José Moreno Villa que tanto la divertían.

Aurora se acercó a Ana con gesto serio. Pasaron al otro lado del mostradorcito.

—¿Le podría pedir una cosa, señorita Martí? —le dijo en voz baja mientras le hacía un gesto para que fueran a la calle.

Ana se despidió de las tres costureras que quedaban en el taller. Solo la que se llamaba Mila le respondió. Las otras dos parecían absortas en la labor. Salieron.

Delante del escaparate con el maniquí masculino Aurora le habló en voz baja, ya que en el interior del taller las máquinas de coser habían enmudecido súbitamente:

El Caso

La primera vez que recibió una dejó incluso caer el teléfono y las buscó alarmada, previniéndolas, preparándolas tal vez para la huida que tenía que ser inminente. Solo la autoridad natural que se desprendía de Beatriz logró convencerla de que no había nada que temer, de que era parte del trabajo de la señorita Ana, que la llamaban porque tenían una noticia para ella. Después, Beatriz siguió siendo la señora, la señora principal, y Ana la señorita, pero la señorita a la que miraba con ese conato de examen de conciencia, con la pizca de culpabilidad que provocaba en tantos la mención de la policía.

También ahora detectó Ana esa intranquilidad en el movimiento incesante de las manos de Luisa. Para serenarla, hizo un gesto displicente con la mano y, mientras se dirigía a su cuarto, dijo:

—Ya volverá a llamar si es importante. ¿Está la señora Beatriz en casa?

La muchacha dejó de secarse las manos en el delantal.

—Ha salido hará una hora, pero ha dicho que no tardaba mucho.

No le quiso preguntar a Luisa si sabía adónde había ido, no quería parecer curiosa. Estaría en la biblioteca, o tal vez ocupada de nuevo con esa gente que le había pedido que desbrozara su herencia. Lo importante era que volvía a la actividad, que salía de casa después de unos meses en los que la había visto extrañamente postrada, envuelta en una tristeza de duelo para la que Ana no encontraba explicación.

Se metió en su cuarto, se envolvió en un grueso chal de lana que había sido de la madre de Beatriz y se sentó a releer sus notas.

Una hora más tarde ni Beatriz había vuelto ni ella había escrito la notita sobre el suicidio para Rubio. Desde la cocina le llegaba el sonido amortiguado de la radio. Por los cambios de voces y de ritmos, Luisa debía de estar escuchando un serial. Eso le recordó las llamadas de Castro. Miró su máquina de escribir con la hoja en blanco en la que se negaba a aparecer la historia de la muchacha muerta. Salió de la habitación, fue al recibidor, levantó el auricular del teléfono y llamó a la Jefatura.

—Con el inspector Castro. De parte de Ana Martí.