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Primera edición: marzo de 2017



Copyright © 2017 Laura Maqueda Galán




© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-06-3

BIC: FRD



Diseño de la colección y maquetación de cubierta: Javier Perea Unceta

Diseño de e ilustración de cubierta: Calderón Studio

Fotografía: Alexey Maisevich/Shutterstock



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.





Para aquellos que se fueron, para los que tuvieron que regresar.
Y a todas las Miriams del mundo que luchan hasta alcanzar su sueño.




1


El fin


«This is the end, beautiful friend.
This is the end, my only friend, the end.
Of our elaborate plans, the end.
Of everything that stands, the end.
No safety or surprise, the end.
I’ll never look into your eyes… again».
The End, The Doors


Sunderland, Vermont, Estados Unidos


—Nunca llegarás a ser nada —me escupió el Monstruo mientras sujetaba el pomo de la puerta, justo antes de salir al exterior—. Eres tan patético y decepcionante como lo fue la zorra de tu madre.

La bilis se me subió a la garganta cuando le oí hablar así de mi madre. El Monstruo sabía lo mucho que me herían sus palabras y precisamente por eso las decía. Quería provocarme, conseguir que perdiera los nervios y saltara sobre él para partirle la cara. Pero no iba a hacerlo, me dije. No ahora, no cuando me había prometido a mí mismo que debía poner punto y final a esta situación.

El Monstruo se giró sobre sus pasos y se acercó hasta el lugar donde yo me encontraba, sentado en un desvencijado sillón pringoso de cualquier mierda que el Monstruo se hubiera metido. Me daba asco y quise vomitar, pero al menos el pestilente olor me mantenía alerta, evitando que fijara mi atención en él.

—¿Estás oyendo lo que te digo, mocoso? No vales nada. ¡Nada! —gritó, zarandeándome el hombro para hacer que lo mirara a los ojos inyectados en sangre.

Cuando lo hice, cuando alcé la cabeza para enfrentarme a él, casi sentí lástima por el Monstruo.

Casi.

Se me revolvió el estómago cuando me mostró su repugnante sonrisa, a la que le faltaban varios dientes, y los que le quedaban estaban ennegrecidos por la mierda que tomaba. O tal vez fuera por el veneno que tenía en su cuerpo. Me inclinaba a pensar que era por lo segundo.

—Ojalá no hubieras nacido —continuó provocándome—. ¡Ojalá estuvieras muerto como ella!

Aquello fue demasiado. No podía permitir que continuara hablando así de mi madre, el único ser bueno que había conocido en toda mi vida. El Monstruo podía insultarme cuanto quisiera, pero no a ella. No a mi madre.

Me levanté tan rápido que un puñado de lucecitas de colores me nublaron la vista, pero agité la cabeza y logré deshacerme de ellas al tiempo que sujetaba la camisa del Monstruo entre mis puños.

—¡Tú! —le grité, empujándolo contra la pared—. ¡Tú eres el que debería estar muerto, no ella! ¡¿Lo entiendes?!

El aliento cálido y pestilente del Monstruo se derramó sobre mi cara al gemir, justo cuando su cabeza golpeó la esquina de la puerta entreabierta. No dijo nada y yo tampoco. Oía el agitado sonido de mi respiración mientras me veía reflejado en los ojos verdes de el Monstruo. Unos ojos que yo había heredado. Odiaba mi propia mirada por ser idéntica a la de él; me odiaba a mí mismo por haberme dejado llevar por la ira que corría por mi cuerpo. La misma ira, la misma maldad que corría por sus venas.

Lo solté de repente, sintiendo repulsión de mí mismo. Mis peores temores se estaban transformando en realidad. Yo era como él. Era como el Monstruo. Demasiados años viviendo bajo el mismo techo, demasiada violencia a mi alrededor. Era inevitable que un chico como yo acabara convirtiéndose en un demonio violento como mi padre.

Él recobró la compostura y se irguió tanto como su cuerpo deteriorado se lo permitía, oí cómo aspiraba por los destrozados orificios de su nariz, pero yo no le prestaba atención. No podía. No dejaba de mirar mis manos temblorosas. Una provocación más por su parte, un dardo envenenado más y no habría tenido reparos en apretarle el escuálido cuello hasta quitarle el aliento. Él era mi pesadilla, y lo que más ansiaba era alejarme de él de una vez por todas. Cuanto antes mejor.

Pero entonces me acordé de mi madre.

«Tú no eres como él, Jack —solía decirme cuando el odio hacia mi padre me recorría las venas—. Tú eres un buen chico. Sé valiente por mí, ¿quieres?».

Si seguía soportando al Monstruo, era por ella. Todo cuanto hacía, el sigilo con el que me movía, el aire sucio que respiraba, los insultos y amenazas que soportaba, todo era por ella. Me recordé que tenía un propósito y que en unas horas llevaría a cabo mi plan. Solo entonces sería libre y el Monstruo ya no ejercería más poder sobre mí.

—Algún día pagarás por todo el dolor que nos has causado —le dije.

Como era de esperar, el Monstruo se puso a reír. Sus carcajadas llenaron cada rincón de la destartalada granja en la que vivíamos y todo mi ser tembló de rabia, de impotencia. Ansiando mi libertad.

—¿Qué puede hacerme un crío de dieciséis años como tú, eh? —Oí cómo su garganta producía un desagradable sonido al deslizar su asquerosa saliva hacia su boca, justo antes de escupir a mis pies—. Dios, eres decepcionante —me dijo—. ¿Cuándo demonios te convertirás en un hombre?

No le contesté. Sabía que si le daba aquella satisfacción, sería yo quien acabaría entre rejas, y era el Monstruo quien merecía ese destino. No yo. Yo era bueno, era valiente.

Volvió a escupir para dejar claro que yo no era más que basura, que le desagradaba mi presencia. Le vi subirse la cinturilla de los sucios vaqueros que llevaba y caminar hacia la puerta.

—Más te vale estar aquí cuando vuelva —me dijo—. Todavía no he terminado contigo, chaval.

Conté hasta cincuenta para tranquilizarme, hasta que oí el zumbido del motor de la vieja camioneta que conducía el Monstruo mientras se alejaba en dirección al pueblo.

—No te rompas ahora, Jack —me dije a mí mismo para darme fuerzas—. Es ahora o nunca. Puedes hacerlo.

Llevaba semanas planeando mi huida. La misma noche que cumplí dieciséis años tomé la decisión de alejarme del Monstruo y largarme de Vermont para siempre. Tenía que marcharme tan lejos como pudiera, o al menos tanto como me permitieran los ahorros que había conseguido trabajando en los arreglos de los cercados de la granja de mi vecino, el señor Bennet.

Había vivido lo suficiente junto al Monstruo como para saber que no podía seguir soportando su compañía. Hoy, al fin, se acabarían las borracheras, los golpes, los insultos y las amenazas. No había nada que me atara a aquel lugar, y los únicos recuerdos que conservaba eran de dolor y sufrimiento. Mi madre me dijo una vez que cada uno es dueño de su propio destino, y yo estaba a punto de empezar a labrarme el mío.

Corrí a mi habitación y cogí la mochila que había dejado preparada bajo mi cama y que solo contenía un par de mudas limpias y todo el dinero que había conseguido reunir. Si había sobrevivido durante dieciséis años bajo el yugo de un maltratador, no me cabía duda de que sabría salir adelante por mí mismo.

Cuando salí al exterior no perdí tiempo y me apresuré al viejo granero que ya nunca utilizábamos. El señor Bennet me había regalado una vieja motocicleta que encontré en su garaje hacía un par de meses. Dijo que era mía si conseguía repararla; no se imaginaba que acababa de darme las alas que necesitaba para escapar. Con esfuerzo, trabajo y mucha ilusión, logré que la moto arrancara, y ahora ese viejo trasto estaba a punto de llevarme muy lejos de allí.

Miré por última vez la granja en la que había crecido. Cualquier niño, adolescente u hombre se sentiría triste al dejar atrás el lugar donde había pasado toda su vida, pero aquella casa no albergaba ni un solo momento de felicidad para mí.

El fuerte quejido que hizo el motor al arrancar aceleró los latidos de mi corazón. Por fin era libre.

Mientras enfilaba el camino hacia la carretera, sin un destino fijo al que dirigirme, me juré a mí mismo que jamás regresaría.

Jonathan Mason, el Monstruo, podía irse al infierno.



2


Mi chica


«I’ve got sunshine on a cloudy day.
When it’s cold outside
I’ve got the month of May.
I guess you’d say
what can make me feel this way?
My girl (my girl, my girl),
talkin’ ‘bout my girl (my girl)».
My girl, The Temptations


—¡Ahí viene otra, papá! ¡Venga, esta vez de cabeza!

La aguda vocecita de Rose resultaba tan chillona que Julian tuvo que taparse los oídos y fingir que no la escuchaba. La pequeña, molesta con su padre porque no le hacía ni caso, no dudó en golpearle el brazo como protesta, pero gritó una vez más cuando Julian la levantó para subírsela a los hombros.

—¿Preparada, princesa?

—¡Siempre, papi!

Rose chilló encantada a medida que la ola se acercaba hacia ellos; se escuchó un «¡papá!» justo antes de que padre e hija se lanzaran de cabeza contra ella, quedando sepultados por el agua en un par de segundos.

Julian pausó el video y la imagen quedó congelada en el televisor justo cuando su hija y él salían del agua al oír la voz de su mujer diciéndoles que ya habían tenido suficiente. Aquel fue uno de los mejores momentos de su vida, pensó, y deseó poder volver atrás en el tiempo. Rose no tendría más de cinco años, y ese verano les tocó pasar las vacaciones en la costa gaditana, justo en el sur de España. 

Desde que Miriam y él comenzaron su relación, acordaron que no permitirían que la distancia los separara de sus respectivas familias. Por ello, y aunque vivieran en Inglaterra el resto del año, viajarían a España todos los veranos. Un año tocaría visitar el sur para estar cerca de los Blasco y el siguiente lo pasarían en la Costa Brava, donde residía el hermano de Julian junto a su mujer e hijos.

Si hacía balance de los últimos años, los labios de Julian se curvaban en una sonrisa al pensar que su vida junto a la alocada española había resultado ser toda una aventura. ¿Quién le iba a decir dos décadas atrás que ahora tendría una relación estable con aquella chica que conoció en la cafetería del aeropuerto? Miriam era su compañera, su confidente, su mejor amiga y también su mujer, aunque aún no hubieran pasado por el altar. Sin olvidar que le había dado dos hijos increíblemente preciosos e inteligentes. Pero claro, él era su padre, ¿qué podía decir?

Rose fue la primera en llegar, justo dos años después de que Miriam decidiera instalarse de manera indefinida en Londres. Nada más dar su primera bocanada de aire, quedó bastante claro que la pequeña sería la debilidad de su padre. Con aquellos enormes ojos azules —iguales a los de él— y esa espesa mata de pelo oscuro que a veces adquiría reflejos del color del chocolate como los de su madre, Rose había sido una niña preciosa. Y ahora que estaba a punto de graduarse, su belleza era arrebatadora.

Antes de que Rose cumpliera siete años, la familia Cole-Blasco dio la bienvenida a Gabriel. Si Rose era prácticamente un calco a su padre, Gabriel no podía ser más parecido a Miriam. Además de su espesa cabellera de color castaño y los ojos pardos, el carácter de Gabriel era alegre y extrovertido, herencia de su madre española. Tenía doce años y era un terremoto; con él Julian nunca se aburría y sin embargo…

Lanzó una mirada al televisor para fijarse una vez más en la enorme sonrisa de su pequeña. Estaba empapada de pies a cabeza y las dos coletas con las que su madre le había recogido el pelo se le pegaban ahora a su carita mojada. La echaba de menos. Ahora Rose era una mujer y tenía el temperamento firme y serio típico de los británicos como él.

—¿Qué haces viendo eso a estas horas?

La voz somnolienta de su mujer sacó a Julian de sus pensamientos. Al girarse, vio a Miriam bostezando al tiempo que se frotaba los ojos como si fuera una niña pequeña muerta de sueño. La luz que ella había dejado encendida en el pasillo le recortaba la silueta, haciéndola parecer un ángel caído del cielo. Un ángel muy sexy, se dijo Julian al reparar en el cuerpo de Miriam envuelto únicamente en una de sus camisetas. A pesar del tiempo que llevaban juntos y de los años que los dos iban cumpliendo, para Julian su mujer seguía siendo tan hermosa como el primer día.

Julian extendió un brazo sobre el respaldo del sofá donde estaba sentado, invitándola a reunirse con él. Miriam no se lo pensó dos veces, caminó de puntillas sobre el suelo enmoquetado y se dejó caer sobre el regazo de Julian. Toda su piel se estremeció cuando sintió las manos de él en los muslos desnudos y es que no podía evitarlo; seguía loca por él y por ese cuerpo que se empeñaba en mantener en forma.

—Para ser un madurito sigues estando muy bueno, Julian Cole —ronroneó ella.

Julian ahogó la risa que hizo vibrar su pecho. Un suspiro brotó de entre sus labios cuando los dedos de Miriam comenzaron a recorrerle el torso desnudo, deslizándose hacia abajo por el duro sendero que marcaban sus abdominales.

—Es bueno saber que sigo gustándote —le hizo ver él, recogiéndole un mechón de pelo tras la oreja.

—Más que eso. —Miriam le rodeó el cuello con los brazos y acercó los labios a su oído para susurrarle—. Sigues poniéndome a cien.

El cuerpo de Julian se tensó bajo el de ella y Miriam soltó una risita al notar la evidencia de su excitación bajo los pantalones del pijama.

—¿Nos estamos poniendo firmes, Cole? ¿A tu edad?

Julian lanzó un gruñido al tiempo que le rodeaba la cintura con los brazos y la estrechaba contra su pecho. Le apartó el pelo hacia un lado y comenzó a trazarle un camino de besos húmedos que iban desde el cuello hasta la oreja.

—Tú tienes la culpa.

Ella se rio y se apartó para ver el rostro del hombro al que amaba. Apenas había cambiado en esos veinte años; Julian seguía poseyendo esa potente belleza que había dejado a medio mundo sin habla, incluida ella misma, durante sus años como modelo. Las arrugas alrededor de sus ojos se habían hecho más pronunciadas, al igual que las canas que habían aparecido en su espesa mata de pelo negro y que ahora adornaban casi la totalidad de su cabello, como si se tratara de un campo nevado. 

Miriam extendió una mano y enterró los dedos entre su pelo; sonrió cuando le vio cerrar los ojos y escuchó su suspiro. Había cosas que no cambiaban, pensó, y ella aún sabía lo que a Julian le gustaba.

—¿Quieres contarme qué te pasa?

Miriam sintió la fuerza de los latidos del corazón de Julian, pues aún mantenía una mano sobre su pecho. Le vio abrir los ojos y señalar el televisor antes de hablar.

—Es solo que no puedo creer lo rápido que pasa el tiempo.

Al seguir la dirección que marcaba su mirada, Miriam sonrió. Recordaba aquel verano, cuando aún eran solo tres. La sonrisa de sincera felicidad de su pequeña llenaba toda la pantalla y la adoración con que su padre la miraba aumentaba el brillo en sus ojos. Acomodándose sobre las piernas de Julian, aprovechó para apoyar la mejilla sobre su cabeza.

—Siempre ha sido un pececillo, ¿verdad? Le encantaba estar en el agua.

—Y sonreír. Recuerdo que antes se pasaba el día riendo. —Julian se giró para mirarla—. ¿Qué hicimos mal? De repente un día dejó de sonreír.

Miriam puso los ojos en blanco y lo miró con el entrecejo fruncido.

—No seas dramático. ¡Claro que Rose sonríe!

—No como antes.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Quieres saber por qué ya no es tan risueña como cuando era una niña? —Julian levantó una ceja, esperando una respuesta—. Porque entonces creció y se convirtió en una estirada británica igual que su padre.

Julian rompió a reír; luego se removió y dejó a Miriam tumbada sobre el sofá mientras le hacía cosquillas en los costados.

—Hasta donde yo sé, te encanta todo lo británico, querida.

—Julian…, para. ¡Julian! —gritó Miriam cuando sintió los labios de él sobre su muslo desnudo justo antes de escuchar el sonido de una estruendosa pedorreta—. Vamos a despertar a Gabriel, y ese pequeño demonio es capaz de colgarnos por las orejas. ¿Quieres eso?

Julian chasqueó la lengua y se apartó a regañadientes. Tras incorporarse, le tendió la mano a Miriam para ayudarla a levantarse.

—Te preocupa Rose, ¿es eso? —le hizo ver su mujer, acunándole la mejilla.

—No estoy preocupado. Solo…

Miriam ladeó la cabeza y sonrió de medio lado.

—Triste porque tu niñita se hace mayor.

Julian resopló.

—Se gradúa dentro de unas semanas y después irá a la universidad. Vivirá nuevas experiencias y…

—… y tú no estarás a su lado.

Julian la miró a los ojos. En todos esos años junto a ella, Miriam había aprendido a interpretar cada una de sus emociones antes incluso de que él mismo supiera cómo se sentía. Para ella no habían pasado inadvertidos la preocupación y el miedo que se veían reflejado en sus ojos. Debería estar acostumbrado, pues acababan de cumplirse un par de años desde que Rose tomó la decisión de pasar el sexto curso, el equivalente al bachillerato en España, como alumna interna en una de las mejores escuelas de Inglaterra. La veían tan solo los fines de semana, de modo que para ellos no debería suponer ninguna novedad la marcha de su hija a la universidad. Pero Julian acababa de darse cuenta de que su hija se estaba convirtiendo en una mujer.

—Va a enamorarse —farfulló—. Van a romperle el corazón, tendrá éxitos y fracasos, y eso me preocupa.

—Julian, tú eres su padre y siempre vas a estar a su lado —le aclaró ella, acunándole ahora ambas mejillas entre sus manos—. Pero por mucho que la quieras no puedes evitar que tropiece y se caiga. Eso es la vida.

—Pero…

—Pero es tu hija, lo sé. También es la mía. —Y le sonrió para tratar de transmitirle serenidad—. Dime qué te preocupa más: que se convierta en una adulta o que pronto otro hombre aparezca en su vida.

Julian volvió a resoplar, esta vez mucho más fuerte, y Miriam no pudo aguantarse la carcajada que salió de su boca.

—¡Es lo segundo! —Se rio todavía más—. ¡No puedo creerlo! Pues no pensaste mucho en mi padre cuando me metiste mano en ese sofá hace unos años…

Su chico puso los ojos en blanco y fingió sentirse molesto con ella. Pero las arruguitas que se formaron en las comisuras de sus labios lo delataban, y Miriam sabía que estaba a punto de romper a reír gracias a ella.

—Hemos cambiado ese sofá desde entonces —apostilló Julian.

Miriam apretó los labios para contener otro acceso de risa. Siempre había sabido que Julian sentía debilidad por Rose, pero verlo así, en plan papá oso preocupado por su osezna, le divertía tanto como enternecía su corazón. También se trataba de su niña a punto de abandonar el nido, pero no sería ella quien cortara las alas de su hija.

Una vez controlada la risa, se acercó hasta el reproductor de música y buscó una emisora que emitiera a esas horas de la noche.

—¿Qué haces? 

Julian la veía mover el dial, pero ella se limitó a guardar silencio hasta que se escuchó el tenue sonido de una canción. Miriam ajustó el volumen para asegurarse de no despertar a su hijo y después caminó hacia Julian hasta rodearle el cuello con los brazos.

—¿Qué me dices, papá? —susurró—. ¿Todavía puedes sacarme a bailar?

Julian le sonrió; en menos de lo que dura un parpadeo tenía el cuerpo de su mujer apretado contra el suyo. Cerró los ojos para aspirar su aroma, el que le hacía sentir en casa. La adoraba, nada había cambiado desde el primer día.

La inconfundible voz del vocalista de The Temptations llegó hasta sus oídos justo cuando comenzaba a cantar el estribillo de la canción My girl. Miriam escondió la cara en el hueco que quedaba libre entre el cuello y el hombro desnudo de Julian y tuvo que hacer esfuerzos para no romper a reír otra vez.

—No es necesario que disimules. Sé que te estás riendo.

El burbujeo de su risa le hizo cosquillas en el cuello, y se estremeció cuando ella se cubrió los dientes para morderlo en la clavícula.

—Es que no pueden haber elegido una canción mejor.

—Mi chica… —susurró Julian en su oído.

Ella suspiró; tener a Julian abrazado a ella, sentir sus manos sobre el cuerpo y la caricia de su voz susurrante sobre la oreja siempre le ponía el vello de punta. Y siempre en el mejor sentido. Tenía el poder de hacerla estremecer con tan solo una mirada; estaba loca por él.

—No pensemos más por esta noche, ¿de acuerdo? —murmuró, con los labios pegados a una de sus morenas tetillas—. Disfrutemos de esta etapa sin preocuparnos por lo que tenga que venir.

—Tienes razón, como siempre.

Inclinando la cabeza hacia abajo, Julian buscó sus labios, pero no tuvo problemas para encontrarlos; Miriam siempre estaba más que dispuesta a ofrecerle su boca y todo cuanto poseyera.

—Llévame a la cama, Julian Cole —ronroneó cuando consiguieron desenredar sus lenguas—. Haz que sea como la primera vez.

—Te equivocas —le dijo él al oído, su voz ronca y seductora. Deslizó un brazo bajo sus rodillas y la tomó en brazos sin apenas esfuerzo—. Nunca dejas de sorprenderme, española. Contigo siempre es especial.

—Y que no se te olvide nunca.

Ninguno de los dos iba a permitir que la llama de la pasión se apagara, y a ello se dedicaron durante el resto de la noche.




3


Preparada


«‘Cause yeah, I’m sure your parents
probably said it to you:
Follow what you love
and you will love what you do.
Never let the pressure tell you
that you’re not capable of being
anything that you want».
Ready, Kodaline


—¡Date prisa, Rose! No quiero ser la última a la que le saquen la foto.

Joanna caminaba deprisa a través de los antiquísimos pasillos del colegio en el que las dos estudiaban, sin detenerse para comprobar si su amiga la seguía o no. Rose se fijó en cómo se flexionaban las delgadísimas piernas de Joanna al bajar las escaleras. Era un milagro que no terminara rodando los escalones con esos alambres de ébano que tenía por extremidades. A pesar de su menuda estatura, el cuerpo de Joanna era precioso.

—Probablemente el fotógrafo ya se haya ido —le hizo ver Rose con tono calmado; a diferencia de su amiga, ella no sentía ningún deseo de que le sacaran una foto. «Otra más», se dijo—. ¿Te importaría bajar un poco el ritmo? Odio cuando corres tanto.

Joanna se detuvo unos instantes y se giró para mirarla mientras se encogía de hombros.

—No es mi culpa que no estés en forma, querida.

Como siempre, Joanna llevaba razón. Probablemente Rose fuera la única alumna de todo el colegio que no practicaba ningún tipo de deporte. Quizá algún día hubiera pisado el gimnasio o acudido a clases de ballet y natación, pero nunca jamás había regresado. Joanna, en cambio, era la capitana del equipo de fútbol femenino del colegio y corría que se las pelaba. Su físico era envidiable, gracias en parte a que se machacaba un día tras otro con altas dosis de ejercicio. En contrapunto, Rose era alta y delgada, pero debía reconocer que lo suyo se debía única y exclusivamente a la genética. No existía persona más sedentaria que ella.

Cruzaron a toda prisa el viejo claustro que separaba la residencia de estudiantes del edificio principal y Rose maldijo para sus adentros aquella faldita del uniforme que dejaba las piernas al descubierto frente a la fresca brisa inglesa. Su hermano pequeño solía bromear diciéndole que algún día los sorprendería a todos vistiendo una capa oscura mientras los hechizaba con una varita. Rose sonrió al pensar en Gabriel, aunque la verdad era que su hermano tenía razón; a veces incluso ella misma se imaginaba estudiando en el colegio Hogwarts de Magia y Hechicería en lugar de en la escuela Westminster, uno de los centros más prestigiosos de todo Londres. Sus muros de piedra y los siglos de antigüedad de la institución hubieran sido un escenario perfecto para las películas del mago adolescente.

Al llegar a su destino, Rose a punto estuvo de chocar contra Joanna cuando su amiga frenó en seco, deteniéndose sobre la alfombra que cubría el enorme recibidor del edificio.

—¿Qué tal estoy?

Joanna giró sobre sí misma y después se alisó la austera falda de color gris que todas las chicas de Westminster llevaban y que formaba parte del uniforme. Rose sonrió; a su amiga ni siquiera le hacía falta maquillaje para estar estupenda, y su larga melena rizada de color azabache realzaba aún más sus ya de por sí perfectas facciones.

—Te odio, ¿lo sabías? —Le sonrió—. ¿Cómo logras estar siempre perfecta, sea cual sea el momento?

—… dijo la chica a la que la genética no le sonríe. Por Dios, Rose, ¡mírate!

Rose hizo un gesto con la mano para quitarle importancia. Se inclinó hacia atrás, dejando que su larga melena oscura cayera en cascada por su espalda; luego utilizó la goma que llevaba en la muñeca para recogerse el pelo en una larga cola de caballo.

—¿Piensas salir así en tu foto de graduación? —inquirió Joanna—. ¿Con una coleta?

Rose se encogió de hombros. Poco le importaba lo que pensara el fotógrafo o quienquiera que tuviera acceso a su orla. Tenía el pelo demasiado largo, y ya que estaba obligada a llevar el poco favorecedor uniforme consistente en unos feísimos zapatos estilo mocasín, medias negras, falda gris oscuro como el hábito de una monja que le llegaba por la rodilla, blusa a rayas y una chaqueta del mismo tono que la falda, al menos quería sentirse cómoda con su pelo.

—Acabemos con esto cuanto antes, ¿quieres? Me muero por una pizza, o burritos, o las dos cosas, siempre y cuando tengamos helado de chocolate de postre.

Joanna puso los ojos en blanco. Dimitía en lo que se refería a Rose y a su dieta sana. Cualquiera diría que tenía un padre famoso por su aspecto físico y su imagen cuidada.

Juntas se dirigieron hacia la biblioteca, el lugar que el director había elegido para realizar lo que podía llamarse «sesión de fotos escolar». Dado lo tarde que era, las chicas esperaban no encontrarse con la larga cola de estudiantes que esperaban su turno, pero ambas se sorprendieron al ver un remolino de compañeras congregadas en la puerta. Compañeras, porque todas eran chicas.

—¿De qué demonios va esto? —le preguntó Joanna.

Rose se encogió de hombros. Se había pasado todo el día encerrada en la habitación que ambas compartían en la residencia de estudiantes, por lo que no tenía ni idea de lo que estaba pasando.

—¿Regalan entradas para Wimbledon o algo así? —preguntó Joanna a una de las chicas, que la miró con el ceño fruncido.

Solo a Joanna, tan deportista como era, se le ocurría decir una cosa así. Cualquier otra persona hubiera pensado que había sucedido algo o que alguien importante estaba de visita en el colegio. Rose estuvo a punto de decirle que cualquiera de esas opciones era mucho más probable que la de las entradas gratuitas para el torneo de tenis, pero un coro de risitas cursis la detuvo.

—Algo mucho mejor —les dijo la chica, sin molestarse en girarse para mirarlas—. Por Dios, está más bueno que el príncipe Harry.

Así que se trataba de un chico, pensó Rose no sin sentir cierto desagrado. Ahora entendía por qué todas las integrantes del género femenino del último curso hacían corrillo en la biblioteca. Se había autoimpuesto una moratoria de hombres, y cuanto menos supiera del género masculino, mejor. Pero si el tipo del que hablaban desbancaba en belleza al que aún se consideraba el soltero más codiciado de toda Inglaterra, desde luego merecía la pena echar un vistazo. Así lo comprobaba con sus propios ojos.

—Nadie está más bueno que Harry. A excepción de los chicos esos de la nueva banda pop, claro —murmuró Joanna.

—Oh, sí. Te aseguro que este sí que lo está. ¿Habéis visto qué culito le hacen los vaqueros?

—Pero ¿de quién estáis hablando?

A pesar de su más de metro setenta de estatura, Rose tuvo que alzarse sobre las puntas de los pies para poder mirar por encima de las cabezas de sus compañeras.

Y entonces lo vio.

Una espalda ancha de fuertes músculos que se contraían bajo el algodón de la camiseta gris que llevaba cada vez que alzaba los brazos para sacar una fotografía. Los bíceps marcados cuando acercó la cámara a su rostro, justo antes de ajustar el objetivo y apretar el botón. El desconocido tenía unas piernas largas y torneadas enfundadas en unos vaqueros oscuros, y aunque permanecía de espaldas a sus admiradoras, Rose no tenía dudas de que también era guapo. Muy guapo. 

Un coro de suspiros le dio la razón cuando él se dio la vuelta y sus ojos se encontraron. Rose jamás había visto unos ojos tan verdes ni una mirada tan limpia como la del fotógrafo.

—¿Queda alguien más?

Las chicas cuchicheaban entre sí mientras el fotógrafo esperaba. Debía de rondar la mitad de la veintena y era tan atractivo que incluso Rose se vio atrapada por la potencia de su belleza. Una ligera sombra de barba oscura le cubría las mejillas, pero por el modo en que fruncía los labios, Rose dedujo que le importaba un comino lo que sus compañeras pensaban de él. Probablemente sabía que se lo estaban comiendo con los ojos, pero ¡al cuerno! Él había ido allí a hacer su trabajo, no a ligar con un grupo de chiquillas. El halo de impasibilidad que lo rodeaba movió la curiosidad de Rose.

De repente, Rose sintió que unos dedos se cerraban con fuerza alrededor de su muñeca para tirar de ella hacia el frente.

—Nosotras —anunció Joanna alzando una mano y arrastrando a Rose consigo—. Solo quedamos nosotras.

Él se las quedó mirando durante unos segundos que a Rose le parecieron eternos. Arqueó una ceja, y después de darle un repaso a Joanna, sus ojos se deslizaron hacia Rose, deteniéndose un poco más de la cuenta en sus largas piernas.

—Bien. Siéntate en ese taburete, por favor.

Joanna hizo lo que le pedía, caminando a saltitos hacia el lugar indicado. Habían colocado una enorme lona de color blanco contra una de las estanterías de la biblioteca para que sirviera de fondo para las fotos. Típico, pensó Rose; llevaba toda su vida familiarizada con el mundo del modelaje y la fotografía, pero aquella sesión no dejaba de ser del todo aburrida. Siempre había odiado hacerse fotos para el pasaporte, y tener que hacerlo para la orla del colegio no era algo que despertara su entusiasmo.

Encaramada sobre el taburete, Joanna movía las piernas tratando de que sus pies alcanzaran la barra para poder apoyarlos, pero era inútil; estaba demasiado alto y ella era demasiado bajita.

—Deja que te ayude.

Un murmullo de cuchicheos inundó de nuevo la sala cuando el fotógrafo se acercó hasta ella y se agachó para poder bajarle el asiento. Los ojos de Joanna se abrieron como platos cuando sintió las manos del chico rozándole el bajo de la falda, pero nadie reparó en su expresión de sorpresa. El resto del público tenía toda su atención puesta en el trasero del fotógrafo y en cómo su ropa interior asomaba bajo la cinturilla de sus pantalones.

—Así estarás más cómoda.

Joanna boqueó como un pez fuera del agua y Rose tuvo que llevarse una mano a la boca para evitar soltar una carcajada. Su amiga se estaba poniendo en ridículo ella sola y, sin embargo, cuando se fijó en el chico vio que este ni siquiera había sonreído. Si su madre estuviera allí le diría que el pobre hombre estaba hasta los huevos de soportar que un grupo de chicas con las hormonas revueltas estuvieran fantaseando con él mientras hacía su trabajo. No podía culparlo, desde luego, pero cuando escuchó que resoplaba Rose se preguntó si es que además de guapo también era un gilipollas sin paciencia.

Al mirar a Joanna comprendió por qué parecía tan desesperado. Justo antes de disparar, Joanna había inclinado la cabeza mientras fruncía los labios como si estuviera lanzándole un beso al objetivo. Una pose totalmente ridícula teniendo en cuenta el motivo por el que la estaban fotografiando.

—¿Te importa si…? —Rose vio cómo el fotógrafo se pasaba una mano por la cara; seguramente estaba intentando encontrar la manera de no mandarla a paseo—. Creo que lo más adecuado es que te sientes recta y sonrías mientras te saco la foto. ¿Crees que podrás hacerlo?

Y entonces Rose se dio cuenta de que Joanna se moría de vergüenza. Apostaría un brazo a que si su piel hubiera sido de un tono más claro se habría ruborizado. Diez segundos más tarde, Joanna se levantó del asiento y regresó junto a ella caminando con la cabeza gacha.

Rose estaba a punto de hacerle un comentario mordaz cuando se encontró con los ojos verdes del fotógrafo a medio palmo de su propia cara.

—Tu turno —murmuró con voz ronca—. Me parece que eres la última.

Si cinco minutos antes la actitud de sus compañeras le había parecido de lo más patética, ahora tenía que reprenderse a sí misma por haberse quedado sin habla. ¡Lo que le faltaba, ponerse a babear por ese tío! Más le valía recordar su autoimpuesta moratoria de hombres antes de suplicarle que la mirara otra vez.

Mientras caminaba hacia el improvisado escenario y se sentaba en la banqueta, Rose pensó en la voz del fotógrafo. Además de encontrarla ligeramente ronca y de lo más sexy, se había fijado en el modo en que arrastraba las vocales y el énfasis que otorgaba a las erres. Se dio cuenta enseguida de que no era británico pero que su idioma materno sí era el inglés. ¿Americano, tal vez? 

Cuando estuvo acomodada en el taburete, comprobó que las piernas le arrastraban por el suelo, y al levantar la vista se fijó en que los labios de él se curvaban ligeramente hacia arriba.

—Deja que…

Él quiso acercarse a ayudarla a subir el asiento, pero Rose no se lo permitió. Antes de que sus dedos pudieran alcanzar la palanca, los detuvieron los de Rose, y cuando sus manos se rozaron fue como si ambos hubieran recibido una descarga eléctrica. Se apartaron tan rápido como pudieron.

—Ya puedo yo —le dijo ella—. Gracias. ¿Podemos empezar?

Él asintió. Caminó unos pasos hacia atrás y alzó la cámara hasta que le ocultó el rostro. Rose respiró hondo mientras él enfocaba, recordándose mentalmente que en unos segundos todo habría terminado. Contuvo el aliento, esperando el disparo… que no llegaba.

—¿Pasa algo? —preguntó Rose.

Él no dijo nada, pero dejó caer la cámara de forma que colgara sobre su pecho y la miró. La miró de verdad. Para Rose, la mayoría de las personas pasan por la vida mirando sin ver, y cuando clavó la vista en el fotógrafo se vio reflejada en sus ojos verdes. Era ella dentro de sus ojos.

Contuvo el aliento cuando lo vio caminar hacia ella, en silencio. ¿Por qué demonios tenía que latirle tan rápido el corazón? Tal vez era por el agradable olor que el chico desprendía, por la intensidad de emociones que expresaba su rostro serio, por cómo se movía o simplemente porque apenas hablaba; la realidad era que él hacía que se sintiera nerviosa.

—Déjame que intente algo —susurró.

Estaba tan cerca que Rose se olvidó de respirar. Por el rabillo del ojo vio que alzaba las dos manos y que las acercaba hacia su cabeza. Instantes después notó sus dedos acariciándole el pelo, rozando la goma que lo sujetaba para deshacerse de ella y soltarle el cabello, que acabó desparramado sobre sus hombros hasta que las puntas le rozaron las caderas.

—¿Qué haces? —logró preguntar en un susurro.

Él se apartó unos pasos para contemplarla. Rose escuchó las risitas y los jadeos ahogados de sus compañeras, que comentaban la suerte que había tenido. ¡El tío bueno la estaba tocando! Y ella estaba ahí, clavada como un palo en el asiento sin saber qué hacer ni qué decir.

—Perdona, es que… —Él se pasó una mano por la nuca, en un gesto que a todas las chicas les pareció irresistible, Rose incluida—. No he podido resistirme. Tienes un pelo tan bonito que…

Otro carraspeo. Rose se preguntó si era porque se sentía tan perturbado como ella o simplemente porque sufría de flemas.

—Eres muy fotogénica —acabó por decir, mientras volvía a posicionarse para hacerle la foto—. Saldrás mucho mejor así.

Rose no dijo nada. Se limitó a permanecer quieta mientras aquel chico disparaba una y otra vez, muchas más veces que con el resto de sus compañeras. 

Las chicas parecieron darse cuenta de ello, porque comenzaron a protestar sin molestarse por ocultar lo molestas que estaban.

—¡Encima que ha llegado la última! —se quejó alguien.

—Mira la mosquita muerta… ¡No te creas especial, Rose!

Aquello era el colmo. Rose estaba a punto de saltar del taburete para plantar cara a sus compañeras. Ella no había hecho nada para llamar la atención del fotógrafo, ¡y encima el tío no hacía nada por pararlo! Él se limitó a inclinarse ligeramente para tomarle otra fotografía desde un ángulo diferente.

La voz del señor Collins, el director del colegio, irrumpió en la sala silenciando el coro de protestas.

—¡Ya está bien, señoritas! Es hora de que todas regresen a sus habitaciones. ¡Ahora! No me hagan volver a repetirlo.

Se produjeron aún más quejas en forma de bufidos y algún que otro gesto obsceno antes de que la masa de féminas comenzara a dispersarse de regreso a la residencia. Minutos después tan solo quedaban en la biblioteca el director, Joanna, Rose y el fotógrafo.

El señor Collins se acercó hasta ellos mientras se colocaba correctamente el chaleco de tweed que completaba su traje de tres piezas. A Rose siempre le había recordado a un viejo sillón con un aburrido estampado de cuadros, y sonrió al imaginar al hombre como parte del mobiliario de la biblioteca.

Cuando estuvo lo bastante cerca de ellos, colocó una mano sobre el hombro del fotógrafo, que hasta entonces había permanecido de espaldas ajeno a todo aquel revuelo. Rose se fijó en la tensión que se reflejó en su rostro cuando el señor Collins llamó su atención, como si hasta ese momento no hubiera sabido que estaba allí.

—Hijo, es tarde y ya es hora de que las chicas descansen —le informó—. ¿Crees que tendrás que volver?

Él miraba con atención el rostro del viejo director y al instante negó con la cabeza.

—No, señor. Esta chica era la última.

El señor Collins se fijó en ella y Rose tuvo la sensación de que no había reparado en su presencia hasta ese momento.

—Bien, señorita Cole, ya puede marcharse. Y usted, Mason, ¿me hará llegar las fotografías de los chicos?

—Cuente con ellas en un par de días, señor.

—Bien. —El señor Collins dio una fuerte palmada, tan inesperada que Joanna y Rose se sobresaltaron. No así el tal Mason—. ¿No me han oído, señoritas? A sus habitaciones, ¡es una orden!

Dicho lo cual, el señor Collins se marchó por donde había llegado. Joanna y Rose se dispusieron a seguir sus pasos cuando de pronto Rose sintió que una mano se cerraba en torno a su muñeca.

Se giró tan rápido que a punto estuvo de que su frente golpeara contra la del fotógrafo.

—¿Qué haces? —preguntó, y su voz sonó más alterada de lo que pretendía.

—Yo… ¿Te importa si te hago una pregunta?

Los labios de Rose se curvaron hacia arriba. Ahora lo entendía todo… El señor Collins había pronunciado su apellido, y ella no era estúpida; sabía que su rostro era conocido, y no pensaba dejarse engatusar por la cara bonita de ese tal Mason.

—La respuesta es no.

Se soltó de su agarre y dando media vuelta caminó tan rápido que su larga melena suelta le rozó el hombro.

Él se quedó allí, plantado, viéndola marchar mientras se preguntaba qué cojones había hecho mal.