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BOB DYLAN

CRÓNICAS I

MEMORIAS

TRADUCCIÓN DE MIQUEL IZQUIERDO

PRÓLOGO DE BENJAMÍN PRADO

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BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

PRÓLOGO

BOB DYLAN SIN INTERMEDIARIOS

Mientras tanta gente en este mundo vive obsesionada por tener razón e imponerse a los demás, Bob Dylan se ha convertido en alguien único a fuerza de no ser uno solo, gracias a su costumbre de llevarse la contraria. No puede haber victoria si no ha habido combate, y por eso el triunfo de un artista consiste en plantarse cara, luchar contra sí mismo y que gane el mejor. Pero llegar a alguna parte requiere dejar algo atrás, y por eso cambia quien se es infiel, quien prefiere descubrir a conservar y, a ciertas alturas, quien tiene el valor de derribar su propio mito. Eso es justo lo que hace el autor de estas Crónicas I, para seguir su costumbre de ser imprevisible y, en este caso, porque probablemente no había otro modo de contar la verdad que hacerlo de tú a tú y a ras de suelo, con la intención de hacerse entender y para que este libro, de algún modo, niegue o al menos matice a todos los que antes se habían escrito sobre él, que son incontables. En caso de duda, es su palabra contra la de todos sus biógrafos.

Una de las grandes leyendas que corrían sobre Dylan duró exactamente diez años, de 1966 a 1976, de Blonde on Blonde a Desire. Para que el primero saliese al mercado, hubo que inventarse algo que no existía: el álbum doble. Se contaba que al exigir el compositor que todas las canciones que había escrito por esa época fueran incluidas en el disco, le dijeron que era imposible, que no cabían en las dos caras del vinilo. Les respondió que entonces tendrían que ser cuatro. Pero es que tampoco había para eso, saldrían tres. Y entonces Dylan, según se dijo, le pidió el lápiz de labios a una amiga y escribió con él, en apenas unos minutos, más de los casi doce que dura la monumental «Sad-Eyed Lady On the Lowlands». El himno abrasador que un día me contó el gran Tom Waits que también era su canción favorita del maestro. Sin embargo, una década más tarde Dylan compuso «Sara», con la intención de reconciliarse con su mujer, y en una de sus estrofas confiesa haber escrito la hipnótica «Sad-Eyed Lady On the Lowlands» para ella y, literalmente, «encerrado durante días en el hotel Chelsea». La epopeya del genio prolífico había sido desacreditada… por él en persona. Es igual que si Dios bajase a la Tierra a confesar que las langostas de la plaga que lanzó sobre Egipto eran de lata y lo que usó para teñir el Nilo de rojo no era sangre, sino pintura acrílica.

Estas Crónicas I son, a su manera, lo mismo de otra forma. Hasta que se publicaron, Dylan era alguien que nunca hubiese redactado estas páginas del modo en el que él lo hizo. Los millones de seguidores que habían leído sus canciones o la prosa surrealista de Tarántula aquel manuscrito sacado de la nada en las noches de las gafas negras y cuartos llenos de gente que deambulaba a su alrededor mientras él no dejaba de teclear su máquina, como si tuviera el poder de mantenerse a mil kilómetros de cualquier cosa que estuviera a su lado nunca habrían imaginado que Dylan también quisiera algún día redactar unas páginas de esta naturaleza: claras, directas, sin esquinas, fáciles de entender y en las que resulta muy sencillo comprobar lo sincero que fue cuando en su discurso de recepción del premio Nobel citó entre sus ídolos a Rudyard Kipling, George Bernard Shaw, Thomas Mann, Pearl S. Buck, Ernest Hemingway y Albert Camus. Y en el que, de nuevo, deja claro que lo único que le interesa de las estatuas que le hacen o que él erigió en otro tiempo con sus propias manos es encontrar un modo de derribarlas. Cuando va a las oficinas de Columbia para negociar la grabación de su primer elepé, le preguntan de qué modo ha llegado allí y responde que en un vagón de mercancías, porque trataba de dar una imagen de vagabundo, aparentar que era un alma errante, un aventurero, una nueva versión de su héroe Woody Guthrie. Su figura pública empezó a responder a ese estereotipo, pero él lo echa abajo aquí: «No había venido en un tren de carga. Había atravesado el país desde el Medio Oeste en un sedán de cuatro puertas, un Impala del 57. Salí escopetado de Chicago y atravesé ciudades humeantes, carreteras sinuosas, prados cubiertos de nieve, hacia el este, cruzando los límites estatales de Ohio, Indiana y Pensilvania, en un viaje de veinticuatro horas, sesteando durante la mayor parte del trayecto en el asiento de atrás, y charloteando el resto del tiempo. Con la mente perdida en intereses secretos… hasta cruzar el puente de George Washington».

Una vez en Nueva York, Dylan cuenta cómo fue al café Wha? a buscar trabajo como cantante folk, empezó a relacionarse con otros intérpretes, quiso aprenderlo todo, cada partitura y cada novela; pasó de Gogol a Balzac, de ahí a Dickens, a Kafka, a Sófocles y a Faulkner: «Leí parte de El ruido y la furia; no lo pillé del todo, pero tenía fuerza». Y por supuesto, quiso devorar cada libro de poemas que se puso a su alcance: «Byron, Shelley, Longfellow y Poe», del que memorizó un fragmento de «The Bells» al que puso música. La lista no es interminable, pero sí muy larga, y da pistas muy valiosas sobre cuáles fueron sus influencias en aquellos tiempos en los que escribió algunas de sus creaciones más recordadas, de «Blowin’in the Wind» a «The Times They Are A-Changing». Y esa lista es también un autorretrato, el de un hombre con una curiosidad insaciable, unas ganas de aprender enormes y un talento fabuloso para convertir lo que le fascinaba en algo propio y después compartirlo con los millones de personas que iban a seguirle muy pronto. A todos los que discuten si merece o no el premio Nobel y si una canción puede ser considerada literatura, les recomiendo que se hagan con estas Crónicas I, donde van a tener la prueba de que lo que separa a la gente como él de los autores de temas ligeros, en los mejores casos magníficos pero intrascendentes, es precisamente eso: la literatura. ¿Hay que haber leído La divina comedia y Las Metamorfosis para ser Bob Dylan? La respuesta es que sí. «Nunca siguió la senda más trillada, aunque pudo», dice aquí de Harry Belafonte, pero también podría haberlo dicho de sí mismo.

Pero, naturalmente, en este primer y esperemos que no último volumen de sus memorias, Dylan habla mucho de música «un negocio extraño que al mismo tiempo maldices y amas» y músicos, desde el propio Guthrie y su Bound for Glory, cuyas palabras «eran como un torbellino, parecían salir de una radio y bastaban para colocarte», a David Crosby, el bluesman Jimmy Rodgers, que tanto influyó en su modo de tocar la armónica, o, entre otros muchos, Joan Baez, de quien asegura que al verla en la televisión «no podía dejar de mirarla, ni siquiera me atrevía a parpadear. Su voz ahuyentaba los malos espíritus, parecía de otro planeta».

La historia de Crónicas I va hacia delante y hacia atrás, salta de una parte de su vida a otra y se detiene en lugares que para él han sido encrucijadas, como su encuentro con el productor Daniel Lanois para hacer un disco que también fue una resurrección: Oh Mercy. Dylan le dedica a esa obra un espacio primordial en este relato, entiende que fue un punto de inflexión que llevó su carrera a lugares en los que aún no había estado y hasta un público distinto. «Lanois procedía de Toronto, tierra de las raquetas de nieve y del pensamiento abstracto. Su modo de pensar iba con el mío. Es de convicciones firmes. Pero yo también soy bastante independiente y no me gusta que me pidan que haga algo que no entiendo. Y aquel era un problema que tendríamos que solventar. Pero una cosa que me gustaba de él es que no trataba de flotar en la superficie. Ni siquiera se esforzaba por nadar. Quería zambullirse y llegar al fondo. Casarse con una sirena. Todo eso me parecía estupendo.» El genio muestra en esa narración una cara oculta hasta entonces: la de un hombre respetuoso con aquellos que se han ganado su admiración a costa de hacerle frente. En realidad, el texto está atravesado de norte a sur por la palabra admiración, es un tributo a todo aquello que le abrió los ojos, que dejó huellas que quería seguir, que lo llevaban hasta las cimas que trataba de alcanzar.

Aquel forcejeo con Daniel Lanois, a quien volvería a recurrir en Time out of Mind, le llevó a escribir maravillas como «What Good I Am?», «Ring Them Bells» o «Dignity», de las que da una información muy valiosa, en una época en la que asegura que «no me veía capaz de hacer un buen disco ni aunque lo intentara durante un siglo». No es el único instante en el que deja ver el tanto por ciento de inseguridad y temor que hay en los más grandes, aquellos a los que haber llegado a los pisos más altos no les libra del miedo, sino justo todo lo contrario. Lo vemos cuando habla de su electrizante gira con Tom Petty and the Heartbreakers: «Noche tras noche, salía a actuar con el piloto automático. Seguía pensando en dejarlo, en retirarme de la escena. No pretendía ir más allá. Por añadidura, no creía tener ya muchos seguidores. Incluso en aquellos conciertos, por numeroso que fuera el público, en su mayoría asistía para ver a Petty. […] Mis interpretaciones se habían vuelto rutinarias y la liturgia me aburría. Divisaba entre la multitud personas semejantes a muñecos de una barraca de tiro; no había conexión con ellos. Estaba harto de vivir un espejismo».

Bob Dylan habló en su discurso del Nobel sobre su preocupación acerca de cada uno de sus discos, sobre qué estudios, qué músicos, qué sonido elegir en cada ocasión, volviendo a contradecir la idea de que en la mayor parte de las ocasiones había improvisado, el bulo de que suele entrar en la sala, tocar y marcharse, sin dejar tiempo para ensayar, para limar aristas; y afirmaba que esa fue siempre su preocupación esencial; pero sobre todo, utilizaba esa confidencia para ampararse en William Shakespeare, otro de sus ídolos y la razón, por ejemplo, de que su último disco, hasta ahora, de canciones originales se titule Tempest, para responder con elegancia a quienes habían criticado a la Academia Sueca por concederle el galardón: «Creo que se consideraba un dramaturgo. Sus palabras fueron pensadas para el escenario y su lenguaje para ser declamado, no leído. Cuando escribía Hamlet, estoy seguro de que estaba pensando en muchas cosas diferentes: ¿Quiénes son los actores adecuados para estos papeles? ¿Cómo debería montarse esta escena? ¿Realmente quiero situar la acción en Dinamarca? Su visión y sus ambiciones creativas estaban sin duda en primer lugar, pero también encontraría asuntos más mundanos que tratar. ¿Cómo lograré financiarlo? ¿Habrá en el teatro suficientes asientos para el público? ¿Dónde voy a conseguir un cráneo humano? Apuesto a que lo último que se preguntaría fue: ¿Es esto literatura?».

Aquí está Bob Dylan, sin intermediarios, y desde que estas Crónicas I fueron dadas a la luz, sus seguidores saben que este es el libro por el que hay que empezar. «Las canciones son como sueños que debes luchar por hacer realidad; países ignotos en los que hay que penetrar», dice en estas páginas ineludibles. Y esta es la historia de esa batalla memorable. Y es un movimiento defensivo completamente lógico en alguien que ha tenido miles de ocasiones de comprobar lo acertada que es la pregunta que se hizo en su día Oscar Wilde: «Resulta comprensible que todo individuo notable pueda tener sus doce apóstoles, pero ¿por qué tiene que ser siempre Judas quien escriba su biografía?».

BENJAMÍN PRADO

1.

PULIR LA PARTITURA

Lou Levy, jefe de Leeds Music Publishing, me llevó en un taxi hasta el Pythian Temple en la calle 70 Oeste para mostrarme el diminuto estudio de grabación donde Bill Haley and His Comets habían grabado Rock Around the Clock. De ahí, al restaurante de Jack Dempsey en la esquina de la 58 con Broadway, donde nos sentamos en un reservado con asientos tapizados de piel granate, junto al ventanal.

Lou me presentó a Jack Dempsey, el gran boxeador. Jack levantó el puño a modo de saludo.

Estás muy flaco para ser un peso pesado. Tendrás que ganar unos kilos, vestir algo mejor, que se te vea más elegante… Aunque no es que vayas a necesitar mucha ropa en el cuadrilátero. No tengas miedo de atizarle muy fuerte a nadie.

No es boxeador, Jack, es cantante y vamos a editar sus canciones.

Ah, bien. Espero escucharlas un día de estos. Buena suerte, chaval.

Fuera, el viento soplaba con fuerza, deshaciendo las nubes en jirones, arremolinando la nieve bajo la luz ambarina de las farolas. Aquí y allá se vislumbraban personajes habituales del asfalto, arrebujados en sus abrigos castañeras, vendedores con orejeras que pregonaban cachivaches, entre las bocanadas de vapor que exhalaban las alcantarillas.

Nada de eso me importaba en aquellos momentos. Acababa de firmar un contrato con Leeds Music en el que les cedía los derechos para editar mis canciones, aunque en realidad no es que hubiera mucho que ceder. No había compuesto gran cosa hasta entonces. Lou me había ofrecido cien dólares como anticipo de derechos de autor, y ya me parecía bien.

John Hammond, que me había presentado a la gente de Columbia Records, también me presentó a Lou para pedirle que se ocupara de mí. Hammond solo había escuchado dos de mis composiciones originales, pero tenía la corazonada de que habría más.

De vuelta en el despacho de Lou, abrí el estuche de la guitarra, la saqué y empecé a rasguear las cuerdas. La habitación estaba atestada: pilas de cajas con partituras, tablones en los que se anunciaban las fechas de grabación, discos laqueados, acetatos con etiquetas blancas desperdigados por doquier, fotos de artistas firmadas, retratos satinados de Jerry Vale, Al Martino, The Andrew Sisters (Lou estaba casado con una de ellas), Nat King Cole, Patti Page, The Crew, Cuts, un par de grabadoras de bobina, y un enorme escritorio de madera oscura cubierto de cosas. Lou, que había dispuesto un micrófono en el escritorio, delante de mí, enchufó el cable a una de las grabadoras mientras mascaba un cigarro exótico.

John tiene grandes planes para ti dijo.

John era John Hammond, el gran cazatalentos y descubridor de artistas colosales y figuras destacadas de la historia de la música popular: Billie Holliday, Teddy Wilson, Charlie Christian, Cab Calloway, Benny Goodman, Count Basie, Lionel Hampton… Artistas que habían creado una música que resonaba en todos los ámbitos de la vida americana y que él había dado a conocer al gran público. Incluso había dirigido las últimas sesiones de grabación de Bessie Smith. Hammond formaba parte de la más pura y legendaria aristocracia estadounidense. Su madre era una Vanderbilt, y John se había criado con todas las comodidades en el seno de la alta sociedad. Sin embargo, no se conformó con su posición y se entregó a la pasión de su vida: la música, en especial el ritmo contundente del hot jazz, los espirituales y el blues, que promocionó y defendió contra viento y marea. No dejaba que nadie se interpusiera en su camino, pues no tenía tiempo que perder. Yo apenas podía creer que estuviese en su despacho. Se me antojaba tan increíble que me fichara para Columbia Records que temía que todo ello fuera fruto de mi imaginación.

Columbia era una de las primeras y más importantes discográficas del país, y el mero hecho de poner el pie en el umbral ya era algo serio. De entrada, la música folk se consideraba un estilo menor, de segunda categoría, digna únicamente de los sellos pequeños. Las grandes discográficas editaban solo la música saneada y pasteurizada de la elite. Jamás se interesarían por alguien como yo salvo en circunstancias extraordinarias, pero John era un hombre extraordinario. No hacía música de colegiales ni para colegiales. Tenía visión y olfato, me había visto y escuchado, captaba mis pensamientos y tenía fe en lo que nos deparaba el futuro. Me explicó que me veía como a un continuador de la tradición, la tradición del blues, el jazz y el folk, y no como a un niño prodigio rompedor y de la nueva ola. Rompedor no había nada en ese entonces. Las cosas estaban bastante adormecidas en la escena musical americana de finales de los cincuenta y principios de los sesenta. La radio se hallaba en una especie de punto muerto, estancada en una programación insulsa y vacua. Pasarían años antes de que los Beatles, los Who o los Rolling Stones infundieran nueva vida y emoción al panorama. Lo que yo tocaba por entonces eran ásperas canciones folk servidas con fuego y azufre, y no hacían falta encuestas para saber que no encajaban en absoluto con lo que emitía la radio ni tenían gancho comercial. Sin embargo, John me dijo que esas cosas no contaban para él y que entendía las implicaciones de mi trabajo.

Me va lo auténtico aseguró. John hablaba en un tono rudo y brusco, pero con un brillo de empatía en la mirada.

Recientemente había fichado a Pete Seeger. Aunque no lo había descubierto. Pete ya llevaba tiempo en escena. Había sido integrante del popular grupo de folk The Weavers, pero el senador McCarthy lo había puesto en su lista negra, y aunque Pete lo había pasado mal, nunca dejó de trabajar. Hammond le defendía indignado, que si los antepasados de Pete habían venido en el Mayflower, que si parientes suyos habían luchado en la batalla de Bunker Hill, por el amor de Dios. «¿Te puedes creer que esa panda de hijos de puta lo incluyeron en la lista? Deberían bañarlos en brea y emplumarlos.»

Te voy a decir lo que hay me anunció. Eres un joven con talento. Si puedes centrarte y controlar ese talento, todo irá bien. Voy a contratarte y a grabar tus canciones. Veremos qué pasa.

Me parecía bien. Puso un contrato ante mí, el habitual, y lo firmé allí mismo sin entretenerme en los detalles; no quería abogados, consejeros ni nadie mirando por encima de mi hombro. Habría firmado alegremente cualquier documento que me pusiera delante.

Consultó el calendario, escogió una fecha para empezar a grabar, la señaló y la rodeó con un círculo, me indicó la hora a la que debía venir y me recomendó que pensara en lo que quería tocar. Entonces llamó a Billy James, el jefe de publicidad de la compañía, y le pidió que apañara un texto promocional sobre mí, cosas personales para un comunicado de prensa.

Billy vestía con ropa cara, como recién salido de Yale. Era de estatura media y lucía una tupida cabellera negra. Daba la impresión de que nunca se había puesto ciego en su vida ni había tenido una sola movida. Entré en su despacho, me senté frente a su escritorio y Billy trató de sonsacarme ciertos datos, como si esperara que yo se los facilitase sin reservas. Sacó un bloc y un lápiz y me preguntó de dónde era. Le dije que de Illinois y lo anotó. Me preguntó si había desempeñado algún otro trabajo y le contesté que había tenido una docena de ocupaciones, que durante un tiempo había conducido la furgoneta del panadero. Lo escribió y me preguntó si había algo más. Respondí que había trabajado de albañil y quiso saber dónde.

Detroit.

¿Has viajado mucho?

Sí.

Me preguntó por mi familia, de dónde eran. Le respondí que no tenía ni idea, que habían muerto tiempo atrás.

¿Cómo era tu vida en casa?

Le dije que me habían echado.

¿Qué hacía tu padre?

Era electricista.

¿Y tu madre?

Ama de casa.

¿Qué tipo de música tocas?

Música folk.

¿Qué tipo de música es la música folk?

Le expliqué que se trataba de canciones transmitidas de generación en generación. Todas esas preguntas me crisparon los nervios. Decidí desentenderme de ellas. Billy no las tenía todas consigo, y poco me importaba. De todos modos, no me apetecía responder. No necesitaba darle explicaciones a nadie.

¿Cómo has llegado hasta aquí?

Me monté en un tren de carga.

¿Uno de pasajeros, quieres decir?

No, de carga.

¿Te refieres a un tren de mercancías?

Sí, de mercancías. Un tren de carga.

Vale. Un tren de carga.

Desvié la mirada más allá de Billy, de su butaca, por la ventana, al otro lado de la calle, hacia un edificio de oficinas donde divisé a una frenética secretaria que garabateaba afanosamente sobre un escritorio con aire absorto. No era una escena divertida, pero me habría gustado tener un telescopio. Billy me preguntó con qué personaje de la escena musical del momento me identificaba. Le dije que con nadie. Esta respuesta en particular era estrictamente cierta; no me identificaba con nadie. Lo demás eran chorradas; palabrería drogata.

No había llegado en un tren de carga. Había atravesado el país desde el Medio Oeste en un sedán de cuatro puertas, un Impala del 57. Salí escopeteado de Chicago y atravesé con la directa puesta ciudades humeantes, carreteras sinuosas, prados cubiertos de nieve, hacia el este, cruzando los límites estatales de Ohio, Indiana y Pensilvania, en un viaje de veinticuatro horas, sesteando durante la mayor parte del trayecto en el asiento de atrás, y charloteando el resto del tiempo. Con la mente perdida en intereses secretos…, hasta cruzar el puente George Wa­shington.

El cochazo se detuvo en la otra orilla y yo me bajé. Cerré de un portazo, me despedí con la mano y pisé la nieve dura. El viento helado me azotó en la cara. Al menos estaba allí, en Nueva York, una ciudad intrincada como una telaraña que no iba a tratar de desenmarañar.

Estaba allí para conocer a cantantes que había escuchado en discos: Dave Van Ronk, Peggy Seeger, Ed McCurdy, Brownie McGhee and Sonny Terry, Josh White, The New Lost City Ramblers, Reverend Gary Davis y muchos otros. Ante todo, Woody Guthrie. Me hallaba en Nueva York, la ciudad que iba a perfilar mi destino. La moderna Gomorra. Estaba en el punto de partida, pero no era en absoluto un novato.

Llegué en lo más crudo del invierno. Hacía un frío brutal, y todas las arterias de la ciudad estaban recubiertas de nieve, pero yo había salido del norte glacial, de un rincón de la tierra donde los bosques gélidos y las carreteras heladas eran moneda corriente. Podía superar las limitaciones. No iba en busca de dinero ni amor. Me sentía extremadamente despierto, iba a la mía, era un tipo poco práctico y, para colmo, un visionario. Estaba totalmente decidido y no necesitaba ningún tipo de aval. Tampoco conocía un alma en aquella oscura metrópoli congelada, pero eso iba a cambiar… muy pronto.

El Café Wha? era un club de la calle MacDougal, en el corazón de Greenwich Village, un antro subterráneo de techo bajo donde no se servían bebidas alcohólicas, de aspecto semejante al de un amplio salón de banquetes con mesas y sillas. Abría a mediodía y cerraba a las cuatro de la mañana. Alguien me había aconsejado que fuera allí y preguntara por un cantante llamado Freddy Neil, que dirigía las sesiones diurnas.

Encontré el sitio y me informaron de que Freddy estaba abajo, en el sótano, donde se encontraba la guardarropía, y fue allí donde lo conocí. Neil era el maestro de ceremonias de la sala y estaba al cargo de las actuaciones. Se portó muy bien. Me preguntó qué hacía y le dije que cantaba, tocaba la guitarra y la armónica. Me pidió que interpretara algo. Después de un minuto, me propuso que tocara la armónica durante sus números. Me quedé extasiado. Al menos era un lugar donde resguardarse del frío, y eso estaba bien.

Fred tocaba durante unos veinte minutos y luego presentaba al resto de los artistas; después volvía a tocar cuando le apetecía, en general cuando el garito estaba atestado. Las actuaciones, algo extravagantes, se sucedían de forma inconexa y parecían salidas del Amateur Hour de Ted Mack, un programa popular de la televisión. El público se componía básicamente de universitarios, gente de los barrios residenciales de las afueras, secretarias que hacían una pausa para comer, marineros y turistas. Todos los números duraban entre diez y quince minutos. Fred, en cambio, actuaba durante el tiempo que le venía en gana, mientras la inspiración le durara. Dotado de una gran desenvoltura, vestía al estilo clásico, tenía un aire hosco y meditabundo, una mirada enigmática, la tez color melocotón, el cabello salpicado de rizos y una voz airada y potente de barítono que entonaba notas tristes y las propulsaba con o sin micro hasta las vigas del techo. Era el emperador del lugar; contaba incluso con su propio harén, su círculo de devotos. Era intocable. Todo giraba alrededor de él. Años más tarde, Freddy compondría el éxito «Everybody’s Talkin’». Yo nunca interpreté mi propio material. Solo acompañaba a Neil en el suyo, y así es como empecé a tocar regularmente en Nueva York.

En la sesión diurna del Café Wha?, un conjunto de actuaciones de lo más abigarrado, podía figurar cualquiera o cualquier cosa un cómico, un ventrílocuo, una banda de percusión, un poeta, una imitadora, un dúo que cantaba melodías de Broadway, un mago de los de conejo y chistera, un tipo con turbante que hipnotizaba a los espectadores, otro cuyo número consistía exclusivamente en acrobacias faciales, cualquiera que quisiera hacerse un lugar en el negocio del espectáculo. Nada que pudiera cambiar tu visión de la vida. Yo no habría querido el trabajo de Fred por nada del mundo.

Hacia las ocho, aquella corte de los milagros cedía el paso a los profesionales. Cómicos como Richard Pryor, Woody Allen, Joan Rivers, Lenny Bruce y grupos de folk comercial como The Journeymen se adueñaban del escenario. Todos los que habían estado allí durante el día se preparaban para marcharse. Uno de los chicos que actuaba por las tardes era Tiny Tim, el de la voz de falsete. Tocaba el ukelele y cantaba como una niña temas clásicos de los años veinte. Hablé con él varias veces y le pregunté qué otros sitios había para trabajar por allí. Me dijo que a veces tocaba en un local de Times Square llamado Hubert’s Flea Circus Museum. Más tarde llegaría a saber más cosas de ese lugar.

A Fred constantemente lo importunaban y acosaban gorrones que insistían en tocar o representar una cosa u otra. El más triste de toda esa galería era un tipo llamado Billy, el Carnicero. Parecía haber salido del pasaje del terror. Solo tocaba una canción, «High-Heel Sneakers», a la que estaba enganchado como a una droga. Fred solía dejar que la tocara durante el día, cuando el establecimiento estaba vacío, y Billy siempre la presentaba diciendo: «Esto es para vosotras, chicas». El Carnicero llevaba un abrigo que le venía demasiado pequeño y, abotonado, le ceñía mucho el torso. Era muy nervioso, y en el pasado lo habían tenido con camisa de fuerza en Bellevue; también prendió fuego a un colchón en una celda carcelaria. Le había pasado de todo. Siempre existía una cuenta pendiente entre él y el mundo. Pero aquella canción la cantaba bastante bien.

Otro tipo bastante popular se vestía de cura, llevaba botas de topos rojos con cascabeles y escenificaba historias bíblicas tomándose algunas libertades. Moondog también actuaba allí. Era un poeta ciego que vivía en la calle. Se ponía un casco vikingo, una manta y botas altas de piel. Hacía monólogos y tocaba flautas y una zampoña de bambú. Casi siempre actuaba en la calle 42.

Mi artista favorita del lugar era Karen Dalton, que cantaba temas de blues acompañándose con la guitarra. Era alta, desgarbada, intensa, cálida y sensual. Ya la conocía, pues me había topado con ella el verano anterior en un club de folk de un puerto de montaña a las afueras de Denver. Su voz me recordaba a la de Billie Holiday, y tocaba la guitarra como Jimmy Reed, con todo lo que eso implicaba. Canté con ella en un par de ocasiones.

Fred siempre trataba de encontrar un hueco para todos y era extremadamente diplomático. A veces, la sala estaba inexplicablemente vacía, otras medio vacía y, de pronto, sin razón aparente, empezaba a afluir la gente y se formaban colas a la entrada. Fred era la estrella allí, la atracción principal anunciada en la marquesina, de modo que muchas de esas personas quizá venían por él. No lo sé. Tocaba una gran guitarra Dreadnought, atacando las cuerdas de forma muy percusiva y con un ritmo enérgico y desgarrador; todo un hombre orquesta con una voz que era un patadón. Interpretaba versiones abrasivas de canciones carcelarias híbridas que entusiasmaban a la audiencia. Había oído rumores sobre él: que era un marinero errante con un esquife amarrado en Florida, un secreta, que tenía amigas putas y un pasado oscuro. Solía ir a Nashville a dejar sus canciones y volvía a Nueva York, donde desaparecía de escena, a la espera de que saliera algo que le permitiera forrarse. Sea lo que fuere, no era nada espectacular. No parecía tener aspiraciones. Nos llevábamos muy bien, pero no hablábamos de cosas personales. En ciertos aspectos era como yo, afable pero no exageradamente amistoso; me daba algo de calderilla al final del día y decía: «Toma, para que no te metas en problemas».

De todos modos, lo mejor de ese trabajo era la parte gastronómica: me dejaba zamparme todas las patatas fritas y hamburguesas que quisiera. De vez en cuando, Tiny Tim y yo bajábamos a la cocina a holgazanear. Norbert, el cocinero, solía tener listas unas hamburguesas grasientas para nosotros. Eso, o bien nos permitía vaciar una lata de frijoles con carne de cerdo o espagueti en una sartén. Norbert era un puntazo. Llevaba un delantal con manchas de tomate, tenía la cara abotargada, mejillas abultadas y cicatrices que parecían arañazos. Se tenía por mujeriego. Estaba ahorrando dinero para irse a Verona a visitar la tumba de Romeo y Julieta. Aquella cocina era como una caverna excavada en la ladera de un peñasco.

Ahí estaba yo una tarde, sirviéndome Coca-Cola de una jarra de leche en un vaso, cuando oí una voz tranquila que provenía del altavoz de la radio. Ricky Nelson cantaba su nueva canción, «Travelin’ Man». Ricky tenía un toque suave que se percibía en el modo en que canturreaba a ritmo acelerado, en la modulación de su voz. Era distinto del resto de los ídolos adolescentes; lo acompañaba un gran guitarrista que tocaba como un cruce entre un pianista de ragtime y un violinista montañés. Nelson nunca había sido un innovador osado como aquellos, que solían cantar como si navegaran en barcos ardiendo. No cantaba a grito pelado, no causaba estragos ni había la menor posibilidad de confundirlo con un chamán. No ponía duramente a prueba su resistencia, pero no importaba. Interpretaba sus canciones con toda serenidad, como si estuviera en medio de una tormenta mientras la gente que lo rodeaba corría a resguardarse. Tenía una voz misteriosa que te sumía en un estado muy peculiar.

Yo había sido un gran fan de Ricky y seguía gustándome, pero aquella música ya no daba más de sí. Ya no se podía expresar gran cosa con ella. No tenía futuro. Todo era un error. Lo que no era un error era el espectro de Billy Lyons, barrenar la montaña, pulular por el este de Cairo, Black Betty bam be lam.* Eso no era un error. Era lo que se llevaba. Era el tipo de material que hacía cuestionarte lo que siempre habías aceptado, que podía sembrar el paisaje de corazones rotos, que tenía fibra espiritual. Ricky, como de costumbre, seguía cantando letras adaptadas a los gustos de los blancos. Letras escritas probablemente para él. Sin embargo, yo siempre había sentido cierta afinidad con Ricky Nelson. Éramos más o menos de la misma edad, probablemente nos gustaban las mismas cosas, pertenecíamos a la misma generación, aunque nuestras experiencias vitales fueran tan dispares (él se había criado en el Oeste, donde aparecía en un programa de televisión familiar). Era como si hubiera nacido y se hubiera educado a la orilla del lago Walden, donde todo era de color de rosa, y yo saliera de los bosques del averno: el mismo hábitat, aunque visto desde prismas muy distintos. Su talento me resultaba muy accesible, y me parecía que teníamos mucho en común. Al poco tiempo, Ricky grabaría algunas de mis canciones, que hacía suyas al interpretarlas, como si las hubiera escrito él. Acabó componiendo una él mismo, y en ella me mencionaba. Unos diez años más tarde, incluso sería abucheado sobre el escenario por desviarse de lo que se suponía que era su rumbo musical. Efectivamente, teníamos mucho en común.

Aunque no había modo de adivinar todo eso al escuchar aquel fraseo liso y monótono en la cocina del Café Wha?, el hecho es que Ricky no dejaba de sacar discos, y eso es lo que yo quería. Me veía grabando para Folkways Records. Era el sello para el que quería trabajar. El que editaba todos los grandes discos.

La canción de Ricky terminó, le di el resto de mis patatas fritas a Tiny Tim y regresé a la sala a ver en qué andaba Fred. Una vez le pregunté si había grabado algún disco y contestó: «Yo no juego a eso». Fred empleaba la oscuridad como una potente arma musical, pero por talentoso y dotado que fuera, le faltaba algo como intérprete. Yo no lograba dilucidar qué era, pero cuando vi a Dave Van Ronk lo supe.

Van Ronk trabajaba en el Gaslight, un club críptico que se alzaba como una presencia dominante en la calle y gozaba de mayor prestigio que ningún otro. Tenía su mística y un gran cartel en la fachada, y pagaba semanalmente. El Gaslight, al que se accedía bajando un tramo de escaleras junto a un bar llamado Kettle of Fish, carecía de licencia para vender bebidas alcohólicas, pero uno podía traerse la botella en una bolsa de papel. Cerraba de día y abría a última hora de la tarde con unos seis artistas que iban turnándose a lo largo de la noche, un círculo cerrado en el que ningún desconocido podía penetrar. No realizaban audiciones. Yo quería tocar allí, lo necesitaba.

Van Ronk tocaba allí. Años atrás había escuchado alguno de sus discos y me parecía muy bueno; de hecho, copié algunas de sus canciones frase por frase. Van Ronk era apasionado y punzante, cantaba como un mercenario y sonaba como si ya estuviera de vuelta. Tan pronto aullaba como susurraba, y era capaz de convertir el blues en balada y las baladas en blues. Yo adoraba su estilo, netamente urbano. En Greenwich Village, Van Ronk era el rey de la calles, no tenía rival.

Un frío día de invierno, cerca de la calle Thompson, en la esquina con la Tercera, bajo rachas de aguanieve y el sol que se filtraba entre la bruma, lo vi acercarse hacia mí, aterido y en silencio. Era como si el viento lo empujara hacia mí. Quería hablarle, pero algo me lo impedía. Pasó a mi lado, con un centelleo en la mirada. Fue un fugaz instante que dejé pasar. Pero quería tocar para él. De hecho, quería tocar para quien fuera. No podía pasarme el día sentado en un cuarto tocando solo. Sentía la necesidad de actuar para los demás, todo el tiempo. Podía decirse que practicaba en público y que mi vida entera se estaba convirtiendo en lo que practicaba. Estaba obsesionado con actuar en el Gaslight. No podía ser de otro modo. Comparado con ese, el resto de locales eran garitos desconocidos y deprimentes, tugurios de tercera o pequeñas cafeterías donde el intérprete pasaba el sombrero. Sin embargo, me puse a tocar en tantos como pude. No tenía elección. En los callejones proliferaban los cuchitriles de ese estilo. Pequeños, de distribución muy distinta y algo escandalosos, acogían a los turistas que abarrotaban las calles por la noche. Cualquier cosa, cualquier hueco en la pared podía pasar por un local: desde los grandes salones hasta los bajos, entresuelos y sótanos.

En la calle 3 había un bar curioso, en lo que fue la cuadra de caballos de Aaron Burr y que ahora se llamaba Café Bizarre. Los clientes eran en su mayoría trabajadores que se sentaban a charlar, blasfemar, comer bistecs y hablar de tías. Tenía un pequeño escenario en la parte trasera donde toqué en un par de ocasiones. Es probable que tocara en todos los locales, como mínimo una vez. Casi todos estaban abiertos hasta el amanecer, y en ellos había lámparas de queroseno y serrín por los suelos; algunos tenían bancos de madera o un gorila en la puerta. No se cobraba la entrada y los propietarios intentaban despachar tantos cafés como podían. Los intérpretes se sentaban o permanecían en pie junto al ventanal, visibles desde la calle, o bien los emplazaban en el fondo, de cara a la entrada, donde tenían que desgañitarse. Nada de micrófonos.

Los cazatalentos no se dejaban ver por esas madrigueras. Eran oscuras y lóbregas, y en ellas reinaba un ambiente caótico. Los intérpretes cantaban y pasaban el sombrero o tocaban viendo desfilar a los turistas, esperando que alguno arrojara cuatro monedas en la cesta o en la funda de la guitarra. El fin de semana, si un cantante hacía la ronda por todos los establecimientos desde la mañana hasta la noche, podía sacar unos veinte dólares. Las noches entre semana nunca se sabía. A menudo se ganaba más bien poco porque la competencia era dura. Había que conocer un par de trucos para sobrevivir.

Un cantante con el que me cruzaba a menudo, Richie Havens, siempre iba con una chica mona que pasaba el sombrero, y le iba bastante bien. A veces, pasaba dos sombreros. Sin ese tipo de trucos, acababas volviéndote invisible, y eso no convenía. Un par de veces me junté con una chica que conocía del Café Wha?, una camarera resultona. Pasábamos de un lugar a otro, yo tocaba y ella se encargaba de la recaudación, con mucho rímel en los ojos y ataviada con una graciosa gorra y una blusa muy abierta parecía casi desnuda de cintura para arriba bajo un abrigo que más bien semejaba una capa. Luego, nos repartíamos las ganancias, pero este sistema era demasiado complicado como para ponerlo en práctica cada vez. En cualquier caso, siempre conseguía más dinero con ella que trabajando solo.

Lo que realmente me distinguía de los demás en aquellos días era mi repertorio. Era mejor que el del resto de los cantantes de cafés. Consistía en auténticas canciones folk, sin concesiones, con la base de un rasgueo incesante y estridente. O acababa ahuyentando a la gente o bien despertaba en ellos una curiosidad que los impulsaba a acercarse más aún para ver de qué iba ese rollo. No había punto medio. En esos sitios actuaban cantantes y músicos mucho mejores que yo, pero el concepto de lo que yo hacía era totalmente distinto. Las canciones folk constituían mi medio de explorar el universo, eran estampas y, como tales, resultaban mucho más valiosas que cualquier cosa que se me ocurriese decir. Conocía su auténtica sustancia y podía hilvanar fácilmente los temas. Para mí no tenía ningún misterio recitar de un tirón «Columbus Stockade», «Pastures of Plenty», «Brother in Korea» y «If I Lose, Let Me Lose». Casi todos los demás intérpretes se concentraban más en sí mismos y en intentar conectar con el público que en interpretar la canción, pero eso no iba conmigo. A mí lo que me interesaba era que mis canciones llegaran a la gente.

Dejé de ir al Café Wha? por las tardes. Y ya no volví a poner los pies allí. También perdí el contacto con Freddy Neil. En cambio, empecé a dejarme caer por el Folklore Center, el baluarte de la música folk americana. También estaba en la calle MacDougal, entre Bleecker y la 3. Ocupaba un principal y poseía un encanto añejo. Era como una vieja capilla, como una institución del tamaño de una caja de zapatos. El Folklore Center vendía de todo y proporcionaba toda clase de información relacionada con la música folk. En su amplio escaparate se exhibían discos e instrumentos.

Una tarde me decidí a subir el tramo de escaleras y me puse a curiosear por allí. Entonces conocí a Izzy Young, el propietario. Era un entusiasta del folk de la vieja escuela, un tipo sardónico, con gruesas gafas de carey, que hablaba en dialecto de Brooklyn, llevaba pantalón de lana, cinturón delgado y botas de trabajo, además de una corbata torcida. Su voz era como una apisonadora, demasiado alta para aquel espacio reducido. Izzy estaba siempre algo mosca por una cosa u otra. Era de natural descuidadamente bondadoso. En realidad, un romántico. Para él la música folk brillaba como un lingote de oro. Para mí también. Aquel lugar era el punto de encuentro de toda la actividad folk concebible, y en cualquier momento te podías cruzar con cantantes folk de los de verdad. Algunas personas también iban allí a recoger su correo.

Ocasionalmente, Young organizaba conciertos en los que se daban cita los auténticos músicos de folk y de blues. Acudían desde otros rincones del país para actuar en el Town Hall o en alguna universidad. En diferentes ocasiones me topé allí con Clarence Ashley, Gus Cannon, Mance Lipscomb, Tom Paley y Erik Darling. Además, en el Folklore Center había muchos discos folk solo para iniciados que yo deseaba escuchar sin excepción. Partituras olvidadas de todo tipo salomas de marineros, canciones de la guerra civil, de vaqueros, de misa, elegías, himnos integracionistas o sindicalistas, libros antiguos de cuentos populares, publicaciones de organizaciones obreras, panfletos propagandísticos sobre cualquier cosa, desde los derechos de la mujer hasta los peligros de la bebida, uno de ellos escrito por Daniel Defoe, el autor de Moll Flanders. Había unos pocos instrumentos a la venta, dulcémeles, banjos de cinco cuerdas, mirlitones, flautas metálicas, guitarras acústicas, mandolinas. Si alguien no sabía muy bien de qué iba la música folk, allí podía hacerse una idea ajustada.

Izzy tenía un cuarto trasero con una estufa de leña panzuda, cuadros torcidos y sillas desvencijadas; viejos héroes y patriotas en la pared, cerámica con dibujos de líneas que se entrecruzaban, velas negras laqueadas…, un sinnúmero de artículos de artesanía. Había un fonógrafo en la habitación y montones de discos de música norteamericana. Me dejaba quedarme a escucharlos. Escuché tantos como pude e incluso estuve manoseando sus rollos antediluvianos de composiciones folk. El frenético mundo moderno era algo en lo que estaba poco interesado. No tenía relevancia ni peso para mí. No me seducía. Los temas que me parecían estimulantes y actuales eran aquellos de los que hablaban las viejas canciones tradicionales, como el hundimiento del Titanic, las inundaciones de Galveston, la sonda de vapor de John Henry o el tiro que John Hardy le pegó a un tipo en la frontera de Virginia Occidental. Todo aquello seguía vigente; se trataba de hechos reales y del dominio público. Estas eran las noticias a las que prestaba atención, las que seguía y las que quedaban grabadas en mi mente.

En lo tocante a registrar las cosas, Izzy también llevaba un diario. Era una especie de libro que mantenía abierto en su escritorio. Me preguntaba cosas acerca de dónde había crecido y cómo nació mi interés en la música folk, dónde la descubrí; ese tipo de historias. Escribía sobre mí en su diario. Yo no entendía por qué. Sus preguntas me ponían nervioso, pero él me caía bien porque era campechano, cordial y considerado. Solía mostrarme receloso cuando hablaba con desconocidos, pero con Izzy no tenía problemas y le respondía con toda llaneza.

Me preguntó por mi familia. Le conté de mi abuela materna, que vivía con nosotros. Ella, un auténtico dechado de nobleza y bondad, me dijo una vez que no existe un camino que conduzca a la felicidad; la felicidad es el camino. También me enseñó a tratar con amabilidad a todas las personas, porque todo el mundo libra una dura lucha en la vida.

No acertaba a imaginarme cuáles eran las batallas de Izzy. Internas, externas, ¿quién sabe? A Young le preocupaban la injusticia social, el hambre y los sin techo, y te lo decía sin más. Sus héroes eran Abraham Lincoln y Frederick Douglass. Moby Dick, la aventura pesquera definitiva, era su relato favorito. Los acreedores y el casero lo acosaban. Siempre andaban persiguiéndolo para liquidar sus deudas, pero eso no parecía inquietarlo. Era infatigable e incluso se había enfrentado con el ayuntamiento para que permitiera a los músicos de folk tocar en Washington Square. Todos lo apoyaban.

Iba exhumando discos para mí. Incluso me dio uno de Country Gentlemen y me recomendó que escuchara «Girl Behind the Bar».

Me puso «White House Blues» de Charlie Poole, convencido de que sería perfecta para mí, y señaló que aquella era la versión exacta que interpretaban The Ramblers. En otra ocasión me puso la canción de Big Bill Broonzy «Somebody’s Got to Go», y eso también encajaba perfectamente con mi estilo. Me gustaba estar en casa de Izzy. Allí el fuego siempre crepitaba.

Un día de invierno entró un tipo corpulento. Parecía salido de la embajada rusa. Se sacudió la nieve de las mangas del abrigo, se quitó los guantes, los depositó sobre el mostrador y pidió que le mostrasen una guitarra Gibson que colgaba de la pared de ladrillo. Era Dave Van Ronk. Tenía un aspecto bronco, con su mata de pelo erizado y sus aires de displicencia que recordaban a los de un cazador profesional. Mil pensamientos se agolparon en mi cabeza. Nada se interponía entre él y yo. Izzy agarró la guitarra y se la pasó. Dave colocó los dedos en el mástil y, después de tocar una especie de vals jazzístico, dejó la guitarra sobre el mostrador. Entonces me acerqué, posé las manos sobre ella y le pregunté qué había que hacer para trabajar en el Gaslight, a quién había que conocer. No intentaba granjearme su simpatía; solo quería informarme.

Van Ronk clavó en mí una mirada curiosa, y a la vez hosca y cortante. Me preguntó si trabajaba de conserje.

Le contesté: «No, Dios me libre, pero ¿me permite tocar algo?». «Claro», dijo.

Canté «Nobody Knows When You’re Down and Out». Le gustó y me preguntó quién era y cuánto llevaba en la ciudad, luego me invitó a ir a su local entre las ocho y las nueve para tocar un par de canciones en su escenario. Y así es como conocí a Dave Van Ronk.

Al salir del Folklore Center me vi transportado de golpe a la era glacial. Hacia el atardecer, me acerqué al Mills Tavern, en la calle Bleecker, donde se apretujaban los cantantes de tugurio, parloteando entre sí antes de subir a escena. Un guitarrista de flamenco amigo mío, Juan Moreno, me habló de un nuevo café que acababa de abrir en la calle 3, llamado Outré, pero apenas atendía a lo que decía. Sus labios se movían, pero no parecían emitir sonido alguno. Yo jamás tocaría en el Outré, ya no tenía por qué. Pronto me contratarían para actuar en el Gaslight y no volvería a pasar el sombrero. En el exterior, el termómetro bajaba hasta los veinte grados bajo cero. Mi aliento se congelaba en el aire, pero no sentía frío. Iba camino del estrellato; no me cabía la menor duda. ¿Podía ser que estuviera engañándome? No. No creo que tuviera imaginación suficiente para ello; tampoco albergaba falsas esperanzas. Venía de muy lejos y de muy abajo, y ahora el destino estaba por revelarse. Tenía la sensación de que me miraba a la cara, solo a mí.

 

 

* Frases extraídas de viejas canciones de blues y de bluegrass. (N. del T.)